Este viaje tuvo lugar en una parte de Canadá que se encuentra en la zona prooccidental de la vasta provincia de Ontario, un área densamente boscosa, con infinitas cadenas de solitarios lagos y rápidos ríos. Miles de millas de caminos rurales, de ásperas sendas arboladas, de huellas cubiertas de hierbas que conducen a minas abandonadas y senderos que no figuran en los mapas y que corren como serpientes a lo largo y a lo ancho. Es una zona de extensas y solitarias granjas, de algunos villorrios y aldeas ampliamente diseminados, de solitarias cabañas donde viven cazadores de pieles y campamentos de explotación forestal. La mayoría de su industria proviene de las grandes compañías de pulpa y papel que trabajan sus concesiones madereras en lo profundo del corazón de los bosques; y de las minas, por su riqueza en minerales. Los buscadores de minas trabajan ahí; son cazadores de pieles e indios. Y a veces los monteros, que se internan por los lagos vírgenes en sus pequeños hidroaviones. Hay pioneros con visiones que van más allá del límite de la vida humana. Y los que han dejado para siempre el bullicio de la civilización, para hundir su identidad en la incuestionable aceptación de la soledad. Pero todos estos seres humanos juntos son como un puñado de arena en las playas de los océanos y, en su mayor parte, reinan el silencio y la soledad en un ininterrumpido modo de vida para los animales salvajes que abundan por ahí: alces y venados, osos pardos y negros; linces y zorros; castores y ratas almizcleras, martas y visones. Ahí vive el pato salvaje y el ganso canadiense, pues esa zona se encuentra en el centro de su vuelo migratorio. Los lagos y ríos claros, bordeados por árboles, están colmados de truchas veteadas o con los colores del arco iris, sollos, lucios y esturiones blancos.
Casi la mitad del año la comarca está cubierta de nieve y durante semanas, durante un tiempo, la temperatura puede estar debajo de cero. No se produce un lento crecimiento en la primavera sino un súbito y breve estallido del verano cuando todo se desarrolla con un abandono salvaje. Y de pronto, he ahí otra vez el otoño. Para muchos que viven ahí, el otoño es la parda coronación del año, con días soleados y claros y el vigorizante aire de las tierras norteñas, con un diáfano cielo azul y hojas a la deriva y, hasta donde alcanza la vista, el infinito panorama del rico, glorioso y flamígero color de los árboles al cambiar de aspecto.
Por esa región pasaron los tres viajeros. Era otoño, durante los días del veranillo de San Martín, que por allá llaman «el verano indio».
John Longridge vivía a varias millas de uno de los pueblitos, en una vieja casa de piedra que había pertenecido a su familia durante generaciones. Era un hombre alto, austero y agradable, de unos cuarenta años, soltero y escritor profesional, autor de varias biografías históricas. Gran parte de su tiempo la invertía en viajar y recoger material para sus libros, pero siempre retornaba a la vieja y cómoda casa de piedra para escribir. Durante esos períodos de creación le encantaba la casa y por muchos años disfrutó de un arreglo ideal para sus necesidades domésticas con un matrimonio de edad mediana, la señora Oakes y su marido Bert, que vivían en una modesta casita a media milla de distancia. La mujer iba todos los días para ocuparse de la casa y preparar las comidas principales. Bert se encargaba del horno, del jardín y de todas las changas. Realizaban todo ello sin molestar al señor Longridge y entre los tres existía un perfecto acuerdo.
En la víspera del viaje increíble, a fines de septiembre, Longridge se hallaba sentado junto a un fuego chisporroteante, en su cómoda biblioteca. Las cortinas estaban corridas y la luz de las llamas jugaba en los anaqueles y bailaba en el cielo raso. La otra única luz del cuarto provenía de una pequeña lámpara con pantalla en una mesa junto a su poltrona. Era una habitación muy apacible y el único ruido que se oía era el ocasional crepitar de los leños o el de las páginas del diario cuando las daba vuelta, algo que hacía con dificultad pues un esbelto gato siamés del color del trigo se hallaba enroscado en sus rodillas, con sus garras delanteras color chocolate curvadas hacia adentro, una sobre otra, y sus ojos como zafiros pestañeaban, de tanto en tanto, mientras contemplaba el fuego.
