1
No tenía ganas de seguir leyendo. Se levantó y miró por la ventana. La noche era oscura, nubosa, sin luna, sin estrellas. En el puerto brillaban un par de luces. El mar parecía una enorme masa negra en movimiento.
Entró en la cocina y en el reloj que había allí colgado vio que ya era más de medianoche. Abrió una botella de whisky, se la llevó a la boca y bebió un par de generosos tragos. Se secó los labios con la manga del jersey y se echó a llorar de repente.
¿Qué había sido de Brian Somerville, del otro niño?
Un montón de imágenes pasaban desordenadamente por su cabeza: su abuela a los diecisiete años; Chad Beckett de joven, con la cabeza llena de preocupaciones; la granja abandonada, a punto de derrumbarse. La guerra que acababa de terminar.
Intenta comprenderla, le dijo una voz interior. Intenta no condenarla. Intenta perdonarla.
Lloró con ganas antes de volver a beber directamente de la botella. Veía frente a ella a aquel chico que se había convertido en una víctima desde el primer día de vida y que había seguido siéndolo porque… porque Fiona se había negado a protegerlo. Porque ante la disyuntiva había optado por proteger a Chad Beckett, el hombre al que amaba.
O al que como mínimo creía amar.
Como si Fiona Barnes hubiera amado a alguien en toda su vida.
Se sentía mareada. Tras muchas horas sin comer nada, se estaba hartando de beber alcohol de alta graduación.
¿Por qué siempre había tenido frío durante la niñez? ¿Por qué tuvo que ser una drogadicta su madre?
Tenía que descubrir qué había sido de Brian Somerville. Le quedaban todavía un par de páginas por leer. No podían contener el resto de la vida de Fiona. Probablemente contaban cuál había sido el destino de Brian.
—Ahora no puedo —murmuró.
Bebió whisky como si fuera agua. Esa sería la siguiente pregunta: ¿Por qué me he convertido en alcohólica?
No era alcohólica, desde luego; pero sí bebía demasiado y demasiado a menudo. Siempre que tenía problemas.
Sabía que debía dejarlo urgentemente. Estaba en medio de la cocina con la botella abierta en la mano, mirando aquellos objetos tan familiares que había a su alrededor: la cafetera, el estante con las mismas tazas que cuando era pequeña. El cenicero con flores pintadas sobre la mesa que ella misma había moldeado para Fiona en algún momento durante la infancia. Al menos su abuela lo había conservado y utilizado. Tratándose de alguien como Fiona, eso ya era mucho.
Dejó la botella sobre el aparador pero al instante la cogió para darle un par de tragos más. Se estaba emborrachando por momentos. Se estaba poniendo ciega de alcohol para olvidar, y luego, si era capaz de hacerlo, se arrastraría hasta la cama y dormiría hasta el día siguiente. Cuando se levantara tendría ganas de vomitar, pero el dolor de cabeza le ahogaría los pensamientos, lo sabía por experiencia. Una resaca de las de verdad servía para olvidar buena parte del mundo que la rodeaba. La boca áspera y seca, las náuseas, las punzadas en las sienes, todo eso la atormentaría tanto que el resto quedaría en segundo plano. No veía la hora de que llegara esa resaca, de encontrarse mal, de quedarse en la cama y tener motivos para quejarse, de poder esconder la cabeza bajo las mantas, de volver a ser una niña y que alguien la consolara.
Solo que lo del consuelo tendría que esperar. No tenía madre, ni abuela. Y en el caso de Fiona, tampoco es que la ternura hubiera sido su fuerte. Stephen se había marchado. A buen seguro estaba durmiendo tranquilamente en su cama del Crown Spa Hotel, en la misma calle, un par de puertas más abajo.
Estaba sola.
Vamos, Cramer, no te dejes llevar por la autocompasión, pensó mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.
Y justo en ese momento, oyó el timbre.
Fue después de abrir la puerta de la calle y ya esperando con la del apartamento también abierta a esa visita nocturna cuando cayó en la cuenta de que podía resultar peligroso no mostrarse precavido con alguien que se presentaba a las doce y media de la noche, pero tal vez a causa del alcohol o de la sensación de soledad salió al rellano para oír los pasos que subían por la escalera. La luz se encendió automáticamente, una luz clara, casi blanca, que dejó a Leslie parpadeando. Seguía con la botella en la mano. Debía de habérsele corrido el maquillaje y sin duda tenía el pelo revuelto. Le daba igual.
Dave Tanner apareció frente a ella con una maleta enorme en la mano. Se detuvo al verla.
—Gracias a Dios —exclamó—. ¿Todavía estabas despierta?
Leslie lo miró desde arriba. Iba vestida con unos vaqueros, un jersey y unas zapatillas de deporte.
—Todavía estaba despierta —confirmó.
Dave pareció aliviado.
—Temía que no quisieras abrirme —dijo con una sonrisa—. Deberías haber preguntado quién era por el interfono. ¡Son las doce y media de la noche!
Ella se encogió de hombros.
