3
Leslie se preguntó por qué se sentía tan mal. No podía ser por culpa del whisky. ¿O sí? No le quedaba nada más por vomitar después de lo que había echado durante la noche. Tal vez era porque había dormido demasiado poco, dos horas, como mucho. Y había leído demasiadas cosas que la habían abrumado. La situación no se le antojaba más clara; bien al contrario, parecía perderse todavía más en una nebulosa.
¿Qué había sido de Brian Somerville? ¿Y quién era esa tal Semira Newton?
Salió del dormitorio y reparó en que poco a poco empezaba a amanecer; entre los oscuros nubarrones y el mar se divisaba una luminosa franja roja. Estaba saliendo el sol, pero Leslie dudaba si llegaría a verlo en todo el día. Todo apuntaba a que volvería a ser otro gris día de otoño.
Entró en el salón y le sorprendió encontrar a Dave, ya vestido, que acababa de descolgar el teléfono. Él se sobresaltó al verla y lo colgó de inmediato. Al parecer no había querido que lo sorprendieran llamando.
—Ya te has levantado —constató él.
—Tú también —replicó Leslie.
—No he dormido nada bien —dijo Dave—, no hacía más que darle vueltas…
No llegó a decir qué era lo que tanto lo había atribulado, pero a Leslie no le pareció nada difícil adivinarlo.
—No tienes ni idea de lo que hacer con tu vida —dijo ella.
Él sonrió sin ganas.
—Dicho así parece un eufemismo. Más bien me siento como si estuviera en un callejón sin salida y no sé si debo intentar seguir adelante o retroceder. Me he perdido, me he perdido por completo.
Leslie señaló el teléfono.
—¿Ibas a llamar a Gwen?
—No. Quería llamar a una amiga pero… tampoco es tan importante.
—Ah.
Dave la miró con aire pensativo.
—Pareces cansada, Leslie. Creo que tú tampoco debes de haber dormido muy bien.
—Demasiado poco, en cualquier caso.
Leslie no quería contarle nada acerca de lo que su abuela había escrito ni sobre las horas que había pasado leyendo.
Intentó dejar de pensar en Brian Somerville y en Semira Newton, fuera quien fuese, y concentrarse solamente en Dave.
—¿Por qué dudaba la policía de tu declaración con respecto al sábado? —preguntó.
La borrachera y el malestar de la noche anterior no le habían permitido ahondar en aquella cuestión, pero más tarde, ya tendida en la cama, esa pregunta le había rondado la cabeza una y otra vez. Dave había hablado de unas «incongruencias» y a continuación se había apresurado a cambiar de tema.
Por el lenguaje gestual de él, Leslie vio con claridad que este estaba considerando rápidamente hasta qué punto debía contárselo, hasta que al fin decidió compartir con ella, con tanta resignación como alivio, lo que había tenido que explicar a la inspectora Almond.
—Una vecina me vio salir de nuevo el sábado por la noche —dijo Dave—. Después de que yo hubiera dicho que me había quedado en casa el resto de la noche. Y decidió contárselo a la policía.
—¿Y es cierto? ¿Volviste a salir de casa?
—Sí.
Leslie lo miró, sorprendida.
—Pero ¿por qué? Y ¿adónde?
Dave percibió recelo y miedo en la mirada de ella, por lo que alzó las manos para tranquilizarla.
—No he matado a tu abuela, Leslie, de verdad, créeme de una vez. Pero sí volví a salir, es solo que no me apetecía contarlo.
Leslie supuso lo que estaba a punto de confesarle.
—¿Estuviste con otra mujer?
Dave había estado todo el rato de pie en medio de la habitación, pero en ese momento lo único que pudo hacer fue dejarse caer pesadamente sobre uno de los sillones y extender las dos piernas mientras se preparaba para una capitulación en toda regla.
—Sí.
—¿Toda la noche?
—Sí.
—Dave…
—Lo sé. Soy un monstruo; lo que he hecho es inaceptable, he mentido a Gwen y la he engañado… ¡Lo sé!
—¿Quién es esa mujer?
—Karen. Una estudiante. Estuvimos saliendo juntos bastante tiempo. Rompí con ella por Gwen.
—Por lo que parece, no rompiste con ella del todo.
—Sí, de hecho sí. Pero he vuelto a caer en la tentación una y otra vez. Ella no quería perderme y siempre me lo ponía muy fácil… Pero claro, las cosas no deberían haber ido por ese camino.
Leslie se le acercó un poco.
—Dave, tienes un idilio con tu ex novia. Y anoche querías acostarte conmigo. Y…
—Lo siento —la interrumpió él—. Siento mucho si te he…
—No me has hecho daño, Dave. —Esa vez fue ella quien lo interrumpió a él—. De momento es posible que seas capaz de hacer feliz a cualquier mujer de Scarborough que te guste medianamente y no tenga ningún inconveniente al respecto. No me tomo como algo personal el hecho de haber sido una más.
Él la miró con calidez, o eso le pareció a ella.
—No habrías sido una más, Leslie. Tú no eres una más.
—Soy una parte de tu caótica y confusa situación vital, Dave. Igual que esa Karen. Igual que Gwen. Estás inmerso en una crisis y actúas por impulsos, sin orden ni concierto, con la angustiosa esperanza de que se te abra algún camino. Te has dado cuenta de que tu manera de tomarte la vida no va a ninguna parte, o que al parecer fue un error no haber tenido jamás una idea clara al respecto. Uno percibe esas cosas cuando se acerca a los cuarenta. Y luego suele reaccionar presa del pánico.
Dave esbozó una tenue sonrisa.
—¿Igual que tú?
—Yo no soy sospechosa de haber cometido un asesinato. Ni estoy engañando a nadie. Los ataques de pánico los supero sola.
—Acompañados de una buena cantidad de whisky.
—Las consecuencias del whisky también las sufro yo sola.
Dave se levantó, estaba más tenso que antes.
—¿Qué pretendes, Leslie? Todo esto no solo me lo dices porque no tengas nada mejor que hacer. ¿Adónde quieres llegar?
Ella respiró profundamente.
—Conozco a Gwen desde hace una eternidad. Mi abuela y su padre fueron amigos durante toda la vida. He pasado mucho tiempo en la granja de los Beckett. Eso no significa que seamos grandes amigas; somos demasiado distintas para eso. Pero en cierto modo me siento responsable de lo que pueda sucederle. Es casi como parte de la familia para mí. No puedo quedarme de brazos cruzados mientras veo cómo…
—¿Como se condena a sí misma casándose con un calavera como yo?
—Ya la estás engañando y ni siquiera os habéis casado. La idea de llegar a intimar con Gwen te produce pánico. No puedes proponerte iniciar nada con ella. Mi abuela tenía razón: lo único que te interesa es la granja. Las tierras. Y nada más.
Dave se encogió de hombros.
—Eso ya lo he admitido hace rato.
—No puedo dejar que Gwen cometa ese error.
—¿Quieres contárselo todo? ¿Acerca de Karen? ¿Acerca de… nosotros?
—Me gustaría que fueras tú quien se lo contara.
—Leslie, yo…
—Por favor, Dave. Ve a verla. Soluciónalo. Cuéntale la verdad. Sobre la noche del sábado y sobre tus intenciones.
—Se le caerá el mundo encima si lo hago.
—Si se da cuenta del fiasco una vez casada, más dura y dolorosa será la caída. ¿O acaso crees que podrás ocultarle para siempre tus idilios, tus escapadas, la infelicidad que te provocaría ese matrimonio?
—Probablemente no —admitió Dave.
—Acaba con esto tan rápido como puedas.
Él no dijo nada. Leslie supuso que estaba sopesando las diversas posibilidades. Estaba acostumbrado a trampear por la vida sin salir malparado, a escapar de situaciones incómodas. No estaba familiarizado con esa manera de hacer las cosas, directa pero plagada de consecuencias incómodas. Y nunca antes había visto sus planes contrariados por un asesinato. La violenta muerte de Fiona no solo había echado por tierra la idea que Dave tenía en mente, también lo había catapultado a él hasta un área en la que no había lugar para sus acostumbradas fullerías, escapadas y trucos. Una cosa era jugar con las mujeres que se le acercaban y luego desprenderse de ellas con elegancia. Pero tener que justificarse ante una brigada de homicidios era algo muy distinto. Eso le quedaba bastante grande, pensó Leslie.
—Supongo que no tengo elección —dijo Dave al cabo—. Si no se lo cuento yo a Gwen lo harás tú, ¿verdad?
—Antes de ver cómo os casáis, sí.
—Entonces será mejor que se lo diga enseguida —concluyó él.
Leslie supuso que no había consentido solo porque lo hubiera puesto entre la espada y la pared. De haber sido solo porque ella se lo había exigido, habría intentado negociarlo. Habría empleado a fondo su encanto, habría recurrido a sus dotes de convicción. Habría luchado. Pero Leslie vio lo cansado que estaba de luchar, que se había dado cuenta de lo absurdo que era aquel camino por el que había optado, que estaba preparado para retirarse de la lucha porque de todos modos la tenía perdida.
—Puedo llevarte a Staintondale —le ofreció Leslie.
—Te lo agradecería. Si te parece, dejaré la maleta aquí de momento y más tarde…
—Anoche ya te dije que no debes tener prisa por buscarte un nuevo alojamiento. De verdad, este piso es enorme. No será ningún inconveniente que te quedes un par de días aquí. Te daré un juego de llaves para que puedas entrar y salir a tu antojo.
Dave pareció muy aliviado.
—Gracias, Leslie. ¿Te parece bien si nos tomamos antes un café y un par de tostadas? No creo que pueda enfrentarme a Gwen con el estómago vacío.
—Claro. A mí también me sentará bien un café.
Desayunaron en la cocina. A pesar del mal trago que tendría que pasar muy pronto, Dave no parecía haber perdido el apetito lo más mínimo, puesto que además de las tostadas se preparó unos huevos fritos que aderezó con abundante ketchup. Leslie, que no tomó nada aparte de dos tazas de café solo, lo miraba estremecida. Ella encadenó tres cigarrillos que, sorprendentemente, mitigaron un poco su malestar mientras se preparaba para defenderse del comentario inevitable de Dave.
—Comes poco —dijo él al momento—. Y fumas y bebes demasiado.
Estaba acostumbrada a oír ese tipo de cosas.
—Siempre lo he hecho, me sienta bien.
Él la miró pensativo, titubeante.
—¿Qué te inquieta tanto a estas horas de la mañana? —preguntó—. No me creo en absoluto que tenga nada que ver con Gwen y conmigo.
Leslie cambió de opinión de repente y preguntó con decisión:
—¿Sabes quién es Semira Newton?
—No. ¿Quién es?
—No lo sé. Por eso te lo pregunto.
—Semira Newton… —Dave reflexionó unos instantes—. ¿De dónde has sacado ese nombre?
—Bueno de un… episodio de la vida de mi abuela —respondió Leslie sin querer concretar mucho—. No puedo explicarte nada más al respecto, por ahora. ¿Te dice algo el nombre de Brian Somerville?
—No.
Leslie apagó el cigarrillo y se puso de pie.
—Vamos. Cuanto más pronto hables con Gwen, mejor.
Dave también se levantó.
—Vayamos a pasear por la playa antes —propuso.
—No pasará nada porque tardemos un par de horas más —concedió Leslie.
Dave sonrió, aliviado.
4
El sargento Reek tenía la impresión de que en los últimos tiempos su trabajo consistía sobre todo en esperar dentro del coche a personas que tardaban una eternidad en aparecer. Esas tareas le resultaban extraordinariamente aburridas, si bien se entregaba a ellas porque sabía que alguien tenía que hacerlas. Además, le consolaba pensar que su futuro profesional le deparaba algo muy distinto. Tarde o temprano llegaría una nueva promoción, y también él tendría algún subordinado en el que poder delegar ese tipo de tareas rutinarias. El elogio de su jefa a primera hora de la mañana había reavivado sus esperanzas de que el siguiente escalón que subiría en su carrera no podía estar muy lejos.
«Hace realmente bien su trabajo, Reek», le había dicho.
O sea, que tenía motivos para pensar de ese modo.
En Filey Road reinaba el mismo tráfico ruidoso de siempre, estudiantes de todas las edades marchaban agrupados en rebaños por las aceras. Algunos de ellos ya llevaban gorro y bufanda; el aire era frío a primera hora de la mañana. Al menos ya no llovía, aunque el otoño se estaba imponiendo claramente. La primera semana de octubre habían tenido un tiempo más propio de finales de verano, pero desde entonces todo había cambiado y uno incluso empezaba a pensar ya en la Navidad.
¡Navidad! ¡El 16 de octubre! Reek negó con la cabeza. En la zona peatonal ya estaban colgadas las guirnaldas con estrellas de rigor. Tal vez no sería mala idea empezar a preocuparse por los regalos. Así no tendría que hacerlo en diciembre a última hora. Reek siempre acababa recorriendo las tiendas a toda prisa la tarde del 24 de diciembre, y cada año se juraba a sí mismo que no volvería a ocurrirle, pero pasaban doce meses y volvía a sucederle lo mismo.
De repente, se sobresaltó. Perdido en sus cavilaciones, por el rabillo del ojo había percibido un movimiento en el patio adoquinado que había justo delante del enorme edificio de ladrillos en el que vivía Karen Ward. Había sucedido mientras planeaba las compras navideñas en lugar de permanecer alerta. Salió rápidamente del coche. La joven rubia que se había acercado a la puerta podía ser cualquiera de las inquilinas, pero el sargento Reek intuyó que debía de ser Karen Ward. Llevaba una bolsa de viaje en la mano, como si volviera de haber pasado la noche fuera. Eso encajaba con el hecho de que la noche anterior no la hubiera encontrado en casa ni a última hora. Reek cruzó la calle con bastante atrevimiento a pesar del intenso tráfico y abrió la puerta del patio.
—¿Señorita Ward? —la llamó.
La mujer se dio la vuelta. Parecía bastante trasnochada, Reek se dio cuenta de ello de inmediato.
—¿Sí? —preguntó ella.
Él se le acercó sosteniendo la placa que lo identificaba como agente.
—Policía, soy el sargento Reek. Tengo que hacerle un par de preguntas. ¿Podría dedicarme unos diez minutos, si es tan amable?
Karen consultó el reloj.
—Solo quería cambiarme enseguida para ir directamente a la uni…
—De verdad, serán solo diez minutos —insistió Reek.
—Todo lo que sé sobre Amy Mills ya se lo dije a la inspectora Almond.
—Esta vez se trata de otra cosa —dijo Reek.
—De acuerdo —accedió ella—. ¿Quiere subir?
En el piso, que era enorme y muy luminoso, reinaba el caos. No había nadie dentro. En la cocina había un montón de platos sucios apilados en el fregadero. En la mesa cubierta de migas de tostadas había vasos vacíos, una botella de ketchup y un tarro de mayonesa. Junto a la puerta habían dejado tiradas un par de botas embarradas. Estaba clarísimo que ninguno de los estudiantes que vivían allí sentía la más mínima necesidad de ordenar, limpiar ni lavar.
Probablemente, pensó Reek, todos esperan que sean los demás quienes lo hagan y acaban por acostumbrarse a vivir inmersos en este caos.
Meticuloso y fanático del orden, el sargento Reek no pudo evitar estremecerse por dentro.
—Perdone por el desorden —dijo Karen—. Tenemos planificado un calendario de limpieza, pero al final nunca lo cumplimos. Siéntese. ¿Le apetece una taza de té?
—No, gracias —respondió Reek mientras apartaba unos restos de comida sospechosos de la silla de madera y sacaba el bloc de notas y el bolígrafo—. Señorita Ward, como le decía antes, no le robaré mucho tiempo. Solo se trata de verificar una declaración.
Ella se sentó frente al sargento y este vio que Karen tenía los ojos levemente enrojecidos. Se había pasado la noche llorando.
—Adelante —dijo ella.
—¿Conoce al señor Dave Tanner?
Karen se sobresaltó.
—Sí.
—El señor Tanner afirma que estuvo con usted toda la noche del sábado pasado. Y que más o menos entre las nueve y veinte y las diez estuvieron en el Golden Ball, el local del puerto, antes de venir aquí, a su domicilio, donde se quedaron hasta las seis de la mañana. ¿Puede confirmarlo?
Las manos de ella se cerraron alrededor de un vaso vacío que tenía delante. Luego volvió a abrirlas y volvió a cerrarlas.
—Comprendo —dijo Karen al cabo—, por eso ayer no hacía más que llamarme al móvil. Tenía al menos doce llamadas suyas.
—Pero ¿usted no estaba disponible?
—Vi que era Dave y decidí no responder.
Reek no dijo nada, se limitó a mirarla y a esperar.
—Ayer pasé la noche en casa de una amiga —explicó Karen—. Vive un poco más abajo, en esta misma calle. No… no estoy muy bien últimamente. No nos entendemos con mis compañeras de piso, por lo que… de momento duermo en otra parte.
—Comprendo —dijo Reek, aunque solo tenía una sospecha y no sabía si estaba en lo cierto—. ¿Esos… problemas tienen algo que ver con el señor Tanner?
Karen parecía a punto de romper a llorar en cualquier momento. Reek esperaba que fuera capaz de controlarse.
—Sí. Supongo que debe de haberles contado que fuimos pareja hace un tiempo. En julio, de la noche a la mañana, decidió cortar conmigo. Según él, porque ya no había química entre nosotros. Sin embargo, entretanto me he enterado de que hay otra mujer.
—La señorita Gwendolyn Beckett.
—¿Así se llama? Yo solo he oído que es mayor que yo y que no es nada del otro mundo —dijo Karen.
Reek la miró discretamente. A pesar de que era evidente el mal rato que estaba pasando y de que parecía rendida, seguía siendo una chica muy atractiva. Justo el tipo de mujer que uno imaginaría en compañía de Dave Tanner en lugar de la pobre Gwen.
—¿Por qué es tan importante lo que hubiera estado haciendo Dave el sábado pasado? —preguntó Karen, que empezaba a comprender cuál era la razón de que la interrogaran acerca de circunstancias que, de tan concretas, eran desconocidas.
A Reek le incomodó de manera especial tener que ser el portador de malas noticias.
—Bueno… el pasado sábado a la hora de cenar se hizo una pequeña… celebración en la granja en la que vive la señorita Beckett y el señor Tanner estaba presente. —Reek no tuvo el valor de pronunciar las palabras compromiso matrimonial—. Hubo una disputa entre él y otra de las invitadas, la señora Fiona Barnes. Por ese motivo, la celebración terminó abruptamente.
Karen frunció la frente.
—¿Fiona Barnes? ¿No es la mujer a la que encontraron asesinada en Staintondale? Lo he leído en el periódico.
—Exacto —dijo Reek.
Por la expresión que vio en el rostro de ella, Reek se dio cuenta de que Karen empezaba a atar cabos.
—¡Oh! —exclamó la joven—. Y puesto que Dave se había peleado con ella…
—Estamos investigando a todos los invitados —se apresuró a aclarar Reek.
Karen se recostó sobre la silla. Tenía un rostro muy expresivo, se le notaba que estaba inmersa en un debate interior.
—Por favor, señorita Ward. Solo necesito una respuesta muy simple a una pregunta muy simple. ¿El señor Tanner estuvo con usted hasta las seis de la mañana? Por favor, díganos la verdad.
—¡La verdad! —exclamó Karen. Se puso de pie de repente mientras con los puños se frotaba las mejillas, en las que brillaban ya un par de lágrimas—. La verdad es que habría hecho cualquier cosa por él. ¡Cualquier cosa! Lo amaba tanto… No tiene dinero, no tiene futuro, ni siquiera tiene un empleo en condiciones, malvive en esa horrible habitación realquilada, ¡pero a mí me daba todo igual! ¡Absolutamente igual! Lo único que quería era estar con él. Hablar con él, reír con él, pasear con él. Acostarme con él. Quería pasar mi vida entera con él. A veces tengo la sensación de que me moriré si no vuelve conmigo. ¡Estoy hecha polvo!
Reek también se puso de pie, bastante conmovido por la reacción de Karen.
—Señorita Ward, creo que…
—¿Sabe?, no ha hecho más que aprovecharse de mis sentimientos. Hasta hoy no lo había comprendido, pero con esa… esa Gwendolyn por fuerza debe de haber algo que no sea tan fabuloso. Porque al fin y al cabo desde que está con ella ha recurrido a mí a menudo. Para hablar, para salir, para tontear. Y para el sexo. Y yo he sido tan imbécil que siempre me he lanzado a sus brazos a la primera de cambio. Para luego quedarme sola de nuevo, esperándolo aquí sentada sin saber nada de él durante días. ¿Sabe?, incluso había empezado a pensar en suicidarme.
Reek era consciente de que sus palabras no servirían de nada en ese momento, pero a pesar de todo las pronunció, porque eran ciertas.
—Aún es muy joven. Encontrará a otro. Seguro.
Karen respondió lo que era de esperar:
—No quiero a otro.
—Pero —replicó Reek con cautela— parece que a él tampoco, ¿no? Porque me ha dicho que no respondió a las llamadas del señor Tanner.
Karen bajó los brazos. Todavía tenía los puños apretados, tensos.
—No quiero desesperarme por esto —dijo. De repente, su voz sonó agotada—. Quiero perderlo de vista. Quiero olvidarlo.
—El sábado pasó a buscarla por el Newcastle Packet y fue con él al Golden Ball. —Reek impuso la objetividad y volvió al tema que lo ocupaba—. Eso lo hemos verificado. Así pues, ¿el sábado todavía se hablaban?
—De hecho, no. Yo estaba decidida a romper cualquier contacto con él para no perder la salud y la autoestima. O tal vez debería decirlo al revés: la autoestima y la salud. Sí, sobre todo me afectaba en la autoestima… Todavía me afecta, de hecho.
Karen miró por la ventana. Reek pensó que realmente la chica estaba demasiado pálida.
—Pero ¿fueron juntos al Golden Ball?
—Al final me convenció. Aunque yo sabía que no era verdad. Una vez allí me di cuenta enseguida de lo que sucedía. Volvía a sentirse frustrado, infeliz. No quiso explicarme qué era lo que tanto lo atribulaba… pero es evidente que tenía algo que ver con la disputa que acababa de mantener. En cualquier caso, de nuevo no fui más que una distracción para él. Buscaba mi compañía para divertirse y pasar un par de horas agradables. Y a la mañana siguiente se habría levantado, habría desaparecido y no se habría acordado de mí durante unos días. Así es como habían ido las cosas desde el mes de julio. Y no quiero volver a prestarme a ello.
Reek contuvo el aliento.
—¿Significa eso que…?
No terminó la frase, pero Karen lo comprendió de inmediato.
—Sí. Significa que me tomé una copa de vino con él, que estuvimos hablando sobre cualquier tontería y resistí a sus intentos de acercarse a mí antes de dejarle claro que estaba cansada y que quería marcharme a casa. Sola.
—Entonces ¿el señor Tanner no pasó la noche en su casa?
—No. Yo no quise. Incluso me negué a que me acompañara a casa. Conozco muy bien su encanto. No sabía si conseguiría mantenerme firme en mi decisión si él me acompañaba.
—¿Es consciente de lo que eso significa? Según usted, el señor Tanner mintió de nuevo en su última declaración a la policía respecto a lo que hizo el sábado por la noche. Y significa además que, según usted, el señor Tanner ya no tiene coartada para el momento del asesinato de la señora Barnes.
La joven se mantuvo impasible.
—Es posible. En cualquier caso, yo le he contado lo que ocurrió.
—Es posible que tenga que volver a declarar bajo juramento.
Karen sonrió levemente.
—Mi declaración no es un acto de venganza contra un hombre que me ha dejado, sargento Reek. Es la verdad tan solo. No tendría ningún problema para repetirla bajo juramento.
Reek se metió el bloc de notas y el bolígrafo de nuevo en el bolsillo interior de la chaqueta.
—Le agradezco que haya accedido a hablar conmigo, señorita Ward. Nos ha ayudado usted mucho.
Ella lo miró con tristeza. Reek pensó en lo desgraciada que debía de sentirse: un montón de llamadas de Tanner en el móvil, que tal vez pensó que tenían como objetivo acabar con ese capítulo de su vida, que podrían haber representado una chispa de esperanza para ella. La esperanza de un nuevo inicio, de un cambio radical en la conducta de aquel hombre al que tanto amaba. Y al final tan solo había constatado que lo único que Tanner había intentado era utilizarla de nuevo, esa vez para cubrirse las espaldas ante la policía. Tras ser interrogado por Valerie Almond, era evidente que Tanner había llamado por teléfono insistentemente a su ex novia para convencerla de que cambiara su declaración, para que así coincidiera con la de él.
Mala suerte, pensó Reek con cierto regocijo. Amigo, has tenido la mala suerte de que ella se haya decidido de una vez a distanciarse de ti. ¡Estás en un buen aprieto!
—Adiós, señorita Ward —dijo él. Y tras un leve titubeo, añadió—: Permítame que le dé un consejo: no lo eche de menos. No lo merece.
5
—Tengo que llamar a mi jefe —dijo Ena Witty—, necesito tomarme el día libre; sería incapaz de concentrarme en mi trabajo.
Valerie asintió con cierto aire de compasión. Estaba en el pequeño y agradable salón del apartamento de Ena Witty y acababa de rechazar la taza de café que esta le había ofrecido. Ya había tomado suficiente: solo, caliente y cargado en exceso. Tenía la sensación de que el corazón le latía demasiado rápido e incluso demasiado fuerte, pero tal vez no era más que la gran cantidad de adrenalina que se acumulaba en su cuerpo. Estaba tan inquieta que le habría gustado poder echarse a volar batiendo los brazos como un pájaro.
Se había sorprendido al comprobar que había sido Jennifer Brankley quien le había abierto la puerta. Una Jennifer algo demacrada, con el pelo revuelto y el rostro trasnochado.
—¿Ya está aquí? O quizá debería preguntar: ¿todavía está aquí? —le había dicho Valerie. Era extraño, pero no conseguía disimular la antipatía que sentía por la señora Brankley.
—Todavía —respondió Jennifer—. Anoche Ena estaba muy mal, estaba desesperada ante la idea de tener que quedarse a dormir aquí sola. Por eso llamé a mi marido, se lo conté todo y le dije que me quedaba con ella. Sin embargo, Gwen Beckett vendrá a recogerme en cualquier momento. Solo tenía que salir a comprar un par de cosas y luego me llevará de vuelta a la granja.
—¿El señor Gibson se presentó aquí ayer por la noche en algún momento?
—No.
Ena estaba en el salón, sentada a la mesa, muy pálida, frente a una tostada con mermelada que, sin embargo, no parecía tener intención alguna de tocar.
—¿Fue él? —preguntó enseguida, nada más ver a Valerie—. ¿Lo hizo él? ¿Fue él quien asesinó a Amy Mills?
Lo único que pudo hacer Valerie fue eludir la pregunta.
—No lo sabemos. Él lo ha negado y no tenemos pruebas concluyentes que lo demuestren.
Pareció como si Ena no supiera si alegrarse o echarse a llorar.
—¿Eso significa que es posible que sea inocente?
—Por el momento, todo está en el aire —respondió Valerie.
Negó con la cabeza cuando Jennifer intentó tenderle una taza, pero se sentó en la mesa frente a Ena.
—Si ha decidido tomarse el día libre, podría acompañarme a comisaría a mediodía. Todavía tengo que hacerle más preguntas.
Ena asintió, obediente.
—Dígame —preguntó Valerie—, ¿dónde estaba el sábado pasado por la noche? ¿Se acuerda?
—Sí, claro. Estuvimos en Londres. Stan y yo. Salimos el sábado por la mañana hacia allí y volvimos a Scarborough el domingo al atardecer. Stan quiso presentarme a sus padres. ¿Por qué?
—Es por lo de Fiona Barnes, ¿verdad? —intervino Jennifer.
Valerie asintió. Aquella comprobación había sido una mera formalidad. Al igual que el sargento Reek, Valerie tampoco creía que Gibson hubiera mentido al respecto. Así pues, quedaba definitivamente descartado como posible asesino de Fiona Barnes.
—Estaría bien que pudiera proporcionarme un par de detalles más sobre el señor Gibson, señorita Witty —dijo Valerie—. Cualquier detalle podría ser importante. Cómo se comportaba, cosas que tal vez decía por decir. Algo que le hubiera llamado la atención… incluso aunque le parezcan pequeñeces. Todo. No se avergüence de contarme cuanto se le ocurra, por banal que pueda parecerle. Ese tipo de cosas a menudo revelan mucha información sobre las personas.
—Tampoco hace tanto que lo conozco —dijo Ena en voz baja.
—Lo suficiente para plantearse dejarlo —se entrometió Jennifer.
Valerie miró fijamente a Ena.
—¿Es eso cierto? ¿Quería dejarlo?
—Lo… lo estaba pensando, sí. No estaba muy segura, pero…
—¿Su decisión la motivó la… pasión que Stan demostró tener por Amy Mills? ¿O había otros motivos?
—No me gustaba que fuera tan dominante —dijo Ena—. Todo tenía que hacerse como él quería. Sin excepción. Se mostraba encantador y atento, siempre y cuando no le llevaras la contraria porque si lo hacías se ponía furioso. Le cambiaba la voz, la expresión del rostro; cambiaba por completo.
—Cuando eso sucedía, ¿llegó a atemorizarla?
Ena titubeó.
—Directamente no —respondió—. Pero pensaba que acabaría teniendo miedo. Tenía la impresión de que iba a peor: la primera vez que le llevé la contraria, no sé por qué tontería, reaccionó de forma bastante contenida. La siguiente ocasión fue algo más airado. La siguiente, todavía más. Ya sabe… A veces me preguntaba hasta dónde sería capaz de llegar.
—¿Reñían muy a menudo por ese motivo?
Ena hizo una mueca de disgusto. Parecía deprimida.
—No soy una persona que suela llevar la contraria, inspectora. Por desgracia. Por eso me apunté al curso en el que conocí a Gwen Beckett. Nunca he sabido enseñar los dientes cuando algo no me gusta. Creo que debió de ser por eso por lo que Stan se fijó en mí. Y no, no nos peleábamos a menudo. Precisamente por eso me asustaba la manera como se enfadaba las pocas ocasiones en las que tuvimos algún roce.
—¿Alguna vez le ha parecido que Stan estaba a punto de perder el control? ¿Que pudiera llegar a comportarse de manera violenta si alguien, una mujer, se oponía a lo que él quería o tenía previsto hacer?
—Sí, no me habría sorprendido —dijo Ena.
Valerie asintió. La imagen que ya tenía de Stan Gibson no hacía más que completarse. Las piezas encajaban sin fisuras. Aunque la argumentación de Ena no contribuía a avanzar ni un solo paso.
Valerie se puso de pie.
—Gracias, señorita Witty. Era un punto importante. Por favor, venga a verme a comisaría a las dos. Y anote todo lo que se le ocurra hasta entonces.
Jennifer la acompañó hasta la puerta.
—¿Cree que fue él? —preguntó.
A Valerie le habría gustado afirmarlo con rotundidad, pero ante la falta de pruebas no le fue posible hacerlo.
—Lo que yo crea, desgraciadamente, no cuenta para nada —dijo—. Lo decisivo es lo que pueda probar. Y en ese sentido queda aún mucho trabajo por hacer.
—Adiós, inspectora —dijo Jennifer.
Valerie la saludó con la cabeza. Al llegar a la calle vio a Gwen Beckett, que en aquel momento salía de un coche aparcado al otro lado de la calle. Llevaba puesto un grueso anorak y se había recogido en un moño la trenza rubia. Gwen no había visto a la inspectora. Tras un segundo de titubeo, Valerie cruzó la calle y se le acercó.
—Buenos días, señorita Beckett. Ha venido a buscar a la señora Brankley, ¿verdad?
Gwen se sobresaltó.
—Oh… No la he oído acercarse. Buenos días. —Como siempre que se dirigía a alguien por sorpresa, lo hizo sonrojada.
Pobre, pensó Valerie para sí.
—Ha llegado temprano.
—Sí. Como bien decía usted misma, venía a recoger a Jennifer. Menuda locura, ¿no? Me costaba creerlo mientras Colin me lo contaba.
—Acabo de estar arriba. Creo que la señorita Witty está bastante tranquila; ya puede quedarse sola.
—Qué bien —dijo Gwen. Parecía algo indecisa.
Cerró la puerta del vehículo y se guardó la llave en el bolso.
—Me he atrevido a venir en coche hasta aquí —le dijo entonces, casi como si se estuviera disculpando—. No me gusta conducir, ¿sabe? Pero quería recoger a Jennifer de todos modos. Y hay pocos autobuses para venir desde la granja hasta aquí… Además, quería comprar un par de cosas. Colin me ha prestado su coche. Es más fácil de aparcar que el de mi padre.
