Había una ligera niebla cuando John Longridge se levantó temprano a la mañana siguiente, después de haber librado una batalla perdida para conseguir el medio de la cama con su compañero de lecho, al que no había invitado a dormir juntos. Se afeitó y vistió rápidamente, observando cómo la niebla retrocedía a los campos y surgía el sol de la mañana. Sería un perfecto día otoñal, un día de «verano indio», cálido y suave. Abajo encontró a los animales, que lo esperaban pacientemente junto a la puerta, para su paseo matutino. Los dejó salir y después se preparó y comió su solitario desayuno. Se hallaba ya afuera, en el camino particular, cargando el auto, cuando volvieron del campo los perros y el gato. Buscó unos bizcochitos para dárselos y luego se quedó recostado contra la pared de la casa, bajo el sol mañanero, mirándolos. Arrojó en la parte trasera del auto los últimos elementos que llevaba, agradeciendo haber puesto ya las escopetas y el equipo de caza antes de que el labrador los hubiera visto. Después se acercó a los tres, palmeándoles la cabeza a cada uno.
—Sean buenos —les dijo—. La señora Oakes llegará pronto. Adiós, Luath —le dijo al labrador—. Ojalá pudiera llevarte conmigo; pero no hay lugar para tres en la canoa.
Puso una mano debajo del suave hocico del perro. Sus ojos pardo-dorados lo miraron fijamente. Entonces el perro hizo algo inesperado: levantó la pata derecha y la puso en la mano del hombre. Longridge se lo había visto hacer muchas veces y sintióse curiosamente emocionado y afectado por esa confianza que le estaba mostrando. En el fondo, casi no deseaba tener que partir inmediatamente después de haberle expresado el perro su primer gesto de comprensión.
Consultó su reloj y se dio cuenta de que ya era tarde. No se preocupaba por dejar solos a los animales afuera, pues jamás habían hecho el menor intento de ir más allá del enorme jardín y los campos adyacentes. Y podían regresar al interior de la casa cuando quisieran pues la puerta de la cocina era de ésas que se cierran lentamente con un resorte. Lo único que tenía que hacer era correr el cerrojo del lado de adentro mientras la puerta estaba abierta, con lo cual no se cerraba del todo y de esa manera se podía abrir desde afuera. Los animalitos parecían estar muy contentos, también: el gato se estaba lavando metódicamente detrás de las orejas; el perro viejo estaba sentado sobre sus ancas, jadeando, después de la carrera, con su larga y rosada lengua asomada por su boca sonriente, y el labrador yacía tranquilamente al lado de él.
Longridge encendió el motor y los saludó a través de la ventanilla mientras bajaba lentamente por el camino. En realidad, se sintió un poco tonto por hacer eso. «¿Qué es lo que espero de ellos, a cambio? —se preguntó—. ¿Que me devuelvan el saludo? ¿O que me digan ‘Adiós’? El caso es que he vivido mucho tiempo con ellos y les he tomado cariño.»
El auto dobló por el recodo al final del largo camino bordeado de árboles y los animales oyeron cómo el ruido del motor se perdía a lo lejos. El gato pasó su atención a la pata trasera; el perro viejo dejó de jadear y se acostó; el perro joven permaneció estirado: sólo se le movían los ojos y, de tanto en tanto, retorcía la nariz.
Pasaron veinte minutos y ninguno hizo el menor movimiento. De pronto el perro joven se levantó, se estiró y quedóse mirando fijo el camino. Permaneció así varios minutos mientras el gato lo observaba atentamente, con una pata aún señalando hacia arriba. Después, poco a poco, el labrador empezó a bajar por el camino y se detuvo en la curva, mirando hacia atrás, como si estuviera invitando a los otros a que fueran con él. El perro viejo también se levantó, si bien un poco rígido, y lo siguió. Dieron vuelta la esquina, lejos del alcance de la vista.
El gato permaneció inmóvil un minuto. Sus azules ojos brillaron a través de su máscara negra. Después, tras una vacilante y curiosa carrera, salió en persecución de los otros dos. Cuando dio vuelta la esquina los perros lo estaban esperando junto a la tranquera. El más viejo miraba nostálgicamente hacia atrás, como si esperara ver a su amiga, la señora Oakes, aparecer con un sabroso hueso. Pero cuando el labrador empezó a subir el camino, lo siguió. El gato se quedó junto a la tranquera, con una pata levantada delicadamente en el aire, indeciso, inquisidor y vacilante. De pronto tomó una súbita decisión y siguió a los perros. Al instante los tres desaparecieron de la vista. Bajaban el polvoriento camino, trotando animadamente y con un propósito definido.