—¿Puedo entrar?
Leslie se hizo a un lado, Dave entró en el apartamento y dejó la maleta en el suelo respirando pesadamente.
—Dios, cuánto pesa —dijo él—. Ahí dentro llevo casi todo lo que poseo. He tenido que venir a pie porque mi coche al fin ha pasado a mejor vida. Oye, Leslie, ¿te importaría que me quedara a dormir aquí esta noche? La casera me ha echado.
A pesar de la nebulosa que el alcohol había formado en su cerebro, Leslie intentó seguir las palabras de Dave y descifrar el sentido que encerraban.
—¿Que te ha echado? —preguntó arrastrando las palabras—. ¿Puede hacerlo sin más?
—Ni idea. Pero estaba histérica. No hacía más que pedir a gritos que viniera la policía; ha causado un buen alboroto… No tenía sentido que me quedara más tiempo. He intentado llamar a una amiga, pero tiene el móvil desconectado. De vez en cuando trabaja en un bar del puerto y he estado esperándola allí desde las diez hasta poco antes de medianoche, pero no ha aparecido. Luego he subido hasta aquí con la esperanza de que estuvieras en casa y me concedieras asilo. En serio, Leslie, no puedo dar ni un paso más. —Dejó de hablar y se la quedó mirando—. ¿Va todo bien?
Leslie no pudo evitar que las lágrimas volvieran a correr por sus mejillas.
—Sí. Es decir, no. Es por Fiona. Es que… —Se secó las lágrimas de los ojos—. Supongo que me durará hasta que lo haya asimilado del todo.
Con cuidado, Dave le quitó la botella de la mano y la dejó encima de una silla que estaba en el pasillo.
—Llevas una buena cogorza, Leslie. Será mejor que pares. De lo contrario, mañana desearás estar muerta.
—Quizá sería lo mejor.
—No —dijo Dave, mientras negaba con la cabeza.
—¡Sí! —replicó ella, tozuda como una niña pequeña.
Dave la agarró por los hombros y la condujo hasta la cocina. Una vez allí, la obligó con mimo a sentarse en una silla.
—Ahora te prepararé un té bien calentito. Con miel. ¿Tienes miel por aquí?
Leslie estaba demasiado hecha polvo para resistirse a la ayuda que Dave le estaba brindando. Se le ocurrió que quizá tampoco quería resistirse.
—Sí. En alguna parte hay miel. No me preguntes dónde.
—Bueno. Ya me encargo yo de encontrarla.
Ella observó con la mirada perdida cómo él se movía por la cocina, cómo ponía agua a hervir, cogía dos tazas del estante y abría un par de armarios hasta encontrar el lugar donde había guardadas distintas variedades de té. El tarro de miel lo halló encima de un estante, sobre los fogones. Leslie contempló cómo aquel fluido dorado y viscoso caía lentamente dentro de la taza. El agua empezó a hervir, Dave la vertió sobre el té, dejó las dos tazas sobre la mesa y se sentó delante de Leslie.
—¿Qué ocurre?
Ella negó con la cabeza y, con cuidado, tomó un primer sorbo. El whisky le había sentado mal. Había bebido demasiado y demasiado rápido. Y con el estómago vacío. Se puso de pie de un brinco, salió corriendo hacia el baño y en el último momento alcanzó el inodoro.
Entre toses y arcadas, vomitó todo el alcohol que había tomado. Aparte de eso, solo bilis.
Dave, que la había seguido, le apartó el pelo de la frente para sostenérsela con una mano mientras le ponía la otra sobre la nuca empapada en sudor.
—Así está bien —dijo él—, mejor que salga todo.
Leslie se enderezó, fue a tientas hasta la pila, dejó que el agua fría fluyera sobre sus manos y se enjuagó la boca.
—Lo siento —murmuró al cabo. Contempló su propio rostro en el espejo, estaba blanca como la nieve, con el pelo desgreñado y el maquillaje de los ojos corrido. Los labios le temblaban.
—¿Cuánto hace que no comes nada? —le preguntó Dave.
Leslie intentó recordarlo. Recordarlo todo, ese día que quedaba ya tan lejos.
—Desde que desayunamos juntos —respondió—. En el puerto. Ayer.
—Un solo mordisco que diste a un bollo, si mal no recuerdo. ¡Estupendo! —Dave negó con la cabeza—. ¿Qué ocurre, Leslie? ¿Por qué te sientas en tu casa de noche a tragar whisky sin ton ni son? ¿Dónde está tu ex marido?
—Stephen se ha mudado a un hotel. Me ha dejado una nota.
Él la miró atentamente.
—¿Y tanto te ha afectado eso?
—¡Qué tontería! —Leslie era consciente de que sus reacciones eran demasiado airadas.
¿Se había puesto de ese modo porque Stephen se había marchado? ¿Se había revuelto de alguna manera el dolor que la corroía por dentro desde que él la había engañado, desde que le había abierto un abismo bajo los pies?
—No quería que viniera. ¿Por qué tendría que haberme afectado que se haya marchado de nuevo?
