Capítulo 6

A muchas millas río abajo, del lado por el que habían cruzado los perros, había una pequeña cabaña, cerca de la orilla, rodeada por tres o cuatro acres de tierra. Su aspecto sólido e insignificante estaba iluminado únicamente por los rojos geranios en los alféizares de las ventanas y una puerta, de un azul intenso. En el fondo había un granero y una casilla para baños de vapor, en el lado más cerca del río. El recuadro de una quintita con vegetales, la huerta reciente y los terrenos pulcramente envallados, con sus pilares de piedras y tocones, eran pequeños milagros de la victoriosa batalla ganada a los bosques que los circundaban.

Ahí vivía Reino Nurmi y su esposa, tan sólidos e insignificantes como la cabaña que habían construido con sus propios troncos, desbastados a mano. La vida de ese matrimonio era tan frugal y ordenada como los campos que habían rescatado de esos páramos. Habían domeñado las malezas y, a su vez, éstas les proporcionaban sus alimentos y los escasos víveres que obtenían de las trampas y de bosque. Pero la lucha por mantener sometida a esa naturaleza indómita era incesante. Conservaban todavía sus orígenes finlandeses y su identidad cuando salieron de su patria, limitándose a intercambiar los vastos y solitarios bosques de su país natal por otros. El único contacto que mantenían con ese nuevo mundo que se extendía más allá de su propiedad era el de su hijita Helvi, de diez años, que no conocía otra patria. Helvi recorría a pie las solitarias millas que la separaban hasta llegar todos los días al ómnibus escolar, que la esperaba. Y a través de ella los padres hundían más sus raíces en la seguridad de ese Nuevo Mundo. Sentíanse contentos dentro de los horizontes fijados por su trabajo.

La tarde del domingo en que se desmoronó el dique de los castores, fue un día de cierto descanso. Helvi marchaba río abajo, arrojando piedritas al agua y deseando tener un compañero. Pues le resultaba difícil ser justa en una competencia con ella misma. La orilla del río era empinada y alta en ese lugar, de modo que se hallaba a salvo cuando pasó un torrente de agua, anunciando una enorme ola. Se quedó mirándola, fascinada por el espectáculo, pensando que debería ir a comunicárselo a su padre, cuando vio un resto del naufragio que remolineaba hasta quedar apresado en unas rocas al borde de la barranca. Alcanzaba a ver lo que parecía ser un cuerpo pequeño y agotado, en la superficie. Corrió junto a esas aguas agitadas para investigar, bajando por la barranca hasta quedar frente, llena de compasión, a ese cuerpo empapado y cubierto de barro pensando qué sería, pues jamás había visto algo así en su vida. Acercó esa masa de tallos y ramas hasta la tierra y corrió a llamar a su madre.

La señora Nurmi se hallaba en el patio, junto a una vieja cocina donde quemaba madera, y donde aún solía hervir algunos vegetales que les proporcionaban tintura para sus tejidos, o cáscaras y restos de comida para las gallinas. Siguió a Helvi, llamando a su marido para que fuera a ver ese extraño animal transportado por un río que, de pronto, había adquirido un torrente insólito.

Llegó el hombre, con su andar lento de campesino y rostro de profunda calma, y se unió a las dos para mirar, en silencio, ese cuerpito agotado. Su piel, oscuramente pegoteada, traicionaba su liviandad, con los frágiles huesos del cráneo y su cola enroscada, expuestos miserablemente al aire. De pronto se agachó y lo tocó suavemente con las manos; después le empujó hacia abajo y hacia arriba la carne de un ojo y miró con más atención. Se dio vuelta y vio la expresión ansiosa e inquisidora de Helvi, cerca de él y, más allá, la de la madre.

—¿Vale la pena salvar a un gato ahogado? —les preguntó. Y cuando la madre asintió, al ver la mirada suplicante de Helvi, no preguntó nada más. Levantó esa forma empapada y se dirigió a la cabaña, diciéndole a Helvi que fuera a buscar enseguida unas bolsas secas.