En el piso, con su cabeza huesuda y cubierta de cicatrices, descansaba, sobre uno de los pies del hombre, un viejo bull terrier inglés. Tenía muy juntos sus ojos sesgados y almendrados, profundamente hundidos dentro de sus bordes rosados. Una de sus grandes orejas triangulares captaba la luz de la chimenea, lo que le daba a su interior un delicado tono rosado, de modo que parecía casi transparente. Cualquiera que no estuviera acostumbrado a los rasgos bastante extraños de la belleza del bull terrier lo hubiera tomado por un perro de una fealdad rara, por no decir directa, con el desnudo arco hacia abajo de su perfil, su pecho hundido, su cuerpo rechoncho y una cola finita como un látigo. Pero el verdadero amante de una antigua y honorable raza habría reconocido la sangre y los huesos de este cuerpo envejecido y castigado por los años. Habría reconocido que, en su juventud, había sido un magnífico ejemplar de músculos compactos y sinuosos, criado para luchar y durar. Y lo habría amado por esa curiosa mezcla de luchador feroz e inflexible aunque ahora estuviera destinado a ser un animalito doméstico y dócil y, sobre todo, por el aire de alegre socarronería que brillaba en sus ojos sesgados.
Se retorcía y suspiraba a menudo, como suelen hacerlo los perros viejos y, por una vez, su raída cola, con un parche en la última coyuntura, estaba quieta.
Junto a la puerta yacía otro perro, con el hocico sobre las patas. Tenía abiertos sus ojos pardos, en actitud de vigilia, contrastando con la sensación de paz que irradiaba de los otros ocupantes del cuarto. Era éste un gran perro perdiguero, un labrador, de un rojo dorado, joven y con toda la herencia de sus robustos y laboriosos antepasados que se notaba en su noble, ancha y maciza cabeza y en su boca hundida, roma y suave. Levantó la cabeza cuando Longridge se levantó de la poltrona, colocando al gato en el suelo, con una palmadita de disculpa y, con mucho cuidado sacó el pie de abajo de la cabeza del perro viejo antes de cruzar la habitación para correr una de las espesas cortinas y mirar hacia afuera.
Una enorme luz anaranjada se elevaba justo encima de los árboles en el extremo del jardín y una rama de un viejo árbol de lilas golpeaba suavemente, agitada por la brisa, el vidrio de la ventana. Afuera había suficiente luz como para ver el jardín en sus detalles y observar cómo las hojas habían marchado otra vez a la deriva por el césped, pese a que hacía poco, esa misma tarde, las habían rastrillado y sólo quedaban unas valientes reinas Margaritas para darle color a los arriates.
Se dio vuelta y cruzó la habitación, haciendo temblar otra luz, y abrió una alacena estrecha que se hallaba a mitad de la pared. En su interior había varias escopetas en sus soportes y las miró pensativamente, pasando cariñosamente los dedos a lo largo de sus suaves y granulosas culatas, pulidas al contacto de sus manos, y por último levantó una escopeta de doble caño, hermosamente tallada. La dobló en dos para mirar los resplandecientes caños. Y, como ante una señal, el perro joven se sentó en silencio en las sombras, con las orejas erguidas, interesado. El arma recuperó su posición original, haciendo un ruidito que demostraba que estaba bien aceitada, y el perro gimió. El hombre volvió a colocarla en su lugar, en actitud contrita y el perro volvió a tenderse, con la cabeza hacia otro lado y una mirada desdichada.
Longridge se dirigió hacia el perro en un intento por borrar su gesto irreflexivo, pero cuando se agachó para palmearlo sonó de pronto el teléfono con tanta estridencia en medio de esa calma que el gato, indignado, salió de un salto de la poltrona y el bull terrier se puso torpemente de pie.
Longridge levantó el tubo y al instante oyó la voz jadeante de la señora Oakes, acompañada por una nota aguda y quejumbrosa que llegaba desde lejos.
—Hable más alto, señora… apenas puedo oírla.
—También yo apenas puedo oírlo —le respondió esa lejana voz, casi sin aliento—. ¿Así está mejor? Ahora le estoy gritando. ¿A qué hora parte usted por la mañana, señor? ¿Cómo dice? ¿No puede hablar más fuerte?
—A eso de las siete. Tengo que llegar al lago Heron antes de la caída de la noche —le gritó, notando, divertido, la escandalizada expresión del gato—. Pero no es necesario que usted venga a esa hora, señora.
