Para ese momento ya habían recorrido más de doscientas millas. El grupo se mantenía entero y unido; pero, de los tres, sólo el gato permanecía indemne. Con todo, el perro viejo seguía marchando feliz y sin quejarse. Únicamente el labrador se hallaba en pobres condiciones: su pelo, otrora hermoso y brillante, era ahora áspero y daba lástima mirarlo; su cara, grotescamente hinchada, contrastaba con su cuerpo magro. El dolor que sentía en su mandíbula infectada casi le imposibilitaba abrir la boca, de modo que se estaba muriendo de hambre. Sus dos compañeros le permitían ser el primero en dar cuenta de cualquier animal nuevo muerto o sangrando, proporcionado por el gato. Sólo se alimentaba de la sangre fresca que pudiera lamer de la osamenta.
Durante el día mantenían una rutina constante. Los dos perros, trotando uno al lado del otro, despreocupados y sin meta fija, parecían dos animalitos domésticos que hubieran salido a dar un paseo.
Y así lo creyó una mañana un capataz, cuando había salido para ver maderas y regresaba a su jeep, estacionado junto a un camino destinado al tránsito de carga en Ironmouth Range. Los tres desaparecieron por un recodo a la distancia; pero el hombre, preocupado en observar árboles, no les prestó atención. Con todo, fue para él una buena sorpresa cuando recordó después, ese día, que por esas inmediaciones no había habitantes en un radio de treinta millas. Le contó la anécdota al capataz mayor, quien estalló en carcajadas y le preguntó si no había visto también a algunos duendes bailando entre los hongos.
Para ese momento resultaba ya inevitable que la desaparición de los animales pasara inadvertida. Empezaron los gritos y las lamentaciones y se tuvo en cuenta hasta el menor indicio que proporcionara una pista. El capataz tuvo oportunidad de devolverle las chanzas al otro hombre cuando, una semana después, quedó demostrado que lo que había visto no había sido un sueño.
En el lago Heron, John Longridge y su hermano hacían planes para su último viaje de la temporada de caza. Y en Inglaterra, la agitada familia Hunter preparaba las valijas para volver a su casa. La señora Oakes estaba atareada en la vieja casa de piedra, limpiando y lustrando, mientras su marido llenaba de leña el sótano.
Pronto todas las cosas volvían al lugar que les pertenecía, como piezas de un rompecabezas que encajaban hasta formar el dibujo final. Y pronto descubrieron que faltaban tres de esas piezas.
Despreocupados soberanamente de toda la conmoción y la preocupación que habían causado, de todas las lágrimas y desazones que habían desencadenado, los tres ausentes continuaron su viaje.
Ahora la comarca era menos salvaje y, en dos oportunidades, vieron unos solitarios villorrios a la distancia. El perro joven los evitó decididamente, manteniéndose siempre en los bosques y los matorrales, para gran disgusto del perro viejo, que confiaba en la ayuda y el cariño de los seres humanos. Pero el joven era el puntero. Cada vez que el bull terrier veía una columna de humo que salía de una chimenea, él se apartaba.
Una tarde los siguió, durante varias millas, un lobo de los bosques el cual, probablemente, sólo sintió curiosidad por el gato, que no representaba ninguna amenaza. Pero por hambriento que estuviera, jamás correría el riesgo de enfrentar a dos perros.
Sin embargo, como todos los de su especie, el perro joven odiaba y temía a los lobos, con ese instinto ancestral cuyo origen residía en las nieblas del tiempo cuando ambos compartían un antepasado común. Sentíase preocupado y temeroso de esa delgada forma gris que emergía de las malezas cada vez que miraba hacia atrás, mostrándole los dientes.
Incapaz de librarse de esa sombra odiosa y consciente de que el sol se estaba poniendo, irritado y agotado por el dolor, eligió el menor de los dos males: abandonar las malezas e internarse en un pacífico camino de la comarca, con pequeñas granjas separadas a poca distancia. Urgió a sus compañeros para que lo obedecieran, tratando de buscar protección para esa noche en algún granero o espacio abierto cercano a la granja, calculando que el lobo no se aventuraría a ir donde vivieran seres humanos.