Notó que estaba menos mareada. Lentamente, regresó a tientas hasta la cocina, se dejó caer sobre la silla y recurrió otra vez a la taza de té. Olía a vainilla y a miel, un aroma tranquilizador y familiar.
—¿Por qué te han puesto de patitas en la calle? —le preguntó a Dave, quien entretanto la había seguido hasta la cocina.
Él volvió a sentarse frente a Leslie antes de responder.
—Cree que he cometido dos asesinatos. Se ha tomado el hecho de que la policía estuviera esperando ayer a mediodía a que volviera a casa como una confirmación de lo que ya sospechaba. No quería tenerme ni un minuto más bajo su techo. Le he dicho que no me habrían dejado en libertad en caso de tener algo contra mí, pero ni siquiera eso ha sido suficiente para convencerla. Al fin y al cabo, casi hasta la comprendo un poco.
—¿Y qué quería de ti la policía?
Dave hizo un gesto negativo con la mano.
—Aclarar unas incongruencias acerca de dónde pasé la noche del sábado. Pero ya he disipado sus dudas. De lo contrario, no estaría aquí sentado.
Ella estaba convencida. Por supuesto que todo estaba aclarado. La policía no deja libres a los asesinos como si nada… al menos cuando han tenido la posibilidad de arrestarlos.
Dave se inclinó hacia delante y repitió la pregunta:
—¿Qué te ocurre, Leslie? ¿Qué ha pasado? Pareces terriblemente agotada. ¿Qué es lo que te atormenta tanto?
Dave tenía una expresión de inquietud en el rostro que a Leslie le inspiró confianza. Era un amigo que se preocupaba por ella. Por un momento, Leslie pensó en contárselo todo: sobre la guerra, sobre Brian Somerville, sobre Fiona y Chad y sobre la fatalidad que cometieron, pero al final decidió que sería mejor no decírselo. Se sentía obligada a proteger a Fiona, y eso pudo más que sus ganas de confiárselo a alguien.
Por eso se limitó a decir:
—Creo que doy demasiadas vueltas a todo. A mi vida. No sé qué dirección tomar de ahora en adelante. Han pasado tantas cosas…
—¿Te quedarás con este apartamento? Probablemente ahora te pertenezca.
—No creo que me lo quede. Jamás me he sentido bien aquí. Este edificio es muy frío, demasiado grande, siempre medio vacío… Creo que lo venderé. Lo que haré con el dinero… ni idea. Tal vez me compre un pequeño piso en Londres para tener por fin un lugar para mí sola. Quizá… acabe descubriendo lo que es tener un hogar. Un puerto en el que poder echar el ancla.
—¿No lo tenías hasta ahora?
—¿Dónde querías que lo tuviera? Tengo casi cuarenta años. Estoy divorciada. El último pariente que me quedaba acaba de morir. Gozo de éxito en mi profesión, pero eso no te aporta mucha calidez que digamos.
—Un pequeño piso de propiedad en Londres —repitió él—. Eso suena muy… solitario. Es decir, sin marido, ni niños, ni un perro grandote… ¡qué sé yo! Sin algo que te dé calidez.
Ella rió, pero se dio cuenta de que su risa sonó forzada y desesperada.
—No, no suena cálido. Pero ¿crees que simplemente chasqueando los dedos puedo hacer que aparezca el hombre de mi vida, que se case conmigo, que me dé tres hijos sanos y bien educados, para poder ir todos juntos de excursión al campo el fin de semana con un perro grandote? Esos tipos no se encuentran así como así por la calle. Al menos yo no me he topado jamás con uno. De hecho… estoy en la misma maldita situación que Gwen. Sola y desesperada.
—Pero tú no eres Gwen. Tú tienes éxito, eres activa y sabes lo que quieres. A diferencia de Gwen, tú sabes exactamente cómo funcionan las cosas en esta vida. Solo tienes un punto en común con ella: vivís demasiado apegadas al pasado. Y no os dais cuenta de hasta qué punto eso os bloquea.
—No creo que yo…
Dave la interrumpió.
—Fíjate en Gwen. Se atrinchera en su granja y se aferra a unos tiempos que ya no existen. Unos tiempos en los que las mujeres no aprendían ningún oficio. En el que se quedaban con sus padres hasta que se hacían mayores y encanecían. A menos que apareciera un hombre y se las llevara a casa. Luego tenían que idolatrarlo y someterse a su voluntad. ¿Por qué crees que no le han ido bien las cosas? Pues porque hoy en día los hombres ya no quieren a ese tipo de mujeres. Porque los hombres buscan ahora a una compañera. A una mujer independiente. Una mujer capaz de seguir su propio camino.
—Sin embargo, a ti te ha conquistado.
Dave se quedó en silencio un momento.
—Ya sabes cómo hemos llegado a esta situación —dijo finalmente.
—No funcionará, Dave.
—Lo sé —dijo él en voz baja.
Leslie se inclinó hacia Dave.
—Yo no estoy apegada al pasado, Dave.