—¿Cómo dijo? ¿A las siete? ¿Le sería lo mismo que fuera a eso de las nueve? Mi sobrina llega en el primer ómnibus y me gustaría encontrarme con ella. Pero no quiero dejar solos a los perros demasiado tiempo…
—Por supuesto que debe encontrarse con ella —le respondió. Ahora estaba gritando, realmente, a medida que aumentaban los zumbidos—. Los perros van a estar bien. Lo primero que haré por la mañana será sacarlos y…
—¡Gracias, señor Longridge! Estaré ahí a eso de las nueve, sin falta. ¿Qué dijo de los animales? (¡Oh, esta maldita línea!) No se preocupe por ellos. Bert y yo nos ocuparemos… dígale al viejo Bodger… que le llevamos un buen hueso… con mucho tuétano. ¡Ah, espere hasta que le diga a ese operador lo que pienso de…!
Pero justo cuando Longridge recogía fuerzas para tomar más aliento la línea quedó muerta. Volvió a colgar el tubo con alivio y miró al perro viejo, que se había trepado clandestinamente a la poltrona y se había acomodado contra los almohadones, con los ojos medio cerrados, esperando la reprimenda. Longridge lo trató de pillo oportunista, de bárbaro sibarita y de ser una vergüenza para su raza y antepasados.
—¡Y —agregó, haciendo una pausa para darle mayor énfasis a sus palabras— un perro muy, muy… malo!
Ante estas dos últimas terribles palabras, el terrier aplastó las orejas contra la cabeza y hundió sus ojos sesgados hasta que casi desaparecieron. Después encogió los labios por encima de los dientes en una sonrisa de disculpa, agitando el extremo de su cola maltrecha. Esa parodia de dolor produjo la acostumbrada suspensión de lo que su amo solía hacer: el hombre se rió y le palmeó su huesuda cabeza. Luego lo tentó a que bajara con la promesa de un paseo.
De modo que el perro, que era un innato payaso, se deslizó del sillón y se paró, sobre sus cuartos traseros en los almohadones, moviendo la cola y rozando al gato, que estaba sentado como una estatua egipcia, con los ojos medio cerrados y la cabeza erguida. Después emitió un gruñido y le dio un golpecito a la nariz del bull terrier, rosada y negra.
Luego siguieron al hombre hasta la puerta, donde el perrito esperó para unirse a la procesión. Longridge abrió la puerta que daba al jardín. Los dos perros y el gato pasaron entre sus piernas y salieron al fresco aire nocturno. El hombre se paró bajo el pórtico enrejado, fumando tranquilamente su pipa, y los miró un rato largo. Su rutina nocturna no variaba nunca: primero unos minutos para una investigación local por separado; después todos volvían a encontrarse y hacían una pausa antes de pasar por la brecha en el cerco, al pie del jardín, a internarse por los campos y los bosques de más allá. Siguió mirando hasta que desaparecieron en la oscuridad (la figura blanca del bull terrier, detrás de Longridge, no podía distinguir a las otras dos); después golpeó su pipa contra el escalón de piedra y volvió a entrar en la casa. Pasó algo más de media hora hasta que regresaron.
Longridge y su hermano tenían una pequeña cabaña en las orillas del remoto lago Heron y, dos veces por año, pasaban juntos dos o tres semanas llevando la vida que a ellos les encantaba: muchas horas en medio de un silencio amistoso en su canoa, pescando en primavera y cazando en otoño. Por lo general, cuando él se iba de su casa se limitaba a cerrar con llave y a dejarle la misma a la señora Oakes para que pudiera entrar un par de veces por semana a fin de mantener caliente y aireado el ambiente. Sin embargo, ahora debía pensar en los animales. En un principio pensó dejarlos en una guardería de la ciudad, pero la señora Oakes, que le tenía cariño a ese trío, protestó enérgicamente y le aseguró que se ocuparía personalmente de ellos «antes de ver a esos pobres animalitos en una perrera y tal vez muriéndose de hambre, por añadidura». De modo que quedó establecido que ella y Bert cuidarían a los tres. De cualquier manera, Bert debería trabajar en el jardín, de modo que los animalitos quedarían al aire libre la mayor parte del tiempo. Y la señora Oakes los alimentaría y vigilaría mientras realizaba sus tareas en la casa.
Cuando terminó de empacar, Longridge se dirigió a la biblioteca para correr las cortinas y, al ver el teléfono, se acordó de la señora Oakes. Había olvidado pedirle que encargara café y otras cosas que había sacado de la alacena. Se sentó ante su escritorio y escribió unas líneas en un pequeño anotador.