—Colin… ¿El señor Brankley está en la granja?
—Jennifer quería que se quedara con los perros. Siempre se preocupa mucho por ellos.
—No tardará en verlos de nuevo. Oiga… —Valerie decidió aprovechar la ocasión—. Ya que la tengo aquí… ¿Conoce usted a Stan Gibson?
—Ligeramente, sí.
—¿Hasta qué punto lo conoce?
Gwen pensó un momento.
—No muy bien. Trabaja en la empresa de construcción que se encargaba de las obras de reforma de la escuela y siempre se las arreglaba para estar frente al aula en la que se impartía el curso. Era evidente que le había echado el ojo a Ena Witty. Enseguida empezaron a salir juntos. A veces los acompañaba un trecho a pie después de clase. Yo iba a la parada del autobús, y Stan y Ena, hacia el centro. Esas fueron, de hecho, las únicas ocasiones que tuve de conocerlo un poco, si es que se puede considerar que eso es conocerlo.
—¿Qué impresión tiene de él?
—Era… bueno, era evidente que estaba interesado en Ena. Se mostraba encantador y atento. Una vez le llevó una rosa cuando pasó a recogerla. Pero también era…
—¿Sí? —preguntó Valerie al ver que Gwen se detenía.
—Era muy decidido —dijo Gwen—. Era amable y simpático, pero a la vez no dejaba dudas acerca de cómo debía ser todo; es decir, como él quería. Siempre llegaba con planes para la tarde o para el fin de semana, y nunca se preocupaba de que Ena pudiera desear hacer otra cosa distinta. A veces te daba la impresión de que podía reaccionar de forma bastante brusca si le llevabas la contraria.
—¿Qué le hacía pensar eso?
—No lo sé… Simplemente me daba esa impresión.
—¿Alguna vez llegó a ver cómo Ena Witty le llevaba la contraria en público?
—No. Pero tampoco es que ella me pareciera muy feliz. En una o dos ocasiones me di cuenta también de que a él no le gustaba que Ena asistiera al curso. Decía que no eran más que bobadas, que para qué quería ella ganar confianza en sí misma. En alguna ocasión hizo comentarios despectivos, como que de cursos como esos saldríamos convertidas en absurdas feministas… o algo parecido. Y se burlaba de un modo casi ofensivo de los juegos de roles que Ena le había contado.
—¿Juegos de roles? —preguntó Valerie, algo confusa.
Gwen se acongojó un poco. El tema parecía avergonzarla un tanto.
—Bueno, sí… Practicábamos situaciones críticas, con esos juegos de rol.
—¿Y qué se entendía por «situaciones críticas» en el curso?
—Situaciones en las que… Me refiero a esas cosas que resultan embarazosas para gente como nosotras. Presentarse sola a una fiesta, ir sola a un restaurante, dirigir la palabra a un desconocido, dejarse aconsejar por una vendedora y luego marcharse de la tienda sin comprar nada de todos modos. Ese tipo de cosas. Sin duda usted debe de encontrarlo ridículo, pero…
Valerie negó con la cabeza enseguida.
—En absoluto. Todo lo contrario. No se creería la de veces que he comprado cosas que no quería solo porque no sabía cómo sacarme de encima a una vendedora. Quien más quien menos tiene problemas de ese tipo.
—¿De verdad? —preguntó Gwen, sinceramente sorprendida.
La imagen que Gwen tenía de la omnipotente inspectora acaba de quedar hecha añicos, pensó Valerie.
—De verdad —se limitó a responder—. Por lo que me cuenta, señorita Beckett, parece que Stan Gibson bromeaba al respecto, ¿no? Menospreciaba el curso, o por lo menos su utilidad. No le interesaba que su novia aprendiera a ser una persona independiente y segura de sí misma, ¿me equivoco?
—No le interesaba lo más mínimo. Siempre pensé que lo que Stan Gibson quería era una mujer sumisa. No me parece un hombre que acepte con facilidad un no por respuesta.
—Una formulación interesante —dijo Valerie—. ¿De qué cree usted que sería capaz si una mujer se atreviera a llevarle la contraria? ¿Si se opusiera a sus atenciones con una negativa?
—No lo sé —dijo Gwen—, pero a mí me habría dado miedo tener que rechazarlo.
—Comprendo —dijo Valerie mientras tendía una mano a Gwen—. Gracias, señorita Beckett. Me ha ayudado mucho —añadió antes de volverse para marcharse.
Gwen la detuvo.
—Inspectora, es… Stan Gibson… ¿Fue él quien mató a Fiona?
Era la pregunta que se hacían todos los que se habían visto afectados por la historia.
—Todavía no sabemos si el autor del crimen de Amy Mills tiene algo que ver —dijo Valerie—. Y respecto al señor Gibson, la investigación acaba de empezar.
Valerie se despidió y se dirigió hacia su coche. Apenas lo hubo arrancado, le sonó el móvil. Era Reek, la voz del sargento sonaba excitada y contenta.
—Inspectora. Agárrese, que tengo algo para usted. Acabo de hablar con Karen Ward. Dave Tanner puede ir preparándose. La señorita Ward ha confirmado que estuvieron en el Golden Ball, algo que de todos modos ya habíamos confirmado. Pero ahora viene lo bueno: después se marchó sola a casa. Y pasó la noche sola. Lo que significa que Tanner no tiene testigos acerca de su paradero alrededor de las diez. Y que ha vuelto a mentirnos.
Valerie se quedó sin aliento.
—¿Podemos confiar en ella? ¿En su testimonio?
—Sí.
—¡Esta sí que es buena! —exclamó Valerie.
—Ayer Tanner la bombardeó a llamadas —prosiguió Reek—, seguro que para protegerse. Lamentablemente para Tanner, la chica acababa de decidir que no quería saber nada más de él. O sea, que no respondió a ninguna de las llamadas.
—Estoy frente al domicilio de Ena Witty —dijo Valerie—, en cinco minutos puedo estar en casa de Tanner.
—Nos vemos allí enseguida —dijo Reek antes de colgar.
6
A primera vista, la granja de los Beckett parecía desierta. El viejo coche de Chad estaba aparcado junto a un cobertizo, pero no se veía ni un alma. Cuando Leslie salió de su coche se dio cuenta de que el viento que había estado soplando por la mañana, del mar hacia tierra adentro, había amainado. El día se había sumido en una extraña inmovilidad. Nada se movía. Las nubes presentaban un aspecto plomizo en el cielo.
Dave también salió del coche. Parecía tenso. Habían dado un largo paseo, se habían sentado en las rocas y habían fumado unos cigarrillos, habían hablado e incluso habían llegado a reírse, en ocasiones. Ya era mediodía cuando habían salido hacia Staintondale. Incluso Dave tenía ganas de terminar de una vez con aquello.
—Quiero olvidarme de la historia —le había dicho—. Quiero aclarar las cosas para siempre.
De repente daba la impresión de que no pudiera esperar para librarse de Gwen, de aquel enredo y de sus propias mentiras.
—Parece como si no hubiera nadie en casa —dijo Leslie—. Y, de hecho, el coche de los Brankley no está.
Se acercaron a la casa y llamaron a la puerta. Al ver que no había movimiento, Leslie accionó el picaporte con determinación. La puerta no estaba cerrada con llave.
—¿Hola? —gritó.
Una sombra surgió de la cocina, la sombra de un hombre alto y encorvado que se movía con dificultad: Chad Beckett.
—¿Leslie? —preguntó.
—Sí, soy yo. Y Dave. ¿Gwen está en casa?
—Hoy ha salido temprano para recoger a Jennifer. También quería ir de compras. Puede que se queden a comer juntas en la ciudad. Ni idea. —La mirada de Chad se desvió hacia el que tenía que ser su yerno, que estaba detrás de Leslie—. Buenos días, Tanner. La policía ha estado aquí preguntando por usted.
—¿Cuándo? —preguntó Dave, desconcertado.
—Hace un par de horas más o menos. Pero no sé qué querían.
—Pasaré por la comisaría —dijo Dave—, pero primero me gustaría hablar con Gwen.
—Entonces deberá tener un poco de paciencia.
—¿Por qué ha tenido que ir a recoger a Jennifer? ¿Y adónde? —preguntó Leslie.
Chad frunció la frente.
—Ayer a mediodía, Jennifer acudió a la policía. Si no lo he entendido mal, acompañó a una conocida de Gwen porque el novio de esta por lo que sé tiene algo que ver con la muerte de una estudiante, esa chica a la que asesinaron en julio en Scarborough. La amiga descubrió las intrigas de su novio y se lo contó a Jennifer.
—¿Qué? —Dave y Leslie lo miraron, atónitos.
Estaba claro que a Chad aquella historia no le interesaba especialmente y que todo indicaba que no había prestado mucha atención a los detalles.
—Preguntádselo a Jennifer cuando venga, ella os lo contará mejor. Yo solo sé lo que me ha contado Colin después de haber hablado con ella por teléfono. Jennifer ha pasado la noche en casa de esa conocida de Gwen porque la chica tenía un ataque de nervios y no podía quedarse sola. En cualquier caso, Gwen ha ido a buscarla esta mañana.
—No es posible —dijo Leslie, desconcertada.
—¿Significa eso que ya saben quién mató a Amy Mills? —preguntó Dave.
Chad parecía tan impasible como siempre.
—Puede ser.
—Bueno, al menos me he librado de esa sospecha —dijo Dave.
—¿Y dónde está Colin? —preguntó Leslie.
Albergaba la esperanza de que él pudiera explicarle lo que más le interesaba. Se preguntaba lo mismo que se habían preguntado todos los que se habían enterado de aquella noticia: si la policía había atrapado al asesino de Amy Mills, ¿significaba eso que también habían atrapado al asesino de Fiona Barnes?
—Colin ha salido con los perros —explicó Chad.
De momento, pues, no sería posible conocer más detalles.
Leslie se frotó las sienes con las manos, un gesto con el que intentaba concentrarse. Acababa de enterarse de algo absolutamente disparatado, pero no podía hablar de inmediato con Jennifer ni con la policía, por lo que el centenar de preguntas que se agolpaban en su cabeza tendrían que esperar; debería centrarse en el motivo por el que había acudido a la granja.
—Chad, me gustaría hablar contigo —dijo ella.
—Ven a la cocina —respondió Chad—. Estaba preparándome algo para comer.
—Esperaré fuera —dijo Dave—. De todos modos, necesito un poco de aire fresco.
Leslie siguió a Chad hasta la cocina. Sobre la mesa había una sartén con huevos revueltos, blancuzcos y poco hechos. Les había añadido unos cuantos trozos de embutido que habían quedado por encima del revoltijo, que a buen seguro ya se había enfriado.
—Siento molestarte a la hora de comer —dijo Leslie.
Chad negó con un gesto y se sentó en el banco, cogió uno de los platos que habían dejado allí apilados desde el desayuno, apartó las migajas de pan que tenía encima y vertió en él aquellos huevos tan poco apetitosos.
—No es que sea muy divertido comer solo. ¿Quieres algo?
—No, gracias —respondió Leslie mientras se estremecía por dentro.
Chad la miró un instante.
—Estás demasiado delgada.
—Siempre lo he estado.
Él emitió un sonido indefinible. Leslie tomó asiento frente a Chad, abrió el bolso y, sin vacilar ni un momento, sacó los papeles que Colin le había dado en mano pocos días antes.
—¿Sabes lo que es esto?
Él alzó la vista mientras masticaba.
—No.
—Son archivos informáticos impresos. Estaban adjuntos a los correos electrónicos que mi abuela te había mandado. Durante el último medio año.
Chad se quedó de piedra durante unos segundos al darse cuenta de lo que Leslie tenía en las manos. Dejó caer el tenedor sobre el plato.
—¿De dónde lo has sacado? —preguntó con brusquedad.
—Eso no importa.
—¿Has estado hurgando en el ordenador de tu abuela?
Leslie pensó que lo más inofensivo sería que de momento Chad creyera que eso era lo que había hecho, por lo que se limitó a no contradecirlo.
—Ahí hay muchas cosas que yo ya sabía. Y unas cuantas acerca de las que no tenía ni idea. Jamás, jamás había oído hablar de la existencia de ese tal Brian Somerville.
La voz de Leslie vibró de un modo especial al pronunciar el nombre. Sonó extrañamente clara, muy dura e inflexible.
—Brian Somerville —repitió Chad.
Apartó el plato del que había estado comiendo. A pesar de lo impasible que se mostraba siempre ante todo, aquello parecía inquietarle lo suficiente para quitarle el apetito.
—Sí. Brian Somerville.
—¿Qué quieres saber?
—¿Qué ha sido de él?
—Lo ignoro. Ni siquiera sé si sigue vivo.
—¿Y no te interesa lo más mínimo?
—Es agua pasada.
—Sucedió hace sesenta años, si damos crédito a lo que hay aquí escrito.
—Sí. Hace unos sesenta años.
Los dos se miraron fijamente por encima de la mesa. En silencio. Al final fue Chad quien se decidió a hablar.
—Si lo has leído todo, debes de saber que por aquel entonces no tuvimos alternativa. No fui yo quien trajo aquí a Brian. No podía hacerme responsable de él. Me encargué de que alguien le diera alojamiento. Un techo bajo el que dormir. Aquí no podía quedarse.
—Tendrías que haber recurrido a las autoridades.
—Ya sabes por qué no lo hice. Es muy fácil venir ahora y…
Chad se detuvo, se puso de pie y se acercó a la ventana, a través de la que contempló aquel día tan espeso.
—En retrospectiva todo parece muy distinto —dijo al cabo de unos momentos.
—Lo que no entiendo es que no sientas ningún interés por saber qué ha sido de él.
—Eso significa que no has comprendido nada.
—¿Quién es Semira Newton?
Cuando Chad se dio la vuelta, Leslie vio que le palpitaba una vena en la frente. Estaba realmente emocionado.
—¿Semira Newton? Fue la que… lo descubrió.
—¿A Brian?
—Sí.
—¿En mil novecientos setenta?
—No lo sé con exactitud. Hace mucho tiempo. Puede ser… Sí, debió de ser en mil novecientos setenta.
—¿Y dices que lo descubrió a él? ¿Qué significa eso?
Chad se volvió de nuevo hacia la ventana.
—Pues eso, que lo descubrió. Se organizó un tinglado increíble. Policía, periodistas… Qué sé yo.
—¿Lo descubrió en casa de Gordon McBright?
—Sí.
Leslie se puso de pie. Estaba tiritando a pesar de que en la cocina no hacía frío en absoluto.
—¿Qué fue exactamente lo que descubrió, Chad?
—Ella lo encontró. Encontró a Brian. Lo vio y… bueno, él no estaba… en las mejores condiciones posibles. Dios mío, Leslie, maldita sea, ¿qué es lo que quieres saber en realidad?
—Todo. Todo lo que sucedió. Todo lo que las cartas de Fiona no terminan de contar. Eso quiero saber.
—Pues pregúntaselo a Semira Newton.
—¿Dónde puedo encontrarla?
—Creo que vive en Robin Hood‘s Bay.
Robin Hood‘s Bay. El pueblecito de pescadores que quedaba a medio camino entre Scarborough y Whitby. Leslie lo conocía. Era lo bastante pequeño para localizar sin problema a cualquiera que viviera allí si preguntaba en alguna de las casas.
—Así pues, ¿tú no quieres hablar conmigo acerca de eso? —insistió una vez más Leslie.
—No —dijo Chad—, no quiero —dijo con rotundidad antes de darle la espalda.
—Entonces ¿no tienes miedo de nada? —preguntó Leslie.
—¿De qué quieres que tenga miedo?
—Sucedió algo terrible, Chad, y el hecho de que te niegues a hablar de ello no significa que puedas borrar los acontecimientos. Fiona y tú estabais muy implicados en ese asunto. ¿No te has parado a pensar ni por un momento que el asesinato de Fiona podría tener alguna relación con ello? ¿No entiendes que, de ser así, también tú podrías estar en peligro?
En ese momento, Chad se dio la vuelta con una genuina expresión de asombro en el rostro.
—¿El asesinato de Fiona? Pero si ya han pillado al tipo que lo hizo y no tiene nada que ver con la historia de Somerville.
—¿Te refieres al presunto asesino de Amy Mills?
—Ese mismo. Colin ha dicho que es una especie de psicópata. Que espiaba a las mujeres y después las mataba. Un loco. No tengo ni idea de cuál debe de ser el problema que tiene exactamente, pero no hay duda de que no guarda relación alguna con mi pasado y el de Fiona.
—Puede ser. Pero ¿quién te dice que el asesino de Amy Mills y el de Fiona sean una sola persona?
—Eso es lo que la policía creía desde el principio, ¿no?
—¿Sabes si siguen pensando lo mismo? En cualquier caso, yo no me obstinaría demasiado en dar crédito a esa teoría —dijo Leslie mientras volvía a guardarse los papeles en el bolso—. Sé prudente, Chad. De momento estás completamente solo aquí fuera.
—¿Adónde vas?
—A Robin Hood’s Bay —dijo Leslie mientras buscaba la llave del coche—. A ver a Semira Newton. Voy a descubrir lo que sucedió, Chad. ¡No te quepa duda!
7
—Es como darse de cabezazos contra una pared —dijo Valerie.
Se apoyó en la puerta y miró al sargento Reek con tristeza. Acababa de acompañar afuera a Stan Gibson para dejar, a regañadientes, que se marchara sin cargos después de dos horas más de conversación con él.
—No comete ni un solo error.
—¿Está segura de que fue él quien mató a Amy Mills? —preguntó Reek.
—Estoy convencida, Reek. Me sonríe de ese modo porque sabe que lo sé y que no puedo hacer nada al respecto. Disfruta jugando conmigo. Se muestra paciente, cortés, servicial. Y no hace más que reírse por lo bajo.
—¿Y la conversación con la señorita Witty tampoco ha aportado nada positivo?
Valerie se había pasado una hora hablando con Ena Witty, pero no había sacado nada nuevo de ello.
—No. Tan solo nos ha vuelto a confirmar que estaba en Londres en el momento del asesinato de Fiona Barnes. Y aparte de eso ha descrito, una vez más, cómo eran sus días con Stan Gibson. Tenía miedo de él, Reek, o por lo menos estaba muy cerca de sentir miedo. Gibson es un tarado, y ella se estaba dando cuenta de ello cada vez con más claridad. Yo también lo percibo. Ese tipo es muy peligroso, pero se camufla a la perfección. Tras esa sonrisa cortés se esconde un psicópata muy perturbado. Me jugaría cualquier cosa a que lo es.
—Un tarado, un psicópata… Por mucho que se jugara todo lo que tiene, el fiscal lo rechazaría todo en un santiamén.
—Lo sé. Tengo las manos vacías, en ese sentido.
—Este caso le está… —empezó a decir Reek con cautela. Aun así prefirió corregirse de inmediato—. Nos está afectando demasiado los nervios, inspectora. Un asesinato horrible y ni una sola pista durante meses. No deberíamos obsesionarnos con nadie solo porque…
Valerie soltó una carcajada sin entusiasmo.
—¡Vamos, Reek! ¡Diga lo que piensa! ¿Que me estoy aferrando a Gibson porque finalmente puedo presentar a un posible autor del crimen? No. Eso no sería lógico. Gibson se ha cubierto muy bien las espaldas. Sería idiota por mi parte medir mis fuerzas con él sin estar convencida de que es el autor del crimen, porque no podría probar que es culpable. Ahora no. Por este crimen, no.
Reek se pasó la mano por los ojos. Empezaba a notársele el exceso de horas extras.
—Así pues, ¿qué debemos hacer?
—Voy a remover hasta el último milímetro del terreno que pisa —dijo Valerie—. En sentido figurado. Interrogaré a todos sus conocidos, da igual lo alejados que estén. A su jefe, a sus compañeros de trabajo, a sus vecinos, y a todos sus conocidos, parientes y amigos. Cribaré toda la tierra con la esperanza de que en algún momento aparezca una diminuta pepita de oro.
—¿A pesar de que ya está convencida de que no podrá probar que Stan es culpable?
—Es muy astuto. Es listo, pero también es humano. Tarde o temprano cometerá algún error. Y yo lo seguiré de cerca y sin descanso para caerle encima justo en el momento en que eso suceda.
—¿Qué tipo de error podría ser? —preguntó Reek.
Valerie se acercó a la ventana y miró hacia fuera. No sabía si Gibson había acudido a comisaría en coche o a pie. En cualquier caso, no lo veía en el aparcamiento. Tal vez ya se había marchado pitando a casa, con toda seguridad satisfecho de su actuación.
—Volverá a hacerlo, Reek. Por dos motivos: porque querrá tener a otra mujer. A Ena Witty, no. Se cuidará de ponerle las manos encima porque sabe que la tenemos vigilada. No, a ella no, a otra. Y en algún momento esta no querrá lo mismo que él. Entonces Gibson tendrá un problema. Son ese tipo de situaciones las que lo superan.
—¿Y el otro motivo?
—Está lo suficientemente enfermo para no haberse quedado satisfecho con este éxito que consiste en haber superado a una agente de policía al borde de la úlcera de estómago porque no consigue probar que es culpable. Todo eso no es más que un triunfo para él. De momento se siente embriagado por el éxito, Reek. Necesitará volver a sentir esa embriaguez.
—Es un juego peligroso, inspectora.
Valerie se dio la vuelta. Reek casi se asustó al ver la rabia que expresaban los ojos de Valerie Almond.
—Sí, es un juego de mierda, Reek, en eso tiene razón. Pero no hay otro camino. Esperar. Y luego lanzarnos sobre él de golpe. Es mi única esperanza.
—De todas formas, eso no aclara el asesinato de Amy Mills. En todo caso, no lo aclara oficialmente, ni para los parientes de la chica. Tal vez su padre y su madre no lleguen a ver cómo condenan al tipo que mató a su hija.
—Es posible. Y créame, Reek, eso me tiene al menos tan fastidiada como a usted. Pero es lo que hay. Como siempre. No podemos atraparlos a todos. No podemos atrapar a todos los que hacen cosas como lo que él ha hecho. No siempre podemos cumplir con el deseo de los parientes de las víctimas de que se haga justicia. Es horrible, pero es así. En el caso de Gibson, se trata de sacar de la circulación a un individuo altamente peligroso para evitar más desgracias. —Valerie se sintió muy cansada de repente y presintió que, además, se le notaba mucho—. Es un caso cerrado de forma no oficial, lo que no puede decirse que sea satisfactorio.
Y desde luego no ayudará a mi carrera, añadió mentalmente, aunque enseguida se avergonzó de haberlo pensado.
—A veces las cosas son así —dijo Reek. Se dio cuenta de lo deprimida que estaba su superior—. Inspectora, de todos modos, en lo que respecta a Fiona Barnes, por muy convencidos que estemos de que fue Stan Gibson, eso no nos llevaría a ninguna parte. Quiero decir, que como mínimo debemos pensar si acabamos de mandar a casa a alguien que ha cometido un asesinato o a alguien que ha cometido dos.
—En cualquier caso, no fue el autor del asesinato de Barnes —dijo Valerie—, porque si Gibson carga con más de un asesinato o con alguna que otra violación en la conciencia, probablemente no lleguemos a saberlo jamás. Y respecto al caso Barnes, seguimos andando a tientas, como al principio, y eso no me parece nada tranquilizador. ¿Sobre Tanner no tenemos ninguna pista, todavía?
Por la mañana habían llegado prácticamente al mismo tiempo a la casa de Friargate Road y la casera les dijo que había echado a Dave Tanner a la calle el día anterior.
—¡No quería tener ni un segundo más a un asesino en mi casa! —había gritado la casera una y otra vez, casi al borde de la histeria—. Lo he echado con todos sus bártulos. No me apetecía ser la siguiente, ¿comprenden?
—Estamos casi seguros de que Tanner no tiene nada que ver con el asesinato de Amy Mills —le había explicado Valerie—. Y respecto al caso de Fiona Barnes, no tenemos ninguna prueba que demuestre que fue él.
—Pero sabemos que la noche del sábado se marchó disimuladamente de aquí, ¿no? —dijo la señora Willerton, presumiendo de conocer esa información privilegiada—. ¡Y eso después de haber declarado algo distinto!
Sí, y por desgracia sus mentiras no habían acabado ahí, había pensado Valerie, aunque sin compartirlo en voz alta con la señora Willerton, que estaba furiosa.
—¿Tiene alguna idea de adónde puede haber ido? —le había preguntado—. Quiero decir, que en un lugar u otro tendrá que cobijarse, ¿no?
—Lo ignoro. A casa de su prometida, supongo, si es que ella aún quiere casarse con él. Yo no me sentiría segura con un tipo como ese. Cuando pienso el peligro que corría mientras lo tenía viviendo aquí…
En la granja de los Beckett, que había sido el siguiente lugar en el que Valerie había ido a buscarlo, tampoco lo había encontrado. Y después de lo que le había dicho a Reek el día anterior, era poco probable que Karen Ward lo hubiera acogido en su piso.
—Seguimos sin tener pistas —dijo Reek—. Tengo a un agente apostado frente a la Friarage School. Tanner tiene que dar una clase de español esta tarde, a las seis. Pero algo me dice que no se presentará. ¿Quizá deberíamos dejar de buscarlo?
—No se ha dado a la fuga. Es su casera la que lo echó de casa, por lo que se ha visto obligado a buscar otro alojamiento y no tiene ni idea de que lo estamos buscando —dijo Valerie.
—Pero nos ha mentido en su declaración respecto a lo que hizo la noche del crimen —reflexionó Reek en voz alta—, y no una, sino dos veces.
Valerie consultó el reloj.
—Son las cinco y cuarto. Esperaremos una hora más. Si hasta entonces no ha aparecido, lo buscaremos en serio.
Los dos se miraron fijamente.
—En tal caso empezaremos a investigar a Dave Tanner —dijo Valerie.
8
Tal como había esperado, Leslie no tuvo ningún problema para encontrar en Robin Hood’s Bay la casa en la que vivía Semira Newton. Había preguntado por ella en un puesto de souvenirs y la vendedora había asentido de inmediato.
—Claro que conozco a Semira. Tiene una pequeña alfarería al final de la calle. No tiene pérdida.
Leslie siguió por aquella empinada calle, cuesta abajo.
Robin Hood’s Bay estaba pegada a un acantilado y se extendía casi hasta la bahía que tenía debajo. El pueblecito, a pesar de ser muy turístico y repleto de tiendecitas y de comercios, seguía conservando su encanto original. Casas pequeñas, bajas, calles empedradas, un arroyo que cruzaba el sendero que llevaba hasta el mar. Jardines minúsculos en los que se abrían las últimas flores del año. Terracitas en las que se agolpaban mesas y sillas pintadas que atestiguaban acogedoras noches de verano bajo cielos despejados. Y por encima de todo, el olor a sal y a algas procedente del agua.
Leslie había encontrado enseguida la alfarería, solo un poco más arriba del lugar en el que la calle se ensanchaba para desembocar en la playa. La casa era tan pequeña e inclinada como la mayoría de las que formaban aquel pueblo, con las paredes encaladas y una puerta de madera oscura y brillante. Había dos escaparates junto a la puerta en los que había expuestos los artículos que Semira Newton ofrecía: vasos, tazas, platos y recipientes de grueso barro vitrificado, en algunos casos algo irregulares, pero genuinos y peculiares a la vez. No había ni una sola pieza pintada de colores, si bien, según la temperatura de cocción y el barniz utilizado, el tono marrón variaba entre un ocre claro y un marrón oscuro muy saturado que resumían la variación cromática de las piezas. A Leslie, a quien no le entusiasmaban los platos decorados con florecitas, le gustó la sencillez que ofrecía el escaparate.
Lamentablemente, Semira Newton no estaba en casa o, al menos, no estaba en la tienda. Una nota pegada a la puerta anunciaba: «¡Volveré hacia las cuatro!».
Leslie consultó el reloj. Faltaba poco para las dos.
De todos modos, llamó un par de veces y miró por la ventana con la esperanza de ver algo de movimiento en el interior, pero las cortinas blancas se lo impidieron. Era evidente que Semira no estaba en casa.
Leslie bajó hasta la playa. En esa época del año apenas había turistas. Un grupo de unos veinte niños de ocho o nueve años estaban sentados sobre las rocas planas de la parte superior de la bahía, armados con blocs de dibujo. La maestra leía un libro mientras los niños, enfundados en gruesos anoraks, dibujaban muy concentrados, sacando la lengua entre los labios. El mar, la arena… Leslie echó una ojeada a un par de dibujos al pasar.
Qué bonito, pensó, trasladar aquí la clase de dibujo.
Dos mujeres mayores recorrían la orilla recogiendo piedras y conchas. Un hombre estaba apoyado en el muro en el que se apoyaban las casas más periféricas del pueblo, que quedaban casi sobre la bahía, y miraba pensativo a lo lejos. Otro hombre lanzaba pelotas de tenis a su perro y el animal corría a toda velocidad, dando largos brincos, ladrando con entusiasmo por la playa. Leslie pasó un rato contemplándolos antes de sentarse sobre una roca y ceñirse un poco más la chaqueta. De hecho no es que hiciera mucho frío, pero no podía parar de tiritar. Sabía por qué: tenía miedo de la conversación que estaba a punto de mantener con Semira Newton.
Tal vez lo mejor sería simplemente volver a Scarborough, pensó, y dejar en paz las viejas historias.
Pero tal vez fuera tarde para ello. Ya sabía demasiado. Descubriría lo que había quedado por explicar. Ella podía decidir dejar en paz el pasado, pero ¿el pasado haría lo mismo con ella? ¿La dejaría en paz?
Poco a poco, la playa se fue vaciando porque empezaba a subir la marea. El tipo del perro desapareció, los alumnos de dibujo recogieron los blocs y los lápices. Las dos mujeres ya estaban de vuelta. Cuando Leslie regresó a la alfarería a las cuatro en punto, solo quedaba el hombre apoyado en el muro, contemplando fijamente el mar, algún punto en el horizonte que solo él y nadie más era capaz de ver.
A pesar de que en la nota decía que estaría de vuelta a las cuatro, Semira Newton aún no había aparecido a las cuatro y cuarto, ni tampoco a las cuatro y media. Leslie no hacía más que pasear arriba y abajo frente a la casa, se fumó un par de cigarrillos, cada vez tenía más frío y se sentía más deprimida, a tal punto que casi valoró la situación como una señal del destino: no tenía que suceder. No serviría de nada, no traería nada bueno. Tal vez no era más que una oportunidad de evitar encontrarse con Semira y al final terminaría deseando haberla aprovechado.
A las cinco menos diez finalmente decidió marcharse de Robin Hood’s Bay, pero justo en ese momento divisó una figura que bajaba por la calle y el instinto le dijo que se trataba de la mujer a la que llevaba un buen rato esperando. Era una mujer menuda que se movía con gran dificultad con la ayuda de un andador por aquella calle, cuya acusada pendiente dificultaba aún más su desplazamiento. Avanzaba muy despacio, parecía como si cada paso le costara gran esfuerzo y mucha concentración. Llevaba unos pantalones de color beis y un anorak marrón; iba vestida con los mismos colores que decoraban las piezas de alfarería que fabricaba y vendía. El oscuro color de su piel, el pelo y los ojos negros la identificaban claramente como india o paquistaní.
A Leslie el corazón le latía con fuerza. Dio un par de pasos para acercarse a la anciana.
—¿Señora Newton? —preguntó.
La mujer, que durante todo el rato había tenido los ojos fijos en la calle, alzó la mirada.
—¿Sí?
—Soy la doctora Cramer. Leslie Cramer. La estaba esperando.
—He tardado más de la cuenta —dijo Semira. No parecía dispuesta a disculparse por ello, pero de todos modos le dio una explicación—. Cada jueves me hacen masajes. Una amiga mía, que también vive en el pueblo. Es importante, porque ya tengo la carcasa —dijo refiriéndose a su cuerpo— muy torcida y encorvada. Hoy nos hemos quedado charlando un rato más mientras tomábamos un té. —Ya delante de la tienda, sacó trabajosamente las llaves del bolsillo del anorak y abrió la puerta—. En esta época del año rara vez viene alguien a comprar algo. En verano esto está mucho más animado, pero ahora… No creí que hubiera nadie esperando. —Muy despacio, entró en la tienda y encendió la luz—. ¿Quiere comprar algo, doctora Cramer?
