11
Tardé mucho, muchísimo, en volver a ver la granja de los Beckett. El resto de la guerra e incluso un año más. El motivo fue mi madre. En cuanto salió del hospital se convirtió en otra persona, nunca volvió a ser la misma. Yo la recordaba como una mujer enérgica y resoluta, en ocasiones un poco severa, pero también alegre y segura de sí misma. Una mujer que cogía la vida por los cuernos, como solía decirse. Pero después de haber perdido ese niño, el hijo que tanto había deseado Harold, desaparecieron su optimismo y su arrojo habituales. No solo tenía mal aspecto, encanecido y enjuto, es que además parecía abatida, deprimida y profundamente infeliz. A menudo se echaba a llorar sin causa aparente. Podía llegar a pasar muchas horas sentada sin hacer otra cosa que mirar por la ventana. Todo la atormentaba sobremanera: la guerra, la ciudad bombardeada, la gente mal vestida, el racionamiento de alimentos… Por eso resultaba tan estremecedor, porque tiempo atrás había sido una persona que jamás se amedrentaba ante las adversidades.
—Todo podría ir peor —solía decir antes.
Después, sus palabras eran muy distintas:
—¡La vida nunca había sido tan mala como ahora!
Sin embargo, el futuro era cada vez más esperanzador. Los alemanes estaban en las últimas e iban a perder la guerra, de eso estaban convencidos incluso los más pesimistas. Excepto mi madre. Si algo se preguntaba la gente era por qué se empeñaban en seguir con la guerra.
El destino de los nazis se decidió finalmente el 6 de junio de 1944, el llamado día D, el día en que las tropas aliadas iniciaron la operación Overlord y las fuerzas armadas de varios países desembarcaron en las extensas playas de Normandía.
Francia pronto quedaría liberada, todo el mundo lo decía, y entonces una cosa llevaría a la otra. Desde el este, Rusia desplegó su poderoso ejército hacia la frontera alemana. Cuando escuchabas la BBC, te preguntabas cómo era posible que Hitler no ordenara la capitulación inmediata.
En lugar de eso, no obstante, el Führer se dedicó a agotar todos los efectivos de sus fuerzas armadas, claramente decidido a no darse por vencido mientras uno solo de sus soldados siguiera con la cabeza sobre los hombros.
—Es un loco —solía decir Harold—. ¡Es un chiflado!
Harold en realidad no tenía ni idea de política, pero yo coincidía de principio a fin con la opinión que él tenía de Hitler. Aunque tampoco es que hiciera falta una inteligencia especial para darse cuenta de que el Führer estaba como una cabra.
Así pues, mientras esperábamos que la guerra terminara de una vez y empezábamos a hacer planes llenos de esperanzas para cuando eso sucediera, mi madre se mostraba incapaz de dejarse llevar por el más mínimo pensamiento positivo.
—Sí, quizá la guerra esté terminando —admitió finalmente—, pero ¿quién sabe lo que nos espera después? Tal vez las cosas pasen a ser peores aún. ¡Quizá ocurran cosas todavía peores y acabemos pensando que las bombas de mil novecientos cuarenta no fueron tan terribles en comparación!
Ante esa profunda depresión, yo me vi obligada a abandonar mis intenciones de volver a Yorkshire, o como mínimo tuve que posponerlas indefinidamente. Incluso cuando los nazis reanudaron los bombardeos sobre Londres como un último acto de rebelión ante la operación Overlord, esa vez con los temidos cohetes V2, no consideré ni por un momento la posibilidad de huir de nuevo. Tenía muy claro que mi madre me necesitaba, a mí, a la única hija que le quedaba. No podía dejarla en la estacada, la tenía muy aferrada a mí y se ponía nerviosa enseguida si tardaba media hora más de lo normal en volver de la escuela o si me entretenía más de la cuenta cuando salía a hacer la compra. Yo acepté el estado en el que se encontraba a pesar de todo. ¿Qué otra cosa podía hacer?
De todos modos, en Staintondale tampoco habría podido estar con Chad porque este estaba en el frente. Dejamos de mantener el contacto por carta porque yo no tenía ninguna dirección a la que escribirle y él… bueno, a él tampoco es que le gustara mucho escribirme. Más adelante me enteré de que llegó a participar en el desembarco de Normandía y agradecí no haber sabido de él durante ese tiempo. Me habría vuelto loca de miedo al oír en las noticias el gran número de soldados que pagaron con sus vidas el alto precio de la invasión. Posteriormente, una vez todo hubo acabado y sabiendo que había salido ileso, claro está, me sentí muy orgullosa de que hubiera participado en aquel acontecimiento tan decisivo.
Ya no me provocaba tanto sufrimiento el hecho de tener que vivir en Londres, supongo que debido a que el estado mental de mamá supuso una responsabilidad que daba sentido a esa circunstancia. Ya no me parecía absurdo tener que quedarme allí y soportar lo que fuera.
Por lo demás, Harold también cambió. No cambió de manera radical, por supuesto, pero la debilidad de mamá lo hizo reaccionar. Ya no se emborrachaba nada más llegar a casa como antes, sino que pasó a ayudarme con las tareas domésticas al volver del trabajo. Después sí, después se emborrachaba, pero en algo habíamos avanzado. Pasé a verlo con otros ojos, porque el drama del aborto y mi huida a Yorkshire me habían mostrado que Harold amaba de verdad a mi madre y que, a su manera, quería hacerla feliz a toda costa. Se ocupó de que yo no le causara más dolor todavía. Por eso cumplí estrictamente nuestro acuerdo acerca de no revelarle jamás a mamá que yo había huido a Staintondale en febrero de 1943. Murió en el año 1971 y nunca llegó a enterarse.
En mayo de 1945 finalizó la guerra y la gente salió a la calle para celebrarlo. Winston Churchill apareció con la familia real en el balcón de Buckingham Palace, y miles de personas los aclamaron y cantaron «God Save the King» y «Rule, Britannia». Yo también estuve allí y lloré de emoción cuando todos cogidos de la mano entonamos el cántico más popular, patriótico y sentimental de esos tiempos de guerra: «There‘ll be blue birds over the white cliffs of Dover… tomorrow, when the world is free…».
Muchas familias tuvieron que lamentar la muerte de seres queridos y seguía habiendo calles enteras en ruinas, pero la gente miraba hacia delante, se dedicaba a apartar los cascotes, trabajaba en las obras de reconstrucción, todos eran felices de saber que los maridos, los hijos y los amigos finalmente estaban fuera de peligro, que ya no tenían que seguir temiendo por los ataques aéreos ni por la posibilidad de que los nazis acabaran ocupando nuestra isla.
La pesadilla había terminado.
En 1946 acabé la escuela y no tenía ni idea de lo que haría a continuación. El estado de euforia y de felicidad que se apoderó de mí justo después de que la guerra llegara a su fin ya se había desvanecido casi por completo y comprendí que había llegado el momento de decidir qué haría con mi vida. Aun así, no sabía qué camino tomar. ¿Qué era lo único que había ocupado mis pensamientos en los últimos años? Solo había soñado con volver a Yorkshire; aparte de eso me había limitado a intentar superar el día a día. Por lo demás, siempre había visualizado mi futuro envuelto de una luz radiante, pero eso había sido antes. No había pensado en la posibilidad de cambiar de planes.