—En todo caso, Leslie, lo haces de un modo completamente distinto al de Gwen. Tú te dejas dominar por tu pasado. Te pasas el tiempo cavilando acerca de quién debió de ser tu padre. Hasta hoy has mantenido una lucha interior con tu madre para justificar lo que sientes por ella. Y con tu abuela, debatiéndote siempre entre el sentimiento de gratitud y la rabia que crece en tu interior cada vez con más intensidad cuando piensas en cómo fue tu adolescencia junto a ella. Has mandado a tu marido al diablo después de que te engañara, pero sigues pensando en él a todas horas, analizándolo, analizándote a ti misma, preguntándote cómo pudo pasar. No eres libre, Leslie. Libre para empezar una nueva vida.
Las lágrimas brotaban de nuevo en sus ojos y luchó obstinadamente por contenerlas.
—¿Y cómo se supone que debo hacerlo? ¡No puedo fingir que mi pasado no ha existido!
—Pero sí puedes aceptarlo como es. No vas a cambiarlo. Por consiguiente, acéptalo. Acéptate a ti misma y a lo que sientes. Jamás sabrás quién fue tu padre. Tendrás que vivir con eso, con el hecho de que tu madre fuera en unas ocasiones un ángel y en otras una absoluta irresponsable. Puedes sentir a la par gratitud por todo lo que hizo tu abuela por ti y odiar que fuera tan dura y que se hubiera preocupado tan poco por el alma de esa criatura de la que tuvo que ocuparse de repente. Y al diablo, ¡olvídate de Stephen de una vez! Te engañó. ¿Cómo puedes necesitar a un hombre que te ha engañado? ¿Crees que una cana al aire puntual habría terminado con vuestra historia si todo lo demás hubiera encajado? Una buena relación sobrevive a ese tipo de historias. Pero hay relaciones en las que un desliz de una noche es la gota que colma el vaso. Supongo que ese fue vuestro caso.
Ella se esforzó en sonreír, aun con los ojos llenos de lágrimas.
—¿Justamente tú te las das de experto en relaciones? ¿Vas por la vida dando consejos?
Dave no perdió el gesto serio.
—Soy un fracasado en todos los aspectos, lo mires por donde lo mires. Tanto en lo que a relaciones se refiere como a la vida en general. Pero que alguien no sea capaz de tirar adelante no significa que no pueda tener una visión clara de lo que les sucede a los demás. Una cosa no quita a la otra.
En pequeños y lentos sorbos, Leslie se tomó el té. El calor que le proporcionaba le sentó de maravilla, le calmo el estómago. Pensó que había estado bien que Dave se hubiera dejado caer por allí en plena noche. Tal como la había encontrado, probablemente había evitado que continuara bebiendo hasta perder la conciencia. Se sentía afortunada de no tener que estar sola. Había llegado en el momento justo, pensó ya con más claridad, con más serenidad. Alzó la cabeza y se encontró con la mirada de Dave.
Le pareció comprender lo que transmitía su mirada. No se apartó cuando él se puso de pie, rodeó la mesa y le agarró las dos manos para levantarla a ella también, lentamente. Se entregó a un abrazo que la llenó de consuelo y de ternura. Porque aquello era justo lo que necesitaba en ese momento: quería apoyarse en alguien, quería sentirse protegida. Solo por esa noche, quería notar el latido de otro corazón junto al suyo, quería olvidar a Fiona y lo que había descubierto acerca de ella.
Dave la besó en la frente. Leslie levantó la cabeza y los labios de ambos se encontraron. Ella lo besó con una mezcla de desesperación y de rabia, mientras que él, a su vez, la correspondió con ternura y afecto. Lo que estaba haciendo era inaceptable, además de una equivocación, tal vez incluso fatal. Dave estaba prometido con otra mujer, era sospechoso de un asesinato. Pero hacía demasiado tiempo que Leslie no se permitía ningún error. Y le gustaba, era completamente distinto a Stephen. Era un hombre que su abuela jamás habría aceptado para ella. Por un lado le parecía impenetrable y desconocido, caprichoso tal vez, y distinto por demás a todos los hombres que había conocido hasta entonces. Pero al mismo tiempo, por contradictorio que pudiera parecerle, veía en él a un ser claro y transparente. Un estudiante con talento, un idealista, con ansias de mejorar el mundo, un revolucionario que estaba desperdiciando la vida, que era capaz de meter cuanto poseía en una maleta. De repente se dijo que era el hombre más opuesto posible a Stephen: este había terminado los estudios e incluso la especialidad, ganaba un buen sueldo y tenía un puesto fijo, gozaba de prestigio y era, aparentemente, el compañero perfecto, pero había descargado la frustración acumulada a lo largo de los años en un ridículo idilio extramatrimonial. En ese momento, Leslie comprendió por qué las cosas no habrían funcionado jamás con Stephen de todos modos: no estaba a su altura. Era demasiado convencional, demasiado previsible, incluso en lo más impensable: cuando la había engañado, cuando la había traicionado. Tampoco en eso era ambicioso, había salido una noche a ligar y había sentido la necesidad de confesarlo, ya fuera porque a pesar de todo no se sentía a gusto con su gran proeza. O tal vez porque ella no lo hubiera pillado.