Una hora después la señora Oakes subía el camino de la casa, con una bolsa tejida donde llevaba sus zapatos para trabajar y un delantal y un paquetito de bizcochitos para los animales. Su rostro plácido y amable lucía un aspecto un tanto decepcionado porque, por lo general, los perros solían espiarla mucho antes de que llegara a la casa y corrían a saludarla.
«Espero que el señor Longridge los haya dejado encerrados si pensaba salir temprano», se dijo para consolarse. Pero cuando abrió la puerta de la cocina y entró, todo parecía muy silencioso y tranquilo. Se paró al pie de la escalera y los llamó, pero no oyó ningún ruido de patas que corrían. Sólo el monótono tic-tac del viejo reloj en el pasillo. Recorrió la silenciosa casa y salió al jardín del frente, donde se quedó llamándolos, con un ceño de perplejidad.
«Está bien… —dijo en voz alta, al vacío y soleado jardín—. Quizá se fueron hasta la escuela… Aunque me resulta bastante curioso —agregó, sentándose unos minutos en la silla de la cocina para atarse los cordones de los zapatos— que el minino no esté aquí… por lo general se suele sentar en el alféizar de la ventana a esta hora. Y bueno… tal vez salió a cazar… Nunca he conocido un gato así para la caza… de cualquier manera no me parece natural».
Lavó los platos y los puso un lado. Después llevó los artículos de limpieza a la sala. Sus ojos captaron algo que brillaba en el piso, junto al escritorio, y encontró el pisapapeles de vidrio y los restos de la nota que había quedado en el escritorio. La leyó hasta donde decía: Me llevaré a los perros (ya Tao también, por supuesto)… después buscó lo que faltaba. «¡Qué raro! —pensó—. ¿Adónde los habrá llevado? Seguramente el gato debió derribar anoche el pisapapeles. El resto de la nota ha de estar en algún lugar de por aquí».
Revisó la habitación, pero sólo cuando estaba vaciando un cenicero en la chimenea vio el papel retorcido y chamuscado en el hogar. Se agachó y lo recogió con mucho cuidado pues, evidentemente, era muy frágil y quebradizo. Con todo, la mayor parte de papel se deshizo y ella se quedó con un pedazo que llevaba las iniciales J.R.L.
«Pero —le dijo a la chimenea—, ¿no es todo esto de lo más raro?». Y mientras frotaba con todas sus fuerzas unas manchas negras en los azulejos, agregó: «Seguramente se los ha llevado al lago Heron con él. ¿Pero por qué haría de pronto eso, después de los arreglos que hicimos? No me dijo una sola palabra de eso por teléfono… Aunque ¡un momento! Ahora me acuerdo que estaba por decirme algo cuando la línea quedó muerta. Quizá era eso lo que me quería decir».
Mientras le sorprendía la idea de que el señor Longridge se hubiera llevado los animales para sus vacaciones, no la asombró que un gato pudiera ir tan lejos pues sabía que al animalito le gustaba viajar en auto y siempre iba con los perros cada vez que el señor Longridge los llevaba a alguna parte o salía a caminar con ellos por el campo. Como muchos gatos siameses, era obediente y estaba entrenado para caminar como la mayoría de los perros y hasta volvía cuando oía un silbido.
Barrió y limpió todo mientras hablaba con los objetos como si fueran personas. Después cerró la casa con llave y regresó a la suya. De haber sabido la verdad, toda su alma se hubiera estremecido de horror. Lejos de estar sentados tranquilamente en el fondo del auto, viajando al norte con John Longridge, tal cual ella se lo imaginaba, los animales se hallaban en ese momento a muchas millas de distancia, en un desierto camino de la comarca que corría hacia el oeste.
Los tres marcharon durante aproximadamente una hora a un ritmo bastante parejo, que no cambiaría durante varias millas o días. El labrador corría siempre a la izquierda del perro viejo pues el terrier estaba casi medio ciego del ojo izquierdo. Ambos corrían bastante a la par: el bull terrier con su antiguo paso oscilante, como el de un marinero, y el labrador con su medio galope lento. A unas diez yardas detrás iba el gato, que a veces se distraía un poco cuando se detenía un rato y luego volvía a alcanzarlos. Pero, entre esas paradas, corría de manera rápida y constante, con su delgado cuerpo y la cola muy cerca del suelo.