—Podrías hacer algo relacionado con niños —sugirió mi madre cuando a finales de julio celebramos mi decimoséptimo cumpleaños con café y una tarta con claras a punto de nieve en lugar de nata. Yo no había hecho más que quejarme porque no sabía a qué me dedicaría—. Enfermera de pediatría, por ejemplo. ¡Creo que es una profesión maravillosa!
Desde que hubo perdido el bebé de Harold, se pasaba el día pensando en niños. Sin recibir dinero a cambio, se encargaba de cuidar niños del vecindario, se los llevaba de paseo, les leía historias o los ayudaba con los deberes de la escuela. A Harold y a mí nos sacaba de quicio, pero no decíamos nada porque considerábamos evidente que todo aquello representaba una especie de terapia para ella. Yo, en cambio, no sentía ningún tipo de simpatía por nadie que tuviera menos de catorce años, por lo que le mostré mi rechazo enseguida.
—No, mamá, de verdad que no. ¡No soporto a los niños, ya lo sabes!
—Creo que sería mejor que aprendieras contabilidad —dijo Harold—. En las oficinas siempre están buscando personal, y podrías ir ascendiendo poco a poco.
Eso me sonó aburridísimo.
—No. No lo sé… Dios, ¡creo que jamás llegará a ocurrírseme nada!
Me quedé mirando con gesto sombrío la pared que tenía delante. Contable. Enfermera de pediatría. Casi prefería que me enterraran en vida en ese mismo instante.
Y entonces fue cuando mi madre salió con una propuesta que me sorprendió muchísimo.
—Quizá lo que necesitas es simplemente alejarte un poco de Londres. De nosotros. Tal como eres, no te veo encerrada en una jaula, sin ver el mundo que hay más allá de las rejas.
Miré a mi madre con estupefacción. Había descrito de forma muy precisa lo que me rondaba la cabeza.
—Te gustó mucho Yorkshire cuando tuviste que ir a causa de la guerra —prosiguió—. Tal vez deberías pasar un par de semanas allí. Pasear junto al mar, respirar aire puro. En ocasiones es suficiente con cambiar de entorno para descubrir nuevos caminos.
Harold y yo nos miramos, sorprendidos.
—¿Cómo se llamaba… la mujer que te acogió entonces? Emma Beckett, ¿no? Es posible que esté dispuesta a ofrecerte alojamiento de nuevo. A cambio pagaríamos tus gastos, naturalmente, pero eso ya lo arreglaríamos de un modo u otro.
Puesto que mi madre no había llegado a enterarse de mi escapada, tampoco le habíamos contado que Emma había muerto. Y sin duda era mejor que siguiera sin saber nada al respecto. Me pareció dudoso que hubiera accedido a que viviera sola con Arvid, Nobody y Chad, en caso de que este hubiera sobrevivido a la guerra.
—Mamá, ¿lo dices en serio? —pregunté.
—Claro. ¿Por qué no? —respondió ella, sorprendida.
Dirigí otra mirada a Harold y me dio a entender que no se iría de la lengua respecto a la muerte de Emma.
El corazón empezó a latirme intensamente. El día había sido oscuro y sin perspectivas de mejora alguna. Pero en ese momento se abrió ante mí una claridad resplandeciente.
Volvería a reencontrarme con todo cuanto amaba. Chad, la granja, el mar, nuestra cala, los extensos campos de Yorkshire, repletos de colinas.
Y además, con el beneplácito de mamá.
12
En agosto de 1946 llegué a Scarborough y, apenas hube puesto los pies en el andén, supe que me encontraba de nuevo en mi hogar y que nunca más volvería a marcharme de allí. Sin embargo, tuve que engañar un poco a mi madre. Quiso ponerse en contacto con Emma, pero le dije que había seguido escribiéndome con ellos y que en cada carta insistían en invitarme a su granja. Puesto que en su momento a mi madre no le había pasado inadvertido el afecto que Emma había sentido por mí, creyó lo que le decía. Nosotros no teníamos teléfono, como tampoco lo tenían los Beckett en la granja, y el correo en aquellos tiempos de posguerra era muy lento y, a menudo, de dudosa eficacia. Era de esperar que tardáramos mucho en recibir una respuesta si mi madre escribía personalmente a los Beckett, y eso en caso de que la carta llegara a Staintondale. Acabó por permitir que me marchara sin avisar; yo apenas podía creerlo, hasta que al fin me vi sentada en el tren. Hasta el último momento había temido que mi madre pudiera cambiar de opinión.
Pero también estaba un poco nerviosa. Habían pasado más de tres años. ¿A quién o con qué me encontraría? ¿Chad seguiría con vida? Y en caso de que así fuera, ¿habría vuelto a la granja? ¿Qué habría sido de Arvid? Tal vez se habría convertido en un viudo amargado y solitario que no se alegraría en absoluto de verme. Quizá había acabado cayendo en el alcohol y se encontraba en un estado más lamentable que el de Harold en sus peores tiempos. Solamente Nobody debía de estar igual que antes. Supuse que tendría alrededor de catorce años, pero sabía que incluso con cuarenta seguiría comportándose como un chiquillo, lo que lo convertía en el más previsible de todos.
Tuve que esperar el autobús durante mucho rato y ya era tarde cuando llegué a Staintondale. Afortunadamente, en agosto todavía no oscurecía pronto, pero ya se ponía el sol cuando dejé la carretera principal para dirigirme a la granja campo a través. El día había sido frío y soleado. Llevaba cuanto tenía en una mochila a la espalda, aunque tampoco era gran cosa. Me sentí libre y feliz. Los caballos, las ovejas y las vacas pacían a mi alrededor y por encima de mi cabeza graznaban las gaviotas.
Cuando divisé la granja a lo lejos, me eché a correr. No solo era la alegría lo que me impulsaba, sino también la inquietud y los nervios. Quería saber de una vez en qué estado se encontraban las cosas.
Aquel anochecer de verano era el marco perfecto para regresar, todo lo contrario de como había sido aquel otro día lluvioso de invierno. De todos modos, quedé horrorizada al ver hasta qué punto había decaído el aspecto de la granja. La puerta estaba inclinada sobre uno de los goznes, era evidente que ya no cerraba bien; un estado que, por cierto, ha seguido inalterado hasta hoy. Siempre me ha sorprendido que a lo largo de medio siglo nadie haya reunido la energía y la resolución necesarias para resolver ese problema.
Había utensilios viejos de todo tipo tirados por el patio y, entre medio, había también gallinas picoteando el suelo. En otros tiempos solían tener su propio cercado, como debe ser. Las vallas de los pastos para las ovejas necesitaban reparaciones urgentes, así como los muros, a los que les faltaban tantas piedras que los animales podían encaramarse a ellos y pasar por encima sin problemas. La casa tenía un aspecto sombrío, casi parecía deshabitada. Las malas hierbas crecían hasta la puerta. El banco en el que a Emma tanto le gustaba sentarse para disfrutar del sol de la tarde ya no estaba, probablemente había acabado convertido en leña para el fuego. Las ventanas estaban cubiertas de suciedad. Era poco probable que a través de ellas pudiera apreciarse con nitidez el espléndido paisaje que rodeaba la casa.