Al atardecer llegaron a un pequeño villorrio, un conjunto de casitas construidas en torno de una escuela y una iglesia de madera. Cuando el perro joven pasó por ahí, el terrier se rebeló en el acto. Como de costumbre, estaba hambriento, y la visión de esas casas lo convenció de que lo único sensato para hacer esa noche, a fin de obtener comida, era acercarse a seres humanos. Se le iluminaron los ojos ante esa idea y pasó por alto los gruñidos del perro joven. Bajó el camino prohibido hacia las casas, con sus porcinos cuartos traseros moviéndose en una actitud de desafío y las orejas hacia atrás, en clara manifestación de que no le importaba nada lo que pensara el otro.
El perro joven no ofreció mayor resistencia. Toda la cabeza le palpitaba de dolor, por la infección producida por las púas del puercoespín, y lo que más quería era rascarse, frotar la ardiente mejilla contra el suelo.
El rebelde pasó las primeras casitas, tan incitantes para su alma amante de la comodidad. El humo aún ascendía por el aire nocturno y el tranquilizador perfume y los ruidos de seres humanos estaban por doquier. Se detuvo ante una casita blanca, husmeando, como en éxtasis, el maravilloso aroma de la comida mezclado al humo de leña. Lamiéndose las costillas subió los escalones, levantó una pata y rascó la puerta. Después se sentó, aguzando los oídos.
No quedó defraudado. Un haz de luz cada vez más grande asomó en la puerta de entrada, permitiendo ver a una niña. El perro viejo sonrió de placer, pestañeando ante esa súbita luz. Hay poco que iguale a la sonrisa de un bull terrier, por encantadora que sea, salvo su sorprendente fealdad.
Se produjo un momento de silencio, seguido por un grito de: «¡Papá…!». Entonces la puerta se cerró de golpe, dándole en la cara. Perplejo pero insistente, el perro volvió a rasguñar, inclinando la cabeza a un lado, erguidas sus triangulares orejas y escuchando ruido de pasos en el interior de la casa. Por la ventana asomó una cara. El perro ladró, como para recordar cortésmente su presencia. De pronto la puerta se volvió a abrir y salió un hombre, con un balde de agua en la mano y la cara convulsionada por la rabia. Arrojó todo el contenido a la cabeza del sorprendido perro y agarró una escoba.
—¡Vete de aquí! ¡Fuera! —gritó el hombre, blandiendo la escoba de manera tan amenazadora que el terrier metió la cola entre las piernas y huyó, empapado e infeliz, hacia sus compañeros que lo aguardaban. No tenía miedo; sólo se sentía profundamente ofendido. Jamás en su vida los seres humanos habían reaccionado de esa manera ante sus amistosos avances. En los viejos tiempos había conocido una furia justificada y esperada cuando aterrorizaba a los animales domésticos. Inclusive había oído carcajadas y hasta cierto nerviosismo. Pero nunca una recepción tan cruda e incivilizada como ésa.
A dos millas de distancia, por el camino, encontraron un sendero para carretas, que conducía a una granja. Cruzaron los campos oscuros, asustando a un viejo caballo blanco y unas vacas, que se dirigían a unos edificios agrupados a cierta distancia de la casa principal de la granja. Una fina voluta de humo salía de la chimenea de uno de esos edificios. Era un humo casero, en un lugar donde estaban ahumando jamones sobre un fuego lento de leños de nogal. Reunidos junto al débil calor en la base de la chimenea, se instalaron para pasar la noche.
El perro joven tuvo una noche intranquila. Las llagas en la cara se le habían extendido de tanto rascarse, convirtiéndose en parches de carne cruda e inflamada en las glándulas a cada lado del cuello. Y la fiebre en aumento, causada por la infección, lo hacía sentirse sediento. Varias veces abandonó a sus compañeros para ir a beber a un pequeño lago, a corta distancia, hundiéndose hasta el pecho en esa agua fresca y reconfortante.
Cuando el perro viejo se despertó, temblando de frío, se encontró solo. El gato estaba un poco lejos, de panza, y moviendo animadamente la cola, acechando su desayuno. Por el aire matutino se filtraba el olor familiar del humo y de algo que se estaba cocinando… tentándolos irresistiblemente.