Colocó el gato en el suelo, en medio de una mancha de sol junto a la cocina de afuera y lo frotó enérgicamente con las bolsas, haciendo girar el cuerpo de un lado a otro hasta que los pelos recuperaron su estado natural. Parecía una bufanda deshilachada. Después, mientras lo envolvía en las bolsas y la madre apretaba los dientes, Helvi vertió un poco de leche caliente y unas gotas de un coñac costoso en la fría y pálida garganta del animalito.

Vio cómo su cuerpo se estremecía de espasmos, seguidos por una débil tos. Después contuvo el aliento como muestra de compasión por ese gato en tan pobres condiciones, que se ahogaba por sus convulsiones. Unas gotitas de leche aparecieron a cada lado de la boca. Reino colocó ese cuerpo agotado en sus rodillas y le apretó suavemente la caja torácica. El gato tosió, luchando por respirar, hasta que, al final, largó el agua y se quedó distendido. Reino mostró una débil sonrisa de satisfacción y le pasó el envoltorio a Helvi, diciéndole que lo mantuviera caliente y tranquilo por un rato…, si estaba segura de que aún seguía queriendo al gato.

Helvi palpó el horno, todavía caliente, si bien el fuego hacía tiempo que estaba apagado, y puso al gato en una bandeja del interior, dejando abierta la puerta. Cuando la madre entró en la cabaña para preparar la cena y Reino se fue a ordeñar la vaca, Helvi se sentó con las piernas cruzadas en el suelo, al lado de la cocina, mordiendo de ansiedad una de las puntas de sus trenzas rubias, observando y esperando. De tanto en tanto metía la mano en el horno para tocar al gato, para aflojarle el envoltorio o para acariciarle el pelo, que estaba recuperando su vigor bajo sus dedos.

Transcurrida media hora tuvo su recompensa: el gato abrió los ojos. Se agachó y lo miró de cerca. Ahora su negrura se iba contrayendo y apareció un par de ojos sorprendentemente vividos y azules. Al rato, por obra de sus caricias, sintió una vibración en la garganta, seguida de un débil ronroneo. Presa de agitación, llamó a los padres.

Pasada otra media hora, la niña finlandesa tenía en su falda un gato siamés, de pelo suave y brillante, que ronroneaba y había dado fin a dos platos de leche (que, por lo general, detestaba) y que se había acicalado él solo desde la cabeza a los pies. Cuando la familia Nurmi estaba comiendo la cena en torno de la pulida mesa de pino, el gato había terminado de comer un tazón de carne picada y se abría paso entre las patas de la mesa, pidiendo, con su voz quejosa y extraña, más comida. Bizqueaba adrede y llevaba la cola enhiesta como un estandarte. Helvi sentíase fascinada al verlo y al levantarlo, por la suavidad de su cuerpo.

Esa noche los Nurmi comieron pollo fresco, cocinado a la manera de su país natal, con la cabeza incluida y una guarnición de papas. Helvi puso la cabeza, con un poco de caldo y papas en un plato, en el suelo. Pronto desapareció la cabeza, acompañada con unos gruñidos de placer. Después desaparecieron las papas y, finalmente, sosteniendo el plato con una pata, el gato lo lamió hasta dejarlo limpio. Satisfecho, se estiró magníficamente, con las patas delanteras extendidas, de modo que parecía un león heráldico. Después saltó a las faldas de Helvi, enroscándose y ronroneando fuerte.

La aceptación del gato por parte de los padres quedó completada por la acción emprendida por el siamés, si bien nunca hubo, en la economía de esa familia, ni lugar ni tiempo para tener un animal que no se ganara su propio sustento, ni hubiera vivido en otro sitio que no fuera el granero o una casilla. Por primera vez en su vida Helvi tenía su animalito doméstico.

La niña se llevaba el gato a la cama y éste se acomodaba sobre su hombro, con toda familiaridad, cuando ella subía la empinada escalera que conducía a su cuartito en el alero, y lo arropaba cariñosamente en una vieja cuna de madera. El siamés se dormía contento y su negra cara resultaba una incongruencia contra una almohada de muñeca.