Pero el aire olía como siempre y el mar también seguía estando allí, igual que la cala y aquella luz tan especial que reinaba en aquel lugar al atardecer.
Al pensar en la bahía empezó a crecer en mi interior una decisión firme. Por fin sabía qué camino quería seguir.
Dejé la mochila junto a la puerta de la casa, con las ortigas, y ya liberada del peso tomé directamente la senda hacia la cala.
Enseguida vi a Chad, después de sumergirme en la oscuridad del barranco y de llegar a la playa a media luz. El sol acababa de esconderse tras las rocas y el mar había adoptado un azul oscuro impenetrable. La cala, en otros momentos tan extensa, no era más que una franja estrecha, pero la marea ya no estaba en su punto álgido y el agua empezaba a retirarse.
Chad estaba sentado sobre una roca con la cabeza apoyada sobre las manos. Me acerqué a él muy despacio.
—Buenas noches, Chad —dije finalmente.
Chad se sobresaltó, alzó la mirada hacia mí y se levantó de golpe. Estaba perplejo.
—¡Fiona! ¿De dónde vienes?
—De Londres.
—Pero… Quiero decir… ¿Así de simple?
La pregunta no sonó cariñosa, tal como a mí me habría gustado, pero tampoco mostró hostilidad. Simplemente estaba sorprendido.
—Veo que has sobrevivido a la guerra —dije, a pesar de que no fue un comentario especialmente ingenioso—. ¡No puede decirse que tus frecuentes cartas me hayan dado pistas respecto a esa buena noticia!
Chad se pasó la mano por el pelo, un gesto que me recordó al joven de quince años que yo había conocido. A pesar de lo rápido que cambiaba la luz del crepúsculo, pude apreciar que quedaba poco del adolescente de antaño. Entonces tenía ya veintiún años y era un hombre muy distinto. En ese momento no habría sabido describir con palabras en qué consistía aquel cambio con exactitud, más allá del hecho evidente de que era cuatro años mayor que la última vez que nos habíamos visto, pero el cambio que eso suponía ya era de esperar. Creo que lo que más me sorprendió fue que hubiera envejecido tanto, mucho más de lo que le habría correspondido por la edad. Y no era una cuestión de arrugas, sino de la expresión de su rostro, de lo que transmitía. No parecía que tuviera veintiún años. Podría haber pasado por un hombre de treinta o de cuarenta años.
Fue unas semanas más tarde cuando me di cuenta de que había sido la guerra la que lo había envejecido a cámara rápida. Aquellos muchachos que aún eran medio niños en el momento de acudir al frente, que fueron alentados por un afán patriótico y medio engañados por una percepción generalmente ingenua de lo que les esperaba, en el plazo de unos pocos meses habían vivido experiencias más duras que las que habían experimentado otros hombres a lo largo de toda una vida. Habían visto caer a sus camaradas, habían vivido con el acecho constante de la muerte, habían matado para evitar que los mataran a ellos. Habían aguantado horas y horas en trincheras heladas y húmedas, con los nervios de punta, bajo un fuego de artillería constante, oyendo los gritos desgarradores de los heridos. La vida a menudo despreocupada, o como mínimo segura, que habían vivido hasta entonces había desaparecido sin dejar rastro. Los Aliados se habían alzado con la victoria sobre la Alemania de Hitler, y los hombres como Chad se quedaban con eso, ya que daba sentido a todo lo que habían tenido que soportar. Sin embargo, ello no cambiaba en absoluto las imágenes con las que tendrían que vivir el resto de sus días. No cambiaba para nada la dureza despiadada con la que, de la noche a la mañana, habían tenido que enfrentarse durante una parte de sus vidas, algo que seguramente ninguno de ellos habría imaginado de antemano.
A ese respecto, Chad nunca me contó detalles acerca de sus vivencias en la guerra. Ni entonces, ni en el tiempo que vendría después. Una vez, cuando hubieron pasado varios años, entre dos archivadores que tenía en un estante de su despacho en la granja de los Beckett, descubrí un revólver. Cuando le pregunté, respondió:
—Es el arma que llevé durante la guerra.
—¿Y por qué la sigues guardando?
—Mira… Por si alguna vez entra algún ladrón.
La tomé entre mis manos.
—Pesa mucho —constaté.
—¡Déjala donde estaba! —me ordenó—. ¡No quiero volver a pensar en eso!
Yo lo comprendí enseguida y no volví a mencionarle jamás aquella arma, aunque sí me atreví a hacerle preguntas acerca de aquel episodio tan traumático de su vida.
Entonces, respondió:
—Lo siento, tuve que alistarme. Todo era tan… —Hizo un gesto con la mano para expresar lo desbordado que estaba—. Es que era demasiado.
—¿Cómo le va a tu padre?
—No está bien. No hace casi nada en la granja. Se queda sentado en casa, mirando fijamente las paredes. No ha conseguido olvidar la muerte de mi madre.
No me sorprendió en absoluto. Cuando todavía era una chiquilla de once años ya había intuido que Emma era la verdadera alma de la granja de los Beckett, que era ella y no su marido quien tiraba del carro. Sin ella, Arvid no era nada. Eso se ajustaba a la imagen que siempre había tenido de él.
—Yo hago lo que puedo —dijo Chad—, pero es difícil llevar adelante una granja absolutamente arruinada. En estos tiempos…
Me examinó con detenimiento.
—¡Te has convertido en toda una mujer! —Chad cambió de tema de repente y yo noté que me subían los colores.
—Ya he terminado la escuela —dije—, y no sé muy bien qué voy a hacer a partir de ahora. Mi madre me ha dicho que necesito distanciarme de la rutina de Londres. Por eso he venido. Me gustaría quedarme aquí durante un tiempo… si me dejáis.
—Claro. Nos hace falta mano de obra —exclamó con una sonrisa.
No lo dijo en serio. Yo le respondí con otra sonrisa.
De repente, en cuestión de un instante, volvió a ser aquel Chad que yo había conocido, el joven que tan afectuosamente había correspondido a mis primeros sentimientos exaltados. Abrió los brazos y yo busqué cobijo en aquella seguridad que parecía ofrecerme, como tantas otras noches en aquella playa, a pesar de que más tarde se revelaría el engaño que suponía. Ya se estaba convirtiendo, bien debido a la guerra o bien al ejemplo que le había dado su introvertido padre, en el hombre parco en palabras y encerrado en sí mismo que al final demostraría ser incapaz de exteriorizar lo que sentía.
En esos momentos yo no era consciente de que ese cambio hubiera empezado ya; era joven para comprenderlo y además estaba muy enamorada, era demasiado feliz para pensar en lo que pudiera venir después. La amargura y la seriedad de los últimos años se disolvieron hasta desaparecer por completo. Londres, la guerra, mi madre depresiva, Harold, de repente todo aquello quedaba muy lejos y ya no me parecía importante. Finalmente había llegado al lugar al que pertenecía. Y estaba con el hombre al que amaba.
