El trío prosiguió su viaje. Durante los días siguientes el esquema no difirió en mucho. Vivieron libres de incidentes y emociones. Al rayar el día abandonaban sus lugares de reposo y continuaban su incesante carrera toda la jornada. El ritmo de la marcha estaba supeditado a la resistencia del perro viejo. Los lugares favoritos para dormir eran los pozos dejados por árboles desarraigados donde se hallaban protegidos del viento y podían cavar una madriguera entre las hojas sueltas, en busca de calor. Al principio efectuaron frecuentes paradas y descansos pero, a medida que transcurrían los días, el terrier se ponía más fuerte. Después de una semana estaba flaco, pero le cicatrizaban las heridas en los hombros y el pelo se le ponía más suave y saludable. En realidad, se hallaba en mejores condiciones y parecía más joven y apto que al principio del viaje. Mostrábase siempre en buena disposición y, la mayor parte del tiempo, muy contento, trotando por el vasto silencio de los arbustos con un humor excelente e inalterable. Casi siempre estaba hambriento, mas el gato, experto cazador, lo proveía de alimentos los cuales, si bien le resultaban insatisfactorios, eran los adecuados para su nueva norma de vida.
El que realmente sufría era el famélico perro joven pues no era un cazador por naturaleza y desperdiciaba montones de energía buscando presas. Se alimentaba principalmente de ranas y ratones y, de tanto en tanto, de lo que le dejaban los otros dos. A veces tenía la suerte de asustar a algún animalito para alejarlo de su presa. Pero la dieta resultaba inadecuada para un perro tan grande y pesado y sus costillas empezaban a verse a través de su pelo brillante. No podía descansar; su hambre constante lo llevaba a buscar comida cuando los otros dos se dormían. Y nunca participaba en sus diversiones, cuando a veces el gato salía huyendo, fingiendo sentir miedo del perro blanco. La diversión solía terminar al subirse a un árbol para que el otro no lo pescara. Entonces el labrador se sentaba aparte, solo y atento, nervioso y tenso. Parecía como si jamás pudiera olvidar su meta final: regresar al hogar. La casa de su amo, la casa a la que él pertenecía. Ninguna otra cosa importaba. Esta ansia, esta certeza tan poderosa como un imán, lo impulsaba a llevar a sus compañeros hacia el oeste, a través de una comarca salvaje y desconocida, como una paloma mensajera lanzada desde un desván ajeno.
La vida nómada parecía convenirle al gato. Se hallaba en buena condición, y parecía bien cuidado y atendido; tan airoso como nunca. Tan bien se había adaptado que, por momentos, daba la impresión de disfrutar realmente con la expedición. A veces dejaba a los otros dos un par de horas, pero éstos terminaron por no prestarle atención a sus ausencias pues tarde o temprano volvía a aparecer.
Gran parte del viaje lo hicieron por viejas sendas abandonadas que resultaban sorprendentemente numerosas en esa región virtualmente deshabitada. De tanto en tanto tomaban unos atajos por la maleza. Era una suerte que aún siguiera ese «verano indio» pues el pelaje corto y fino del terrier no podía soportar las bajas temperaturas. Y si bien le estaba creciendo debajo otra capa para compensarlo, nunca sería la adecuada. También se le estaba espesando la piel al gato, haciéndolo parecer más pesado. En cuanto al labrador, no necesitaba ningún refuerzo. Estaba ya adaptado a todos los extremos y sus pelos gruesos crecían tan juntos que le formaban una superficie casi impermeable. Los días cortos eran cálidos y agradables cuando el sol estaba alto; pero las noches eran frías. En una de ellas, al producirse una súbita helada, el perro viejo tiritó tanto que abandonaron una cueva donde se habían refugiado no bien asomó la luna y durante toda esa noche siguieron el viaje, descansando casi todo el día siguiente al calor del sol.