La niebla se retiraba del valle, y un pálido sol iluminaba el cielo cuando el perro viejo pasó por una hilera de pinos de Noruega que cortaban el viento y se sentó ante la puerta de la casa. Su memoria era corta; los seres humanos ocupaban ya sus pedestales, con cornucopias de comida para perros en las manos. El animal lloriqueó de pena. Al segundo emitió un gemido más fuerte y aparecieron varios gatos desde el granero vecino que lo miraron con resentimiento, con sus ojos de tigres. En cualquier otro momento los hubiera desafiado al instante; pero ahora tenía asuntos más urgentes que hacer y los pasó por alto. La puerta se abrió de par en par y un maravilloso aroma de tocino y huevos salió por ella. El terrier puso en acción toda la artillería de su encanto: moviendo graciosamente la cola, echó atrás las orejas y arrugó la nariz, como preparando su triunfal mirada socarrona. Se produjo un silencio de sorpresa, interrumpido por la voz profunda y divertida de un hombre.
—¡Vaya! —exclamó esa voz, midiendo a su extraño visitante, cuyos ojos se habían contraído de tal forma que casi habían desaparecido. Llamó al interior de la casa y le respondió una cálida y agradable voz de mujer. Se oyó un ruido de pasos. La cola del perro se movió aceleradamente.
La mujer se quedó de pie un momento en el umbral, mirando, silenciosa y sorprendida, esa gárgola blanca en el escalón. Cuando el perro vio que en esa cara asomaba una sonrisa que sobrepasaba a la del amo, estiró una pata, en una actitud de cortesía. La mujer se agachó y no pudo menos que reírse, cuando se la estrechó. Después lo invitó a entrar en la casa.
Lleno de dignidad, el perro entró y miró la estufa con imperturbable confianza.
Esta vez tuvo suerte pues resultaba imposible encontrar gente más amable, o que mejor recibiera, en muchas casas a millas a la redonda. Se trataba de un matrimonio mayor, James Mackenzie y su esposa Nell, que vivían solos en una enorme casa con granja, la cual conservaba aún la atmósfera de la familia grande y alegre que ahí había vivido, reído y crecido. Esa familia había estado muy acostumbrada a los perros pues, en una época, tuvieron ocho hijos y una serie de animalitos domésticos que habían iniciado su vida adoptiva en el patio exterior aunque, invariablemente, encontraban medios para meterse en la casa por los pretextos más disparatados de los chicos: perros mestizos mal comprendidos, gatos huérfanos y cachorros de nutria tristes y perdidos. El tierno corazón de Nell era, entonces, tan indefenso como en este momento.
Le dio a su visitante un tazón de restos de comida, que el perro devoró ávidamente, levantando la vista para pedir más.
—¡Vaya, se está muriendo de hambre! —exclamó la señora, horrorizada y contribuyó con su propio desayuno Lo mimó y acarició, aceptándolo como si los años hubieran retrocedido y uno de sus hijos hubiera llevado a la casa otro animalito medio muerto de hambre. En resumen, que el perro se ganó su cariño y vació el tazón casi antes de que tocara el suelo. Sin decir una palabra, el señor Mackenzie le pasó su plato. Pronto desapareció la tostada y una jarra de leche. Por último, distendido y feliz, el perro viejo se acostó en una esterilla junto al calor de la estufa mientras Nell preparaba otro desayuno.
—¿Quién es? —preguntó la mujer, al rato—. Nunca he visto nada tan amante del hogar… parece que lo hubieran metido en una piel equivocada.
—Es un bull terrier inglés —le dijo su marido—. Y una belleza… un verdadero púgil viejo. ¡Me encantan! Da la impresión de haber estado en una pelea hace poco. Con todo, ha de tener por lo menos diez u once años.
Y ante ese respeto y admiración, tan caros al corazón de un bull terrier —pero que raras veces oía— golpeó la cola en el piso, contento, luego se levantó y colocó su huesuda cabeza en las rodillas de su anfitrión, quien lo miró, ahogando una risita, estudiándolo y diciéndole:
—Engreído como el diablo y tan irresistible como él, ¿no? Pero ¿qué vamos a hacer contigo?
Nell le pasó una mano por el hombro y palpó las cicatrices. Después las examinó más de cerca. Levantó la vista, perpleja.
—No son de una lucha entre perros —dijo—. Son señales de garras como las que dejan los osos sobre madera fresca…, sólo que más chicas.