Así de románticos fueron mis pensamientos entonces, en aquella playa cada vez más oscura. No tardó en caer la noche y el murmullo del oleaje cambió su sonido por el de bajamar, puesto que la marea seguía con su retroceso bajo el cielo estrellado. Las noches de agosto tienen una magia especial. Tal vez incluso cayó alguna que otra estrella fugaz sobre el mar, quién sabe, quizá fui yo quien más tarde lo imaginó de ese modo… Después de hacer el amor por primera vez en aquella cala pedregosa de Staintondale.
Suena cursi, lo admito. Una cálida noche de verano, las estrellas, el murmullo del mar… Dos jóvenes, un primer amor, un sentimiento verdaderamente sobrecogedor tras varios años de privación. Suena demasiado perfecto, pero debo decir que así es como yo lo viví, sin duda iluminada por la propensión a idealizar las cosas que tienen los jóvenes. Ahora creo que el suelo cubierto de guijarros debía de ser de lo más incómodo, que apestaba a algas marinas, que alguna que otra nube aislada cruzó el cielo y cubrió las estrellas, que no cayó ni una sola estrella fugaz y que al cabo de un rato hacía bastante frío y empezamos a helarnos. Pero en aquel instante no reparé en nada de eso. Fue como un sueño que nada sería capaz de perturbar o de empañar. Tener a Chad cerca de mí, fundirme con él, me pareció que era el momento más maravilloso de mi vida. Y creí, ingenua de mí, que a pesar de todo a partir de entonces sería imposible separarnos.
Chad tenía cigarrillos, por lo que después nos quedamos un rato allí sentados, fumando acurrucados sobre una roca. No le dije que eso también era una novedad para mí, no quería que me viera como a una cría. Con la máxima tranquilidad posible, di con naturalidad unas caladas al cigarrillo y, por suerte, no me dio por toser ni por atragantarme. Chad me tenía rodeada con un brazo y durante un buen rato no dijo nada.
—Tengo frío —dijo al final—. ¿Volvemos a la granja?
Entonces fue cuando caí en la cuenta de que yo también estaba helada. Asentí levemente y él debió de notarlo, porque se puso de pie, me tomó de la mano y me ayudó a levantarme. En silencio, cogidos de la mano, volvimos a tientas por el camino del barranco. Una vez arriba, me faltaba el aliento. En ese momento las estrellas y la luna volvieron a regalarnos un poco de luz.
Chad entró mi mochila en la casa. El interior estaba muy sucio, me di cuenta a simple vista. Además apestaba como si hubiera alimentos perecederos en la cocina que llevaran demasiado tiempo allí almacenados. Quedaba claro que la decadencia externa de la granja hacía tiempo que afectaba también al interior. Ya no era el modesto pero agradable nido que había sido bajo el cuidado de Emma. Dentro reinaban el frío, la humedad y la mugre. Incluso yo, que siempre había visto la granja de los Beckett como un paraíso terrenal con independencia de su estado, tuve que admitir que era imposible sentirse bien allí dentro. Tomé la determinación de empezar al día siguiente a arreglarlo todo para que volviera a ser un lugar agradable y acogedor.
Chad encendió la luz de la cocina. Los platos sucios se apilaban en el fregadero, mientras que en la mesa habían quedado los restos de una cena a medio terminar.
—Parece que mi padre ya se ha ido a dormir —dijo Chad—. ¡Lástima que no haya tenido fuerzas ni para recoger su comida! —Repugnado, se quedó mirando el salchichón mordisqueado, la hogaza de pan con un pedazo mal arrancado con las manos en lugar de cortarlo a rebanadas y una taza medio llena de café en cuya superficie flotaban unos anillos grasientos—. ¡Cada día está peor!
—Ya lo recojo yo —dije enseguida, pero Chad me agarró por un brazo.
—¡No! ¡No recogeré lo que va dejando tirado y tú tampoco! No está enfermo, solo se está abandonando y esto no puede seguir así.
—Pero esto se echará a perder. Y además huele mal. ¡Al menos deja que meta el salchichón en la nevera!
En la granja había una nevera anticuada que había que llenar periódicamente con bloques de hielo, pero resultó que hacía ya mucho tiempo que nadie se encargaba de rellenarla, por lo que en el interior había la misma temperatura que en el resto de la habitación. Había un par de cosas indefinidas dentro que desprendían un olor repugnante y que deberían haber ido a parar a la basura hacía tiempo.
Chad parecía un poco turbado.
—La granja ocupa todo mi tiempo y mis fuerzas. Papá debería ocuparse de la casa, pero… —Dejó la frase inacabada. Era más que evidente que su padre no se ocupaba de ello en absoluto.
Al final, puse el salchichón y el pan en la despensa, puesto que al no tener ventanas estaba más oscura y ligeramente más fresca que la casa.
—Mañana debemos comprar hielo sin falta —le dije. Por mi tono de voz, parecía que ya me hubiera convertido en la ama de la casa.
Chad me dio la razón.
—Lo haré. Te lo prometo.
Estábamos uno delante del otro, mirándonos. Y entonces pensé: Dímelo ahora, dime que me amas. ¡Dime que puedo quedarme para siempre! Por favor. No permitas que esta noche tan especial desaparezca sin más.
Sin embargo, él no dejaba de lanzar miradas sombrías hacia la mesa. Estaba furioso con su padre, eso estaba claro, y tal vez ya ni siquiera pensaba en lo que acababa de ocurrir allí abajo, en la cala.
De repente me di cuenta de lo que me había desconcertado en todo momento.
Faltaba algo. Algo que sin duda habría notado nuestra llegada y que ya debería haber aparecido.
—¿Y dónde está Nobody? —pregunté.
Chad bajó la mirada. Se hizo un silencio inquietante en la cocina. Pude oír un ruido en alguna parte, probablemente en la despensa. Un ratón, supuse.
Casi angustiada, repetí la pregunta:
—¡Chad! ¿Dónde está Nobody?
13
—Sí, bueno… —dijo Chad—. Es que ya no podía ser.
Nos sentamos a la mesa de la cocina, justo bajo la lámpara, cuya luz confería a Chad un aspecto cansado y encanecido, y probablemente a mí también. Chad abrió una botella de cerveza y me ofreció un trago, pero yo lo rechacé. Me había tomado muy en serio el propósito de evitar cualquier contacto con el alcohol.
El atardecer había dado paso ya a la noche. El olor a podredumbre en la cocina y la humedad de la casa consiguieron que me sobreviniera la sensación de que estaba a punto de descubrir algo terrible. Tuve un escalofrío. De repente me sentí mal.
—¿Qué significa que ya no podía ser? —insistí.
Chad fijó la mirada en su vaso de cerveza.
—Ya no era el chico que tú recuerdas. De repente creció mucho y pasó a ser demasiado grande para su edad. No sabemos exactamente su edad, pero supongo que debe de tener catorce o quince años. Le falta poco para convertirse en un hombre.
Pensé en aquel chiquillo larguirucho, rubio e infantil. Solo habían pasado tres años y medio desde que lo había visto por última vez, pero era evidente que podía haber cambiado mucho en ese tiempo. Aunque me costaba imaginarlo.
—Sí… ¿y?
Chad levantó la mirada hacia mí.
