En esa hora fría que precede el alba, el bull terrier se despertó y tambaleándose, con mucho dolor, se puso de pie. Temblaba de frío y tenía mucha hambre y sed. Caminó tieso en dirección a un charco cercano, pasando junto al gato, que estaba acurrucado sobre algo que sostenía con las patas. El terrier oyó que las mandíbulas del gato, al moverse, producían un ruido como si estuviera masticando algo. Interesado, movió la cola y se le acercó para investigar. El gato lo miró distraídamente y después se alejó, dejando la osamenta; pero para el terrier sólo significaron, para su desilusión, un montón de plumas. Bebió a sus anchas en el charco y, a su regreso, quiso probar otra vez las plumas pues se hallaba hambriento. Pero le quedaron pegadas en la garganta y empezó a las arcadas. Mordisqueó algunos tallos de hierbas y después, con mucha delicadeza, levantó los labios sobre los dientes y tomó algunas frambuesas maduras de un arbusto enano. Siempre le gustaba comer así las frambuesas silvestres y, aunque el sabor le resultó tranquilizadoramente familiar, no le calmó el hambre. Al instante le encantó ver al perro joven. Movía la cola y le lamió la cara. Luego los dos siguieron, resignadamente, cuando oyeron un ruido en el camino. Minutos después se les acercó el gato, que aún se seguía lamiendo los labios después de su desayuno plumífero.
A la grisácea luz del alba el trío siguió bajando el camino hasta que llegaron a un punto donde el mismo daba una vuelta en ángulo recto. Ahí vacilaron, ante un sendero de troncos en desuso, que conducía al oeste, al costado del camino. Su entrada estaba casi oculta por un toldo de ramas. El perro que iba adelante levantó la cabeza y era como si estuviera buscando el olor de algo que lo tranquilizara. Al parecer lo encontró pues llevó a sus compañeros por el sendero entre el toldo de ramas. El camino ahí era más suave; el centro estaba cubierto de pasto y los surcos de cada lado llenos de hojas secas. Los árboles que crecían muy cerca entre sí y cuyas copas se encontraban les proporcionarían más sombra cuando el sol estuviera alto. Todas estas consideraciones las tuvo presentes el perro viejo pues ya, antes de comenzar el viaje, sentíase cansado y su marcha se había hecho mucho más lenta.
Los dos estaban famélicos y contemplaron con envidia al gato cuando cazó y mató una ardilla mientras descansaban junto a un arroyo, a mitad del día. Pero cuando el perro viejo se acercó, moviendo la cola esperanzado, el gato, emitiendo un gruñido, se metió entre los arbustos con su presa. Perplejo y decepcionado, el terrier se sentó, escuchando cómo el otro devoraba su ardilla entre las ramas. Al pobre perro le corría la saliva por la boca.
Minutos después salió el gato de los arbustos, se sentó y, con mucha elegancia, se limpió los bigotes. El perro viejo le lamió la cara al siamés y, en retribución, el gato le palmeó la nariz. Rendido de hambre, vagabundeó por los bordes del arroyo, investigando cada piedra y hueco, metiendo la nariz en los túneles de las juncias marchitas y en la suave tierra de las toperas. Con mucha tristeza se tendió al lado de un arbusto de arándanos, colocó las patas sobre la cabeza y después les sacó la tierra a lambetazos.
También estaba famélico el perro joven. Pero tendría que sentirse a punto de morirse de hambre antes de quebrar las ancestrales reglas de un labrador. Durante generaciones sus antepasados habían sido criados para recoger presas sin causarles daño aunque en él no había nada de un perro cazador. Cualquier clase de matanza le resultaba aborrecible. Bebió copiosamente del arroyo y urgió a sus compañeros para continuar el viaje.
El sendero subía por la cresta de esa comarca llena de colinas y bosques y el panorama de abajo estaba colmado de belleza y color: los rojos y bermellones de algunos arces; el pálido abedul y el álamo amarillo y, de tanto en tanto, los macizos escarlatas de bayas contra un espléndido fondo verde oscuro de abetos, pinos y cedros.
