1
Leslie paseaba por el puerto hecha una furia, alterada, cabizbaja, con los brazos cruzados para protegerse de la humedad que le estaba calando los huesos a través del fino impermeable que no alcanzaba a protegerla lo suficiente. Era temprano por la mañana y la niebla se extendía por la bahía, el tiempo no había mejorado desde el día anterior. Parecía como si las gaviotas surgieran de la nada y desaparecieran del mismo modo. De vez en cuando sonaban las sirenas de niebla de los barcos por un agua que era imposible divisar. A pesar de ser un día laborable cualquiera, todavía no había mucha gente por la calle. O por lo menos la niebla no le permitía ver más que a unas pocas personas.
Había salido a pasear con la intención de aclararse las ideas a primera hora de la mañana después de haber pasado la noche en vela dando vueltas en la cama. En la cama de Fiona, de hecho. Le había cedido la habitación de invitados a Stephen.
Stephen.
Habían comido juntos, habían bebido vino, sin mencionar de nuevo las llamadas anónimas en un acuerdo tácito. Después Stephen había recogido la cocina mientras Leslie se instalaba en el salón para leer los correos electrónicos que habían intercambiado su abuela y Chad. En una atmósfera tranquila e íntima. Estaba bien eso de no estar sola en casa. Ya ni siquiera recordaba aquella sensación.
Sin duda aquella lectura la acercaba más a Fiona. Se enteró de detalles que no conocía de antemano, empezó a comprender rasgos y peculiaridades de la difunta. Por encima de todo, sin embargo, había tenido una sensación de amenaza, de que la desgracia se había cernido sobre su abuela de forma lenta y previsible. Fiona había escrito acerca de un sentimiento de culpa. Leslie seguía sin tener muy claro adónde iba a parar todo aquello, pero había empezado a inquietarse y a preocuparse cada vez más, a alimentar un presentimiento nefasto sin saber de qué se trataba. A buen seguro se habría pasado la noche entera leyendo si Stephen no hubiera entrado en la habitación, nervioso, con las mejillas levemente enrojecidas.
—He de hablar contigo, Leslie. ¿Tienes un momento?
Ella levantó los ojos de la lectura.
—¿Qué ocurre?
—Quería decirte algo… hace ya tiempo… Pero hasta ahora no me has dado la oportunidad de explicarme con calma…
A Leslie se le erizó de repente el vello de los brazos. ¡No quiero saberlo!, pensó.
—¿Sí? ¿De qué se trata? —respondió a pesar de todo.
Stephen se sentó. Dudó un momento antes de decidir cuál era la mejor manera de empezar.
—Hace tiempo, justo después de que nos separáramos —dijo al cabo—, cuando decidiste que yo tenía que marcharme de casa… empecé una terapia. Duró aproximadamente un año.
—¿Una terapia?
—La terapeuta está especializada sobre todo en problemas conyugales. Quería… quería saber por qué ha sucedido todo esto.
Leslie se dio cuenta de que la boca se le había secado en cuestión de un segundo. Le pasaba siempre que recordaba aquella noche. ¿Por qué no lo superaba de una vez? ¿Por qué seguía sin saber cómo pasar página?
—¿Y bien? —preguntó ella.
—¿Sabes cuál fue la primera pregunta que me hizo? Me preguntó: «¿Qué le faltaba a su matrimonio, doctor Cramer?». Y yo le respondí al instante que no le faltaba nada.
Leslie pasó la mano por encima de los papeles que tenía sobre el regazo, un gesto que no sirvió tanto para alisarlos como para apaciguar sus nervios. De repente se sentía víctima de una emboscada. Se había sentado en el salón a leer, estaba inmersa en otro mundo, en otra época. Se había acercado a Fiona y con ello se había acercado a las raíces de su propia historia y de la de su madre. Durante una o dos horas no había existido la realidad. Y justo entonces había aparecido Stephen y la había enfrentado sin previo aviso a una de las situaciones más traumáticas de su vida hasta entonces.
Debería haberme limitado a echarlo de aquí, se dijo Leslie. Debería haberme negado a hablar con él. ¿Por qué tengo que tragarme la mierda que ha ido acumulando él a lo largo de centenares de horas de terapia?
De algún modo, Leslie había intuido de inmediato cómo terminaría la conversación. Lo había mirado con aparente frialdad, aunque temblando por dentro.
—Y entonces, después de mucho hablar, tu terapeuta y tú os disteis cuenta de que sí le faltaba algo, ¿no?
—Eso era lo que tú siempre decías. Incluso cuando había intentado dejarte claro que en realidad solo… solo había sido un error, un experimento, una combinación de imprudencia y exceso de alcohol, tú insistías en afirmar que tenía que haber algo más, que tenía que haber algo de insatisfacción por mi parte, que de lo contrario no habría ocurrido algo así de sopetón. Y todo eso.
—Mira, Stephen, yo…
—Y yo solo necesitaba que supieras que tenías razón —la interrumpió enseguida—. Era eso. Quiero decir, que hubo un motivo por el que pasó lo que pasó.
No deseo saber el motivo. No deseo saberlo.
¿Por qué se había limitado a pensarlo sin llegar a decirlo? ¿Por qué no había llegado a salir de sus labios? ¿Por qué no lo había articulado?
Porque todavía no había resuelto la conmoción que le había producido en su momento, pensó Leslie entonces mientras caminaba a través de la densa niebla, porque todavía no se había recompuesto.
—Creo que siempre te he notado muy fría y no he querido aceptarlo. Que me sentía inferior porque te quería más que tú a mí. Siempre tenía miedo de que me dejaras por un hombre mejor, más interesante, más excitante. Yo…
Finalmente, Leslie se vio capaz de decir algo.
—Y así pudiste adelantarte, ¿no? Así hiciste algo que provocara nuestra separación, una especie de huida hacia delante, ¿no?
El tono gélido de la voz de ella lo sobresaltó.
—Solo buscaba una especie de confirmación. Esa mujer… podría haber sido cualquier otra. Me aduló. Consiguió que me sintiera alguien especial, deseable. Fue una sensación… agradable.
—¿Follártela, quieres decir?
—Sentir que me deseaba.
Leslie se puso de pie y se sorprendió al comprobar que le fallaban un poco las piernas.
—¿Qué es esto, Stephen? ¿Qué quieres decirme ahora? ¿Que no he sabido idolatrarte lo suficiente? ¿Que no he sabido darme cuenta de que eres un semidiós? ¿Que no he sabido expresar cada día como el primero lo mucho que me impresionas siempre con tu masculinidad y tu saber estar?
—Claro que no. Solo quería…
—Me lo acabas de decir sin tapujos. Entraste en un bar, una jovenzuela quedó fascinada contigo y eso te hizo sentir tan bien después de tantos años soportando a tu esposa, que por otra parte te había sumido en ese sentimiento de inferioridad, que te viste de inmediato inmerso en un flirteo, te llevaste a la chica a casa y te la tiraste aprovechando que la parienta estaba de viaje. Luego tuviste remordimientos de conciencia, pero debiste de librarte de ellos después de que una terapeuta sabihonda te contara de forma convincente que, al fin y al cabo, tu esposa también tenía parte de culpa en el asunto. Fría. Inaccesible. ¡Una trepa! ¡Sí, no debería extrañarle que la hayan engañado!
—Lo estás malinterpretando todo —había dicho Stephen, y Leslie notó que él se había arrepentido enseguida de haber sacado el tema.
¿Por qué la había alterado tanto aquel asunto? Leslie no había podido seguir leyendo. Se había preparado un té para tranquilizarse un poco, pero no había conseguido sino un breve y ligero sueño hasta primera hora de la mañana, cuando ya no había podido dormir más. Y en ese momento se encontraba paseando entre la niebla porque ya no soportaba estar dentro de casa.
Pasó por delante de la caseta de ladrillo rojo con el tejado azul en la que se guardaba el bote salvavidas que se utilizaba cuando alguien se encontraba en situación de emergencia en el mar. Había varios pequeños comercios en los que se vendían bocadillos y bebidas, pero era demasiado temprano para que estuvieran abiertos. Vio los barcos pesqueros, los grandes rótulos en los que ofrecían salidas y excursiones destinadas a la pesca, el faro blanco a la salida del puerto. El Lunapark, un parque de atracciones con noria, columpios y casetas, seguía durmiendo en silencio entre la niebla, como si sus luces no hubieran centelleado nunca y no hubieran sonado jamás ni la música ni los gritos y las risas de la gente. Todo estaba en silencio, en un silencio desolador. Llegó al puerto y pasó por las altas pasarelas de madera que lo cruzaban formando una especie de red. Por debajo de ella, los barcos cabeceaban lentamente, no tardarían en reposar sobre el lodo en cuanto hubiera bajado del todo la marea.
Se detuvo. De no haber sido tan densa la niebla, desde ese lugar podría haber visto la casa en la que había vivido su abuela. De hecho, podía verse prácticamente desde cualquier punto de la bahía sur. El gran edificio, de un blanco resplandeciente, se alzaba en lo alto del South Cliff.
Stephen estaba en esa casa en ese preciso momento. Leslie supuso que seguiría durmiendo.
Lo imaginó frente a ella, se imaginó con él, pensó en los años que habían pasado juntos. Era cierto, ella era la ambiciosa, la que sabía lo que quería. Había sido ella quien había obtenido las mejores notas durante la carrera. La primera en doctorarse. Se había especializado antes que él. A menudo asistía a cursos de perfeccionamiento, mientras que Stephen se conformaba con lo que ya había conseguido y se había limitado a seguir con el ritmo diario.
Era significativo que hubiera sido precisamente uno de esos cursos de perfeccionamiento lo que le había dado la oportunidad a Stephen de echar una cana al aire.
¿Seguía siendo un problema, incluso en la actualidad, en el siglo veintiuno? ¿Todavía eran incapaces los hombres —hombres formados, inteligentes— de soportar a su lado a una mujer con más éxito que ellos?
Y lo que más la traía de cabeza: ¿de dónde había salido ese reproche de que ella fuera fría? ¿Había sido cosa de Stephen, se había convencido de ello para poder cerrar los ojos ante el hecho de que no hubiera podido estar a la altura del éxito profesional de ella, de todo lo que ella ambicionaba? ¿O lo era realmente? ¿Era fría?
Más que nunca durante la última noche se había dado cuenta de que había congelado la infancia y la adolescencia que había pasado junto a Fiona. Esta había tenido muchas y muy buenas cualidades, pero también era innegable que el cariño y la sensibilidad no se encontraban entre ellas. Respecto a eso, siempre había sentido a su lado una necesidad, un hambre constante que no había manera de calmar. La pequeña Leslie había tenido que soportar más de lo que había creído. Pero ¿hasta qué punto la había marcado aquello? ¿Hasta qué punto era incapaz de procurar afecto, cariño y ternura?
—No lo sé —dijo en voz alta—. ¡Es que no lo sé!
—¿Qué es lo que no sabe? —preguntó una voz detrás de ella, hacia la que Leslie se volvió de inmediato.
Dave Tanner apareció entre la niebla, como surgido de la nada, vestido con una chaqueta de lluvia negra con la capucha puesta. Parecía helado.
—Disculpe —dijo—, no pretendía asustarla. La he visto desde el otro lado del muelle y he pensado… —Dejó la frase inacabada, sin revelar lo que había pensado.
—Ah, es usted —dijo Leslie, e intentó librarse de aquellas cavilaciones que tanto la atormentaban—. No creía que hubiera nadie más aparte de mí paseando por aquí tan temprano y con este tiempo tan horrible.
—A veces uno simplemente siente la necesidad de salir —dijo él con una sonrisa—. Da igual el tiempo que haga.
Tal vez Dave huía de algo, tal vez de la desolación de su cuarto. ¿Qué debía de sentirse en una habitación como aquella cuando fuera reinaba una densa niebla y no había nada que hacer, cuando no se tenía la compañía de nadie, ni ningún tipo de perspectiva? En esos casos, Leslie solía derrumbarse.
—¿Por casualidad no habrá estado con Gwen? Colin y Jennifer no la encontraban ayer.
Dave asintió.
—Ha estado conmigo, sí. Durante todo el día de ayer. Y toda la noche, por primera vez.
—¿Todavía no se había quedado a dormir con usted? —preguntó Leslie, sorprendida.
Pensó en el par de medias negras que había visto en la habitación de Dave. Tal vez su amiga se las había dejado allí en una visita diurna tras la que Gwen, siempre tan escrupulosa, habría querido pasar la noche en la granja. Ya iba siendo hora de que cambiara su vida, realmente ya iba siendo hora.
—No —dijo Dave—. Hasta esta noche, no.
Parecía infeliz. Deprimido. Preocupado.
Leslie cayó en la cuenta de lo que ocurría. ¡Está huyendo de ella! Por esa razón, se dijo, está paseando por aquí tan temprano.
—¿Y usted? —le preguntó Dave, como si hubiera podido leerle la mente—. ¿Qué hace paseando por el puerto a estas horas?
—Mi ex marido. He vuelto a tener una discusión con él. —Al ver la mirada de desconcierto de Dave, Leslie añadió—: Se ha presentado de repente. Quería ayudarme a sobrellevar la muerte de mi abuela. La intención era buena, pero nosotros dos debajo de un mismo techo… es que simplemente no funciona.
Dave no dijo nada, pero Leslie tuvo la impresión de que la comprendía.
—¿Ha desayunado ya? —preguntó él de pronto.
Al ver que Leslie negaba con la cabeza, la agarró por el brazo sin más ni más y tiró de ella para instarla a acompañarlo.
—Vamos. No sé si le apetece, pero estoy empapado… Estoy helado. Necesito con urgencia un café bien cargado.
Ella lo siguió, agradecida y aliviada.
2
—¡Bingo! —dijo Valerie—. ¡Lo sabía!
Colgó el auricular El sargento Reek la había interrumpido durante el desayuno, algo que a ella no solía gustarle en absoluto, puesto que en cierto modo era la única comida que conseguía tomar tranquilamente en todo el día: pan tostado, un huevo frito, café y las noticias de la radio. Durante el resto de la jornada pasaba con un simple bocadillo entre horas que, por lo general, sabía más a plástico que a jamón o a queso, mientras que por la noche llegaba tan cansada a casa que ya no le quedaban ganas ni fuerzas para prepararse nada.
Pero Reek le había comunicado algo importante que le había subido el ánimo de repente.
Después de contarle que había verificado las declaraciones de Leslie Cramer, quien, en efecto, en el momento de los hechos había estado en el Jolly Sailors, y de añadir que el dueño todavía estaba sorprendido de ver que una mujer que hubiera bebido tanto whisky pudiera seguir andando erguida, el sargento pasó a las verdaderas novedades.
—Amy Mills no se sacó el graduado en la escuela en la que impartía clases Jennifer Brankley —le había dicho—, pero de los doce a los catorce años pasó por otra escuela, ¡a ver si adivina cuál fue!
Valerie tragó apresuradamente el trozo de tostada antes de responder.
—¿La escuela de Jennifer Brankley?
—Exacto. Un colega ha estado investigando el lugar por mí y acaba de mandarme un correo electrónico.
Valerie se dio cuenta de que Reek se sentaba frente al ordenador desde muy temprano por la mañana.
—En cualquier caso —prosiguió Reek—, la señora Brankley nunca llegó a dar clases a Amy Mills. En este sentido puede que no nos haya mentido, ya que alegó no conocer el nombre de la chica. Es una escuela grande. No podía conocer a todos los alumnos.
—No obstante, cabe la posibilidad de que tuvieran algún tipo de contacto. Mediante una sustitución, por ejemplo. ¿Brankley era ya entonces una profesora de confianza? Amy Mills podría haber acudido a ella para solucionar algún problema.
—Eso no lo sé —tuvo que admitir Reek.
—Averígüelo. De todos modos, buen trabajo, Reek. Gracias.
