Capítulo 8

El gato era un veloz y eficiente viajero. No le costó ningún trabajo encontrar el camino de los perros desde el punto en que se habían separado, al oeste del río. Lo único que lo detuvo fue la lluvia, que detestaba. Cuando caía un chaparrón corría a refugiarse en el primer lugar que encontraba, con las orejas aplastadas contra la cabeza, los ojos más bizcos y miserables que nunca, hasta que cayera la última gota antes de continuar el viaje. Después retomaba el camino con profundo disgusto por el pasto y la maleza mojados, lo cual le tomaba mucho tiempo y a menudo se detenía para sacudirse las patas.

No dejaba señales de su marcha. Apartaba las ramas y a veces sentía un momentáneo crujido de hojas secas. Pero nunca rompió una ramita ni la menor piedrita se movió de lugar bajo sus pies suaves y seguros.

Sin la ruidosa compañía de sus amigos podía ver todo y no ser visto por nadie. Ningún animal percibía su presencia, ya fuera en la maleza o desde lo alto de un árbol. Al alba llegó hasta colocarse cerca de un ciervo, de suave mirada, que bebía al borde de un lago. Observó la afilada nariz y los brillantes ojos de un lobo, atisbando desde los arbustos; vio los cuerpos sinuosos y las caras delgadas de visones y martas. En una oportunidad levantó la vista y vio una marta, con cabeza parecida a la nutria, encima de él y cómo le sobresalía la cola cuando dio un salto por un claro de quince pies para caer en un pino verde oscuro, que se mecía. Y observó, con desdén, cómo un zorro corría a medio galope por el sendero debajo de él, mientras descansaba en la rama de un árbol. Aquellos con los que se encontraba cara a cara procuraban no mirarlo y se alejaban. Sólo un castor siguió haciendo su trabajo, sin prestarle atención.

Su instinto ancestral le decía que no debía dejar señales de su paso; los restos de presas que mataba con eficiente rapidez eran sepultados en el suelo y tapados enseguida. La misma precaución tomó con sus excrementos. Los cubría con tierra fresca. Cuando dormía, lo que hacía raras veces, era una fugaz «siesta gatuna», que tomaba en las gruesas y altas ramas de árboles perennes. Era de una astucia infinita y de amplios recursos. Y no temía a nada.

Al amanecer de la segunda mañana descendió a beber al borde de un lago rodeado de juncos. A una distancia de unos cien pies, llegó a una estructura oculta por juncos y ramas, en la orilla del lago, donde estaban acurrucados dos hombres, con las escopetas en las rodillas, y un perro Chesapeake. Un conjunto de patos de señuelo marchaba, como si fueran reales, por el agua, frente a ellos. El perro se movió, inquieto, dando vuelta la cabeza y gimiendo en voz baja cuando el gato pasó, silencioso e invisible. Pero uno de los hombres le ordenó al perro que se callara y se acostara. El animal obedeció, con las orejas paradas y los ojos alerta.

El gato se quedó mirándolo un rato, detrás de unos juncos altos; después levantó la cola —lo único que quedaba a la vista— y retorció la punta, disfrutando de la frustración del perro. Se dio vuelta y se deslizó silenciosamente hasta la orilla del lago, donde su delgado cuerpo, acurrucado en una roca, fue visto por uno de los hombres, a través de sus binoculares.

—¡Oye, gatito! —gritó una voz incierta, tras un momento de silencio—. ¡Ven, minino! —insistió, un tanto perplejo. El gato hizo caso omiso de él y metiendo su lengüita rosada en el agua bebió lenta y deliberadamente.

Ahora se oían dos voces, con un eco de risas que expresaban su incredulidad. El gato levantó la cabeza y miró directamente a las dos figuras de pie, recortadas contra el cielo.

Oyó que los hombres discutían acaloradamente y, como verdadero «manda parte» movió cada una de las patas, descendió delicadamente de las rocas y se perdió de vista. Detrás de él oyó unas carcajadas de incredulidad y continuó su camino, satisfecho.

Siguió marchando entre las nieblas de la mañana, en busca de las huellas de los perros hasta que encontró una piel de conejo, comida en parte, y otras pistas, cerca de unas rocas donde, evidentemente, habían pasado la noche. El olor que despedían era bastante fuerte para su fino sentido del olfato. En un punto debieron cruzar la comarca, en medio de abetos y pantanos con cedros, por lo que su marcha prosiguió alternando senderos suaves y secos, sembrados de agujas y otros empantanados. El lugar no podía ser más sombrío. El gato se puso nervioso, mirando de tanto en tanto hacia atrás como si lo estuvieran siguiendo. En varias oportunidades se trepó a un árbol y se acurrucó en una rama, atisbando y esperando. Pero sea lo que fuere lo que olía o se imaginaba, demostraba tener la misma astucia que él y nunca se dejaba ver.