Estimada señora Oakes —consignó en el papel—, por favor encargue café y reponga la comida envasada que saqué. Me llevaré a los perros (y a Tao también, por supuesto)… —Aquí llegó al final de la hojita del anotador; tomó otra y prosiguió—:… a dar un paseo antes de irme y les daré algo de comer, de modo que no permita que nuestro codicioso amigo blanco le diga que se está muriendo de hambre. No se preocupen usted y su marido demasiado por ellos… Ya sé que lo van a pasar muy bien.
Escribió sonriendo las últimas palabras pues el bull terrier tenía sojuzgada por completo a la señora Oakes y explotaba esa ventaja al máximo. Dejó esas páginas en el escritorio, debajo de un pisapapeles de vidrio. Después abrió la puerta al oír un ligero rasguño. El perro viejo y el gato entraron de un salto para saludarlo con su afecto habitual, trayendo con ellos el fresco olor de afuera. El perro joven los siguió, más tranquilo, y se paró, aparte, mientras el otro movía la cola como un látigo contra las piernas del hombre y el gato se le apretujaba ronroneando profundamente. Pero cuando su amo lo palmó, también movió la cola, de un modo breve y cortés.
El gato caminó por la biblioteca y fue a acurrucarse junto al calor de la chimenea. Después, cuando las cenizas se enfriaron, se trasladó a la parte superior del radiador. A mitad de la noche se iría arriba, para enroscarse junto al perro viejo. Era inútil cerrar la puerta del dormitorio, o cualquier otra de la casa; las abriría a todas, ya tuvieran cerrojos o picaportes. Las únicas que lo derrotaban eran las que tenían manijas de porcelana pues le resultaba imposible luchar con la brillante superficie con sus garras largas como las de un mono.
El perro joven se había ido hasta su alfombra en el piso de la cocinita de atrás, y el bull terrier trepó las empinadas escaleras y ya se hallaba enroscado en su canasta del dormitorio cuando Longridge se fue a acostar. Abrió uno de sus ojos brillantes y sesgados al sentir la vieja manta que lo cubría. Después metió la cabeza debajo esperando la oportunidad que sabía vendría más tarde.
El hombre permaneció despierto un rato, pensando en los días que le esperaban y en los animales, pues la mirada penosa que veía en los ojos del perro joven lo hechizaba.
Ese extraño y encantador trío le había llegado unos ocho meses atrás, de la casa de un antiguo y querido amigo de la Universidad. Este amigo, Jim Hunter, era un profesor inglés en una pequeña universidad, situada a doscientas cincuenta millas de distancia. Como ese instituto poseía una de las mejores bibliotecas para consultar, Longridge permanecía a menudo con él. En realidad, era el padrino de la hija de Hunter, Elizabeth, que tenía nueve años. Se encontraba con ellos el día que le llegó al profesor una invitación de una universidad inglesa, solicitándole una serie de conferencias que lo obligarían a permanecer casi nueve meses en Inglaterra y había sido testigo de las lágrimas de su ahijada y del apesadumbrado silencio de su hermano Peter cuando se decidió que los animalitos debían ir a un lugar donde los alimentaran y cuidaran. La casa en que vivían se alquilaría al nuevo profesor.
Longridge le tenía mucho cariño a Elizabeth y Peter y comprendió lo que sentían. Se acordó de cuánto significó para él la compañía de un cocker spaniel cuando no era más que un niño solitario y cuánto lamentó la primera vez que tuvo que separarse de él. Elizabeth era la dueña —designada por ella misma— del gato. Lo alimentaba y cepillaba, lo sacaba a dar un paseo y el animalito dormía al pie de su cama. Peter, de once años, era inseparable del bull terrier desde la vez que aquel cachorrito blanco llegó para el primer cumpleaños del niño. La criatura no recordaba un solo día de su vida que no lo hubiera pasado con él. El perro joven pertenecía, en todo el sentido de la palabra, de corazón y alma, al padre, quien lo había adiestrado desde chiquito para la caza.