La tienda era muy modesta. Los estantes de madera con objetos de alfarería expuestos recubrían las paredes. En medio de la sala había una mesa con una caja de hojalata encima que debía de hacer las veces de caja registradora. Una puerta conducía a otra sala, y Leslie supuso que allí es donde tenía el taller.
Semira rodeó la mesa con dificultad y se sentó con un gemido sobre una silla sin apartarse mucho del andador.
—Disculpe que me siente nada más llegar. Pero es que me canso enseguida, caminando. Aunque debería hacerlo más a menudo. Mi médico siempre se enfada conmigo, pero claro ¡a él no le duelen los huesos! —Se quedó mirando a Leslie con atención—. Entonces ¿qué? ¿Quiere usted comprar algo?
—De hecho he venido por otro motivo —dijo Leslie—. Me gustaría… hablar un momento con usted, señora Newton.
Semira Newton señaló un taburete que estaba en un rincón.
—Acérquese y siéntese. Perdone que no pueda ofrecerle nada más cómodo.
Leslie se sentó en el taburete al otro lado de la mesa, de manera que quedó frente a Semira.
—No hay problema —aseguró.
—¿Y bien? —preguntó Semira una vez más.
Sus ojos se concentraron en los de Leslie, y esta constató que tenía una mirada inteligente, despierta. Semira Newton tal vez se movía como una anciana de ochenta años, pero su mente seguía en plena forma.
Finalmente, Leslie se armó de valor.
—Soy la nieta de Fiona Barnes —dijo—, cuyo nombre de soltera era Fiona Swales. —Esperó a ver si eso provocaba alguna reacción en su mujer, pero no fue así. Semira se quedó impasible—. Conocía usted a mi abuela, ¿no? —preguntó Leslie.
—Coincidimos alguna vez, sí. Pero de eso hace una eternidad.
—Bueno, la… el pasado sábado por la noche la… asesinaron —dijo Leslie. Le costó dar esa información con sus propios labios, le sonaba completamente ajena.
—Lo he leído en el periódico —replicó Semira—. ¿Se sabe ya quién lo hizo? ¿Y por qué?
—No. La policía sigue sin saber nada al respecto. Por lo menos, eso parece. No ha trascendido si siguen alguna pista concluyente.
—El otro día leí algo acerca de la cantidad de crímenes que quedan por resolver —dijo Semira en un tono de voz que parecía más bien el de una conversación trivial.
Leslie se dio cuenta de las reservas de aquella mujer. No sería fácil hablar con ella.
—Sí. Por desgracia, así es. —Leslie le dio la razón antes de mirarla muy seria—. Supongo que se imagina por qué he venido a verla, ¿no?
—Dígamelo.
—Nunca he sabido todo lo que pasó en la vida de mi abuela. Me he enterado de algunos detalles por casualidad después de su muerte. Hay nombres que no había oído en mi vida. Como el de Brian Somerville, por ejemplo.
Semira se quedó helada. No movió ni un solo músculo de la cara.
Leslie le planteó una pregunta directa.
—Sabe de quién le hablo, ¿no?
—Sí. Y usted también. ¿Qué quiere de mí?
—A partir de una carta que mi abuela envió a Chad Beckett pocas semanas antes de morir me enteré de que en los años setenta tuvo lugar un escándalo relacionado con Brian Somerville. Según la carta se produjo un gran revuelo en la prensa. Mencionaba investigaciones policiales… y la mencionaba a usted. Por lo que he entendido, usted fue la que desencadenó el asunto.
Semira esbozó una sonrisa. No parecía tensa en absoluto, sino más bien cansada. Un poco resignada. Como alguien a quien, varias décadas después, lo que se había convertido en el tema de su vida seguía provocándole quebraderos de cabeza, a pesar de no quedarle ya apenas fuerzas para dedicarlas a esa cuestión.
—Sí —dijo lentamente—. Yo lo desencadené. Fui yo quien advirtió a la policía y a la prensa. En cualquier caso, después de escapar a la muerte, en cuanto pude volver a actuar.
—Y recurrió a la policía y a la prensa porque… ¿encontró a Brian Somerville?
—Ocurrió en un día de diciembre —empezó a contar Semira. Su voz seguía siendo monótona y su rostro impasible—. El diecinueve de diciembre, para ser más exactos. En mil novecientos setenta. Un domingo. Un domingo muy frío, había nevado. Mi marido y yo por aquel entonces vivíamos en Ravenscar. Él trabajaba como cocinero en una residencia de la tercera edad en Scarborough, pero vivir allí habría resultado demasiado caro para nosotros, por lo que vivíamos en Ravenscar. Yo no tenía trabajo. Anteriormente había trabajado como asistente social en Londres, pero fuimos a parar al norte porque tras pasar mucho tiempo en el paro a mi marido le habían ofrecido un empleo. Yo esperaba encontrar trabajo en algún momento, también, pero en una región rural como esta y en esa época… al ser paquistaní no lo tuve fácil. La gente todavía tenía muchas reservas y recibí muchas negativas. A pesar de ello, tampoco es que fuera infeliz. John, mi marido, y yo nos queríamos mucho. Esperábamos un bebé.
En aquel momento se detuvo, parecía estar siguiendo el rastro de aquellos tiempos pretéritos.
—Bueno, en cualquier caso, a principios de diciembre vinieron a verme los hijos de unos compañeros de trabajo de John. Habían estado deambulando por los alrededores y se habían acercado a la granja de Gordon McBright, algo que por aquel entonces todos los padres prohibían rotundamente a los niños. Casi nadie había visto a McBright, pero corrían un montón de rumores acerca de él. Se le consideraba un tipo imprevisible, brutal y peligroso. Había quien veía en él simplemente a la personificación del mal.
—Gordon McBright…
Semira Newton tenía la mirada perdida más allá de Leslie, en la ventana que le permitía contemplar aquella tarde de octubre.
—Exacto —dijo—. El mal en persona. Inconcebible, más despiadado y astuto de lo que podíamos imaginar la mayoría de nosotros. Al menos yo, que por aquel entonces tenía veintiocho años, y bien sabe Dios que durante el tiempo que había trabajado en Londres como asistente social solo me había enfrentado al lado bueno del mundo y no conocía aún el mal verdadero.
Leslie se dio cuenta de que divagaba y no se centraba en el tema. Se resistía a volver a aquel día de diciembre de hacía casi cuarenta años.
—¿Sabe lo que leí hace unos meses? Leí acerca de cómo algunas personas se desembarazan de sus perros en España. Los cuelgan de los árboles. Pero no para que mueran enseguida, los cuelgan de tal manera que con las garras de las patas traseras llegan a tocar el suelo. Eso retrasa su muerte. Los perros luchan durante varias horas antes de morir.
Leslie tragó saliva.
—¿Y sabe usted cómo lo llaman a eso? —preguntó Semira—. Los españoles, quiero decir.
—No —dijo Leslie. Ese «no» había sonado tan ronco que apenas resultó inteligible. Se aclaró la garganta—. No —repitió.
—Lo llaman «tocar el piano» —dijo Semira—. Porque los perros, en un esfuerzo desesperado por salvarse, se mantienen sobre las puntas de las patas traseras y andan de un lado para otro con pasos cortos y rápidos para evitar la lenta estrangulación. Un movimiento parecido al de los dedos de un pianista sobre las teclas.
Leslie no dijo nada, pero por dentro estaba horrorizada y escandalizada.
—Sí —prosiguió Semira—, eso me dejó conmovida. No solo por el hecho de que lo hagan de ese modo, sino también por el nombre que le han dado a esa práctica tan cruel. Tal vez el mal en todo su esplendor se revela con más claridad cuando no solo consiste en la mera brutalidad, sino cuando esa brutalidad va acompañada de cinismo. Porque eso demuestra que el raciocinio interviene en el hecho. ¿Y acaso no es insoportable la idea de que personas que «razonan» hagan ese tipo de cosas?
—Sí —dijo Leslie en voz baja—. Así es.
—Pero no ha venido usted por ese motivo —dijo Semira—, no ha venido para hablar conmigo del mal que hay en el mundo. El motivo por el que está aquí tiene que ver con mi historia, la que tan ocupada me ha tenido a lo largo de tantos años. Tiene que ver con Gordon McBright. Y con Brian Somerville.
—¿Y con mi abuela? —preguntó Leslie.
Semira se echó a reír.
—Ah, ¿lo que quiere saber es si fui yo quien mató a su abuela el fin de semana pasado? ¿Quiere saber si tenía algún motivo para hacerlo? Pues sí, doctora Cramer, tenía uno. Pero siento decepcionarla. Si hubiera querido matar a Fiona Barnes, no lo habría hecho hace un par de días. ¿Al final de una bonita vida, para ahorrarle los achaques y la soledad propios de la vejez? ¿Por qué tendría que haber sido tan amable con ella? Y además, solo tiene que mirarme. He oído que a su abuela la mataron a golpes y que luego la arrojaron a una especie de barranco que se abría entre los prados. En plena noche. ¿Me ve usted físicamente capaz de hacer algo así? ¿Con esta piltrafa de cuerpo al que vivo encadenada?
Leslie negó con la cabeza.
—Es difícil de imaginar.
—Es imposible. Tendría dificultades incluso para suicidarme. Ya no digamos matar a otra persona… No, por desgracia, no es algo que yo pueda hacer.
—Tampoco pretendía acusarla de…
—No, claro que no, querida. Lo sé. Lo único que quiere es hacerse una idea acerca de ciertas cosas, ya la he entendido. ¿Sabe?, siempre he odiado a su abuela. Y a Chad Beckett también. Esa parejita tan pulcra, siempre con las manos tan limpias, siempre tan cuidadosos a la hora de salvar el propio pellejo. Al fin y al cabo, si mi vida ha sido tan dura es por culpa del egoísmo, la cobardía y el narcisismo de esas dos personas. Se lo puedo contar, si quiere, doctora Cramer. Puedo contarle cómo Gordon McBright me dio una paliza brutal hace cuarenta años y me produjo lesiones irreversibles. Puedo contarle todo lo que me hizo, y estoy segura de que no se aproximará en absoluto a lo que haya podido vivir usted, Leslie. No creo que sea fácil vivir cuando has tenido como abuela a Fiona Barnes, pero la dimensión de mi sufrimiento es otra, puede estar usted segura de ello.
—Me gustaría que me lo contara —dijo Leslie.
9
—Pero ¿por qué lo hiciste? —preguntó Colin.
Estaba de espaldas a la pequeña ventana de la buhardilla que desde hacía años ocupaban cuando pasaban las vacaciones en la granja de los Beckett. Y a pesar de no ser un tipo especialmente ancho de hombros, cubría casi toda la superficie del cristal e impedía que entrara la luz del día.
Jennifer estaba sentada en la cama, con Wotan y Cal a sus pies. Los dos perros apoyaban el hocico en la rodilla de Jennifer, suplicándole caricias con la mirada, mientras ella les rascaba la cabeza, perdida en sus cavilaciones.
—No lo sé —dijo ella como toda respuesta a la pregunta de su marido.
—Es que, Jennifer, de verdad… —dijo él mientras negaba con la cabeza—. Es una declaración falsa lo que le contaste a la policía. ¡En un caso de asesinato! Eso puede llegar a tener serias consecuencias. ¿Y te limitas a decir que no sabes por qué lo hiciste?
Ella se mantuvo impasible.
—Tal vez actué de forma demasiado impulsiva. Tuve la impresión de que sería mejor… tener una coartada. Esa inspectora es como un perro de presa. Resolverá el caso a cualquier precio, incluso si la persona que al final presente como autor de los hechos no es la persona correcta. Lo hice como medida de precaución.
—¿Y por eso le aseguraste que pasaste toda la noche con Gwen a pesar de no ser cierto?
—¿Tan malo es eso?
Colin se llevó la mano a la frente. No reconocía a Jennifer, tan ingenua y al mismo tiempo tan obstinada.
—Es una declaración falsa. Se te va a caer el pelo como se enteren.
—¿Y por qué tendrían que enterarse?
—Bueno, al fin y al cabo Gwen me lo ha contado a mí. Es evidente que no para de preguntarse por qué creíste necesario mentir al respecto. Lo siguiente será que se lo cuente a Dave. Luego, tal vez a su padre. Leslie Cramer es otra clara candidata a saberlo. Y en algún momento, puedes apostar la cabeza a que esto llegará a oídos de la policía. Jennifer, ¿cómo pensaste que podías confiar en Gwen? Es una chiquilla, necesita que la aconsejen continuamente. ¡Hace años que la conoces!
—¿Y qué? Pongamos que llega a oídos de la policía. Colin, tengo la conciencia muy tranquila. La inspectora Almond puede pensar lo que quiera, pero no conseguirá demostrar nada. Porque no he hecho nada. Yo no maté a Fiona Barnes.
—No estás siendo lógica. Primero me dices que lo hiciste como medida de precaución, para que ese perro de presa que es la inspectora Almond no pueda endosarte nada. Y ahora que ya le has mentido respecto al asunto en un detalle extremadamente importante, cuando deberías haberte ceñido a la verdad, actúas como si todo te diera igual y como si no pudiera afectarte en lo más mínimo. ¿A qué se debe ese cambio de opinión?
Jennifer no paraba de acariciar a los perros, que empezaban ya a babosear de felicidad.
—Es que se mostró muy desconfiada conmigo. Por aquella historia. Es irrelevante lo que esto pueda añadir al tema; el caso es que ella ya había puesto la vista sobre mí.
—Y por si no desconfiara ya lo suficiente, vas tú y echas más leña al fuego.
—Tal vez terminemos enterándonos de que lo hizo ese Gibson. Entonces el tema quedaría zanjado.
Colin se apartó de la ventana, acercó una silla que estaba en un rincón y se sentó frente a su esposa.
—Jennifer, pero si antes me has dicho que en el momento del crimen él ni siquiera estaba por la región. Si incluso ha dado fe de ello la mujer que lo ha denunciado, y eso que no tenía motivos para encubrirlo. O sea, que, nos guste o no, tanto tú como yo seguimos siendo sospechosos.
—También lo seríamos si no hubiera acordado nada con Gwen.
—Sí, pero no correrías el riesgo que corres ahora a que te descubran. Porque la inspectora Almond no puede utilizar aquella historia, la de la alumna, para acusarte de asesinato; no puede sacar nada de aquello. Pero de una declaración falsa, sí.
—Gwen está igual de implicada que yo.
—Sí, pero no fue idea de Gwen, sino tuya. Todos quedamos conmocionados con el asesinato de Fiona, y supongo que no te costaría mucho convencer a la ingenua de Gwen de que lo mejor que podía hacer era aceptar tu propuesta. Sin embargo, poco a poco ha estado reflexionando acerca del tema, y me ha dado la impresión de que cada vez la incomoda más esa mentira. Y a medida que se intensifiquen y se prolonguen las investigaciones, peor se sentirá al respecto, Jennifer. Incluso si no se decide a revelarlo a los cuatro vientos, puede que llegue un momento en que acabe cediendo ante las preguntas de la policía. Por desgracia, estoy seguro de ello.
—No puedo hacer nada para cambiarlo —replicó Jennifer.
Colin percibió con angustia lo resignada que sonó la voz de su esposa, como si no diera la importancia que merecía a todo aquel asunto.
—Ve a ver a la inspectora Almond —le propuso Colin—, ve y cuéntale lo ocurrido. Explícale lo mismo que me has explicado a mí, que temiste que te colgaran enseguida la etiqueta de principal sospechosa porque en ese momento estabas fuera con los perros. Que quisiste cubrirte las espaldas y que por eso actuaste irreflexivamente, impulsada por el pánico.
—Y entonces se preguntará por lo que motivó ese acto irreflexivo. Ese pánico. ¡Colin, eso sería casi una confesión!
—Pero será aún peor si llega a enterarse por Gwen. O por cualquier otra persona. Mucho peor.
Los dos se miraron a los ojos. Los perros notaron la tensión que había en la habitación, alzaron las orejas y miraron con atención a sus dueños.
—Creo que deberíamos volver a casa —dijo Leslie en voz baja.
—Tranquila, tenemos que marcharnos el sábado de todos modos. A partir del lunes debo volver al trabajo.
—Ya, pero quiero que nos marchemos hoy mismo.
—¿Ahora? ¿Hoy mismo?
—Sí.
—En mi opinión, es mejor que no nos marchemos hoy.
—La policía tiene nuestros nombres. Y nuestra dirección. Vivimos a una hora y media en coche de aquí. No creo que sea ningún problema.
A Colin le ardían los párpados. Supuso que su aspecto debía de ser por lo menos tan cansado como el de su esposa, y se preguntaba de dónde procedía ese agotamiento paralizador que se había apoderado de ellos y los afligía de aquel modo tan vago.
—Creo que deberías acudir a la policía —insistió él.
—También puedo llamarlos por teléfono desde nuestra casa.
—¿Lo harás?
—¡Por supuesto!
Colin tuvo la impresión de que en ese momento Jennifer habría sido capaz de prometerle cualquier cosa con tal de conseguir que él accediera a abandonar la granja de los Beckett. Extendió los brazos y tomó las manos de su esposa entre las suyas.
—¿Qué te ha pasado, Jennifer? ¿A qué vienen esas ganas de partir precipitadamente? ¿Es por… lo de ayer? Fue algo estresante, no me extraña que estés algo alterada. Tal vez deberíamos hablar de nuevo. Sobre lo que te ha pasado, sobre ese tipo, sobre tu miedo. Además, has tenido que mantenerte fuerte todo el tiempo para servir de apoyo a esa mujer, y puede que seas tú ahora la que necesita algo de apoyo.
—No es solo la historia de Stan Gibson lo que me agobia —dijo Jennifer—. Es… todo. La granja, Gwen, Dave Tanner, la policía. Todo es muy lúgubre en esta granja, ¿te has dado cuenta? No hay vida. A Chad Beckett le falta vida, la vida de Gwen no es una vida de verdad, Tanner es un parásito sin carisma. ¿Te los imaginas a los tres aquí juntos? ¿Chad, Gwen y Tanner? Y ni siquiera está Fiona para entrometerse de vez en cuando con su lengua viperina.
Colin no daba crédito a lo que estaba oyendo.
—¿Que todo es lúgubre en esta granja? ¿Que no hay vida? Eras tú quien siempre insistía en venir aquí, fuiste tú quien tomó cariño a todo esto. Al paisaje, al mar, a la casa, a Gwen. Yo tenía la sensación de que… de que la granja de los Beckett era algo único para ti. Y ahora… ¿vas y me dices esto?
—Sí, te lo digo —respondió Jennifer antes de ponerse de pie. Irradiaba una extraña mezcla de tristeza y de una incipiente determinación—. La gente cambia, Colin. Todos cambiamos. Yo he experimentado un cambio en estos últimos días.
—¿En qué sentido? —dijo él mientras se ponía también de pie.
—Es difícil describirlo. Yo tampoco sé con exactitud cuándo empezó. Tal vez en el momento en que Almond volvió a sacar esa vieja historia y me la plantó frente a las narices. Cuando volví a sentirme entre la espada y la pared por culpa de ese tema. Pero fue ayer cuando lo comprendí, mientras constataba el miedo que Ena Witty sentía por culpa de Stan Gibson. Cuando vi cómo titubeaba, cómo vacilaba. ¿Tenía que separarse? ¿Tenía que seguir con él? ¿Tenía algo que ver el novio de Ena con Amy Mills? ¿O no eran más que fantasías que se había creado ella misma a partir de un comportamiento extraño en el día a día? No hacía más que ir de un lado a otro, y lo único que irradiaba era inseguridad, debilidades, indecisión, desaliento. Pasé toda la tarde de ayer con ella. La noche. Dormí en su casa. He estado esta mañana allí. Y ha llegado un momento en que lo único que deseaba era largarme. Huir. ¡No podía soportarla más!
—¿A esa pobre mujer? ¿A ella, no podías aguantarla?
—¡Me puso furiosa! Terriblemente furiosa. Por su actitud sumisa, sus miedos, sus lamentaciones, todo lo que me contó acerca de unas cuantas semanas de convivencia con Gibson. ¿Cómo pudo someterse tanto a él? ¿Cómo pudo permitirse esa posición de extrema debilidad y a la vez dejar que él hiciera lo contrario y se sintiera tan fuerte? Ha sido repugnante tener que oír todas esas cosas. Creí que reventaría por culpa de la agresividad acumulada. ¡Todavía estoy que reviento!
—Comprendo —dijo Colin para calmarla, a pesar de que en realidad no entendía lo que su esposa intentaba decirle.
Jennifer lo miró con una expresión casi despectiva.
—No creo que seas capaz de comprenderme, Colin. Yo misma he necesitado cierto tiempo para darme cuenta. Porque, en realidad, no era Ena quien me ponía furiosa, sino yo misma.
—¿Tú misma?
—Viendo a esa odiosa Ena Witty delante de mí me puse a pensar en Amy Mills, en lo que se sabe de ella gracias a los periódicos. Debió de ser el mismo tipo de mujer. Una víctima. A Stan Gibson le gustan las mujeres así, sumisas. Las que lo tratan como si fuera el amo y señor. Y lo peor de todo es que las encontraba. Porque existen, y no es que haya pocas.
—Por lo visto sí, desgraciadamente. Pero tú…
En ese punto, Jennifer apartó la mirada. La mantuvo fija en algún punto invisible de la pared que tenía delante.
—Yo también soy así. Y podría haberme convertido en lo mismo: en una víctima. La víctima de un hombre como ese.
Colin estaba perplejo.
—¡No es verdad, tú no eres así! Tú tienes tus problemas, pero jamás te he considerado una persona intimidada y sumisa.
—Mi caso es algo distinto al de Ena Witty o al de Amy Mills, pero me corroen por dentro las inseguridades, Colin, lo sabes, y si no sale a la luz más a menudo es porque vivo prácticamente retirada de lo que podría considerarse una vida normal. Tú y los perros habéis sido mi única compañía durante mucho tiempo. Tengo dificultades a la hora de relacionarme con otras personas. Ni siquiera puedo conducir porque ya no confío en mí misma. Hay incontables miedos que impiden que mi vida siga adelante. Es solo que tal vez se me da mejor ocultarlo que a otra gente.
—Pero ¿crees que un Stan Gibson se daría cuenta de ello?
—De eso estoy convencida. Precisamente para ese tipo de cosas ese hombre tiene unas antenas perfectas. Si no te tuviera a ti, yo sería una persona aislada, acosada por todo tipo de temores. Y puede que también dispuesta a hacer concesiones con tal de que alguien se ocupara de mí.
A Colin no se le ocurría ninguna manera de refutar la teoría de su esposa.
—Vamos, Jennifer —dijo, algo desamparado—. Tú me tienes a mí. Y siempre me tendrás.
Sin embargo no se trataba de eso, no era eso lo que ella había intentado decirle. Y él lo sabía.
—¿Por qué crees que la inspectora Almond me puso en el punto de mira enseguida? —prosiguió Jennifer, sin prestar atención al comentario de Colin—. Yo también me convertí en víctima. Aquí, en un santiamén y sin que hubiera un verdadero motivo para ello.
—Bueno, ahora lo que tienes que pensar es que…
Jennifer no lo dejó terminar.
—Estoy furiosa, Colin, tan furiosa que creo que con cada día que pase aquí no haré sino enfurecerme más y más. Estoy tan furiosa como cuando me echaron del trabajo. Por el hecho de que esa policía quisiera utilizar mi pasado en mi contra. Porque llevo todos estos años escondiéndome. Porque he dejado de vivir. Por cómo me he sentido: herida, sometida, atacada. Porque en el fondo ese era el motivo por el que siempre quería venir a la granja de los Beckett: la gente aquí no vive; todos se limitan a existir como almas en pena, tanto Gwen como su padre. Por eso me sentía tan bien aquí. Porque encajaba; tenía tan poca vida como ellos, parecía fosilizada. Pero ya no quiero sentirme más de ese modo. No deseo pasar más tiempo en esta casa aislada junto al mar, en la que todos se esfuerzan por vivir del modo más ajeno al mundo posible. Me gustaría volver a formar parte de ese mundo en lugar de seguir siendo su víctima.
Mientras pensaba cuál había sido el punto de partida de aquella conversación, a Colin le había pasado por la cabeza comentar algo: ¿acaso no había ejercido de víctima, una vez más, cuando había tramado ese chanchullo con Gwen?
No obstante, no llegó a decirlo, no habría sido adecuado. Jennifer había cometido un error, pero lo había cometido inmersa en una dinámica que en ese momento parecía dispuesta a romper. La más mínima crítica o un argumento desconsiderado solo habrían podido molestarla. Jennifer tenía cosas más importantes de las que preocuparse, no necesitaba seguir pensando en quién habría matado a Fiona Barnes, por qué motivo y hacia quién apuntaría la policía sus focos al respecto. Incluso habiendo podido ser ella: en sus pensamientos no parecía haber espacio para eso. De manera que Colin sonrió, más como signo de rendición que por satisfacción. Pensó que tenía que sonreír de todos modos, para que Jennifer pudiera estar segura de que podía contar con él.
—Bien —dijo Colin—, entonces hagamos las maletas y marchémonos de aquí. Nos despediremos para siempre de este lugar, ¿de acuerdo? Creo que no volveremos a verlo.
—Seguro que no —dijo Jennifer.
10
—Bueno, pues resulta —dijo Semira— que los hijos de un compañero de trabajo de mi marido vinieron a verme un par de veces. Habían estado en la granja de McBright y habían visto algo extraño e inquietante allí… un niño acurrucado en un establo abandonado. Según aquellos críos, llevaba un collar de hierro alrededor del cuello y estaba encadenado. Apenas podía moverse; estaba helado y temblaba.
—¿Y no acudió enseguida a la policía? —preguntó Leslie. Sentía un frío atroz de los pies a la cabeza, por lo que se dejó puesta la chaqueta.
—Pensé hacerlo —replicó Semira—, pero John me aconsejó lo contrario. De hecho, sabíamos que aquellos niños solían disfrutar especialmente con las historias de miedo exageradas. John dijo que haría un ridículo tremendo si acudía a las autoridades alertada por ellos. Me aconsejó que no me tomara en serio todo aquello. ¡Un niño encadenado! ¡Esas cosas no sucedían!
—Pero a usted la historia no dejó de inquietarla —supuso Leslie.
—Así es. A diferencia de John, que siempre había trabajado como cocinero, yo no estaba tan segura de que esas cosas no sucedieran. Sobre todo porque sabía por experiencia lo que algunas personas son capaces de hacer a otras personas. Como ya le he dicho, yo había sido trabajadora social en Londres. Había visto muchos casos de violencia doméstica extrema. Tenía seis años menos que John, pero él era mucho más ingenuo que yo.
—O sea, que fue a echar un vistazo a la granja.
—Después de dudar mucho acerca de lo que debía hacer, pensé que lo mejor sería comprobarlo yo misma antes de acudir a la policía y a la oficina social de la juventud, en caso de que realmente fuera cierto lo que los niños me habían contado. Tenía mucho miedo. Como le he dicho, Gordon McBright tenía muy mala reputación en Ravenscar. A pesar del poco tiempo que llevábamos viviendo allí, ya había oído muchas cosas acerca de él: que era un hombre lleno de odio, un bruto, un ser asocial, así es como me lo pintaron. Se decía que su propio padre lo había maltratado durante muchos años, aunque no sé hasta qué punto ese rumor era cierto. En cualquier caso, servía para justificar la rabia indescriptible con la que ese hombre vivía, el desprecio y la malignidad con la que trataba a la gente. Tenía una esposa, de la que se afirmaba que tenía el cuerpo hecho una piltrafa. En todos aquellos años solo se la había visto dos o tres veces por el pueblo. Se comentaba también que a ella ya no le quedaban dientes, que estaba en los huesos y que vivía sumida en un pánico constante a causa de su marido. Pero no había buscado nunca la ayuda de nadie, ni siquiera de la policía, como tampoco se había entrometido jamás nadie. Todo el mundo temía demasiado a McBright para hacerlo.
—Era… Me parece una verdadera locura que usted decidiera ir sola —dijo Leslie.
—Pues sí —asintió Semira—, más adelante yo también me di cuenta de ello. Pero en ese momento y a pesar del miedo que sentía, infravaloré el peligro que podía llegar a suponer para mí ese McBright. Y tiene que pensar que, debido a mi trabajo, estaba acostumbrada a visitar a personas violentas y a lidiar con ellas. No creería la cantidad de padres de familia agresivos y brutales con los que había tenido que tratar. Pero en esas ocasiones, en Londres, lo había hecho como parte de los servicios sociales y, por lo tanto, estaba protegida por el sistema. Mis colaboradores sabían en todo momento a qué lugares acudía. O me acompañaba alguien, a veces incluso la policía, si la situación era espinosa. Pero en el caso que nos ocupa no fue así. —Semira hizo una breve pausa antes de seguir hablando con aire reflexivo—. El mayor error fue no decírselo a nadie. No contar absolutamente a nadie lo que me proponía hacer. Eso sí fue una locura, Leslie: acudir a ese lugar apartado del mundo donde vivía un criminal como Gordon McBright sin haber dejado siquiera una nota en casa, en la mesa de la cocina, contando lo que me proponía hacer.
—¿Y descubrió a un chico?
Semira negó con la cabeza.
—No. A un chico, no. Descubrí a un hombre. En lo que había sido un establo, junto a la parte de la granja que servía de vivienda. Estaba tendido, acurrucado en el suelo en posición fetal, como un embrión, lo que le hacía parecer mucho más pequeño de lo que en realidad era. Apenas entraba la luz en aquel cobertizo. Los niños creyeron que se trataba de un chico, pero ese había sido el único punto en el que se habían equivocado. Tenían razón respecto a todo lo demás. El collar de hierro, la cadena asida a una viga mediante un candado, la paja sucia sobre la que estaba tendido. Hacía un frío atroz y él iba casi desnudo. No podía creer lo que veían mis ojos. Aún hoy, cuarenta años más tarde, me cuesta creer lo que vi allí. A pesar de que todo aquello cambiara por completo mi vida, sigue pareciéndome extrañamente irreal. —Los ojos de Semira se fijaron primero en Leslie y luego parecieron atravesarla para tratar de ver más allá—. Acababa de encontrar a Brian Somerville.
Guardó silencio durante casi quince minutos, con la mirada extraviada en la pared que tenía delante. El tictac de las agujas del reloj parecía sonar el doble de fuerte que antes. Fuera empezaba a oscurecer.
Leslie no se atrevió a decir ni una sola palabra para romper aquel silencio.
—Se estaba muriendo —dijo Semira finalmente, de un modo tan brusco que Leslie no pudo evitar sobresaltarse—. Se había quedado en los huesos. Tenía el cuerpo cubierto de grandes heridas purulentas que daban fe de los malos tratos a los que había sido sometido día tras día. Más adelante, a través de la señora McBright nos enteramos de que lo trataba como a un esclavo, que lo obligaba a realizar las tareas más duras, incluso cuando no era más que un chico joven. Puesto que debido a sus limitaciones mentales no comprendía nada de lo que le decían, Gordon McBright lo golpeaba una y otra vez sin piedad hasta que, de un modo u otro, conseguía que hiciera lo que él quería. La señora McBright dijo haber temido a menudo que su marido pudiera llegar a matarlo a golpes. Y eso durante veinticuatro años. Fueron veinticuatro años los que Brian tuvo que soportar ese infierno. Apenas le daban comida y cada noche, o cuando no trabajaba, lo tenían encadenado en aquel establo. La señora McBright le llevó una manta una vez, pero después de que su marido la descubriera no se atrevió a intentar algo parecido. Por lo que se desprende del interrogatorio al que se la sometió con posterioridad, en cierto modo la presencia de Brian en la granja había significado un alivio para ella, a pesar de que dijo que a menudo había tenido que taparse los oídos, desesperada, para ignorar los gritos de dolor del chico. Su marido lo odiaba tanto que lo agredía cada vez con más frecuencia, a tal punto que incluso dejó de tomar a la señora McBright como víctima de sus ataques. Tal vez eso fuera lo que provocó que ella no hiciera nada para ayudar a aquel chaval indefenso. Porque eso es lo que era cuando llegó a la granja: nada más que un chaval. Pero quizá tampoco lo habría ayudado de todos modos. Al fin y al cabo, ni siquiera se ocupaba de sí misma. Era una persona completamente afligida. De hecho, había perdido las ganas de vivir desde hacía mucho tiempo.
Semira negaba con la cabeza mientras hablaba. A Leslie le pareció que conocía ese fenómeno mejor que la mayoría de las personas: eran mujeres que simplemente no se defendían. O que esperaban demasiado antes de intentarlo.