Varias veces atravesaron largos terraplenes construidos a los costados de la colina, retomando el camino por los profundos surcos que dejaban abajo los trineos que conducían madera y, en varias oportunidades, pasaron por edificios abandonados, uno al lado de otro, claros cubiertos de vegetación, viejos establos para caballos adiestrados a marchar entre arbustos y dependencias para los hombres que habían trabajado ahí desde hacía una generación. Las ventanas estaban rotas y entre los intersticios de los tablones del piso crecían malezas. Una vieja cocina aún tenía unos chamicos asomando por el horno. A los animales, por curioso que parezca, no les gustó esta evidencia de ocupación humana y pasaron lo más lejos que pudieron, con los pelos de punta.
Al terminar la tarde, la marcha del perro viejo disminuyó a un paso tambaleante y parecía que sólo su firme decisión de proseguir lo mantenía en pie. Sentíase mareado y confundido y el corazón le saltaba en el pecho. El gato debió percibir esa sensación general de debilidad porque caminaba a la par de los perros, muy cerca de su viejo y titubeante amigo, gimiendo de preocupación. Por último, el perro viejo llegó a una parada junto a un surco profundo lleno hasta la mitad de agua fangosa. Se detuvo ahí como si no le quedaran fuerzas para rodearlo. Tenía la cabeza baja y floja y le temblaba todo el cuerpo. Después, mientras intentaba lamer el agua, pareció que sus patas fueran a desplomarse y cayó, quedando con la mitad del cuerpo en el surco y la otra mitad afuera. Tenía los ojos cerrados y los únicos movimientos que hacía eran productos de su larga, tenue y convulsionada respiración, que se oía en amplios intervalos. Pronto quedó totalmente fláccido e inmóvil. El perro joven se puso frenético: gemía mientras rascaba el borde del surco, empujando a su compañero con el hocico y haciendo lo imposible para levantarlo, sin obtener respuesta alguna. De tanto en tanto ladraba y el gato gruñía suavemente y sin parar, caminando hacia adelante y hacia atrás y frotando su cuerpo contra esa cabeza sucia y cubierta de lodo. No obtuvo ninguna respuesta. El perro viejo yacía inconsciente y remoto.
Los dos animales permanecieron en silencio y se sentaron a su lado, preocupados hasta que, al final, se dieron vuelta y lo dejaron, sin mirar atrás. El labrador desapareció entre los arbustos donde el ruido de ramas rotas señalaba su marcha, cada vez más lejana; el gato se acercó cautelosamente a una perdiz que había aparecido a un costado del camino, a unas cien yardas, y estaba picando, despreocupada, algo cubierto de arena. Pero ante el chillido de una ardilla, emprendió vuelo desde el camino hasta los árboles, mientras el gato seguía inmóvil, a cierta distancia. Impertérrito, el gato continuaba lamiéndose los labios, en anticipación de una nueva presa, en un recodo del camino y se perdió de vista.
Las sombras se alargaron por la huella desierta y el viento vespertino sopló, barriendo un montón de hojas más allá del surco. La luz parduzca de las hojas fue como una bendición mientras marchaban a la deriva, alejándose de aquella forma blanca y desprotegida. La ardilla curiosa observó con sus ojos brillantes y sorprendidos desde un árbol cercano, chasqueando la lengua. Una musaraña corrió hasta situarse a mitad de camino, se detuvo y retrocedió. Un rumor de alas se oyó cuando un pájaro aterrizó en una rama de abedul, donde se quedó oscilando, inclinando la cabeza a un costado mientras miraba hacia abajo y llamaba a su pareja para que se reuniera con él. El viento cesó y de pronto descendió la calma.