Permaneció alerta y suspicaz. En cada fibra de su cuerpo sentía que algo lo seguía. Aceleró su marcha hasta que, con gran alivio, vio que esa zona de sombríos y espesos arbustos llegaba a su fin: frente a él vio espacios de cielo azul, lo que significaba una comarca más abierta. Se topó con un árbol caído en ese sendero de ciervos que recorría. Trepó al tronco para pasarlo, haciendo una breve pausa y de pronto todos los pelos se le pusieron de punta pues en ese momento oyó con claridad y sintió, más que vio, la presencia del animal que lo seguía. Y no estaba muy lejos de él. Sin demorar un instante, saltó del tronco a un abedul, aferrándose con sus garras y mirando hacia el sendero. Dentro de su campo visual, moviéndose con un paso aterciopelado que igualaba al suyo, se acercaba algo que parecía un enorme gato. Pero era distinto de las especies domésticas, como él, un siamés, lo era de otros.

Este que veía era casi dos veces más grande, rechoncho y pesado, con un rabo cortado y patas cubiertas de pelos. La piel era de un gris pálido, con manchas más oscuras. La cabeza difería de la de un gato común sólo porque estaba rodeada por una gorguera de pelos y las orejas terminaban en punta. Lo que vio fue un cara salvaje y cruel y en ella reconoció a un asesino perverso, algo que lo superaría en fuerza, ferocidad y velocidad. Subió todo lo que pudo por el abedul y ahí se aferró. El delgado tronco de ese abedul joven se meció bajo su peso. El lince se detuvo en el centro del sendero, con una de sus pesadas patas levantada, mirando hacia arriba con ojos maliciosos. El siamés aplastó las orejas y escupió venenosamente; después miró a su alrededor, midiendo la distancia para poder escapar. De un salto ágil el lince aterrizó encima del árbol caído y, en otro momento que parecía no tener fin, se puso a mirar fijo, clavándole la mirada. El siamés emitió un salvaje silbido, moviendo la cola de un lado a otro. El lince saltó al abedul, quedando a horcajadas sin ninguna dificultad. Después, hundiendo sus largas garras, empezó a subir el tronco hacia el gato, el cual reculaba todo lo posible y esperaba, oscilando peligrosamente. A medida que se acercaba ese pesado cuerpo, el árbol se inclinaba más. El gato ya no podía hacer nada. El lince estiró al máximo una pata para alcanzar al siamés, desgarrando la corteza. El gato reculó pero el árbol seguía meciéndose con más fuerza hasta que, no pudiendo aferrarse más, cayó. Por suerte el abedul estaba muy inclinado, de modo que la caída no fue desde muy alto. Aun así, dio una vuelta en el aire y aterrizó sobre sus patas; sólo oyó un ruido seco, a pocas yardas de distancia. El árbol, al retroceder, desalojó al lince casi al mismo tiempo; pero éste cayó con más ímpetu y menos agilidad. Por un segundo se quedó donde estaba, ligeramente enroscado. El gato aprovechó ese segundo y partió como una exhalación, corriendo por el estrecho sendero de los ciervos para salvar la vida.

Casi de inmediato oyó que el otro animal se le acercaba por detrás. Era inútil darse vuelta y luchar. Esta vez no se trataba de un oso estúpido a quien se pudiera intimidar, sino un animal tan despiadado y astuto como el propio gato con otros animales más chicos. Inclusive mientras corría debió considerar que la lucha era, asimismo, inútil pues trepó, desesperado, al tronco de otro árbol. Pero los que había allí eran árboles muy tiernos y jóvenes y, por lo tanto, con un tronco muy angosto como para poder trepar. Esta vez el enemigo se mostró más astuto: lo siguió sólo hasta la mitad y después movió el árbol de un lado a otro, decidido a desalojar al gato. La situación era desesperada y el siamés lo sabía. Esperó hasta encontrarse en la parte más baja del arco; luego contrajo los músculos hasta convertirse en un resorte encogido y saltó al suelo. El lince se mostró casi tan rápido como él, pero le erró por un pelo cuando el gato giró violentamente y salió como un proyectil en dirección a una conejera que, por milagro, estaba abierta en la orilla frente a él. Las garras terribles del lince se hallaban tan cerca del gato que arañaban inofensivamente al aire. El gato se metió en la conejera lo más que pudo y se quedó acurrucado, incapaz de darse vuelta y encarar lo que viniera, pues la madriguera era muy angosta. También su perseguidor se acurrucó y extendió una pata para explorar el agujero. Por suerte el gato se hallaba fuera de su alcance de modo que el lince bajó la cabeza y puso uno de sus malévolos y verdes ojos en el orificio, retirándolo inmediatamente y sacudiendo la cabeza, furioso, al recibir la primera embestida de tierra en plena cara: las patas traseras del gato trabajaban como pistones, arrojando tierra fuera de la conejera.

El lince reculó a fin de calcular su próximo avance. En el claro reinó un silencio absoluto. Todo parecía estar en paz y calma, en contraste con los latidos salvajes que daba el corazón de ese gato atrapado y desesperado.