—En cualquier caso —prosiguió—, ese invierno de mil novecientos setenta Brian estaba en las últimas. No tenía ni cuarenta años y aparentaba al menos sesenta. No sé qué había llegado a hacerle McBright, pero no parecía posible sobrevivir a ello. Lo que encontré en el suelo de esa cuadra seguía respirando, pero a pesar de no saber nada de medicina comprendí que ni siquiera con la ayuda de un médico sería capaz de sobrevivir. Y una vez más, cometí un error. En lugar de salir corriendo de allí como si me persiguiera el mismísimo diablo, coger el coche y no parar hasta la comisaría más próxima, me puse en cuclillas junto a él y le di la vuelta. Busqué con la vista un grifo porque me pareció que se estaba muriendo de sed. Quería ayudarlo. Enseguida. Allí mismo. Y me quedé demasiado tiempo dentro de aquel establo. Demasiado tiempo.
—¿La sorprendió McBright?
—En el establo, no —dijo Semira—. Conseguí encaramarme a una ventana para salir. El establo era parte del muro exterior que rodeaba la granja y la ventana daba a un terreno que quedaba en la parte de atrás. Hacía tiempo que la ventana no tenía cristal. Debía rodear aquel trozo de terreno como fuera para alcanzar el lugar en el que había dejado el coche aparcado, a los pies de la colina. Y entonces fue cuando apareció de repente. Frente a la puerta de la granja. Había mirado por una ventana y había visto mi coche allí aparcado. Yo lo había dejado un poco alejado en una arboleda, pero justo en ese momento me di cuenta de que era visible desde las habitaciones superiores de la casa. Los árboles estaban pelados y no lo ocultaban. En cualquier caso, de repente tuve delante de mí a McBright. Si no hubiera pasado tanto tiempo junto a Brian, en ese momento ya habría estado arrancando el coche.
Semira contempló el plato que tenía delante y repasó con los dedos un par de muescas.
—Supe enseguida que corría peligro. Me las tendría que ver con aquel sádico que no se arredraba ante nada. En cuanto McBright comprendió que yo había descubierto su secreto, supo que no podía dejarme marchar sin más. Recuerdo perfectamente lo fuerte que me latía el corazón y lo seca que tenía la garganta. Y que mis piernas amenazaban con doblarse. Intenté que me viera como a alguien inofensivo. Fingí que me había perdido y que me había acercado a la granja con la esperanza de encontrar a alguien que pudiera ayudarme. Él me escuchó, pero estaba al acecho. No se sentía seguro. No pudo verme salir del establo, pero supuso que yo había merodeado por allí. Me atravesaba literalmente con los ojos. Dios mío, en toda mi vida no he vuelto a ver una mirada tan fría —dijo Semira mientras meneaba la cabeza—. Casi llegué a pensar que salvaría el pellejo. McBright hizo un par de comentarios despectivos acerca de los paquistaníes y me dijo que me largara. Entonces me di la vuelta y empecé a recorrer el camino de regreso al coche. No demasiado rápido, para que McBright no recelara. Pero luego… se lo pensó mejor. Me llamó de nuevo y me miró fijamente. Y… algo en mí le hizo comprender que yo lo sabía. Que había visto a Brian.
—E intentó escapar —dijo Leslie con una voz que ni siquiera ella misma supo reconocerse.
—Eché a correr para salvar la vida y él me siguió. McBright ya no era un joven, pero era fuerte y decidido y se me acercaba cada vez más. Supe que no conseguiría abrir el coche y meterme en él, que no tendría tiempo para tanto. Había un bosquecillo que quedaba al lado de la granja. Me dirigí hacia allí sin pensarlo dos veces, lo hice por puro instinto, intentaba buscar un escondite al ver que no era posible escapar. Pero los árboles estaban muy dispersos y no tenían follaje, por lo que no conseguí perder de vista a mi perseguidor.
Leslie contuvo el aliento. Había visto el cuerpo maltratado de Semira, los fatigosos movimientos con los que se le había acercado. No necesitaba oírlo para saber que McBright acabó atrapándola y descargando toda su ira sobre ella.
—No quiero entrar en detalles acerca de lo que sucedió entonces —dijo Semira—. Me atrapó y estaba furioso. Creo que se sentía con pleno derecho a hacer lo que quisiera conmigo simplemente porque había entrado en su propiedad. Le habría dado igual si me hubiera sorprendido en el establo o rebuscando en su monedero en el salón de su casa. Era una persona totalmente enajenada, un psicópata peligroso que, por cierto, no murió en prisión, sino bajo custodia de seguridad. Por suerte, no se topó con nadie dispuesto a dejarlo vivir de nuevo con otras personas.
—¿Cómo consiguió… salvar la vida?
—Para mí también es una incógnita —respondió Semira mientras reía con amargura—. No creo que McBright pensara que yo fuera a sobrevivir. Pero incluso en eso puede apreciarse lo trastornado que estaba. Es decir, lo más lógico habría sido que se hubiera asegurado de que estaba muerta y, en caso necesario, que hubiera continuado golpeándome hasta que no le quedara duda de ello. Que después hubiera enterrado mi cadáver y hubiera eliminado las pruebas, que hubiera hundido mi coche en un lago, qué sé yo. Pero él no hizo nada de eso. No se sentía culpable en absoluto, no tenía la sensación de que nadie pudiera exigirle cuentas por lo que había hecho, por eso tampoco pensó que fuera necesario tomar precauciones para que no lo atraparan. Había hecho lo que consideraba que era lo correcto. Me dejó tirada en un bosque perdido y se marchó sin preocuparse lo más mínimo por lo que pudiera ocurrirme.
—Y su marido se dio cuenta de que había desaparecido, ¿por la noche?
—Desgraciadamente no fue aquella noche. Tuvo que trabajar ese sábado, pero habíamos acordado ir al cine en cuanto volviera a casa. Llegó más tarde de lo previsto y, al no encontrarme, pensó que había ido sola. O que había salido a tomar algo con una amiga. Lo había hecho alguna vez, cuando él no tenía tiempo, por lo que no le dio más importancia, se acostó y se quedó dormido. El domingo por la mañana, al despertarse, descubrió que todavía no había vuelto a casa y pensó que tal vez me había sucedido algo.
—¿Y usted estuvo todo ese tiempo en aquel bosque?
Semira asintió.
—Medio muerta. Perdía el conocimiento de vez en cuando. Tenía varias fracturas en ambas mandíbulas así como en la nariz, que se me hinchó tanto que me costaba respirar. McBright me había destrozado la pelvis golpeándome con una rama. El dolor era increíble pero, como ya le he dicho, por fortuna perdía el conocimiento de vez en cuando. Cuando intento recordarlo, solo veo una nebulosa. Recuerdo un frío helado, la humedad y la oscuridad. De repente todo se volvió muy claro, vi las copas peladas de los árboles y las nubes de invierno. Oí cómo chillaban los pájaros. Recuerdo el sabor de la sangre en la boca. También que no podía moverme en absoluto. De vez en cuando creía ver gente que conocía de mis tiempos en Londres y animales que se movían a mi alrededor. Debía de tener mucha fiebre. Estaba convencida de que iba a morir, pero eso no me provocó el pánico, más bien me extrañó. Me pasaba el rato pensando en lo distinta que había imaginado la muerte, pero tampoco era capaz de hacerme una idea de cómo había creído que sería. Solo distinta. Simplemente distinta.
Leslie trago saliva.
—¿Cuándo la encontraron?
—El lunes, al atardecer. Cuarenta y ocho horas después de que Gordon McBright hubiera arremetido contra mí como un loco y me hubiera roto casi todos los huesos del cuerpo. John, mi marido, acudió a la policía el domingo por la tarde, pero no se tomaron el asunto muy en serio. Pensaron que habíamos tenido una disputa conyugal o que yo habría vuelto a casa con mi clan. John tuvo que describirme, y para hacerlo hubo de decir que era paquistaní. No puedo demostrarlo, pero estoy bastante segura de que eso explica la apatía que demostró la policía. Por aquel entonces las parejas mixtas despertaban recelos, se creía que ese tipo de cosas no podían funcionar. Supusieron que me habría escapado y a buen seguro pensaron que John era un idiota por haberse embarcado en una relación conmigo. En cualquier caso, al principio no hicieron nada. John estuvo llamando por teléfono a todos los lugares de los alrededores, preguntando a cualquier conocido si me había visto o si sabía algo de mí. Puesto que mi coche no estaba aparcado frente a la casa, no tenía ninguna duda de que había ido a alguna parte. Pero ¿adónde? John se devanó los sesos. No nos habíamos peleado. Debería haber sido un fin de semana como cualquier otro. La policía no tenía noticias de que se hubiera producido ningún accidente, pero aun así John llamó a todos los hospitales del norte de Inglaterra para preguntar si habían ingresado a una joven paquistaní. Hasta el lunes a mediodía no pensó en la historia de Gordon McBright. Llamó enseguida a la policía para informar de ello y le mandaron a un agente muy escéptico que, según John, demostró sin tapujos su indignación por el hecho de tener que acudir a una granja solitaria con el frío que hacía y el aguanieve que estaba cayendo. John lo acompañó. Por supuesto, vieron mi coche de inmediato y por fin empezó el movimiento. McBright dio con la puerta en las narices a la policía, pero poco después descubrieron a Brian moribundo en el establo y pidieron refuerzos. Bueno, y ya está. Peinaron los alrededores y acabaron dando conmigo. A esas alturas yo ya había perdido la conciencia definitivamente. No me di cuenta de nada. No volví a despertarme hasta un día después, en el hospital.
Semira Newton se quedó callada. Pasó un buen rato hasta que Leslie fue capaz de hablar de nuevo. Estaba aturdida y conmocionada y de repente deseó no haber ido a verla. O no haber leído jamás las cartas de su abuela a Chad Beckett.
—Supongo —dijo al cabo— que la ayuda llegó demasiado tarde para Brian, ¿no? Murió, ¿no es así? Debe de estar muerto, porque mi abuela y Chad Beckett…
—Probablemente es lo que ellos habrían deseado —dijo Semira—. Pero no, no está muerto. Los médicos lo salvaron, y sin duda contribuyó a ello el hecho de tener una constitución física muy recia. Sobrevivió al sádico de Gordon McBright.
—Y ahora…
—Ahora es un anciano —dijo Semira—. Lo visito de vez en cuando, pero me cuesta mucho porque apenas puedo moverme. Vive en una residencia en Whitby. ¿No lo sabía?
Leslie negó con la cabeza.
—Bueno —dijo Semira—, Fiona Barnes lo sabía. Debía de pensar que había muerto hace tiempo, porque hasta hace unos años me encargaba de enviarle una carta por Navidad para recordarle la existencia de Brian y, más adelante, cuando dejé de mandárselas, se informó alguna vez al respecto. Le escribí muchas veces para contarle que él seguía esperándola. Que seguía preguntando por ella. Apenas sabía hablar, pero Brian cada día preguntaba a las enfermeras cuándo volvería Fiona. Ella misma me contó que en el mes de febrero de mil novecientos cuarenta y tres le había prometido volver a buscarlo. Hoy en día, más de sesenta años después, Brian no ha perdido la esperanza de que Fiona cumpla la promesa que le hizo. Pero no fue a visitarlo ni una sola vez. Es por eso, Leslie, por lo que he odiado a su abuela, por eso más que por cualquier otra cosa. Sobre todo por eso.
11
Al otro lado de la ventana empezaba a oscurecer. Ese día que había sido tan gris y tan plomizo finalmente daba paso a una noche tranquila. A pesar de ello, Gwen no sabía si encender la luz. No le apetecía iluminar ni su propio rostro ni el de Dave, al que tenía sentado frente a ella, y se preguntaba cuál era la causa de esa timidez. Tal vez temía que la claridad de la luz le permitiera ver también la certeza, algo que le resultaba insoportable.
La certeza de que Dave estaba a punto de dejarla.
Llevaban casi una hora sentados en el salón de la granja de los Beckett y apenas habían hablado en todo ese tiempo. En el piso de arriba se oía cómo Jennifer y Colin no hacían más que ir de un lado para otro, y en algún momento Gwen se había preguntado qué debían de estar haciendo. Se oían también las garras de los perros sobre el suelo de madera. Los animales parecían inquietos en lugar de permanecer echados, durmiendo en un rincón como de costumbre. Pero Gwen había llegado a la conclusión de que no le importaba lo que Jennifer y Colin pudieran estar haciendo, lo que tuvieran previsto hacer o lo que estuvieran maquinando.
Su propio futuro estaba a punto de derrumbarse; todo lo demás le daba completamente igual.
Aunque en realidad lo había visto venir. Se preguntaba si hacía tiempo de ello, si había sido consciente desde el primer momento de que su relación con Dave transcurría sobre el filo de una navaja, demasiado fino para mantener el equilibrio durante mucho tiempo. Habían sido muchos los indicios y las señales que le habían llegado. Se acordaba del día en que había pasado a verlo y le había pedido que se acostara con ella. ¿Hacía dos días de aquello? ¿Tres? Él se había retorcido al oírla. Se había apartado de ella. La había enredado en una conversación. Y después se había marchado con una visible sensación de alivio hacia la escuela tras haber estado consultando el reloj una y mil veces, como si no hubiera podido esperar a que su clase empezara a fin de tener un motivo para escapar de su habitación y de su futura esposa durante un par de horas. Dave había regresado tarde. Se había pasado la noche entera leyendo, a primera hora de la mañana había salido a pasear y se había negado cuando ella se había ofrecido a acompañarlo.
—Necesito estar solo —le había dicho.
Gwen se había quedado en la habitación de Dave y había esperado un rato, frustrada y humillada. Al final se había marchado, había pasado unas horas errando sin rumbo por el centro y luego había tomado un taxi para volver a la granja. Sin haberse acostado con él. Y se había dado cuenta de que nunca lo harían, de que jamás llegaría a haber sexo entre ellos.
Porque Dave no la deseaba, no sentía el menor deseo por ella. Probablemente habría preferido acostarse con su casera antes de hacerlo con su prometida. No era solo el hecho de que no la amara, no. Es que además la encontraba repugnante. No había nada que lo atrajera de ella. Nada. Solo aquellas tierras junto al mar que algún día serían de su propiedad.
Dave, por su parte, ya se había hecho a la idea de que tenía que despedirse de aquellos terrenos. Gwen lo comprendió mientras llevaba a Jennifer de la ciudad a la granja a primera hora de la tarde. Habían pasado mucho tiempo en casa de Ena Witty, porque esta se echó a llorar de nuevo súbitamente y ninguna de las dos quiso dejarla sola sin haber dado unas cuantas vueltas más al tema de Stan Gibson. Cuando por fin pudo librarse de ella, Jennifer no quiso volver a casa enseguida, por lo que aún pasaron un buen rato callejeando para luego sentarse a comer en el restaurante italiano de Huntriss Row. Después de comer pasearon por el puerto, se tomaron un té y Jennifer incluso se permitió el lujo de beber un par de aguardientes. A Gwen le pareció que Jennifer estaba completamente cambiada. No dejó el tema de Stan Gibson en ningún momento. Estuvo todo el tiempo hablando de él y de Ena Witty, acerca de Amy Mills y de ella misma. No hacía más que dar vueltas a la cuestión de por qué Gibson había visto en Amy Mills a su víctima ideal y por qué algunas personas parecían predestinadas a convertirse en víctimas, mientras que otras ni siquiera se acercaban de lejos a esa categoría. A Gwen no es que no le interesara el tema, pero tenía otras preocupaciones en la cabeza: ¿qué sería de ella? ¿Qué futuro le esperaba?
Dave se había sentado en el salón con Colin. Los perros se habían tendido entre los dos, sobre la alfombra, roncando. Alguien había encendido el fuego de la chimenea. A Gwen le había parecido que había sido un bonito regreso a casa, al menos había sido aparentemente bonito, porque la situación no había durado mucho y por lo tanto dejó de verla idílica. Los perros, que se habían puesto a brincar moviendo la cola y jadeando; los dos hombres, que salieron al encuentro de las dos mujeres; el calor del fuego. La calidez del momento. Todo tan bien dispuesto y no era más que una estampa de lo que podría haber sido. Un marido afectuoso, niños saludando a su madre con gritos de alegría. En lugar de eso, todo permanecería igual que antes. Las pocas veces que fuera a Scarborough, serían para volver a una casa fría, en la que nadie la estaría esperando aparte de su anciano padre, que tan poco sabía acerca de su hija, de cómo vivía y de qué le preocupaba. No encontraría a nadie más.
Colin y Jennifer se habían retirado a su habitación y Chad, como de costumbre, no se había dejado ver siquiera. Y después de pasar un rato callados, Dave le susurró:
—Tengo que decirte algo, Gwen…
No fue necesario agregar mucho más después de eso, porque Gwen respondió:
—Lo sé.
—Sí —afirmó Dave—. Entonces no es preciso que diga gran cosa.
—No —dijo Gwen a su vez.
Después de eso se quedaron en silencio de nuevo, pero un silencio en el que se movieron y pasaron muchas cosas. Un silencio con el que terminaría la relación entre dos personas, una relación que, así lo veía Gwen, probablemente no había llegado a ser lo que debería haber sido, y aun así la relación había sido poco común. Por el egoísmo de él, por las esperanzas de ella. Tal vez incluso podría haber funcionado de algún modo si los dos se hubieran esforzado un poco más en intentarlo.
Tal vez… pero parecía que ya nunca llegaría a saber cómo habría sido ese «tal vez».
Ninguno de los dos se había dado cuenta de que el fuego se había apagado, pero empezó a hacer un frío muy incómodo en la sala que ahuyentó las cavilaciones que quedarían pendientes para más tarde, para que cada cual las resolviera por su cuenta.
—Son casi las cinco y media —dijo Dave—. Pronto habrá oscurecido. Y todavía me queda un buen trecho hasta la parada del autobús…
—Puedes quedarte a pasar la noche aquí, si quieres.
—Creo que será mejor que vuelva a Scarborough —dijo Dave mientras se levantaba—. De todos modos no sé a qué hora pasa el último autobús. Ni siquiera sé si aún tiene que pasar alguno.
—Sí, ¿y entonces volverías a pie?
—Ni idea —dijo él.
Gwen se dio cuenta de que Dave quería marcharse a toda costa.
Le da igual lo que pase, pensó ella mientras se levantaba. Incluso si tiene que hacer autoestop. Lo más importante para él es librarse de mí. ¡Esto no puede terminar así! No puede levantarse y marcharse sin más. No puede ser que no vuelva a verlo.
—Por… por favor, no te marches todavía. No puedo quedarme sola ahora.
El malestar de Dave era evidente, pero también lo era su sentimiento de culpa.
—No estás sola. Están Jennifer y Colin. Y tu padre…
—¡Mi padre! —Gwen hizo un gesto de desdén con la mano. ¡Dios, como si no conociera a su padre!—. Y con Jennifer no quiero hablar sobre todo esto. Más tarde sí, pero ahora no.
—De acuerdo —dijo Dave—, de acuerdo.
Él miró por la ventana. De repente le vino a la memoria que tenía una clase de español, aunque era ya demasiado tarde, de todos modos. Además, dudaba seriamente que en un día como aquel fuera a encontrar la energía necesaria para impartir una clase.
—Puedo llevarte yo más tarde —dijo Gwen—. Pero, por favor, quédate un poco más.
La idea de que él pudiera acceder a esa petición solo por lástima era horrible, pero en esos momentos Gwen no tenía las fuerzas necesarias para conservar el orgullo y rechazar la compasión de Dave.
La alternativa era una dolorosa soledad; le daba igual lo mucho que tuviera que rebajarse: la compasión le parecía un mal menor.
12
—Sí —dijo Semira—, como es natural, todo eso provocó un enorme escándalo y la prensa se lanzó sobre el tema febrilmente. Había encontrado a un hombre de casi cuarenta años, un disminuido psíquico encerrado en un establo. Un hombre que había estado a punto de morir a causa de los maltratos que había sufrido y a los que a duras penas había conseguido sobrevivir. Un hombre del que nadie sabía nada, ni siquiera quién era. La policía supuso en primera instancia que debía de tratarse de un hijo de los McBright cuya existencia habían decidido ocultar, cabía pensar que debido a su discapacidad. Gordon McBright no se manifestó al respecto y la señora McBright necesitó varias semanas de apoyo psicológico antes de poder someterse a un interrogatorio. Entonces explicó que no tenía hijos. Poco después de la guerra, su marido había vuelto a casa con un chico de unos catorce años, alegando que ya había encontrado mano de obra para la granja. Al chico lo llamaban Nobody, y había sido bajo ese nombre como su marido se lo había presentado.
Leslie pensaba en las cartas de su abuela, en las que ese nombre peyorativo aparecía una y otra vez. Con la crueldad típica de los niños, Chad había bautizado al pequeño Brian. Pero era difícilmente imaginable que un Chad Beckett ya adulto siguiera utilizando ese nombre para referirse a Brian en el momento en que lo había entregado a su torturador. «Este es nuestro Nobody. Puede quedárselo.»
Así debía de haber sido.
—Sin embargo, poco a poco fueron aclarándose las circunstancias —prosiguió Semira—, y pudieron seguir la pista de Nobody hasta llegar a la granja de los Beckett. Todavía hoy no sé cómo se las arregló Chad Beckett, pero la responsabilidad de toda esa tragedia acabó recayendo para la opinión pública sobre su padre, ya próximo a la muerte. No consigo imaginar que Beckett hubiera hablado mucho con la policía o con los medios de comunicación, no es que fuera un tipo precisamente elocuente. Con todo, lo que se desprendía de lo poco que dijo es lo siguiente: Arvid y Emma Beckett habían decidido acoger a aquel huérfano sin informar de ello a las autoridades, con lo que habían impedido cualquier posibilidad de que el niño progresara. Naturalmente, hay que tener en cuenta que, de todos modos, en los años cuarenta tampoco habría tenido muchas posibilidades al respecto. Según la información divulgada, Chad habría quedado bastante traumatizado por la guerra y se habría visto superado por un Brian cada vez mayor y más difícil, y no se lo habría pensado mucho cuando su padre había trasladado al chico a una granja en la que no había niños. Hoy en día ya no tiene importancia, pero por aquel entonces, en mil novecientos setenta, los hombres que como Chad Beckett habían participado en el desembarco de Normandía eran muy respetados. Había pasado mucho tiempo, pero la gente seguía agradeciendo a esos hombres que hubieran luchado con tanto valor contra Hitler. De un modo tan natural como irracional, el hecho de que siendo casi un niño ya hubiera querido alistarse voluntariamente parecía como si lo liberara de la responsabilidad de posibles negligencias o errores que pudiera llegar a cometer. La prensa no se atrevió a atacar a Chad y se centró más bien en su padre, hasta que las aguas volvieron a su cauce.
—¿Y mi abuela? —preguntó Leslie—. Ella también salió indemne del asunto, ¿no?
—Por supuesto, acabaron descubriendo que había sido ella quien había traído de Londres a Brian Somerville. Pero ¡con solo once años! Ni siquiera había cumplido los dieciséis cuando la guerra terminó y ya llevaba un tiempo en Londres. ¡Quién se habría atrevido a atacarla por ello!
—Entonces ¿por qué motivo lo veía usted de otro modo? —preguntó Leslie—. ¡Porque usted responsabiliza a Chad Beckett y a Fiona Barnes de todo lo ocurrido!
Semira recorrió con la mano el sobre de la mesa en un gesto de clara inquietud. Leslie vio lo nerviosa que era en realidad aquella mujer, aunque había tardado un poco en darse cuenta. Atormentada durante décadas por los dolores y los problemas constantes sufridos, era evidente que había desarrollado un férreo dominio de sí misma que, sin embargo, el cansancio conseguía desmoronar. Semira Newton estaba agotada, era evidente. Llevaba demasiado tiempo sentada en aquella silla de madera y había sido demasiado exhaustiva en la reconstrucción del trauma que había marcado su vida. Los dedos le temblaban ligeramente.
—Mire, mi vida ha quedado marcada por esa historia —dijo para responder a la pregunta de Leslie—. Después de aquello no volví a ser la misma. Cuando Gordon McBright estuvo a punto de matarme a golpes en aquel bosque, aparte de todo lo demás, sufrí un shock. En cualquier caso eso es lo que me dijeron los psicólogos. Pasé varios años en una clínica para tratarme por mis constantes depresiones. Por cierto que allí es donde aprendí alfarería. El trabajo creativo como terapia. No creo que me haya ayudado a avanzar mucho psicológicamente, pero gano con él algo de dinero que, unido a la pensión que cobro, me permite ir tirando. Después del incidente no pude trabajar de nuevo, y mi marido y yo nos divorciamos en mil novecientos setenta y siete. Cobro una especie de pensión de invalidez en tanto que víctima de un intento de crimen. No es gran cosa, pero tampoco es que yo necesite mucho dinero. Bueno, y ya le decía que de vez en cuando me saco unas perrillas extras vendiendo algún que otro plato o una taza, lo que nunca viene mal.
—¿Y su divorcio…?
—¿Quiere decir si tuvo algo que ver con la historia de Somerville? Pues sí, así es. ¿Sabe?, John se había casado con una mujer alegre, enérgica y consciente de su propia valía que tenía los pies en el suelo. De repente se encontró junto a un ser roto, una mujer que no podía dejar de hablar sobre lo que había vivido el diecinueve de diciembre de mil novecientos setenta, que no paraba de preguntarse acerca del origen del mal en el mundo y de cómo este debía afrontarse. Que se preocupaba por Brian Somerville y no estaba dispuesta a que los responsables de lo que le había sucedido salieran indemnes, a dejar que siguieran con sus vidas como si nada hubiera ocurrido. Además estaban las numerosas operaciones a las que tuve que someterme, los continuos dolores que me aquejaban y la confusión que reinaba en mi cabeza a causa de los medicamentos. Yo ya no era la misma Semira de la que él se había enamorado. Hoy en día ya no me tomo a mal que otra mujer acabara conquistando su corazón. Lo que hizo John fue huir de mí. Nunca más volvimos a tener contacto.
Era comprensible, pensó Leslie. Y aun así, era cruel.
—En cualquier caso, como le decía, ese drama marcó mi vida y, a diferencia de los médicos y los psicólogos que me trataron, tengo la impresión de que el desencadenante de mi trauma no fue el ataque que sufrí, sino la visión de Brian encadenado en aquel establo. La historia de ese niño que más tarde se convertiría en un hombre desamparado nunca me abandonaría del todo. No pude asimilarlo. No podía pasar página. Por eso me dediqué a perseguir a las dos personas que participaron en ello: Fiona Barnes y Chad Beckett. Sin descanso. Buscaba explicaciones. Quería comprenderlo, deseaba quitarme aquello de encima y para ello necesitaba comprender por qué había sucedido. Y mire, con eso, con esas conversaciones, fue cómo quedé convencida de que había dos personas implicadas que no eran en absoluto inocentes, que habían sido perfectamente conscientes de lo que hacían. Que eran responsables de lo que le había ocurrido a Brian Somerville. Y de manera indirecta también eran responsables de que mi vida hubiera quedado hecha añicos.
—¿Chad Beckett accedió a hablar con usted?
—Muy raramente. Y poco. Un pez sería más locuaz que él. Pero Fiona accedió a reunirse conmigo en alguna ocasión y me contó algunas cosas. Creo que buscaba alguna manera de terminar con todo ese tema. Pero en algún momento empecé a importunarla demasiado, porque llegó un punto en el que no quiso saber nada más de mí. Desde mil novecientos setenta y nueve me colgaba el teléfono sin mediar palabra cada vez que la llamaba. No volvimos a vernos desde entonces. Pero yo ya sabía lo suficiente. Y a diferencia de los medios, a diferencia de la policía, condené a Barnes y a Beckett desde el fondo de mi corazón. Así ha sido hasta hoy. Lo que hicieron es imperdonable.
Los pensamientos se agolpaban en la cabeza de Leslie.
Aquella mujer tenía un motivo para matar a su abuela. Entre todas las personas a las que Valerie Almond podía considerar sospechosas, Dave Tanner el primero de todos, Semira tenía el móvil más claro, más lógico y más convincente: la venganza. Por las dos vidas que habían quedado arruinadas. La de Brian Somerville y la de la propia Semira Newton.
Leslie observó a aquella mujer menuda de piel oscura, con el pelo lacio y negro a pesar de las canas y de grandes ojos castaños que revelaban lo bella que debió de haber sido en otros tiempos. No parecía alguien que estuviera luchando contra su destino, que estuviera consumiéndose por dentro por culpa del odio y la insatisfacción. Pero ¿ese tipo de cosas eran siempre visibles en la gente? ¿Acaso no se sorprendería todo el mundo de lo inofensivos que parecían los criminales peligrosos e incluso los psicópatas asesinos?
Leslie no conseguía quitarse de la cabeza una pregunta. Se inclinó hacia delante antes de hablar.
—Semira, permítame que se lo pregunte, pero para dejar las cosas claras… ¿Volvió a llamar a mi abuela? A pesar de que ella rechazara cualquier contacto con usted. ¿La llamaba y se limitaba a… quedarse callada?
—¿Quiere decir si fui yo quien la acosaba con llamadas anónimas? —preguntó Semira—. Pues sí, era yo. Pero desde hace una o dos semanas. Y hasta el martes pasado, hasta que leí en el periódico que había muerto. A veces tenía la sensación de estar a punto de reventar de rabia, y descubrí esa válvula de escape. Cuando volvía de visitar a Brian Somerville o cuando me encontraba mal, cuando el cuerpo me fastidiaba o me atenazaba la melancolía de nuevo, pensaba: ¿por qué tiene que irle tan bien a ella? ¿Por qué ella sigue con su vida como si nada, sin pensar más en el daño que causó? Sí, lo admito, eso me producía una gran satisfacción, me gustaba oír su voz preguntando una y otra vez quién la estaba llamando. Cada vez que lo preguntaba, lo hacía más nerviosa y en un tono más agudo, y yo me sentía un poquito mejor mientras pensaba: ahora eres tú la que se inquieta, la que no deja de darle vueltas, y tal vez esa vieja historia que tanto te habría gustado olvidar sigue atormentándote. En esos momentos, los días no me parecían tan lúgubres.
—Comprendo —dijo Leslie, y lo comprendía de veras.
La vida de Semira Newton estaba llena de sufrimiento y de fatigas, era una vida pobre y solitaria. Robin Hood‘s Bay era un lugar encantador, pero también era muy poco concurrido en otoño y en invierno, y Leslie sabía que en noviembre y en diciembre la niebla plomiza podía instalarse en la costa durante varios días y se tragaba todos los sonidos, las voces, la luz y los colores. Semira se quedaba entonces sola en aquella vieja casita, trabajando en las piezas de alfarería que no conseguiría vender hasta la llegada del buen tiempo… O subía al autobús que la llevaba hasta Whitby, para visitar a un anciano aquejado de una deficiencia mental que seguía esperando, en vano, que acudiera a verlo la persona que así se lo había prometido más de sesenta años atrás. ¿Cuál debía de ser su estado de ánimo cuando volvía de esas visitas y se encerraba de nuevo en aquel sombrío interior?
Leslie se estremeció con solo imaginarlo.
Se puso de pie, entumecida después de haber pasado tanto rato sentada en aquel incómodo taburete.
—Debo irme —dijo mientras tendía la mano a Semira—. Le agradezco que me haya dedicado tanto tiempo, Semira. Y que haya sido tan franca conmigo.
—Vamos, no es que tenga una vida muy animada, ¿sabe? —replicó Semira en tono amistoso. Cuando estrechó la mano a Leslie, esta se dio cuenta de que la tenía helada—. Me gusta que vengan a verme. Y poder hablar.
—Yo… no puedo deshacer lo que hizo mi abuela —dijo Leslie—, pero… lo siento mucho. Se lo digo de todo corazón, siento todo lo que ha pasado.
—No tiene por qué sentirlo. —Semira también se puso de pie, no sin dificultad—. ¡No puede hacer nada al respecto! Lo único que me pregunto es qué está ocurriendo ahora para que esa vieja historia despierte de repente tanto interés.
Leslie, que ya se disponía a marcharse, se detuvo de repente.
—¿Qué ha querido decir con eso? ¿Tanto interés?
—Bueno, sí. Es raro. Durante años nadie ha querido saber nada sobre el tema y ahora, en cuestión de dos días, aparecen dos personas que quieren saberlo todo al respecto.
Leslie contuvo el aliento, muy sorprendida.
—¿Quién era la otra persona?
—Un hombre… ¿Cómo se llamaba? Vino ayer por la tarde. Tanner, creo. O algo parecido.
—¡Dave Tanner!