Después de la conversación estaba demasiado agitada para seguir desayunando. Mientras metía los platos en el lavavajillas, intentó tranquilizarse un poco. Era consciente de que tenía tendencia a actuar demasiado atropelladamente cuando las cosas no marchaban con la agilidad deseada, y el caso Amy Mills llevaba demasiado tiempo en dique seco. Se sentía presionada porque sabía que sus superiores observaban su trabajo con ojo crítico, que esperaban algún tipo de progreso, en especial tras el asesinato de Fiona Barnes. Nadie se lo había dicho, pero notaba que se acercaba a un punto decisivo de su carrera profesional, uno que probablemente podría abrirle nuevas perspectivas. Tenía fama de ser una agente con talento, inteligente, pero también nerviosa. Eso era lo que provocaba que ella percibiese aquella situación como un estancamiento. Su ascenso quedaba en suspenso porque cabía la duda de si su sistema nervioso estaba en verdad preparado para asumir un nivel de estrés más elevado.
Tenía que solucionar los casos Mills y Barnes, que con toda probabilidad eran un mismo caso, tan rápido como fuera posible. Pero para ello tenía que conservar la calma y no precipitarse en ningún momento. No podía dar por sentado que los hechos de ambos homicidios pudieran imputarse al mismo autor, por muchos indicios que tuviera al respecto; pero tampoco podía perderse entre el resto de las posibilidades, entre las que estaba la implicación de Jennifer Brankley, solo porque esta hubiera perdido su empleo, estuviera psicológicamente tocada y pareciera amargada.
Y no solo era eso, pensaba Valerie; también estaba el hecho de que Jennifer Brankley conociera a ambas víctimas. A Fiona Barnes, desde luego. Y en el caso de Amy Mills, había muchas probabilidades de que también la hubiera conocido. Si acababa por confirmarse, tendría que preguntarse por qué la ex profesora había negado haber oído siquiera su nombre alguna vez antes de que estuviera en boca de todo el mundo, al menos en la zona de Scarborough.
Valerie decidió que a mediodía iría a la granja de los Beckett.
Quería confrontar a Jennifer Brankley con sus últimas averiguaciones para poder observar su reacción.
La conversación que había tenido el día anterior con Paula Foster no había revelado nada significativo, o mejor dicho solamente le había permitido llegar a la conclusión de que la joven no estaba en la lista de víctimas potenciales y que podía sentirse segura casi al cien por cien. No había nada que indicara que Foster pudiera estar en el punto de mira de un asesino, a menos que se tratara de alguien con una fijación por las mujeres jóvenes en general, pero en ese caso Foster tendría las mismas posibilidades de convertirse en una víctima que miles de chicas más. Paula Foster no conocía a Dave Tanner ni a Jennifer Brankley. No hacía mucho que trabajaba en la granja, y tenía tanto trabajo de la mañana a la noche que no le quedaba tiempo para conocer a gente de la zona. A finales de año volvería a Devon. Había encontrado el cadáver de una anciana en un barranco y parecía como si esa fuera la única vivencia destacable que podría llevarse en el futuro de su estancia en Yorkshire.
Valerie se lavó los dientes, se pintó un poco los labios, cogió el bolso y salió de casa. Fuera había niebla, nada más que niebla. Sin embargo, estaba de buen humor. Tenía la sensación de haber encontrado finalmente el cabo de un enorme ovillo enredado. Esa circunstancia no parecía resolver todavía el enredo del ovillo, pero la inspectora albergaba la esperanza de que en algún momento se produjera algún progreso.
3
—¿Gwen está aún en su habitación? —preguntó Jennifer.
Entró seguida de sus dos gigantescos perros, a los que había estado intentando secar un poco fuera, con una toalla. Colin salía en ese momento de la cocina.
—No. ¡Dios mío, estáis empapados!
—La niebla —dijo Jennifer mientras se quitaba la chaqueta—. No se ven tres en un burro. Es como atravesar un muro de agua.
Él la miró con afecto. El pelo húmedo y enmarañado, las mejillas enrojecidas. El viejo jersey lleno de pelos de perro, los vaqueros salpicados de lodo. Le pareció que nunca la veía tan natural como cuando volvía de pasear con Cal y Wotan. Esa era la verdadera Jennifer: tranquila, desenvuelta, relajada. Serena por medios espontáneos y naturales. Esa Jennifer era muy distinta a la que había sido expulsada de la escuela, siempre inmersa en sus depresiones, capaz de ver su propia vida solo como un fracaso.
—No eras feliz —solía decirle él—. También estabas tensa, nerviosa. A menudo superada por las circunstancias. Demasiado comprometida, demasiado implicada con todo lo que sucedía. Te has consumido. Te has…
En ese punto, Jennifer siempre lo interrumpía.
—Ajá, y ahora soy una persona completamente feliz, ¿no?
—Es posible que no haya nadie tan feliz como tú. Pero tienes idealizada la vida que llevabas antes. Y te niegas a apreciar la vida que llevas en la actualidad.
—Tampoco es que haya muchas cosas por apreciar en la vida de una fracasada.
—No eres una fracasada…
Así eran las típicas conversaciones que tenían en la intimidad. Jennifer siempre acababa hurgando hasta el fondo de la melancolía y de un desesperado sentimiento de insuficiencia. Era difícil, casi imposible, intentar sacarla de nuevo de ese pozo. Por eso ella se abstenía de hablar en momentos como aquel, en los que tenía tan buen aspecto y desprendía tanta armonía consigo misma. Lo habría desmentido. Como si fuera incapaz de aceptar, ni siquiera de vez en cuando, que las cosas le iban bien. Colin a menudo tenía la sensación de que su esposa se había tomado esas depresiones como una especie de castigo por su fracaso y que se aferraba a ellas, que las llevaba marcadas a fuego porque ella misma consideraba que las merecía. No se permitía a sí misma sentirse bien después de haber fracasado tan estrepitosamente.
—El desayuno está listo —se limitó a decir él.
—Me cambio en un minuto, me seco el pelo y enseguida estoy con vosotros.
Colin entró en el salón. Chad estaba sentado a la mesa, pero había apartado hacia un lado su plato y se limitaba a remover el café de su taza, ensimismado. En los pocos días que habían pasado desde la muerte de Fiona, parecía haber envejecido bastante. Colin se obligó a recordar lo que Fiona había escrito. Chad y Fiona nunca llegaron a ser pareja, pero desde muy jóvenes habían estado unidos por un estrecho vínculo que había sobrevivido a los años y a las décadas y que les había permitido acompañarse mutuamente hasta la edad madura. Los dos se habían casado con otras parejas y habían fundado sendas familias, pero jamás se había roto ese vínculo que los unía. Chad había perdido a la que tal vez era la persona más importante de su vida y además de un modo brutal e inesperado. Era muy propio de él que no quisiera hablar sobre ello con nadie, aunque a todas luces estaba sufriendo.
—Gwen todavía no ha vuelto —dijo Colin.
Chad levantó la mirada.
—Debe de estar con su prometido.
—¿Pasa la noche fuera de casa muy a menudo? —preguntó Colin.
Jennifer le había asegurado que Gwen todavía no había pasado ni una sola noche con Dave y, puesto que Gwen confiaba mucho en ella, debía de ser cierto. Chad dijo que no lo sabía.
—Ni idea. Creo que no. Pero ya es mayorcita. Además, sin duda tienen muchas cosas de las que hablar después de lo que ocurrió el sábado.
—Sí —dijo Colin en voz muy baja.
Al parecer, aparte de Jennifer y de él, no había nadie más preocupado. Ni su propio padre, ni tampoco Leslie Cramer, que había reaccionado con una mezcla de despreocupación y de irritación. Colin pensó con disgusto en la llamada de la noche anterior. Desde el principio Leslie no le había parecido especialmente simpática; lo único que había conseguido era confirmar esa apreciación.
—Sé que no está bien que Gwen no esté aquí para preparar el desayuno —dijo Chad—. Si tiene huéspedes en casa, también debe ocuparse de ello. Pero no se preocupen, les haremos el descuento correspondiente antes de que se marchen, Colin.
—Por favor, no lo he mencionado por eso. Jennifer y yo nos consideramos más unos amigos que unos simples clientes que vienen aquí a hospedarse por vacaciones, no supone ningún problema en absoluto que hayamos tenido que prepararnos el desayuno alguna vez. No, es solo que me preocupa. No me parece propio de Gwen eso de pasar una noche entera fuera de casa sin haber dicho nada a nadie.
—Así son los jóvenes —dijo Chad.
Colin se preguntó una vez más si Chad debía de ver a Gwen como a su hija o como a un simple mueble más de su casa, no muy distinto del sofá del salón o de la mesa de la cocina, algo útil, algo a lo que estaba acostumbrado, pero a la vez algo en lo que raramente pensaba o a lo que miraba de cerca. Cuando había dicho «así son los jóvenes», parecía que estuviera hablando de una adolescente y no de una mujer de treinta y tantos. Y por encima de todo, no parecía que estuviera hablando de Gwen. Porque ella no era joven ni nunca había formado parte de esa generalidad que representaban «los jóvenes». En eso consistía su peculiaridad, pero también su tragedia. Y su padre al parecer no había comprendido nada de nada.
Colin se sentó y cogió la cafetera. Le habría gustado hablar con Chad sobre los escritos que había recibido de Fiona y que a esas alturas ya habían leído todos los habitantes de la casa, pero no se atrevió. Chad no tenía ni idea de que su hija había hurgado en su cuenta de correo electrónico, por no hablar de que había compartido el contenido con otras personas. Por otra parte, contenían un potencial que, visto lo sucedido… Pero era Leslie quien tenía que decidirlo. Cuando lo hubiera leído todo, tendría que ser ella quien diera el siguiente paso. Tanto él como Jennifer eran ajenos a ello. No podían entrometerse.
Jennifer entró en el salón con unos vaqueros y un jersey limpios y el pelo mínimamente arreglado. Una vez más, Colin pensó que sería una mujer muy atractiva solo con que hubiera algo más de alegría en sus rasgos. La infelicidad había hecho mella en su rostro. Solo Cal y Wotan eran capaces de relajarla. No había ninguna persona que pudiera conseguirlo, ni siquiera su propio esposo.
—Hoy iré a Scarborough —explicó—. Quiero pasear un poco por las calles, ir de compras y tal vez rebuscar por alguna librería. Me apetece pasarme un par de horas leyendo tranquilamente en el sofá.
Colin sonrió.
—¿Y por casualidad no te acercarás a ver a Dave Tanner para comprobar si Gwen está allí?
Jennifer no se cortó lo más mínimo.
—Puede ser, sí. Alguien tiene que preocuparse por ella, ¿no?
La indirecta iba dirigida a Chad, quien sin embargo no se inmutó en absoluto. Siguió tomándose el café en silencio. Había tensión en el ambiente, pero por fortuna nadie parecía dispuesto a que la sangre llegara al río.
—No sé si estaré de vuelta a la hora de comer —dijo Jennifer un rato después—. Me harías un favor si pudieras sacar a los perros un rato, Colin.
Él le prometió hacerlo. Estaba contento. Era buena señal que Jennifer demostrara tener ganas de hacer cosas, incluso si lo que en realidad la impulsaba era su preocupación por Gwen. Y tal vez conseguía pasar un día realmente agradable de tienda en tienda, paseando por la ciudad, comiendo una ración de pasta en algún restaurante italiano. Por algo se empezaba. Después de que la hubieran despedido de la escuela se había encerrado diez meses en casa, durante los que no llegó a cruzar el umbral de la puerta ni una sola vez. Colin se alegraba de haber tenido la idea de hacerse con esos dos perros. La obligación de salir a pasear con regularidad había acabado con aquel confinamiento.
—¿Vas a coger el coche? —preguntó Colin, a pesar de conocer de antemano la respuesta.
Jennifer reflexionó unos segundos y después negó con la cabeza.
—Tomaré el autobús. Ya sabes que…
—Lo sé —replicó Colin con resignación.
Jennifer había conducido sin problemas anteriormente. Pero después del asunto no había sido capaz de sentarse frente al volante de nuevo. Colin no sabía cuál era la relación entre una cosa y la otra, si bien al parecer era una cuestión de confianza en sí misma. Y a medida que pasaba el tiempo, menos probable era que volviera a intentarlo.
Colin miró hacia la ventana. Parecía como si la niebla fuera cada vez más densa. Era un día extraño, muy silencioso. No se oían ni siquiera las gaviotas.
Estaba inquieto. No sabía por qué. Debía de ser cosa de la niebla.
4
—La casera me ha dicho que me desahuciará el primero de noviembre —dijo Dave.
Eran los únicos clientes de King Richard III, una pequeña cafetería del puerto en la que se servían desayunos. Un joven esperaba aburrido detrás de la barra después de haberles servido café y bollos de bastante mala gana.
—No es que sea un lugar muy acogedor —había dicho Dave nada más entrar en el local, cuyas ventanas daban al paseo marítimo, desierto, y solo permitían ver de vez en cuando algún que otro mástil de velero descascarillado a causa de la niebla—. Pero sirven unos bollos con mermelada que no están nada mal.
A Leslie le pareció que también el café era sorprendentemente bueno. Cargado y caliente. Justo lo que necesitaba con el frío y la humedad que reinaban fuera.
—¿Y puede hacerlo? —preguntó ella—. ¿Puede echarlo en un plazo tan corto?
—Creo que sí —respondió Dave—. No nos une ningún contrato de alquiler ni nada parecido. Vivo de manera ilegal en su casa y no tengo ningún documento escrito que lo demuestre. ¿Cómo podría reclamarle nada? Además… bueno, no es que me sienta especialmente apegado a mi domicilio actual, como ya debe de haber imaginado.
—¿Y qué motivo le ha dado para echarlo?
—Según dice, la hija de una amiga tiene que venir a estudiar a Scarborough y quiere que viva en su casa. Pero apuesto a que esa amiga ni siquiera existe. En realidad lo que ocurre es que tiene miedo de mí. Teme que haya asesinado tanto a Amy Mills como a Fiona Barnes y que pueda convertirla a ella en mi próxima víctima. Ni siquiera duerme en casa últimamente, cada noche va a dormir a casa de una u otra vecina. Y al parecer va extendiendo las historias más horripilantes acerca de mí. Cuando salgo a la calle noto que me taladran centenares de ojos desde detrás de los cristales de las ventanas. Pero a mí eso me da igual. Que piensen lo que quieran.
—Bueno, de todos modos Gwen y usted quieren casarse en diciembre, por lo que tampoco es un problema tan grande. Podría mudarse a principios de noviembre a la granja.
—Sí —dijo él. No suspiró, pero ese «sí» ya sonó como un suspiro.
Leslie rodeó la taza con las dos manos. El calor le provocó un cosquilleo agradable en los dedos que parecía extenderse hasta los brazos. Era una sensación placentera que no solo contribuía a quitarle ese frío húmedo de los huesos, sino que también parecía apaciguar sus sentimientos revueltos. Se dijo que quizá estaba yendo demasiado lejos, pero la manera como la miraba Dave Tanner le hacía pensar que a él le apetecía hablar, que no se sentiría asediado por ella.
—No es que esté locamente enamorado de Gwen, ¿me equivoco? —preguntó en voz baja.
—Se me nota enseguida, ¿verdad?
—Sí.
Dave se inclinó hacia delante.
—No la amo en absoluto, Leslie, ese es el problema. Y no tiene nada que ver con el hecho de que me guste o no físicamente. Una mujer puede ser más fea que Picio y sin embargo fascinarme, y tampoco es que Gwen sea fea. Pero la fascinación… ese es el quid de la cuestión. No hay nada, pero absolutamente nada en ella que me fascine lo más mínimo.
—En la mayoría de las relaciones la fascinación disminuye bastante con el paso del tiempo.
—Pero es la chispa que prende el fuego al principio. Tiene que haber algo cautivador en el otro, algo que despierte la curiosidad, algo a lo que aferrarse. Sabe de qué le hablo, ¿no? ¿Por qué se casó con su marido?
Esa última pregunta la cogió por sorpresa y la hizo dudar unos segundos.
—Me enamoré de él —respondió ella.
—¿Qué fue exactamente lo que le enamoró?
—Todo él, en conjunto.
Dave no dio su brazo a torcer.
—¿No había nada en absoluto que le molestara de él?
—Sí, naturalmente que había cosas.
Su pasividad. Su necesidad de armonía. Que casi siempre me diera la razón, se dijo Leslie. Que me tolerara tantas cosas, tanto a mí como a los demás. Sus debilidades.
—Pero había otras características de él que compensaban aquellas que le molestaban, que hicieron posible que a pesar de todo se enamorara de él. Incluso que llegara a casarse con él. Que deseara pasar el resto de su vida con él.