Las hojas perdían rápidamente su color y muchos árboles se hallaban casi desnudos. Pero el cerezo silvestre y otras especies que crecían a los costados del camino seguían brillando de color y florecían las margaritas y los chamicos. Muchos de los pájaros del bosque habían ya emigrado; los que quedaban se juntaban en grandes bandadas, poblando el aire con sus incansables chácharas mientras giraban en círculos hasta formar una nube clamorosa, subiendo y bajando según sus deseos. También vieron a otros animales: la ruidosa marcha de los perros advertía a los tímidos habitantes mucho antes de que se acercaran. Y los que encontraban se hallaban demasiado atareados y preocupados en sus preparativos invernales como para mostrar curiosidad alguna. El único oso que encontraron estaba tan gordo como si fuera de manteca. Era un animal complaciente y dormilón que pensaba, evidentemente, en la hibernación y no se interesaba en lo más mínimo por extraños. En realidad, estaba sentado al sol sobre un tronco cuando lo vieron. Después de inspeccionarlos un poco con sus ojos adormilados y profundos, bostezó y siguió rascándose indolentemente una oreja.
Sin embargo, el gato siguió gruñendo durante una hora después de ese encuentro.
Los conejos y las comadrejas habían ya mudado de piel y lucían sus blancos abrigos de invierno. Habían aparecido algunos pinzones de esa estación y en varias ocasiones los tres viajeros oyeron el exultante grito de los patos salvajes. Cuando levantaban la vista veían el paso de ellos encima de sus cabezas, formando una V, al dirigirse al sur. También se iban los visitantes de las tierras norteñas y los que se quedaban se aprestaban para el largo invierno que se avecinaba. Pronto el tiempo entero, el verdadero pulso del norte comenzaría a latir cada vez más lento hasta que cayera la nieve como una suave manta. Entonces los animales de hibernación dormirían en cuevas, madrigueras y huecos, respirando apenas en su profunda inconsciencia, hasta la primavera.
Como si supieran de estos preparativos y significados, los tres aventureros aceleraron su marcha dentro de los límites fijados por la resistencia del perro viejo. En los días buenos recorrían hasta quince millas.
Desde que salieran del campamento indio en las orillas del lago donde crecía el arroz, no habían vuelto a ver seres humanos ni ninguna señal de algo habitado por humanos salvo una noche, cuando estaban husmeando en un tacho de basura fuera de una cocina en un campamento maderero, en lo profundo de un matorral. Algunos osos merodeadores habían pasado hacía poco por ahí; aún se percibía en el aire su olor rancio y fuerte. Por eso el gato se negó a acercarse. Pero el perro viejo, vigilado por el otro, dio vuelta el tacho de basura y trató de quitar la tapa con la nariz. El tacho rodó y golpeó fuerte contra unas rocas. El perro no oyó que una puerta se abría en la oscuridad, en el edificio de atrás. De pronto un tiro dio en el fondo del tacho, haciendo volar la tapa y desparramando el contenido encima del perro. Ensordecido y aturdido, se quedó clavado un momento, sacudiendo la cabeza. Un segundo tiro dio en el metal y lo hizo recobrar los sentidos. Agarró un hueso del montón y corrió hacia el labrador; pero su carrera fue tan veloz que lo sobrepasó. Siguió una perdigonada que le dio en los cuartos traseros de modo que simultáneamente saltaba y redoblaba su velocidad. Pronto se hallaron en el refugio de los arbustos, pero faltaba mucho para hacer su descanso nocturno. El perro viejo estaba tan exhausto que se durmió hasta el alba. Fue un dolor pasajero, aunque el incidente aumentó el nerviosismo del perro joven.
Sin embargo, pocos días después, pese a sus cuidados, tuvieron otro encuentro inesperado. A eso del mediodía estaban bebiendo en un vado que cruzaba un camino cubierto de maleza y que conducía a una mina de plata, cuando surgió un conejo de rabo blanco, de unos helechos. El perro joven dio un salto, empapando a los otros dos que observaron la persecución. El conejo corría con la cabeza alta y el perro con la cabeza baja, con un ritmo saltarín, casi con la precisión de un ballet, hasta que desapareció entre los árboles.