Ahora debían enfrentar la separación y, en el pasmoso silencio que siguió a la decisión, Longridge vio cómo la cara de Elizabeth se contorsionaba en un preludio de lágrimas. Después escuchó una voz que, para gran asombro de su parte, reconoció como suya, diciendo a todo el mundo que no se preocupara por nada… ¡que él se haría cargo de todo! ¿Acaso él y los animales no se conocían bastante? ¿Y acaso no tenía él suficiente lugar y un gran jardín? ¿Acaso no contaba con la señora Oakes? La mujer estaría encantada con tenerlos. Todo resultaría de una maravillosa sencillez. Antes de que la familia partiera de viaje, se llevaría a los perros y el gato en el auto, se ocuparía de ver dónde dormirían, anotaría una lista de instrucciones y, personalmente, los mimaría hasta que volvieran los viajeros.
De modo que un día la familia Hunter partió y los animalitos quedaron con Longridge, con abundantes lágrimas de despedida de parte de Elizabeth e instrucciones finales de Peter.
Durante los primeros días Longridge casi lamentó su espontáneo ofrecimiento: el terrier languidecía en su canasta, con su larga y arqueada nariz sepultada bajo el confort de sus patas y una mirada de desesperación y martirio afloraba constantemente en él a cada movimiento que hacía. Y el gato por poco lo saca de sus casillas con sus incesantes gemidos como balidos de carnero y sus aullidos de siamés sufriente. El perro joven se había instalado junto a su puerta, con expresión de abatimiento, y se negaba a comer. Pero, transcurridos unos días, ganados quizás por la simpática simpleza de la señora Oakes y sus tentadoras ofertas de comida, pareció que renunciaban a su terquedad y el gato y el perro viejo se instalaron en su nueva casa, muy cómodos y felices, demostrándole una gran cuota de afecto a ese nuevo amo adoptivo.
Con todo, resultaba evidente que el perro viejo extrañaba a los niños. Al principio, Longridge se preguntaba adonde desaparecía algunas tardes. Al final descubrió que el terrier se iba a un patio de una pequeña escuela rural, donde se había convertido en el favorito de los niños, calculando el tiempo de los recreos. Como sabía que el camino le estaba prohibido, a causa de su mala vista y su costumbre de caminar impasiblemente por el medio, encontró un atajo por los campos.
Pero el perro joven era muy distinto. Evidentemente, añoraba su hogar y su amo. Aunque comía bien y el pelo se le había puesto lustroso por su buena salud, mantenía siempre una distancia digna e inflexible. Longridge lo respetaba por esto pero le preocupaba el hecho de que, al parecer, el perro nunca descansaba y siempre daba la impresión de estar escuchando… anhelando y esperando a alguien más allá de las paredes de la casa o de los campos que la rodeaban. En beneficio de los perros se alegraba de que los Hunter regresaran a las tres semanas, aunque sabía que echaría de menos a su familia adoptiva. Lo habían divertido y entretenido más de lo que hubiera creído, durante meses, y esa noche comprendió que la separación sería un verdadero dolor. No quería pensar en esa casa, demasiado tranquila, que volvería a ser la suya.
Al final se durmió y, mientras soñaba, una curiosa luna asomó por la ventana, arrojando unos rayos de pálida luz en las habitaciones y sobre cada uno de sus durmientes y despertaron al gato, que estaba abajo, el cual se estiró y bostezó. Después dio un salto sin ningún esfuerzo visible hacia el alféizar de la ventana, con los ojos brillantes y ligeramente bizcos, abiertos y enormes. Sólo se le movía la punta de la cola mientras permanecía sentado inmóvil, mirando el jardín. Al rato se dio vuelta y de un solo y gracioso salto cruzó hasta el escritorio. Pero, por una vez, no tuvo suficiente cuidado y con la pata trasera derribó al suelo el pisapapeles de vidrio. Se sacudió vigorosamente la pata que había causado el estropicio, desparramando las páginas de la nota de Longridge. Una salió volando, fue captada por una corriente de aire caliente y cruzó la habitación para aterrizar en la chimenea, donde se curvó y tostó lentamente hasta que no quedó nada de lo escrito salvo apenas una firma casi ilegible al pie.
Cuando los pálidos dedos de la luna alcanzaron al perro joven en la cocina de atrás, el animalito se agitó en su incómodo sueño. Luego se enderezó, con las orejas erguidas, escuchando un sonido que nunca le llegó: el penetrante silbido de su amo desde algún lugar remoto de la tierra, si sus oídos hubiesen podido oírlo.
Por último, la luna espió en el dormitorio de arriba, donde yacía el hombre, durmiendo de costado, en su inmensa cama de cuatro columnas. Y, acurrucado contra su espalda, el viejo y amoroso terrier blanco, que dormía en medio de un placer lleno de felicidad y calor.