—Exacto. Dave. Así se llamaba. Dave Tanner. Periodista. Sabía bastante sobre el asunto, me dijo que había estado rebuscando en los viejos archivos. Pero esperaba que yo le contara más detalles. Estuvimos hablando mucho rato. Es natural que me interese que los medios de comunicación vuelvan a retomar el caso.
—¿Y para qué periódico trabaja?
Semira pensó un momento.
—Pues no lo sé —reconoció—. Bueno, me lo dijo, pero supongo que no lo oí bien. ¿Es importante?
—Tampoco debió de enseñarle ninguna acreditación que demostrara que era periodista, ¿verdad? —supuso Leslie.
—No.
—Dave Tanner no es periodista —le explicó Leslie—. No sea tan confiada, Semira. Las personas a menudo no son lo que parecen. No deje entrar a cualquiera. Y no cuente todo lo que sabe.
Semira miró perpleja a Leslie.
—Entonces ¿quién es ese Dave Tanner?
Leslie negó con un gesto.
—En realidad, da igual. Lo más importante sería saber por qué acudió a verla. E intentaré enterarme.
—Pero… usted me ha dicho la verdad, ¿no? ¿Usted es realmente la nieta de Fiona Barnes?
—Por desgracia así es —respondió Leslie antes de salir para emprender el camino de vuelta por aquella calle tan empinada como oscura.
Oía el murmullo del mar, fuerte y muy próximo. La marea había alcanzado su punto máximo.
13
Se sentó en el coche e intentó ordenar las ideas que se agolpaban en su cabeza. ¿A qué estaba jugando Dave Tanner? Ella le había preguntado esa misma mañana si sabía quién era Semira Newton y él lo había negado de manera tajante. Había fingido la más absoluta ingenuidad.
«No. ¿Quién es?», le había dicho.
Doce horas antes, Dave había estado en Robin Hood‘s Bay haciendo preguntas a Semira. Y al parecer estaba al corriente de todos los detalles. Lo que sin duda significaba que también había leído las cartas que Fiona había escrito a Chad. ¿Las habría conseguido furtivamente? ¿Se las había dado Gwen?
¡Gwen! Leslie golpeó el volante con la mano abierta. Era típico de ella. Tras haber hurgado en el correo electrónico de su padre, había encontrado una historia explosiva que no estaba dirigida a nadie más que a su destinatario original. Lo había impreso todo y se lo había mostrado a la práctica totalidad de sus conocidos.
Era inmadura, muy infantil.
No seas injusta, Leslie, se dijo a sí misma a modo de amonestación. Después de haber leído todo aquello, Gwen no podía quedarse como si nada y debió de sentir la necesidad de hablarlo con alguien.
¿Con Dave?
Al fin y al cabo era el hombre con el que pensaba casarse. Al menos eso era lo que esperaba hacer en su momento. ¿Se le podía echar en cara que le hubiera mostrado algo que la había revuelto por dentro? ¿Algo que la había conmovido? ¿Hasta qué punto debía de haber quedado afectada la imagen que tenía de su propio padre?
Además, había mostrado las páginas impresas a Jennifer, luego las vio Colin y este las compartió con ella, con Leslie. Los engranajes de divulgación se habían puesto en marcha a buen ritmo.
Circulaba completamente sola por la carretera rural que unía Scarborough y Whitby. A ambos lados no había más que oscuridad y quietud. El haz de luz que proyectaban los faros de su coche iluminaba los bordes de la carretera y en algún momento hizo brillar los ojos de algún animal, Leslie supuso que debía de ser un zorro. Reparó en lo rápido que estaba conduciendo y decidió bajar el ritmo. Nadie merecía morir por culpa de lo alterada que estaba.
Al ver una amplia pista forestal que se abría a mano izquierda, decidió desviarse por allí y detener el coche. Tenía que pensar un momento, necesitaba un poco de calma.
Se recostó en el asiento y respiró hondo.
Dave había leído los escritos de Fiona, o tal vez Gwen se lo había contado todo. Él había querido hacerse una imagen más clara de lo sucedido y había ido a visitar a Semira Newton. Tal como ella misma había hecho. Había mentido respecto a su identidad, pero era comprensible: no sabía si Semira accedería a hablar con él si no se atribuía un papel significativo. Y presentarse como periodista no había sido una mala idea, sobre todo teniendo en cuenta que se enfrentaba a una mujer que, era de imaginar, sufría lo indecible al ver que una tragedia como la de Brian Somerville había pasado desapercibida.
¿Y por qué me mintió?, se dijo Leslie.
Porque soy la nieta de Fiona. Porque no podía sospechar hasta qué punto yo también estoy al corriente de todo. Porque no quería ser él quien me revelara los detalles más estremecedores del carácter de mi abuela.
Leslie cerró los ojos. Tras los párpados, vio el rostro de Semira Newton. Esos rasgos ligeramente hinchados que revelaban que llevaba demasiado tiempo tomando demasiados medicamentos. Calmantes para el dolor, sin duda. Su cuerpo debía de ser un montón de escombros cuando la encontraron. Con toda seguridad había días en los que le dolía hasta el último de los huesos del cuerpo, hasta el último de los músculos; días en los que hasta el menor movimiento se convertía en una tortura. Pensó en Gordon McBright, el hombre que había dejado a su víctima medio muerta en el bosque como si no fuera más que basura. Ese hombre que había muerto mientras estaba aún en prisión preventiva.
Fiona y Chad habían entregado a Brian Somerville a un individuo al que ni siquiera el más benévolo de los jueces habría permitido vivir de nuevo en compañía de nadie. Leslie volvió a abrir los ojos porque las imágenes eran ya demasiado funestas y desagradables.
Había dos personas con un motivo claro para matar a golpes a Fiona Barnes y lanzarla al fondo de un barranco. Brian Somerville. Y Semira Newton. Uno tenía entre setenta y ochenta años, una severa deficiencia mental y vivía en una residencia de Whitby. La otra rondaba los sesenta y cinco, apenas podía moverse y si lo hacía era con la ayuda de un andador.
—Ninguno de los dos puede haberlo hecho —dijo Leslie en voz alta en medio de la oscuridad—. Pero podrían haber pagado a alguien para que lo hiciera, al menos Semira Newton.
¿Dave Tanner?
Pero Dave Tanner había ido a ver a Semira el día anterior por primera vez. Varios días después de que asesinaran a Fiona.
Y aparte de eso: ¿Dave Tanner sería capaz de matar por dinero? ¿El Dave Tanner que ella conocía?
Más bien el que no conocía, a decir verdad. Le gustaba, pero no lo conocía. Por un momento Leslie pensó, extrañada, que eso curiosamente no excluía que aquel interés fuera recíproco.
Una cosa tenía clara: lo que no podía ser era que supiera todo lo que había sucedido y no lo compartiera. La historia debía llegar a la inspectora Almond tan rápido como fuera posible.
De lo contrario me sentiré culpable, pensó Leslie, y volvió a pasarle por la cabeza un pensamiento que ya la había sobresaltado anteriormente: que Chad Beckett podía estar en peligro.
Encendió la luz interior del coche y rebuscó en su bolso. En un bolsillo lateral encontró la tarjeta de la inspectora Almond.
Se la había dado la primera vez que había hablado con ella. Le había dicho que si se le ocurría cualquier cosa que pudiera tener algo que ver con el asesinato de su abuela, por muy banal que pudiera parecerle…
—Pues lo que tengo para usted no tiene nada de banal —murmuró.
Marcó el número en el móvil. En el monte no había muy buena cobertura, pero sí la suficiente. La inspectora Almond respondió tras el cuarto tono. Parecía como si le faltara un poco el aliento.
—¿Sí?
—¿Inspectora? Soy Leslie Cramer.
—¡Doctora Cramer! Yo también estaba pensando en llamarla.
De fondo se oían bocinas de coches, ruido de motores y voces. Al parecer, Valerie Almond acababa de salir a la calle.
—Debo verla a toda costa, inspectora —dijo Leslie—. Se trata del asesinato de mi abuela.
—¿Dónde está ahora mismo?
—Volviendo de Robin Hood‘s Bay, estoy a punto de llegar a Staintondale. Dentro de veinte minutos podría estar en Scarborough.
—Yo iba a la pizzería de Huntriss Row —dijo Valerie—. Hoy todavía no he comido nada. ¿Puede acercarse hasta aquí?
—Sí, claro. Sé donde está.
—Por cierto —dijo Valerie—, ¿sabe que tenemos a un sospechoso en el caso Mills? ¿Se lo ha explicado la señora Brankley?
Leslie pensó en lo que Chad le había contado vagamente a mediodía.
—Chad Beckett me lo dijo, sí.
—La investigación es especialmente complicada, pero lo que sí podemos excluir es que el sospechoso fuera el asesino de Fiona Barnes, por lo que sabemos. Tiene una coartada para el momento del crimen.
Leslie no se extrañó lo más mínimo al conocer aquello.
—Inspectora, no la oigo muy bien —dijo—. Enseguida estoy con usted y luego…
—Solo una cosa más, muy rápida —la interrumpió Valerie—. ¿Tiene idea de dónde podría estar alojado Dave Tanner?
Leslie podría haber respondido: «Sí, este mediodía estaba en la granja de los Beckett, pero si no lo encuentra usted allí, supongo que debe de estar en casa de mi abuela». En lugar de eso, tuvo la cautela de responder con otra pregunta:
—¿Por qué?
Tal vez había sido una especie de gesto de lealtad lo que la había frenado, aunque también podría haber sido el miedo que le daba que la policía supiera que Dave Tanner vivía en su casa, aunque fuera temporalmente, por si eso podía causar a la inspectora una impresión que pudiera comprometer a Leslie.
—Lo estamos buscando —explicó Valerie—. Su declaración acerca de dónde y cómo pasó la noche del sábado al domingo ha demostrado ser falsa. Tenemos que hablar con él cuanto antes.
Leslie no fue capaz de replicar nada por un momento. Se le había secado la boca por completo y tuvo que tragar saliva.
—¿Me ha oído? —preguntó Valerie.
—Sí, sí. La he oído. Pero no demasiado bien… Enseguida estoy con usted, inspectora. —Dicho esto, Leslie colgó y volvió a meter el móvil en el bolso.
El corazón le latía más rápido.
Conocía la historia que Dave había contado a Valerie Almond. Era la misma que le había contado a ella por la mañana: que había pasado la noche con su ex novia. Cualquiera habría comprendido que ocultara aquella historia en primera instancia, puesto que al hacerlo habría puesto en peligro su relación con Gwen. En cuanto la situación se había vuelto demasiado delicada para él se había sacado ese as de la manga. ¿Y ahora? ¿Su ex novia ya no participaba en el juego? Algo debía de haber sucedido para que Valerie ya no creyera a Dave Tanner. Para que incluso lo estuviera buscando con tanta urgencia.
Había vuelto a mentir. Había mentido cuando ella le había preguntado por Semira. Había mentido respecto a su paradero en el momento de los hechos. Igual que había mentido al principio cuando había afirmado que había pasado la noche tranquilamente en su cama.
Mentía cada vez que abría la boca.
Y ella lo había llevado a la granja de los Beckett. Lo había dejado allí solo, junto a Chad Beckett, el hombre sobre el que acababa de pensar hacía un momento que corría un gran peligro. Chad, con lo viejo que era y lo que le costaba moverse. Su estado físico no podía siquiera compararse con el de Dave Tanner.
Leslie arrancó el coche e hizo derrapar las ruedas sobre el camino forestal dando gas a fondo. Luego las ruedas chirriaron cuando el coche se incorporó a la carretera. De inmediato hizo subir de vueltas el motor; condujo rápido, más rápido de lo permitido. Cuando llegó a la estrecha carretera secundaria que llevaba a Staintondale decidió no continuar por la vía principal. Tomó el desvío. Tenía que cerciorarse.
La inspectora Almond tendría que esperar un poco.
14
Lo primero que le llamó la atención fue que el coche de los Brankley no estaba aparcado en el patio como a mediodía. ¿Podía ser que Gwen y Jennifer aún no hubieran vuelto de la ciudad? Eran poco más de las siete. ¿Dónde demonios habían estado todo el día?
Leslie detuvo el coche y salió de él.
Todo estaba en silencio y se preguntó por qué la desconcertaba esa calma, hasta que se dio cuenta de lo mucho que se había acostumbrado durante los últimos días a los ladridos de los perros. Los dogos de Jennifer. Se ponían a ladrar en cuanto alguien llegaba a la granja. A mediodía tampoco los había oído, pero luego Chad le había dicho que Colin había salido con ellos. ¿Se los había vuelto a llevar de paseo?
¿A pesar de la oscuridad?
En la casa no se veía ninguna luz encendida, aunque eso no significaba nada, porque tampoco podía ver las ventanas de la parte trasera de la casa desde el patio. Llamó a la puerta por formalidad, como siempre, y luego entró en la casa sin más.
Encendió la luz.
Por algún motivo, tuvo la sensación de que la casa estaba vacía, como si no hubiera ni un alma dentro.
Los perros, pensó Leslie; en realidad son los perros, los que faltan. Si esperas que dos dogos enormes y vivarachos vengan a recibirte y a lamerte la cara, es normal tener la sensación de estar entrando en un mausoleo al ver que eso no ocurre.
Se preguntaba por qué le había venido a la cabeza la idea del mausoleo, pero enseguida decidió dejar de pensar en ello. Era mejor no dejarse llevar por ningún tipo de fantasías aterradoras.
—¿Dave? —intentó gritar. Sin embargo, su voz sonó demasiado baja. Se aclaró la garganta—. ¿Dave? —repitió, esta vez más alto—. ¿Chad?
Nada ni nadie se movía. Leslie recorrió el pasillo, se asomó a la cocina y encendió también la luz de esa estancia. Vacía. Desordenada. Tan mugrienta y caótica como siempre. No obstante, parecía como si nadie se hubiera preparado la cena.
El salón contiguo también estaba vacío. Por el olor a leña quemada, Leslie supo que el fuego había estado encendido en la chimenea durante el día. Vio que aún brillaban un par de rescoldos entre las cenizas. A continuación descubrió dos tazas de café vacías y por algún motivo eso la tranquilizó. Dos tazas de café y fuego en la chimenea, lo asoció a una atmosfera de normalidad y tuvo la impresión de haberse perdido las últimas horas.
Volvió a salir del salón y reparó en el resplandor que se filtraba por las rendijas de la puerta del despacho. Respiró hondo. Había alguien en casa.
Llamó y entró sin esperar respuesta. De repente sintió un gran alivio al ver a Chad sentado, con la vista clavada en la pantalla del ordenador. Hacía un frío gélido en aquella pequeña habitación, pero el anciano parecía no darse cuenta de ello, a juzgar por su fina camisa de algodón y por sus pies descalzos, enfundados en unas simples pantuflas de fieltro, sin calcetines. Estaba tan concentrado en su ordenador que se sobresaltó cuando Leslie se dirigió a él.
—¿Chad?
Pareció como si volviera de repente de otro mundo. Se quedó mirando fijamente a Leslie como si no comprendiera nada y aún tardó un par de segundos en hablar:
—Ah, eres tú, Leslie.
—Perdona si te he asustado. He llamado a la puerta, pero…
—Estaba muy concentrado —explicó Chad.
Ella no logró ver qué era lo que Chad estaba haciendo, pero lo supuso.
—¿Las cartas de Fiona?
—He vuelto a leerlas —dijo Chad—. Antes de borrarlas. No sería bueno que… llegaran a manos de otras personas.
Leslie se abstuvo de contarle que todo su entorno más cercano conocía ya al detalle el contenido de aquellas cartas.
—Vengo de ver a Semira Newton —dijo, y observó cuál era la reacción de Chad al oír pronunciar ese nombre. Fue como si de repente se le cayera una máscara.
—¿Ah, sí?
—Es una mujer muy enferma y sufrida.
—Sí —dijo Chad.
—¿Sabías que Brian Somerville sigue vivo?
—Lo suponía.
—¿No crees que podrías…? Quiero decir, que yo podría llevarte…
—No.
Leslie lo miró. Chad no apartó la mirada, pero se mantuvo impenetrable.
—¿Estás solo? —preguntó Leslie después de pasar un momento simplemente mirándose el uno al otro—. ¿Dónde están Jennifer y Colin? ¿Dónde está Dave? ¿Y Gwen?
—Jennifer y Colin se han marchado a casa. De repente. Por la tarde.
—Y eso ¿por qué?
—Estas vacaciones no debían de ser de su agrado. Es comprensible.
—¿La inspectora Almond está al corriente de ello?
—Ni idea.
—¿Y Dave?
—Les apetecía salir a pasear. A él y a Gwen.
—¡Ya está bastante oscuro fuera!
Chad miró por la ventana. Al parecer no se había dado cuento todavía de que había empezado a caer la noche.
—Es verdad —dijo, sorprendido—. ¿Qué hora es?
—Las siete y cuarto.
—¿Ya? —Chad se pasó la mano por la cara. Tenía los ojos enrojecidos por el cansancio y la lectura intensa—. Entonces hace bastante rato que se han ido. Creo que eran las cinco y media cuando salieron.
—De eso hace casi dos horas. ¿Todo iba bien entre los dos?
Leslie se preguntó si lo habría hecho: si Dave le habría dicho a Gwen que la dejaría. ¿O habría esperado para decírselo mientras paseaban? ¿O tal vez habría decidido apartarse de nuevo de lo planeado?
—No lo sé —dijo Chad—. Supongo… Bueno, ¿por qué no tendría que ir bien?
Ella lo miró fijamente y pensó: Gwen podría morir frente a tus ojos y ni siquiera te darías cuenta. No comprendes hasta qué punto corre peligro, porque no sabes apreciar ni a tu propia hija, no le dedicas ni un solo momento. Nunca te ha interesado conocer más a fondo al hombre con el que ella quería pasar el resto de la vida. Ese hombre que, según se mire, puede acabar siendo tan peligroso para ella. No te das cuenta. ¡Nunca te das cuenta de nada! No percibes el amor que te ha profesado toda su vida, ese amor tan desesperado de una hija por un padre que, tras la prematura muerte de la madre, pasó a ser su único pariente con vida. Ese amor que nunca has merecido.
—Chad, hoy mismo, a mediodía, has dicho que la policía ha estado aquí y ha preguntado por Dave Tanner. Entretanto, me he enterado de que lo están buscando. No tiene coartada para el momento del asesinato de mi abuela. Mintió a la policía en su declaración.
Chad se limitó a mirarla. Ese letargo en el que vivía sumido sacaba a Leslie de sus casillas.
—¡Chad! ¡La policía lo está buscando! ¡Incluso han venido aquí, a buscarlo! ¿Dejas que tu hija salga a pasear con él como si nada y dos horas más tarde todavía no te preguntas si todo debe de ir bien entre ellos?
—¿Qué tiene de sospechoso Tanner? —preguntó Chad.
Leslie ya no pudo seguir conteniéndose.
—Sus mentiras. Por eso, algo que la policía ya sabe, y por otra cosa que solo sé yo. Dave Tanner conoce toda la historia acerca de ti y de Fiona. Lo de Brian Somerville y Semira Newton. Todo eso que tienes en el ordenador él lo sabe.
Al menos había conseguido vencer la indiferencia del anciano, que de repente pareció desconcertado.
—¿Cómo se ha enterado? ¿Se lo diste a leer tú? ¿O fue Fiona?
—Eso no tiene importancia. En cualquier caso, él fue a ver a Semira Newton antes que yo, incluso. Parece que la historia le interesa.
Leslie supuso que a Chad le rondaban la cabeza más o menos las mismas cosas que a ella, pero se dio cuenta también de que, al mismo tiempo, el anciano consideraba que todo aquello eran desvaríos.
—¿Por qué motivo podrían interesarle a Tanner esas viejas historias? —preguntó.
—Es astuto —dijo Leslie— y necesita dinero. Con urgencia. Me temo que le da igual la forma de conseguirlo.
—¿Crees que fue él quien mató a tu abuela y que Semira Newton le pagó por ello? —preguntó Chad.
—Fue a verla ayer. Por lo tanto, esa teoría no coincide con la secuencia de los hechos, pero es posible que haya una explicación. No sé qué pensar, Chad. Solo tengo clara una cosa: el tipo que al parecer mató a Amy Mills no fue el asesino de Fiona. Valerie Almond dice que tiene una coartada. A diferencia de Dave, que se la inventó.
—Entonces llama a la policía —dijo Chad—, y diles que vengan a buscar a Dave y a Gwen. Ya se nos ocurrirá qué hacemos.
Leslie consideró un momento el consejo de Chad antes de negar con la cabeza.
—Saldré a echar un vistazo yo misma. Si no he vuelto dentro de media hora, llama a la inspectora Almond, ¿de acuerdo? Toma. —Sacó la tarjeta del bolso y se la puso en la mano a Chad—. Es el número de teléfono de Valerie Almond. Y ten cuidado. Será mejor que cierres la puerta con llave.
—¿Por qué tendría que…?
Leslie perdió la paciencia y le gritó.
—¡Porque corres un gran peligro si esto acaba siendo una cuestión de venganza, por eso! Estás tan metido en esto como Fiona, al menos. ¡A ver si te queda claro de una vez!
Chad hizo una mueca de disgusto; estaba enervado, aunque Leslie tuvo la impresión de que parecía más tranquilo de lo que estaba en realidad. A él tampoco le gustaba aquella situación, si bien no debía de ser el miedo lo que más le preocupaba. Detestaba que lo arrancaran de su letargo, que lo sacaran de ese mundo propio en el que vivía ensimismado. No había pasado ni una semana desde el asesinato de Fiona, pero en los pocos días que habían transcurrido desde entonces había tenido que hablar con más personas que durante los últimos diez años. No dejaban de pasar cosas nuevas, siempre había alguien que quería algo de él. Debía de sentirse asediado, acosado. Era un anciano al que no le apetecía lo más mínimo cambiar su forma de vivir, a pesar de que hubieran matado a golpes a una amiga de toda la vida y la hubieran lanzado al fondo de un barranco por la noche, a pesar del peligro que corría él mismo y de que su hija se hubiera sumergido en la oscuridad acompañada de un hombre impenetrable. Leslie se dio cuenta de que Chad había recibido su petición de esperar media hora antes de avisar a la policía como una exigencia exagerada. Ese hombre vivía su rutina y desde hacía décadas había decidido no volver a mirar a derecha o a izquierda. Su padre debió de haber sido parecido, tal vez no hubiera nada que Chad pudiera hacer para cambiar esa manera de ser casi autista. Lo llevaba dentro.
Lo sorprendente habría sido que se hubiera preocupado por Brian Somerville, pensó Leslie. Es incapaz de hacer algo así. Es absolutamente incapaz de ponerse en el lugar de otras personas y en otras situaciones para comprometerse con algo o con alguien.
—¿No tendrás una linterna para dejarme? —preguntó Leslie.
Chad se puso de pie, arrastró los pies por el pasillo y cogió una linterna de un estante en el que había bufandas, guantes y gorros criando polvo.
—Toma. Debería funcionar.
Por suerte, así era. Las pilas aún tenían carga.
—Perfecto —dijo Leslie—. Echaré una ojeada por el patio y por los alrededores. Recuerda lo que te he dicho: ¡cierra la puerta con llave!
Chad refunfuñó, pero una vez fuera de la casa, Leslie oyó que obedecía la orden que le había dado.
Algo no encajaba y, mientras cruzaba el patio en dirección a lo que habían sido los establos con la linterna en la mano, Leslie se preguntó por qué no había avisado a Valerie Almond de inmediato. La inspectora debía de estar esperándola sentada en una pizzería y pronto empezaría a preguntarse dónde estaba Leslie. ¿No habría sido mejor avisarla enseguida? Del mismo modo que habría sido mejor responder sin titubeos a la pregunta que ella le había hecho acerca de Dave Tanner. ¿Por qué tampoco lo había hecho?
Sabía cuál era la respuesta, como también sabía que nadie la habría encontrado convincente, ni siquiera ella misma: porque Dave Tanner le gustaba. Porque lo consideraba un amigo, al menos desde la pasada noche. A pesar de que le hubiera mentido; dos veces, de hecho. No quería denunciarlo. Quería hablar con él. Preguntarle por qué era incapaz de decir la verdad de una vez respecto a aquella historia tan peligrosa. Quería pedirle que acudiera por su propio pie a la policía.
Leslie no tenía ninguna duda de que accedería a hacerlo si realmente era el asesino de Fiona. Aunque tal vez Gwen corría un peligro aún mayor y ella estuviera desperdiciando allí un tiempo muy valioso.
En realidad no era más que media hora. Ya había llegado hasta los establos. Iluminó el interior.
Aparte de los cachivaches amontonados medio oxidados, los establos estaban vacíos; allí no había nadie y no parecía que hubiera habido nadie. No había huellas en el suelo cubierto de polvo y de suciedad acumulados durante años.
Leslie se apartó para toser y entonces alzó la mirada hacia la casa. Volvía a estar a oscuras. Puede que Chad se hubiera encerrado de nuevo en el despacho. Debía de estar borrando las cartas de Fiona del ordenador, creyendo poder borrar así también todas sus culpas. Un clic con el ratón y asunto resuelto.
Después de considerarlo durante unos segundos, Leslie decidió seguir buscando por los alrededores de la granja.
Tomó el camino que conducía a la playa.
15
Las nubes ocultaban hasta el último resquicio de luz de la luna, pero la linterna que Chad le había dado emitía una luz potente y clara. Leslie podía seguir el camino sin problemas. Sabía que a Gwen le encantaba la playa y que siempre que salía a pasear lo hacía por allí. Cabía esperar que Dave y ella todavía estuvieran acurrucados en alguna roca, hablando. Aunque había refrescado mucho. Tal vez iban bien abrigados. O quizá estaban tan absortos en la conversación que ni siquiera habían notado el frío y la humedad.
Leslie se detuvo un momento, sacó el teléfono móvil y pulsó una tecla para iluminar la pantalla. No había cobertura, tal como sospechaba. Daba igual. Faltaban solo diez minutos para que hubiera pasado ya media hora desde que había salido, y Chad llamaría a Valerie. La policía se encargaría de ese asunto. Leslie había dado a Dave otra oportunidad durante treinta minutos. Lo que sucediera pasado ese tiempo sería una irresponsabilidad.
No encontró a nadie mientras recorría a toda prisa los prados, tan solo una bandada de urogallos que surgió espantada de unos matorrales, pero aparte de eso era como si se hubiera quedado sola en el mundo. Lo más probable era que se hubiera equivocado por completo. ¿Qué le hacía pensar que Gwen y Dave todavía estaban por los alrededores? El coche de Chad seguía aparcado en su lugar habitual, pero también podía ser que hubieran cogido el autobús. Tal vez habían ido a Scarborough, se habían metido en un pub y estaban aferrados a sendas pintas de Guinness para superar aquella situación tan opresiva. Pero ¿haría Dave algo así, cuando en realidad lo que intentaba era deshacer un compromiso? ¿Se llevaría a la desdichada novia a la ciudad cuando eso implicaba tener que acompañarla a casa después? De repente a Leslie se le ocurrió otra posibilidad: ¿y si Dave estaba desde hacía rato en su casa, en la de Fiona, y Gwen vagaba sola entre la oscuridad, desesperada, agotada, deprimida y profundamente herida? Soltó una maldición en voz baja porque hasta entonces no se le había ocurrido llamar a su casa para descartar esa posibilidad. Sacó el móvil una vez más, aunque sin muchas esperanzas. En efecto, todo seguía igual: sin cobertura.
Cruzó el puente colgante de madera y le pareció que oscilaba más de lo habitual, aunque sabía que no era más que una ilusión óptica a causa del oscuro vacío que había bajo sus pies, a causa de esa noche que parecía perderse en el fondo del barranco. A pesar de la linterna, lo que estaba haciendo no dejaba de ser peligroso. El terreno era irregular e imprevisible, mientras que el barranco era profundo y, en buena parte, rocoso. Además, hacía demasiado tiempo que no pasaba por allí. Aunque tenía un recuerdo aproximado de la geografía del lugar, ya no se desplazaba por esos parajes con la facilidad de una sonámbula con la que solía hacerlo cuando era pequeña. Por aquel entonces, su abuela y ella iban cada tarde a la granja de los Beckett y Leslie bajaba por el barranco con Gwen para ir a jugar a la playa mientras Fiona… Sí, Fiona, ¿qué? ¿Qué debían de hacer Fiona, Chad y la esposa de Chad durante todas esas horas que pasaban juntos? En aquella época no se lo había preguntado jamás, se había limitado a aceptar como normal el hecho de que su abuela pasara más tiempo con otra familia que en su propia casa. Más adelante, aquel asunto tampoco le había interesado. Y en ese momento probablemente no llegaría a obtener jamás una respuesta. La esposa de Chad había fallecido muchos años atrás. Fiona también había muerto. Y Chad no era una persona muy dada a responder preguntas.
Leslie había llegado al final del puente colgante. A partir de allí empezaba el descenso por el barranco. Recordó que de niña lo bajaba con la agilidad de un rebeco. En ese momento, sin embargo, parecía más bien una anciana avanzando con precaución y dificultad. ¿Siempre había sido tan escarpado ese barranco? ¿Esas rocas escalonadas habían sido siempre igual de altas? A duras penas podía pasar de una a otra con un solo paso, más bien se veía obligada a dejarse caer con cuidado. Decidió que sería mejor sentarse y deslizarse hacia abajo sobre el trasero, pero para eso necesitaba apoyarse con las dos manos, algo difícil habida cuenta de que en una de ellas llevaba la linterna. En un momento dado se le cayó de la mano, aunque por suerte fue a caer sobre una de las rocas cercanas, más abajo. Temblando de miedo, Leslie consiguió recuperarla. Se quedó sentada mientras pensaba un instante. Lo que estaba haciendo era una locura, y por si fuera poco no tenía ni la más remota idea de si tenía algún sentido. Si acababa perdiendo la linterna no tendría muchas posibilidades de encontrar el camino de vuelta, al menos no sin arriesgarse a torcerse un pie o incluso a romperse un hueso.
Leslie decidió que lo mejor sería volver atrás.
Tal vez la policía ya hubiera llegado a la granja, y si no era así, no tardaría mucho en hacerlo. Que continuaran ellos con la búsqueda, que estaban más preparados.
Empezó a subir de nuevo y comprobó que resultaba tan difícil como había esperado, puesto que solo disponía de una mano libre. Cuando llegó al puente, respiraba con dificultad y estaba empapada en sudor. Consultó el reloj y se dio cuenta de que había transcurrido ya una hora desde que había salido de la granja. Había pasado mucho rato trepando por aquellas rocas.
Pasó más rápido que antes por el puente, como si se hubiera acostumbrado ya al balanceo y a la impenetrable oscuridad de aquel abismo. Pero en realidad era el miedo lo que la espoleaba. Se había vuelto más intenso porque las imágenes que su fantasía estaba elaborando se habían vuelto a su vez más terroríficas y apremiantes. Pensándolo bien, solo había dos posibilidades, a cuál más horrible. Podía ser que Dave Tanner hubiera perpetrado el crimen que había acabado con la vida de Fiona y ahora hubiera desaparecido con Gwen, lo que sin duda no podía ser bueno para esta. Pero también podía ser que Dave no hubiera hecho nada malo y se hubiera limitado a volver a Scarborough después de romper su compromiso. Pero ¿entonces por qué mentía una y otra vez? En el segundo caso, eso significaría que Gwen estaría vagando de noche, sola y desesperada, con funestas intenciones. Leslie prefirió no entrar a valorar si Gwen era del tipo de personas que contemplan la posibilidad de terminar con su vida, pero sabía que el mal de amores, los sentimientos heridos y los desengaños suelen ser los motivos más frecuentes para el suicidio. ¿Y quién sabía en realidad qué le pasaba a Gwen por la cabeza? ¿Quién podía saberlo?
Consiguió avanzar con más agilidad en cuanto llegó de nuevo a los prados. Si antes los había recorrido apresuradamente, esa vez lo hizo corriendo. Oía el sonido sordo de sus propios pasos y los jadeos de su respiración. Su condición física dejaba mucho que desear, era consciente de ello, y aunque en ese momento no tenía ninguna importancia, se propuso hacer ejercicio con regularidad en lo sucesivo. Se extrañó de estar pensando en algo como eso, pero tal vez no era tan raro aferrarse a algo banal mientras el miedo y el pánico amenazaban con superarla. Pensó si aún encontraría sus viejos pantalones de jogging en algún lugar del armario y cayó en la cuenta de que lo único que buscaba era algo de alivio: el resto de las cosas en las que tendría que estar pensando podían ser demasiado horrendas.
