El hambre era ahora el instinto dominante en el labrador y, en las primeras horas de la mañana, fue en busca de alimentos. Tan desesperado estaba que hasta probó algunos excrementos de venados pero los escupió con asco en el acto. Mientras bebía un poco de agua en el charco de un pantano cubierto de nenúfares, vio una rana que lo estaba mirando con sus ojos saltones, desde una piedra chica. Calculando la distancia con mucho cuidado, pegó un salto y la pescó en el aire cuando la rana saltó en busca de seguridad. Al instante desapareció en su garganta y la engulló. Feliz y contento, paseó su mirada en torno en busca de más alimento. Pero, aunque transcurrió una hora de paciente espera, sólo fue recompensado con dos, por lo que volvió junto a sus compañeros. Al parecer, sus amigos ya habían comido porque había plumas y pelos en torno de ellos y se estaban lamiendo los labios. Con todo, algo le advertía que no debía apremiar a su viejo camarada. El terrier seguía exhausto y, además, había perdido mucha sangre después de los ataques infligidos por las garras del osezno el día anterior. Estas heridas estaban negras de sangre coagulada y tendían a abrirse y a sangrar a cada movimiento, por lo que se pasó todo el día acostado bajo el tibio sol de otoño, en el pasto, durmiendo, comiendo lo que le daba el gato y moviendo la cola cada vez que uno de los otros dos se acercaba.
El perro joven estuvo casi todo el día ocupado en busca de alimentos. Al atardecer estaba desesperado, pero su suerte cambió cuando un conejo, que en esos momentos mudaba su piel para su blanco abrigo de invierno, surgió de pronto entre el pasto alto y se cruzó en el camino. Con la cabeza gacha y la cola al aire, el perro inició su persecución aunque el conejo se le ponía siempre lejos del alcance de sus hambrientas mandíbulas. Finalmente, puso toda su fuerza en un violento impulso y sintió la tibia y palpitante presa en su boca. Toda la tradición de generaciones desapareció en un instante, como asimismo los años de aprendizaje de no hundir nunca los dientes en plumas o pelos. En ese momento el labrador se parecía más a un lobo mientras desgarraba la tibia carne y la engullía de un tirón.
Los tres durmieron en el mismo lugar esa noche y casi todo el día siguiente. El tiempo, como una merced especial, continuó cálido y soleado. Al tercer día el perro viejo pareció estar recuperado y las heridas habían cerrado. Pasó la mayor parte del día dando vueltas y durmiendo por lo que ya parecía hallarse de buen ánimo y ansioso de caminar un poco.
De modo que, al finalizar la tarde, abandonaron el lugar que había sido su hogar durante tres días y empezaron a trotar lentamente por el camino. Cuando asomó la luna habían recorrido varias millas, llegando al borde de un pequeño lago.
Un alce estaba parado en el agua, entre nenúfares, en la otra orilla. Su gran cabeza con cuernos y su cuello corvo se recortaban claramente contra la pálida luna. No prestó atención a esos extraños animales frente a él y de tanto en tanto metía la cabeza debajo de la superficie, levantándola alto después de cada inmersión y arqueando el cuello. Desde las cañas salieron unas tres gallaretas, asomando sus cabezas como muñecos salidos de una caja de resortes, produciendo unas olitas que brillaron al claro de luna. Mientras los tres amigos viajeros se sentaban, con las orejas paradas, vieron cómo el alce salía lentamente del agua fangosa, se sacudía y se trepaba a la orilla hasta perderse de vista.
El perro joven giró súbitamente la cabeza, retorciendo la nariz, pues su fino olfato le advirtió que, a la distancia, había un chufo de humo, proveniente de madera quemada, y algo más… algo indefinible… Segundos después, también el perro viejo captó ese olor y se puso de pie, husmeando e investigando con el hocico. Su delgada cola empezó a moverse y un brillo especial asomó a sus negros ojos sesgados. En algún lugar, no demasiado lejos, había seres humanos: su mundo. No podía equivocarse en lo que ese mensaje significaba ni rehusar la invitación: sin duda, estaban cocinando algo. El perro joven lo siguió a regañadientes y, por una vez, el gato los pasó. Quizá estuviera afectado por la luna porque se detuvo un instante y después se precipitó entre las sombras para reaparecer un segundo más tarde, imitando el movimiento de las colas de los otros. Los dos perros hicieron caso omiso de él.
