Capítulo 11

Las horas que Longridge pasó telefoneando la noche que regresó tuvieron su resultado. Y a la semana siguiente, él y los Hunter pasaron pacientemente muchas horas rastreando alguna evidencia que, a veces, aparecía tan compleja y confusa que resultaba inútil. Y, otras, tan casual que parecía difícil creerla. A veces hasta llegaron a sentirse cansados porque cualquier hombre, mujer o criatura que había visto un gato o un perro en los últimos cinco años, andando por el camino, los llamaba para decírselos. Pero, en general, todos se mostraron extraordinariamente amables y con ganas de ayudar y recibieron pruebas de que algunos los habían visto genuinamente. Una vez evaluados los resultados, llegaron a la conclusión de que la sospecha original de Longridge respecto a la línea que él había trazado para ese viaje, era la que habían seguido los perros (del gato no se pudo saber más) y que la misma conducía directamente al oeste, por lo que las sospechas de él habían sido ciertas.

El hermano de uno de los guías indios del piloto había encontrado recientemente a un primo que volvía de la cosecha del arroz y que le había contado una historia disparatada de un gato y un perro que surgieron de pronto en medio de la noche, produciendo un hechizo tan benéfico que la cosecha se multiplicó; y la niña llamada Helvi Nurmi, con voz angustiada y llorosa, había descrito en detalle al hermoso gato siamés que había permanecido muy poco tiempo con ella. En algún lugar de Ironmouth Range un guardabosques informó que había visto dos perros, y un malhumorado granjero había dicho en el Almacén de Ramos Generales (el Teléfono Público) de Joe Wood, en Philipville, que si le echaba mano a un cierto perro blanco («Feo como el pecado y una verdadera bestia salvaje») que le había matado un grupo de gallinas premiadas y golpeado a su pobre y pacífico collie, le rompería cada hueso del cuerpo.

Peter se sonrió por primera vez al oír esto: le había evocado un cuadro vívido de Bodger en su elemento agresivo, disfrutando de esa pelea y contento de su maldad y sin arrepentirse, como siempre. Le gustaba oír esto más que cualquier otra cosa porque sabía que su insaciable payaso no había nacido para estar triste o inseguro. Se guardó la pena para sí. Ahora estaba convencido de que Bodger había muerto y, casi seguramente, Luath.

La actitud de Elizabeth fue el polo opuesto de su hermano. Estaba firme y absolutamente convencida de que su Tao vivía y de que, tarde o temprano, volvería. Nada podía conmover su confianza, por más que no se hubieran tenido noticias del gato desde que saliera de la casa de los Nurmi. Pero esto había ocurrido mucho tiempo atrás y a muchas millas de distancia. Desechó, con tacto, todos sus esfuerzos por explicar las circunstancias en contra que tendría el gato para regresar. Algún día, un arrepentido gato siamés volvería a aparecer y, después de reprenderlo por su inconsciente vagabundeo, le daría con placer y para su sorpresa el nuevo collar rojo.

Pero Elizabeth era la única que conservaba esa alegre confianza. Después de la amable llamada de John Mackenzie, diciendo que los dos perros habían estado vivos diez días antes, la familia observó el mapa y vio la barrera que se extendía entre ellos y cualquier esperanza: era una zona solitaria, áspera y cruel cómo para terminar con la fortaleza de cualquier perro vigoroso y joven, para no decir nada del otro, enfermo, medio muerto de hambre y agotado que describió el señor Mackenzie, puntero y compañero del primero y a quien los años traicionaban. Lo único que se podía esperar era que el fin de su viaje hubiera ocurrido rápida y piadosamente en esa soledad.

Longridge estaba visitando a los Hunter. En parte porque quería alejarse de todas las deprimentes llamadas telefónicas de gente bien intencionada pero mal informada, y en parte porque el domingo siguiente era el cumpleaños de Peter, sugirió que todos fueran a hacer campamento en la casa de verano de los Hunter, en el lago Windigo. Aunque estaba cerrada en el invierno, podían llevar sus bolsas de dormir, usando sólo el living y la cocina, que podrían calefaccionarse.