—Sí. Lo que me gustaba de él pesaba más.
—¿Y qué era?
—Era muy atento —dijo ella—. Muy cariñoso. Me daba seguridad.
Dave la miró con aire pensativo.
—¿Me está diciendo que antes de encontrarlo le faltaba esa sensación de seguridad? Gwen me ha contado que a usted la crió su abuela. Por lo poco que traté a Fiona Barnes, me imagino que…
—No me apetece hablar de mi abuela —dijo Leslie de manera tajante.
—¡De acuerdo! —Dave se echó hacia atrás de repente—. Tiene razón, discúlpeme si me he excedido.
—Estábamos hablando sobre usted y sobre Gwen. No soy yo quien está a punto de tomar una decisión importante. Yo ya tomé mi propia decisión hace dos años. Me he separado de mi marido.
—Pero es evidente que las cosas no están resueltas del todo. En cualquier caso, me ha parecido que el monólogo que se traía consigo misma ahí fuera a primera hora de la mañana tenía algo que ver con él.
Leslie tomó un sorbo de café que le quemó la lengua, pero decidió ignorar el dolor.
—Me engañó —dijo—. Hace poco más de dos años. Con una mujer a la que conoció casualmente mientras yo estaba de viaje para asistir a unos cursos. No me habría enterado de ello, pero por desgracia él tenía tantos remordimientos de conciencia que acabó confesando. A partir de entonces me sentí incapaz de seguir conviviendo con él. Desde el lunes de la semana pasada estamos divorciados. Y ya está. No hay nada más que decir al respecto.
—Entonces ¿qué es lo que la tenía tan alterada esta mañana?
—Ayer por la noche vino a decirme que en realidad todo había sido culpa mía. Una terapeuta se lo ha metido en la cabeza. Que su desliz se debía a que tenía que soportar mi carácter frío, mis ganas de progresar profesionalmente y mi supuesta superioridad. Que no había confesado porque tuviera remordimientos de conciencia, sino que en realidad era un grito de ayuda. Que yo no fui capaz de entenderlo y que me excedí echándolo de casa. ¡Pobrecito! Ahora resulta que quien lo está pasando fatal es él.
Dave la miró con gesto pensativo, pero no dijo nada.
La puerta de la calle se abrió y junto a una ráfaga de aire húmedo entraron dos hombres en el local. Por un momento se les vio sorprendidos de encontrar a otros clientes, pero tampoco pareció preocuparles. Pidieron café y se quedaron en la barra, charlando en voz baja con el dueño.
Leslie apartó su plato, en el que había un bollo a medias.
—Creo que no puedo comer nada más —dijo.
—¿No le gusta cómo los hacen? —preguntó Dave.
—Sí, pero siempre que pienso demasiado en mi ex marido se me pasa el hambre —explicó Leslie. Miró a Dave con gesto provocador—. ¿A usted también le ocurre? ¿Que pierde el apetito cuando Gwen le viene a la cabeza?
—No, tan malo no es.
—¿Qué es lo que le compensa a usted, Dave? Le molesta no encontrar en Gwen algo que consiga fascinarlo, pero aun así quiere casarse con ella, pasar a su lado el resto de su vida. ¿Por qué? ¿Qué es lo que compensa en su caso las cosas que no le gustan de Gwen?
Dave la miró como si intentara descubrir si se lo preguntaba en serio o si no era más que una simple provocación.
—¿Realmente quiere saberlo?
—Sí.
—Ya lo sabe —dijo con una sonrisa agotada—. Y su abuela también lo sabía.
Leslie asintió.
—Entonces es cierto. La granja. La granja es lo único que le atrae de Gwen.
Por un momento, Dave pareció resignado, demasiado agotado para intentar disfrazar la verdad.
—Sí. Es eso.
—¿Y qué planes tiene para la granja de los Beckett si al final acaba viviendo allí?
En ese momento fue él quien retiró su plato. Las preguntas acerca de su futuro siempre le quitaban el apetito.
—Quiero abandonar la vida que llevo —explicó—. Tengo que abandonarla. No puedo seguir así. Pero necesito algo… algo a lo que aferrarme. No tengo nada, aparte de unos estudios interrumpidos y una larga retahíla de trabajos eventuales con los que apenas he podido ir tirando a lo largo de casi veinte años.
—¿Quiere volver a criar ovejas en la granja de los Beckett?
Dave negó con la cabeza.
—Creo que no serviría para eso. Me gustaría reformarla, algo que Gwen ya ha empezado a hacer tímidamente y con muy poco estilo: me gustaría transformar la granja en un alojamiento rural. Yorkshire se está convirtiendo en uno de los destinos turísticos más apreciados de Inglaterra. La granja ofrece miles de posibilidades sin que para ello se vea mermada de su encanto original. Las habitaciones tienen que ser espaciosas y limpias. Hay que abrir un camino seguro y fácil de seguir para bajar a la cala, la gente no puede ponerse a trepar por ese barranco lleno de maleza. Hay que facilitar que los huéspedes bajen a bañarse. En los establos podemos tener ponis y ofrecer la posibilidad de realizar excursiones a pie. Créame… —Había ido subiendo el tono de voz, pero volvió a bajarlo de repente en cuanto se percató de que la gente de la barra se volvía para mirarlo—. Tengo buenas ideas. Puedo hacer algo con esa finca.
—¿Y que me dice de la energía necesaria para llevarlo a cabo? —preguntó Leslie—. ¿También la tiene?
—¿Lo pone en duda?
—No le conozco lo suficiente. Pero a juzgar por lo que me ha contado acerca de su vida hasta ahora no creo que entre sus virtudes puedan contarse la energía y la determinación. Compréndalo, siempre he sospechado un poco de las personas que necesitan algo grande, en su caso una buena finca, para convertirse al fin en emprendedores serios. A menudo se trata de personas que se engañan a sí mismas. Que siempre creen que si no han podido levantar el vuelo ha sido porque las circunstancias han sido adversas. Los verdaderos éxitos funcionan de otra manera. Son historias de personas que han empezado con una mano delante y otra atrás y acaban dejando algo tras de sí.
Dave se mantuvo impasible. Leslie no sabía si se había enfadado al oírla hablar tan claro.
—Es usted muy sincera —dijo al cabo—, pero ¿ha pensado en algún momento en las alternativas que le quedan a Gwen? Vive exclusivamente de la pensión de su padre. En cuanto Chad Beckett muera, algo que por ley de vida no tardará en suceder, se encontrará sin recursos de la noche a la mañana. No tiene verdaderos ingresos. No puede vivir de lo que saca alojando a los Brankley durante las vacaciones que pasan allí dos o tres veces al año.
—Podría vender la granja.
—¿Su hogar? ¿El único lugar que ha conocido y en el que es feliz?
—¿Es feliz?
—¿Sería más feliz sin la granja? ¿En un piso cualquiera?
—Podría buscarse un empleo. Finalmente viviría rodeada de otras personas. Tal vez encontraría a un hombre que la amara de verdad.
—Ya —dijo Dave. Tras unos momentos de silencio añadió—: ¿Usted también intentará disuadirme de que me case con ella?
—¡No! —Leslie negó con la cabeza—. No pienso entrometerme. Eso debe decidirlo Gwen, ya es mayorcita.
Dave la miró a los ojos.
—Por cierto, no dormí con ella anoche —dijo Dave de repente—. Todavía no hemos dormido juntos ni una sola vez.
Leslie pensó de nuevo en el par de medias negras que había visto en la habitación de Dave. No empieces, se exhortó a sí misma.
—¿No? —se limitó a preguntar.
—No. Ella quería, pero yo… no podía hacerlo. Apenas consigo tocarla, no hablemos ya de… —Dejó la frase inacabada.
—Pero… entonces ¿cómo se imagina que será estar casado con ella? —preguntó Leslie.
Dave no respondió.
5
Jennifer había encontrado un papelito colgado en el tablón de notas con la dirección exacta de Dave Tanner. Naturalmente, sabía que no estaba bien entrar en la habitación de su anfitriona en ausencia de esta, pero se había justificado por lo preocupada que la tenía Gwen. No le parecía propio de ella que llevara tanto tiempo fuera de casa sin haber avisado a nadie.
El camino a pie hasta la carretera se le hizo más largo que de costumbre, pero sin duda fue debido a la humedad que había en el aire, que le dificultaba respirar. Había que esperar junto a la cabina de teléfono roja para que te recogiera el autobús, que por suerte solía ser bastante puntual. Apenas tres cuartos de hora después, Jennifer se apeaba en el centro de Scarborough, en la parada de Queen Street, no muy lejos de la Friargate Road, que es donde vivía Dave Tanner. Sin embargo, Jennifer llegó agotada a la pequeña casita adosada.
La casera abrió la puerta después de que hubiera llamado dos veces y la miró con desconfianza.
—¿Sí?
—Buenos días, me llamo Jennifer Brankley. ¿Dave Tanner está en casa?
Al oír mencionar el nombre de Tanner, el rostro de la anciana quedó petrificado.
—¿Quién es usted? —preguntó.
—Jennifer Brankley. Una amiga de Gwen Beckett. La prometida del señor Tanner.
—El señor Tanner no está en casa.
De forma inconsciente, Jennifer miró hacia el oscuro pasillo que había tras la anciana.
—¿No?
—Oiga, yo estaba arriba, le aseguro que no se encuentra aquí. Tampoco veo su chaqueta en el colgador de la entrada. Ha salido.
—¿Sabe si estuvo en casa la pasada noche?
La casera la miró ya bastante furiosa.
—No lo sé, señora Brankley, ¡no tengo ni idea! ¿Y sabe por qué no lo sé? ¡Porque ni siquiera puedo dormir en mi propia casa! Mis vecinas ya están un poco hartas porque no hago más que pedirles que me dejen pasar la noche en casa de una o de otra por el pánico que me produce dormir bajo el mismo techo que ese individuo. ¡No consigo pegar ojo! Es que seguramente es el autor de dos asesinatos y… ¡maldita sea, no tengo ganas de convertirme en su tercera víctima!
—¿De dónde ha sacado que haya cometido dos asesinatos? —preguntó Jennifer, sorprendida por la seguridad que la anciana demostraba con sus afirmaciones.
—¡Bueno, es que no hay que ser una lumbrera para darse cuenta! Al fin y al cabo vino a verlo la policía. Lo interrogaron acerca de la noche en la que asesinaron a Fiona Barnes y acerca de la noche en la que se cargaron a aquella joven estudiante. ¡Está clarísimo! Y en los dos casos quisieron saber si el señor Tanner había estado en casa. No soy tonta. Creen que es un asesino, lo que pasa es que no pueden demostrarlo. Así van las cosas hoy en día: los peores delincuentes andan sueltos porque no es posible encerrar a la gente sin pruebas, pero lo que le suceda luego al resto de las personas que no hemos hecho nada… ¡eso a los políticos les da igual!
—Entonces tampoco debe de saber si la señorita Beckett pasó la noche aquí con el señor Tanner, ¿no? —prosiguió Jennifer, puesto que de momento le interesaba más la respuesta a esa pregunta que el intercambio de reflexiones ideológicas.
—¡Naturalmente que no lo sé! —le espetó la casera—. Y le diré algo más: ¡pronto dejaré de saber nada más sobre él! Ya he avisado al señor Tanner de que voy a desahuciarle. ¡El primero de noviembre estará de patitas en la calle y entonces podré vivir tranquila de nuevo!
Dicho esto, la señora Willerton cerró la puerta de un sonoro portazo y Jennifer se quedó perpleja entre la niebla, mirando la parte superior de la fachada de la casa como si albergara la esperanza de encontrar algún indicio. No sabía cuál era la ventana de la habitación de Dave, ni siquiera sabía si su ventana daba a la calle, de hecho. Deprimida, volvió atrás por los escalones que la habían llevado hasta la puerta. Esa visita no había servido para nada. Tanner no estaba en casa, porque supuso que la casera no habría mentido a ese respecto, y tampoco había ni rastro de Gwen.
Tenía un mal presentimiento y se preguntaba si estaba justificado de algún modo.
Habría preferido volver a la granja, pero por algún motivo creyó que eso equivaldría a una derrota. Decidió ir al centro, aunque enseguida le quedó claro que lo único que tenía en mente era encontrar a Gwen, por lo que decidió volver sobre sus pasos. Tal vez debería aprovechar la oportunidad y hacer algo realmente, algo que amenizara un poco esa vida de ermitaña que llevaba. Podía hacer lo que le había dicho a Colin: dar un buen paseo por el centro, tal vez incluso sentarse sola en una cafetería y tomar algo.
Para la mayoría de la gente eso no era nada del otro mundo, pero para Jennifer suponía un gran paso. Estuvo deambulando un buen rato por las galerías del mercado. La temperatura era más cálida y el aire más seco allí dentro. Estuvo contemplando obras de arte y horteradas varias en los diminutos comercios repletos a rebosar de artículos. Estuvo ojeando postales viejas en un anticuario y quedó maravillada con un juego de té que le llamó especialmente la atención entre la oferta general de productos de dudoso gusto. Sería un bonito regalo de bodas para Gwen… en caso de que llegue a casarse con Dave Tanner, pensó.
Más tarde pasó por la zona peatonal. Compró una bufanda de lana suave para Colin y una gorra de punto para ella. Las dos cosas las pagó con el dinero de él, algo de lo que era dolorosamente consciente. Tiempo atrás había tenido sus propios ingresos. Hasta el momento, a Colin no le había importado ser quien lo pagaba todo, incluida la hipoteca de la casa de Leeds, los gastos diarios, la comida de los perros, las facturas del veterinario y, por supuesto, también las vacaciones en la granja de los Beckett.
Por primera vez pensó que quizá le sería posible encontrar un empleo. No podría volver a la docencia, pero tal vez lograría hallar algo distinto. Entonces podría quitarle esa carga a Colin e incluso permitirse algún que otro capricho ocasional sin tener por ello remordimientos de conciencia.
Que la hubieran echado no significaba que todo hubiera acabado. A pesar incluso de que desde el primer momento se lo hubiera parecido. Y aunque no hubiera sabido cómo vencer aquella parálisis en la que se había sumido.
Tal vez lo consiga, pensó mientras contemplaba un escaparate en el que había expuestos candelabros y adornos antiguos en los que apenas se fijó. Si de algún modo consigo dar un primer paso, pensó, creo que entonces podría…
—Señora Brankley —dijo una voz a su espalda.
Jennifer se dio la vuelta con un respingo, porque se había quedado completamente ensimismada con sus atribulados planes de futuro. Con la frente fruncida, observó a la joven que tenía detrás. Estaba segura de conocerla, pero no consiguió ubicarla a la primera.
—¿Sí? —preguntó.
La joven se sonrojó.
—Ena —dijo—, Ena Witty.
Al final recordó. El patio de la Friarage School, en aquella tarde tan plácida pocos días atrás. La gente que salía del edificio y que había participado en el curso que Gwen acababa de terminar. Ena Witty era una de ellas. Gwen las había presentado.
—¡Ah, señorita Witty, ya me acuerdo! —dijo—. La semana pasada, en la escuela…
—Gwen Beckett también estaba presente —dijo Ena—, y Stan, mi novio. Estuvimos hablando un rato…
—Sí, claro, lo recuerdo —dijo Jennifer. Se acordó de que Ena apenas había dicho nada, mientras que su novio había hablado mucho—. Me alegré de conocerlos. —En ese momento le vino a la memoria la llamada del día anterior—. Dios mío, mi marido me dijo ayer que llamó usted a la granja porque quería hablar con Gwen. Lo siento mucho, pero Gwen todavía no ha vuelto a casa, o en cualquier caso no había vuelto cuando yo he venido hacia aquí. Todavía no hemos podido…
—No importa —la interrumpió Ena—. De todos modos no he dejado de darle vueltas, creo que no debería molestar a Gwen. Me he enterado por el periódico de que tenía relación con la mujer asesinada… Barnes se llamaba, ¿verdad? Naturalmente, Gwen debe de tener muchas otras cosas en la cabeza.
—Todos estamos bastante confusos —admitió Jennifer.