—Fiona, mentalmente no ha crecido. Tenía la inteligencia de un bebé, y estaba claro que eso ya no cambiaría. Mi madre siempre decía que algún día acabaría por despertar, pero es absurdo. Nobody es un retrasado mental, sin lugar a dudas.
—Pero eso no es nuevo —dije yo.
—Porque lo conociste como a un niño. Entonces estaba limitado, era inofensivo. Pero eso cambió. Fue… —Chad se detuvo de golpe.
—¿Qué? —pregunté. Cada vez estaba más angustiada.
—… fue en marzo de este mismo año —dijo Chad—, cuando una joven se dejó caer por la granja. No la conocíamos, buscaba empleo y los otros granjeros la mandaron aquí. Trabajo teníamos de sobra, pero no podíamos pagarle. En cualquier caso, tuvimos que decirle que no, pero cuando se disponía a marcharse… Nobody salió de la casa. Como ya te he dicho, la mujer era muy joven. Ni siquiera debía de haber cumplido veinte años. Y tenía el pelo largo y rubio, muy bonito.
Intuí lo que iba a contarme.
—¿Y Nobody…?
—Salió corriendo hacia ella y con una sonrisa en el rostro la agarró por el pelo. Además empezó a emitir esos sonidos incomprensibles con los que siempre intentaba comunicarse. La joven parecía muy asustada e intentó apartarse, pero él volvió a cogerla por el pelo. Y luego por los pechos. Baboseándola. Estaba… Era la primera vez que lo veía de ese modo, estaba excitadísimo. Al final, la joven se echó a gritar. Conseguí separar a Nobody de ella y mantenerlo sujeto mientras la muchacha salía corriendo tan rápido como podía. Le pegué una bronca descomunal, pero él no hacía más que sonreír, y apenas lo hube soltado empezó a frotarse frenéticamente la entrepierna con las dos manos. Era repugnante. Él era repugnante.
Tragué saliva.
—Eso… eso suena bastante terrible.
Chad se inclinó hacia delante.
—Y además iba a peor. Tenía la sexualidad de un hombre, pero la inteligencia y la mentalidad de un chiquillo. Quiero decir, que era incapaz de controlar sus instintos. Ni siquiera sabía lo que le ocurría. Era un peligro para cualquier mujer que pudiera cruzarse en su camino. Y papá y yo no podíamos pasarnos el día vigilándolo.
En ese momento creí saber lo que Chad iba a contarme y me relajé un poco. Al fin y al cabo habíamos hablado ya muchas veces acerca de esa posibilidad.
—Lo habéis entregado a un hogar para niños —dije—. Sin lugar a dudas era lo más sensato que podíais hacer.
Chad fijó la mirada de nuevo en el vaso de cerveza.
—Un hogar… Sí, pensamos en meterlo en un hogar para niños. Pero había un problema…
—¿Por qué? —pregunté.
Chad levantó la mirada de nuevo hacia mí y me di cuenta de que empezaba a ponerse furioso, en parte por mi insistencia y en parte porque lo obligaba a contarme toda la historia en lugar de dejarlo en paz y simplemente olvidar a Nobody y su destino.
—¡Dios mío, Fiona, no seas ingenua! No puedes llevarte a un adolescente como Nobody a un hogar para niños y limitarte a decir hola, vive con nosotros desde hace casi seis años pero ya no podemos más, ahora os lo quedáis vosotros. Quiero decir, que enseguida se nos habrían echado encima las autoridades. Es que desde el principio de toda esta historia las cosas no se han hecho bien. A Nobody no deberían haberlo evacuado contigo. Mi madre no debería haber accedido a acogerlo en la granja. Y él no debería haber crecido aquí como si se tratara, por así decirlo, de un secreto de familia.
Me acordé de aquella oscura noche de noviembre de 1940, de la pequeña oficina de correos de Staintondale, al otro lado de los prados. De lo asustados que estábamos todos, acurrucados en el suelo.
—Sin embargo, fueron las acompañantes del transporte las que estuvieron de acuerdo con que Emma lo acogiera —alegué yo—. En ese momento tampoco sabían adónde llevarlo. Tenían que esperar a que las altas instancias les dijeran el lugar y luego ponerse en contacto con nosotros. Si no lo hicieron, no es culpa nuestra.
—Pero mi madre sí debería haberse puesto en contacto con ellos en cuanto se dio cuenta de que se habían olvidado o de que hacían la vista gorda. Ella no tenía ningún derecho sobre Nobody. No era su hijo, ni siquiera estaba bajo su tutela. No era más que el otro niño, que es como mi padre lo llamaba. Tú sí estabas oficialmente con nosotros pero él no, bajo esas circunstancias no debería haber dejado que pasaran los años.
—Ella quería protegerlo. Lo hizo con buena intención.
—Pero después de su muerte, mi padre debería haber hecho algo al respecto. No sé con exactitud qué fue lo que se lo impidió. La desidia con la que se lo toma todo desde entonces, o alguna especie de lealtad hacia mi madre. Lo que fuera. Luego terminó la guerra, yo volví y tampoco hizo nada. Y por algún motivo… a mí tampoco se me ocurrió hacerlo. Supongo que en cierto modo nos habíamos acostumbrado a tenerlo aquí y lo cierto es que no molestaba. Hasta que… sucedió aquello. Entonces vi con claridad que era como una bomba de relojería, que tendríamos serias dificultades en lo sucesivo. Esa joven podría habernos denunciado. Tuvimos mucha suerte de que no lo hiciera.
Me incliné hacia delante.
—¿Dónde está Nobody? —pregunté de nuevo poniendo énfasis en cada palabra. Poco a poco, empecé a temer que lo hubieran ahogado en la bañera o que lo hubieran lanzado al mar.
—Surgió una oportunidad —dijo Chad—. Mi padre quería vender su viejo arado e hizo correr la voz por la comarca. Un granjero de Ravenscar vino a vernos por ese motivo. Entonces fue cuando vio a Nobody, que como de costumbre merodeaba cerca de nosotros.
—¿Y?
—Preguntó quién era. Mi padre le contó el problema por encima. Un niño que vino a parar a la granja después de que lo evacuaran durante la guerra. Que era huérfano y no tenía parientes. Que no sabíamos qué hacer con él… El granjero, Gordon McBright se llama, dijo que necesitaba urgentemente mano de obra. Nosotros se lo advertimos, por supuesto. Le dijimos que no se le podía encargar ninguna tarea porque era incapaz de comprender nada, que daba más trabajo del que hacía. Papá incluso le advirtió acerca de su enorme apetito, que no se correspondía en absoluto con su capacidad para trabajar. Pero ese tal McBright seguía diciendo que Nobody podía servirle, de manera que papá y yo acabamos por aceptar.
La pregunta era inevitable:
—Nobody… no se fue por voluntad propia, ¿verdad?
Chad se puso de pie súbitamente. Aquella parte de la historia parecía sacarlo de quicio más que todo el resto. Me dio la espalda mientras respondía.
—No. No se fue por voluntad propia.