Se detuvo al ver la granja desde lo alto de la colina en la que se encontraba. Todo estaba oscuro, absolutamente oscuro. A duras penas divisaba el tejado de la casa junto a los de los establos y los cobertizos. Nada parecía moverse por allí. ¿Dónde estaba la policía? ¿Los coches, los focos, las linternas? No había ningún haz de luz moviéndose de un lado a otro, ninguna voz atronando a través de un megáfono…
Dios, Leslie, se dijo, ¿de verdad creías que llegaría el séptimo de caballería solo porque Chad hubiera llamado a Valerie Almond para decirle que su hija y el prometido de esta habían salido de casa dos horas antes?
Pero al fin y al cabo había una orden de búsqueda sobre Dave.
Al menos debería haber llegado un agente a la granja. Tal vez Valerie en persona, que de todos modos esperaba a Leslie. ¿Estaría comiéndose una pizza con toda la calma del mundo antes de subir a su coche y salir pitando hacia Staintondale?
Leslie bajó corriendo la colina y atravesó el portón de la granja a toda prisa. Reconoció su propio coche como una sombra oscura aparcada tras el jeep de Chad. Aparte de eso, no vio nada, no había más coches. La policía no había llegado, ni Valerie Almond ni ningún otro agente.
Tal vez Chad había tardado en llamar. O no había llegado a hacerlo, quizá había olvidado al momento lo que Leslie le había dicho que hiciera en cuanto esta había salido. Eso parecía lo más probable.
Llegó a la puerta de la casa y la abrió. ¿Por qué no estaba cerrada con llave? Pero ¡si había oído que Chad había echado el cerrojo!
—¿Chad?
No obtuvo respuesta. El pasillo estaba oscuro y vacío.
Leslie había dejado la luz encendida, estaba segura de ello, pero podía ser que Chad la hubiera apagado en su afán ahorrador.
Volvió a encenderla y recorrió el pasillo. La puerta del despacho de Chad estaba entreabierta, la empujó con cuidado y miró dentro. Vacío. La lámpara del escritorio estaba encendida y el ordenador conectado, lo supo en cuanto oyó el leve murmullo característico.
—¿Chad? —preguntó de nuevo.
Entró en la cocina y encendió la luz del techo. Quería encender todas las luces, se sentiría más segura si la casa no estaba completamente a oscuras.
¿Por qué Chad no contestaba?
Algo iba mal. Chad no se habría ido a la cama sin apagar la luz del escritorio y el ordenador. Él, que era capaz de desesperar a cualquiera con su afán ahorrador. Tenía que estar en algún lugar cercano y no tenía ningún motivo para esconderse de Leslie.
—¿Chad? —lo llamó por el nombre una vez más, y se dio cuenta de que su voz sonaba temerosa.
Entró en el salón, encendió también la luz y allí fue donde vio a Chad, tendido en el suelo en medio de la estancia. Estaba boca abajo, con la cabeza vuelta hacia un lado, de manera que Leslie pudo ver con claridad lo pálido que estaba. Tenía los ojos cerrados y se rodeaba el cuerpo con los brazos.
Se quedó allí mirándolo un momento, temiendo hacer cualquier cosa, antes de recuperar el movimiento y acercarse a él un par de pasos. Se arrodilló y, en un acto reflejo, le tomó el pulso. Lo tenía muy débil, pero al menos aún tenía pulso. Con sumo cuidado, le dio la vuelta.
—¡Chad! ¿Qué ha ocurrido?
Los párpados del anciano temblaron levemente. Leslie notó algo cálido y pegajoso, y levantó la mano derecha. Se había manchado de sangre. Entonces vio que en el suelo también había sangre, que había formado un pequeño charco en las baldosas y se filtraba por las junturas. La fina camisa azul que Chad llevaba puesta estaba empapada de sangre, pero tal como Leslie pudo comprobar, la hemorragia se había detenido, por lo que no vio la necesidad de practicarle primeros auxilios de urgencia. Una cuchillada o un disparo, supuso, no había ninguna explicación inofensiva, lo que significaba que lo habían atacado mientras ella estaba fuera.
Quien lo hubiera hecho debía de estar aún cerca.
Intentó mantener la calma y no salir de la casa a toda prisa para meterse en el coche. Tenía que llamar a una ambulancia y a la policía, y no podía dejar solo a Chad. Su estado era crítico; había perdido mucha sangre, y Leslie no tenía ni idea de los posibles daños internos que pudiera haber sufrido.
Le acarició con ternura las mejillas.
—¡Chad! Soy yo, Leslie. ¡Chad! ¿Qué ha ocurrido?
Los párpados del anciano volvieron a temblar, aunque esa vez consiguió abrir los ojos. Tenía la mirada perdida y errante, bajo los efectos de un shock.
—Leslie —susurró.
Tenía la cabeza sobre el regazo de ella.
—Todo irá bien, Chad. Buscaré ayuda. Iremos al hospital y…
La mirada del anciano se aclaró un poco.
—Dave —susurró con grandes dificultades para hablar—. Dave… Él…
—Sí, Chad…
—Él… aún…
Su mirada se enturbió de nuevo. Quería seguir hablando, pero su lengua se negaba a cumplir. Lo único que pudo emitir fue un balbuceo ininteligible.
Sin embargo, Leslie comprendió lo que había querido decirle: que Dave Tanner estaba allí. Que todavía rondaba por la granja después de haber herido de gravedad a Chad, que probablemente la estaba buscando a ella, a Leslie. Tenía el coche aparcado en un lugar bien visible en medio del patio. Sabía que estaba allí. Y sabía también lo peligrosa que podía resultar su presencia para él.
¿Había registrado la casa buscándola? ¿Estaba fuera en ese momento, recorriendo como una sombra silenciosa los cobertizos y los establos, tal vez iluminando con una linterna los rincones más ocultos, sospechando que ella estaría intentando escapar de él? ¿O quizá seguía en la casa? ¿Tal vez en uno de los dormitorios?
Leslie sabía que en la planta superior de esa casa uno no podía moverse sin que crujieran las tablas del suelo. Era poco menos que imposible moverse por las habitaciones en silencio. Aguzó el oído, pero percibió nada aparte del zumbido provocado por la sangre que le bombeaba en las sienes.
No podía cometer errores. No podía correr riesgos.
Con mucho cuidado, volvió a apoyar la cabeza de Chad en el suelo, se puso de pie y se dirigió rápidamente hacia la puerta. La cerró, echó la llave y apoyó la espalda en ella, jadeando. Un pequeño margen de seguridad, un poco de tiempo ganado, tal vez. No dudaba que Dave sería capaz de derribar aquella puerta decrépita, pero tardaría varios minutos en conseguirlo, y unos minutos, en esa situación, podían resultar vitales.
Decidió apagar la luz. Si Dave rondaba por allí fuera, no quería ponerle en bandeja la posibilidad de que le disparara en caso de que tuviera un arma de fuego.
Volvió a comprobar el teléfono móvil. Sin cobertura. Staintondale y en especial la granja de los Beckett eran para volverse loco en lo que a comunicaciones se trataba. Lo intentó desde otro rincón de la habitación, pero igualmente sin éxito. Ni siquiera cerca de las ventanas. Sabía que tenía alguna oportunidad de que funcionara si salía al patio y se acercaba a la carretera, pero eso habría significado correr el riesgo de toparse con Dave por el camino. Aún estaba por allí, ya había intentado matar a Chad y no se quedaría mirando cómo ella llamaba a la policía por teléfono. De todos modos, Leslie marcó el número de Valerie, pero como era de esperar seguía sin cobertura. Llamar al teléfono de emergencias; ni siquiera ese funcionaba. Estuvo a punto de lanzar aquel aparato inútil, llevada por la rabia, pero consiguió controlarse en el último momento. Podía llegar a necesitarlo.
Sus ojos se acostumbraron hasta cierto punto a la oscuridad y le permitieron divisar ya como una sombra a Chad tendido en el suelo, inmóvil, posiblemente sin conocimiento. Las cosas no pintaban bien para él si no recibía auxilio enseguida. Pese a ser médico, en esa situación apenas podía ayudarlo. Le pareció que podía ser peligroso incluso tenderlo en el sofá para que estuviera más cómodo, puesto que no sabía qué tipo de heridas había sufrido. Y además no tenía nada, ni vendas ni nada. Solo un teléfono sin cobertura mientras un loco rondaba por allí fuera, dispuesto a no dejarla ir en busca de ayuda. ¿Por qué lo hacía? ¿Por qué Chad? También debía de haber matado a Fiona. ¿Por qué? ¿Estaba cumpliendo un encargo de Semira Newton? ¿Buscaba esta la manera de vengarse a pesar de haber dado a Leslie su palabra de que jamás le habría ahorrado a Fiona las molestias y las fatigas de la vejez? ¿O Dave había matado a Fiona por iniciativa propia y, después de exasperarse el día anterior hablando con Semira, había decidido que Chad también merecía ser castigado? ¿O tal vez no era cierto lo que le había dicho Semira, que Dave había ido a verla? Quizá también era mentira que se había presentado ante ella como periodista. ¿Quién le decía que Dave y aquella anciana de Robin Hood‘s Bay no formaban una pareja mucho más astuta e insidiosa de lo que Leslie era capaz de imaginar? Pero en ese caso ¿por qué tendría que haberle contado Semira que él también había acudido a verla? Habría sido más lógico procurar que nadie llegara a enterarse de ello.
¿Y si no era Semira la que estaba detrás de todo aquello? ¿Y si Dave actuaba por iniciativa propia? Leslie contempló a Chad, que seguía inmóvil. El hombre que se interponía entre el deseo de Dave de quedarse con la granja de los Beckett y la consecución del mismo. ¿Era ese el desencadenante del drama? Dave estaba dispuesto a casarse con una mujer por la que no sentía nada en absoluto solo para tener de una vez alguna perspectiva en su vida. Pero solo podría disponer de las tierras si conseguía la bendición de su suegro. ¿No había querido esperar a que llegara ese momento? ¿Había matado a Fiona para que no le aguara los planes con su lengua viperina y había intentado acabar con Chad para allanar el camino cuanto antes? Pero ¿qué diablos pintaba Gwen en toda la historia? Era poco probable que Dave hubiera tratado de asesinar a Chad delante de su hija, que tanto lo quería. Por otro lado, a quien no podía hacerle nada era a Gwen, puesto que necesitaba casarse con ella si quería aspirar a quedarse con su herencia.
¿Dónde estaba Gwen?
Leslie decidió que no era el momento de pensar en eso. No estaba en condiciones de resolver aquel rompecabezas.
Tenía que llamar por teléfono. Ese era el siguiente paso y no otro, era imprescindible que lo consiguiera.
El teléfono estaba en el despacho. La cuestión era si podía arriesgarse a salir del salón, donde se sentía más o menos segura por el momento. ¿Lograría recorrer rápidamente el pasillo y parapetarse en el despacho para hacer esa llamada? Si se topaba con Dave en el intento, estaba perdida. No quería engañarse: Dave no podía dejarla con vida, representaba un gran peligro para él. Estaba obligado a eliminarla y no cabía ninguna duda de que estaría dispuesto a hacerlo sin titubear. Leslie no alcanzaba a comprenderlo, pero tenía la seguridad de que Dave estaba entregado a un juego arriesgado en el que podía perderlo o ganarlo todo, que sin duda llevaba mucho tiempo planeándolo y había ponderado hasta la última de las consecuencias. Y ahora que jugaba con ventaja, no estaría dispuesto a abandonar. Era un tipo peligroso, cruel y amoral. Sus continuas mentiras no eran más que la punta del iceberg. La única alternativa para Leslie era quedarse en aquella habitación con la esperanza de que apareciera alguien para ayudarla, pero no tenía ni idea de cuándo sucedería eso o incluso si podía albergar alguna esperanza de que ocurriera. ¿Qué haría Valerie Almond al ver que, a pesar de lo acordado, Leslie no aparecía por la pizzería, cuando debería haber llegado desde hacía rato? Probablemente intentaría llamarla por teléfono, pero eso no funcionaría. Tal vez se alarmaría y acudiría a Prince of Wales Terrace, aunque sería en vano. ¿Se preocuparía entonces? ¿Y se le ocurriría ir hasta la granja de los Beckett?
Los Brankley se habían marchado, y Leslie no sabía qué había sido de Gwen. Todo eso reducía a la mínima expresión sus esperanzas de recibir ayuda, del mismo modo que también eran mínimas las posibilidades de que Chad sobreviviera. No hacía falta ser médico para darse cuenta de que al anciano le quedaba poco tiempo. No sobreviviría a aquella noche si no ingresaba cuanto antes en un hospital.
Leslie fue hacia la puerta e hizo girar la llave sin hacer ruido. La abrió muy despacio, conteniendo el aliento. Casi esperaba encontrarse frente a frente con Dave, pero el pasillo estaba iluminado y vacío. No oyó ni un solo ruido en toda la casa.
O está fuera o está agazapado en alguna parte esperando a que cometa algún error, pensó Leslie.
Tenía el corazón acelerado y oía en las sienes la pulsación de la sangre. Nunca antes había experimentado esa sensación de miedo tan genuina. Sabía lo que era pasar miedo antes de un examen, el miedo a la soledad, el miedo previo a una conversación desagradable, a la consulta del dentista, al momento de su divorcio. Miles de miedos, pero el que estaba sintiendo en esos momentos era el miedo a morir, algo nuevo para ella. Era la primera vez que sentía ese miedo y que experimentaba sus síntomas físicos extremos: sudaba, no paraba de sudar por todos los poros del cuerpo; le zumbaban los oídos; la boca se le había secado de repente; era incapaz de tragar. Sin embargo, se armó de coraje y anduvo a hurtadillas por el pasillo. En esa parte de la casa, como en el salón, el suelo era de baldosas de piedra, lo que le permitió moverse sin hacer ruido.
Eran solo unos pocos metros, tres o cuatro, tal vez. A Leslie esa distancia se le hizo interminable y el minuto que tardó en recorrerla le pareció una eternidad. A cada segundo esperaba que una mano se posara en su hombro, que una voz se dirigiera a ella. Pero no sucedió nada. Nada interrumpió el silencio que reinaba en la casa.
Llegó al despacho y entró en él. Todo seguía igual: la lámpara de mesa encendida y el leve zumbido del ordenador.
Rápida como un rayo, Leslie cerró la puerta y se quedó de piedra al comprobar que no había ninguna llave metida en el cerrojo.
Reunió todo su coraje y volvió a abrir la puerta para ver si estaba metida en la parte de fuera, pero tampoco la encontró allí. Estaba convencida de que podría cerrar el despacho con llave, pero daba igual, no tenía más remedio que llamar por teléfono desde allí, aunque no pudiera cerrar la puerta, tan rápido como fuera posible, rezando para que nadie la sorprendiera en el intento. Descolgó el auricular.
—Yo en tu lugar no lo haría —dijo una voz tras ella—. Más bien volvería a colgar enseguida y me daría la vuelta poco a poco.
Leslie se echó a temblar. Debido al miedo y al espanto, pero debido a la sorpresa también.
Se dio la vuelta con los ojos como platos, desconcertada. La que estaba en la puerta era Gwen.
Sujetaba un revólver con el que apuntaba a su amiga. Y en sus manos no había la más mínima inquietud, sino calma y seguridad.
La expresión de su rostro era la de una demente.
16
Qué bien se está otra vez en casa, pensó Jennifer. La vivienda olía a cerrado tras dos semanas de ausencia, pero Jennifer había abierto todas las ventanas para que el aire fresco de otoño ventilara las habitaciones. Colin se estaba peleando con una montaña de correo que la vecina se había esmerado en recoger del buzón y que había dejado apilada sobre la mesa del comedor. Cal y Wotan ya habían comido y estaban tendidos plácidamente sobre la manta que tenían en su rincón preferido del salón. La tele estaba puesta con el volumen bajo, de fondo.
¿Qué haré mañana?, se preguntó Jennifer. Estaba frente a la puerta abierta de la cocina mirando hacia fuera, hacia el jardín que estaba a oscuras, desde el que le llegaba el olor al follaje otoñal, a humedad y a hierba marchita. Le gustaba el otoño, le encantaban aquellas tardes crepusculares, que anocheciera tan pronto, un presagio de que se acercaba la Navidad. Los frecuentes paseos con Cal y Wotan por los campos brumosos, para regresar luego a un hogar confortable, al crepitar de la chimenea y a las velas de las ventanas. La calidez interior que se derivaba de esa atmósfera siempre la había hecho sentir bien. Sin embargo, tenía que haber algo más en su vida. La comunicación con otras personas. El estrés, los disgustos, pero también los momentos felices que surgían en compañía de los otros. Compartir la vida, era eso lo que necesitaba. Lo que tenía que hacer a partir de entonces.
Es decir, conseguir un empleo. Eso era lo primero. Ese sería el punto de partida para todo lo demás. Buscaría en los periódicos. Tal vez incluso pondría un anuncio. Al fin y al cabo, seguía siendo profesora, había estudiado filología inglesa y románica. Podía ofrecerse para dar clases de repaso. Era posible, además, que en Leeds también hubiera una institución como la Friarage School de Scarborough, en la que se impartieran cursos de idiomas para adultos. Le gustaría dar clases de francés dos o tres veces por semana, quizá incluso podría entablar nuevas amistades.
Pensar en la Friarage School hizo que se acordase de Dave Tanner. Seguía dándole vueltas a algo desde el trayecto de vuelta desde Staintondale hasta Leeds, pero había estado tan atribulada consigo misma y con sus planes de futuro que no se había preocupado más por aquella cuestión.
Sin embargo, en ese momento le sobrevino una imagen de esa misma tarde: cuando Gwen y ella volvieron de la ciudad, encontraron a Dave Tanner sentado con Colin en el salón de la granja de los Beckett. Intercambiaron unas palabras intrascendentes, y a continuación Jennifer fue arriba enseguida porque quería estar a solas con Colin y contarle lo que había estado pensando y planeando. No se interesó entonces por nada más.
Jennifer cerró la puerta de la cocina y entró en el comedor, donde Colin estaba examinando con la frente arrugada unos papeles oficiales.
—Son las cuotas de nuestro plan de pensiones —empezó a decir él, pero ella lo interrumpió.
—Colin, ¿qué quería Tanner? ¿Por qué ha venido a la granja? Parecíais muy absortos ahí sentados, frente a la chimenea…
—Al final el tío ha entrado en razón —dijo Colin sin apartar la mirada de la carta que tenía en las manos—. Quiero decir que la idea de casarse con Gwen… Bueno, no le gusta a nadie. La cosa pintaba muy mal…
Jennifer notó que se le erizaba el vello de los brazos, aunque todavía no alcanzaba a comprender por qué.
—¿Y? —preguntó.
—Quería decírselo —respondió Colin—. Y como es natural, se sentía incómodo, el pobre. Pero bueno, creo que le vino bien poder hablar un rato mientras esperaba a que llegara.
—¿Qué? —preguntó Jennifer—. ¿Qué quería decirle? ¿Y a quién? ¿A Gwen?
—Pues claro, a Gwen. ¿A quién sino? —replicó Colin, que entretanto había alzado ya la mirada—. Quería contarle que no le veía sentido a planear un futuro en común y que lo mejor sería seguir caminos distintos a partir de ahora. O algo así. Creo que era lo más sensato. Él no veía en Gwen al amor de su vida, y ella estaba construyendo castillos en el aire que al final se habían derrumbado.
El hormigueo que Jennifer sentía en los brazos se volvió más intenso.
—Dios mío —dijo en voz baja.
—Mejor un final amargo que una amargura sin fin —dijo Colin—. Será duro para Gwen, pero ¿no crees que ya lo presentía desde hacía algún tiempo? Tampoco es que sea insensible. No creo que este desenlace sea una sorpresa para ella.
—Pero el momento decisivo siempre es… Jennifer dejó la frase inacabada. La sensación de angustia que se apoderó de ella amenazaba con superarla en cualquier momento.
Tranquila, se dijo a sí misma, tal vez solo sean fantasmas lo que ves.
—Creo que voy a llamar a Gwen un momento —dijo ella.
Colin la contradijo.
—Pues yo creo que debería superarlo sola. No podrás protegerla siempre.
—En una situación como esta, todo el mundo necesita a alguien —replicó Jennifer.
Cogió el teléfono inalámbrico de la base de carga que estaba en la mesa del comedor y marcó el número de la granja de los Beckett. Esperó hecha un manojo de nervios, pero nadie descolgó el auricular al otro lado de la línea.
Volvió a llamar, pero otra vez sin éxito.
—Qué raro. Debería haber alguien en la casa. Como mínimo, Chad. Pero Gwen también, de hecho.
—Ya conoces a Chad, es un solitario extravagante. Seguro que simplemente no le apetece coger el teléfono. Y Gwen debe de estar llorando a moco tendido.
—Pero podría coger el teléfono de todos modos.
—Tranquila, lo superará aunque tú no estés allí. Tiene que hacerlo. Al fin y al cabo no puedes estar siempre ayudándola.
—Tengo un mal presentimiento.
—Tampoco es que Gwen se tome la vida tan a pecho. Es una frágil plantita, pero por sus venas corre la sangre de los campesinos del lugar. Es fuerte, lo superará.
—Ojalá pudiera estar allí —dijo Jennifer, muy intranquila.
—¿Para qué?
—Para asegurarme de que todo va bien.
—¿Qué tendría que ir mal?
La mirada de Jennifer se perdió por detrás de Colin, en una ventana abierta.
—Si Dave le ha dicho que quería cortar…
—La vida continuará para Gwen de todos modos —dijo Colin con impaciencia—. Jennifer, todos hemos pasado por situaciones como esta a lo largo de la vida. Pensamos que se acaba el mundo y luego comprobamos que no, que sigue girando tan estable y firme como siempre. Gwen también se dará cuenta de ello.
Jennifer siguió hablando sin mirar a su marido.
—Es que no es Gwen quien me preocupa —dijo lentamente.
Colin frunció la frente.
—¿Entonces?
Jennifer se volvió hacia Colin y este vio que estaba pálida como un cadáver.
—Quien me preocupa es Dave Tanner —dijo ella.
17
El teléfono sonó en varias ocasiones, pero cuando Leslie tuvo el acto reflejo de mover la mano al oírlo por primera vez, Gwen se lo impidió.
—¡No! ¡Deja el auricular donde está! ¡No hay nadie en casa!
Estaban una frente a la otra en la pequeña habitación, Leslie junto al escritorio y Gwen, en la puerta. La lámpara del techo estaba encendida y el ordenador seguía emitiendo su zumbido constante. Habría sido una situación de lo más corriente, dos mujeres en un despacho al final de un día cualquiera, de no haber sido porque una de las mujeres tenía un revólver en la mano y apuntaba con él a la otra mujer.
Esto es una pesadilla, pensó Leslie, una pesadilla absurda.
Intentaba entender qué había sucedido, pero le pasaba como cuando alguien pierde el hilo de una conversación y de repente se encuentra frente a un giro inesperado que no consigue comprender. Era como si Gwen, esa Gwen que sujetaba un revólver, hubiera caído del cielo de golpe, se hubiera plantado en la escena y alguien tuviera que gritar «¡corten!», un director invisible al que el argumento se le había escapado de las manos y tuviera que hacerse con el control de la situación otra vez. Pero nadie gritaba «¡corten!», nadie intervenía. Leslie intentó desesperadamente encontrar una explicación para lo que había ocurrido.
—Gwen, ¿qué te pasa? —le preguntó tras los primeros segundos de reacción.
Gwen recibió la pregunta con una sonrisa.
—¿Qué quieres que me pase? Que he tomado las riendas de mi vida. Estoy haciendo lo que todos me aconsejabais que hiciera.
—¿Lo que nosotros te hemos aconsejado?
—¿Qué estabas haciendo por aquí? —quiso saber Gwen—. ¿Has venido a buscar a Dave? Te gusta, ¿verdad? Es guapo. ¿Pensabas que podrías arrastrarlo hasta tu cama ahora que ya no me quiere a mí? ¿Para que llene ese espacio que lleva tanto tiempo vacío?
Leslie seguía sin comprender nada. Oír cómo mencionaba a Dave le recordó las palabras que Chad había balbuceado con gran esfuerzo.
—Gwen, tu padre me ha advertido acerca de Dave. Es peligroso. Lo ha herido de gravedad. Ha… —No continuó hablando porque en ese momento empezó a comprenderlo todo—. ¿Has sido tú quien ha disparado a tu padre? —preguntó.
Gwen respondió de nuevo con una sonrisa, una de esas sonrisas enajenadas que nada tenían que ver con la alegría.
—¡Eres lista, Leslie! ¡Siempre lo has sido! ¡Leslie, la más lista de la clase! Has acertado de lleno. He disparado a mi padre, sí. Y si te ha hablado de Dave, lo más probable es que quisiera advertirte que podría necesitar tu ayuda. Está tendido en la playa, con una bala en el cuerpo. Las cosas se pondrán difíciles para él cuando mañana por la mañana vuelva a subir la marea. Pero ese ya no es mi problema.
Antes de que Leslie pudiera encajar esas palabras, el teléfono volvió a sonar, pero a aquellas alturas ya había perdido toda esperanza de que Gwen pudiera hacer un buen uso del arma de fuego que sujetaba, por lo que decidió adaptarse a la orden de su antigua amiga y no acercó las manos al teléfono. Cuando el aparato volvió a quedar en silencio al cabo de un momento, sus dedos no volvieron a crisparse.
—Bueno, ahora la cuestión es ¿qué hago contigo? —reflexionó Gwen en voz alta—. Has sido muy tonta viniendo hasta aquí, Leslie. Por cierto, eso aún no me ha quedado claro: has venido por Dave, ¿no es así?
—Sí, pero no por lo que tú sospechas. Pensaba que había sido Dave. Que Dave había matado a mi abuela. Y temía por la vida de Chad. Creía que el motivo del crimen podría haber sido lo de Brian Somerville. Y lo de Semira Newton. Y eso habría supuesto un peligro para Chad.
Leslie se fijó en el efecto que tenía sobre Gwen la mención de esos dos nombres, pero aquella sonrisa congelada no cambió en absoluto.
—Conmovedor —dijo Gwen—. ¡Cuánto te preocupas por el bueno de Chad! ¿Fue él quien te dio los mensajes de Fiona a Chad? ¿O fue Jennifer?
—Fue Colin. Fue él quien me los dio.
—Me las ingenié para extender bien la historia —dijo Gwen con vanidad—. Ya me imaginaba que si se lo contaba a Jennifer acabaría enterándose todo su entorno. Hasta la policía se enterará. Y entonces quedará claro quién mató a Fiona.
—¿Te refieres a Semira Newton? —preguntó Leslie—. Ni siquiera puede moverse sin la ayuda de un andador. ¿O te refieres a Brian Somerville, que según he oído vive en una residencia y tiene la mentalidad de un preescolar a pesar de que debe de haber cumplido ya ochenta años? ¿De verdad quieres imputarles dos asesinatos a esas dos personas? ¿Y crees que alguien te creerá?
—Para eso están los sicarios. ¿Sabes lo que son?
—Sí. Pero solo Semira podría tener las facultades intelectuales necesarias para ello, eso sin tener en cuenta que apenas le llega el dinero para vivir, con lo que hay que preguntarse cómo podría haber pagado a un asesino anónimo, porque no encaja para nada en el perfil. Imposible. Valerie Almond se dará cuenta de eso enseguida.
—Ah, Valerie Almond —dijo Gwen en tono despectivo—. Mira que es ingenua. No tiene ni idea de psicología. Se equivocó completamente conmigo.
Es evidente que todos estábamos igual de equivocados, pensó Leslie. Un estremecimiento le recorría todo el cuerpo.
—¿Y cómo encaja Dave en todo eso? —preguntó Leslie en voz alta—. Tanto si muere desangrado como si muere ahogado, acabarán por encontrarlo. ¿Y yo? En caso de que tengas previsto matarme a mí también, ¿cómo encajaré yo en la teoría de que todo lo sucedido ha sido el último acto de venganza de una anciana?
Gwen pareció confusa durante unos segundos, pero recuperó la compostura al instante.
—Vosotros también os habréis cruzado en el camino del asesino.
—¿Dave, que está abajo, en la playa? ¿Y yo aquí? Gwen, te… te estás dejando llevar por un ataque de locura homicida. No saldrás bien parada de todo esto, créeme.
—Tú sí que no saldrás bien parada de esto —replicó Gwen—. Ya deberías haberte dado cuenta, amiga mía.
—No estoy de acuerdo —dijo Leslie, aunque no daba crédito a sus propias palabras—. Siempre hemos sido amigas, Gwen. Nos conocemos desde que éramos niñas. No puedes matarme a tiros como si nada.
—A mi padre lo conocía desde hacía más tiempo todavía —replicó Gwen—, igual que a Fiona. Eso no significa nada para mí. Absolutamente nada.
Leslie tragó saliva.
—¿Por qué, Gwen? No lo entiendo. ¿Por qué?
—Claro que no lo comprendes. ¿Cómo podrías comprenderlo? Tu vida siempre ha sido magnífica. ¡No tienes ni idea de cómo se siente alguien a quien la vida no le ha ido tan bien como a ti!
—¿Que mi vida ha sido magnífica? —exclamó Leslie, perpleja—. ¿Cómo puedes decir eso? Me he divorciado, estoy sola y frustrada. Paso los fines de semana en urgencias o sentada frente a la tele, bebiendo demasiado. Nadie me presta el menor caso. No hago más que llamar a mis compañeras de trabajo o a mis amigas de la universidad para quedar con ellas, pero todas están demasiado ocupadas con sus familias y no tienen tiempo para mí. Así de magnífica es mi vida, Gwen. Es así y no como tú debes de imaginarla.
—Pero podrías cambiarla en cualquier momento.
—¿Cómo quieres que la cambie?
—Los hombres hacen cola para estar contigo. Con Stephen no ha funcionado, pero puedes casarte con otro. Eso en tu caso no es un problema.
—Pues no sé dónde está esa cola de hombres, por desgracia.
—¡Porque no quieres verla! —Gwen agitó con impaciencia el revólver—. A Dave, por ejemplo, lo tenías embelesado. ¡No me digas que no te habías dado cuenta!
Leslie tuvo que pensar en la noche anterior, en lo que había ocurrido en la cocina de la casa de su abuela. No dijo nada, pero Gwen debió de darse cuenta del cambio en la expresión del rostro de su antigua amiga, porque se echo a reír. La carcajada tuvo un tono triunfal.
—Vamos, por favor. Lo sabes perfectamente. Y él no es el único. Además, tu Stephen sería capaz de dar la vida por estar contigo de nuevo. Un simple chasquido de dedos te bastaría para recuperarlo. Tienes muchas opciones. Stephen echó un polvo inesperado con una chica que conoció en un bar, y tú te quedaste conmocionada. Pero solo es cuestión de tiempo hasta que reacciones y empiece un nuevo amanecer para ti. —Contempló un momento el arma que tenía en la mano—. Es decir, podría haber sido así. Como es natural, ahora todo será distinto.
—Necesitas ayuda, Gwen.
Gwen se echó a reír de nuevo, aunque esa vez la risa no tuvo el mismo matiz triunfal. Se percibía más bien un atisbo de histeria en su carcajada.
—Esto es fantástico, Leslie. ¡Fantástico de verdad! ¿Que yo necesito ayuda? Te encuentras en la recta final de tu vida, una vida egocéntrica y centrada exclusivamente en tus intereses, y solo se te ocurre que la buena de Gwen necesita ayuda. Sí, tienes razón, maldita sea. Necesito ayuda. Hace años que la necesito. Pero eso no le ha interesado a nadie lo más mínimo.
—Pero cada vez que nos veíamos…
—Algo que no ocurría muy a menudo, ¿verdad? ¿Dos veces al año? La doctora Cramer estaba siempre demasiado ocupada para venir desde Londres a visitar a su abuela. Y sí, es verdad, cada vez que venías cumplías con tu visita de rigor a la granja de los Beckett. «¡Paso un momento para tomar un café contigo, Gwen!» ¡Un momento! Siempre con prisas, para que no se me ocurriera pedirte más ayuda que la que me brindabas, que jamás fue mucha. La granja te ha parecido siempre aburrida. ¡Yo siempre te he parecido aburrida! Claro, no tenía gran cosa que contarte, ¿verdad? ¿Qué querías que te contara? ¿Lo mucho que luchaba para no desmoronarme? ¿Lo mucho que me esforzaba para arreglármelas con el poco dinero que me daba mi padre? ¿Mis intentos para atraer a veraneantes, a pesar de no conseguir más que a Jennifer y a Colin, a los que ya no podía ni ver? Y sin embargo tenía que engancharlos para que al menos ellos no se me escaparan. Menudos temas, ¿verdad?
