En la bolsa hay una hogaza de pan. Para comprar algunos alimentos, los hermanos deben recorrer el camino de tierra que bordea su casa hasta la rampa de las bergamotas, cruzar el río saltando sobre las piedras y dejar atrás los trigales salvajes. Si quieren ganar tiempo, deben atravesar el bosque. Hacerlo significa casi media jornada de andadura; el doble si se tiene en cuenta el regreso.
—Tengo sed, dice el Pequeño.
—Puedes beber el agua que hay en ese lado. Yo ya lo he hecho. Está fresca.
—Pero está sucia.
En la bolsa hay una hogaza de pan y tomates secos. El Grande se acerca al rincón donde el agua mana con más fuerza, se arrodilla y cava un pequeño agujero. Pasado un tiempo, el agua se acumula en él hasta desbordarlo. Luego el Grande hunde la cabeza en el pocito y bebe sonoramente, imitando a un perro sediento.
—Está buena. Pruébala.
El Pequeño imita cada uno de los gestos de su hermano, incluso el desagradable sonido al tragar.
—Sabe a tierra.
—Aquí dentro todo sabe a tierra. Acostúmbrate.
Mirando la bolsa, el Pequeño añade:
—Ahora tengo más hambre.
El Grande coge la bolsa, la retuerce y la tira hacia el extremo opuesto del fondo del pozo.
—Ya te he dicho que no vamos a tocar la comida de mamá. Comeremos lo que tenemos aquí.
—Pero aquí no tenemos nada.
—Sí que tenemos. Ahora lo verás.
En la bolsa hay una hogaza de pan, tomates secos y brevas. El Grande inspecciona cada milímetro del pozo, cada oquedad, cada raíz. Hace un pliegue en su camisa y en el hueco formado acumula todo aquello que encuentra, mientras el Pequeño lo observa sin comprender. Después, con las uñas negras, se sienta frente a su hermano y le muestra un botín de hormigas aplastadas, caracoles verdes, pequeños gusanos amarillos, raíces blandas y larvas diminutas.
—Esto es lo que vamos a comer.
El Pequeño no puede ocultar el asco que siente. Sabe que su hermano no bromea y que si ha decidido que van a comer bichos y hierbas, él comerá bichos y hierbas. Se muerde los labios para retener las náuseas y dice:
—Está bien.
Y con su mano toma un puñado de hormigas y se las echa a la boca, tragándolas sin masticar ni respirar apenas. Con la lengua se asegura de que no le queda ninguna entre los dientes.
—Quizá si les pusiéramos un trocito de tomate estarían más ricas, dice con una sonrisa frágil.
En la bolsa hay una hogaza de pan, tomates secos, brevas y un pedazo de queso. El Grande, al escuchar la sugerencia de su hermano, vuelca la camisa, haciendo que la comida se desparrame, y lo golpea con el dorso de la mano en la mejilla, pero al ser tan grande su mano y tan pequeña la mejilla el golpe llega también a la sien, a la barbilla y a la oreja, y se engarza en la boca del Pequeño, arrastrando los nervios de los dientes, inflamando las encías, repicando en el hueso, hasta que cae de espaldas con media cara dormida, con la carne espesándose en un dolor de tijeras que le nubla la vista. Y por su oído intacto aún puede escuchar cómo retumba, sin elevarse, el eco grave de una voz que le advierte:
—La bolsa no es la solución. Si la mencionas de nuevo, te hundo la cabeza en la tierra hasta matarte. En la bolsa hay una hogaza de pan, tomates secos, brevas y un pedazo de queso.
El Pequeño nunca vuelve a decir la palabra que empieza por b.