Los dos miraron en silencio al perro que estaba a sus pies, tratando de digerir lo acontecido: la desconocida historia que había detrás de esas siniestras cicatrices. Y, por primera vez, vieron las sombras que se acumulaban en las profundidades de esos ojitos humorísticos, el cuello demasiado delgado que avergonzaba a ese vientre distendido por haber comido tanto momentos antes y la infatigable cola que con tanta felicidad golpeaba el suelo, raída y vieja, con la punta quebrada. No era un perro intrépido ni un aventurero agresivo: era un viejo perro cansado, hambriento no sólo de comida sino de afecto. No había la menor duda de lo que harían: lo conservarían, si quería quedarse, y le darían lo que necesitara.
Infructuosamente buscaron debajo de su pelaje blanco y en sus rosadas orejas alguna marca identificadora. Después decidieron que cuando Mackenzie fuera a Deepwater ese día a buscar nuevas mantequeras, haría algunas averiguaciones, le avisaría a la Policía Provincial y posiblemente insertara un aviso en algún diario de la ciudad. Y, si después de todo eso, no obtenían respuesta alguna…
—Sospecho que te vas a quedar aquí siempre, mi viejo vagabundo —le dijo Mackenzie al perro, encantado, dándole un pequeño empujón con el pie para que rodara de espalda. El animal dio un suspiro de felicidad y atrajo más la atención sobre sus patas delanteras.
Cuando esa mañana Mackenzie abrió la puerta vio una bandada de patos silvestres que se dirigía a un pequeño lago alimentado por un arroyo que pasaba por la granja. Aún era demasiado temprano para ir a ver si seguían ahí, de modo que se puso un puñado de cartuchos en el bolsillo, retiró una vieja escopeta de la pared y salió, dejando a Nell dando vueltas y pasando por encima de la forma blanca de su huésped, acostada en el piso, mientras levantaba la mesa. La mujer no dejó de notar, por el rabillo del ojo, que el perro la seguía con la mirada en todos sus movimientos.
A mitad de camino por esos campos aún cubiertos de niebla, el hombre se detuvo para cargar la escopeta. Después caminó cautamente hasta el refugio que ofrecían unos alisos al borde del laguito. Atisbando entre las ramas, vio seis patos silvestres del otro lado, fuera de su alcance. Dada la dirección del viento tal vez debería esperar todo el día para disparar un tiro, a menos que algo los asustara en el otro lado.
No bien se apartó un poco, vio que algo se movía entre los juncos de enfrente. Simultáneamente, chillando fuerte y alarmados, los patos se alejaron al unísono. El hombre hizo fuego dos veces. Uno de los patos cayó al agua como una plomada y el otro aterrizó de golpe en la orilla. Mackenzie recogió a éste, pensando que debería ir en busca de su canoa para el otro, cuando vio, con gran asombro, la gran cabeza de un perro que nadaba en dirección a este último.
El ruido de un tiro y el chapaleo del pato tuvieron el mismo efecto en el labrador que la llamada de una trompeta para un viejo caballo de guerra. Para él fue algo irresistible. Sin vacilar un segundo se zambulló para cobrar la pieza; pero se encontró con que no podía abrir la boca para poder tomar debidamente ese pesado pato, por lo que se vio obligado a remolcarlo hasta la orilla por la punta de un ala. El ave emergió a unos veinte pies del hombre, con su bella cabeza verde sobresaliendo de su ala estirada y el sol dándole de plano en su plumaje iridiscente. El labrador miró, dubitativo, a ese extraño y Mackenzie se quedó mirándolo con la boca abierta de asombro. Por un momento los dos se quedaron inmóviles como figuras en un cuadro hasta que el hombre volvió en sí.
—¡Magnífico perro! —exclamó, extendiendo una mano—. ¡Bravo! Ahora tráemelo.
El perro avanzó, vacilante, arrastrando al pato.
—¡Dámelo! —le ordenó Mackenzie, mientras el labrador seguía vacilando.
El perro avanzó lentamente, entregó su presa y Mackenzie comprobó, con horror, que tenía hinchado un lado de la cara, con la piel tan estirada que sus ojos eran apenas unas ranuras y un labio levantado rígidamente sobre los dientes. Sobresaliendo como alfileres en un alfiletero, el perro tenía varias púas de puercoespín en una almohadilla de carne cruda, profundamente hundidas. A través de su piel mojada se le notaban las costillas y cuando se sacudió, Mackenzie vio que tambaleaba.