Al principio, Elizabeth sintió remordimientos de conciencia al dejar la casa por si Tao decidía volver ese fin de semana. Pero Longridge le mostró que el lago Windigo quedaba justo en la ruta hacia el oeste, según él había visto en el mapa, y le recordó que Tao conocía los alrededores de esa zona, en millas a la redonda, por sus numerosas excursiones con los perros. Elizabeth empaquetó el collar rojo y pareció satisfecha. Demasiado, sospechó él, dada su terrible desilusión.

La casa estaba llena de recuerdos, pero era más fácil acostumbrar la mente a los nuevos y prepararla para la pérdida de otros tan distintos en esa época del año. Era como si estuvieran descubriendo un nuevo mundo: un lago frío sin botes, las casas de los alrededores cerradas y vacías. Veían caminos que ni ellos mismos sabían que existían, ahora que los árboles estaban desnudos y la maleza se había extinguido. Peter tenía una nueva cámara fotográfica y se pasaba horas acercándose cautelosamente a mapaches, ardillas y pájaros. Elizabeth vivía gran parte del día en una casita que habían fabricado precariamente el verano anterior entre tres grandes abedules al borde del lago.

En la tarde del último día, el domingo en que Peter cumplía años, decidieron efectuar una última expedición, tomando el viejo camino del lago Allen hasta la colina del Punto de Observación y regresando por la orilla del lago. Fue un viaje muy divertido, caminando entre el aire diáfano y fresco, sobre hojas gruesas y suaves en los senderos tranquilos y en la saludable e indefinible paz y serenidad del norte.

Marcharon la mayor parte del trayecto en silenciosa compañía, cada uno ocupado en sus propios pensamientos. Para Jim Hunter, una caminata sin perro carecía de sabor y se acordó de otros días otoñales cuando, escopeta en mano, se internaba en esa misma pacífica soledad, con Luath a su lado, ordenándole que fuera a buscar una perdiz, y éste regresaba con la presa suavemente apretada en la boca. Después recordó los amaneceres y los crepúsculos en los pantanos y los lagos de Manitoba; en las frías horas de espera paciente compartidas en canoas, escondites y campos cubiertos de rastrojos. La descripción que Mackenzie había hecho en la última acción de Luath al cobrar una pieza lo afectó más que ninguna otra cosa, pues sabía la frustrada humillación que debió sentir su perro al tener que llevar un pájaro con su boca cerrada a causa de los dolores.

Peter había tomado un atajo para subir una empinada colina. Se sentó en un tronco caído, contemplando el espacio. También él recordó lo ocurrido el año pasado para esa misma época cuando intentó adiestrar a Bodger como perro cazador arrojándole un guante de cuero relleno a un matorral, después de disparar su escopeta y la voluntariosa y ávida colaboración que recibió el primer día de esa práctica, seguida por una sensación de impotencia que se manifestaba en su cola caída y en sus orejas gachas, agravada por una sordera que se iba acrecentando, sus patas que cojeaban y un insoportable aire de martirio, que culminó dos días después, cuando Bodger salió del matorral con una expresión de perplejidad pero sin el guante. Las comisuras de los labios formaron una leve sonrisa en la cara de Peter al recordar la escena siguiente: el tercer día volvió a repetir la operación de arrojar un guante. Entonces siguió cautelosamente a su Esperanza Blanca por las profundidades del matorral y vio al artero Bodger cavar furiosamente para enterrar el tercer guante.

Suspiró, frotándose los ojos con el dorso de la mano, en medio de esa súbita soledad y recogió la cámara pues oyó que se acercaba su familia.