Cuando resultó evidente que el perro viejo aflojaba, el labrador se salió del pacífico camino de grava y se internó a la sombra de un pinar en un claro, junto a un rumoroso arroyo. El perro viejo bebió con avidez, con el pecho encima del agua fría; el gato se dirigió suavemente hasta el borde de una roca que sobresalía. Después descansaron en la profunda capa de agujas de pino bajo los árboles. El terrier, jadeando intensamente con los ojos medio cerrados, y el gato ocupado con su eterno lavado. Permanecieron ahí casi una hora hasta que el sol tocó las ramas encima de ellos. Después el perro joven se levantó, se estiró y se dirigió al camino. El viejo hizo lo mismo, con las patas duras y la cabeza baja y fue hasta donde estaba el labrador, que lo aguardaba, cojeando ligeramente y moviéndole la cola al gato, el cual, de pronto, se puso a bailar en un charco de luz formado por el sol, recogió una hoja que marchaba a la deriva y luego corrió en línea recta hacia los perros, desviándose a último momento para volver a sentarse súbitamente.
Trotaron a un ritmo parejo toda esa tarde; la mayor parte del tiempo viajaron por el borde cubierto de hierbas al costado de ese pacífico camino rural. A veces lo hicieron por una zanja que corría al costado, si el sensible oído del perro joven les advertía que se acercaba un auto.
Cuando el sol de la tarde arrojaba largas sombras en el camino, el gato seguía andando con suaves y rápidos saltos y el perro joven sentíase relativamente fresco. Pero el viejo estaba muy cansado y su marcha disminuyó hasta convertirse en cojera. Salieron del camino para meterse en un matorral del costado y marcharon lentamente por un claro en los árboles hasta que, al final, debieron abrirse camino entre el enmarañado follaje del monte. Salieron a un pequeño espado abierto donde estaba derribado un gigantesco abeto, que había dejado un pozo donde estuvieran sus raíces, ahora lleno de hojas secas y agujas de abeto.
Los últimos rayos del sol vespertino se filtraban por las ramas encima de ellos y parecía invitarlos a acomodarse y protegerse. El perro viejo se detuvo un minuto, bajando su pesada cabeza y temblándole su cansado cuerpo. Después se acostó de lado en el pozo. El gato, tras observar la situación un momento, hizo un pocito en las agujas de abeto y se enroscó, ronroneando en voz baja. El perro joven desapareció en la maleza y volvió a aparecer al rato, chorreando agua, para acostarse a poca distancia de los otros dos.
Durante un rato largo el perro viejo siguió jadeando, agotado. Una de las patas traseras le temblaba dolorosamente pero, al final, cerró los ojos. Le costaba respirar y cada vez su respiración resultaba más espaciada. Dormía tranquilo, salvo por algunos estremecimientos de tanto en tanto.
Más tarde, cuando cayó la noche, el perro joven se le acercó y se estiró junto a él y el gato se colocó entre sus patas. Y así, caliente y confortado por la vecindad de los otros dos, el viejo dormía, inconsciente de sus dolores, de su cuerpo cansado o de su hambre.
En las colinas cercanas un lobo de los bosques aulló lúgubremente; los búhos se llamaban y se respondían y se deslizaban en silencio con sus anchas alas desplegadas. Durante toda la noche se oyeron ruidos de algo que se movía. En un momento, algo semejante al berrido de una criatura despertó al perro viejo, haciéndolo ponerse en cuatro patas, tiritando y gimiendo. Pero se trataba sólo de un puercoespín, que se arrastraba torpemente por el tronco de un árbol vecino hasta que desapareció, sin dejar de llorar en voz baja. Cuando volvió a acostarse, el gato se había ido: otro pequeño cazador nocturno que se había escabullido entre las sombras inquietantes, como fantasmas helados a su paso.
El perro joven dormía en medio de espasmódicos sobresaltos. Se le torcían los músculos y constantemente levantaba la cabeza, emitiendo suaves gruñidos. En una oportunidad se puso en cuatro patas, dando un fuerte rugido que se esparció a lo lejos. Luego el silencio. ¿Quién sabe qué cosa desconocida, invisible e inaudita pasó por su mente, perturbándolo aún más? Sólo algo resultaba claro y seguro: que, a cualquier costo regresaba a su casa, al hogar de su amado amo. Su instinto le decía que su hogar quedaba en el oeste. Pero no podía abandonar a los otros dos. Por lo tanto, debía llevárselos consigo y realizar juntos el viaje, a cualquier precio.