El olor, transportado por la brisa nocturna, era una fragante mezcla de arroz tostado, guiso de pato salvaje y humo de madera en combustión. Cuando los animales observaron desde lo alto de una colina, tentados y hambrientos, vieron seis o siete fogatas en el claro de abajo. Sus llamas iluminaban un semicírculo de tiendas y refugios cónicos fabricados con corteza de abedul, contra un oscuro fondo de árboles. Titilaban sobre las canoas amarradas al borde de un pantano de arroz salvaje y morían, rojizas, en las negras aguas de más allá, iluminando las caras pardas y redondas de unos indios ojibways reunidos en torno de esos centros de calor y luz.
Los hombres formaban un colorido conjunto de pantalones vaqueros y camisas a cuadros pero las mujeres estaban vestidas con tonos sombríos. Dos muchachos, los únicos jóvenes que había, iban de fogata en fogata sacudiendo granos en sartenes y agitándolos mientras se tostaban. Un hombre, con mocasines largos y suaves, estaba parado en un pozo poco profundo, pisando cáscaras, con la mitad de su cuerpo apoyado en un marco de leña. Algunos se hallaban lejos de las fogatas, fumando y mirando ociosamente, hablando en voz baja entre ellos, mientras otros seguían comiendo, sacando el fragante contenido de una negra olla de hierro, con cucharones, y vertiéndolo en platos de estaño. De tanto en tanto uno arrojaba un hueso por encima del hombro a los arbustos. Los animales veían esa operación y se lanzaban, hambrientos, tras los huesos. Una mujer se hallaba de pie al borde del claro, pasando granos de una fuente fabricada con corteza de árboles a otra. Las barcias sueltas salían a la deriva, movidas por el suave viento, como humo.
El perro viejo no vio nada de esto; pero sus orejas y hocico le proporcionaron todo lo que necesitaba saber: no pudo contenerse y empezó a bajar con cuidado por la ladera, pues aún le seguía doliendo el hombro. A mitad de camino olisqueó violentamente una oleada de barcias. Uno de los chicos que estaba junto a la fogata levantó la vista al oír ese ruido, agarrando una piedra. Pero la mujer a su lado le habló enérgicamente y el niño esperó, atento.
El perro viejo salió de las sombras de un salto y entró en el círculo iluminado por la fogata, confiado, amistoso y seguro de que lo recibirían bien. Movía la cola para congraciarse y tenía las orejas y los labios replegados, en una mueca espantosa. Se produjo un silencio súbito, interrumpido por el aullido de terror del chico, quien se aferró a la madre. Después, se oyó una animada charla entre los indios. Por un momento el perro quedóse ofendido e inseguro; se acercó, esperanzado, al chico más cercano, quien reculó, apretando nerviosamente la piedra. Pero otra vez la mujer volvió a reprenderlo y, ante esa voz imperiosa, el perro se detuvo, cabizbajo. Entonces la mujer puso en el suelo la canasta y caminó rápidamente más allá del círculo de la fogata, agachándose para ver mejor. Pronunció unas palabras tranquilizadoras y le palmeó la cabeza, sonriéndole. El perro se recostó contra ella y con la cola le golpeó en sus medias negras, feliz de sentirse en contacto otra vez con un ser humano. La mujer se acurrucó a su lado y le pasó los dedos por las orejas y el lomo y, cuando el perro le lamió afectuosamente la cara, se rió. Ante esto, los dos niños se acercaron un poco más al perro y el resto se agrupó alrededor. Pronto el animalito se encontró donde más le encantaba estar: en el centro del calor humano, atrayendo su atención. Sacó todo el partido que pudo de la situación y se puso a jugar ante ese público tan apreciador. Cuando uno de los hombres le arrojó un pedazo de carne, se sentó penosamente sobre sus cuartos traseros y pidió más, saludando con una pata, lo cual hizo estallar en carcajadas a los indios y debió repetir su gracia varias veces hasta que se cansó y se acostó, jadeante pero feliz.