Stephen había sido una parte se su vida, un fragmento. Nada más que eso.
Las manos de Dave se deslizaron bajo el jersey de Leslie y ella cerró los ojos cuando notó los dedos de él sobre sus pechos.
—No deberíamos hacerlo —murmuró Leslie mientras se preguntaba si lo decía sinceramente o si solo quería tranquilizar su conciencia ofreciendo una mínima resistencia durante unos instantes.
—¿Por qué no? —preguntó Dave en voz baja.
Habría sido tan fácil en ese momento y sentía tanto deseo, echaba tanto de menos la calidez, la protección, la seguridad… Le apetecía refugiarse en la unión física con un hombre para olvidar todo lo que la oprimía y la atormentaba.
Le apetecía notar un sustento. Se trataba de algo más que puro sexo.
Se trataba de encontrar un origen. De eso se trataba desde hacía años. Tal vez siempre había sido eso, durante toda su vida.
No quedaba claro si llegaría a encontrar ese origen, si lo encontraría con un hombre que sin duda despertaba en ella una fuerte atracción sexual, en el suelo de la cocina, o donde fueran a hacerlo: en un momento de máxima debilidad física, hambrienta, indispuesta por las náuseas y en un estado de inestabilidad mental porque todas aquellas inquietantes verdades que había descubierto acerca de Fiona.
La sensación de que el cuerpo se le disolvía en el placer la hizo cambiar de idea. La razón tomaba las riendas.
Intentó apartarse un poco, pero su espalda se encontró con la pared.
—No puedo hacerlo —dijo.
—¿Por qué no? —repitió Dave.
Su lengua le recorría los labios. Le gustaba cómo besaba, le gustaba la sensación que provocaban las manos de él sobre su cuerpo. Sin embargo, tenía miedo. Miedo de que el vacío que llegaría después fuera todavía mayor.
Apartó la cara hacia un lado.
—Es que no quiero hacerlo, Dave —dijo con un matiz cortante que se apoderó súbitamente de su voz.
Él se apartó con las manos en alto.
—Perdona.
—No pasa nada. Estoy bien.
Dave parecía desconcertado.
—Leslie, realmente he pensado que tú…
—Que yo ¿qué?
—Nosotros, pues —se corrigió—. Que hace un minuto deseábamos lo mismo.
—Sí. Hace un minuto. Pero ahora… ahora ya no.
Él la miró, pensativo.
—¿Dónde está el problema, Leslie? O mejor dicho: ¿quién es el problema? ¿Gwen?
—Sí. Gwen. Pero también el hecho de que yo… me siento aún demasiado vulnerable. No me apetece acostarme con un hombre al que apenas conozco estando tan vulnerable.
Él la miró fijamente y Leslie vio en sus ojos que la comprendía.
—En algún momento —dijo él—, tendrás que salir de esa concha en la que te encierras. Temes tanto que te hagan daño que apenas te atreves a vivir. Es… En cierto modo es como una espiral descendente, Leslie. Tienes que volver a salir antes de que te quedes sin fuerzas para subir de nuevo.
—No te preocupes. Lo tengo todo bajo control.
Dave no replicó nada y Leslie se molestó por ello. Consideró que él no tenía derecho a analizarla a ella y a su vida de ese modo, menos todavía teniendo en cuenta la posición en la que él mismo se encontraba: la policía sospechaba de él, la casera lo había puesto de patitas en la calle, su cuenta bancaria debía de estar bajo mínimos y tenía un compromiso matrimonial que no iba a ninguna parte… ¿Precisamente él quería contarle cómo funciona la vida?
—Cuando los hombres no podéis hacer nada —dijo en tono agresivo—, no hacéis más que soltar cosas que quizá sería mejor no decir. Quizá deberíais buscar de vez en cuando otras maneras de compensar la frustración sexual.
Él sonrió, pero no con desprecio, sino más bien con resignación.
—Créeme, puedo pasar sin hacer nada, si quieres llamarlo así. Lo que acabo de decir no era ninguna forma de compensación. Solo quería explicarte cómo veo tu situación. Pero tienes razón, tal vez me haya excedido.
—En cualquier caso, yo lo he sentido así —replicó Leslie.
—Lo siento.
De repente, los dos parecían casi cohibidos por la presencia del otro.
Ya estaba todo dicho. No había pasado nada.
Leslie se sentía cansada y sola.
—Me voy a dormir —dijo—. Puedes quedarte en la habitación de invitados. Stephen ya no la necesita.
—Gracias. Naturalmente, mañana mismo me buscaré otro alojamiento.
—Tómate tu tiempo.
Leslie lo siguió con la mirada mientras salía de la cocina.
Pensó que tendría que haberse sentido aliviada de haber hecho lo que debía. En lugar de eso, sin embargo, se sentía agobiada e insegura. Se sentó, sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno.