Seguro que intentó resistirse. Que gritó, que forcejeó. La granja de los Beckett era su hogar, probablemente el único lugar en el que se sentía seguro y tal vez incluso protegido. Chad y Arvid lo habían dejado en manos de un completo desconocido para que se lo llevara. Yo conocía bien a Nobody y sus intensos arrebatos emocionales. Chad ni siquiera era capaz de mirarme a los ojos.
Tuvo que ser una escena horrible.
—Pero… —empecé a decir después de tragar saliva.
Chad se volvió hacia mí, esta vez con la cara desfigurada por la rabia.
—¡Maldita sea, no me eches un sermón ahora! —me espetó, a pesar de que yo no había sido capaz de articular más que un temeroso «pero»—. ¡Fuiste tú quien nos metió en este lío! ¡Fuiste tú quien lo trajo! ¡Y luego pasaste varios años lejos de aquí, no tienes ni idea de lo que he llegado a verle hacer a esa criatura tan enorme como anormal! Y a ti nadie te ha pedido cuentas por ello. Entonces eras una niña, pero ahora ya has cumplido diecisiete años. ¡Te ha salido bien! ¡Qué sabrás tú de los disgustos que nos ha traído a mi padre y a mí! Nobody debería haber ido a una escuela especial para niños como él. A un hogar, un asilo. Debería haber sido atendido por especialistas. Y en lugar de eso, ha crecido aquí como si se tratara de una especie de animal salvaje. ¡Nos habrían atormentado y habríamos acabado frente a un tribunal!
De repente, bajó la voz de nuevo.
—Mira a tu alrededor, Fiona —dijo con amargura—. Aquí luchamos por sobrevivir. Mi padre no ha hecho prácticamente nada desde la muerte de mi madre, y yo estaba en el frente. Todo está abandonado y estropeado, y la culpa no es más que nuestra. No quiero tener que vender estas tierras. Trabajo como un esclavo de la mañana a la noche. Lo último que necesito es tener que preocuparme por más problemas. No quiero pasar por una inspección administrativa que acabe obligándome a buscarme un abogado al que ni siquiera podría pagar. Solo por meter a Nobody en un hogar y revelar su existencia. ¿Qué alternativa tenía? ¿Qué se quedara aquí? ¿Hasta que terminara violando a alguna mujer? ¿Hasta que terminara matando a golpes a alguien solo para conseguir quitarle algo? ¿Qué podría contarle a la policía? Fiona, es muy fácil criticar las cosas desde fuera, pero ¿qué habrías hecho tú en mi lugar?
Me puse de pie y me acerqué a él. Quería demostrarle que lo comprendía, que no estaba contra él. ¡Todavía lo amaba!
—Lo siento —dije—, no quería que tuvieras la impresión de que te estaba acusando. ¡Cómo podría hacerlo! Estoy segura de que no te resultó nada fácil tomar esa decisión.
Chad negó con la cabeza.
—No. No lo fue.
Nos quedamos de pie, uno delante del otro. Chad estaba temblando.
Quería preguntarle algo, sin embargo temía que mi pregunta pudiera provocarle otro arrebato de ira, puesto que el primero lo había provocado un simple «pero». Aun así, me atreví.
—Pero… ¿por qué se metió en esto ese tal Gordon McBright? También él podría llegar a tener problemas si Nobody cometiera un disparate.
Chad se encogió de hombros.
—Ya se lo advertimos. Con todo, dijo que para él eso no suponía ningún quebradero de cabeza.
—No puede tenerlo siempre encerrado. O atado.
Chad volvió a encogerse de hombros, pero se mordía los labios al mismo tiempo. De repente tuve la impresión de que en aquello consistían precisamente los temores que más lo atormentaban y sobre los que no quería hablar: en la posibilidad de que fuera eso lo que Gordon McBright pensaba hacer con Nobody, encerrarlo o atarlo cuando no lo necesitara para trabajar. Que pudiera tratarlo como a un esclavo.
—¿Cómo… es ese Gordon McBright? —pregunté con los nervios de punta.
—En el fondo no lo conozco de nada —replicó Chad mientras miraba a través de la ventana la oscuridad de la noche.
—Pero lo has visto.
Estaba clarísimo que Chad no estaba dispuesto a responder a esa pregunta.
—Da igual.
—¿Dónde vive?
—En los alrededores de Ravenscar. Por las afueras. En una granja solitaria.
Ravenscar no caía muy lejos de Staintondale, solo había que seguir la costa en dirección a Whitby.
—Podría ir a visitarlo —sugerí—. A Nobody, quiero decir. Así conocería a McBright.
—¡No lo hagas! Nobody se volvería loco si te viera. Y McBright…
—¿Sí?
—Azuzaría a los perros contra ti o te dispararía con la escopeta. Reaccionaría muy violentamente si alguien se acercara a su granja. No se entiende con el resto de la gente. Dudo que te dejara aproximarte a menos de doscientos metros de su propiedad.
—¿Cómo lo sabes?
—Pregunté acerca de él a un par de personas de Ravenscar —murmuró Chad, disgustado.
¿Cómo habían podido, tanto él como Arvid, dejar a Nobody en manos de un individuo como aquel?
No me atreví a preguntarlo en voz alta porque temía que Chad montara en cólera de nuevo. Para él era como si lo estuviera poniendo entre la espada y la pared, se sentía obligado a justificarse y al intentarlo se veía claramente atormentado por los remordimientos de conciencia al pensar en lo que habría sido de Nobody. Yo compartía ese sentimiento; sí, me resultaba imposible ocultar el horror que me producía aquello. Nunca había sentido un afecto especial por Nobody, no había sido más que una carga para mí, pero había formado parte de mi vida en la granja de los Beckett y con la madurez de los diecisiete años que tenía entonces comprendía mejor la responsabilidad que también yo tenía sobre aquel chico desamparado.
Me propuse ir a verlo como fuera a su nuevo hogar. A pesar del miedo que habían despertado en mí las advertencias de Chad, me convencí de que no era posible que Gordon McBright disparara a los inofensivos excursionistas que llegaban hasta su granja, que de haberlo hecho ya estaría en la cárcel.
—Estoy cansado —dijo Chad— y mañana tengo que levantarme muy temprano. Creo que me voy a dormir.
Esperaba que me pidiera que lo acompañara hasta su habitación. Creí que pasaríamos la noche abrazados, pero no dijo nada más y se limitó a abandonar la cocina. Poco después oí sus pasos mientras subía por la escalera.
Bebí un poco de agua, apagué la luz y fui también al piso de arriba. En mi antigua habitación no había cambiado nada, a juzgar por la gruesa capa de polvo que cubría todos los muebles. La ropa de cama era la misma que había utilizado durante mi última estancia en 1943, era evidente que desde entonces nadie la había cambiado ni lavado porque olía a moho. Abrí enseguida la ventana para dejar entrar el aire fresco de la noche, me llevé las manos a la cara y noté que estaba ardiendo.
Todo aquello había sido demasiado. Primero las horas de ensueño en la playa y luego el súbito cambio de humor de Chad en cuanto habíamos empezado a hablar de Nobody. Desde entonces se había abierto una dolorosa brecha entre nosotros, tan dolorosa como la decadencia en la que había caído la granja de los Beckett, donde reinaban la suciedad y el abandono.