El terrier meneó la cola, salpicando otra vez al gato; furioso, éste se fue. Librado de su urgencia diaria, el perro viejo procuró sacar el mejor partido de la situación. Feliz y contento, husmeó entre las rocas cubiertas de líquenes y las orillas tapizadas de musgos, saboreando todo con su olfato de conocedor. Con cierto disgusto husmeó unos grandes hongos leonados. Una cucaracha, de un negro brillante, recibió su atención unos momentos y él la siguió como un sabueso. Al rato perdió todo interés y se sentó encima de ella. Bostezó, se rascó una oreja y después se revolcó entre el barro seco. De pronto se quedó tieso, temblándole las patas y con la cabeza en el suelo, apuntando al camino. Aflojó la oreja que tenía apretada para poder escuchar mejor. Luego su cola registró, en un anticipo feliz, a alguien que caminaba por los arbustos, en dirección hacia él. Se levantó tambaleando y procuró ver algo, pese a su mala vista. La cola se le movía de un lado a otro para dar la bienvenida al desconocido. Cuando apareció el viejo con una maleta de tela, hablándole en voz baja, el perro se adelantó para esperarlo. El viejo no se detuvo. Bajito y encorvado, pasó rápidamente, levantándose un gastado sombrero verde de fieltro y dejando al aire su blanca cabellera. Con una sonrisa saludó al perro. Dos paros de un color gris blancuzco lo procedían, volando de rama en rama encima de él. El terrier iba detrás. Pronto, a lo lejos, apareció el gato, corriendo para darles alcance, con los ojos clavados en los paros. Y detrás del gato, con una osamenta de conejo colgándole de la boca, iba el triunfante y siempre sospechoso labrador.
La dispersa procesión continuó a lo largo de un túnel fresco y verde del camino durante media milla, hasta que los árboles se hicieron menos densos y llegaron a una pequeña choza en un claro, al alcance de la vista de los que se hallaban en esa mina abandonada. Los tres pasaron, uno tras otro, por un jardincito recién rastrillado, entre pardas cañas para frambuesas y manzanos sin hojas, y se dirigieron lentamente a la galería. Ahí el viejo colocó en el suelo su maleta, golpeó en la verde puerta, esperó, luego la abrió, quedándose cortésmente a un costado para que entraran los animales. El perro viejo lo hizo primero, seguido de cerca por el gato y, por último, el hombre. El perro joven vaciló a un costado del camino, con los ojos bien abiertos y desconfiados por la carga que llevaba, y después, tranquilizado al ver la puerta abierta, puso con mucho cuidado al conejo detrás de un arbusto, amontonando encima una capa de hojas, y siguió a los otros. Los tres formaron un círculo en medio de la choza, expectantes, saboreando el delicioso olor a carne.
Observaron cómo el viejo cepillaba el ala del sombrero, lo colgaba en una percha y después lo vieron acercarse a una estufa pequeña y brillante, donde arrojó otro leño y se lavó luego las manos en una palangana, que llenó de agua con un cucharón. Levantó la tapa humeante de una olla sobre el fuego y los tres amigos se relamieron de satisfacción. Cuando el hombre sacó cuatro platos con ribetes dorados de un aparador, apareció una ardilla detrás de un jarro azul, en el estante superior. Parloteando animadamente, la ardilla le trepó por el brazo hasta el hombro, donde se sentó y miró con reprobación a esos forasteros, celosa. Su colita estriada se agitaba furiosamente. Dos lámparas brillantes aparecieron en la oscuridad de la cara del gato y movió la cola, a manera de respuesta. Pero se contuvo, en honor al ambiente que lo rodeaba.