Súbitamente se oyó el ruido de un cuerpo pesado que se abría camino entre la maleza, acompañado por el crujir de ramas. El hechizo se rompió. Gritando alarmada y agitada, la ardilla trepó por el tronco del árbol y el pájaro salió volando. Ahí, sobre el sendero, en cuatro patas, estaba un cachorro de oso, con sus peludas orejas redondas erizadas y unos ojitos muy hundidos, encendidos de curiosidad mientras contemplaba al perro viejo. Detrás de él se oyó un rumor en la maleza: su madre estaba investigando el tocón de un árbol podrido. El osezno se detuvo un momento y después, vacilante, se acercó al surco donde estaba el terrier. Olisqueó a su alrededor y estiró una larga y negra garra curva, palpándole la cabeza blanca. Por un momento se le disiparon las nieblas de la inconsciencia y el perro abrió los ojos, sabiendo el peligro que corría. El osezno dio un salto hacia atrás, alarmado, y se limitó a observar desde una distancia prudencial. Al ver que el otro no hacía ningún movimiento, volvió a repetir la operación con su pata, esta vez más fuerte, y aguardó la respuesta. Al perro apenas le quedaban fuerzas como para mostrar valientemente sus dientes. Gruñó débilmente de dolor y odio cuando sintió el rasguño de la pata en su hombro y no intentó luchar por ponerse de pie. El olor de la sangre excitó aún más al osezno. Se subió a horcajadas sobre el perro y empezó a jugar con su larga cola blanca, mordiéndola en la punta, como un chico con un juguete nuevo. Pero no obtuvo respuesta: sin fuerzas, el perro viejo ya no sentía ningún dolor ni oprobio. Yacía como dormido, con los ojos velados y sin poder ver, un labio enroscado en actitud de querer refunfuñar.
Doblando el recodo del camino y arrastrando por el ala a una gran perdiz muerta, venía el gato. El ala se le salió de la boca cuando observó, transfigurado, el espectáculo. En un segundo se operó en él una terrible transformación. Sus ojos azules brillaron grandes y malévolos en medio de su negro antifaz y todos sus pelos del color del trigo se le erizaron de modo que parecía del doble de su tamaño. Hasta se le erizó su cola color chocolate al moverse de un lado a otro. Se acurrucó en el suelo, tenso y alerta, y emitió un chillido que rompía los tímpanos. Cuando el osezno se sobresaltó, el gato dio un brinco.
Aterrizó en la nuca de su cuello peludo, clavándole las patas traseras mientras que con sus garras le rastrillaba los ojos. Sin parar siguió haciendo lo mismo con sus terribles talones, chirriando y escupiendo en un diabólico asesinato hasta que el osezno se puso a gritar, de dolor y miedo, enceguecido por la sangre y tratando de sacarse de encima ese invisible horror. Sus gritos fueron respondidos por un rugido atronador cuando la gigantesca osa negra irrumpió entre los arbustos y corrió hacia su hijo. De un manotón quiso sacar al gato pero éste fue más rápido que ella y, con un chirrido de furia saltó al suelo y desapareció detrás de un árbol. Su infortunada cabeza acusó toda la fuerza del golpe y lo envió dando vueltas más allá del camino, entre los arbustos. Enceguecida, frustrada por la rabia y enloquecida por los gritos de su hijo, la madre buscó algo en qué dar rienda suelta a su furia y vio la inmóvil figura del perro viejo. Mientras se dirigía hacia él, el gato la distrajo con un salto imprevisto desde el costado del sendero. La osa se detuvo, se incorporó en todo su tamaño para atacar, con sus ojos colorados brillando salvajemente, el cuello estirado y la cabeza oscilando de un lado a otro, en actitud amenazante, como una serpiente. El gato profirió otro grito y se acercó con movimientos sinuosos, fijos sus terribles ojos en su enorme adversario. Algo parecido al miedo o la indecisión asomó a los ojos de la osa mientras el gato avanzaba. Retrocedió un paso con la cabeza gacha. Lento, deliberado, decidido, el gato continuó su marcha. Nuevamente la osa retrocedió, sorprendida por las tácticas de ese terrible animalito, perturbada por los gemidos de su osezno, reculando ante el implacable avance de su rival. El gato se detuvo y acurrucó, pesando su cuerpo antes de dar el salto que debería seguir, anhelando tomarse las de Villadiego pero temeroso de darle la espalda. Un súbito crujido en la maleza convirtió al enorme animal en estatua, rígido de recelos. Y cuando un gran perro surgió del arbusto y se colocó al lado del gato, mostrándole los dientes, se le erizaron todos los pelos de la espalda. La osa se puso en cuatro patas, se dio vuelta rápidamente y corrió hacia su cachorro. En el arbusto se oyó un último gruñido de bravuconería y un gemido. Después se escucharon los ruidos de los osos al escaparse, a lo lejos. Por último, todo recuperó la calma. La ardilla curiosa saltó desde su puesto de observación y se alejó del tronco.