Al final, había vuelto a equivocarse con su reacción. Había reforzado aún más lo que la bloqueaba, la muralla que la rodeaba. Se había aislado todavía más. ¿Por qué no se había limitado a hacer lo que le apetecía sin pensar en qué pasaría después? ¿Es que ya no era capaz de disfrutar de la vida?
Perdida en sus cavilaciones, contempló cómo el humo se quedaba flotando en la cocina y acababa desapareciendo.
Esa noche le costaría pegar ojo.
2
Aunque Valerie se había acostado muy tarde, se había levantado muy pronto, y estaba saliendo del baño cuando le sonó el móvil. Envuelta en una toalla, fue corriendo hacia el dormitorio, donde el teléfono se estaba cargando.
—¿Sí? —respondió.
Era el sargento Reek, que por lo visto ya estaba de servicio antes de las siete de la mañana.
—¿Llamo demasiado temprano? —preguntó él con preocupación.
—Ya estaba desayunando —mintió Valerie—. ¿Qué ocurre?
—Por desgracia nada que pueda alegrarle especialmente, inspectora. Ayer a última hora conseguí contactar con los padres de Stan Gibson en Londres. Han confirmado que su hijo estuvo con ellos el fin de semana pasado en Londres, junto con la señorita Witty, porque quería presentársela a su familia. Supongo que ella también lo confirmará; Gibson no es tan tonto para mentirnos con algo tan fácil de comprobar.
—Gibson no tiene ni un pelo de tonto, Reek; eso es lo que nos causa más problemas. ¿Le ha parecido que podemos fiarnos del testimonio de sus padres?
—Sí. Están conmocionados, pero no por ello mentirían. Están demasiado confusos para ello. No son capaces de imaginar que su hijo haya podido cometer un asesinato. Lo describen como una persona amable, servicial y responsable. Sin embargo, ha tenido muchas relaciones que han terminado de manera repentina. Naturalmente, su madre lo atribuye a que las mujeres no son capaces de apreciar las cualidades de su hijo. En mi opinión, las mujeres no aguantan mucho tiempo a su lado. A buen seguro la señorita Witty podría darnos más pistas acerca de los motivos. Pero…
—Pero eso no aporta nada a la cuestión realmente importante. —Fue Valerie quien terminó la frase—. Es decir, al asesinato de Amy Mills.
—Es evidente que no puede imputársele de ningún modo el asesinato de Fiona Barnes —resumió Reek.
—Eso parece —replicó Valerie con resignación.
—Ahora saldré en dirección a Filey Road para probar suerte de nuevo con Karen Ward —dijo Reek. Sonó como si quisiera decir: La cabeza bien alta, ¡tenemos otros frentes abiertos!—. Ayer no apareció por su piso, pero tal vez llegara en algún momento de la pasada noche.
—¿Estuvo ya en el Newcastle Packet?
—Sí. Pero ayer no acudió al trabajo. Sus compañeros de piso tampoco tenían ni idea de dónde estaba. Y algo que podría ser interesante: afirmaron que Dave Tanner acudió dos veces al piso de la señorita Ward para ver si la encontraba. Además, se dejó caer también por el Newcastle Packet preguntando por ella, según me dijeron. Al parecer Tanner tenía muchas ganas de verla.
—Eso no tiene nada de extraño. Sigue manteniendo una relación íntima con ella.
—En cualquier caso, yo no excluiría a Tanner antes de que la señorita Ward haya confirmado su declaración. Ayer por la noche también pasé por el Golden Ball. Se acordaban de haberlos visto juntos. Sin embargo, se quedaron poco rato allí. Salieron del pub hacia las diez de la noche. En ese sentido puede que esa declaración no sea del todo concluyente.
Valerie se sintió agradecida de tener en Reek a un colaborador tan competente. Hacía muchas horas extras, y jamás lo había oído quejarse por ello.
—Hace realmente bien su trabajo, Reek —dijo Valerie como reconocimiento, e incluso a través del teléfono le pareció percibir la satisfacción que su comentario provocó en Reek.
—Enseguida aclaro el tema de la señorita Ward —se limitó a decir el sargento antes de dar por finalizada la conversación.
Mientras se vestía, Valerie reparó en lo pesados y fatigados que eran sus movimientos. Tuvo la impresión de ser todo lo contrario que Reek, siempre despierto y vibrante, preparado para la acción. ¿Era solo cosa de la decepción? ¿Había algo más aparte del hecho de que no hubiera podido resolver dos casos de golpe?
¿Es que había resuelto algún caso?
Fue a la cocina y encendió la cafetera. Un café era lo único que le apetecía. Ni siquiera tenía ganas de desayunar, ese acto casi sagrado para ella.
El día anterior se había pasado cerca de dos horas hablando con Stan Gibson sin conseguir que este perdiera el buen humor ni por un instante. Había respondido sonriente a todas sus preguntas, con cortesía y paciencia, sin la más mínima muestra de enfado o de irritación.