Cuando la noche estaba muy avanzada, Helvi se despertó por un fuerte ronroneo que sintió en la oreja mientras el gato formaba un círculo a su espalda. Una ráfaga de viento llevó a su cara una lluvia fría. Helvi se enderezó para cerrar la ventana, oyendo a lo lejos, débilmente, el lamento de un lobo. Tiritó de frío cuando volvió a acostarse y acercó un poco más esa nueva forma de calor que le proporcionaba el gato.

Al irse a la mañana siguiente para emprender su larga caminata y tomar el ómnibus que la llevaba a la escuela, el gato se enroscó en el alféizar de la ventana, entre los geranios, después de haber comido un gran plato de avena. El pelaje le brillaba al sol mientras se lo relamía soñolientamente. Seguía con la mirada a la señora Nurmi cuando caminaba por la cabaña. Pero cuando la mujer salió, con una canasta de ropa para lavar, se dio vuelta para mirarlo: el gato estaba parado en sus patas traseras, atisbando todo y abría y cerraba la boca sin hacer ruido, detrás de la ventana. La señora se apresuró a regresar, temerosa de sus geranios y abrió la puerta, que el gato ya estaba arañando, como esperando que el animalito saliera huyendo. En cambio, la siguió hasta la cuerda para colgar ropa lavada, sentándose junto a la canasta y ronroneando. Tampoco le perdió pisadas cada vez que ella iba desde la cabaña a la cocina, o al gallinero o al establo. Cuando, por error, la mujer lo dejó encerrado afuera, el gatito empezó a llorar desconsoladamente.

Tal era la conducta que llevaba todos los días: era la sombra de los Nurmi cuando realizaban las tareas domésticas, apareciendo sin hacer el menor ruido desde algún lugar donde pudiera mirar todo, con ventaja: el asiento de la rastra, una bolsa de papas, el pesebre o la plataforma del pozo. No apartaba los ojos de ellos en ningún momento. La señora Nurmi estaba profundamente conmovida por su aparente necesidad de compañía. Es que su comportamiento era distinto de todos los gatos. Lo cual lo atribuía a su origen extraño. Pero su marido no se dejó engañar con tanta facilidad: había notado la insólita intensidad que brillaba en sus ojos azules. Un día que pasó un cuervo, imitando la voz del gato y éste no levantó la vista, y cuando, después, se sentó en el establo y no se movió al oír un ruido entre la paja, Reino llegó a la conclusión que el gato era sordo.

Con sus libros escolares y su cajita para el almuerzo, Helvi volvía casi a las corridas a su casa, por el campo, y levantaba al gato cuando éste iba a encontrarla. Se le subía al hombro, haciendo equilibrio, mientras la niña realizaba las tareas de rutina de todas las tardes. Sin preocuparse por la carga que llevaba encima, le daba de comer a las gallinas, recogía los huevos, iba a buscar agua y después se sentaba a la mesa ensartando hongos secos. Cuando ponía al gato en el suelo, antes de cenar, veía que su padre tenía razón: sus puntiagudas orejas no respondían a ningún ruido, aunque notaba que se asustaba y giraba la cabeza cada vez que ella golpeaba las manos o la más pequeña piedra caía en el piso pelado.

Helvi se había llevado a su casa dos libros de la biblioteca circulante y después de la cena y de haber lavado los platos, sus padres se sentaban al lado de la estufa, en el breve intervalo antes de ir a la cama, mientras ella leía en voz alta, traduciéndoles al mismo tiempo. La familia se sentaba, en esos raros momentos de descanso, con el gato estirado de espaldas a sus pies. La suave voz de la niña en la oscura austeridad de la cabaña los transportaba, como en un ensueño, más allá del círculo de luz de la lámpara de petróleo, al calor y el brillo de tierras extrañas…