El viejo respondió cariñosamente a la ardilla cuando puso los cuatro platos sobre la mesa, dándole un mendrugo de pan que le hinchó las mejillas. Después sirvió cuatro porciones chicas de guiso en los platos. El ruidito que hacía la ardilla quedó superado por la masticación de los otros; luego pasó de un hombro a otro para vigilar al gato. El perro viejo se acercó un poco más. Muy chiquito detrás de una silla de respaldo alto, el viejo se quedó de pie un momento, con sus ojos azules e infantiles cerrados. Después retiró la silla y se sentó. Miró alrededor de la mesa y por un momento no supo qué hacer. Pronto la frente se le despejó y se levantó para traer las dos sillas restantes y un banco.
—Siéntense —les dijo y, ante esa orden familiar, los tres que estaban detrás de él tomaron asiento, obedientes.
El viejo comió, pero lo hizo en forma lenta y melindrosa. Dos pares de ojos hipnotizados seguían cada movimiento que hacía cuando se llevaba el tenedor a la boca. El tercer par de ojos estaba fijo en la ardilla. Al poco rato el plato quedó vacío y el viejo paseó una sonrisa en torno de la mesa. Pero la sonrisa se convirtió en perplejidad al ver que los tres platos permanecían intocados. Se quedó meditando un rato, después se encogió de hombros y pasó al lugar de al lado. Pronto terminó con lo que se había propuesto y volvió a cambiar de lugar. Hechizados, los visitantes permanecieron clavados en el piso. Hasta el perro viejo, por única vez en su vida, estaba desconcertado; aunque temblaba de anticipación y la saliva le corría por la boca ante ese olor tentador, permaneció sentado como la costumbre y el entrenamiento acostumbraban.
El viejo se sentó cuando quedó vacío el último plato, perdido en su propio mundo. Su paz interior se transmitía a la pequeña choza, por lo que los tres visitantes permanecieron como tumbas en sus sitios. Afuera había un poco de viento, haciendo vibrar la puerta abierta, sobre sus goznes rechinantes. Un picogordo entró volando para ubicarse en la parte superior; el suave sol otoñal le hacía brillar su plumaje y parecía como si el silencio viviente del enorme bosque hubiera pasado por la puerta abierta con la llegada del pájaro, por lo que los animales se sintieron incómodos, mirando detrás de ellos.
El chirrido de la ardilla quebró el silencio y se aferró con sus garras en la parte más alta del aparador cuando el gato dio señales de dar un salto. Pero se contuvo y salió por la puerta, después del picogordo. Despertando súbitamente de su ensoñación, el viejo se puso de pie y miró, sorprendido, a los dos perros, junto a la puerta. Una suave expresión de agradecimiento asomó en su cara y sonrió cariñosamente, aunque su mirada iba más allá de ellos.
—Tienen que venir más a menudo —les dijo. Y, dirigiéndose al perro viejo, que seguía en su lugar, moviendo la cola al oír esa cálida y suave voz, agregó—: Recuérdame ante tu querida madre con mi más profundo afecto.
Acompañó a los perros hasta la puerta. Los dos animales pasaron delante de él, moviendo la cola y después salieron, caminando lentamente y con gran dignidad, hasta el sinuoso camino entre las frambuesas y los manzanos y el sendero cubierto de maleza. Allí esperaron un rato mientras el perro joven desenterraba su presa y el gato se les unía. Luego, sin mirar atrás, trotaron en estrecha formación y se perdieron de vista entre los árboles.
Un cuarto de milla más adelante el perro joven miró con mucha cautela a su alrededor antes de soltar su conejo. Lo frotó varias veces con la nariz y después lo dio vuelta. Al instante su pelo manchado de rojo quedó disperso y los dos perros se dieron un festín, gruñendo amigablemente mientras masticaban. El gato se sentó, doblando las patas mientras observaba. Transcurrido un rato se levantó sobre sus cuartos traseros y estiró las patas de adelante en toda su longitud hacia un árbol. Después, metódicamente, clavó las garras en la corteza del árbol. Giró rápidamente la cabeza, se detuvo y escuchó un rumor entre el pasto seco. Un segundo después saltó, describiendo un arco en aire. Una de sus garras se clavó en algo y ahí se quedó, con la cabeza gacha. De pronto se oyó un débil chillido. Antes de que los dos perros se dieran cuenta de que se había ido, ya estaba de vuelta, limpiándose los bigotes con una de sus patitas.