Todos se sentaron un largo rato en las rocas planas de la Colina del Mirador, donde mucho tiempo antes los indios habían construido sus fogatas de advertencia, mirando más allá de las interminables cadenas de lagos y sierras cubiertas de árboles a la distante mancha que era el gran Lago Superior. Todo estaba en calma y silencioso. Un paro cantó su plañidera pieza y un pajarito llegó aleteando pero sin hacer ruido, para recoger unas migajas a pocos pies de ellos. Todos permanecieron callados y preocupados.

De pronto Elizabeth se levantó.

—¡Escucha! —exclamó—. ¡Escucha, papá! Oigo ladrar a un perro.

Un silencio absoluto reinó cuando todos aguzaron sus oídos en dirección a las colinas de atrás. Nadie oyó nada.

—Te estás imaginando cosas —le dijo a su madre—. O quizá fue un zorro. Vamos, tenemos que regresar.

—¡Espera, espera un minuto! También tú vas a poder oírlo dentro de un minuto —le susurró Elizabeth. Y la madre, recordando que el oído de la niña era lo suficientemente joven y agudo como para oír el chillido de los murciélagos y otros ruidos perdidos para los adultos —y que ya había perdido hasta Peter—, permaneció callada.

La expresión tensa y alerta de Elizabeth se tornó en una floreciente sonrisa.

—¡Es Luath! —exclamó—. Conozco sus ladridos.

—No nos hagas eso, Liz —le dijo su padre, amable y descreídamente—. Es…

También Peter creyó haber oído algo en ese momento y ordenó que se callaran.

Nuevamente reinó el silencio. Todos aguzaron sus oídos en un suspenso agónico. No oyeron nada. Pero Elizabeth estaba tan convencida, en tal forma llevaba escrito en su cara el haberlo reconocido, que Jim Hunter experimentó una sensación extraña y expectante. Cada fibra de su cuerpo se estremecía con la certeza de que algo estaba ocurriendo. Se levantó y bajó apresuradamente el estrecho sendero hasta donde se unía con el camino más ancho que daba a la colina.

—¡Silba, papá! —le dijo Peter, jadeando, detrás de él.

El silbido surgió penetrante y suave. Y antes de que su eco se extinguiera, se oyó un ladrido, como respuesta, en torno de las colinas.

Todos permanecieron inmóviles en esa tarde tranquila, con sus cuerpos tensos esperando que terminara el suspenso. Estaban al final del camino, aguardando darle la bienvenida al cansado viajero que había hecho ese largo recorrido con tanta confianza. No debieron esperar mucho.

Abriéndose paso entre los matorrales de la ladera surgió un cuerpo pequeño en el camino. Hizo los últimos dos metros que le faltaban con una gracia nada deliberada para detenerse suavemente a los pies del grupo. El discordante y sobrenatural gemido de un esperado siamés pobló el aire.

Elizabeth tenía la cara radiante de alegría. Se arrodilló y levantó al gato, que ronroneaba, inmóvil.

—¡Oh, Tao! —le dijo, en voz baja y, mientras lo recogía para abrazarlo, se puso al cuello las patitas negras del animal—. ¡Tao! —susurró, hundiendo su nariz en esos pelos suaves que olían a tomillo. Tao apretó sus garras con tal éxtasis de amor que Elizabeth casi se ahogó.

Longridge nunca creyó que fuera un hombre especialmente emotivo. Pero cuando el labrador apareció un instante después, una sombra esquelética del soberbio perro que había visto por última vez, corriendo a todo lo que le daban las piernas hacia su amo, con toda su alma asomando por sus ojos hundidos, sintió un nudo en la garganta. Y cuando oyó los sonidos inarticulados y casi de ahogo que siguieron después, al saltar sobre su amo, y la expresión de su amigo, tuvo que darse vuelta y fingió estar aflojando las amorosas patas de Tao.

Pasaron los minutos. Todos empezaron a hablar al mismo tiempo, reunidos en torno del perro para acariciarlo y tranquilizarlo hasta que él también dio rienda suelta a lo que sentía y ladró como si jamás fuera a parar, temblando violentamente, con los ojos más vivos que nunca, sin apartarlos de la cara de su amo. El gato, en los hombros de Elizabeth, se unió emitiendo unos ruidos estridentes. Todos se reían, hablaban o lloraban a la vez y, durante un rato, ese tranquilo bosque se convirtió en un pandemonio.

