El otro niño.doc

15

Querido Chad:

El último capítulo de nuestra historia te lo escribo en forma de carta. Porque lo más esencial ya lo he contado y solo me queda explicarte por qué he tenido la necesidad de escribir nuestra historia.

Sé que eres pragmático y parco en palabras, que solo crees importante decir lo que es imprescindible y útil sin más interpretaciones. Y sé lo que piensas después de haber leído lo que he escrito sobre nosotros: «¡Palabrería! Nuestra historia, sí, ¿y qué? ¡Como si no la conociera lo suficiente!».

¿Por qué he escrito todo esto?

Nuestra historia siempre me ha entristecido mucho, Chad. Por más de un motivo. Sobre todo, claro está, por Brian Somerville. Probablemente yo estuve más apegada a él que tú, a pesar de que hubiera vivido durante años en tu casa, parte de los cuales yo no estuve allí, y a pesar de que tú hayas pasado mucho más tiempo con él.

Pero fue a mí a quien encomendaron a ese pequeño huérfano. Era a mí a quien buscaba a todas horas cuando estaba en Scarborough. Yo era la única persona a la que llamaba por su nombre. Jamás se dirigía directamente a nadie aparte de a mí, ¿te habías dado cuenta de eso? Ni siquiera a Emma, que lo había querido más que nadie en el mundo. De hecho fue la única que lo amó. Pero él me había elegido a mí, desde el primer momento, en mitad de una mañana de noviembre en un Londres bombardeado, frente a los escombros aún humeantes de lo que había sido la casa de sus padres. Y a pesar de que nunca llegué a corresponderle el afecto y la confianza que me demostraba, se mantuvo fiel a mí. A veces pienso que nunca más en la vida encontraré una lealtad tan férrea como la que me demostró Brian Somerville.

El segundo motivo por el que no puedo dejar de atormentarme acerca de nosotros de un modo casi melancólico es la manera en la que transcurrieron nuestras vidas, es decir, que no siguieron el mismo camino que yo había soñado. Sigo convencida de que estábamos destinados a pasar la vida juntos. Yo no fui feliz con el hombre con el que después me casé, del mismo modo que tú tampoco lo fuiste con la mujer por la que al final te decidiste a una edad bastante avanzada. Estoy convencida de que nuestras respectivas relaciones no marcharon bien simplemente porque no se correspondían con nuestro destino. Por eso no hemos recibido más que desengaños con nuestras hijas: en tu caso, con Gwen, que se ha convertido en una solterona que vive ajena al mundo, que ha tardado hasta ahora en verse correspondida y solo por un encantador farsante que apuesto que lo único que pretende con ese matrimonio es quedarse con tus propiedades. Y mi hija… Bueno, ya sabes cómo le fue.

Comunas hippies, hachís y LSD, no tuvo ni oficio ni beneficio y se acostaba con todo lo que encontraba. Y lo que me pareció peor fue el modo tan irresponsable de criar a su hija. No me extrañó que acabara muriendo por una sobredosis de drogas y de alcohol; de hecho, incluso esperaba que ocurriera. Aunque por supuesto me habría gustado que hubiera llevado otro tipo de vida.

Brian Somerville y el hecho de que nosotros no hayamos podido compartir la vida son dos circunstancias que sin duda alguna están relacionadas. Sin que pudiéramos darnos cuenta en el momento en que ocurrió, nuestra historia se decidió ese día de agosto del año 1946, cuando cogí la bicicleta de tu madre y me acerqué, sin aire en los neumáticos, a la inquietante soledad de la granja de Gordon McBright, ese día descubrí que allí ocurría algo terrible y supe que era necesario que interviniéramos. Ese mismo día por la noche, supongo que lo recuerdas, te hablé de ello. Abajo, en nuestra cala.