—Podrías haberte limitado a decir la verdad. Que las cosas no te iban bien. Que necesitabas ayuda.
—¿No te diste cuenta por ti misma? ¿En serio creías que podía ser feliz con el tipo de vida que llevaba? ¿Aquí, aislada del resto del mundo? ¿Junto a mi padre, un anciano que apenas hablaba? ¿Con la pesada de tu abuela, además, que se pasaba el día aquí y siempre me daba a entender claramente lo anticuada e insignificante que soy, que lo único que le interesaba era la compañía de mi padre, el gran amor de su vida? ¿De verdad creías que las cosas me iban bien? ¿Sin amigos, sin ningún tipo de contacto? ¿Sin que ningún hombre se hubiera interesado jamás por mí? ¿Sin la más mínima esperanza de llevar una vida normal? ¿De casarme, de tener hijos, de tener mi propio hogar? ¿Crees que no quería conseguir todas esas cosas? ¿Que no tenía sueños? ¿De verdad lo pensabas, Leslie?
Leslie cerró los ojos durante unos segundos.
—No —dijo en voz baja. Abrió los ojos de nuevo y miró a Gwen fijamente—. No. Sabía cuáles eran tus sueños. Sabía qué era lo que anhelabas. Pero…
—Pero ¿qué?
—Pero por otra parte, siempre te veía sonriente y serena. Ponías a tu padre por las nubes y describías a Fiona como a una segunda madre. De algún modo… parecía como si esa vida, todo lo que te rodeaba, te pareciera bien. Justo… justo al contrario que mucha otra gente. Tal vez…
—¿Sí?
—Tal vez debería haberme fijado más —dijo Leslie.
Las dos se quedaron en silencio un rato.
Dios mío, pensó Leslie; déjame llegarle al corazón.
—Lo siento —dijo por fin, pero Gwen se limitó a encogerse de hombros.
—Yo en tu lugar también diría algo así —dijo.
Volvió a reinar el silencio. Leslie notó que el corazón, que le había estado latiendo a toda velocidad, se le calmaba un poco a pesar de que seguía sintiendo la misma tensión y el mismo miedo. Era capaz de pensar con más claridad, y le pareció que para Gwen aquella situación suponía un verdadero problema. Era evidente que había disparado tanto a Dave como a su propio padre, por lo que había demostrado no tener muchos escrúpulos a la hora de decidir sobre el destino de los dos hombres: un destino que, con toda probabilidad, tendría un desenlace mortal.
Hacía más de media hora que estaba en la puerta del despacho apuntando a la que había sido su amiga con un revólver, pero no se decidía a apretar el gatillo. Por Leslie no parecía sentir el mismo odio indecible que había demostrado por Chad, Dave e incluso Fiona; pero además parecía no haberla tenido en cuenta en sus planes para esa noche. Leslie se había dejado caer por la granja inesperadamente. No debería haber aparecido en ese momento. Gwen podía actuar de forma marcial, pero en el fondo estaba indecisa respecto a lo que debía hacer. Leslie vio en ello una oportunidad, aunque tampoco quería engañarse: el hecho de que Gwen no estuviera segura de cómo proceder en esa situación podía terminar superándola, lo que sin duda podía derivar en un acto impulsivo.
Habla con ella, eso fue lo único que se le ocurrió.
—¿De dónde has sacado el revólver? —preguntó.
—Es el revólver de mi padre. Se lo dieron en el ejército, lo utilizó durante la guerra. De eso hace mucho tiempo, pero si lo que quieres saber es si todavía funciona, solo tienes que mirar a Chad. Y a Dave, allí abajo, en la playa.
Leslie recordó un pasaje de la historia que había leído de su abuela: en algún momento había encontrado el arma de guerra de Chad en la estantería del despacho y había intentado utilizarla como excusa para hablar acerca de lo que él había vivido en el frente, aunque no lo había conseguido. Con toda probabilidad el arma había estado en el mismo lugar desde entonces. ¿Por qué tendría que haberla guardado Chad en un lugar más seguro?
—¿Has… hecho prácticas de tiro? —preguntó.
—Pensaba que tal vez algún día podría llegar a necesitarla —dijo Gwen como si nada—. Y, para ser sincera, no iba muy desencaminada. Me ha venido de perlas.
—Gwen…
—De hecho, a Fiona también pensaba pegarle un tiro. Pero después de ver que todo el mundo hablaba del asesinato de esa estudiante, pensé que podría sembrar algo más de confusión si mataba a Fiona de un modo parecido a como lo hicieron con aquella pobre chica. He sido astuta, ¿no crees? Por dentro me partía de risa cuando veía cómo esa inspectora inepta se rompía la cabeza intentando descubrir la relación entre Fiona y aquella universitaria.
—Has cambiado mucho, Gwen —dijo Leslie.
De inmediato pensó en lo grotesca que había sonado esa frase, incluso para ella misma. Como si Gwen se hubiera cambiado el peinado, hubiera perdido peso o algo parecido. En lugar de eso, se había convertido en una asesina en serie. Gwen, con sus faldas de lana floreadas, su pasión por las novelas románticas y cursilonas, tan tímidamente arraigada a la vida solitaria que llevaba en esa granja aislada… Se había entrenado a disparar con el viejo revólver de su padre, había conseguido munición y había urdido un plan. Había encontrado los correos electrónicos que Fiona había mandado a Chad y en ellos había visto la oportunidad de elaborar un motivo para que alguien los asesinara a los dos. Era evidente que había hecho circular aquellos escritos a propósito, que no había sido el gesto de ingenuidad que todos habían supuesto.
—¿Y le dijiste a Dave que fuera a ver a Semira? —preguntó Leslie—. ¿Para desviar las sospechas hacia él?
—¿Fue a ver a Semira Newton? Ya me imaginaba que lo haría. No, no fui yo quien le dijo que acudiera, pero noté que se le despertaba una curiosidad cada vez mayor y pensé: ¡Apuesto a que visitará a Semira Newton! Cuando fui a verlo hace dos días, le di otra copia impresa de los archivos de texto, que estuvo leyendo durante la noche, contento de tener una excusa para no acostarse conmigo. Me vi obligada a modificar mis planes. Dave debería haberse enterado de la historia de Somerville antes de que Fiona muriera. Pero después de la disputa de la fiesta de compromiso que tuvo lugar ante tanta gente, la oportunidad era demasiado propicia para no aprovecharla. Desde lo alto de la escalera oí como tu abuela pedía a Colin que le encargara un taxi. Me di cuenta de que era una oportunidad única. La seguí y… Bueno, fue bastante fácil. Me llevé el revólver y me serví de él para obligarla a alejarse un buen trecho por el camino. Cuando estuvimos lo suficientemente apartadas de la carretera, cogí una piedra y le golpeé la cabeza. Una vez. Y otra. Y otra. Hasta que dejó de moverse. La piedra la tiré al mar un día después, desde uno de los acantilados.
Leslie luchó contra la sensación de vahído que la había invadido de repente. ¿Qué clase de persona tenía delante? ¿Cómo había podido equivocarse con ella tan rotundamente y durante tantos años?
—Entonces ¿Jennifer mintió cuando declaró que la acompañaste a pasear a los perros?
—La buena de Jennifer. Temía que pudieran considerarme sospechosa, por eso quiso tomar precauciones al respecto. Esa manía que tiene de ayudar a todo el mundo es patológica, no puede evitarlo. En cualquier caso, me vino de perlas. Más adelante le conté a Colin que Jennifer me había obligado a secundar esa invención. Tendrías que haberle visto la cara, no podía dejar de pensar en el extraño comportamiento que había demostrado su mujer.
—Has… has sido muy astuta —dijo Leslie—, has tenido en cuenta todos los detalles.
—Sí, ¿verdad? De paso le dije a Colin que Dave también conocía esa vieja historia. Estaba segura de que más adelante, cuando acabaran deteniéndolo como principal sospechoso del crimen, nadie creería que se había enterado de ello después de la muerte de Fiona y no antes. Colin se quedó de piedra, debió de pensar que soy incapaz de mantener un secreto, pero por dentro me moría de risa. Al fin y al cabo, ha demostrado no ser mucho mejor que yo, porque fue él quien te lo contó todo a ti.
—Dave me negó que conociera a Semira Newton cuando se lo pregunté. Pero tú ya le habías hablado de ella.
—Claro. Dave seguía figurando entre los sospechosos y sabía que eso habría podido constituir un motivo para el crimen. Podría haber sido la persona más idónea para ejecutar una venganza encargada por Semira Newton. Por eso hizo ver que no tenía ni idea. No es que fuera muy listo por su parte, debería haberse dado cuenta de que acabaría sabiéndose tarde o temprano.
—¿Cuándo… cuándo se te ocurrió la idea de… matar a Fiona y a Chad? —preguntó Leslie.
Gwen reflexionó durante unos segundos, pero a Leslie le dio la impresión de que ya sabía la respuesta, que lo único que buscaba era la manera de formularla para que no sonara tan banal.
—Desde siempre —respondió al fin.
—¿Desde siempre? ¿Desde niña? ¿Desde la adolescencia? ¿Siempre?
—Siempre. Sí, creo que desde siempre —dijo Gwen, y parecía sincera al confesarlo—. Siempre he soñado con ello. Siempre me lo había imaginado. Con los años, el deseo se hizo cada vez más intenso y ahora al fin he podido cumplirlo.
Gwen sonrió, satisfecha.
Leslie estaba horrorizada. Se dio cuenta de algo: Gwen era una bomba de relojería. Lo era desde hacía años, y nadie había reparado en ello.
18
Jennifer marcó por tercera vez el número de la casa de Fiona Barnes en Scarborough, pero de nuevo saltó el contestador automático.
—¡No está en casa! —dijo, desesperada.
Colin iba sentado frente al volante, conduciendo a la máxima velocidad permitida por la misma carretera que habían recorrido unas horas antes en sentido contrario.
—¿Y estás segura de que no tienes el número de móvil de Leslie Cramer? —preguntó.
—Sí, estoy segura de que no lo tengo. Por desgracia.
Jennifer sabía que en el fondo Colin la tomaba por loca, que no comprendía en absoluto lo que estaba ocurriendo.
—¿Por qué te preocupas tanto por Dave? —le había preguntado, desconcertado.
—Temo que Gwen se vuelva loca —había respondido Jennifer— si él acaba rompiendo la relación. Ella no querrá aceptarlo.
A Colin no le había parecido tan problemático.
—Dios santo, Dave Tanner es alto y fuerte. ¿Qué te da tanto miedo? ¿Que Gwen le saque los ojos? ¡Seguro que él sabrá cómo defenderse!
—Tengo un mal presentimiento. Es una bobada, Colin, pero el hecho de que nadie coja el teléfono en la granja… me parece demasiado extraño. Ojalá… ¡Ay! ¡Ojalá pudiera comprobar que todo va bien!
Colin, a pesar de estar convencido de que su mujer se encontraba al borde de la histeria, le había propuesto que llamara a Leslie.
—Tal vez tenga la amabilidad de pasarse por la granja para ocuparse de Gwen. O de Dave Tanner, si es que de verdad necesita que lo protejan.
Sin embargo, era evidente que Leslie no estaba en casa.
—Me voy a Staintondale —había anunciado Jennifer al fin mientras cogía la llave del coche de la mesa de la cocina—. Si no, no me quedaré tranquila. ¡Si quieres tómame por loca, Colin, pero tengo que ir!
—¡Está casi a una hora y media de aquí! Acabamos de llegar. ¡Creo que es una locura, Jennifer, en serio!
Ella ya se había puesto la chaqueta y estaba a punto de cruzar la puerta. Después de negarse durante años a ponerse frente al volante de un coche, en ese momento parecía decidida a conducir sola. Colin la había seguido soltando tacos y antes de llegar al garaje le había quitado la llave de la mano.
—De acuerdo. Pero déjame conducir a mí. Tú llevas años sin hacerlo. ¿Se puede saber qué demonios te pasa, Jennifer?
Ella no había respondido. Pero a la luz de la farola exterior de la casa, Colin se había dado cuenta de que su esposa lo estaba pasando francamente mal. Estaba preocupadísima, y no fue la primera vez que Colin se preguntaba en los últimos días cuántos secretos debía de ocultarle su mujer.
—Si tanto te preocupa Tanner —dijo él—, tal vez deberías llamar a policía. ¡Y no tendríamos que ser nosotros los que salimos a la caza de noche cuando podríamos estar durmiendo!
—¡Nadie te ha dicho que vengas conmigo!
—En esta situación no podía dejar que fueras sola. Jennifer, ¿qué es lo que te da tanto miedo?
Ella no lo miró, en lugar de eso apoyó el lado de la cara contra el cristal.
—No lo sé con exactitud, Colin, de verdad. Lo único que sé es que Gwen podría ser capaz de cometer un acto irreflexivo si Dave corta con ella.
—¿A qué te refieres en concreto cuando dices «un acto irreflexivo»?
Jennifer no respondió.
Colin repitió la pregunta con impaciencia:
—¡Jennifer! ¿A qué te refieres con lo del acto irreflexivo?
Parecía como si ella estuviera luchando consigo misma.
—Está sometida a una presión horrible —dijo por fin—. La corroe el odio y la desesperación. No sé si será capaz de encajar esa derrota.
—¿Odio? ¿Gwen?
En ese momento Jennifer sí se volvió hacia Colin. Él la miró un instante y luego devolvió su atención a la oscuridad de la carretera. Jennifer tenía los ojos muy abiertos, llenos de terror.
—No puedo llamar a la policía —dijo— porque la dirigiría hacia Gwen. Y es posible que Gwen no supiera manejarse en esa situación. Pero sé que odia su vida desde hace años y que se ve como alguien en quien se concentra toda la mala suerte del mundo. Y está furiosa por ello. No me lo ha dicho pero lo intuyo. Simplemente lo sé, Colin.
—¿Te das cuenta de lo que estás diciendo?
—Sí. Pero justo por eso no debió de ser ella quien mató a Fiona.
—Aunque tampoco te atreves a descartar esa posibilidad, ¿no?
De nuevo, Jennifer guardó silencio.
Colin levantó una mano del volante y se frotó la frente. Tenía la piel fría y húmeda.
—La coartada —dijo él—, esa maldita coartada falsa. No es que quisieras protegerte, lo que querías era protegerla a ella. Tenías a una sospechosa, y en lugar de decírselo a la policía, te preocupaste de que Gwen dejara de estar en el punto de mira. Fue una locura, Jennifer. Fue una verdadera locura.
—No se merece seguir sufriendo.
—¡Puede que haya matado a una persona!
—Pero ¡no lo sabemos!
—Eso quien tiene que descubrirlo es la policía. Y tu deber consiste en contarles todo lo que sabes. Nos hemos metido en un buen lío. ¿Te das cuenta?
Ella respondió con otra pregunta:
—¿Puedes conducir más rápido?
—Tienes que llamar a la policía ahora mismo, Jennifer.
—No.
Colin soltó un taco en el mismo momento en que pisaba a fondo el acelerador.
En aquellas circunstancias le daba igual superar el límite de velocidad.
19
—Tu padre morirá si no recibe ayuda enseguida —dijo Leslie.
No podría soportarlo mucho más. No sabía cuánto tiempo había transcurrido. Tenía la impresión de que Gwen no sabía cómo salir de esa situación en la que ella misma se había metido. Pero los minutos iban pasando, y las posibilidades de que Chad sobreviviera a ese drama desaparecían con ellos. Y lo mismo respecto a Dave Tanner. Ella no podía hacer nada por él, tenía que seguir frente a aquella demente con la esperanza de que no entraría en pánico y acabaría apretando el gatillo.
Gwen hizo un movimiento brusco con los hombros.
—Así es como debe ser. De eso se trataba. De que muriera Fiona, de que muriera Chad. Él bloqueó mi vida y ella le ayudó a hacerlo. Por lo demás, tanto uno como la otra son los culpables de que mi madre muriera tan pronto. Fiona se negó a apartarse de mi padre y este fue incapaz de ponerla en su lugar. Mi madre enfermó por culpa de eso. ¿O crees que le encantaba tener a tu abuela en la granja un día tras otro? Incluso guisaba para mi padre. Lo cuidaba cuando estaba enfermo, compartía sus preocupaciones; a veces actuaban como si mi madre no estuviera. Ni yo tampoco. No nos hacían ni caso. Eso fue lo que le provocó el cáncer a mi madre. Y yo… —Gwen dejó la frase inacabada.
—Quedaste traumatizada —dijo Leslie, que procuraba elegir con sumo cuidado las palabras, de forma muy precisa—. Y puedo entenderlo. Siento de todo corazón no haber prestado la debida atención a tu situación. Tuviste una infancia y una juventud muy duras, Gwen. Pero ¿por qué no te has marchado? Quiero decir, después, ¿por qué no te fuiste al cumplir dieciocho años? ¿Por qué te quedaste aquí?
—Sí que quería marcharme. ¿Qué crees? ¡Si supieras todo lo que he intentado! Seguro que pensabas que leo todas esas novelas romanticotas y que soñaba con otro mundo, pero en lugar de eso…
—¿Sí?
—Creo que debo de haber respondido a más de cien anuncios de relaciones. No sé a cuántos hombres habré conocido. Desde hace unos años, por internet. Conozco todos los portales de contactos matrimoniales, conozco todos los sistemas. Me pasaba muchas horas al día frente al ordenador. Y un buen número de noches atendiendo a citas con hombres.
—Pero no surgió la persona adecuada —supuso Leslie. Jamás lo habría sospechado, pero cada vez la sorprendía menos lo que estaba descubriendo.
Gwen soltó una carcajada que sonó bastante estridente.
—¡Nuestra Leslie es inimitable! ¡Siempre se te ha dado bien encontrar las palabras correctas para describir la mierda! «No surgió la persona adecuada…» ¡Es una manera suave de decirlo! ¡Gracias por demostrar tanto tacto! No, no surgió la persona adecuada, el hombre que yo habría querido. Pero la triste realidad es que nunca llegué a tener una segunda cita con ninguno de ellos. Me veían, soportaban el tormento de aguantarme durante una noche, con suerte pagaban la cena y luego se esfumaban, aliviados de haber dejado atrás ese mal trago. Y no volvían a aparecer más, ni siquiera respondían a mis correos electrónicos, por no hablar de acceder a una segunda cita.
—Lo siento mucho.
—Sí, es triste, ¿verdad? ¡Pobre Gwen, hay que compadecerla! Pero los hombres se esforzaban en mantener una conversación tensa en el mejor de los casos. ¿Sabes qué otra cosa me sucedía a menudo? Imagínatelo, estás sentada en un restaurante, nerviosa. Esperas a un hombre que tal vez sea el adecuado. Te has acicalado, sabes que no eres guapa y que no tienes mucha maña para arreglarte, pero te has esforzado. Estás tan nerviosa que incluso tiemblas. Y luego se abre la puerta y el tipo que entra no está nada mal. Y tampoco es antipático. Sabes que es él, sabes que es el hombre con el que te estuviste comunicando por internet desde hace unas semanas. Poco a poco aprendes a distinguirlos, ¿sabes? No es necesario establecer señales pactadas, una rosa roja o un determinado periódico bajo el brazo ni nada parecido. Simplemente se nota. Y él también lo nota. Su mirada vaga por la sala y se detiene en ti. Te reconoce, igual que tú lo has reconocido a él. Y entonces ves que se asusta. Ves que no eres en absoluto lo que él esperaba encontrar. Que de un segundo a otro quedará horrorizado por la idea de tener que pasar la noche contigo y, encima, tener que gastar dinero en ello. Y de repente te das cuenta de otra cosa: de que ni siquiera tendrá la decencia de aguantar la velada y escapar a la situación con alguna excusa más tarde.
Leslie sabía lo que iba a decirle.
—Y entonces finge que se ha equivocado de puerta y se marcha.
—Qué bonito, ¿verdad? —dijo Gwen—. Y al camarero ya le has dicho que estabas esperando a alguien, por lo que te tocará explicarle en algún momento que tu acompañante al final no aparecerá. Pagas el vaso de agua al que has estado aferrada todo ese tiempo, te levantas y te vas. Percibes un par de miradas compasivas por parte del personal. Han comprendido la situación y sienten lástima por ti. Vuelves a casa, rechazada, humillada, y el odio que ya sentías no hace más que crecer, se vuelve más intenso que cualquier otra cosa, pasa a ser más fuerte incluso que el dolor. Llega un momento en que tienes la sensación de que lo único que posees es ese odio y piensas que acabarás explotando si no pasa algo que cambie las cosas.
Leslie lo comprendió. Comprendió lo que Gwen había estado acumulando, percibió que, tras aquella apariencia plácida y sonriente, durante años había fraguado un odio cada vez mayor que había acabado por convertirse en una especie de huracán incontrolable, e intentó averiguar cuál era la lógica que Gwen veía y reivindicaba para sí.
Probablemente sacar las dudas a relucir ante una enferma mental armada con un revólver no fuera lo más sensato del mundo, pero lo hizo de todos modos porque el instinto le aconsejaba que hiciera una única cosa: continuar con la conversación a cualquier precio.
—Hay dos cosas, Gwen —dijo Leslie—, que no acaban de convencerme. Por una parte, ¿por qué culpas de todo a Fiona y a Chad? Y por otra, ¿por qué no se te ocurrió jamás que pudiera haber otra salida a tu situación aparte de la posibilidad de encontrar al hombre perfecto? ¿Por qué no una formación? ¿Un empleo? ¿Ganar tu propio dinero, ser independiente? Ese podría haber sido el camino. Solo ese.
Gwen la miró, sorprendida.
—No lo habría conseguido jamás —dijo, y se mostró perpleja ante la idea de que Leslie pudiera sopesar siquiera algo como aquello.
Leslie, por su parte, cayó en la cuenta de que no sería una tarea fácil ni rápida hacer ver a Gwen que era una persona inteligente y capaz, que habría podido aprender un oficio como casi cualquier otra persona y elegir así su propio camino. Lo más probable es que fueran necesarios varios meses de terapia para convencerla de algo así. Necesitaría un buen psicólogo, pero no solo para ello, habría que luchar contra varias décadas de la vida de Gwen, empezando por su infancia, y eso sin tener la certeza de que pudiera resultar de ayuda.
—Vamos, Gwen —dijo Leslie en voz baja.
No insistió en que Gwen respondiera a su otra pregunta, cualquier explicación sobraba ante la evidencia de lo que estaba presenciando. El odio que Gwen sentía por Fiona y por Chad, la acusación de que las consecuencias derivadas de ese odio solo podían acabar en un asesinato. El motivo surgía de la falta de confianza que tenía aprisionada a Gwen, de su angustia vital, de su incapacidad para responsabilizarse de sí misma y de su futuro. Su vida era puro dolor. Era inseguridad, un eterno sentimiento de inferioridad. La experiencia no asumida de un rechazo continuo. Era lo suficientemente inteligente para comprender que las bases se habían sentado ya durante su infancia: el padre, que tanta indiferencia había mostrado por ella; Fiona, que siempre se había entrometido en el matrimonio de sus padres; la muerte de su madre, que Gwen había atribuido, no sin cierta razón, a la relación indisoluble y torturada entre Chad y Fiona. Las acusaciones de Gwen no eran delirios de una demente; a Leslie le parecieron lógicas y justas, aunque las consecuencias, la reacción que Gwen había tenido, era enfermiza. Para alguien como ella, no obstante, una persona que se había sentido toda la vida entre la espada y la pared, representaban la única salida, lamentable e inevitable por igual.
Gwen no lo había soportado más y había empezado a defenderse.
—Ya te he dicho que he pasado muchas horas frente al ordenador —dijo—. Fue así como di con los correos que tu abuela le había enviado a mi padre. Apenas podía creer lo que leía, pero a la vez todo encajaba a la perfección con lo que le había pasado al pobre Brian Somerville. Encajaba con el autismo de mi padre y con el egoísmo casi patológico de Fiona. Si no eras capaz de defenderte, esos dos pasaban por encima de ti sin reparos. Así eran. Así fueron siempre.
—Y tú pensaste que podrías utilizar a Brian y a Semira para tus planes —dijo Leslie con amargura.
Le pareció especialmente trágico que esas dos personas, que como tantas otras habían tenido que sufrir mucho durante la vida, acabaran convertidas en meras herramientas en manos de una asesina demente.
—No podía dejar pasar una oportunidad como esa —dijo Gwen.
—¿Habías previsto desde el principio cargarle el muerto a Dave? —preguntó Leslie.
En cualquier caso, le daba la impresión de que Dave había puesto mucho de su parte para aparecer como sospechoso. Ante el pánico provocado por la posibilidad de que pudieran culparlo, se había enredado cada vez más con sus propias mentiras. En primer lugar, cuando no había declarado que en la noche del crimen había vuelto a salir de casa y, una vez se hubo descubierto la falsedad de esa declaración, solo había conseguido empeorar la situación inventándose que había pasado la noche con su ex novia. Sobre todo porque había facilitado las cosas a Gwen para que empezaran a considerarlo el principal sospechoso.
Gwen negó con la cabeza.
—No. Se me ocurrió en cuanto empecé a notar que… que en realidad yo no le interesaba. No soy tonta, ¿sabes? Apuesto a que todos os preguntabais cómo podía ser tan ingenua para creer que un tipo como Dave pudiera haberse fijado en alguien como yo. Es probable que él mismo haya instado a alguien para que me abriera los ojos al respecto. ¡Pobre de mí, soy tan cándida! Os preocupabais y pensabais en el momento en que acabaría despertando de ese sueño… En ese sentido, Leslie, no he sido ni mucho menos tan estúpida como creíais. Desde el primer momento tuve claro que Dave no era el típico hombre que le echaría el ojo a una mujer como yo, por eso me fijaba mucho en cómo se comportaba. No fue necesaria la intervención de tu abuela para que me diera cuenta de que lo más probable era que su interés estuviera en mi patrimonio. Esa suposición cada vez era más y más clara. Y me dolió, porque… ¿Sabes?, a pesar de mi escepticismo, a pesar de todas mis reservas, acabé enamorándome de él. El tiempo que he pasado con él ha sido maravilloso. Sus atenciones, las molestias que se tomaba conmigo… incluso sabiendo que no eran sinceras. Viví todo eso como algo especial. Jamás había experimentado nada parecido. Fue bonito. Disfruté mucho algunos de esos instantes. Ha sido como estar viviendo un sueño.
Su voz sonó triste. En ese momento salió a relucir la Gwen de siempre, melancólica y pacífica.
Y Leslie pensó: No hemos sabido ver que está loca. Pero ¿por qué no hemos reparado al menos en lo triste que estaba?
—¿Por qué has disparado a Dave? —preguntó Leslie—. Ahora no podrás endosarle los asesinatos de Fiona y de Chad tal como habías planeado.
—No podía hacer otra cosa —dijo Gwen—. Después de haber estado sentada en el salón con él, de que se despidiera de mí, de notar cómo lo perdía, de darme cuenta de que él seguía allí viendo pasar el tiempo solo por una cuestión de decencia, como una mera formalidad, cuando en realidad no me soportaba ya, cuando lo único que quería era largarse… Me ha causado dolor, un dolor espantoso. No podía dejar que se marchara sin más. No habría podido soportarlo.
—¿Y lo has convencido para que te acompañara hasta la playa?
—Le he dicho que necesitaba salir. Le he pedido que me acompañara, sí. Él no quería, pero creo que le daba lástima dejarme de ese modo. Por eso ha aceptado. Supongo que lo único que quería era que esto terminara de una manera correcta y para que así fuera no podía dejarme aquí y largarse sin más justo después de haberme roto el corazón. Resignado, me ha acompañado hasta la cala. Yo llevaba el arma. Aún no sabía lo que haría con ella, pero sí sabía que no estaba dispuesta a dejar que Dave se fuera.
—¿Estás segura de que sigue con vida? —preguntó Leslie.
—Ni idea. Seguía vivo cuando me he marchado. Puede que se haya desangrado o que la marea se lo lleve… Yo que sé. Al fin y al cabo, ¿qué importa? Ahora mismo ya todo da igual, ¿no?
Lo dijo con una voz que rezumaba resignación. Leslie decidió insistir.
—No, todo no da igual, Gwen —dijo enseguida—. Tu padre sigue vivo. Dave tal vez también. Llamemos a una ambulancia, por favor. Todavía puedes salvarlos a los dos. Entonces… serían dos asesinatos que no…
Gwen la interrumpió, enfadada.
—No, claro, solo sería el de Fiona y dos intentos de asesinato más. ¿Crees que de ese modo saldría mejor parada? ¿Crees que eso convertiría la cárcel en un lugar más agradable? Tonterías, Leslie. ¡Lo sabes muy bien!
Leslie se dio cuenta de lo extrañamente contradictoria que Gwen se estaba mostrando en esos momentos. Por un lado, era capaz de valorar de forma minuciosa su situación, sabía que acabaría en la cárcel y estaba decidida a evitarlo. Pero al mismo tiempo, parecía no comprender el lío en que estaba metida. ¿De verdad pensaba que conseguiría salir indemne de todo aquello? ¿Después de matar a tiros a su padre, a Dave, a Leslie? ¿Y luego pensaba seguir con su vida, como si nada hubiera ocurrido, sin despertar las sospechas de la policía?
Había tenido dos maneras de proceder muy distintas: había demostrado ser muy fría haciendo circular por su entorno la historia de Brian Somerville para poder así justificar los asesinatos de Chad y de Fiona, puesto que sabía que tarde o temprano el asunto de Brian llegaría a oídos de la policía. Y había sido un buen intento lo de aprovechar la precaria situación de Dave para alimentar las sospechas que ya recaían sobre él. Pero de repente se había saboteado a sí misma disparando a Dave, sobrepasada por las emociones, incapaz de aceptar que este la dejara.
Había demostrado ser más sutil y mucho más astuta de lo que nadie podría haber supuesto, pero al mismo tiempo no era tan fría e impasible como le habría gustado ser. Era imprevisible para los demás, pero también para sí misma.
Leslie se dio cuenta de que eso la convertía en una enemiga terrible, extremadamente peligrosa. Era imposible saber lo que haría en los minutos siguientes.
—He dejado a Dave allí tendido y he vuelto a la granja —dijo Gwen, de nuevo impasible, como si estuviera contando una actividad cotidiana cualquiera—. Luego te he visto merodeando con una linterna. Has bajado en dirección a la cala, pero he pensado que daba igual si encontrabas a Dave, porque volverías a subir de todos modos. Aquí no hay cobertura de móvil en ningún lugar, lo que por lo visto también tiene su lado bueno. Mi padre había cerrado la puerta con llave, supongo que se lo habías mandado tú, pero como es natural la ha abierto enseguida al oír mi voz. Y bueno, una vez neutralizado él, solo me quedaba esperar a que llegaras tú. Me he sentado en la escalera después de quitar la llave del cerrojo del despacho, por si acaso. Ya me imaginaba que intentarías llamar por teléfono desde aquí.
—Muy astuta, Gwen —dijo Leslie—. Veo que lo tenías todo previsto, hasta el último detalle.
—Sí, la pequeña Gwen, con lo tontita que parecía, ¿verdad? Siempre me habéis subestimado. Desde hace más de treinta años. ¡Deberíais haberos fijado más en mí!
Leslie se preguntó qué podía replicar a eso. ¿Podía admitir su parte de culpa, existente al fin y al cabo, a pesar de que la manera de proceder de Gwen nunca le parecería justa? De todos modos, tenía la impresión de que no serviría de nada. Gwen no estaba en su sano juicio. Para ella ya no se trataba de obtener satisfacción, de encontrar algo de comprensión. Se había metido en un callejón sin salida y estaba intentando maniobrar, pero se había quedado atravesada y, tal como veía las cosas, solo había una salida posible, una salida que, con solo pensar en ella, a Leslie le sobrevino un escalofrío.
Gwen parecía que acababa de pensar exactamente lo mismo.
—¿Qué voy a hacer contigo ahora, Leslie? —dijo con aire pensativo—. No podemos pasarnos la noche aquí hablando. Además, nunca tuvimos gran cosa que decirnos, igual que ahora.
—Tenía una cita con la inspectora Almond —dijo Leslie—. Me está esperando desde hace horas. Le extrañará que no aparezca y saldrá a buscarme.
Gwen sonrió. Fue una sonrisa atroz, casi maliciosa.
—Entonces ya va siendo hora de que decida qué haré contigo —replicó.