De pronto, como si un mismo pensamiento hubiera asaltado a todos, se produjo el silencio. Nadie se atrevía a mirar a Peter. El niño estaba de pie, a un costado, golpeando sin propósito alguno una ramita hasta que quedó convertida en una cinta en sus manos. No había tocado a Luath y se dio vuelta cuando el perro se acercó a todos, incluyéndolo a él, como si estuviera saludando a cada uno en una actitud casi humana.

—Estoy contento de que haya vuelto, papá —fue lo único que dijo—. Y también que haya vuelto tu Tao —agregó, dirigiéndose a Elizabeth, con una sonrisa forzada.

Elizabeth estalló en lágrimas. Peter rascó a Tao detrás de las orejas, en un gesto extraño y cohibido.

—No esperaba otra cosa… te lo dije, te lo dije —repetía el chico, evitando la mirada de su familia—. Ustedes bajen… yo los alcanzaré después. Quiero volver al Mirador para ver si puedo sacarle una foto decente a ese pájaro.

«No va a haber jamás una foto más nublada de uno de esos pájaros», se dijo el tío John, con tristeza. Obedeciendo a un impulso, habló en voz alta:

—¿Qué tal si te acompaño? Podría arrojar unas migas y tal vez el pájaro se acerque. —No bien lo dijo deseó haberse mordido la lengua, esperando un rechazo. Pero, para su sorpresa, el muchacho aceptó el ofrecimiento.

Vieron cómo el resto de la familia descendía por el sendero, con Tao aún aferrado entre los brazos de Elizabeth y adorando a Luath, el cual ya había recuperado su posición junto a los talones de su amo.

Los dos que quedaban regresaron al Punto de Observación o Mirador. Tomaron algunas fotos y de un árbol sacaron un hongo de extraña forma y encontraron, por increíble que parezca, el núcleo cilíndrico de un taladro de diamante. Y durante todo el tiempo charlaban: hablaban de cohetes, de órbitas, del espacio, de los siete estómagos de una vaca, del tiempo que haría al día siguiente. Pero ninguno mencionó a los perros.

Mientras seguían hablando llegaron a la bifurcación del sendero. Longridge le echó un vistazo a su reloj. Ya era tiempo de irse. Miró a Peter y empezó a decirle:

—Sería mejor que nos fuér…

Pero su voz se fue diluyendo al ver la cara tensa y rígida del muchacho. Después siguió la dirección de su mirada.

Allá abajo en el sendero, fuera de la oscuridad del matorral y entre los rayos oblicuos del sol, corriendo con su típico andar de marinero, venía… Ch. Boroughcastle, brigadier de Doune.

El raído estandarte de su cola flameaba detrás del Brigadier, con las orejas llenas de cicatrices, producto de su batalla, erguidas y hacia adelante, y su aristocrática y rosada nariz torcida, esforzándose por abarcar todo lo que su escasa vista le negaba. Flaco y cansado, esperanzado y feliz, y hambriento, con la cara encendida de esperanzas, el viejo guerrero retornaba de la soledad. Bodger, hermoso por una vez, venía lo más rápido que podía.

Inició una carrera, cada vez más veloz, como para vencer el tiempo. Peter corrió hacia él.

John Longridge se apartó y los dejó. El perro y el chico formaron una unión en la que era difícil distinguir a uno del otro, viviendo su propio mundo. Longridge empezó a bajar por el sendero, como en un sueño. Sus ojos no veían nada.

A mitad de camino percibió la figura de un animalito que corría como un rayo hacia él. Sorteó sus piernas con agilidad y captó la instantánea mirada de una cara con antifaz negro y una larga cola negra antes de verlo desaparecer en un segundo, subiendo por el sendero.

Era Tao, que volvía junto a su viejo amigo, para terminar juntos el viaje.