Y me di cuenta de algo más: Chad me había decepcionado, y eso fue lo que más me dolió. Yo siempre se lo había perdonado todo: el desprecio con el que me había tratado al principio, el hecho de que no me hubiera informado acerca de la muerte de su madre y de su incorporación al frente, que apenas hubiera respondido a alguna de mis cartas, que me hubiera dejado en la incertidumbre sobre si había sobrevivido a la guerra o no. Todas esas cosas no me ofendieron. Ya le conocía, sabía que a Chad no le gustaba comunicarse y que nunca le gustaría. Pero yo podía vivir con ello. Sin embargo, la manera como se había desembarazado de Nobody me horrorizó, a pesar de que esa misma noche no fui capaz de reconocer la magnitud de ese horror. Se había confundido con lo que sentíamos el uno por el otro, aunque siguió actuando lentamente. Chad había expuesto sus motivos y yo los había comprendido. Pude hacerme cargo de ello. De todos modos no me parecieron suficientes para haberse portado de aquel modo con Nobody.
Me consolé pensando que tal vez todo me parecía peor de lo que en realidad era. Pero también cabía la posibilidad de que al final todo resultara siendo peor aún de lo que había imaginado.
Esa noche no pude dormir. No hacía más que darle vueltas. Estaba triste.
14
Al día siguiente me puse en camino hacia Ravenscar muy pronto. Retrasé voluntariamente la hora de levantarme mientras oía que Chad merodeaba por la cocina muy temprano. No quería que me preguntara qué tenía previsto hacer ese día porque me habría visto obligada a mentirle. De manera que me quedé en la cama un rato más, a pesar de lo desvelada y lo nerviosa que estaba, y no me levanté hasta que dejé de oír ruido en la casa.
En efecto, Chad ya se había marchado. Además se había llevado el jeep que siempre aparcaba en el patio, lo que me hizo pensar que debía de haberse alejado un buen trecho de la granja y que no regresaría pronto. A Arvid no lo vi por ninguna parte. A buen seguro todavía dormía.
No me entretuve desayunando, lo que hice fue bajar sin perder un segundo al cobertizo en el que Emma solía guardar su bicicleta, que seguía apoyada en la pared como siempre. Incluso tenía la cesta en la que la madre de Chad llevaba la compra, sujeta tras el sillín.
Los ojos se me humedecieron. De repente eché mucho de menos a Emma.
Los neumáticos estaban medio deshinchados, pero tenía la esperanza de que me permitirían ir y volver de Ravenscar. No encontré ninguna bomba de aire por ninguna parte y tampoco quería perder el tiempo buscando una. Al final temía que Chad pudiera aparecer en cualquier momento.
El día estaba nublado, por la noche se había levantado viento del norte y el aire era frío y seco. Perfecto para una excursión en bicicleta. Los caminos vecinales resultaron un poco arduos para mí, pero en cuanto llegué a la estrecha carretera empecé a avanzar más ágilmente. Mi madre me había metido chocolate en la mochila y yo ni siquiera lo había tocado. Me lo llevé en la cesta para dárselo a Nobody. Se alegraría de verme y yo le prometería que iría a visitarlo a menudo y que siempre le llevaría algo bueno. Eso lo alegraría si lo encontraba deprimido, aunque quizá me toparía con un joven de lo más contento.
Con la luz del día recuperé la esperanza. Si bien por la noche no había podido imaginar el destino de Nobody más que de un modo sombrío, por la mañana la situación dejó de parecerme tan crítica. Al final igual resultaba que a Nobody le iba aún mejor con Gordon McBright que con Arvid, quien al parecer lo tenía cada vez más desatendido, y con Chad, que no disponía ni de un solo segundo del día para dedicarle. En la granja de McBright al menos estaría ocupado, y aunque Gordon fuera un tipo tosco como la mayoría de los granjeros del norte, eso no significaba que lo tratara de forma inhumana o cruel necesariamente.
Ravenscar consta solo de un bonito y reducido grupo de casas en lo alto de un cerro que ha crecido poco desde aquellos tiempos y que goza de unas vistas espectaculares sobre la siguiente cala y sobre una gran extensión de tierras de pastos y de colinas. De vez en cuando se veía alguna granja en medio de aquellas extensiones verdes. Yo no tenía ni idea de cuál era la de McBright, pero estaba decidida a encontrarla a fuerza de preguntar.
Alguien sabría decirme cómo llegar.
—¿McBright? —repitió la mujer que atendía el mostrador de una pequeña verdulería al borde de la calle y que vendía lechugas y judías verdes de su propio huerto—. ¿Qué quiere de ese hombre?
—Me gustaría visitar a alguien —respondí, fiel a la verdad.
La señora me miró como si yo hubiera perdido el juicio.
—¿Dice que quiere visitar a Gordon McBright? Dios mío, no se lo aconsejo para nada. Ese tipo está… —Se dio golpecitos con un dedo en la frente.
Esa respuesta no me pareció en absoluto alentadora, pero de todos modos conseguí que me describiera el camino para llegar a la granja. Me perdí de nuevo y me vi obligada a preguntar otra vez en otra granja. También allí obtuve una respuesta parecida; el hombre me escudriñó mientras negaba con la cabeza.
—Ya son ganas —dijo el granjero mientras me miraba, asombrado.
—Solo quiero visitar a un viejo amigo —murmuré antes de darme la vuelta y subir de nuevo a la bici.
Por dentro tenía la esperanza de que alguien mencionaría a Nobody. Al fin y al cabo, hacía casi medio año que vivía con McBright, por lo que alguien debía de haberse enterado de su existencia. Habría sentido un gran alivio si al anunciar que quería «visitar a un viejo amigo», alguien hubiera replicado: «¡Ah, sin duda debe ser ese joven tan simpático que vive en la granja de Gordon! Es un poco memo, el chaval, pero no le va mal. Ayuda mucho en la granja. ¡Para Gordon ya es casi como un hijo!».
¡Qué ingenua había sido al esperar una respuesta como esa! ¡Cuánto me había engañado a mí misma para sobrellevarlo mejor! Nobody no era «un poco memo». Era completamente memo, a tal punto que no podías encargarle ningún tipo de trabajo, ni siquiera los que solo requerían fuerza física. En esencia porque para ello era necesario que comprendiera algo, que al menos entendiera lo que tenía que hacer, lo que se le pedía. Y yo ya sabía que no habría otra manera de ponerlo a trabajar que mediante la violencia física, el único modo de vencer la resistencia que oponía su cerebro enajenado. Pero, como es natural, eso no quería ni imaginármelo.
Y encima… «¿Qué fuera como un hijo para Gordon?» A juzgar por las reacciones de los habitantes de Ravenscar, ese tal Gordon McBright era el diablo en persona. Nadie mantenía contacto con él, nadie parecía comprender que yo quisiera ir a verle.
¿Y se suponía que Nobody podría haberle ablandado el corazón?