Pero no con aquel romanticismo de la noche anterior, que tan llena de luz y de felicidad había estado cuando nos reencontramos, mientras nos amábamos y veíamos el futuro que teníamos ante nosotros como un camino claro y resplandeciente. Esa segunda vez acabamos peleándonos. Yo te conté la excursión que había emprendido y tú te tomaste a mal que hubiera ido. Me gritaste mucho y te comportaste de un modo tan agresivo que me hiciste llorar. En esos momentos no comprendí qué te había irritado tanto. Hoy en día tengo claro que fue el miedo. El miedo a que pudiera hacer algo que acabara causándote esos problemas que tanto temías. Reaccionaste con aire burlón y despectivo cuando quise explicarte hasta qué punto me había parecido palpable el mal, el horror, el crimen en aquel lugar. Me atreví incluso a contarte que había oído los gritos de Brian dentro de mi cabeza.

Tú no quisiste aceptarlo. En tus ojos vi algo muy próximo al odio; me veías como a una enemiga. Como una amenaza.

Me hiciste saber que no volverías a dirigirme la palabra si seguía mencionando la historia de Somerville, que de hacerlo las puertas de la granja de los Beckett quedarían cerradas para mí. En resumen, que habría terminado todo, para siempre. Sería el fin de nuestro amor y de nuestra amistad. A partir de entonces no querrías saber nada más de mí.

No pretendo cargarte con la culpa de la suerte que corrió Brian Somerville en base a lo que recuerdo de esa noche. Incluso teniendo en cuenta que no tenía más que diecisiete años, que estaba enamorada, desesperada, que carecía de experiencia y que me sobrepasaba por completo la situación para ignorar las consecuencias que amenazaban la conducta ejemplar que me dictaba la conciencia. Sería más adelante, durante todos los años que viví en el campo, cuando realmente tuve la posibilidad de comportarme con valentía. De empezar a indagar, de hacer algo. No me quedé en los diecisiete años, no podía seguir escudándome tras mi juventud y mi consecuente desorientación.

En algún momento mi conciencia debería haber sido más fuerte que… sí, más fuerte que ¿qué? He pensado mucho en ello, Chad, en qué fue lo que siguió bloqueándome. ¿Me preocupaba perder tu amistad? Creo que por muy importante que fueras para mí, por muy importante que sigas siendo, debería haber llegado un momento en que ese temor no bastara para acallar la voz que tan a menudo me exigía que hiciera algo por Brian. No creo que pueda justificar mi silencio solo por el hecho de que estuviera enamorada. Ni siquiera por el hecho de que es posible que te haya amado toda mi vida.

No, la explicación es mucho más banal y se rige más bien por una ley más natural: cuanto más tiempo pasaba, más difícil me parecía y más terribles prometían ser las consecuencias. Siempre llega un punto en el que gritamos «¡no!» y podemos negar lo que viene a continuación. Una vez superado ese punto, a medida que pasa el tiempo, la situación se complica cada vez más y sentimos la necesidad imperiosa de explicarnos porque no lo hemos hecho antes… Y en algún momento dejamos de sopesar la posibilidad de atrevernos. Hemos llegado tan lejos que resulta imposible volver atrás. Al menos de forma honrosa. Entonces es cuando apretamos los dientes y seguimos adelante, silbando y tarareando, atribulados con otras cosas, preocupándonos tan solo de no oír la voz de nuestra conciencia. Así es como yo he vivido.

Y puede que tú también, no lo sé. A veces casi temía que a pesar de todo la tragedia de Somerville no te hubiera atormentado la conciencia ni la mitad que a mí. Eso nunca llegué a aclararlo. En todos estos años, las pocas veces que he intentado hablar contigo acerca de Brian y de nuestro papel en ese drama han sido en vano. ¡Nunca has querido hablar de ello! Y punto. Final.

Ese mismo verano, pocos días después de mi llegada a Yorkshire, decidí volver a Londres. Todo había cambiado. No soportaba verte tan distante, tan frío. El hecho de que me hubieras evitado constantemente me dio a entender que no deseabas tener contacto alguno conmigo. Se acabaron los atardeceres en la cala. Las conversaciones. Y también el cariño. Brian Somerville y la amenaza que representaba para ti se interpusieron entre nosotros. Ya no podías acercarte a mí. Creo que debiste de sentir un gran alivio cuando por fin cogí la mochila y abandoné la granja.