—Como le decía, me hago cargo de ello. No habría llamado si no fuera porque… Bueno, me enfrento a un problema bastante gordo y no tengo a nadie con quien poder hablar de ello. Tampoco es que haga mucho tiempo que soy amiga de Gwen, nos conocimos en ese curso, pero desde el primer momento me pareció muy agradable y pensé… bueno, que me gustaría poder hablar un poco con ella… Gwen ya conoce un poco a Stan, mi novio, porque siempre venía a recogerme a la escuela.
—Tranquila, lo arreglaremos —le aseguró Jennifer al tiempo que veía confirmadas sus sospechas: el problema del que tanto le apetecía hablar con alguien a Ena tenía nombre propio y se llamaba Stan. El tipo dominante, el que a buen seguro había llegado como un huracán a su pacífica existencia y que al parecer no solo había acarreado vivacidad sino también unas cuantas dificultades—. Cuando vea a Gwen le diré que la llame cuanto antes. También a ella le vendrá bien poder hablar de algo que no sea lo que ocurrió en la granja.
Ena pareció un poco aliviada, incluso algo animada.
—No me gustaría resultar pesada, pero en caso de que… bueno, en caso de que no tenga nada que hacer… ¿Le apetece tomar un café conmigo?
Jennifer supuso que Ena había tenido que reunir mucho coraje para proponérselo. Al fin y al cabo había participado en el curso de la Friarage School porque debían de costarle enormemente ese tipo de cosas: invitar a un café a alguien que le caía simpático pero a quien, no obstante, apenas conocía.
Hay muchas personas, pensó, que luchan a diario contra todo tipo de miedos, contra la timidez y la falta de seguridad en uno mismo, y en muchos casos nadie llegaría a adivinar cuánto se sufre con ello.
No quiso dar calabazas a Ena.
Con un movimiento algo ceremonioso, se subió un poco la manga de la chaqueta para consultar el reloj. Eran casi las doce y media, demasiado temprano para volver a casa. Y había querido tomarse un café de todos modos, si bien tenía previsto hacerlo tranquilamente y en soledad. Tenía el presentimiento de que Ena estaba sometida a mucha presión, y pensaba que si empezaba a soltarse y a perder la timidez, cabía suponer que lograra superar cualquier preocupación, en especial las que tenían que ver con su incipiente relación con Stan Gibson. Tal vez sería un buen paso que consiguiera abrirse ante alguien a quien acababa de conocer. Jennifer no estaba segura de si en esos momentos sería la interlocutora ideal. Ella misma tenía también un buen puñado de problemas.
—Bueno —dijo—, creo que…
Ena notó que vacilaba.
—Por favor. Me… me alegraría mucho que aceptara.
Hasta el momento, Jennifer no había negado ayuda a nadie, y entonces reparó en que justo era ese el meollo de la cuestión: Ena le estaba pidiendo ayuda. No es que tuviera un problema cualquiera, sin importancia. Le estaba pidiendo ayuda seriamente.
—De acuerdo —respondió Jennifer, resignada—, vayamos a tomar un café juntas.
Al fin y al cabo había estado reflexionando mucho acerca de dar primeros pasos, y un primer paso en su caso personal podría consistir en volver a relacionarse con otras personas en lugar de evitarlas.
Tal vez podría ayudar de verdad a Ena Witty. Aunque ayudarla significara limitarse a escucharla.
Quizá conseguiría que Ena se acostara esa noche con la sensación de que realmente había gente que podía interesarse por ella.
Jennifer decidió alegrarse por ello.
6
—Sí, es una lástima —dijo Valerie Almond—. Me habría gustado poder hablar con su esposa, señor Brankley.
Estaban uno frente al otro ante la puerta de la granja.
Colin no le había ofrecido entrar, se había limitado a informarla fríamente de que Jennifer no estaba en casa.
Valerie le había preguntado si sabía cuándo volvería, pero él se había encogido de hombros.
—No puedo ayudarla —dijo—, pero le diré a mi esposa que quiere usted hablar con ella.
Valerie reparó en el matiz hostil que teñía la voz de Colin.
Él se dio cuenta, o al menos le pareció, que Valerie buscaba a Jennifer para encarnizarse con ella.
—Hemos descubierto que Amy Mills no estudió solo en la escuela en la que acabó graduándose —dijo—, sino que además pasó dos años en la escuela de Leeds en la que su esposa impartía clases.
Por una fracción de segundo, Colin no pudo ocultar su sorpresa. Al parecer no estaba al corriente. Eso tampoco debe hacerme suponer que Jennifer tampoco lo sepa, pensó la inspectora. Tal vez no se lo explica todo a su marido.
—¿De verdad? —dijo él, justo antes de examinar a Valerie a través de los cristales redondos de sus gafas.
Tenía una mirada inteligente, parecía un hombre por cuya cabeza pasaban más reflexiones de lo que podría dar a entender su discreta apariencia, y más profundas también.
Es muy inteligente, pensó Valerie, sin duda es algo más que el afable burgués que parece ser a primera vista.
—¿Ella no ha hecho nunca ninguna alusión acerca de que pudiera conocer a Amy Mills, aunque solo fuera de manera superficial? ¿O al menos que conociera su nombre?
—No, inspectora. A mí no me había contado más que lo que ya le dijo también a usted.
—Volveré para hablar con ella —dijo, frustrada.
Se preguntó si acaso Colin estaba actuando a la defensiva o si es que empezaba a sospechar que aquello guardaba alguna relación con él.
Pero ¿cuál? ¿Cuál? Si Jennifer Brankley hubiera conocido a Amy Mills, ¿qué motivo habría podido tener para matar a la joven de ese modo tan brutal?
Su teléfono móvil empezó a sonar en cuanto llegó de nuevo al coche.
Al mismo tiempo, vio a Gwen Beckett saliendo de un taxi frente a la puerta de la granja. Parecía helada y trasnochada.
¿De dónde debe de venir?, se preguntó Valerie a sabiendas de que nadie le daría una respuesta para esa pregunta. Y que la llamada tampoco se la daría.
—¿Sí? —Respondió a la llamada mientras abría el coche. Quería alejarse rápidamente de aquel frío tan húmedo.
Era el sargento Reek. Parecía nervioso.
—Inspectora, la situación ha cambiado. Ha llamado la señora Willerton. Ya sabe, la casera de Dave Tanner. Afirma conocer a una vecina que vio cómo el señor Tanner abandonaba la casa de la señora Willerton la noche en la que Fiona Barnes fue asesinada. Es decir, hacia las nueve.
—¿Hacia las nueve? Entonces lo que hizo fue salir de nuevo justo después de haber llegado.
—Eso parece. Por supuesto, no sabemos qué crédito merece la testigo, pero creo que deberíamos hablar con ella.
—Sin duda alguna. ¿Tiene la dirección?
—Sí. Vive casi en frente de la señora Willerton.
Valerie se mordió los labios. Respecto a los horarios de Tanner, no había mandado preguntar a los vecinos. Eso podría considerarse un error.
—Vaya hacia allí, Reek. Yo me reuniré con usted enseguida. Y compruebe si Tanner está en casa. En caso de que así sea, reténgalo.
—De acuerdo, inspectora.
Valerie se sentó frente al volante, pero se sentía frustrada en lugar de entusiasmada. ¡No lo hacía bien! Se liaba, actuaba desordenadamente, desatendía tareas rutinarias. Algo tan simple como preguntar a los vecinos, ¿por qué no se le había pasado por la cabeza hacerlo? Casi prefería que la testigo acabara siendo una lianta a la que no pudiera dársele crédito, para que su negligencia no quedara a la vista de todos. Lo prefería a que su declaración la condujera a la resolución del caso. Porque entonces le harían preguntas que difícilmente podría responder de forma convincente.
Se obligó a calmarse. No era el momento de perder los nervios, sino de acudir allí y hablar con la testigo. Y de interrogar a Tanner.
Maldita sea, Valerie, concéntrate. No vayas a volverte loca. Todo irá bien.
Echó un vistazo a la puerta de la casa. Gwen y Colin estaban hablando. Gwen tenía una palidez casi mortecina. Antes de cerrar la puerta, Valerie oyó cómo Colin preguntaba, atónito:
—¿Que Tanner también conoce la historia? ¿De verdad?
—¡No alces tanto la voz! —susurró Gwen.
Valerie cerró la puerta, encendió el motor, dio la vuelta con el coche emitiendo un sonoro chirrido de neumáticos y abandonó la granja.
La testigo se llamaba Marga Krusinski, tenía casi treinta años, un bebé en brazos y le estaba soltando un verdadero discurso en un inglés deficiente al sargento Reek, quien en vano intentaba detener esa verborrea para ir al grano y obtener la información que necesitaba. Marga Krusinski se había divorciado de su marido y se había mudado a Scarborough, pero al parecer él la había estado asediando. La acechaba por todas partes, la importunaba e incluso había llegado a amenazarla varias veces con llevarse al hijo que habían tenido en común. Entretanto, ella había conseguido una orden de alejamiento provisional que prohibía a su marido acercarse a ella a menos de cien metros de distancia, pero ella ponía en duda que fuera a cumplirla. Era evidente que estaba pidiendo ayuda al sargento Reek y parecía haberse olvidado del verdadero motivo por el que la policía había acudido a verla.
Valerie, que a causa de la niebla había tardado más de lo normal en llegar, se preguntó por un instante si realmente habría algún problema de credibilidad con la testigo. Tal vez Marga Krusinski se inventaba historias descabelladas para llamar más la atención de la policía acerca de los problemas que tenía con su marido.
Aborda el tema sin prejuicios, se ordenó a sí misma.
En una butaca del modesto salón de la señora Krusinski estaba sentada la señora Willerton, con un vaso de aguardiente en la mano y la nariz roja, signo inequívoco de que no era ni mucho menos el primer trago que se había tomado ese día para superar el susto.
—¿Van a detenerlo ahora? —preguntó casi sin aliento nada más ver a Valerie—. ¿Finalmente lo detendrán antes de que siga asesinando a más mujeres inocentes?
—En principio no podemos considerar que el señor Tanner sea un delincuente solo porque aquella noche saliera de casa —dijo Valerie—. Sin embargo es extraño que él nos lo ocultara cuando lo interrogamos. Tendrá que explicar con mucha claridad adónde fue y cuánto tiempo pasó en cada lugar.
La señora Willerton soltó un resoplido.
—¡Ese tipo miente más que habla!
—Todavía no he conseguido sacar nada en claro —dijo el sargento Reek, absolutamente enervado.
Marga Krusinski se detuvo.
—¿Pueden ayudarme?
—Primero necesitamos que nos ayude usted a nosotros —le dijo Valerie—. ¿Le ha dicho usted a la señora Willerton que el señor Tanner salió de su domicilio hacia las nueve de la noche del sábado?
—Sí.
—¿Y desde dónde vio cómo salía?
—Desde esta habitación, aquí —dijo Marga—, por ventana. Ver bien casa de señora Willerton.
Valerie se acercó a la ventana y espió a través de las cortinas.
Reconoció la casa de la señora Willerton; tanto la puerta de la entrada como los pocos escalones que subían hasta la calle quedaban a la vista. Constató también que había una farola muy cerca del jardín delantero, pero aun así decidió hacer la pregunta.
—Debía de estar muy oscuro. ¿Cómo…?
—Farola —dijo Marga—, mucha luz. Vi bien al señor Tanner, lo reconocido bien.
—¿Estaba mirando por la ventana por casualidad?
Marga adoptó una expresión desabrida.
—Ya contado todo —dijo con un movimiento de cabeza en dirección al sargento Reek.
—Ah, sí —confirmó Reek—. Inspectora, ya debe de haberse dado cuenta de que la señora Krusinski tiene problemas con su ex marido. Por lo visto el sábado se dejó caer por aquí a última hora de la tarde y sorprendió a la señora Krusinski cuando esta volvía de pasear con su hijo. La amenazó e intentó intimidarla. Por suerte apareció algún vecino y él se dio a la fuga.
—¿Tenía una orden de alejamiento provisional? —preguntó Valerie, y Reek negó con la cabeza.
—Desde el lunes.
—Comprendo. Y…
—Y la señora Krusinski, como es comprensible, pasó el resto de la noche inquieta. Tenía miedo de que su ex marido pudiera deambular alrededor de su casa. Por eso había estado mirando por la ventana, tanto por esta del salón, que da a la parte delantera, como por la de la cocina, que da a la parte de atrás. Pensaba llamar a la policía si lo veía.
—¿Y así es como reparó en que Tanner salía de casa?
—Sí —dijeron el sargento Reek, Marga y la señora Willerton al unísono.
Valerie se volvió hacia Marga.
—¿Y está usted completamente segura de que se trataba de Dave Tanner?
—Oiga —protestó la señora Willerton—, ¿cuántos hombres cree que pasan por mi casa?
Valerie no podía imaginar ni siquiera a uno.
—Era señor Tanner —insistió Marga—, reconocido perfectamente. ¡Segura!
—¿Y está segura también respecto a la hora a la que salió?
—Bastante segura, pero no al minuto. Estaba muy inquieta no paraba de mirar hora. Última vez a nueve menos cuarto. Y vi al señor Tanner quizá después de cuarto de hora o veinte minutos.
—¿Y qué hizo exactamente el señor Tanner?
—Subió a coche y marchó.
—¿Estaba solo?
—Sí. Solo, solo. Coche tardó un poco en arrancar. Siempre pasa. Coche muy hecho polvo.
—¿No lo vio volver a casa?
Marga negó con la cabeza.
—Estaba despierta hasta tarde. Poco antes de doce fui a dormir, pero no podía dormir. Con cada ruido asustaba.
—¿Hasta entonces, es decir hasta la medianoche, no había vuelto?
—No. Miraba mucho a calle, pero coche no estaba. Hasta día siguiente. Levanté a las nueve. Entonces sí, aparcado ahí fuera.
Valerie se frotó un poco las sienes con los dedos, empezaba a sentir un leve dolor. «Descuido, descuido, descuido», decía el dolor.
Sin embargo, tenía que hacer la pregunta, hurgar en su propia herida de nuevo, algo que el sargento Reek sin duda había percibido, si bien a las dos mujeres probablemente les había pasado por alto.
—¿A qué se debe que decidiera hablar con la señora Willerton acerca de lo que había visto? —preguntó.
—Fui yo quien sacó el tema —intervino la señora Willerton con cierto orgullo—. Ya no duermo en casa y con razón. En cualquier caso, esta mañana he venido a ver a la señora Krusinski y le he preguntado si podría dormir la noche siguiente con ella, así es como hemos empezado a charlar acerca del señor Tanner. Le he contado que no sabía exactamente si en el momento del asesinato de Fiona Barnes, es decir, a última hora de la noche del sábado, él estaba en casa. De repente me ha mirado y ha dicho: «Pero ¡yo sí sé que no estaba en casa!». ¡Y luego me ha contado esa historia! —La señora Willerton tomó un buen trago de aguardiente—. ¡Nunca más volveré a aceptar a un inquilino, nunca más, se lo aseguro! Ya lo he avisado de que voy a desahuciarlo el primero de noviembre, pero ¡si no lo detienen hoy mismo lo pondré de patitas en la calle enseguida, se lo juro! ¡Ni un día más, no voy a dejarlo entrar en mi casa ni un solo día más!
—Supongo que ahora no está en casa, ¿verdad? —dijo Valerie, dirigiéndose a Reek, y este negó con la cabeza.
—Lo he comprobado, no.
—Ya podría habérseles ocurrido a ustedes venir a preguntar por el vecindario —dijo la señora Willerton con aire de reproche—. ¡Que tenga que ser yo quien acabe resolviendo el caso!
Valerie tenía una réplica mordaz en la punta de la lengua, pero prefirió tragársela. No debía ser tan tonta para ponerse a discutir con aquella anciana tan agresiva y que tantas ansias de protagonismo tenía. Y menos aún acerca de algo que podía considerarse un error por su parte. Mejor no inflar el asunto. Pasó por alto el comentario y se dirigió fríamente al sargento Reek.
—Espere un rato más, sargento. Pero mejor fuera, en el coche. Si Tanner se deja caer por aquí, tráigalo a comisaría para interrogarlo.
—De acuerdo, inspectora.
A continuación, se dirigió a la señora Krusinski.