Sistemáticamente el lince empezó a cavar en torno de la entrada con sus poderosas patas. Tan ocupado estaba que no alcanzó a oír, o a oler, la presencia amortiguada de un chico que se acercaba, vestido con una casaca roja y portando un rifle. El chico había entrado en esa maleza, desde los campos que se extendían más allá. Caminaba suavemente, no porque hubiera visto al lince sino porque andaba en busca de un ciervo. Tanto él como su padre —que se hallaba a media milla— caminaban siguiendo senderos paralelos, con señales preestablecidas. El niño estaba muy contento pues, por primera vez, el padre lo consideró bastante responsable como para acompañarlo con su propio rifle. De pronto el chico vio al enfurecido animal cavando en la tierra y oyó que desde un lugar invisible salía incesantemente tierra que lo cubría. En ese preciso instante el animal levantó la vista y vio al niño. Se acurrucó, rugiendo. En sus ojos no asomaba el menor miedo; sólo había odio. En un segundo debía tomar la decisión de luchar o huir. Y en ese mismo instante el muchacho levantó el rifle, apuntó e hizo fuego, todo en un solo movimiento rápido. El lince dio un salto en el aire y cayó, exhalando un silbido de dolor al golpear la tierra. Las patas delanteras se convulsionaron una vez y un último espasmo recorrió su cuerpo, quedando muerto.

El chico temblaba un poco cuando se acercó al animal tendido en el suelo, sin poder olvidar la mirada malvada y de furia salvaje en esa cara felina que ahora yacía frente a él, con los labios aún encogidos sobre sus blancos y perfectos colmillos. Se quedó parado contemplando esa víctima inesperada, sin poder tocarla, esperando a su padre quien apareció enseguida, jadeando y ansioso, llamándolo mientras corría. Se detuvo, mirando ese cuerpo yacente entre las agujas de los pinos y después a la cara blanca de su hijo.

Dio vuelta al animal y le mostró al chico el pequeño agujero por donde había entrado la bala.

—Justo debajo del esternón —le dijo. Levantó la vista, sonriendo, y el chico sonrió, también, temblando.

El niño volvió a cargar su rifle y ató su pañuelo rojo en una rama, para señalar la entrada del claro, cuando regresaran. Después se fueron juntos, sin dejar de hablar, y el gato escondido oyó cómo sus voces se perdían a la distancia.

Cuando todo quedó en silencio, salió de su refugio al claro, bañado por el sol, con su pelaje cubierto de tierra arenosa. Sin hacerle el menor caso al cadáver que veía —aunque tuvo que pasarle por encima— se sentó a unas diez yardas de distancia, lavándose tranquilamente la piel desde la punta de la cola hasta la punta de la nariz. Después se estiró, con todo placer y, con un último gesto de desprecio, le dio la espalda al lince y cavó con sus garras traseras, a fin de enviar una postrera lluvia de tierra a la cara del animal. Hecho esto, continuó su camino, sereno y seguro como nunca.

Dos días después encontró a los perros. Había salido de la cima con una colina a un costado del valle, donde un pequeño arroyo serpenteaba entre orillas flanqueadas por alisos. Más allá del valle, claramente visibles entre árboles desnudos en la barranca opuesta, vio dos figuras familiares y queridas: una blanca y la otra dorada. Empezó a mover la cola, preso de entusiasmo. Abrió la boca y emitió un aullido en el que se mezclaban la queja y la decisión. Las dos figuras en la colina opuesta se quedaron como estatuas, escuchando ese sonido increíble que repercutía en el valle, como un eco. El gato saltó a una roca que sobresalía y a medida que repetía su grito, los perros se dieron vuelta, como preguntando qué pasaba, tratando de buscar con la mirada la realidad de esa llamada. Entonces el perro joven se puso a ladrar frenéticamente al reconocer esa voz y bajó a la carrera la ladera y cruzó el arroyo, seguido por el perro viejo. También el gato empezó a correr, saltando como loco mientras descendía la colina y los tres se encontraron en la orilla.

El perro viejo estaba fuera de sí de alegría. No dejaba de lamer al gato y por dos veces lo derribó con sus empujones. Después, llevado por su entusiasmo, comenzó a dar esos círculos intrincados que había hecho con el collie, acercándose cada vez más hasta que, por último, rompió el círculo y se precipitó sobre el gato, el que corrió directamente al tronco de un árbol, se estiró cuan largo era y cayó sobre el lomo del perro que estaba abajo.

Durante todo este juego el otro perro permaneció cerca, moviendo lentamente la cola, feliz y contento, con sus ojos pardos vividos y expresivos hasta que le llegó el turno, cuando el viejo payaso blanco se desplomó, jadeando. Entonces el labrador se subió al gato, que se irguió sobre sus patas traseras, poniendo sus negras patas delanteras en el cuello de ese enorme perro encima de él, rastreándole suavemente la oreja desgarrada.

Hubiera sido imposible encontrar esa noche tres animales más contentos. Se tendieron, enrollados, uno cerca del otro, en un pozo lleno de olorosas agujas de pinos, bajo una vieja y frondosa balsamina, próxima a las orillas del arroyo. El perro viejo tenía a su adorado gato, cálido y ronroneante entre sus patas, y roncó en medio de una profunda alegría. El perro joven, el líder del grupo, había encontrado otra vez su puesto. Ahora podía continuar el viaje, con el corazón más aliviado.