No tengo ni idea de lo que dije a mi madre, que se sorprendió al verme de vuelta, ni a Harold, que se quedó estupefacto. Cualquier cosa. Supongo que cada uno se imaginó algo distinto. Nunca había hablado de lo que sentía por ti, pero no tengo ninguna duda de que al menos mamá había sospechado algo en ese sentido, por lo que en esos momentos supuso que la relación había fracasado. Que había decidido marcharme de Scarborough de golpe y porrazo a causa de un mal de amores, de un desengaño. Muy desencaminada no iba, aunque en realidad desconocía lo complicado que había sido todo cuanto había desembocado en esa situación.

A finales de septiembre acudí a la oficina de empadronamiento de Londres para informarme acerca de la familia Somerville. Les indiqué la dirección en la que habían vivido y les dije que se trataba de unos conocidos, que quería saber qué había sido de ellos. Ese tipo de consultas eran de lo más habituales en aquel tiempo, apenas un año y medio después del fin de la guerra. Hombres que no habían vuelto del frente, familias que habían sido evacuadas de las grandes ciudades a causa de los bombardeos y que posteriormente habían desaparecido. Todavía había niños que seguían buscando a sus padres y padres que buscaban a sus niños; mujeres que buscaban a sus maridos o prometidos, hombres que buscaban a sus mujeres. La Cruz Roja colgaba largas listas con consultas de búsquedas, y de vez en cuando se reencontraban personas que ya habían abandonado toda esperanza de conseguirlo.

Todavía se notaba el rastro que había dejado la guerra.

Respecto a los Somerville, tal como esperaba, me dijeron que la familia entera había muerto en el mes de noviembre de 1940 durante un ataque aéreo.

—¿Todos? —pregunté a la joven que me atendía al otro lado de la ventanilla y que había estado buscando los expedientes para mí.

La mujer adoptó un gesto compasivo.

—Lamentablemente sí, todos. El señor y la señora Somerville y sus seis hijos. La casa se derrumbó y no pudieron salir del refugio antiaéreo.

—¿Los encontraron entre los escombros? —seguí insistiendo.

—Sí. Siento mucho no poder decirle algo más agradable.

—Gracias —murmuré.

Por aquel entonces, medio Londres había quedado calcinado, en todas partes se encontraban heridos y muertos entre los escombros. No era extraño que, siendo el de los Somerville un bloque de viviendas cuyos habitantes estaban refugiados en el sótano, no pudiera determinarse con exactitud si realmente los seis hijos estaban con sus padres en el momento del ataque. Aún recuerdo bien las palabras de la pobre señora Taylor esa mañana de noviembre:

—Los han enterrado… bueno, lo que quedaba de ellos.

Tal vez habían encontrado aquí una pierna, allí un brazo… En esa época en la que los aviones bombardeaban la ciudad noche sí, noche también, ¿quién habría tenido el tiempo y la ocasión de emprender amplias indagaciones forenses?

En ese momento, pues, supe que oficialmente Brian Somerville había muerto casi seis años atrás. Nobody se había convertido en Nobody. Ya no existía. En el cuaderno de una enfermera de la Cruz Roja se había escrito años atrás una anotación acerca de él, pero era evidente que se había traspapelado entre las instancias de la organización. Por eso no se había presentado nadie preguntando por Brian. Y nadie llegaría a hacerlo jamás. Había sucedido algo que hoy en día, en este mundo controlado por los ordenadores y perfectamente interconectado, sería impensable: una persona se había extraviado de todo sistema. Existía pero no de manera oficial. No llegaría a la edad escolar, ni tendría que pagar impuestos jamás. No tendría seguro de enfermedad, ni constaría en los censos electorales, como tampoco disfrutaría de la más mínima protección que las sociedades civilizadas ofrecen a los ciudadanos.

Volví a casa y te escribí una carta en la que te contaba lo que había descubierto. No sé si todavía la recuerdas, pero en cualquier caso fue una de las pocas veces en las que me contestaste, incluso con bastante rapidez. Supongo que te sentiste muy aliviado al enterarte de la «defunción» oficial de Brian, porque gracias a eso podías estar seguro de que las autoridades jamás llegarían a preguntar por él. Siempre y cuando yo mantuviera la boca cerrada, no tenías nada que temer.