A compás de esas lecturas se enteraban de gatos siameses que habían navegado por el mundo, acompañados por seres humanos que los consideraban sin igual para ir en barco; y del orgulloso Cuerpo de Vigilancia para Siameses, que patrullaba los muelles de El Havre, incesantemente. Veían, con los ojos semicerrados y soñadores, el palacio de los gatos vigías del antiguo Siam, caminando delicadamente sobre sus largas patas simiescas por los patios poblados de fuentes, lustrando suavemente, con sus extremidades como almohadillas, los mosaicos a lo largo de los siglos. Y, por último, se enteraron de que estos aristocráticos siameses tenían un rulo en la punta de la cola, que legaron a todos sus descendientes.

Y mientras escuchaban esos relatos, miraban maravillados al piso pues ahí estaba tendido, sobre la gastada alfombra, acostado de espaldas, sus espaldas aristocráticas, uno de esos descendientes, moviendo perezosamente la cola y con los ojos —esos ojos que eran como dos joyas— fijos en la mano de su hija, a medida que ella daba vuelta las páginas que hablaban de sus antepasados: los gatos guardianes de las princesas de Siam. Cada una de esas princesas, cuando bajaba a bañarse en el lago del palacio, acariciaba la cola de su gato para sentirse segura y protegida. Tan celosos sentíanse esos gatos de la misión que les habían asignado, que doblaban la última coyuntura para ejercer una mejor custodia. Con el tiempo esas colas quedaron siempre así, hasta llegar a sus últimos descendientes.

Uno tras otro los Nurmi pasaron una mano, admirados, por la cola del siamés para sentir la verdad de esa terminación ósea doblada. Después Helvi le dio un tazón de leche, que el gato bebió con toda su dignidad real antes de que lo llevara a la cama, allá arriba.

Esa noche, una vez más, el gato se enroscó cómodamente en los brazos de Helvi y, al día siguiente, mientras la niña estaba ausente, siguió a los padres de ella por todas partes. Se internó por la maleza cuando la madre buscaba los últimos hongos y más tarde se sentó en uno de los escalones de la cabaña, jugando con los granos de maíz mientras ella desgranaba las mazorcas. Siguió a Reino y a su caballo de tiro por los campos, hasta el bosque, y ahí se ubicó en un tocón, siguiéndolo con la cabeza cada vez que él hacía un movimiento. Luego se acurrucó junto a la puerta del establo y lo vio remendar unos arneses y aceitar las correas. Y por las tardes, cuando regresaba Helvi, ahí estaba esperándola, como un extraño y hermoso enigma en medio de las rutinas diarias. Porque él se había convertido, a su vez, en otra rutina más.

Pero a la cuarta noche se sintió inquieto. Movía la cabeza y se pasaba las patitas por las orejas, emitiendo unos suaves gemidos a espaldas de la niña. Por último se acostó, ronroneando fuerte, y le puso la cabeza en la mano de ella. La niña miró esos triángulos negros que se destacaban contra el rectángulo de la ventana y veía cómo brillaban y temblaban ante cada ruidito que se oía en la noche. Encantada de que el gato recuperaba su oído, se durmió.

Cuando se despertó esa noche, tarde, al notar la falta de calor, lo vio acurrucado en la ventana abierta, mirando los campos pálidos y los altos y oscuros árboles de abajo. Su larga y sinuosa cola se movía de un lado a otro, como si estuviera midiendo la distancia hasta el suelo. Por más que ella estiró impulsivamente una mano hacia él, el gato pegó un salto, aterrizando con un ruido muy suave.

Helvi miró hacia abajo y vio que el gato, por primera vez, giraba la cabeza hacia ella cuando lo llamó, con sus ojos brillando como rubíes a la luz de la luna. Después se dio vuelta y, con profunda y súbita desolación, la niña comprendió que el gato no la necesitaba más. Con los ojos empañados de lágrimas lo vio irse, huyendo como un fantasma hacia el río que lo había traído. Pronto esa forma fugaz se perdió entre las sombras.