Capítulo 10

Las piezas del rompecabezas se iban ajustando poco a poco y la figura general tomaba forma. Al este de Canadá un transatlántico remontaba el río San Lorenzo. Las cumbres de Quebec iban quedando atrás mientras la nave se dirigía a Montreal. Apoyados en la barandilla de la cubierta superior se hallaban los Hunter, que regresaban después de su larga estadía en Inglaterra.

Los dos chicos, Peter y Elizabeth, estaban sumamente entusiasmados y casi no quisieron abandonar la cubierta no bien entraron en el Golfo. Desde que se despertaron temprano esa mañana, no hacían más que contar las horas que les faltaban para llegar a su casa. Sintieron una gran alegría al ver de nuevo a su patria, enorme era el gozo que experimentaban pensando que pronto verían a sus amigos, su casa y sus pertenencias. Y, por encima de todo, a sus animales domésticos. Elizabeth no hacía más que figurarse cómo sería el primer encuentro con ellos pues estaba segura de que Tao no la habría olvidado. Le había comprado, como regalo, un collar de cuero rojo.

Peter no se sentía menos feliz y no dudaba de cómo sería reunirse con ellos. No bien fue lo suficientemente mayorcito para pensar en todo lo que había conocido, estaba seguro de que Bodger le pertenecía y que siempre estaría allá, lo mismo que él le pertenecía al bull terrier, por lo que su regreso a la casa sería todo el regalo que el perro necesitaba.

Y el padre, al ver los infinitos patos salvajes con cabeza en forma de saeta en ese amanecer canadiense, comprendió que pronto, tanto él como el ávido Luath, se encontrarían otra vez en los pantanos del Delta y en los campos llenos de rastrojos que se hallaban al oeste.

A mil millas al oeste del transatlántico, John Longridge se —hallaba sentado ante su escritorio, con una carta de su ahijada en la mano y una expresión de desilusión en el rostro al hallarse solo en esa casa vacía, a la que había llegado poco tiempo antes. Leyó los entusiasmados planes que Elizabeth había hecho cuando se reuniera con Tao— y, por supuesto, con los perros —con una profunda pena en su corazón. Después dejó la carta sobre el escritorio, sin terminar de leerla, y su desesperación aumentó al ver el calendario: si los Hunter tomaban un avión temprano estarían en su casa a la noche siguiente. En el término de veinticuatro horas debía darles esa triste noticia: los animalitos habían desaparecido. Y él no tenía la menor idea de adonde habían ido o qué les habría ocurrido.

También la señora Oakes estaba desesperada. Entre los dos habían reconstruido la nota calcinada que había dejado él y toda la confusión consiguiente, causa de que los tres animales desesperados huyeran sin dejar huellas, y con sentido del tiempo perfecto. Era esta perfección lo que convenció a Longridge de que los animales a su cargo no habían huido. De haberse sentido descontentos con él podrían haberse escapado mucho antes.

Longridge ya había pasado revista a todas las posibles catástrofes que podría haberles ocurrido: morir en el camino o envenenados, haber caído en una trampa o haber sido robados o perecer en algún pozo fuera de uso. Pero ni con su más fértil imaginación podía aceptar que uno solo de estos accidentes pudiera acabar con tres animales de temperamentos tan distintos. Tampoco podía comprender cómo un trío tan especial pasara inadvertido en esa pequeña comunidad. Había hablado con algunos amigos de Bodger en la escuela y ningún niño perspicaz y observador los había visto esa última mañana, ni tampoco a ningún auto extraño. En resumen, nadie había visto nada que saliera de lo común. Y Longridge sabía que el área comprendida por esa escuela rural era inmensa. Tampoco pudo suministrar informe alguno la vasta red de la Policía Provincial.

De modo que debía ofrecer a los Hunter, al día siguiente, algo más concreto. Si no una esperanza, al menos una solución final.

Se apretó su dolorida cabeza con las manos y se obligó a poner en orden, racionalmente, sus ideas. Los animales no desaparecían en el aire. Por lo tanto tenía que haber alguna explicación racional por su desaparición, alguna pista tan evidente y sencilla como el esquema diario de sus vidas. Muchos recuerdos se agitaban medio sepultados en su mente pero no podía identificarlos.