Me agradecías que te hubiera escrito y me pedías que no me preocupara. Me decías que, al fin y al cabo, no sabía si las cosas le iban tan mal a Brian como yo había creído en ese «primer momento de exaltación» (¡recuerdo la expresión perfectamente!). Y que imaginara la alternativa: un psiquiátrico, para no entrar siquiera a considerar otras opciones. Alegabas que no habría sido un lugar agradable para un chico como Nobody, que a los pacientes solían encadenarlos a la cama y los dejaban ahí vegetando, desamparados, con sus propias heces, y que los rociaban con agua fría para lavarlos… Que no eran poco frecuentes los casos de maltratos y de fallecimientos inexplicados.

Ni Charles Dickens habría sabido describirme una imagen tan sórdida. Pero todavía en la actualidad, cuando miro atrás debo darte la razón: con toda probabilidad no ibas desencaminado al pintarme esas imágenes. Los hospitales para enfermos mentales en los años cuarenta del siglo pasado no eran comparables a los que tenemos hoy en día, e incluso en nuestro tiempo de vez en cuando algún periodista descubre un escándalo relacionado con centros para ancianos o para enfermos.

Y aun así… Tengo casi ochenta años, Chad, estoy cada vez más cerca de la muerte, no puede tardar mucho en llegar. No quiero seguir mintiendo ni engañándome a mí misma y a los demás.

Lo que hicimos no estuvo bien. Y desde el escándalo que Semira Newton desencadenó a principios de los años setenta, no puedes seguir convenciéndote de que el camino que elegimos fue tan solo un pequeño desvío respecto al que era correcto.

Fue un camino marcado por la crueldad, la irresponsabilidad, la inconsciencia. Lleno de egoísmo y de cobardía. Sí, tal vez sea esa la palabra que nos describe mejor, porque fuimos cobardes.

No fuimos más que unos cobardes.

16

¿Y luego qué? Yo hice justo lo que con anterioridad había rechazado: fui a la escuela de comercio, aprendí mecanografía y taquigrafía, y más adelante trabajé en varias oficinas en Londres. Por cierto que, durante ese tiempo, acabo de recordar que mi madre me preguntó una vez por Brian de forma completamente inesperada, a la hora de desayunar, un domingo por la mañana.

—¿Qué fue del otro niño? —quiso saber. Yo me atraganté del susto con el té que estaba tomando—. Ya sabes, el pequeño… ¿Cómo se llamaba esa gente? Somerville, si mal no recuerdo. El chico que te llevaste contigo…

—Hace tiempo que ingresó en un psiquiátrico, mamá, hace varios años —respondí mientras me secaba con la servilleta el té que me había derramado sobre el jersey—. Ya sabes que estaba un poco… —dije mientras me daba unos golpecitos en la frente con la punta de un dedo.

—Ah, sí —se limitó a decir mamá.

Nunca más volvió a mencionar a Brian. Para ella, el tema había quedado resuelto, no había sido más que una simple pregunta que le había pasado por la cabeza. Tampoco es que le interesara la respuesta.

En el mes de agosto de 1949 me casé con el primer novio que tuve después de ti, Oliver Barnes, un simpático estudiante de historia que se encontraba en el último semestre mientras yo trabajaba temporalmente en la biblioteca de la universidad, que fue donde lo conocí. Creo que incluso llegué a enamorarme un poco de él, pero no fue un amor verdadero, de eso estoy segura. Tal vez a los veinte años todavía no se ha madurado lo suficiente para saber distinguirlo. Me casé con él porque lo encontré simpático y porque me adoraba. Él todavía vivía con sus padres en una casa muy espaciosa, pero tenía su propio espacio en el sótano y nos mudamos allí. De esa forma conseguí huir por fin de la estrechez del piso de mi madre y de Harold. En cualquier caso, la mejora social fue para mí impresionante, y eso le impuso mucho respeto a mi madre. A ella le gustaba Oliver, y hasta el fin de sus días vivió convencida que había encontrado en él al amor de mi vida. Y yo dejé que lo creyera, ¿qué habría conseguido dándole un disgusto?