Inmediatamente tomó una decisión. Fuera de quien fuera, el animal necesitaba un tratamiento urgente. Había que extraer las púas antes de que se extendiera la infección. Recogió los patos, palmeó al perro para tranquilizarlo y le ordenó que corriera. Para su tranquilidad, el animal obedeció, siguiéndole de vuelta a la casa. Su resistencia estaba tan debilitada que lo único que ansiaba era volver al mundo ordenado de los seres humanos, ese mundo sólido donde los hombres mandaban y los perros obedecían.
Cruzando los campos y con el animal trotando a sus talones, Mackenzie recordó de pronto al otro perro y arrugó el entrecejo, perplejo. ¿Cuántos perros en busca de socorro llevaría ese día a la cocina de su casa? ¿Un perro de aguas lisiado esa tarde, un sabueso por la noche?
La larga sombra matutina que proyectaba cayó sobre la pila de leña donde estaba acostado, durmiendo, el siamés, cuya inmovilidad no delataba su presencia; pero el perro lo reconoció, haciendo un breve movimiento con la cola y la cabeza.
Una hora después Mackenzie terminó de lavarle la cara al labrador. Le sacó las púas con un par de tenazas. En una oportunidad tuvo que trabajar dentro de la boca, si bien el perro no gruñó una sola vez. Se limitó a lloriquear cuando el dolor fue más intenso y, cuando su nuevo amo adoptivo terminó su operación, le demostró su gratitud lamiéndole las manos. El alivio debió ser maravilloso pues las pinchaduras empezaron a drenar y la hinchazón estaba cediendo.
Durante toda la operación la puerta de la cocina que daba a un cuarto trasero chirriaba cada vez que el animal exhalaba su doloroso gemido. El perro viejo seguía paso a paso el trabajo que estaba realizando Mackenzie, adelantando una pata y, evidentemente, preocupado por si le estaban causando algún daño a su compañero. Por último, Nell lo tentó con un hueso y el perro salió, tras lo cual cerró la puerta en sus narices.
Ahora, sospechando profundamente de algún juego sucio, arremetía contra la puerta con todo su peso. Pero no lo dejaron entrar hasta que el otro perro terminó de tomar un tazón de leche. Mackenzie se fue a lavar las manos y la señora oyó cómo el otro perro corría de un lado a otro y los golpes que daba hasta que no pudo soportar más, segura de que se causaría daño. Abrió la puerta y el perro viejo salió como una exhalación, listo a dar batalla en favor de su amigo. Pero se detuvo de golpe, con una expresión de perplejidad en la cara cuando lo vio lamiendo pacíficamente un tazón de leche. Al rato los dos se sentaron junto a la puerta. El perro joven aguantó con paciencia las demostraciones de afecto del amigo.
Resultaba evidente, por las muestras de reconocimiento y devoción que se tributaban, que ambos provenían de la misma casa, una casa que no merecía tenerlos —como dijo Nell, furiosa—, al ver la desastrosa condición del otro perro. Pero Mackenzie le señaló que debieron haber conocido el cariño y la atención dado que los dos tenían tan amistosas predisposiciones. Aunque esta observación hizo que resultara más difícil entender por qué los dos habían estado vagabundeando por esa comarca solitaria y olvidada de Dios. Tal vez había muerto el amo y habían huido juntos. O quizá se habían perdido al salir de un auto que viajaba por ahí y trataban de regresar a su propio territorio. Las posibilidades eran infinitas. Una sola cosa era segura: que hacía tiempo que andaban por los caminos, como lo demostraban las cicatrices que debían curar y las púas que se le habían metido a uno en la boca. Debieron andar el tiempo suficiente como saber qué era morirse de hambre.
—Por lo tanto, deben de venir de algún lugar a centenares de millas o más, de aquí —dijo el señor Mackenzie—. Inclusive desde Manitoba. Me pregunto de qué vivieron durante todo ese tiempo.
—¿De la caza? ¿De pedir comida en otras granjas? Quizá de robar —sugirió Nell quien había visto, por el espejo de la cocina esa mañana, cómo el visitante sacaba una lonja de tocino de una fuente después del desayuno, creyendo que ella no lo veía.
