Cumplen su primera semana en el pozo y escuchan un sonido nuevo.
El Pequeño todavía mira con los ojos del último sueño y se despierta titubeando, como si atravesara un banco de niebla. La noche manda en su pulso con el día y una quietud crepuscular lo empaña todo. Su hermano respira profundamente. El sonido regresa, ahora más próximo, y trae consigo un ligero temblor que desciende hasta las camas de tierra de los niños.
—¿Hola?, dice el Pequeño, despegándose la boca seca. ¿Hola?
Cuando habla por tercera vez, el Grande acompaña el grito de su hermano con el suyo. Vocifera sin saber por qué, recién despierto, siguiendo una inercia elemental. Ambos repiten los hola, los ayuda, los estamos aquí, dan palmas, patean la tierra, aúllan. Luego callan, para escuchar una respuesta que dé sentido a su alboroto.
El viento es negro y los saluda con patas y alientos y resoplidos largos como lenguas. Los hermanos se miran abriendo tanto los ojos que parece que quisieran descorcharlos de sus caras.
Una manada.
—¿Lobos?, pregunta el Pequeño.
—No lo sé. ¿Has oído gruñidos?
—No. ¿Crees que pueden ser lobos?
—También pueden ser cabras.
—¿En el bosque?
—Quizá se hayan perdido. Si son cabras, podría venir el pastor a buscarlas.
—¿Y si son lobos?
—Entonces no vendrá el pastor.
Los pasos son cada vez más evidentes y el resuello de los animales ha ocupado la noche. La quietud de los hermanos se ha contagiado al pozo: los insectos ya no zumban, el agua ha suspendido su carrera, la naturaleza está en silencio al fin. Por un momento, el pozo ha trascendido y respira como un hogar que los niños no quieren perder. El asedio parece un terror pasajero. Y un géiser de calma remonta las paredes a gatas, serena la boca del pozo y se extiende más allá de sus bordes precipitados hasta dondequiera que los animales gañen para hacerlos callar, y durante un suspiro el bosque entero reposa en una implosión de paz.
Luego, por fin, detona la revelación de una matanza.
—¡Lobos!
Los hocicos empiezan a exhibirse, olfateando el sudor y la carne sin lavar. Los hermanos comprenden que hieden, que sus excrementos y sus propios cuerpos los han delatado. Rematan los hocicos filas de dientes desiguales y lenguas babosas, y sobre las lenguas, consumando la imagen de las bestias, unos ojos rasgados en los que se acumulan todos los brillos de la noche.
Los niños abren la boca para gritar, pero no lo hacen.
El primero de los lobos baja la cabeza y los observa, mostrando el paladar. Sabe que la presa es débil, está enferma y no tiene salida. A su alrededor el movimiento es continuo, la manada rodea el agujero representando la danza del hambre. Uno de ellos adelanta sus patas y amenaza con caer. No es el único. Parece que estudien las posibilidades de alcanzar la comida y regresar al bosque. Otro se prepara para precipitarse dentro del pozo, dejando que le resbale por el morro un largo hilo de baba, pero antes de doblar las patas una piedra le parte el cráneo y el baile se descompone.
—Fuera de nuestra casa.
Al crujir de huesos sigue un aullido honesto, un dolor verdadero. Los animales se revuelven y protestan, pero las piedras continúan alcanzándolos. Se retiran.
—¡Le has dado!, dice el Pequeño.
Durante unos minutos alguno de los lobos vuelve al agujero, pero sin convicción. La mayoría se alejan y se concentran a varios metros, donde no llegan las piedras. Finalmente, se marchan.
—¿Los oyes?
—No. Se han ido.
—Los has asustado.
—Sí. He asustado a los lobos. ¡A pedradas!
El Pequeño ríe con escándalo, todavía atenazado por el miedo.
—Vamos a dormir un poco. No volverán. Quedan unas horas hasta que amanezca y tenemos que guardar fuerzas. Empieza tú. Yo me quedaré un rato despierto, por si alguno de esos cabrones asoma por aquí de nuevo.
El Pequeño piensa «ha dicho “cabrones”». Su hermano ha vencido a los lobos. Esta noche dormirá como pocas noches ha dormido, y será también la última vez que pueda hacerlo sin angustia.
El Grande se acomoda en el centro del pozo, con piedras en ambas manos, sin dejar de observar el agujero. Esta noche se preguntará cómo podría vencer a los lobos si salieran del pozo y ese pensamiento no lo dejará dormir. En su cabeza se formarán imágenes terribles de la piel de su hermano separada del hueso, y de la suya, descuajada en un rito de sangre, todavía consciente su memoria para oír a las bestias masticarla.