Yo acababa de cumplir veintiuno cuando nació mi hija, Alicia. Y tenía ya veintiocho cuando a mi marido, que trabajaba como asistente de un profesor de historia, le ofrecieron un puesto justamente en la Universidad de Hull.

¿Fue una casualidad o fue cosa del destino? Fuera como fuese, aquello me devolvía de nuevo a Yorkshire.

No quiero aburrirte con la descripción de los años siguientes.

Era evidente que nuestras vidas se habían convertido en un verdadero fiasco: ante aquella encrucijada decisiva cada uno tomó un camino distinto, y no hay nada que hacer al respecto. A mí me pareció trágico, y todavía me lo parece hoy en día. No sé si tú lo percibes del mismo modo, jamás quieres hablar conmigo de ese tipo de cosas. Con el paso de los años te volviste cada vez más solitario, cada vez más retraído. He sido yo la que ha mantenido el contacto, la que siempre a ido a verte, la que intenta continuamente sacarte de la burbuja. Incluso cuando, a la edad de cuarenta y cinco años, al final decidiste casarte con una mujer veinte años más joven que tú que poco a poco sucumbió a tu incapacidad para entablar cualquier tipo de diálogo. No me sorprendió que, a pesar de ser mucho más joven que tú, muriera mucho antes. Siempre me recordó a una flor sin agua. Fue marchitándose despacito hasta ajarse por completo.

Gwen también ha tenido que sufrir tu manera de ser, pero ella es tu hija, te conoce desde el primer día, desde que vino al mundo, y no ha conocido a otro padre que ese que prácticamente no habla jamás, que vive retraído respecto a su familia, que está pero a la vez no está. Ella pudo desarrollar los mecanismos que le han permitido sobrevivir a ese desierto. Tu mujer, en cambio, a pesar de su juventud, ya era demasiado vieja para ello. Acabó muriendo víctima de la pena y de la frustración. El tumor que le creció en el pecho solo fue una expresión física de su infelicidad.

¿Por qué soy tan dura contigo y te cuento todo esto? Porque en este sentido yo también he sido muy dura conmigo misma. ¿Hasta qué punto tengo yo la culpa de que te interesaras tan poco por tu propia familia, de que ejercieras formalmente como el marido y el padre que eras pero nunca llegaras a comportarte como tal en realidad?

Ya he dicho antes que nosotros vivíamos en Scarborough, a pesar de que para Oliver habría sido más oportuno vivir en Hull, pero como siempre él quiso cumplir mis deseos. Por aquel entonces todavía no vivíamos en Prince of Wales Terrace, sino que teníamos una casa realmente espectacular más arriba, en Sea Cliff Road, una calle que parecía perderse en el mar, con árboles, casas enormes y jardines preciosos. Podríamos haber sido una familia feliz, intacta, y yo podría haberme dejado absorber por la vida que llevábamos allí. Sin embargo, en lugar de eso no hacía más que volver una y otra vez a la granja de los Beckett. Durante mucho tiempo ni siquiera fui consciente del tiempo que llegaba a pasar allí, hasta que protagonizamos una escena muy desagradable con mi hija Alicia. Ella tenía veinte o veintiún años, ya era madre de la pequeña Leslie pero seguía viviendo sin rumbo fijo, de un modo desestructurado, y yo le reproché que no fuera capaz de ganarse la vida.

—¡Siempre lo has tenido todo! —le grité—. No te ha faltado nada de lo que han carecido muchos jóvenes que, sin embargo, han sabido imponerse. ¿A qué has tenido que renunciar tú?

En esa época ya tenía la piel de un insano color amarillento debido a los continuos problemas de hígado y de vesícula que le provocaban el consumo de drogas y una alimentación inaceptable. Recuerdo que ese color enfermizo de su piel se volvió más intenso mientras me replicaba, enfurecida:

—¿Que a qué he tenido que renunciar? ¡A mi madre! ¡A mi madre, he tenido que renunciar continuamente!

Me quedé perpleja.

—¿A mí?

—Por desgracia, eres la única madre que tengo.