Al día siguiente los viajeros descendieron de las colinas hasta las orillas de un río que corría de norte a sur. Hasta la costa de enfrente había unos cien pies y, si bien no era muy profundo, la única manera de cruzarlo era nadando. El perro joven inició la marcha, observando la corriente desde una cierta distancia, tratando de hallar un medio para cruzarla como si le resultara evidente que sus compañeros no debieran mojarse los pies, si podían evitarlo, ya que a ninguno de los dos les gustaba nada el agua. En dos oportunidades se sumergió y nadó, regresando junto a los otros, invitándolos a intentar la prueba, como si fuera muy fácil. Pero ellos se quedaron junto a la orilla, unidos en su desgracia, por lo que se Vio obligado a seguir trotando río abajo. Mientras lo hacía estaba más preocupado que nunca, consciente de que marchaba en la dirección contraria.
Era una comarca solitaria y deshabitada, por lo que no había puentes, y el río, mientras trotaban, se hacía cada vez más ancho. Después de recorrer tres o cuatro millas, el perro joven no pudo soportar más su frustración: se metió en el agua y nadó rápida y vigorosamente hasta la otra orilla, con su cola flameando detrás, como una nutria. Le encantaba el agua y se hallaba como en su casa en ese medio mientras que los otros dos la odiaban y temían. Se paró en la orilla de enfrente, ladrando para estimular a sus amigos, pero el perro viejo gimió con tanta pena y el gato se le unió como formando un coro de maullidos, que volvió a cruzar nadando, chapoteando cerca de la orilla. El perro viejo caminó cautelosamente por esas aguas poco profundas, tiritando y ofreciendo un aspecto desdichado, dando vuelta la cabeza. El labrador volvió a nadar, salió por el otro lado, se sacudió y ladró. En su orden no había la menor equivocación. El perro viejo dio otro paso hacia adelante, a regañadientes, gimiendo desconsoladamente, con la cola baja. Continuaron los ladridos y otra vez avanzó el terrier. Y nuevamente el labrador cruzó a nado para alentarlo. Tres veces cruzó a nado y, en la última, el perro viejo vadeó la corriente con el pecho. No era un buen nadador; lo hacía con movimientos rápidos y espasmódicos, con la cabeza fuera del agua y sus ojitos negros mirando a todos lados, de miedo. Pero era un bull terrier, un «caballero blanco» y continuó, siguiendo la estela del otro, hasta que al final salió por la orilla opuesta. Sus arrebatos de alegría al encontrar tierra seca fueron como los de un marinero náufrago después de seis semanas en el mar sobre una balsa. Empezó a girar en círculos, rodó de espaldas y corrió, alternando un hombro con otro sobre el pasto alto para secarse. Finalmente se unió al labrador, en la orilla, y se puso a ladrar para alentar al gato.
El pobre gatito dio sus primeras señales de miedo desde que iniciaron el viaje. Se hallaba solo y la única manera de reunirse con sus amigos consistía en nadar y cruzar esa terrible franja de agua. Corrió hacia arriba y hacia abajo por la orilla, sin dejar de proferir sus fantásticos gemidos de siamés. El perro joven realizó las mismas operaciones de antes, nadando de un lado a otro, tratando de atraerlo al agua. Pero el gato estaba poseído de miedo y debió transcurrir un tiempo largo hasta que se decidió. Cuando lo hizo, fue con un impulso ciego, súbito y desesperado por meterse en el agua, traicionando su naturaleza felina. Su expresión de horror y disgusto resultaron casi cómicos cuando empezó a nadar hacia el perro joven, que lo esperaba a pocas yardas de distancia. Demostró ser un nadador sorprendentemente bueno. Y se hallaba ya realizando notables progresos, con el perro nadando junto a él, cuando ocurrió la tragedia.
