13

Durante las primeras horas de lluvia bebieron sin cesar, se abrazaron, jugaron con el barro. Se saciaron de agua y rieron a carcajadas, con la risa que vive en la frontera entre el júbilo y la desesperanza.

Padecieron luego el chaparrón arrinconados contra las paredes, soportando la cortina de agua con estoicismo. Pequeñas cataratas de insectos y tierra y hojas se formaron en los bordes del agujero, abriendo torrentes verticales que descendían con ímpetu. A sus pies, charcos profundos reflejaban el cielo negro, acogotado por nubes que se hinchaban y se deshinchaban como el pulmón de un océano. Bebieron sin ganas, anticipándose a otra eventual sequía, sumergiéndose en los hoyos del suelo o lamiendo las fuentes inventadas por los saltos de agua.

Dejó de llover dos días después de que los alcanzase la tormenta. Para entonces, el pozo se había convertido en una ciénaga y sus paredes se habían arqueado. Las piernas se les hundían en el suelo pastoso, la ropa se empezaba a pudrir por las horas expuesta a la humedad, el barro calaba sus testículos y sus extremidades. El Grande no había podido realizar sus ejercicios, y el Pequeño, que imaginaba el pozo como un ataúd flácido, tampoco recolectar comida. No celebraron el cielo abierto ni el calor del sol porque sus músculos entumecidos todavía tiritaban, y porque el aguacero había supuesto una prueba de resistencia extenuante: no hundirse, no ahogarse, no dormir. La falta de alimentos había hecho mella en sus reducidos estómagos, especialmente en el del Pequeño, que se desvanecía atrapado por un sopor febril.

Cuando el sol empieza a secar la tierra y a evaporar el agua saturada y el suelo del pozo se vuelve firme, el Grande observa que su hermano está sufriendo una especie de afección pulmonar, pues tose esputos verdes y gruesos como mermelada, y su frente arde. Se dedica entonces a alimentarlo con regularidad, darle agua fresca a cada hora, mantener su ropa seca y alejarlo de los últimos charcos. Descuida su propia alimentación, además de sus ejercicios, rendido a la total custodia de su hermano. La fiebre de este, sin embargo, no remite.

Verlo así, raquítico y blancuzco, con las costillas de un galgo famélico, con los dedos azules y la frente abrasada, enfermo de frío y de flemas, le provoca una dolorosa tristeza. El Pequeño es un trozo de carne que apenas respira, amansado por un sueño irregular del que en ocasiones despierta con gritos, con frases ininteligibles, con repentinas crisis de cólera o de llanto. El Grande lo alimenta con perseverancia y con grima, sintiendo una ternura nueva cuando lo pone al sol y lo ve desperezarse.

—No puedes irte. Hiciste una promesa.

Por la noche, lo cubre con dos capas de ropa para protegerlo del rocío helado y se ovilla junto a él desnudo, tratando de calentar un poco su pequeño cuerpo. Lo frota y lo besa y lo abraza hasta quedarse dormido.

—Quizá sí te quiero, dice.