—Pero yo…

—Nunca estabas —me interrumpió—. Siempre estabas en esa granja, corriendo tras ese Chad Beckett, mientras yo lo único que encontraba día tras día cuando volvía de la escuela era comida preparada y una nota en la que me decías que estabas en la granja de los Beckett y que volverías más tarde. Ojalá hubiera guardado todas esas notas. ¡Podría llenar un contenedor entero con ellas!

En ese momento me di cuenta de que tenía razón. Jamás llegué a renunciar del todo a ti, Chad. Del mismo modo, me daba igual que estuvieras convirtiéndote en alguien parco en palabras y poco social; para mí seguías siendo el joven guapo e impetuoso que eras durante los años de la guerra, el que se sentaba conmigo al atardecer en la cala de Staintondale y quería luchar en el frente para salvar al mundo. Aquel joven a quien yo había idolatrado, del que lo esperaba todo, con el que compartía en mis fantasías un universo de ensueño. Todo eso sin darme cuenta de que tan solo era real en mis fantasías, pero no en las tuyas. Respecto a ti, debes de pensar que a pesar de las décadas que han pasado sigo siendo una romántica, pero yo en cambio no creo que pueda atribuírseme una vena romántica. Me he engañado mucho a mí misma. Me convencí de que necesitabas que alguien, ¡yo!, te respaldara. Tu padre murió y tú pasaste mucho tiempo completamente solo en la granja. Te mataste a trabajar a modo de penitencia y te abrumaban las preocupaciones. Yo te preparaba la comida y me llevaba tu ropa para lavártela. Hablaba contigo acerca de los problemas relacionados con las cosechas y del descenso del precio de los cereales. Estaba más al corriente de la rutina de la granja que del trabajo de mi marido en la universidad, que no me interesaba lo más mínimo. Pero por encima de todo perdí el contacto con lo que le pasaba por la cabeza a mi hija, perdí de vista su alma y su vida. Sabía cuánto costaba un kilo de lana de oveja, pero en cambio desconocía cuándo se representaba la obra de teatro escolar en la que mi hija tenía un papel destacado y aparecería cantando un solo.

Y cuando al fin te casaste y te convertiste en padre, estaba tan acostumbrada a esa vida solitaria contigo que fui incapaz de separarme de ti. No podía distanciarme solo porque ya hubiera otra mujer. Incluso se me metió en la cabeza la idea de ayudarla también a ella. Era joven, no tenía experiencia y tanto trabajo la superaba. Siempre estuve dispuesta para ayudarla, siempre allí «por si me necesitaba». Lo único es que, en realidad, nunca se dio el caso. La familia no tenía problemas irresolubles. Lo más probable era que el único problema fuera yo misma.

Tu esposa, Chad, debió de aborrecerme. Pero tenía un carácter servil y tímido, se limitaba a callar y a sufrir.

Lo más absurdo de todo es que en realidad no manteníamos ningún idilio. Físicamente, jamás engañamos a nuestras parejas. A veces pienso que tal vez eso habría simplificado las cosas, o al menos las habría dejado más claras. Quizá Oliver me habría pedido el divorcio, si lo hubiera descubierto. Puede que tu esposa hubiera encontrado las fuerzas necesarias para marcharse, si nos hubiera sorprendido juntos en la cama. Pero nadie sabía con certeza qué echarnos en cara. Sobre todo porque yo desempeñé el papel de buena samaritana.

La cuestión es que en ocasiones me preocupa si las cosas habrían podido ser distintas sin Brian Somerville. Si habríamos acabado casándonos, teniendo un par de hijos y siendo felices. ¿O es que son todo imaginaciones mías, una vez más? ¿De verdad nuestra relación habría resistido a un Brian Somerville si hubiéramos estado destinados a estar juntos? Resulta agobiante y fascinante por igual imaginar que la vida de dos personas y las de sus respectivas parejas e hijos pueda decidirla una casualidad como esa: si esa mañana de noviembre de 1940 mi madre y yo hubiéramos salido hacia la estación un poco antes o un poco después, es probable que no nos hubiéramos encontrado con la señorita Taylor y con Brian. Y algunas cosas habrían transcurrido de otro modo. Tal vez todo hubiera sido distinto.