Me entraron ganas de echarme atrás. Tenía miedo de Gordon McBright, pero también de las condiciones en las que encontraría a Nobody. ¿Qué sucedería si salía de allí convencida de que tenía que acudir a la policía? Yo amaba a Chad, quería casarme con él. Si me decidía por salvar a Nobody, nuestro amor no superaría esa decisión. Chad jamás me perdonaría que lo metiera en problemas relacionados con aquel asunto. Lo había visto muy agotado, atribulado. Luchaba por mantener la propiedad de sus padres y era evidente que se sentía con el agua hasta el cuello.
«Lo último que necesito son más problemas», me había dicho la noche anterior en la mugrienta cocina de la granja, y me había parecido verlo realmente desesperado.
¿Era necesario procurar a Chad esos problemas que tanto temía?
No obstante, seguí adelante, pedaleando con todas mis fuerzas sobre aquella bicicleta vieja, cada vez con menos aire en los neumáticos, por lo que se me hacía más y más difícil avanzar. Intentaba utilizar el esfuerzo físico para mitigar los tortuosos pensamientos que me venían a la cabeza. Por primera vez en mi vida me enfrentaba a una cuestión de conciencia seria de verdad. De repente deseé no haber vuelto a Yorkshire.
Vi la granja desde lejos. Estaba algo apartada de Ravenscar y bastante alejada del mar, más bien hacia el interior. Los edificios se encontraban sobre un pequeño cerro, por encima de unas arboledas. Por los alrededores no se veía ninguna construcción más. En ese lugar reinaban la soledad y el aislamiento.
El día no era soleado. Solo de vez en cuando asomaba un fragmento de cielo azul entre las nubes. Pero a pesar de todo, era un claro día de agosto, un precioso día. El viento mecía la hierba alta y barría los muros de piedra. Olía a mar y a verano. Ese lugar tan inhóspito habría podido parecerme bonito, tenía algo de salvaje y de genuinamente romántico, pero la impresión que me llevé no fue esa. La finca parecía tenebrosa y sombría, aunque no habría sabido decir por qué. Incluso desde lejos; parecía abandonada y, a pesar de que no estaba tan descuidada como la granja de los Beckett, la atmósfera que allí se respiraba era fría e irradiaba cierto horror que me produjo escalofríos. ¿O es que llegué condicionada por todo lo que la gente me había dicho acerca del lugar?
Titubeando, decidí acercarme un poco. El camino que llevaba hasta la granja era pedregoso y estaba invadido por los cardos, y cada vez me costaba más mantener el equilibrio. Finalmente, mientras subía a la colina, tuve que bajarme de la bicicleta y empujarla. Me detuve varias veces. Tenía calor, notaba que tenía el cuerpo cubierto de sudor.
Llegué sin contratiempos hasta la puerta que daba acceso a la granja. Los establos y los cobertizos estaban dispuestos en un semicírculo respecto a la casa, de manera que formaban una especie de muralla que rodeaba la granja como si de una fortaleza se tratara. Los cardos y las ortigas crecían entre las herramientas oxidadas que estaban esparcidas por todas partes. Había un coche aparcado justo delante de la puerta de la casa. Era evidente que era lo único que se movía de vez en cuando allí, porque no estaba rodeado de malas hierbas.
Todo eso pude verlo porque me puse de puntillas para poder espiar por encima de la puerta de madera. Había dejado caer la bicicleta sobre la hierba. Oía cómo el corazón me latía velozmente y con fuerza. Aparte de eso, no oí nada.
No puedo decir que hubiera ocurrido nada.
Nada dramático o terrible, al menos. No vino a mi encuentro ningún perro mostrándome los dientes, como tampoco apareció Gordon McBright escopeta en mano. Nadie me insultó ni intento ahuyentarme. Mientras miraba por encima de la puerta, no sucedió nada de nada.
Y sin embargo, por algún motivo difícil de describir, ese nada de nada fue peor que ver a un McBright furioso. De haber aparecido en persona, habría podido enfrentarme a él, podría haberme hecho una idea de cómo era para, llegado el caso, plantarle cara. Pero de ese modo no era más que un fantasma.
Y lo que aún era más inquietante: presentí que estaba allí. Podía notar que había gente en aquella granja tan desolada y dejada de la mano de Dios. Y tenía un indicio para pensar de ese modo: las roderas del coche, que cruzaban el patio y trazaban un recorrido marcado por la hierba aplastada, que todavía no había tenido tiempo de enderezarse de nuevo. Supuse que ese coche llevaba como máximo una hora aparcado allí. ¿Y adónde podría haberse ido alguien sin coche desde aquel lugar?
Sin embargo, aun sin aquella evidencia lo habría sabido: no estaba sola. Notaba las miradas tras los cristales de las ventanas. Sentía que el silencio que allí reinaba no era el silencio del abandono. Sino el del horror, el del terror. El silencio del mal. Incluso la naturaleza parecía contener el aliento.
Años atrás, había leído en un libro una expresión: «Un lugar dejado de la mano de Dios».
En ese momento comprendí lo que el autor había querido decir.
Y rodeada de ese funesto y terrible silencio, oí los gritos de Nobody. No los percibí con los oídos, puesto que todo estaba en silencio. Pero llegaron hasta mí por el resto de mis sentidos, lo juro. Oí cómo gritaba pidiendo ayuda. Oí que me llamaba a mí. Oí su desesperación y su miedo a morir. Eran los gritos de un niño abandonado, atormentado, gritos llenos de dolor.
Recogí la bicicleta, salté sobre el sillín y huí tan rápido como pude, colina abajo. Estuve a punto de caerme un par de veces, puesto que ya prácticamente rodaba sobre las llantas. Quería alejarme de aquel lugar, de los gritos que parecían seguirme. En ese momento me di cuenta de que Nobody había ido a parar a un infierno. Fuera lo que fuese lo que debía de estar sufriendo en aquella granja, tenía que ser un tormento casi mortal. Estaba desamparado; si Gordon McBright llegaba a matarlo, nadie se daría cuenta. Podía enterrar el cadáver en un campo y nadie lo encontraría jamás. De un modo terrible, el nombre con el que Chad y yo lo habíamos bautizado con tanta frivolidad y tanto desprecio cobraba más sentido que nunca: Nobody. Ese chico no existía. Una concatenación de circunstancias adversas durante los confusos años que duró la guerra había borrado su rastro administrativo. Se había convertido en nadie. Estaba absolutamente desprotegido, y debido a su retraso mental tampoco era capaz de protegerse a sí mismo. Lo que pudiera pasarle dependería de con quién estuviera.
Éramos tres personas las que sabíamos de su existencia y de su destino: Chad, Arvid y yo. Los tres teníamos la obligación de hacer algo para ayudarlo.
Pero no lo hicimos. Teníamos nuestros motivos para no hacerlo, sobre todo el miedo. Ahora reconozco que eso no era excusa. Lo que hicimos, o mejor dicho lo que no hicimos, es imperdonable.
Yo he pagado por ello. Sobre todo con una imagen que sigue atormentándome a pesar de los años y las décadas que han pasado desde entonces, de día y de noche: aquella última imagen que me quedó de Brian Somerville. La de un niño tiritando entre la nieve de febrero en la puerta de la granja de los Beckett, mirándome con ganas de llorar porque me alejaba de él, pero que entre lágrimas intentaba sonreír porque creía que volvería a buscarlo.
Que intentaba sonreír porque confiaba en mí.