Sí, por supuesto que había oído hablar del asesinato de Amy Mills, también había leído acerca de ello en el periódico. De hecho, en todo Scarborough no se había hablado de otra cosa en todo el verano. Terrible, una historia espantosa. ¡Que alguien fuera capaz de hacer algo así…! Naturalmente que le había afectado. Amy significaba mucho para él, a pesar de que no hubiera conseguido nunca reunir el valor suficiente para dirigirle la palabra. ¿Que a Valerie no le parecía que fuera un hombre tímido con las mujeres? ¡Que no se equivocara al respecto! Él nunca había llegado a tener ningún tipo de contacto personal con Amy.
Sí, el telescopio. ¡Las fotos! Por supuesto que sabía que lo que había estado haciendo no era normal. Pero tampoco es que estuviera prohibido, ¿no? Le parecía muy guapa. ¿Que cuándo la había visto por primera vez? Que lo dejara pensar, que debió de haber sido en enero. Con la única intención de pasar el rato se había dedicado a espiar un poco los apartamentos de los alrededores, y la había descubierto en casa de Linda Gardner mientras se ocupaba de la hija de esta. El pelo ondulado de la chica le había parecido una especie de aureola. Entonces empezó a interesarse por ella, sí, pero ¿quién podía reprochárselo?
¿Obsesionado? Él no lo veía de ese modo. De acuerdo, la había seguido en secreto a menudo, durante el escaso tiempo libre del que disponía. Amy solía salir a dar largos paseos en soledad. Le había parecido una chica solitaria. Pocas veces la había visto tomando un café o charlando con sus compañeras de clase, muy pocas veces. Por lo general estaba sola.
¿Si se le había acercado? ¿Si había sufrido un rechazo por parte de ella? ¿Si se había enfurecido por ello? No, no, en eso estaba totalmente equivocada, inspectora Almond. Nunca llegó a dirigirle la palabra, ya se lo había dicho. Y por tanto tampoco pudo ser víctima de un rechazo por parte de ella. Por lo demás, era capaz de lidiar con esas situaciones. No le pasaba por la cabeza matar a golpes a las mujeres que le daban calabazas. Y por cierto, tenía que decirle al respecto que hasta entonces jamás le habían dado calabazas. ¡Jamás! No tenía dificultades con las mujeres. Sobre todo, no tenía dificultades para conquistarlas. O sea, que, para ser franco, no sabía qué se sentía ante un rechazo.
Y así había sido todo el tiempo. Sin dejar de sonreír. Pero todos los sentidos, la intuición, la experiencia, las tripas, hasta el más mínimo estímulo indicaban a Valerie que el autor había sido él. Que la muerte de Amy Mills pesaba sobre la conciencia del tipo que tenía delante y que no hacía más que sonreír irónicamente.
Mientras esperaba a que saliera el café, Valerie se preguntó qué había conseguido en realidad.
Nada, para ser sincera.
Nada, a excepción de los indicios que los habían puesto sobre la pista de Gibson; a excepción de su intuición, que le decía que el asesino era él; a excepción de una vaga esperanza, la de poder avanzar a partir de lo de Gibson.
El café estaba preparado. Se lo tomó a pequeños sorbos mientras miraba por la ventana. Aún estaba demasiado oscuro para poder afirmarlo, pero le pareció que ya no llovía. La niebla tampoco había vuelto a aparecer.
Gibson podía presentarse ante todo el mundo como un joven amable, simpático y sonriente que a primera vista habría colmado los sueños de cualquier suegra. A Valerie, sin embargo, no había podido engañarla ni por un momento. En la sonrisa de Gibson, en esos ojos de demente, había visto al instante que era un enfermo patológico. Sabía que tenía un problema enorme y, a pesar de no saber exactamente cuál era y de no conocer sus antecedentes, tenía claro que las mujeres, su relación con las mujeres en concreto constituía el catalizador que podía convertir su problema en una escena horrorosa, cargada de odio, de ansias de revancha, de una ira asesina y una brutalidad desenfrenadas. El cadáver de Amy Mills había dado fe de ello.
En su opinión, ese problema era el rechazo. Durante su declaración, Gibson había insistido mucho en el hecho de que ninguna mujer lo había rechazado jamás. Había hecho mucho hincapié en ello, y cada una de las veces Valerie se había fijado en la expresión de los ojos de él. Sospechaba que ese era el motivo por el que Amy Mills había sido asesinada con una violencia tan extraordinaria. Gibson se había obsesionado literalmente con ella, lo demostraban el gran número de fotografías que le había hecho, pero ella, cabía suponer, no había querido saber nada de él. En cierto momento, ya fuera unos días antes del asesinato o, como máximo, durante aquella noche en el parque, ella había expresado a Gibson su rechazo. Valerie estaba convencida de que Gibson no soportaba sentirse rechazado por las mujeres.
Sabía lo que diría el sargento Reek al respecto:
—Hechos, inspectora, ¡hechos! No se deje llevar por la ira solo porque se vea obligada a encontrar al autor enseguida, porque quiera resolver el caso a toda costa. ¡Cíñase a los hechos!
