El Pequeño sueña con un banco de mariposas y se ve a sí mismo cazándolas con su larga lengua retráctil. Si son blancas, le saben a pan; si son rosas o rojas, a fruta, una mezcla de fresas y naranjas; si son verdes, a menta y hierbabuena; si son oscuras no tienen sabor: comerlas es como lamer cristales.
La noche anterior cayó al pozo una luciérnaga, que su hermano devoró sin pestañear. En el sueño también hay luciérnagas, pero son grandes y no puede comerlas, así que escoge una y la monta como un jinete iridiscente. Tiene tanta hambre que la lleva hasta un claro apartado de las llanuras y, cuando la luciérnaga se dobla para dejarlo bajar, él hinca los dientes sobre su grupa y arranca trozos de carne luminosa, clava las uñas en el lomo verde hasta meter las manos, los codos, el brazo entero, y sorbe la sangre fulgurante como al beber un huevo crudo desde el pequeño roto de la cáscara. Saciado, se echa a llorar, todavía sobre el cuerpo encendido de su montura, lamentándose porque en la terrible oscuridad que ahora lo cubre sin ella no será capaz de abandonar el pozo.
En el sueño el pozo es grande como una ciudad. Todos los habitantes están hambrientos porque la tierra se cansó, dicen algunos. El Pequeño no recuerda la vida fuera del pozo, pero el Grande es mayor que él y tiene memoria.
—Arriba necesitaban espacio, responde siempre cuando el Pequeño le pregunta por qué viven en un lugar tan sucio.
—¿Arriba son muchos?
—No. Son muy pocos.
—Entonces, ¿arriba es pequeño?
—No. Es muy grande.
—No lo entiendo.
—Arriba es donde tienen el poder.
—¿Y eso qué es?
Un perro volador le lame los cuernos, y siente cosquillas. Su hermano siempre habla así, con pocas palabras, porque trabaja mucho. Lleva años construyendo una escalera con troncos de regaliz para subir hasta el borde del pozo.
—¿Puedo chupar un poco?
—Ya sabes que no. Necesitamos todos los troncos.
—Tengo hambre.
—Yo también. Pero debes pensar en todos, no solo en ti.
El Pequeño mira a su alrededor: hay gente durmiendo por las calles, niñas jugando con flores parlantes, hombres cargando bebés en su bolsa marsupial. Hay otros, como su hermano, que construyen ingenios para salir del pozo: un barco de pizarra, una torre de nubes, una catapulta con los huesos del último dragón.
—¡Estoy cansado de pensar en todos!
El Grande coloca otro tronco y un gusano con forma de pollo se escurre por un agujero. Se seca el sudor con el antebrazo y dice:
—Cuando estemos arriba, haremos una fiesta.
—¿Una fiesta?
—Sí.
—¿De las de globos y luces y pasteles?
—No. De las de piedras, antorchas y cadalsos.
Y al soñar con el fuego, súbitamente, despierta. Siente que una llama le ha prendido en la base del cráneo o en alguna parte detrás de los ojos. El cielo apenas comienza a clarear y el Grande duerme. Así que se levanta despacio para no despertarlo, todavía con un sabor fluorescente en la boca, y busca entre las raíces una hormiga o un gusano. Sabe bien que debe cumplir estrictamente con la dieta que su hermano le ha asignado, pero el hambre de recién despierto es difícil de controlar. Según le dice el Grande, puede resistir muchos días bebiendo el agua terrosa del pozo, comiendo algunos bichos y chupando las puntas de las raíces. No obstante, subraya, debe permanecer lo más quieto posible, para no gastar inútilmente energía salvo en las horas de recolección.
A un metro distingue un pequeño gusano moviéndose y se acerca a él, pero cuando está a punto de atraparlo su estómago bufa con un gruñido creciente, rebotando en el tapiz de tierra vertical que lo rodea, y algo dentro de sus tripas sacude su intestino con el picor de un látigo. Tan fuerte suena que parece un eco espectral del mismo pozo, y el Grande se despierta, huraño, orientándose más con los oídos que con los ojos.
—¿Qué haces?
—Nada.
—¿Ya estás despierto? ¿Qué era ese ruido?
—Yo.
El Grande se frota la cara y ve a su hermano pegado a la pared como si formara parte de ella, encorvado en una interrogación.
—¿Tú has hecho ese ruido? Parecía un mugido.
—Creo que me estoy rompiendo por dentro, dice el Pequeño.
El día transcurre sin sobresaltos, con su rutina de miedos y esperanzas. Nadie responde a sus gritos, pero están acostumbrándose. Cuando llega la noche, el Pequeño se abraza a su hermano con fuerza.
—No me encuentro bien.
—Lo sé. Lo veo en tu cara. Has perdido peso y estás débil.
—Quizá debería comer más.
—Todavía no. Tranquilo, te acostumbrarás al hambre. Cada día tu estómago se hace más pequeño, por eso te duele: está encogiendo. Cuando encoja todo lo posible, verás que lo que comes ahora será suficiente.
—Pero no tengo fuerzas. Me cuesta levantarme. Me cuesta hacerlo todo.
—Yo soy el fuerte. Tú solo debes preocuparte por resistir. Si pasa algo, si hace frío, si tienes miedo o si nos ataca un animal, yo te defenderé. Soy tu hermano mayor. Intenta dormir.
—No quiero dormirme todavía. Tengo miedo de hacerlo.
—¿Por qué?
—Porque tengo sueños… Sueños raros. Sueño que como cosas que no debería comer. Sueño con mamá… Mis sueños son horribles…
—No tengas miedo de los sueños, no son reales. Son pensamientos que tenemos en la cabeza y se mezclan, recuerdos que no podemos decir con palabras. Si sueñas que comes cosas, significa que tienes hambre, nada más. Si sueñas que vuelas, significa que quieres volver a casa… ¿Lo entiendes?
El Pequeño asiente moviendo la barbilla. Las palabras de su hermano le tranquilizan y cierra los ojos. Con su última voz antes de dormir, pregunta:
—¿Y qué significa soñar que me como a mamá?