Muchos años antes, una colonia de castores había construido un dique en un pequeño arroyo, que se había desmoronado en el río a unas dos millas, corriente arriba. Por cuanto los castores se habían ido, el dique se fue cayendo poco a poco y no pasó mucho tiempo hasta que cedió por completo, inundando la tierra de atrás. Ahora, por uno de esos caprichos del destino, un tronco podrido había cedido también y una gran parte del mismo sobresalía. Casi cuando los dos animales llegaron a mitad de la corriente, el dique se rompió por completo. La fuerza del arroyo, ahora libre, cubrió la brecha convirtiéndose en un torrente cada vez más ancho, llevándose todo a su paso y entrando en el río, donde se transformó en una ola montañosa, arrastrando árboles pequeños, ramas rotas, pedazos de la orilla y el dique de los castores en su cresta. El perro joven vio esa ola impetuosa unos momentos antes de que llegara a ellos y, frenéticamente, trató de nadar hasta quedar en una posición más arriba del gato, procurando protegerlo, instintivamente. Pero ya era demasiado tarde y la enorme y curva cresta de la ola surgió por encima, sumergiéndolos en ese caos de restos. El extremo de un tronco le pegó de lleno en la cabeza al gato, el cual fue llevado varias veces por el torrente hasta que, por último, pudo aferrarse a un pedazo medio sumergido del dique. Pero el ímpetu de la corriente deshizo el dique al pasar por el lecho del río.
El perro viejo, ladrando de manera salvaje —pues había presentido el desastre, aunque no lo podía ver— vadeó con el pecho hundido en el agua. Pero sus fuerzas lo abandonaron y quedó sin aire y ahogándose. No le quedó más remedio que regresar.
El otro perro, excelente nadador como era, volvió a la orilla con grandes dificultades. Aún así la corriente lo llevó casi una media milla antes de poder poner los pies en tierra. En seguida partió, río abajo por la orilla, en persecución de su compañero.
Varias veces vio la diminuta figura del gato, la mitad bajo el agua, emerger de esa cresta blanca. Pero nunca se hallaba lo suficientemente cerca, salvo en un punto donde el fragmento del dique de los castores, sumergido en parte, quedó apresado en una rama. Se zambulló inmediatamente pero, cuando casi estaba por llegar a la rama, ésta se rompió y, una vez más, siguió río abajo en un remolino hasta que se perdió de vista.
Poco a poco el perro fue quedando cada vez más atrás. Por último se detuvo, cuando el río entró en una garganta rocosa, donde no se podía hacer pie en ninguno de los lados. Se vio obligado a subir a tierra y, cuando volvió a reunirse con el río, en el extremo lejano de la garganta, no había señales del gato.
Era ya casi de noche cuando volvió junto al terrier, que caminaba fatigosamente a lo largo de la orilla. El labrador estaba exhausto, renqueaba y se lo veía extremadamente agotado y desdichado. Tanto que apenas devolvió el saludo a su viejo amigo y se dejó caer en el suelo, respirando dificultosamente, como podía verse en sus flancos. Ahí se quedó, hasta que la sed lo llevó al borde del agua.
Pasaron la noche donde estaban, en la orilla, tranquilos después de toda la violencia de la tarde. Se tendieron uno al lado del otro, encorvados, en busca de comodidad y calor, y cuando cayó una fría lluvia y se levantó el viento, fueron a ubicarse debajo de las ramas extendidas de un viejo abeto, que les ofreció su refugio.
A mitad de la noche el perro viejo se incorporó, temblando de frío. Echó atrás la cabeza y aulló su réquiem de pena y soledad a ese cielo cubierto de nubes. Finalmente, el perro joven se levantó con esfuerzo y lo alejó del río, antes de que amaneciera, llevándolo más allá de las colinas, hacia el oeste.