Respecto al escándalo de 1970, el drama de Semira Newton y la presión de la policía y de los medios de comunicación, creo que lo superamos mejor de lo que podríamos haber esperado. De un modo sorprendente, nadie me hizo ningún reproche porque en la época en la que sucedieron todos aquellos hechos decisivos yo no era más que una niña, y se asumió que no podría haber sospechado el terrible destino que le esperaba a Brian. Los medios de comunicación apenas repararon en mí; solo en alguna ocasión me mencionaron de pasada, y ni siquiera lo hicieron por mi nombre completo. Y en tu caso, sin que tuvieras que hacer nada al respecto, surgió la oportunidad de atribuir los acontecimientos a tus padres para librarte. Todo el mundo creyó que había sido Arvid quien había entregado a Brian a Gordon McBright y tú optaste por no contradecirlos. En todo caso, decidiste no ponerte en primera línea, para escapar al punto de mira e imputar así a tu padre: lo que hiciste fue negarte por sistema a hablar del asunto con nadie. Aunque no fue tan solo por ese tema por el que te comportaste de aquel modo. En esa época, de todos modos ya habías dejado prácticamente de comunicarte con tu entorno.

El caso acabó siendo un escándalo que levantó mucho revuelo. «El niño olvidado», rezaban los titulares de los periódicos, o «El niño sin nombre». Como cabía esperar la prensa se cebó con el tema, pero por fortuna nosotros aún éramos jóvenes cuando había sucedido todo, y pudimos aferrarnos a esa juventud para quedar libres de culpa y salvarnos de una buena. Para la opinión publica, la responsabilidad del suceso recayó sobre Arvid Beckett, el hombre que jamás había querido tener a Brian en su granja y que no había mostrado compasión alguna por él. Lo hicisteis los dos, tanto él como tú, pero Arvid ya era un anciano enfermo y tenía la mente bastante confusa, por lo que no creo que llegara a comprender la trascendencia de esa decisión.

¿De qué habría servido revelar públicamente ese hecho y meternos en dificultades nosotros y, de paso, a nuestras familias?

Te conozco a la perfección, Chad, tal vez mejor que a cualquier otra persona del mundo que haya conocido a lo largo de mi vida, y me parece que si has leído todo esto, aunque solo lo hayas ojeado superficialmente, en este punto debes de tener la frente fruncida y debes de estar pensando: Sí, ¿y qué? No sé por qué tiene que volver a poner sobre el tapete todas estas viejas historias…

No estoy segura de poder convencerte con mi explicación, pero lo intentaré.

Lo he escrito todo porque quería enfrentarme a la verdad, y la única manera que sé de hacerlo con toda claridad y sin tapujos es por escrito. Los pensamientos quedan interrumpidos súbitamente, son volátiles, se pierden antes de llegar a ser formulados en su totalidad. Al escribirlos, se eliminan esos pretextos. Escribir obliga a mantener una concentración y a formular de forma precisa lo indecible. No es posible dejar frases a medias. Hay que terminarlas por mucho que debas retorcerte y exprimirte el cerebro, aunque los dedos prefieran no llegar siquiera a tocar el teclado. Lo que quieres es huir, pero sigues escribiendo.

Eso es lo que me ocurre a mí.

¿Y por qué te lo he mandado todo?

Pues porque eres parte de mi historia, Chad, y de mi verdad. Porque nuestros destinos están entretejidos, entre sí y también con el destino de Brian Somerville. En esta vida que hemos vivido, ninguno de los tres puede entenderse sin los otros dos. De un modo bello pero también triste y en cualquier caso especial, me siento unida a vosotros. Por eso creí que lo más justo era compartir nuestra historia contigo.

Tal vez sea también cierto anhelo de justicia lo que motiva que te mande estos escritos. No me resultó fácil enfrentarme a la verdad, Chad. Quizá por eso creo que lo correcto sería que tú hicieras lo mismo. No puedo obligarte a leerlo todo, por supuesto. Cabe la posibilidad de que te hayas limitado a pulsar la tecla de borrar en cuanto te has dado cuenta de qué va la historia.

Tal vez decides protegerte y no pasar por todo esto. También lo comprendería.

Pero quería compartir mi vida contigo. De un modo u otro, aunque sea de este.

Fiona