—Le agradezco su declaración, señora Krusinski. Es posible que tenga que redactarlo todo para que conste en acta, pero la llamaré antes. Señora Willerton…
Tras saludar a la casera con frialdad salió a toda prisa de la casa. Una vez fuera, se quedó un momento apoyada en la pared para respirar. Le ardía el rostro y por primera vez ese día la niebla le pareció agradable.
Ha sido un error garrafal, pensó. Se obligó a respirar hondo. Todo irá bien.
7
La niebla acabaría por disiparse ese día. Se notaba. Pero seguía allí, un verdadero muro de algodón que se lo tragaba todo, que conseguía que cualquier sonido pareciera lejano y atenuado. De vez en cuando la atravesaba un débil rayo de luz, por poco tiempo y como si se tratara de un error, aunque en realidad aparecía para anunciar que en algún lugar el cielo era azul y que la niebla no se quedaría en la bahía y en la ciudad para siempre.
Leslie y Dave ya habían salido de la cafetería y recorrían el paseo marítimo, la Marine Drive, un camino ancho y fortificado que rodeaba el castillo que estaba en la parte norte de la bahía.
A mano izquierda se alzaban las afiladas peñas de la montaña, mientras que a mano derecha el camino quedaba delimitado por un muro de piedra de color claro. Los toscos bloques de hormigón formaban el rompeolas.
Detrás quedaba el mar, aunque apenas si se distinguía. La niebla seguía siendo demasiado densa.
En principio solo habían querido dar un pequeño paseo, pero el aire frío en los pulmones les pareció delicioso, incluso la humedad en las mejillas los sedujo. Siguieron caminando sin pensar por un momento ni en un destino concreto ni en el camino de vuelta.
Dave había preguntado a Leslie cómo había sido su madre, y ella se extrañó al ver que respondía con soltura y sin dudar.
—Siempre estaba alegre. Llevaba ropa de colores, muy larga, y el pelo hasta la cintura, con cintas de colores trenzadas. En realidad era rubia como yo, pero se teñía el pelo de rojo con henna. La henna le teñía también las palmas de las manos. Solo recuerdo las manos de mi madre de ese extraño color anaranjado.
»Creo que siempre estaba alegre porque iba colocada a todas horas. Viajaba de un festival hippy a otro. Recuerdo las hogueras, muchos hombres y muchas mujeres a los que no conocía, todos vestidos igual que mi madre. Y siempre sonaba una guitarra, siempre circulaban los porros. Creo que también tomaban LSD y quién sabe qué más. Mi madre bailaba conmigo. Alrededor del fuego, pero también en casa, en el salón. Le encantaba la música de Simon y Garfunkel. Escuchaba «Bridge over Troubled Water» hasta la saciedad.
En ese punto ella detuvo su discurso y lo miró, casi extrañada de que hubiera llegado a confiarle incluso aquello.
—Todavía sigo sin poder oír esa canción, Dave. No puedo oírla sin pensar en ella y que me vengan ganas de llorar de tristeza. Tengo que apagar la radio al instante o salir de la habitación en la que esté sonando. No puedo aguantarla.
El rostro de Dave brillaba debido a la humedad de la niebla.
—Era tu madre. Te amaba y tú la amabas a ella.
Leslie desvió la mirada de él y la dirigió al infinito gris.
—Recuerdo que solía decirme que yo era el regalo más bonito que había recibido en su vida. El mejor regalo de todos.
—Tu padre…
Ella se encogió de hombros.
—No lo sabía. Quiero decir que mi abuela no lo sabía. A veces mi madre decía que me había «pillado» en un festival, como si hablara de una mariposa estupenda que hubiera llegado volando y se hubiera quedado con ella. Más adelante comprendí que lo único que eso significaba era que había estado follando sin ton ni son cuando no tenía ni dieciocho años y que se quedó embarazada sin saber exactamente de quién. No sé quién es mi padre, Dave. Jamás lo sabré. Durante la infancia y la adolescencia me inventaba los padres más variados que podía imaginar. Hombres geniales que por motivos laborales se pasaban la vida viajando por todo el mundo, y me decía que por eso no llegaba a verlos nunca. Una vez aseguré que mi padre trabajaba en la Casa Blanca, en Washington, pero ninguno de mis compañeros de clase me creyó y a partir de entonces pasé a obviar el tema. No hacían más que preguntarme si mi padre era el presidente de Estados Unidos y luego se partían de risa a mi costa. Dejé de hablar acerca de mi padre. Tampoco es que hubiera nada por explicar.
Él sonrió, pero su mirada se mantuvo seria.
—No debe de ser fácil. Quiero decir, que hay muchos niños que han crecido sin padre por un motivo u otro, pero al menos sabían quién era. Tenía un nombre y un rostro. Un empleo, una carrera, una familia de la que procedía. Pero no saber en absoluto quién es tu padre, no tener ni el más mínimo punto de referencia… Supongo que no debe de ser posible investigarlo, ¿verdad?
—No, ¿cómo iba a hacerlo? Mi madre se enrollaba con todo el mundo, sobre todo con hombres a los que no conocía de nada, y casi siempre iba tan colocada que cinco minutos después de haberlo hecho ni siquiera los habría reconocido. Además, yo era demasiado pequeña para recordar los lugares en los que estuvimos, no hablemos ya de qué personas rondaban por esos sitios. Fue a finales de los sesenta y principios de los setenta.
—Tomaba drogas, dices —preguntó Dave con cautela—. Eso significa… Bueno, no me imagino que pudiera ser solo divertido, que siempre fuera previsora, cariñosa. La gente que toma drogas…
Dave se detuvo, pero Leslie supo al instante a qué se refería.
—Lo más extraño, Dave, es que cuando pienso en ella siempre se me aparecen momentos maravillosos. La recuerdo bailando, riendo, me acuerdo de cómo me abrazaba. De buenas a primeras no hay nada que enturbie esa imagen que tengo de ella. Pero si me pongo a pensar, si hago el esfuerzo consciente de recordar… entonces todo es distinto y nada es tan bonito. Porque en mi mente resurgen otras cosas… Y la veo durmiendo en su cama durante todo el día, mientras yo intento despertarla porque tengo hambre. Y frío. Pero no se levanta. Vuelvo a rememorar el miedo que sentía cuando me despertaba por la noche y me daba cuenta de que ella no estaba, de que me había dejado sola en casa. Yo lo registraba todo, hasta el último rincón, entraba incluso en el sótano… Vivimos durante un tiempo en Londres, en una casa con jardín en estado ruinoso que mi madre consiguió por un alquiler irrisorio. Las vigas crujían continuamente, los cristales de las ventanas tintineaban cuando soplaba el viento. Había corrientes de aire. La única calefacción posible procedía de una estufa de hierro colado, pero era necesario comprar leña. Que ella comprara leña. ¿Cuándo iba a hacerlo? Pasado el tiempo, mi abuela me contó que le extrañaba que hubiera sobrevivido a la primera infancia. Que siempre hacía mucho frío en nuestra casa, que teníamos la nevera vacía y que no había más que hombres con el pelo largo y aspecto extraño acurrucados por los rincones liando cigarrillos. En realidad, Fiona nos visitaba muy poco, porque mi madre y ella no se llevaban nada bien. Mamá se había largado de casa a los dieciséis años, había pasado un año en un centro de menores y luego había vuelto para marcharse de nuevo justo antes de cumplir los dieciocho. Se quedó embarazada y fue tirando con varios empleos eventuales con los que no ganaba casi nada. Tenía que mantener el contacto con su madre porque de vez en cuando necesitaba pegarle un sablazo. Fiona decía que siempre que iba a pedirle dinero lo hacía conmigo en brazos, porque de no haber sido por mí Fiona no habría querido saber nada más de su hija. Cuando cumplí los dieciocho, Fiona me contó que incluso había iniciado un proceso para conseguir mi custodia. Por aquel entonces yo tenía tres años y Fiona estaba convencida de que mi madre no me estaba criando de forma aceptable. Imagínatelo, Dave, le puso un pleito a su propia hija. Lo perdió, pero con los años no hacía más que aludir a esa historia para que me diera cuenta de lo mucho que había luchado por mí y para que yo reconociera lo agradecida que tenía que estarle. Y tal vez sea verdad que tengo que agradecérselo.
Horrorizada, Leslie constató de que se le estaban llenando los ojos de lágrimas, pero luchó por contenerlas.
—Durante los años en los que viví con Fiona, a menudo venían amigos suyos a visitarla, y casi siempre había alguien que me acariciaba el pelo y me decía que podía considerarme muy afortunada de tener una abuela como esa, que era una suerte que se hubiera ocupado de mí de aquel modo. Lo que en realidad querían decir era que había sido una suerte que mi madre hubiera muerto tan joven.
Las lágrimas fluían ya por sus mejillas. Leslie sabía que en cualquier momento perdería la compostura.
—O sea, que yo me sentía agradecida. Y cumplí todos los deseos de Fiona. Fui aplicada y estudié medicina. He tenido éxito en mi profesión. Fiona quería que encontrara a un hombre íntegro, por lo que me casé con Stephen. Teníamos una bonita casa. Nos ganábamos bien la vida. Gozábamos de prestigio. Y yo me sentía de maravilla cuando Fiona me demostraba que estaba contenta conmigo. Yo la compensaba por lo que le había hecho su hija. Aquella hija hippy que había muerto por culpa de las drogas. Por lo menos tenía una nieta presentable. Pero hubo una cosa que no consiguió: quería que viera a mi madre como alguien incapaz de dirigir su propia vida, irresponsable, imprudente, débil. Y no puedo, Dave.
Leslie lo miró y la voz empezó a temblarle debido a los sollozos. Pensó: Mierda, estoy llorando a moco tendido, como una chiquilla.
—Quiero conservar esa imagen que tengo de mi madre, Dave. Quiero recordarla cantando, bailando y riendo. Quiero recordarla diciéndome que yo era el mejor regalo que había recibido en toda su vida. Me amaba. Ella sabía amar. Fiona no supo hacerlo jamás.
Lloraba como si no fuera a dejar de hacerlo nunca, y de repente se preguntó: ¿Cómo es posible que me esté sucediendo esto? ¿Qué ha hecho él para que le cuente todo? ¿Cómo ha conseguido que llore? A Stephen nunca se lo conté de este modo. Con Stephen no lloré así jamás.
Permitió que Dave la abrazara y se aferró a él. Procedente de alguna parte les llegó el graznido atenuado de un ave marina. Estaba junto al mar, envuelta por la niebla, con la cara apoyada en el hombro de un desconocido y llorando. Lloraba por la muerte de su abuela. Lloraba por su madre.
Lloraba porque tenía frío. Porque había tenido frío toda la vida.
8
—Tengo miedo de estar cometiendo un error —dijo Ena—, o de que en algún momento llegue a arrepentirme de mi decisión. Llevo demasiado tiempo sola, ¿sabe? Y cuando apareció Stan… Pero por algún motivo… esto no funciona. Las cosas no van como deberían.
Estaban sentadas en una pequeña cafetería del centro de la ciudad, frente a una mesita redonda con dos tazas de café vacías y dos vasos de agua. La cafetería estaba llena de gente que buscaba protegerse del mal tiempo. Olía a abrigos de lana húmedos, y cada vez que entraba o salía alguien la humedad se apoderaba del local. Ena parecía preocupada e infeliz.
Jennifer se inclinó hacia delante.
—¿Cuál es ese error que tanto miedo le da?
Ena respiró hondo.
—Romper con él. Tengo miedo de que sea un error. Pero también tengo miedo de equivocarme si sigo con él. Me gustaría tomar la decisión correcta.
—¿A qué se dedica?
—Trabajo para un abogado. Aquí en Scarborough.
—¿Y hoy tiene fiesta?
—Me he tomado el día libre. Para poder pensar en ello. Porque… Es que ya no puedo concentrarme. Apenas consigo dormir.
Jennifer hizo una señal a la camarera y pidió dos tazas de café más. La conversación con Ena iba para largo al parecer. Lo intuyó desde el principio.
—¿Cuánto tiempo lleva con Stan?
Ena no tuvo que pensar para responder.
—Desde el veinte de agosto. Fue un miércoles. Después del curso me invitó a tomar una copa de vino y me dijo que… que se había enamorado de mí.
—¿Fue una sorpresa para usted?
—Gwen siempre me estaba diciendo que Stan se había fijado en mí. Habíamos trabado cierta amistad con Gwen. Y desde principios de agosto empezó a trabajar en la escuela esa empresa de construcción. Estaban desplazando los tabiques en casi todos los edificios para ampliar las aulas y las obras se prolongaron. Stan siempre se quedaba cuando el resto de los trabajadores se iban. Y siempre se ocupaba de tareas bastante tontas frente al aula en la que se impartía el curso. Me miraba… Sí, ya me había dado cuenta. Pero era algo nuevo para mí. Que un hombre se fijara en mí, quiero decir.
—Pero usted solo iba los miércoles. Stan no debió de verla durante mucho tiempo antes de revelarle sus sentimientos, ¿no?
—No. Eso es lo que me hizo dudar. Pero Stan cree en el amor a primera vista. Dice que sabe enseguida cuándo ama a una mujer. Que si no lo siente durante el primer segundo, nada. Y que en mi caso… bueno, que sí, que fue en el primer segundo.
—¿Y usted no se lo cree?
—Sí —respondió Ena, algo incómoda—. Sí, le creo.
La camarera les sirvió el café. Jennifer removió el suyo a pesar de no haberle echado leche ni azúcar. Lo tomaba solo, pero necesitaba mantener las manos ocupadas de algún modo.
—Ena, ¿qué la tiene tan preocupada? ¿Por qué parece usted tan… infeliz, tan desanimada? ¿Por qué está valorando la posibilidad de romper con Stan?
Ena dudó un momento.
—Es que me cuesta respirar —dijo al cabo—. Me tiene absolutamente asediada. Lo controla todo. Él decide lo que comemos, lo que bebemos, si saldremos o no, lo que vemos en la tele, la hora de ir a dormir, la hora de levantarse, cómo debo vestirme, cómo debo arreglarme el pelo… Todo, ¿comprende? Es que yo al final no decido nada de nada. Menos cuando él está trabajando. Entonces sí que puedo hacer mis cosas, como ahora, simplemente estar aquí sentada con usted, tomando café. Pero esta noche querrá que le cuente al detalle todo lo que he hecho durante el día. Sabe que hoy no trabajo. Ocultárselo habría sido imposible, porque no hace más que llamarme a la oficina. Me llama tan a menudo que mi jefe empieza a estar molesto, y cuando se lo conté a Stan, se puso furioso. Dijo que debería buscarme otro empleo. Pero aunque lo encuentre, también me llamará allí siempre que le plazca.
Ena guardó silencio un instante antes de proseguir en voz más baja.
—Al mismo tiempo, es muy atento. Por eso tengo este cargo de conciencia. Me pregunto si no serán más que imaginaciones mías. Tal vez lo único que necesito es un poco de tiempo para acostumbrarme a compartir mi vida con alguien más. Quizá sea de lo más normal, y soy yo quien reacciona histéricamente porque soy tan rara que… —Dejó la frase inacabada.
Jennifer sintió cierto recelo.
—¿Eso es lo que él dice? ¿Que es usted una histérica y que es rara? ¿Que en cambio las reacciones que él tiene son normales?
—Él lo ve de ese modo, sí.
Jennifer intentó elegir con sumo cuidado las palabras.
—Ena, apenas la conozco. Y menos aún a su novio. En principio no debería permitirme emitir ningún juicio de la situación y, a decir verdad, en la actualidad estoy envuelta en algo que me tiene superada. Pero por lo que me cuenta… Bueno, a simple vista ya me pareció que Stan era especialmente dominante. Puede que lo haga con buena intención, pero no se preocupa lo suficiente por saber cuál es su opinión, por saber qué tipo de persona es usted en realidad. Tal vez no debería terminar con la relación, pero sí distanciarse un poco. Darse tiempo. Descubrir lo que siente si no se ven durante un par de semanas. Eso también le dará a él la oportunidad de pensar en usted, de cambiar su manera de comportarse. Tal vez ni siquiera sea consciente de estar asfixiándola.
Ena parecía escéptica.
—Stan no estará de acuerdo.
—Pero tendrá que aceptarlo —dijo Jennifer.