El gato recuperó su tamaño normal. Sus ojos volvieron a tener el color habitual y su mirada indiferente. Se sacudió las patas una por una, le echó un vistazo a sus pies cubiertos de lodo, a la sangre que le corría en cuatro heridas paralelas en el hombro y después se dio vuelta y regresó por el camino hasta donde estaba su perdiz.
El perro joven olfateó a su amigo por todo el cuerpo, con los labios encogidos por el olor del oso. Luego intentó curarle las heridas con su áspera lengua. Le refregó unas hojas frescas por los lugares manchados de sangre y le ladró junto a la cabeza. Pero no obtuvo respuesta. Al final se tendió, jadeando, en la hierba. Mantenía la mirada alerta. Aún tenía erizados los pelos del lomo y, de tanto en tanto, gemía perplejo. Vio cómo el gato arrastraba a un gran pájaro gris hasta ponerlo casi a la altura del hocico del perro inconsciente. Después, lenta y deliberadamente, empezó a desgarrar la carne del pájaro. El perro gruñó por lo bajo pero el gato hizo caso omiso y siguió desgarrando la carne y comiendo. Al instante, el tentador olor de carne cruda y caliente se filtró por los sentidos del perro viejo. Abrió un ojo y olfateó. El efecto fue hipnotizante: su cola, medio comida y cubierta de barro se movió, y levantó sus hombros, luego las patas delanteras, con un esfuerzo convulsivo, como un viejo caballo de tiro después de una caída.
Daba lástima verlo, la mitad de su cuerpo que yacía en el surco estaba negro y empapado, mientras que la otra mitad estaba cubierta de manchas de sangre. Parecía un grotesco arlequín. Todo su cuerpo temblaba en forma violenta y descontrolada, aunque en el fondo de sus ojos negros y sesgados había un ligero brillo de interés que se acrecentaba a medida que su hocico sentía el tibio calor de esas suaves plumas grises. Esta vez no rechazó la presa, ni hubo gruñido alguno. En cambio, el gato se sentó a pocas yardas, observando distante e indiferente, y después se lavó la cola para proseguir con una pata.
El perro viejo comió, triturando ávidamente los huesos con sus dientes mochos. Sus compañeros miraban el milagro de que la fuerza retornara a su cuerpo. Dormitó un rato. Una pluma le colgaba de la boca y después se despertó para terminar con el último bocado. Al caer la noche ya se hallaba en condiciones de caminar por la suave hierba que crecía al costado del camino, donde se tendió y le parpadeó, feliz, a sus compañeros, moviendo penosamente la cola. El labrador se acostó junto a él y le lamió el hombro herido.
Un par de horas después se les unió el gato, ronroneando, con otro suculento trozo que colocó ante el hocico de su amigo. Era un ratón de los bosques, el que llaman «ratón-venado», una pequeña criatura con grandes ojos y largas patas traseras como un canguro en miniatura. El perro lo tragó enseguida, satisfecho, y pronto se durmió.
Pero el gato, con sus ronroneos, y el perro joven, enroscado a su espalda, se mantuvieron en actitud vigilante y alerta durante casi toda la noche. Ninguno se alejó de su lado.