¿O acaso no era eso lo que habría dicho el sargento Reek? ¿Era su propia opinión la que la hacía pensar de ese modo?
La noche anterior se había despertado varias veces y se había dedicado a pensar cómo habían podido encontrar todas esas evidencias con tanta facilidad. Durante meses, no habían conseguido ni la más mínima pista, ni el menor indicio, nada. Y de repente aparece una tal Ena Witty, muerta de miedo, les cuenta un par de hechos extraños relacionados con su novio y pasan a tener un sospechoso: alguien con unas fotos que dan fe de una obsesión enfermiza por la chica asesinada y con un telescopio que apuntaba al apartamento del que salió la víctima justo antes de morir.
En el silencio y la oscuridad de la noche Valerie había tenido la impresión de que le habían servido al sospechoso en una bandeja de plata. Como si el autor del crimen hubiera aparecido como un as sacado de la manga, como si las cosas no pudieran ser tan sencillas: sin comerlo ni beberlo, se había cruzado en su camino el presunto asesino de Amy Mills. En la vida, y más concretamente en su trabajo, las soluciones no solían presentarse de ese modo.
Sin embargo, a primera hora de la mañana, Valerie se dio cuenta de cuál era la respuesta a todas las preguntas que se había estado planteando con escepticismo: el autor del crimen había aparecido de manera tan repentina por decisión propia. Justo entonces, en ese preciso momento. Stan Gibson había entrado en escena porque así lo había querido. El registro policial de su apartamento, el interrogatorio, las preguntas que sin duda había previsto que le harían, esa sonrisa perenne con la que demostraba saber hasta qué punto le estaba destrozando los nervios a la inspectora que se encargaba de investigar el caso. Había querido que sucediera todo, por eso había contado lo del telescopio a Ena. Por eso había dejado las fotos en un lugar en el que pudiera encontrarlas con facilidad si se ponía a curiosear un poco. Tenía muy claro que Ena se alarmaría en el momento en que las descubriera y no tardaría demasiado en acudir a la policía o en contárselo a alguna amiga, como fue el caso.
Stan Gibson había planeado su entrada en escena, y todo había salido tal como lo había previsto.
Valerie se dio cuenta además de otra cosa: Gibson se había ocupado de que no pudieran demostrar nada. No se había mostrado sorprendido por la marcha de las investigaciones; así pues, lo había planificado todo al detalle. No habría dejado que los indicios que apuntaban hacia él llegaran a la policía por medio de Ena si estos hubieran supuesto un peligro para él. Era astuto y racional. Valerie podría poner el mundo entero patas arriba y no encontraría pruebas con las que meter a Gibson entre rejas.
No había ni una.
De haberlas habido, Gibson no se habría expuesto de ese modo. Habría renunciado al numerito de la sonrisa irónica en comisaría.
Valerie se sirvió una segunda taza de café y se la bebió rápidamente, como si ese líquido le ayudara a tragarse la amargura y la frustración que habían crecido en su interior.
Y a pesar de todo albergaba una esperanza. Solo era un atisbo de una esperanza macabra, casi cínica, cuyo origen se hallaba en el placer que pudo percibir durante la conversación con Gibson el día anterior. El tipo había disfrutado sobremanera con la situación, era lo máximo para él, lo llenaba de una euforia a la que ya no podría renunciar. Estaba enganchado. Eso es lo que Valerie había logrado el día anterior, engancharlo, y con ello había conseguido una pequeña ventaja de la que él todavía no era consciente. Además se había dado cuenta de dos cosas de una importancia inestimable: una, que el tipo era realmente un enfermo; y la otra, que querría repetir. Las dos cosas. El crimen, sí, pero también ese juego del gato y el ratón con la policía.
Estaba tan segura de ello que habría sido capaz de jurarlo.
Vertió el resto del café por el desagüe. No lo necesitaba, lo que debía hacer era afrontar el día que tenía por delante. Todavía tenía que verificar lo que Dave Tanner le había dicho, y tenía esperanzas de que Reek conseguiría contactar con Karen Ward cuanto antes. Hablaría de nuevo con Ena Witty, esperaba que entretanto se hubiera tranquilizado y que tal vez hubiera recordado algún detalle importante de la breve relación que había mantenido con Stan Gibson. No algo que pudiera servir para inculparlo, en ese sentido Valerie no se hacía ilusiones. Pero tenía que hacer su trabajo, por rutinario que pudiera parecerle, tenía que hacerlo tal como lo había aprendido. Y por encima de todo se trataba de aproximarse a Gibson. Descubrir cuanto pudiera descubrirse acerca de él.
Un perro de presa te está pisando los talones, Gibson, pensó Valerie furiosa. ¡Llegará el momento en que se te congelará esa sonrisa en el rostro y te darás cuenta de que estás bien hundido en la mierda!
Cogió el bolso y la llave del coche, se colgó el abrigo en el brazo y salió de casa.