Estaba anocheciendo y encendió una lámpara y la chimenea. El silencio en la habitación era oprimente. Cuando acercó un fósforo a los leños y vio surgir las llamas pensó en la última vez que se sentara allí. Vio un par de soñadores ojos color zafiro encajados en una máscara de orgullo, ocupando su poltrona con todo placer y extendiendo su blanco cuerpo. Y volvió la mirada hacia ese sombrío rincón donde estuviera, escuchando, aquel fantasma…

Nuevamente lo distrajo ese recuerdo semisumergido: los ojos de Luath… la diferencia en el esquema de su conducta… cómo se comportó en aquella última mañana, el gesto de su patita inesperada… Rápidamente comprendió todo, al final.

Se abrió la puerta y se dio vuelta hacia la señora Oakes, diciéndole, lentamente:

—Ya lo sé… sé adonde se han ido. Luath los ha llevado de su vuelta a su casa… se llevó a todos a su antiguo hogar.

La mujer lo miró incrédula un momento y después, en un estallido súbito, le contestó:

—¡No! ¡No pueden haber hecho eso! ¡Es imposible! Debe de haber por lo menos trescientas millas de distancia. Y alguien tuvo que verlos… alguien nos lo hubiera dicho. —Se calló, desolada, al recordar que ninguno de los perros llevaba puesto un collar. El terrier no tenía señales de identificación, tampoco, porque había sido registrado en Inglaterra.

—No creo que hayan ido por donde pudieran verlos —agregó Longridge—. Viajando por instinto deben de haber ido hacia el oeste por el camino más directo… han cruzado en línea recta la comarca, por encima de Ironmouth Range.

—¿Por encima de Ironmouth Range? —repitió, horrorizada, la señora Oakes—. En ese caso, si usted tiene razón no hay la menor esperanza —comentó, lisa y llanamente—. Por ahí hay osos, lobos y toda clase de cosas. Y si no comieron el primer día, deben de haberse muerto de hambre.

La señora estaba tan asustada y desesperada que Longridge sugirió que, quizá, existía la posibilidad de haberse hecho amigos de algún cateador de minas remoto o algún cazador. No sería nada extraño que, tal vez, en este mismo momento, alguno de ellos esté en busca de un teléfono…

Pero la señora Oakes no se consolaba.

—No nos engañemos más, señor Longridge. Me atrevería a decir que un perro joven podría cruzar esa zona. Y hasta posiblemente un gato, pues no hay nada como un gato para cuidarse solo. Pero usted sabe tan bien como yo que el viejo Bodger no podría durar diez millas. Si hasta se cansaba cuando lo llevaba a casa de mi hermana y volvíamos… ¡Ah, ya sé que yo tengo gran parte de la culpa por eso…! —admitió, acongojada, captando la mirada de Longridge—. Pero así es la cosa. Ningún perro viejo podría andar por un yermo y sobrevivir más de un par de días.

Sus palabras cayeron en el silencio y los dos miraron hacia afuera, hacia la ominosa oscuridad.

—Tiene usted razón, señora —dijo el señor Longridge, al final—. No nos queda más remedio que hacer frente a la situación: es casi seguro que el perro viejo haya muerto. Al fin y al cabo, ya han pasado unas cuatro semanas. Y tampoco apostaría mucho por Tao, si somos honestos. Los siameses no aguantan el frío. Pero si se fueron a su casa, existe la posibilidad, al menos, de que un perro tan fuerte como Luath haya llegado allá.

—¡Luath! —exclamó la señora Oakes, apesadumbrada—. ¡Mire que llevar a ese viejo y suave cordero a la muerte! ¡Y seguro que ese gato fuera de lo común lo incitó! No es que yo haya tenido favoritos, pero…

La puerta se cerró y Longridge comprendió que, detrás de ella, la señora lloraba por los tres.

En ese momento Longridge se convenció de que lo mejor era ponerse a trabajar sin pérdida de tiempo.

Llamó al jefe de Tierras y Bosques y recibió la seguridad de que pasaría el aviso a todo el departamento y se comunicaría con todos los guardianes y guardabosques al día siguiente.

El jefe le sugirió que llamara a un piloto local, que volaba por las partes más remotas de los matorrales y conocía a la mayoría de los guías indios.