—En ese caso lo que obtuvieron debió de ser muy poco —agregó el marido, pensativo—. El labrador parece un esqueleto. No debió de haber conseguido mucho. Los voy a encerrar en el establo cuando me vaya a Deepwater. No queremos que salgan otra vez a vagabundear. Ahora bien, Nell, ¿estás segura de que quieres tener a estos dos perros extraños? Va a pasar mucho tiempo antes de que puedan dar con ellos. Quizá no los encuentren nunca.
—Los quiero —respondió la mujer, con toda sencillez—. Todo el tiempo que quieran quedarse. Mientras tanto, debemos encontrar algo para llamarlos que no sea «¡Hola!» o «Magnífico perro». Pensaré en algo mientras estés lejos y llevaré más leche al establo por la mañana.
Desde su soleado puesto de observación en la pila de leña, el gato había visto a Mackenzie cruzar el patio y llevar a los dos perros hacia el establo, ese lugar cálido y que olía bien, y luego cerrarla puerta al irse. Poco después oyó ruidos en el camino que bajaba de la granja hasta que volvió a reinar el silencio. Unos gatos curiosos se atrevieron a acercarse a la pila de leña, resentidos con ese exótico forastero que se había apoderado de su lugar favorito al sol. Al forastero no le gustaban otros gatos, ni siquiera los de su propia raza, y menos los gatos de granjas. Los observó ominosamente, meditando en la estrategia a seguir. Tras dos o tres escaramuzas bien ejecutadas, la banda se dispersó y el pirata de antifaz negro volvió a su lugar para dormir.
Al promediar la mañana se despertó, se estiró y bajó de un salto, mirando con cautela a su alrededor antes de dirigirse a la puerta del establo. Gimió lastimosamente y, como respuesta, oyó un rumor de paja en el interior. Se encogió un poco y, sin el menor esfuerzo, dio un salto hacia el pasador de la puerta, Pero no fue lo suficientemente rápido al ejecutar esa operación porque el pasador quedó corrido. Enojado por esa frustración a la que no estaba acostumbrado, volvió a saltar, esta vez procurando acertar. En el mismo segundo, casi con el mismo ímpetu con que dio el salto, una pata se enroscó en el asa de madera, sosteniendo su peso, mientras que con la otra aflojaba el pasador de arriba y la puerta se abrió. Ronroneando de placer, entró, padeciendo una tumultuosa bienvenida por parte de su viejo amigo antes de investigar el tazón vacío. Decepcionado, salió del establo al patio soleado, seguido por los dos perros, desapareciendo en el gallinero. Varias aves, furiosas, empezaron a gritar cuando lo vieron dirigirse a los nidos. Curvando sus patas con pericia en un tibio huevo marrón, lo sostuvo con firmeza y lo quebró con su largo diente incisivo. El contenido se derramó intacto en la paja. Durante largos años de práctica en robar huevos había llevado su arte a la perfección. Se lamió de felicidad y se sirvió otros dos más antes de volver a la pila de leña.
Cuando, por la tarde, Mackenzie entró en el patio de la granja, quedóse sorprendido al ver los dos perros durmiendo al sol, junto al refugio de un abrevadero para ganado. No bien lo vieron se pararon al borde del camino, moviendo la cola, mientras el hombre descargaba, y después lo siguieron, entrando en la casa.
—¿Los dejaste salir del establo, Nell? —le preguntó a su mujer, abriendo un paquete sobre la mesa de la cocina y arrojando un hueso carnoso a la boca que, como la de un tiburón, se abría detrás de él.
—Por supuesto que no —respondió la señora, sorprendida—. Les llevé leche, pero recuerdo haber tenido mucho cuidado en cerrar la puerta,
—Tal vez el pasador no estaba bien corrido —agregó Mackenzie—. De cualquier manera, aquí están. La cara del labrador ha mejorado mucho. Esta noche podrá comer una comida decente. Así lo espero. Me gustaría que en esos huesos hubiera un poco más de carne.
Nada se sabía de los fugitivos en Deepwater, informó el señor Mackenzie, aunque seguramente provendrían del este pues un criador de visones de Archer Creek le dijo que había echado a un perro blanco del umbral de su casa la noche anterior, tomándolo por algún perro mestizo blanco de la localidad, conocido por sus modos de robar. La mayoría de los hombres suponían que el labrador se había perdido durante una cacería, aunque ninguno sabía de ese improbable bull terrier que lo acompañaba. El agente indio se ofreció para recibir al labrador si nadie lo reclamaba porque su perro de caza había muerto hacía poco.