Ena asintió, muy ensimismada, perdida en sus cavilaciones. De repente, volvió a mirar a Jennifer y esta pudo ver en sus ojos una determinación que no había percibido hasta entonces.
—Jennifer, ¿podría hacerme un favor?
—Si está en mis manos…
—Hay algo más. Algo que me atormenta mucho más que todo cuanto le he contado. En realidad es de eso de lo que quería hablar con Gwen. Necesito explicárselo a alguien, de lo contrario me volveré loca.
—Ena, yo…
—Es que no tengo a nadie y necesito una opinión objetiva para no seguir sintiéndome tan perdida. No consigo sacarme de encima este desasosiego.
—¿También está relacionado con Stan Gibson? —preguntó Jennifer, inquieta por la contundencia de esas palabras.
—Sí. Pero no tiene nada que ver con nuestra relación.
—Es que no entiendo cómo…
Ena cogió el bolso que había colgado del respaldo de la silla y sacó un manojo de llaves del bolsillo lateral.
—Mire. Es la llave del apartamento de Stan. Puedo entrar y salir cuando quiera y ahora él no está en casa. ¿Sería tan amable de acompañarme?
Jennifer se sintió muy incómoda. No tenía nada que ver con Ena Witty ni con Stan Gibson. No conocía a ninguno de los dos. La idea de entrar en casa de un hombre completamente desconocido y sin su permiso le produjo un profundo malestar.
—¿No podemos hablarlo aquí, en la cafetería?
—No. Debo enseñarle algo.
—Esto es muy embarazoso —dijo Jennifer.
—Por favor, no estaremos mucho rato. Diez minutos. ¿Puede dedicarme ese tiempo?
Era la una y media. El siguiente autobús hacia Staintondale salía a las cuatro y cuarto. Jennifer sabía que tendría que pasar aún un buen rato vagando por la ciudad sin saber qué hacer. Si le hacía a Ena Witty ese favor que con tanta insistencia le estaba pidiendo, al menos emplearía el tiempo en algo útil.
—Tengo un momento, sí —dijo finalmente—, aunque… De acuerdo, iré con usted. Pero le aseguro que no pienso quedarme más de diez minutos en el piso.
El alivio que sintió Ena fue más que evidente.
—Se lo agradezco. Se lo agradezco muchísimo. Stan vive casi a la vuelta de la esquina. Justo en Saint Nicholas Cliff.
—Vayamos, entonces —dijo Jennifer mientras sacaba el monedero del bolso—. ¿Está absolutamente segura de que a mediodía no volverá a casa? La situación podría ser muy embarazosa.
—Hoy está en una obra en Hull. Seguro que no irá. Pero aparte de eso, Stan siempre me dice que su casa es mi casa. Y usted es amiga de Gwen desde hace años. No creo que tenga nada en contra de que entre en lo que él llama nuestra casa.
Pagaron y salieron a la calle. Entretanto, había empezado ya a llover. La niebla se había disipado un poco, pero el sol no había conseguido imponerse.
—Tenemos que bajar por Bar Street —dijo Ena.
¿Por qué la gente siempre acude a mí en busca de ayuda?, se preguntó Jennifer. ¿Y por qué no consigo desembarazarme de mi tendencia a prestar ayuda a pesar de que me haya costado el trabajo, la confianza en mí misma y la independencia?
Se limitó a seguir a Ena por la calle.
9
—¿A tu casa o a la mía? —preguntó Dave.
Habían subido la empinada escalera que llevaba del puerto a la ciudad y estaban en lo más alto, bajo una fuerte lluvia que parecía arreciar con cada minuto.
Leslie dudó un momento.
—No sé cómo estás tú —prosiguió Dave—, pero creo que aquí fuera cada vez se está peor. Y tampoco tengo ganas de meterme en una cafetería atestada de gente, en la que huela a abrigo húmedo y donde uno no pueda ni oír lo que él mismo dice a causa del griterío.
Ella lo miró a los ojos. Tenía unos ojos bonitos, inteligentes, con una vivacidad que siempre había echado en falta en los de Stephen. Un hombre que no tenía la vida bajo control pero que tampoco parecía un eterno perdedor. Ahí radicaba mucha de esa energía con la que era evidente que afrontaba la vida. Dave Tanner era un hombre por el que sentía atracción, se dio cuenta de ello tan súbitamente que casi se asustó.
Y acto seguido el miedo se disolvió y solo quedó aquella especie de conciencia, tan inesperada como extraña, de que Dave era la respuesta a la pregunta que llevaba dos años planteándose sin cesar, la pregunta acerca del después. La vida después de Stephen. ¿Qué le deparaba la vida a una mujer que se encontraba en el umbral de los cuarenta, divorciada, con éxito profesional, pero que en el ámbito privado tan solo tenía miedo a enfrentarse a un futuro lleno de soledad? A llegar cada noche a un piso a oscuras, a desayunar sola cada domingo, a sentarse sola frente al televisor cada sábado por la noche, a consumir cada vez más alcohol como si a la larga fuera algo sano, durante los siguientes treinta, cuarenta años.
De repente, pensó: ¡Por supuesto que hay futuro! ¡Por supuesto que tendré alguna otra relación! No ahora que Fiona acaba de morir. No con Dave, que es el prometido de Gwen. Pero habrá más hombres. Y sabré abrirles mi corazón.
Era como si Stephen, al romper su fidelidad, la hubiera metido, además, dentro de una especie de campana de cristal tan diáfana que, si bien le habría permitido apreciar el mundo y la vida, la encerraba de un modo tan hermético que no había podido participar en nada, porque no había nada que se le hubiera podido acercar. Había hecho lo que debía, había superado todas las rutinas de forma enérgica y competente, sin embargo había seguido con aquella frialdad interior, lejos de cualquier persona, completamente sola. Incapaz de reconocer los sentimientos que despertaba en los demás y aún más incapaz de aceptarlos.
Algo estaba cambiando. Se hallaba bajo la lluvia en la costa de Scarborough y era capaz de sentir la atracción que le provocaba un hombre. Reaccionaba a él. Había llorado entre sus brazos.
Tan solo una semana antes, una escena como aquella le habría resultado impensable.
La doctora Leslie Cramer se había echado a los brazos de un hombre al que apenas conocía y se había desahogado llorando de la opresión que ejercían en ella la frialdad y la pérdida que habían marcado su infancia y su adolescencia. Estaba tan irritada consigo misma que a punto estuvo de soltar una carcajada, más de desesperación que de felicidad, pero consiguió contenerla. Reír no habría sido adecuado para ese momento.
—Solo pensaba en tomar una taza de té —dijo Dave—, en charlar un poco, tal vez escuchar música. Nada más.
¿Qué había de malo en eso?
—Mi casa, o mejor dicho la casa de Fiona, no es el mejor lugar —dijo Leslie—. A menos que te apetezca conocer a mi ex marido.
—No mucho, la verdad —admitió Dave.
—Entonces tendrá que ser en tu casa.
Leslie no quería imaginarse lo que Gwen diría acerca de esa cita en la habitación de Dave. No tenía la impresión de estar jugando con fuego. Consideraba que tanto ella como Dave Tanner eran prisioneros de aquella situación, que para ambos resultaba igual de incierta y confusa debido a lo mucho que los había conmocionado aquel crimen que había irrumpido tan súbitamente en sus vidas. Ninguno de los dos sabía a ciencia cierta cómo se sucederían los acontecimientos.
Sin embargo, Gwen no tenía por qué enterarse de aquel encuentro. Al fin y al cabo, decidió Leslie, lo que ocurra en la habitación de Dave depende de mí.
Recorrieron el camino a pie en un silencio armónico. Tanto uno como el otro estaban tan empapados que ya no les importaba seguir mojándose.
Con el mal tiempo, Friargate Road parecía triste y abandonada. La lluvia golpeaba los cristales de las ventanas, gorgoteaba por los canalones y colmaba de agua los diminutos jardines. Oyeron una música estridente que procedía de alguna de las casas. Frente al mercado se encontraron con un par de grupos de adolescentes que bebían cerveza con los iPods puestos y que daban patadas a las latas vacías, muertos de frío. Gritaron unas cuantas obscenidades mientras Dave y Leslie pasaban por su lado y finalmente estallaron en carcajadas de lo borrachos que iban ya a esas horas.
Al llegar a casa de la señora Willerton, un tipo salió de un coche que estaba aparcado al otro lado de la calle. Leslie ni siquiera había reparado en él. El individuo se subió las solapas del abrigo y acudió al encuentro de la pareja con paso ligero. A Leslie le sonaba de algo su cara, pero no acababa de ubicarlo con exactitud. Se detuvo justo delante de ellos y les bloqueó el paso mientras les mostraba la identificación.
—Sargento Reek —se presentó—. Señor Tanner…
—Hola, sargento —dijo Dave en tono amistoso.
Reek se guardó de nuevo la identificación en el bolsillo interior del abrigo.
—Señor Tanner, tengo que pedirle que me acompañe inmediatamente a comisaría. La inspectora Almond quiere hacerle unas cuantas preguntas.
—¿Ahora?
—Sí. Ahora mismo.
—Como ve, sargento, tengo visita, y…
—Ahora mismo —insistió Reek.
Dave se apartó un par de mechones mojados de la frente. No parecía inquieto, pero sí irritado.
—¿Significa eso que se me lleva detenido?
—Señor Tanner, solo se trata de unas cuantas preguntas de las que necesitamos saber la respuesta cuanto antes. Tenemos serias dudas acerca de su declaración respecto a la noche del sábado. Usted es el primer interesado en disipar esas dudas cuanto antes. —La forma de expresarse y el tono de voz de Reek, a pesar de la cortesía, hicieron comprender a Dave que no tenía más elección que acceder a su petición.
Bajó la mirada.
—¿Puedo entrar y cambiarme de ropa rápidamente para ponerme algo seco? A decir verdad, voy empapado hasta los calzoncillos y no me apetece pillar un resfriado en la comisaría, sargento.
—Lo acompaño —dijo Reek.
Dave se volvió hacia Leslie.
—Lo siento. Como ves, no conseguiré hacer nada al respecto.
—¿Qué pueden tener en tu contra, Dave?
—Ni idea —respondió él encogiéndose de hombros—. Lo más probable es que lo aclaremos enseguida. Pero, Leslie, quiero que sepas que por muchas cosas que pudiera haberme reprochado, yo no maté a tu abuela. Como tampoco maté a Amy Mills. No voy por ahí asesinando a mujeres, te lo juro. Por favor, no dudes de mí.
Leslie asintió. Sin embargo, Dave notó el desconcierto en la mirada de ella y levantó la mano para acariciarle levemente la mejilla en un gesto tan desesperado como afectuoso.
—Por favor —repitió.
—No dudo de ti —dijo Leslie. Se preguntaba por qué deseaba a toda costa poder hacer algo por ayudarlo de algún modo.
—Señor Tanner —lo apremió el sargento Reek, cada vez más impaciente y más calado por la lluvia.
—Voy enseguida —dijo Dave.
Los dos hombres entraron en la casa de la señora Willerton. Leslie se los quedó mirando bajo la lluvia, contempló aquella escena que le parecía tan irreal. Contempló cómo Dave metía la llave en el cerrojo y abría la puerta. Cómo entraba acompañado por el sargento. Cómo la puerta se cerraba tras ellos.
Dave Tanner ni siquiera volvió la vista.
10
—Qué raro —dijo Colin— que Jennifer todavía no haya vuelto.
Estaba ante la puerta del pequeño despacho. Gwen se encontraba sentada ante el escritorio, con el ordenador encendido y movía el ratón muy concentrada.
—¿Por qué? —preguntó tras levantar la mirada.
—Ya son casi las dos y el tiempo es un desastre. ¿Qué debe de estar haciendo tanto rato en la ciudad?
—Estará sentada en una cafetería, esperando a que la lluvia amaine para no llegar con los pies empapados a la parada del autobús —dijo Gwen en una demostración de ese pragmatismo absoluto tan propio de ella y que, no obstante, tan poca gente le habría atribuido—. Además, si ha perdido el autobús de la una, tendrá que esperar hasta el de las cuatro y cuarto. ¡Es lo que tiene vivir en el campo, Colin!
—Sí… —dijo este.
Tras él estaban Cal y Wotan. Wotan gimió.
—Los perros la echan de menos.
—No tardará en llegar —respondió Gwen con aire distraído.
Colin entró entonces en el despacho.
—¿Dónde está tu padre?
—Se ha acostado. No está bien. Creo que le ha afectado mucho la muerte de Fiona.
—Ya —dijo Colin.
Gwen y Colin dejaron la mirada perdida por encima del escritorio.
—Hace un momento me has dicho que… ¿Dices que Dave Tanner conoce toda la historia? —preguntó Colin en voz baja. Chad Beckett podía bajar por la escalera en cualquier momento.
Gwen respiró hondo.
—Sí.
—¿Se la has dado a leer tú?
—Sí.
—¿Y cómo ha reaccionado?
—No ha opinado al respecto.
—Supongo que el mal concepto que ya pudiera tener acerca de Fiona no debe de haber mejorado precisamente después de leerlo.
—Me temo que no —respondió Gwen.
A Colin le llamó la atención lo cansada que parecía. Cansada y abatida. Las veinticuatro horas que ha pasado con su prometido no deben de haber sido muy excitantes que digamos, pensó Colin.
Le pareció verla tan frustrada que de buena gana la habría dejado en paz, pero una pregunta le ardía en el alma.
—¿No crees que toda esa historia de tu padre y Fiona debería saberla la policía? —preguntó con cautela.
Ella lo miró, ni enfadada ni sorprendida, solo triste.
—Pero entonces mi padre se enterará de que he leído los correos que le mandaba Fiona. De que los he impreso y os los he dado a leer a Jennifer y a ti. Y a Dave. Y no me lo perdonará jamás.
—Tal vez no le importe demasiado que alguien conozca la historia aparte de él. Me parece que Chad ha quedado un poco trastocado por la tristeza de haber perdido a Fiona. No creo que le afecte gran cosa aparte de eso para enfadarse.
—Aun así, preferiría que no llegara a saberlo —dijo Gwen—, por eso no quiero que la policía lea esos mensajes.
Su tono de voz sonó más resoluto que de costumbre. Colin sabía lo apegada que estaba a su padre. Una desavenencia con él durante mucho tiempo la afectaría. Además, no quería manchar la reputación de su padre, algo que podría llegar a suceder si la policía permitía que trascendiera públicamente su pasado. Y lo mismo respecto a la difunta Fiona. Su memoria quedaría también desacreditada, y durante muchos años había sido como una madre para Gwen. Le rompería el corazón que esas dos personas que en cierto modo eran su única familia no pudieran defenderse —Fiona, porque estaba muerta, y Chad, porque estaba encerrado en sí mismo— de la dureza y de la falta de piedad de la opinión pública.
—Gwen… —empezó a decir Colin con prudencia. Sin embargo, ella lo interrumpió con un tono de voz sorprendentemente arisco.
—Hay otra cosa que la policía debería saber antes que eso, Colin. Algo que a mí me parece mucho más significativo que esa vieja historia.
—¿A qué te refieres?
—A Jennifer —respondió ella.
Colin no comprendía nada.
—¿Jennifer?
Gwen se explicó sin mirarle.
—No hago más que pensar en ello. El sábado por la noche, Colin, ya sabes, nos preguntaron a todos qué estábamos haciendo en el momento de los hechos y dónde estábamos.
—Lo sé. ¿Cuál es el problema?
Gwen parecía estar luchando consigo misma. Más tarde, Colin pensaría que Gwen no habría llegado a mencionar lo que le dijo a continuación de no haberse sentido entre la espada y la pared. Se había visto obligada a disuadirlo, para que no siguiera insistiendo en que debía informar a la policía acerca de la historia de Fiona y solo había encontrado una manera de hacerlo: desplazando el centro de atención hacia otra persona. No obstante, por algún motivo Colin no dudó ni un momento de que lo que le contaba era cierto.
—Poco después de que nos enteráramos de la muerte de Fiona Jennifer vino a verme —dijo Gwen—. Afirmó que podía llegar a meterme en problemas porque podía considerarse que tenía motivos para matarla. Al fin y al cabo, Fiona prácticamente había echado a mi prometido de la granja. Me dijo que podía llegar a encontrarme en una situación peliaguda.