20
Valerie Almond no conseguía quitarse de encima un mal presentimiento que la había ido invadiendo más y más a medida que transcurría la noche. Había estado esperando mucho rato en la pizzería y había intentado llamar al móvil de Leslie varias veces, pero siempre saltaba el contestador. Al final se había marchado a casa, pero allí tampoco había conseguido serenarse. Había telefoneado varias veces a casa de Fiona Barnes, pero tampoco allí había respondido nadie. Hacia las nueve y media no pudo soportarlo más. Subió al coche y se dirigió hacia Prince of Wales Terrace. Sabía que era muy improbable que Leslie todavía siguiera allí, porque no había ningún motivo para que no respondiera al teléfono, pero de todos modos quería cerciorarse.
Tal vez lo hago solo por hacer algo, pensó mientras maniobraba su coche para aparcarlo. Estoy desorientada y por eso reacciono sin un propósito concreto. Porque es mejor eso que quedarme sin hacer nada.
Salió del coche. Le acongojaba la idea de no haber sabido nada más sobre Leslie. Le había dicho que quería compartir con ella algo importante en relación con el asesinato de su abuela, y Valerie la había notado un poco excitada, tensa. Había dicho que tardaría veinte minutos en llegar a la pizzería. Conocía bien Scarborough, se había criado allí. Valerie podía excluir la posibilidad de que Leslie se hubiera perdido con el coche. Pero incluso si así hubiera sido, ¿por qué no la llamaba?
Algo no encajaba, pensó Valerie.
Respecto a Dave Tanner, seguían sin tener pistas sobre él. Y ahora parecía como si Leslie también hubiera desaparecido.
Frente a la puerta de entrada del enorme complejo de apartamentos había un hombre. Valerie se preguntó qué debía de estar haciendo allí a esas horas. En cualquier caso, no le pareció en absoluto alguien a quien pudiera colgarle la etiqueta de malo. Más bien parecía un tipo perplejo.
Pasó a su lado y pulsó el timbre que estaba junto a la placa con el nombre de Fiona Barnes.
—Ahí no le abrirá nadie —dijo el hombre que estaba detrás de ella.
Valerie se volvió hacia él.
—¿No? Entonces ¿usted también iba a casa de la difunta señora Barnes?
—He llamado tres veces, pero… —El hombre se encogió de hombros. Acto seguido, se presentó—. Soy el doctor Stephen Cramer. Estaba llamando a mi mujer… a mi ex mujer. Leslie Cramer. Pero parece que no está en casa. Tampoco hay ninguna luz encendida arriba.
—Inspectora Valerie Almond —dijo Valerie mientras le mostraba la placa identificativa. Stephen le echó una simple ojeada—. A mí también me gustaría ver a la señora Cramer.
Él parecía preocupado.
—He estado mirando por los alrededores —dijo—. Pero no he visto su coche aparcado por aquí.
—¿No tiene las llaves del apartamento?
—No. Estoy alojado en el Crown Spa Hotel, un poco más abajo en esta misma calle. Hace un par de días que no veo a Leslie.
—¿Le parece extraño?
Stephen dudó un poco antes de responder.
—Bueno… ella sabe dónde puede encontrarme. Pero tal vez no tenga motivos para verme. Pero vaya, ¿dónde debe de estar? A estas horas…
Valerie tuvo la impresión de que el ex marido de Leslie todavía no había acabado de digerir el divorcio. Debía de llevar dos días ganduleando en su hotel con la esperanza de que Leslie se dejara caer por allí, y al parecer esta no había tenido ningún motivo para hacerlo. En un momento dado aquel tipo no lo habría soportado más, así que había salido a espiarla y el hecho de que no estuviera en casa había sido el golpe de gracia.
Pobre tío, pensó Valerie.
De repente él pareció darse cuenta de que no era algo habitual encontrarse de noche, frente a la puerta de la casa de su ex mujer, con una inspectora de policía que quería aclarar un asunto que por lo visto no podía esperar hasta el día siguiente.
—¿Ha ocurrido algo? —preguntó, alarmado.
—¿Sabe dónde se aloja Dave Tanner? —preguntó a su vez Valerie.
Stephen frunció la frente.
—¿Dave Tanner? El prometido de Gwen Beckett, ¿verdad? Pues no, ni idea. ¿Por qué?
—Me gustaría hablar con él —respondió Valerie, evasiva.
—¿Y cree que puede estar ahí?
—De hecho, no. Estoy preocupada por Leslie Cramer. Me ha llamado hacia las siete y me ha dicho que quería verme para contarme algo importante relacionado con el asesinato de su abuela. Habíamos quedado en encontrarnos en una pizzería, pero no se ha presentado. Tampoco me ha llamado ni está localizable. Al final ha empezado a darme mala espina, por eso he venido.
—Realmente, es muy extraño —dijo Stephen—. ¿Desde dónde la ha llamado?
—Estaba en el coche. En algún lugar cerca de Staintondale. Me ha dicho que acababa de salir de Robin Hood‘s Bay. ¿Tiene alguna idea de lo que había ido a hacer allí?
—No. Como ya le he dicho… por desgracia no he tenido contacto con ella en los últimos días.
—Algo debe de haberle ocurrido entretanto —murmuró Valerie.
—¿Y si ha ido a la granja de los Beckett? Tal vez haya aprovechado que estaba cerca.
—¿Por qué tendría que haber ido? De todos modos, debería llamar a la granja. ¿No tendrá el número por casualidad?
Stephen lo tenía guardado en el móvil. Sin embargo, en casa de los Beckett tampoco respondió nadie.
—Esto ya es más que extraño —dijo Stephen—. ¡Que yo sepa, el viejo Chad Beckett casi nunca sale de casa! ¿Cómo es posible que no esté? Me pregunto si… —Stephen titubeó un momento.
—¿Sí? —dijo Valerie.
—¿Leslie todavía no le ha contado nada acerca de los mensajes? ¿Los que Fiona Barnes había escrito a Chad Beckett?
—No. ¿Qué mensajes?
—Correos electrónicos —dijo Stephen, algo incómodo—. Gwen los había encontrado y se los había dado a leer a ese matrimonio que se hospeda en la granja. Y a través de ellos acabaron llegando a manos de Leslie. No sé exactamente lo que se decía en ellos, pero era algo acerca de un asunto en el que estuvieron implicados Chad y Fiona en algún momento, hace años… Sé que tuvo lugar una historia oscura en sus vidas, algo que nadie más conocía hasta que salieron a relucir esos mensajes. Leslie estaba inquieta por ello.
Valerie se quedó sin aliento.
—¡No es posible! ¡No puede ser verdad! ¿Por qué no me ha dicho nada acerca de eso?
Stephen pareció angustiarse aún más.
—Le dije a Leslie que le hiciera llegar esos papeles. Estaba convencido de que, fuera lo que fuese lo que había descubierto en ellos, no podía mantener el secreto. Pero ella… tenía dudas. Fiona… su abuela salía bastante mal parada en el asunto. Leslie sintió escrúpulos de que la gente pudiera acceder a lo que había leído allí.
—La abuela de Leslie murió asesinada, por el amor de Dios. ¡Debería haberme hecho llegar todo, absolutamente todo lo que pudiera tener algún tipo de relación con Fiona! —exclamó Valerie—. ¡No puedo creerlo! Es posible que…
—¿Sí? —preguntó Stephen.
—Es posible que Chad Beckett también esté en peligro. Al fin y al cabo parece que estaban implicados los dos en el mismo enredo, si no lo he entendido mal. —Sacó la llave del coche del bolso—. Voy ahora mismo a la granja de los Beckett.
—Por favor —dijo Stephen—, ¿puedo ir con usted? —Al ver que dudaba, añadió—: Si me dice que no, iré de todos modos en mi coche, inspectora. No se librará de mí con facilidad.
—De acuerdo —dijo Valerie mientras corría ya hacia su coche—. Suba.
Stephen la siguió y vio que la inspectora, mientras subía al coche, llamaba por teléfono para pedir refuerzos.
21
Enseguida vieron el coche de Leslie, mientras Valerie aparcaba el suyo en medio del patio. Junto a él había otro vehículo; a la inspectora le pareció que era el coche de los Brankley. Dentro de la casa había luz. La puerta estaba abierta. Apenas Valerie hubo detenido el coche, Stephen salió de él, dispuesto a echarse a correr hacia la casa, pero la agente se lo impidió.
—No. De momento debe quedarse aquí. Quién sabe lo que está sucediendo ahí dentro. Me acercaré a la casa.
Él obedeció, pero en cuanto vio que Valerie había llegado a la puerta de la casa, fue tras ella.
Valerie entró por el pasillo bien iluminado.
—¿Señor Beckett? ¿Señorita Beckett? Soy la inspectora Almond. ¿Dónde están?
De repente, oyó una voz de hombre.
—¡En el salón! ¡Rápido!
Valerie recorrió el pasillo y se detuvo frente a la puerta del salón, desde donde pudo ver el cuerpo inmóvil de Chad Beckett tendido en el suelo. Junto a él estaba arrodillado Colin Brankley, que le apartaba una y otra vez los mechones grises de la frente mientras llamaba al anciano por su nombre.
—¡Chad! ¡Despierte, Chad! ¿Qué ha pasado?
—Señor Brankley —dijo Valerie.
Él se dio la vuelta.
—Lo hemos encontrado así, inspectora. Estaba aquí tendido. Creo que le han disparado.
—¿Dónde han estado durante las últimas horas? —preguntó Valerie mientras se arrodillaba también junto a Chad, que estaba completamente pálido e inmóvil, lo que no presagiaba nada bueno.
—Fuimos a Leeds. Jennifer quiso que nos marcháramos a casa esta misma tarde. Pero…
Antes de que pudiera continuar, apareció Stephen y apartó a Colin hacia un lado.
—Déjeme ver, soy médico —dijo mientras le buscaba el pulso.
—No tenían autorización para marcharse sin más —respondió Valerie con todo cortante.
Stephen levantó la cabeza.
—Está muerto —dijo—. Desangrado. Por una herida de bala, al parecer.
—Dios mío —dijo Colin, conmocionado.
—Que nadie toque nada más —ordenó Valerie.
Stephen se puso de pie. Valerie notó que estaba desesperado.
—¿Dónde está Leslie? —preguntó súbitamente a Colin.
—Aquí no está. Solo hemos encontrado a Chad, no hay nadie más en la casa —replicó Colin. A continuación, fue él quien frunció la frente—. ¿Quién es usted?
—Stephen Cramer. El ex marido de Leslie. El coche de Leslie está ahí afuera. Tiene que estar por alguna parte.
—¿Dónde está su esposa, señor Brankley? —preguntó Valerie.
Colin miró a su alrededor, desconcertado.
—Hace un momento estaba aquí. Tal vez esté mirando por la casa otra vez.
—Quédense aquí —ordenó Valerie a los dos hombres. Sacó su arma y le quitó el seguro—. Voy arriba.
—No hay nadie en la casa —dijo Colin—. Hemos mirado en todas las habitaciones.
—Prefiero comprobarlo yo misma —respondió Valerie.
Una vez hubo salido de la habitación, Colin y Stephen se miraron fijamente por encima del cadáver de Chad.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Stephen en voz baja.
—Hace unos días asesinaron a Fiona. Y ahora a Chad. Dios santo, ¿quién es el demente que está haciendo todo esto?
—No lo sé —dijo Colin.
—Es por toda esa historia, ¿no? La de Fiona y de Chad. Debieron de estar envueltos en un asunto muy turbio, y es evidente que alguien estaba tan enfadado con ellos que ha acabado con los dos.
—¿Conoce usted la historia? —preguntó Colin.
Stephen negó con la cabeza.
—Lo único que sé es que tiene algo que ver con cierto lío en el que ambos estuvieron implicados. Eso es todo lo que Leslie me contó.
Colin no replicó nada.
Valerie volvió al salón.
—No hay nadie.
—Pero ¡Jennifer tiene que estar por alguna parte! —dijo Colin, asustado.
Hizo ademán de salir hacia el pasillo. Valerie se lo impidió.
—Señor Brankley, ¿quién había en la granja cuando usted y su mujer han decidido marcharse?
—Chad —dijo Colin—. Y Gwen. Y Dave Tanner.
Valerie expulsó el aire bruscamente entre los dientes.
—¿Tanner?
—Había estado esperando a Gwen. Quería decirle que su relación había terminado. Me ha parecido sensato. Pero también ha sido el motivo por el que Jennifer ha querido volver poco después de que llegáramos a Leeds. Le entró una especie de pánico cuando le conté lo de Tanner. Lo primero que pensé es que le preocupaba Gwen, que no fuera capaz de superar la separación. Pero luego me dijo que quien le preocupaba era Dave Tanner, y yo no he comprendido por qué.
—¿Le ha explicado por qué le preocupaba?
—No. Se lo he preguntado, pero me ha dicho que me lo contaría más tarde. Creo que pocas veces la había visto tan nerviosa. Luego hemos llegado aquí, hemos encontrado a Chad muerto… Bueno, al principio hemos pensado que solo estaba gravemente herido, pero al verlo aquí tendido y dado que el coche de Leslie Cramer estaba fuera… Hemos mirado en todas las habitaciones, y no había nadie más. Entonces han llegado ustedes… —Miró a su alrededor, desamparado—. ¿Dónde está Jennifer?
—¿Dónde está Leslie? —preguntó Stephen.
—Tal vez Jennifer esté fuera echando un vistazo por los cobertizos —dijo Valerie.
Se esforzaba por mostrarse tranquila, pero la situación le parecía digna de una pesadilla. Un asesino cuya identidad no estaba clara rondaba por allí, había un hombre muerto tendido en el suelo, otro hombre y tres mujeres más habían desaparecido y encima era de noche. Tanto en sentido literal como en sentido figurado, no tenía la situación ni mucho menos controlada. Rezaba por que llegaran de una vez los refuerzos, y solo esperaba conseguir que aquellos dos hombres tan alterados y preocupados mantuvieran la calma, pues intuía que lo único que querían era salir a buscar a sus respectivas mujeres. A Valerie le horrorizaba la posibilidad de que ellos dos también acabaran desapareciendo en la oscuridad.
—Hace un momento Jennifer aún estaba aquí —repitió Colin una vez más.
—Quédense con Chad —insistió Valerie, que ya les había dado esa orden unos minutos antes. Procuró que su voz sonara clara y firme, para poder mantener a raya a los dos hombres como mínimo un rato—. Voy a dar una ojeada fuera.
—¿Cuándo llegarán los refuerzos? —preguntó Stephen.
—En cualquier momento —aseguró Valerie.
Sabía que lo más sensato sería esperar, más que nada para seguir el reglamento. Era muy arriesgado rondar por allí fuera sola. Pero estaba convencida de que Colin y Stephen no mantendrían la calma si se quedaban todos a esperar junto al cadáver de Chad. Los dos hombres acabarían perdiendo los nervios en cualquier momento y saldrían a buscar a las mujeres por sus propios medios.
—Vuelvo enseguida —dijo Valerie.
22
Jennifer se movía con rapidez a pesar de que era de noche. Estaba tan acostumbrada a pasear con Cal y con Wotan a última hora de la noche o a primera hora de la mañana, antes incluso del amanecer, que sus ojos reaccionaban bastante bien en la oscuridad. Sin embargo, le costaba reconocer el camino. El cielo cubierto de nubes, que no dejaba entrever la luna ni las estrellas, no le facilitaba las cosas. Allí fuera, a campo abierto, podía avanzar con pasos firmes; lo más crítico llegaría al otro lado del puente colgante. El descenso al barranco en esas circunstancias, sin siquiera una linterna, era una verdadera locura, pero decidió no pensar en ello todavía. Cuando llegara ya decidiría cuál sería la mejor manera de proceder.
El corazón le latía a toda prisa, los pulmones le dolían. Estaba en forma, pero no tanto para mantener aquel ritmo durante los trechos de subida. Curiosamente, no dudó ni un momento de la dirección que había tomado. Conocía bien a Gwen; seguro que ella había bajado a la cala.
Gwendolyn Beckett.
Se sentía culpable, notaba el peso de la culpa como si fuera una rueda de molino que le lastraba el alma, y se habría echado a llorar si hubiera podido permitirse ese lujo. Si al final resultaba ser Gwen la que estaba dejando aquel rastro de sangre, la que había matado a golpes a Fiona y había disparado a Chad, la que tenía algo que ver con el hecho de que Dave Tanner no estuviera en la granja y que también Leslie, cuyo coche estaba aparcado en el patio, hubiera desaparecido, si Gwen era la responsable de todo aquello, entonces Jennifer también tenía la culpa. Parte de culpa, más bien.
¿Por qué no había dicho nada?
No es que hubiera tenido una sospecha concreta durante todo el tiempo. De haber sido así, habría acudido a la policía, tal vez llena de dudas, pero convencida de todos modos. Pero en muchos momentos durante los últimos días le había parecido fuera de lugar sospechar de Gwen. ¿Había sido ella la que había matado a golpes a una anciana a la que conocía de toda la vida y con la que en cierto modo se había criado? ¿A una anciana que, junto con su padre, lo había sido todo para ella?
Y luego estaban los archivos impresos que Gwen le había dado al principio de aquellas vacaciones de otoño.
—Léete esto, Jennifer, por favor. Ahí hay cosas… No sé qué pensar de ello… ¡No sé qué hacer!
Tras el asesinato de Fiona, Jennifer casi se había sentido aliviada de poder aferrarse a la idea de que era allí donde había que buscar la solución al enigma. En el otro chico, el que llegó a la granja durante los años de la guerra, que convertía en culpables a Fiona y a Chad. No eran culpables de haber cometido nada con premeditación, pero sí de cierta negligencia que impedía liberarlos de toda culpa.
Gwen también le había hablado de Semira Newton.
—He estado buscando por internet —le había dicho—. Semira Newton fue quien encontró a Brian Somerville. En una granja perdida, medio muerto. El dueño de la granja la sorprendió, era un loco y le pegó una paliza que la dejó lisiada para toda la vida.
Y más adelante:
—Semira aún está viva, es una anciana que vive en Robin Hood‘s Bay. La he encontrado en el listín telefónico, tiene que ser ella. ¡No creo que haya muchas personas que se llamen Semira Newton por aquí!
El caso parecía claro. Como es natural, Jennifer le recomendó que acudiera a la policía, pero Gwen casi se había echado a llorar al oírlo.
—Eso lo revolverá todo. Han pasado casi cuarenta años, nadie sigue pensando en esa historia. ¿Es necesario ponerle tanta presión a Fiona a estas alturas? Y mi padre… es mayor, la pierna le duele siempre… ¿Crees que tengo derecho a hacerle algo así?
Colin también había creído que lo mejor era acudir a Valerie Almond, pero había descartado aquella posibilidad a petición expresa de Jennifer. Perplejo, Colin había recurrido a Leslie. Se habían ido pasando la responsabilidad de uno a otro, y nadie había optado por la única decisión correcta: informar de inmediato a la policía, porque los sentimientos de Gwen respecto a su padre y a Fiona quizá fueran decisivos en una situación como esa.
Y durante todo ese tiempo Jennifer había pensado: Vamos, hombre, no habrá sido Gwen. Ella no tiene nada que ver con el asunto. ¡Me habría dado cuenta!
Pero en ningún momento desaparecieron del todo las dudas que la indujeron a proteger a Gwen frente a la policía justo después de saberse que se había producido el asesinato.
Es mejor que se sienta segura de nuevo enseguida, había pensado Jennifer; al fin y al cabo Gwen tenía motivos para haberla matado, después de lo que Fiona había dicho durante la cena de compromiso, y no estaba de más tomar precauciones.
Jennifer se detuvo unos momentos encorvada hacia delante y con los brazos en jarra para recuperar el aliento.
Se obligó a respirar profundamente para no quedar agotada de un momento a otro.
Volvió la mirada atrás, hacia la granja, pero no consiguió ver más que la oscuridad de la noche. Al parecer, Colin no la había seguido. Jennifer había aprovechado el momento en que su marido, absolutamente horrorizado, se había arrodillado junto a Chad. Con el pretexto de ir a buscar vendas, Jennifer había salido de la casa como una exhalación. Él jamás le habría dejado ir sola, habría querido acompañarla o le habría pedido explicaciones, pero… ¿Qué podía decirle? ¿Que el temor instintivo de que Gwen pudiera ser una asesina se había introducido en ella como un diminuto aguijón venenoso? ¿Que ese aguijón poco a poco se había hecho más grande y doloroso hasta que, en los minutos que habían transcurrido desde que habían llegado de nuevo a la granja, se había extendido por todo su cuerpo y casi le impedía respirar? ¿Que temía por la vida de Dave Tanner y de Leslie Cramer y que no pensaba esperar a que llegara la policía, a la que Colin sin duda alguna habría querido informar de inmediato? También se ocuparía de pedir una ambulancia para Chad. En la granja, de momento, no la necesitaban.
Siguió corriendo con las últimas fuerzas que le quedaban.
Sabía que era la única que conocía lo que se escondía tras la fachada de Gwen, podría decirse que desde la primera vez que Colin y ella habían pasado las vacaciones en la granja de los Beckett. Jennifer no solo había visto a aquella mujer amable, simpática y algo ingenua cuya vida parecía estar exenta de altibajos, también había visto que no tenía ninguna perspectiva de futuro y que, sin embargo, parecía satisfecha con lo que la rodeaba: aquel paisaje maravilloso de extensos prados y de libertad, el mar con sus colores siempre variados, ese cielo que parecía más lejano y alto que en ninguna otra parte, los agrestes acantilados y, en algún lugar entre las rocas, aquella pequeña cala por la que le encantaba pasear. Su padre, al que tanto amaba y cuidaba. Aquella casa tan desastrosa como acogedora. Era una vida al margen del mundo, lo que la gente busca de vez en cuando, cuando se ve superada por el estrés de la rutina cotidiana, las preocupaciones, las prisas y los problemas. Gwen estaba instalada en ese entorno para siempre. Cualquiera la habría envidiado, a primera vista.
Pero Jennifer veía más cosas. Era algo que le pasaba a menudo y que formaba parte de esa marcada capacidad empática que la caracterizaba que no sabía si considerar como una bendición o como una maldición. Ni siquiera ella misma sabía si debía alegrarse o lamentarse por ello. Veía la rabia que Gwen llevaba dentro, la tristeza, la ira indecible, el dolor, la desesperación. Veía aquella vida que se estaba marchitando sin haber llegado a florecer jamás, veía el dolor que ese hecho producía y también las incontables lágrimas que no habían llegado a derramarse y habían quedado estancadas en Gwen ante la increíble indiferencia que la rodeaba. Ese padre al que tanto amaba y que no se daba cuenta de nada simplemente porque no le interesaba. Y Fiona que, incapaz de apartar las manos de aquella pequeña familia, ocultaba tras su actitud solícita una verdadera obsesión por aferrarse a Chad Beckett, algo que Gwen ya había descubierto desde hacía tiempo. Tampoco Fiona se interesaba lo más mínimo por Gwen. Jennifer incluso creía posible que los ataques de Fiona a Dave Tanner durante la celebración del compromiso no hubieran surgido ante la posibilidad de que Gwen pudiera ser infeliz con aquel hombre, sino que la máxima preocupación de la anciana hubiera sido Chad, que habría visto como un hombre más joven y decidido tomaba de repente las riendas de su granja. Pero daba igual lo que hubiera dicho; Jennifer nunca había impedido a Fiona que decidiera el destino de Gwen.
Y sin embargo algunas veces había pensado: ¿Qué ocurrirá si se abre una brecha? Todo lo que durante años ha ido acumulando Gwen, toda la rabia, todo el odio… ¿Qué ocurrirá cuando la presión sea demasiado grande?
Siempre había temido que eso ocurriera. Aun así, un asesinato era algo tan impensable, algo tan lejano a cualquier acto concebible, que Jennifer había reprimido ese temor con todo su empeño. Y la necesidad de proteger a los demás había aumentado después de conocer a la inspectora Almond. Sabía que esa mujer se lanzaría sobre el más mínimo bocado que alguien pudiera lanzarle, como un perro hambriento. También en ese caso había visto más allá que Colin y los demás: Almond podía mostrarse enérgica, competente y segura de sí misma. Tras esa máscara se ocultaban los miedos y las inseguridades de una mujer devastada. Una agente de policía nerviosa con cierta proyección profesional que ni siquiera confiaba en sí misma. Que se había obsesionado en subir un escalón más en su carrera, a pesar de que por dentro temía fracasar con el caso del asesinato de Fiona Barnes. Jennifer había notado sus vibraciones. Aquella mujer estaba al borde de un ataque de nervios.
Si Gwen se ponía a tiro, la inspectora se lanzaría sobre ella y ya no la soltaría. Daba igual si Gwen estaba o no implicada de algún modo.
Jennifer se había dicho a sí misma que no podía hacerle eso a su amiga, pero en esos momentos se daba cuenta de que su silencio tal vez podría acabar en tragedia.
Había ascendido por fin hasta el punto más alto de la extensa colina, no tardaría en llegar al puente colgante y al barranco. Tenía por delante la parte más complicada del camino. Debía dejar de pensar en ello para avanzar lo más rápidamente posible. Y no podía perder de vista su propia seguridad. No serviría de ayuda si se rompía un pie.
Eso la hizo pensar: Un pie roto… Como si no supieras de sobra que te pueden ocurrir cosas mucho peores.
Siempre había sentido compasión por Gwen, siempre había querido protegerla. Pero era lo bastante realista como para saber que Gwen nunca había correspondido a esa simpatía. Para Gwen no era más que una huésped como cualquier otra que pasaba las vacaciones en la granja. Y una persona que de vez en cuando rompía la monotonía de su vida. Pero Jennifer jamás había notado que Gwen la tratara con calidez, como a una amiga. Jamás había notado cariño en ella. La sonrisa amable que exhibía nunca había sido sincera.
Jennifer siguió avanzando por aquel terreno trillado cuesta abajo, poco antes de llegar a las escarpadas rocas del barranco. Luego vendría el puente colgante y, a continuación, los desiguales escalones tallados en las rocas, cuya altura y separación variaban de un modo caprichoso. Tendría que pasar por allí casi a ciegas.
Todavía no había llegado al final del camino cuando percibió el reflejo de una luz entre la oscuridad que tenía delante. No conseguía identificar el origen, pero tuvo la impresión de que procedía del otro lado del barranco o del último tramo del puente colgante. La luz no se movía.
Jennifer se detuvo. Se esforzó por divisar algo entre la oscuridad. No consiguió reconocer nada, estaba demasiado lejos. Tenía que acercarse más a ese objeto que supuso que sería una linterna. Pero ¿por qué no se movía? ¿Habían llegado las personas que había ahí delante a su destino? No lograba distinguir si se trataba de Gwen, de Leslie, de Dave o acaso de los tres juntos. ¿O se habían dado cuenta de que alguien los seguía y estaban esperando?
Pero en ese caso habrían apagado la luz, pensó Jennifer.
Conteniendo el aliento, se acercó con precaución un poco más.
Cuando hubo llegado al puente colgante, pudo reconocer la escena y lo que vio al fin confirmó sus peores sospechas: habían dejado la linterna en una de las rocas al otro lado del barranco, desde donde arrojaba una luz espectral, casi deslumbrante. Leslie Cramer estaba casi al final del puente colgante, con la espalda apoyada en las cuerdas trenzadas que lo sostenían. Frente a ella estaba Gwen. Llevaba un arma en la mano, con la que apuntaba a Leslie. Las dos mujeres se miraban inmóviles, sin decirse nada.
—¡Salta de una vez! —dijo Gwen de repente.
—No —replicó Leslie—. No pienso saltar. Estás loca, Gwen. No pienso obedecer a lo que me ordena una loca.
—Entonces tendré que dispararte —dijo Gwen—, y luego tirarte yo misma. Yo en tu lugar me lo pensaría, Leslie. Si saltas, tal vez tengas alguna posibilidad.
—Si salto desde aquí, no tengo ninguna posibilidad —replicó Leslie.
Gwen levantó el brazo. El silencio absoluto de la noche permitió a Jennifer oír con claridad el leve clic que salió del arma.
—Por favor —susurró Leslie.
Jennifer dio un paso adelante.
—Gwen —la llamó.
Gwen se dio la vuelta. Miró en dirección al lugar desde el que había oído su nombre, pero no pareció reconocer quién la llamaba.
—¿Quién hay ahí? —preguntó con voz crispada.
Jennifer subió al puente. Sabía que el balanceo delataría su presencia, pero también que Gwen no podría matarla de un disparo tan fácilmente, puesto que la oscuridad la protegía.
—Soy yo —dijo—. Jennifer.
—¡Quédate donde estás! —le advirtió Gwen.
Jennifer se detuvo. Se hallaba lo bastante cerca como para vislumbrar la mirada aterrorizada de Leslie, iluminada por la luz de la linterna. Sin embargo la cara de Gwen seguía oculta entre la oscuridad.
—Gwen, sé sensata —le pidió Jennifer—. Colin está en la granja. Ha llamado a la policía. Esto no tardará en llenarse de agentes. No tienes ninguna posibilidad, deja a Leslie. No te ha hecho nada.
—Me ha dejado colgada igual que todos los demás —dijo Gwen.
—Pero no solucionas nada disparando a todas las personas con las que has tenido problemas. Por favor, Gwen. Tira el arma y ven conmigo.
Gwen soltó una carcajada. Fue una carcajada desagradable, pero también triste.
—Solo podías ser tú, Jennifer. Mira, te aconsejo que te marches, ¡de lo contrario tú también acabarás ahí abajo! No te metas donde no te llaman. Vuelve con tu Colin, tus chuchos y tu vida, tan llena de satisfacciones. ¡Deja en paz a la gente más desgraciada que tú!
—Nunca he llevado una vida llena de satisfacciones, ni mucho menos, y tú deberías saberlo, me conoces desde hace años. Y Leslie tampoco, por mucho que tú creas que sí. Los demás también tenemos problemas, Gwen, aunque tú no seas capaz de imaginarlo.
—¡Que te quedes quieta! —gritó Gwen.
A Jennifer le pareció ver que el arma que Gwen sujetaba temblaba ligeramente. Estaba nerviosa e insegura. Sin duda había tenido la esperanza de que Leslie obedecería y de que se lanzaría al vacío en cuanto la amenazara con el revólver. Al parecer no había sido capaz de matar a tiros a la que había sido su amiga. Y entonces había aparecido alguien más que seguía oculto entre las sombras y que por ello suponía una amenaza invisible. Gwen parecía encontrarse entre la espada y la pared, lo que podía complicar la situación en cualquier momento.
—Gwen, no importa lo que sientas ahora mismo, Leslie y yo siempre hemos sido tus amigas —dijo Jennifer—, y seguiremos siéndolo. Por favor. Tira el arma y lo arreglaremos hablando.
—No quiero hablar contigo —gritó Gwen—. Lo que quiero es que me dejéis en paz. Quiero ver cómo desaparecéis todos de una vez.
Leslie se movió un poco. Gwen se dio la vuelta enseguida y la apuntó otra vez con el arma.
—¡Te voy a matar!
Jennifer se atrevió a acercarse aún un poco más.
—Gwen, no lo hagas.
De repente, Gwen se volvió de nuevo. El arma apuntaba directamente al pecho de Jennifer.
—Te veo —dijo con un tono triunfal en la voz—. Puedo verte, Jennifer, y te lo advierto: si das un solo paso más, te dispararé. No te quepa la menor duda.
—Gwen —suplicó Jennifer.
Dio otro paso más hacia delante y, al segundo siguiente, se oyó el disparo.
Todo sucedió al mismo tiempo: Leslie soltó un chillido agudo. Jennifer se agarró con fuerza a la barandilla porque el puente empezó a balancearse amenazadoramente. Esperaba sentir el dolor que creía que la atravesaría como un cuchillo. Esperaba desplomarse, que las piernas le cedieran. Esperaba que la sangre empezara a fluir en cualquier momento.
Y entonces vio que quien caía era Gwen. Poco a poco, casi como si lo hiciera a cámara lenta. Se desplomó sobre el puente de madera con la misma suavidad con la que una bailarina cambia de posición. El arma cayó de lado justo frente a la barandilla, y se la habría tragado el vacío si el puente hubiera oscilado con más intensidad.
Leslie se arrodilló junto a Gwen y le tocó el brazo para encontrarle el pulso. Jennifer también lo vio, mientras se sorprendía de seguir de pie, de no estar sintiendo ningún dolor.
Entonces fue cuando oyó una voz detrás de ella.
—¡Policía! ¡No se muevan!
Se dio la vuelta y descubrió que una sombra surgía de la oscuridad y subía también al puente. Jennifer reconoció a Valerie Almond. Llevaba la pistola en la mano, y entonces fue cuando comprendió que había sido la inspectora la que había disparado. A Gwen.
Se dio cuenta de que había salido ilesa, de que ya no tenía que seguir esperando a sentir dolor.