En recompensa, la india lo palmeó afectuosamente y después le sirvió un poco de comida, que sacó de la olla y la puso en el pasto. El perro cojeó hasta llegar pero, antes de comerla, levantó la vista en dirección a la colina donde estaban sus dos compañeros.
Una piedrita rebotó de roca en roca hasta que cayó rodando, en medio del silencio siguiente.
Cuando surgió de la oscuridad un gato de largas patas y ojos azules y ocupó luego el claro con una estridente voz quejumbrosa antes de acercarse al perro y agarrar un trozo de carne para él, los indios estallaron en carcajadas hasta que se quedaron sin voz e hipando. Los dos niños empezaron a rodar por el suelo, pataleando, en un arrebato de alegría mientras el gato seguía comiendo, inmóvil. Pero tal era la conducta que el terrier entendía y se unió a la diversión. Mas rodó con tanto entusiasmo que se le volvieron a abrir las heridas. Cuando se puso de pie otra vez, su blanco pelo estaba manchado de sangre.
Durante todo ese tiempo el perro joven estaba acurrucado en la ladera, inmóvil y vigilante, si bien cada fibra de su cuerpo se tensaba ante la espera. Observaba al gato, bien alimentado y contento, acurrucarse en la falda de uno de los chicos dormidos junto al fuego: oyó el débil tono de burla en la voz de algunos indios cuando una vieja pequeña y doblada les habló en forma severa y apasionada antes de inclinarse sobre el perro para examinar su hombro mientras yacía pacíficamente ante el fuego. La mujer echó unas raíces de espadaña en una olla de agua hirviente, empapó musgo en el líquido y lo apretó sobre las heridas. El perro no se movió; sólo su cola se agitaba lentamente. Cuando la mujer terminó, puso un poco más de carne en la corteza de un abedul, en el pasto, frente al perro. Pero el silencioso observador que estaba arriba se lamió los labios y se sentó, aunque no se movió de su lugar.
Cuando los fuegos empezaron a extinguirse y los indios hicieron sus preparativos para pasar la noche y sus compañeros no dieron señal de moverse, el perro joven comenzó a impacientarse. Bordeó el campamento, caminando como una sombra entre los árboles de la colina de atrás hasta llegar a la orilla del lago, a un cuarto de milla del campamento. Después ladró fuerte e imperativamente varias veces.
El efecto fue como una campana de alarma en los otros dos. El gato dio un salto desde el indiecito dormido y corrió hacia el perro viejo, que ya estaba en cuatro patas, pestañeando y atisbando a su alrededor, confuso. El gato emitió un maullido gutural, después enfiló directamente frente a él, mirando hacia atrás cuando se detuvo al borde de la fogata. El perro se sacudió resignado y marchó lentamente detrás, nada contento por tener que dejar el calor del fuego. Los indios lo miraron impasibles y callados, sin atreverse a hacer el menor movimiento para detenerlo. Sólo la mujer que se había hecho amiga de él le dirigió un saludo de despedida, en el idioma de su gente.
El perro se detuvo al borde de los árboles, junto al gato, y miró hacia atrás; pero el ladrido imperioso se escuchó otra vez y los dos se perdieron de vista, en las tinieblas de la noche.
En esa oportunidad se convirtieron en inmortales, de haberlo sabido o haberse interesado por el asunto, pues la anciana reconoció al momento al perro viejo por su color y por su compañero: era el Perro Blanco de los ojibways, el virtuoso Perro Blanco de los Presagios, cuya aparición anuncia desastres o buena fortuna. Los Espíritus lo habían enviado, hambriento y herido, para probar la hospitalidad de la tribu. Y, como benévola prueba para los escépticos, le habían elegido un gato por compañero. Pues ¿qué perro mortal aguantaría que un gato le robara su comida? Lo habían recibido bien; lo habían alimentado y socorrido. El presagio sería afortunado.