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El Pequeño continúa muriendo durante varios días y su hermano continúa manteniéndolo con vida. Como si estuvieran jugando.

El Grande lo alimenta con los insectos más gruesos, los gusanos más esponjosos y las raíces más dulces. Filtra el agua con su camisa para que la beba pura, cristalina. Usa la más fría de la mañana para enjuagarle la frente, y la más templada de la tarde para lavarle los pies y las manos y el pelo. Cuando el Pequeño respira con normalidad y la fiebre desciende, el Grande regresa a sus ejercicios físicos. Flexiones, abdominales, sentadillas. El sudor le empapa la cabeza, y durante esas horas deja de pensar en la enfermedad, abandona el pozo, corre campo a través, vuelve, hace justicia. Más que el hambre y el sol, es la soledad la que lo envejece. Transforma su cara adolescente en la de un hombre gravemente herido, como el que vuelve de una guerra civil o de una cárcel, con el cuerpo deformado por la suma de esfuerzos y penurias y las grandes manos marcadas por líneas nuevas, durezas que no podría borrar aunque quisiera. Habla con su hermano como nunca antes:

—Cuando volvamos a casa, comeremos carne.

Le cocina platos que alguna vez probaron y otros que no conoce pero se imagina. Crema de amapolas tostadas al sol, con trocitos de nuez salvaje y dados de plátano. Arroz dulce con canela blanca, corteza de limón, polvos de cacao y sirope de guanábana. León marino asado con fresas y yuca, enjugo de naranja madura y leche de coco. Relata con detalle cómo pelar patatas, en qué sentido cortar las cebollas para que se deshagan en el aceite sin quemarse, cuánto se tarda en dorar el mejor corte del pollo y de la vaca. Algunas veces el Pequeño despierta en un espejismo de cordura y dice cosas, frases perdidas, palabras sueltas.

—Laurel…

Y el Grande desarrolla entonces lecciones de botánica y de agricultura, compara procedimientos, recuerda aromas, formas y sabores. Cuando no sabe, se inventa las razones secretas del orden de las cosas, improvisa ciudades donde los habitantes hablan otras lenguas, viaja más allá de los acantilados para observar fenómenos inexplicables. Le habla de las lunas pares del Norte y de los árboles caminantes del Sur, de las palomas estrelladas que viven en los lagos profundos, de las casas con ojos en lugar de ventanas que lloran vino cuando su dueño se marcha. Le cuenta de las inundaciones que sufrieron sus abuelos cuando eran niños y que obligaron a mover el pueblo unos kilómetros, del cementerio de hombres gigantes que ocupa todo un continente, de la parte del cielo que se puede tocar porque su peso lo desplomó al otro lado del mundo. Construye geografías, modos de vida, matemáticas de ensueño. Inventa cereales de colores, mujeres con uñas de cristal y milagros fabulosos: arcilla que protege de la mala suerte, duendes que habitan las paredes y conceden mil deseos a quien los encuentra, ríos que se abren si les pides permiso. Cuando se siente espeso y su imaginación se agota, le cuenta historias de verdad.

—A veces pienso que no somos realmente hermanos.

—Fui yo quien mató a nuestro perro. Con una piedra.

—Moriré aquí dentro.

Por la noche duermen muy cerca uno de otro. La luna casi está llena, y gasea con luz blanca los contornos del bosque, las copas de los árboles, los caminos. La fiebre empieza a abandonar el cuerpo del Pequeño: ya no hay tos, ni flemas, ni temblores. Descansan sinceramente por primera vez desde que terminó la tormenta, rendidos al cansancio y sin interrupciones. La profundidad del sueño no les deja escuchar los pasos que se acercan a la boca del pozo, ni advertir la figura que se asoma y los mira, ni verla desaparecer y regresar, por donde vino, en completo silencio.