El piloto había salido de viaje y no volvería hasta el día siguiente; su mujer le sugirió ponerse en contacto con el jefe de página de la sección rural del periódico local.

El director de esa sección aún no había regresado pues había salido para cubrir una nota pero su madre le dijo que el equipo encargado del mantenimiento de las máquinas, hidroeléctricas abarcaba una amplia zona de la comarca.

El superintendente le explicó que podría ponerse en contacto con los miembros del equipo por la mañana y le sugirió hablar con la supervisora del teléfono rural, que cubría la información en varias millas a la redonda.

Todos se mostraron comprensivos y dispuestos a ayudar, pero no adelantó mucho. Decidió postergar la probable frustración de oír que la supervisora no estaría de vuelta, después de visitar a su sobrina, hasta el día siguiente, o que una tormenta había arrasado con todas las líneas telefónicas rurales. Por lo tanto, decidió conseguir un mapa de la zona.

Encontró uno en gran escala y después trazó una línea que conectaba su pueblito con la ciudad universitaria donde vivían los Hunter, anotando los nombres de los lugares por donde pasaba la línea. Para su consternación descubrió que había muy pocos nombres. La raya trazada por él pasaba, en su mayor parte, por regiones deshabitadas de lagos y colinas. Las últimas cuarenta o cincuenta millas parecían particularmente siniestras y olvidadas de la mano de Dios. La mayoría se hallaba en la Reserva de Strellon Game. Cada vez se sintió más desesperanzado y desanimado, lamentando su ofrecimiento de tener a su cargo a los animales. Si se hubiera callado y ocupado de sus asuntos, aún estarían vivos. Pues ahora estaba convencido, después de mirar el mapa, de que el destino inevitable de los mismos había sido la muerte a la intemperie, por agotamiento y hambre.

Y al día siguiente volvían los Hunter…

Afligido levantó el tubo del teléfono y preguntó por la supervisora rural.

Esa noche, tarde, sonó el teléfono. La operadora de Lintola —Longridge le echó un vistazo al mapa y vio que quedaba a muchas millas de su línea— tenía información: la maestra del colegio había dicho que la niña Nurmi había salvado a un gato siamés, medio ahogado, del desbordado río Keg, unas dos semanas antes, pero que el animalito había vuelto a desaparecer días después. Si el señor Longridge quería llamar a Lintola 29 al mediodía, ella trataría de que la niña estuviera ahí para que pudieran hablar. Además, tenía otra información que ofrecía por lo que valiera: el viejo Jeremy Aubyn, que vivía en la mina de Doranda, había hablado de unos «visitantes» cuando se apareció esa mañana a recoger su correspondencia mensual, mientras todo el mundo sabía que el último visitante que había recorrido las doce millas por los pastizales era su hermano, muerto tres años antes. ¡Pobre hombre! Lo único que dedujo Longridge fue que toda esa gente era «encantadora». El viejo señor Aubyn había vivido tanto tiempo con animales salvajes por única compañía que posiblemente estuviera confundido, agregó la supervisora, delicadamente.

Longridge le quedó cordialmente agradecido y colgó el tubo, levantando el mapa. Descartó la información acerca del recluso que vivían en la mina de Doranda —el cual, quizá, había encontrado a algunos catadores de minas o indios— y concentró su atención en Lintola. Al parecer, él había tenido razón: los animales se dirigían a su casa. Dos semanas antes —se dijo, perplejo— el gato estaba vivo y, de acuerdo con el mapa, debió de haber recorrido más de un centenar de millas. ¿Pero qué les había pasado a los otros dos? ¿Debía encarar ahora la posibilidad de que Luath, también, hubiera muerto? Tal vez ahogado, como seguramente le habría ocurrido al gato de no haber sido por esa niña…

Despierto en la oscuridad de la noche, incapaz de dormir, pensaba que daría cualquier cosa con tal de sentir el pesado golpe en la cama que solía anunciar la llegada del perro viejo. ¡Con cuánto desamor e intolerancia había reaccionado a menudo, al despertarse por los empujones que le daba su indeseable y egoísta compañero de cama!

«Esta noche —reflexionó irónicamente— le daría la cama entera. Hasta sería capaz de dormir yo en la canasta, con tal de que volviera.»