—¿En una situación peliaguda… frente a la policía?
—Sí. Y no le faltaba razón. Lo cierto es que aquella noche había solo dos personas que tenían motivos para estar furiosas con Fiona: Dave y yo.
—Sí, pero…
—Por eso Jennifer me ofreció una coartada.
—¿Qué? —preguntó Colin, atónito.
—Me dijo que les contara que había bajado a la cala con ella y los perros. Que ella lo atestiguaría. Y yo estaba… tan confusa y asustada que acepté.
Colin estaba horrorizado.
—¿Eso significa que en realidad tú no…?
—No. No bajé con ella a la cala. Pasamos un rato juntas en mi habitación y estuvo consolándome, pero después… se marchó sola. Yo me quedé aquí. Toda la noche. Aunque, claro, no tengo testigos de que así fuera.
Colin negó con la cabeza.
—Gwen, ¿eres consciente de lo que estás diciendo?
—Solo te lo he contado a ti —añadió Gwen—. No se lo diría a nadie más, pero… me paso el tiempo pensando que… bueno, Jennifer estaba rondando por ahí fuera sola cuando tuvieron lugar los hechos. En su momento ya se me ocurrió que tal vez podría ser al revés, ¿sabes?
—¿Al revés? —preguntó Colin, medio aturdido. Se sentía como si le hubieran dado un golpe en la cabeza.
¿Cómo había podido Jennifer ser tan tonta?
—Que tal vez lo que intentaba en realidad no era procurarme una coartada a mí, sino que era ella quien necesitaba una. No estoy afirmando que… Es decir, que no he creído ni por un momento que pudiera ser ella quien mató a Fiona. ¿Por qué tendría que haberlo hecho? Pero es extraño, ¿no crees, Colin? ¿Por qué mentiría a la policía? ¿Por qué quiso protegerse a toda costa?
11
Los grandes bloques de viviendas de Saint Nicholas Cliff tenían un aspecto bastante sórdido, incluido el Grand Hotel, cuya fachada parecía haber sufrido, sobre todo durante los últimos años, una exposición excesiva al viento y al salitre. El edificio en el que vivía Stan Gibson se encontraba en una esquina superior del conjunto y parecía abandonado. En la planta baja había una tienda de ropa femenina que, a juzgar por el escaparate, estaba dirigida a mujeres de mediana edad con un nivel de ingresos más bien bajo. Las ventanas de las viviendas que había encima eran pequeñas, y ya desde lejos se apreciaba que debían de cerrar mal y que no dejaban pasar mucha luz hacia el interior.
En definitiva, pensó Jennifer, no es un edificio en el que me gustaría vivir.
Se sintió incómoda mientras seguía a Ena por la sombría escalera, muy empinada y que crujía bajo el peso de las dos mujeres. Las paredes estaban recubiertas de un horrible papel pintado con un estampado floreado y olía a moho.
—Enseguida mejorará la cosa —dijo Ena—, su piso es muy bonito.
Jennifer no conseguía imaginarlo.
En la tercera planta, Ena se detuvo frente a una puerta y la abrió.
—Se lo ha reformado él mismo —explicó—. El casero estuvo de acuerdo. Y en mi opinión no le ha quedado nada mal. —Invitó a Jennifer a entrar.
Efectivamente, Jennifer tuvo que admitir que Stan había conseguido mejorar todo lo mejorable. Supuso que con anterioridad el piso debía de haber constado de varias habitaciones pequeñas y estrechas, pero Stan había eliminado algunos tabiques para conseguir un solo espacio de grandes dimensiones que se sostenía gracias a algunas columnas que había dejado intactas, así como a los estantes de madera que las unían y que convertían el espacio en un lugar muy acogedor. Había una cocina abierta reluciente, de acero inoxidable y granito negro, y un espacioso sofá esquinero alrededor de una falsa chimenea que, no obstante, quedaba muy decorativa. Los muebles escandinavos no parecían caros, pero eran de madera clara y tenían un aspecto agradable. Una puerta lacada de color blanco daba, según Ena, al dormitorio. Más allá, todavía había un baño.
—Recién alicatado, con una ducha estupenda, un lavamanos amplísimo y muchos espejos.
Jennifer pensó que, si bien Stan no acababa de gustarle, al menos le gustaba su hogar. Mejor eso que nada.
Dio unos pasos por la habitación y miró por una de las ventanas. Puesto que el piso quedaba bastante elevado, desde allí podía divisarse el mar. Por debajo del edificio se veía la ancha calle de dos direcciones, con los carriles separados por una mediana ajardinada. Al otro lado de la calle, había un par de bloques de pisos, algunos comercios y el Grand Hotel.
Realmente no era un mal lugar para vivir, pensó Jennifer tras corregir la primera impresión que le había causado aquel edificio.
Se sobresaltó al notar que Ena se le acercaba de repente.
—En la casa que hay justo enfrente —le dijo esta— vive Linda Gardner.
La casa tenía una especie de cornisa larga y estrecha a la que le faltaba un fragmento por uno de los lados.
—¿Quién es Linda Gardner? —preguntó Jennifer.
—Es la mujer para la que trabajaba de niñera Amy Mills. La estudiante que…
—Ah, sí. Ya sé —la interrumpió Jennifer—. Una historia terrible. Horrorosa.
Y muy parecida a la nuestra, pensó.
—Aquella noche de julio salió de esa casa —le contó Ena—, cruzó por el puente y luego se dirigió hacia los Esplanade Gardens. Fue la última vez. El piso de la señora Gardner se encuentra a la misma altura que el de Stan.
Jennifer contempló las ventanas del edificio de enfrente. Le parecieron oscuras madrigueras enmarcadas por cortinas con volantes.
De repente, notó un estremecimiento, pero lo atribuyó al ambiente lluvioso y gris que reinaba fuera. Apartó la mirada de la ventana.
—Quería usted explicarme algo, ¿no? Y mostrarme algo, también.
—Sí —dijo Ena—, antes que nada quería enseñarle esto. El bloque de enfrente. El piso. Y esto de aquí.
De un rincón sacó un trípode con un telescopio negro. Lo colocó frente a la ventana.
—Desde aquí la observaba.
Jennifer no acababa de comprenderlo.
—¿Quién? ¿Quién observaba a quién?
—Stan. Observaba a Amy Mills. Las noches que pasaba en ese piso. Con el telescopio se ve perfectamente el interior, se reconoce todo. Por las noches, al menos, si tienen la luz encendida. Pero siempre era de noche cuando ella estaba allí.
—¿Qué? —preguntó Jennifer, que ya empezaba a comprender lo que Ena le estaba contando. Aun así, esperaba que hubiera algo que no estuviera entendiendo como era debido—. ¿Qué me está contando, Ena?
—No es una idea absurda que yo me haya inventado, Jennifer. Me lo contó él. Hace un par de días. Stan me explicó que espiaba a Amy Mills cuando estaba allí arriba, y de hecho me mostró lo bien que se ve el piso con esto. Pudimos ver a la señora Gardner y a su hija. Mientras le leía un cuento y…
—¿Stan le confesó que espiaba a Amy Mills?
—Sí. Y durante varios meses. Parecía como si… como si estuviera muy satisfecho de ello. «¿Aquella joven que ahora está muerta?, yo la conocía muy bien», me dijo, y luego me salió con este trasto. Yo me quedé de piedra, pero él no se dio cuenta. Se jactó de tener un telescopio buenísimo con el que… con el que incluso podía verle el color de las bragas. Es que también se ve el cuarto de baño, ¿sabe?
Jennifer se llevó la mano a la sien. Notó un leve vahído.
—Esto es… esto es muy inquietante —dijo al cabo.
—Pero la cosa no acaba ahí —dijo Ena. Era evidente lo bien que le estaba sentando el hecho de poder confiar finalmente a alguien todas esas cosas—. Anteayer encontré algo… Y desde entonces no me siento nada bien. Sabía que no sería capaz de quedármelo para mí, necesitaba contárselo a alguien.
Se llevó a Jennifer hasta una pequeña cómoda frente a la que se arrodilló para intentar abrir el cajón inferior.
Jennifer se volvió nerviosa hacia la puerta de la entrada. Los escalofríos se habían vuelto más intensos y ya no tenían nada que ver con el frío que reinaba ese día.
—¿Está completamente segura de que su novio no se dejará caer por aquí de repente?
—No puede pegar un salto y venir desde Hull a mediodía —dijo Ena, aunque no sonaba convencida del todo.
—¡Rápido! —la apremió—. ¡Échele un vistazo!
Por fin consiguió abrir el cajón. Estaba lleno hasta los topes de fotografías de todos los tamaños, imágenes en color pero también en blanco y negro, algunas incluso enmarcadas, otras pegadas a paspartús de papel. Ena cogió un buen puñado y se las pasó a Jennifer, que también estaba en cuclillas junto a ella.
—¡Tome!
Todas las imágenes mostraban a la misma joven. La mayoría de ellas eran fotografías de grano grueso que parecían haber sido tomadas desde mucha distancia. Mostraban a la joven paseando por las rocas, en la playa, caminando por una calle, saliendo de un supermercado, comiendo en un McDonald’s, en el interior de una casa, leyendo, viendo la tele, mirando por la ventana.
—¿Quién es? —preguntó Jennifer, a pesar de saberlo ya. La voz le salió ronca al formular la pregunta.
—Amy Mills —respondió Ena—. Lo sé porque después de que la asesinaran vi su foto en el periódico. Es Amy Mills prácticamente en todas las situaciones cotidianas posibles. Ya lo ve. —Hizo un gesto con la mano para señalar el cajón abierto—. Está lleno de fotos de ella.
—La mayoría fueron tomadas con un teleobjetivo —dijo Jennifer—, y no parece que Amy Mills fuera consciente de que la estaban fotografiando.
—Debió de seguirla a todas horas —dijo Ena—. Al menos los fines de semana, cuando él no estaba trabajando, o mientras estaba de vacaciones o por las noches. La fotografiaba sin descanso.
Jennifer tragó saliva, se le había secado por completo la garganta. Volvió a mirar en dirección a la puerta.
—¿Esto también se lo ha mostrado Stan?
Ena negó con la cabeza.
—No. Como ya le he dicho, esto lo encontré. Y a él no se lo he mencionado. ¿Sabe?, lo del telescopio ya no me gustaba nada, pero intenté convencerme de que había sido una coincidencia que justamente hubiera estado observando a Amy. Me dije a mí misma que había sido casualidad que viviera justo en el piso de enfrente y que había sido mala suerte que ella acabara siendo víctima de un asesinato. Pero las imágenes… es que parece talmente como si…
—Como si se hubiera obsesionado con ella —dijo Jennifer—. Por lo que veo, Ena, esto puede considerarse acoso. Incluso a pesar de que la víctima no fuera consciente de ello.
—Pero el acoso no implica necesariamente asesinato —replicó Ena.
La palabra «asesinato» quedó suspendida en el aire como una disonancia en el silencio del piso. Una disonancia tan aguda y tan penetrante como un mal olor. Eso arrancó a Jennifer de la inmovilidad en la que se había sumido. Se levantó con las fotografías en la mano.
—¿Sobre esto es sobre lo quería hablar con Gwen?
Ena también se puso de pie.
—Quería preguntarle qué debería hacer. No conseguía decidirme yo sola.
Jennifer agarró con mano firme las fotografías. Su mirada volvió a dirigirse hacia la puerta.
—Tenemos que marcharnos. Si nos sorprende aquí…
—¿Cree que él…?
—No lo sé. No sé hasta qué punto debe de estar implicado en el asesinato de Amy Mills. Y no sé hasta qué punto podría ser peligroso para nosotras, pero tampoco me interesa lo más mínimo comprobarlo. Vamos. Tenemos que largarnos de aquí.
—Y luego ¿qué?
—Me llevo estas fotos. Las entregaremos a la policía. Y tiene que contarles todo lo que me ha explicado a mí, Ena. La policía debe saberlo.
Ena pareció perder de golpe toda la energía que había estado demostrando a lo largo de la última media hora. De repente bajó los brazos, derrotada.
—Pero entonces ¿qué será de mí? Ya no querrá estar conmigo.
—¿Es que quiere usted estar con alguien que…?
—Que ¿qué?
—¿Que tal vez haya cometido un terrible asesinato?
—¿Y si no fue él?
Jennifer agitó las fotos que tenía en la mano.
—¡Es que todo esto ya no es normal! ¡Lo del telescopio no es normal! Ese hombre sufre un trastorno, en cualquier caso. Y de todos modos usted no es feliz con él, me lo ha estado contando antes. ¡Por favor, Ena, no perdamos ni un minuto! ¡No podemos quedarnos más tiempo aquí!
Finalmente, Ena reaccionó. Se agachó y cerró el cajón.
—Sí. De acuerdo. Solo quiero coger algo antes. Todavía tengo algunas cosas personales y no sé si volveré a… —La voz le temblaba.
—Dese prisa —la apremió Jennifer.
Se acercó de nuevo a la ventana mientras Ena corría de aquí para allá. Lluvia. Lluvia. Lluvia. Y al otro lado de la calle la ventana oscura del piso en el que Amy Mills había pasado aquella noche de miércoles. Una oscura ventana que cuando se iluminaba quedaba expuesta a las miradas.
¿Quién era Stan Gibson? ¿Un voyeur? ¿Un acosador?
¿Acaso un asesino?
Lluvia.
De repente se dio cuenta de qué era lo que tanto la inquietaba. Del motivo por el que no paraba de mirar hacia la puerta. Del motivo por el que el corazón le latía tan rápido y con tanta fuerza.
Llovía a mares. Los obreros de la construcción no podían trabajar cuando llovía tanto. Y no parecía como si fuera a amainar pronto.
Se volvió hacia Ena, que en ese momento estaba metiendo un par de fotos enmarcadas que estaban sobre la chimenea en una bolsa de plástico.
—¡Ena! Apuesto a que hoy volverá a casa más pronto. ¿Está lista? ¡Tenemos que salir de aquí!
—Enseguida —dijo Ena.
Jennifer volvió a mirar por la ventana para ver si había alguien por la calle. La voz le vibraba.
—¡Vamos!
12
Stephen no estaba cuando Leslie regresó al apartamento de Fiona. Lo primero que pensó fue que tal vez había salido a dar un paseo o a callejear un poco por la ciudad para entretenerse de algún modo, pero luego echó un vistazo en la habitación de invitados y tras la puerta entreabierta descubrió que faltaba la bolsa de viaje que había estado todo el tiempo encima de una silla frente a la ventana.
Decidió entrar. La cama estaba bien hecha y las puertas del armario estaban abiertas y mostraban el interior completamente vacío. No había duda: la habitación ya no estaba ocupada.
Sobre la mesita de noche, Leslie encontró un trozo de papel con la letra menuda e intrincada de Stephen:
Querida Leslie:
Tengo la sensación de estar fastidiándote. Siento si te molestó que viniera a verte sin avisar. No quería que por el hecho de tenerte cerca te sintieras aún peor de lo que debes de sentirte por la muerte de Fiona… Te aseguro que no era mi intención. Al contrario, solo quería ayudarte y estar a tu lado por si necesitabas a alguien en quien poder confiar. Porque creo que a pesar de todo sigo siendo eso: alguien en quien puedes confiar.
Mi ofrecimiento —de estar ahí por si me necesitas, por si quieres hablar, de lo que sea— sigue en pie. Pero creo que un poco de distancia nos vendrá bien. Tengo una habitación en el Crown Spa Hotel, ya sabes, un poco más abajo en la misma calle. Me quedaré en él un par de días para no molestarte más. Si me necesitas, solo tienes que pasarte por allí.
Me gustaría poder ayudarte.
Stephen
Típico de Stephen: atento, solícito, relegaba sus intereses a un segundo término, pero con ello al mismo tiempo conseguía despertar una especie de sutil sentimiento de culpabilidad. En su presencia, cualquiera acababa sintiéndose peor persona que él. Leslie cayó en la cuenta de repente de que incluso después de haberle sido infiel, las cosas siempre habían seguido ese mismo patrón: cuando ella por fin hubo dado por terminada la relación, se había sentido como una canalla, a pesar de que había sido él quien se había acostado con una chica a la que se había ligado en un bar.