—¡Claro que no lo va a tener! —lo interrumpió Nell, indignada.
—De acuerdo —le dijo su marido, riéndose—. Le dije que jamás nos separaríamos de él y, por supuesto, lo vamos a tener todo lo que podamos. No me gustaría pensar en que uno de nuestros perros corriera perdido en esta época del año. Pero te advierto, Nell, que si se están dirigiendo a algún lugar con un deliberado propósito, no habrá nada en la tierra que los retenga aquí… aunque se estén cayendo de cansancio su instinto los hará seguir. Le único que podemos hacer es mantenerlos encerrados un tiempo y alimentarlos. Entonces, si se van, al menos los habremos puesto en condiciones.
Esa noche, después de cenar, los Mackenzie y sus huéspedes se trasladaron al cuartito trasero, un sitio acogedor y agradable, con libros para niños en los estantes, trofeos deslustrados y fotografías, mientras que zapatos para la nieve, peces disecados y dibujos de nietos se alineaban uno tras otro en las paredes, junto con cintas de premios, pedigree y un tomahawk. Mackenzie se sentó a la mesa, aspirando pacíficamente su pipa y trabajando minuciosamente en el aparejo de una goleta, mientras su mujer leía en voz alta Tres hombres en un bote. El repleto y satisfecho labrador había comido hasta saciarse esa noche, limpiando tazones de leche fresca y platos de comida con un apetito sin fondo. Ahora estaba tendido cuan largo era bajo la mesa, durmiendo profundamente, exhausto y protegido, y el terrier roncaba suavemente hundido en un sofá de cuero, con la cabeza sobre un almohadón y las cuatro patas al aire.
El único disturbio de esa noche fue producido por el ruido de una tremenda batalla gatuna en el patio. Los dos perros se irguieron de inmediato y, para asombro del matrimonio que los miraba, movieron las colas al unísono, mostrando la misma expresión de placer e interés.
Más tarde acompañaron al señor Mackenzie hasta el establo, donde el hombre apiló un poco de heno en un pesebre, llenó un tazón con agua y luego cerró firmemente la puerta al salir, satisfecho al comprobar que el pasador estaba corrido bien y que así quedaría aunque se sacudiera la puerta. Poco después se apagaron las luces de abajo en la casa y al rato las del dormitorio de arriba.
Los perros se quedaron tranquilos en la oscuridad, esperando. Muy pronto se oyeron unos rasguños en la madera, el pasador crujió y la puerta se abrió una fracción, lo suficiente como para que pasara el flexible cuerpo del gato, el cual ambuló un trecho y amontonó un poco de heno, ronroneando, antes de hacerse una pelota ante el pecho del perro viejo. Se oyeron unos suspiros de alegría y después el silencio reinó en el establo.
Cuando el perro joven se despertó en esa hora fría que precede al alba, sólo algunas estrellas pálidas y rezagadas quedaban en el cielo para trasmitirle el mensaje que ya sabía: había llegado el momento de irse. El tiempo apremiaba para llegar al oeste.
El gato, estirándose y bostezando, se reunió con él en la puerta del establo. Después el perro viejo, temblando por el frío viento del amanecer. Y durante unos minutos los tres se quedaron inmóviles, escuchando y mirando a través de la oscuridad en el patio de la granja, donde ya se oían los débiles movimientos de los animales. Era hora de irse; aún quedaban muchas millas por recorrer antes de la primera parada al calor del sol. Silenciosamente cruzaron el patio y se internaron por los campos que daban a las oscuras y compactas sombras de los árboles en el ángulo más lejano, dejando tres señales distintas de sus patas en la escarcha que cubría el campo. Y en el momento en que doblaban por un camino de ciervos que conducía al oeste a través de la maleza, una luz asomó en la parte de arriba de la casa en la granja…
Frente a ellos quedaban las últimas cincuenta millas del viaje. Les vino bien haber comido y descansado. La mayor parte del recorrido faltante cruzaba la Strellon Game Reserve, una comarca más desolada y áspera que cualquier otra anterior. Las noches serían heladas y el viaje peligroso y agotador. No recibirían ninguna ayuda humana. Y, lo peor de todo, el puntero que los dirigía estaba débil e incapacitado.