Arrugó la carta y la lanzó a un rincón de la habitación. Aquella lluvia intensa agravaba todavía más la sensación de soledad que ya solía respirarse en el enorme edificio en el que se encontraba el apartamento de su abuela. Por lo general, Leslie lo solucionaba mirando por la ventana y disfrutando de la brillante luz del sol sobre el agua azul de la bahía, o de las increíbles formaciones nubosas del cielo. La South Bay tenía cierto encanto los días que hacía buen tiempo, pero también cuando soplaba el viento o había temporal. Pero la desolación de ese día, plomizo y deslucido por la lluvia, no conseguía transmitirle nada más que eso: desolación.
No se oía a nadie más en todo el edificio. Como de costumbre.
En ninguna parte sonaban portazos, ni el abrir o cerrar de ventanas, ni siquiera alguna que otra cisterna de váter. La mayoría de los apartamentos estaban vacíos, y así seguiría durante todo el otoño y el invierno. En el edificio no se respiraba más que frialdad y vacío.
De repente, durante un momento cuya intensidad a punto estuvo de sobrecogerla, Leslie pudo comprobar la soledad en la que su abuela había vivido y el dolor que le produjo esa constatación fue casi físico. Durante los últimos años, Fiona debió de pasar muchos días como aquel: gris, frío y angustiosamente silencioso. Ella había superado esos días de algún modo y sin quejarse jamás. Pero había sufrido. Leslie fue consciente de ello, aunque no habría sabido decir de dónde procedía esa certeza. Tal vez solo estaba impregnada en esas paredes, con tanta fuerza que habría sido imposible ignorarla.
Entró en la cocina y puso agua al fuego para prepararse un té. Inquieta, se preguntó qué podía tener la policía contra Dave. ¿Dudas acerca de su declaración sobre la noche del sábado pasado?
Él no había sido. Él no había matado a Fiona. Habría podido jurarlo, pero esa seguridad se basaba en lo que le decía el instinto y no se podía decir que tuviera mucha experiencia desvelando actividades criminales; mejor dicho, no tenía ninguna. Dave había afirmado que se había marchado a casa y se había acostado. En caso de no ser cierto, ¿qué motivos podía tener para ocultar la verdad?
Puso una bolsita de té de jengibre en una taza, añadió un poco de miel y vertió el agua hirviendo. Mientras reposaba la infusión, miró por la ventana que había sobre el fregadero y que daba a un pequeño parque muy bien cuidado que completaba de forma pintoresca la esquina entre Esplanade y Prince of Wales Terrace. Una anciana pasaba en ese momento por aquella zona ajardinada, a pesar del mal tiempo. ¿También debía de estar sola? ¿Es que no soportaba más estar en casa encerrada y había tenido que salir a toda costa y exponerse a pillar una gripe o incluso una pulmonía? Para cierto tipo de personas, la soledad era la peor enfermedad posible, peor incluso que la muerte. ¿Había sido ese el caso de Fiona?
Leslie se apartó de la ventana. Sus ojos repararon en una pequeña placa metálica que estaba colgada junto al frigorífico. Con la ayuda de unos cuantos imanes, servía para sujetar papelitos. Descubrió una lista de la compra con la letra firme y afilada de Fiona, en la que todavía no se apreciaba temblor alguno. «Azúcar, lechuga y uvas», había anotado.
A su lado había una postal que Leslie reconoció enseguida. Se la había mandado ella misma un año antes, durante unas vacaciones que había pasado en Grecia haciendo senderismo con dos amigas. En ella se veía una soleada playa bordeada de rocas y con un cielo azul casi irreal. Y al lado de la postal… Leslie se acercó para verlo mejor. Un anuncio que invitaba a la fiesta de Navidad celebrada en el balneario de abajo. Nochebuena con un ventrílocuo y su muñeco de colores. Leslie dio la vuelta al papel, cuya parte delantera estaba decorada con un árbol de Navidad. Los Hey Presto Dancers y el mago Naughty Oscar, que presentaría sus trucos más especiales. Diversión para toda la familia, anunciaba el programa, para disfrutar de la noche más excitante y mágica del año.
Era del año anterior.
¿Qué hacía allí colgado todavía? ¿Había asistido a esa fiesta? Leslie sabía que nada de lo que se ofrecía en el programa podría haber seducido o divertido a su abuela. No eran más que bufonadas que tal vez estuvieran bien para los niños que no sabían cómo pasar las horas que quedaban hasta el momento de desenvolver los regalos a la mañana siguiente. Pero ¿para una anciana leída que siempre criticaba incluso los programas de comedia de la televisión?
Fiona se había sentido sola, no había sabido cómo superar la Nochebuena. Esa era la única explicación. La Navidad, ese enorme y problemático escollo del año que la mayoría de la gente soltera no sabía sortear. Un escollo que podía llegar a ser tan oscuro, escarpado e inquietante que su abuela había preferido entregarse a la diversión más tonta posible con tal de no quedarse entre esas cuatro paredes.
¿Por qué no me dijo nada acerca de eso?, pensó Leslie mientras recordaba esa última Navidad. No es que esas fechas representaran un verdadero problema para Leslie. Para escapar a una previsible resaca se había ofrecido voluntaria para el servicio de guardia en el hospital el día de Navidad. La Nochebuena la celebró con dos amigas mucho mayores que ella, una viuda y la otra soltera, en un pub. Al fin y al cabo, no le había costado tanto superar esos días tan difíciles. Con un gran sentimiento de culpa, se preguntaba por qué no había pensado en ningún momento en su abuela. ¿Qué habría sido mejor que pasar una semana en Yorkshire por Navidad y celebrar las fiestas con ella?
Era tan dura de pelar y tan fría, se dijo, que a nadie se le habría ocurrido pensar que algo como la Navidad pudiera atragantársele de ese modo. Fiona no daba la sensación de que hubiera nada que le resultara problemático, inquietante o desesperante. Tal vez había experimentado sentimientos como la tristeza, la pena o el miedo, pero ¿por qué jamás había mostrado ni el más mínimo signo de que así fuera?
Al parecer tampoco había acudido a celebrarlo a la granja de los Beckett. Porque en última instancia podría haber ido a casa de Chad y de Gwen. Pero Chad era tan parco en palabras y tan excéntrico que a buen seguro no había llegado a invitarla, Gwen difícilmente tenía la iniciativa suficiente para proponer ese tipo de cosas, y Fiona era, con toda seguridad, demasiado orgullosa para proponerlo.
¿Quién sabe si no esperó hasta el último momento a ver si acababa presentándose su nieta?, se dijo Leslie.
El teléfono sonó y ella salió de repente de esas cavilaciones tan cargadas de culpabilidad. En el mismo momento en que descolgaba el auricular, pensó: ¡Espero que no sea otra llamada anónima!
—¿Sí? —dijo.
Era Colin. Esa vez a quien buscaba era a Jennifer. Por la voz, a Leslie le pareció que le incomodaba tener que llamarla de nuevo, precisamente a ella, para preguntarle por alguien que había desaparecido.
—Quería ir de compras y tal vez comer fuera. Sé que el último autobús pasaba alrededor de la una y que no hay otro hasta las cuatro y cuarto, pero…
—¿Cuál es el problema? —preguntó Leslie—. Son las dos y media. Seguramente tardará al menos un par de horas en volver.
—El tiempo —dijo Colin—, ese es el problema. No creo que lo esté pasando tan bien por la ciudad con la que está cayendo, por lo que he pensado que podría ir a recogerla si supiera dónde está. Por eso… Pero veo que no está en su casa, ¿no?
—No —confirmó Leslie—, no está aquí. Y por cierto, Colin, ayer estaba usted muy preocupado por Gwen. Me he enterado de que ha pasado la noche con Dave Tanner. Tal como yo imaginaba.
—Sí, ya ha llegado a casa —dijo Colin—, y respecto a ella sin duda alguna me preocupé demasiado. Pero mi esposa tenía intención de visitar a Dave Tanner y eso… bueno, me inquieta un poco.
—¿Qué es lo que le inquieta?
—Ya puede imaginárselo —replicó Colin.
¿Se refería a que seguía sospechando de Dave en relación al asesinato de Fiona?
—Hoy me he encontrado a Dave Tanner por el puerto —respondió Leslie, alzando la voz— y hemos estado paseando juntos por la ciudad hasta hace tres cuartos de hora. Si lo que quería Jennifer era ir a verlo a su casa para hablar con él, no creo que lo haya conseguido.
—Ajá —dijo Colin. Habría sido difícil determinar si esa información había conseguido tranquilizarlo o no.
Leslie suspiró levemente.
—Colin, me parece que tiene algún tipo de problema si las mujeres que tiene alrededor no…
—Yo no tengo ningún problema —le espetó Colin de repente—, pero mi esposa sí los tiene y por eso me preocupo.
—Ya verá como no le ha pasado nada.
—Adiós —se limitó a decir Colin antes de colgar.
Leslie cogió la taza de té y se instaló en el salón. Que Colin hubiera mencionado a Dave Tanner le había hecho recordar de nuevo que posiblemente él también tenía dificultades en ese momento. Tal vez necesitara ayuda. ¿Y si encontraba algo en los apuntes de Fiona? Aun tenía que terminar de leer el documento impreso.
Se sentó en el sofá y se tomó el té a sorbitos. Estaba muy cansada. Decidió acostarse un momento, solo un par de minutos.
Dejó la taza y se echó en el sofá. Se quedó dormida antes de poder pensar en nada más.
13
No era un interrogatorio. Como mínimo, por de pronto Valerie no quería dar esa impresión. Había pedido a Dave Tanner que entrara en su despacho y lo había invitado a tomar asiento frente a ella, a otro lado de la mesa. Reek llevó café para los dos. Si las cosas se ponían feas, Valerie necesitaría otra sala: austera, sin ventanas, amueblada solo con una mesa y un par de sillas. Pero de momento no era necesario llegar tan lejos. Probablemente porque ella no consideraba a Dave Tanner el principal sospechoso, a pesar de que jamás se habría permitido articular una afirmación como esa en voz alta. Todos los sentidos y los instintos de Valerie apuntaban en otra dirección. Sin embargo, no podía pasar por alto las contradicciones de la declaración de Tanner acerca de la noche del sábado. No podía permitirse dar nada por supuesto. No podía dejar que la impaciencia que notaba en sus superiores la incitara a llegar a conclusiones precipitadas.
No se lo podía permitir, no se lo podía permitir, no se lo podía permitir…
Por un momento se preguntó si algún día llegaría a un punto en el que ya no tendría que seguir repitiéndose como una colegiala los códigos de conducta de los agentes de policía. Cuando ya no tuviera que dedicar la mitad de sus energías a controlarse y a organizarse. Y a mantener a raya los nervios.
No es el momento de pensar en ello, se ordenó a sí misma. ¡Concéntrate en Tanner!
Valerie lo observó mientras él tomaba un sorbo de café y fruncía el rostro porque la bebida estaba demasiado caliente. No parecía consciente de su culpabilidad, tal vez solo un poco incómodo. Eso todavía no permitía saber a la inspectora Almond si estaba ocultando algo. La mayoría de las personas preferían dedicar su tiempo a cualquier otra ocupación que a ser interrogados en comisaría.
—Señor Tanner, como el sargento Reek ya debe de haberle explicado, hay un par de… confusiones respecto a su declaración acerca de la noche del sábado, cuando según usted se dirigió directamente a su domicilio y se metió en la cama —empezó a decir Valerie—. Tenemos la declaración de alguien de su vecindario…
Dave Tanner dejó la taza sobre la mesa y miró a la inspectora, concentrado.
—¿Sí?
—Una mujer que vive al otro lado de su calle vio cómo abandonaba usted su domicilio alrededor de las nueve de la noche, subía a su coche y se marchaba.
—La señora Krusinski, ¿no? Se pasa el día y la noche mirando a la calle porque vive inmersa en el pánico, por culpa de su ex marido. ¿Le parece digna de crédito?
—De momento esa no es la cuestión. Solo me gustaría oír lo que tiene que decir usted al respecto.
Valerie pudo ver claramente en su rostro lo que a Dave le pasaba por la cabeza. Comprobó que tenía unos rasgos muy expresivos. Incluso le pareció reconocer el instante en el que Tanner decidió capitular.
—Es cierto —dijo él—. Volví a salir esa misma noche.
—¿Adónde fue?
—A un pub del puerto.
—¿Cuál?
—The Golden Ball.
Valerie conocía ese pub. Lo anotó.
—¿Estaba solo? Quiero decir… ¿había quedado con alguien?
Tanner dudó de forma casi imperceptible.
Valerie se inclinó hacia delante.
—Señor Tanner, es importante que ahora me diga la verdad. Esto no es un juego, estamos investigando un asesinato. Por lo que sucedió el sábado en su fiesta de compromiso, sigue usted siendo uno de los pocos sospechosos que tenemos. El hecho de que haya proporcionado información falsa no le beneficia en absoluto, ya puede imaginárselo. No empeore todavía más las cosas. No siga ocultando o falseando información.
Tanner prosiguió, no sin esfuerzo.
—Me encontré con una mujer.
—¿Cómo se llama?
—¿Es importante?
—Sí. Tendrá que confirmar su declaración.
—Karen Ward.
—¿Karen Ward? —preguntó Valerie, sorprendida.
Había hablado dos veces con la estudiante en relación con la investigación del caso de Amy Mills. Sin resultados, no obstante. Karen Ward había conocido a Amy Mills solo de forma superficial, por lo que su declaración no había sido de gran ayuda para la policía.
Qué pequeño es el mundo, pensó Valerie.
—Estudia aquí, en Scarborough —dijo ella—. Vive en un piso compartido en Filey Road, si no recuerdo mal. En la esquina con Holbeck Road.
Él asintió.
—Sí. Sé que ya ha tenido contacto con ella. Por lo de…
—Amy Mills, sí. Continúe. ¿Se encontró entonces con la señorita Ward?
—La llamé al móvil. Los sábados suele trabajar en el Newcastle Packet. Es un…
—Lo conozco. También está en el puerto. Es un bar con karaoke.
—Sí. Estaba muy cansada, y me dijo que ya había hablado con su jefe y que a este le había parecido bien que se marchara a las nueve. Apenas había clientes en el local. Le propuse pasar a recogerla e ir a tomar algo a alguna parte. Ella estuvo de acuerdo. O sea, que terminamos en el Golden Ball.
—¿Qué hora cree que debía ser? ¿Las nueve y cuarto, nueve y veinte?
—Sí.
—Tendremos que hablar también con la señorita Ward, señor Tanner, así como con el personal del Golden Ball. Debo preguntarle qué tipo de relación lo une a Karen Ward.
Tanner pareció forzar un poco su despreocupación al responder.
—Habíamos estado juntos. Durante un año y medio, más o menos.
—¿Cómo pareja sentimental?
—Sí.
—¿La relación terminó cuando usted conoció a Gwen Beckett?
—Poco después, sí. Aunque nuestra relación se había enfriado ya antes. Al menos por mi parte.
—Ya veo. No obstante, quiso usted verla a toda costa después de lo mal que había ido su fiesta de compromiso, ¿no?
Él hizo una mueca.
—A toda costa, no. Simplemente la velada acabó de una forma muy desagradable y de repente me di cuenta de que no podría pegar ojo. Tuve ganas de salir de nuevo. Karen y yo seguimos siendo buenos amigos, por eso pensé en llamarla, vista la situación.
—¿Son buenos amigos? ¿Después de que la dejara usted por otra mujer hace tres meses?
Tanner no dijo nada.
—¿Sabe la señorita Ward que está usted, por así decirlo, comprometido? —prosiguió Valerie—. ¿Está al corriente de su relación con Gwen Beckett?
—Se enteró por los rumores que circulan, sí.
—Pero ¿no se lo dijo usted en persona?
—Tampoco se lo he desmentido directamente. El caso es que… Dios mío, inspectora, ¿de qué se trata en realidad? ¿De mi vida amorosa?
—De su credibilidad —dijo Valerie.
Tanner gesticuló con impaciencia.
—Mi situación… Mi vida privada es… complicada, ahora mismo. Pero ¡eso no me convierte en un asesino!
—Supongo que durante todo este tiempo no ha dejado que su relación con la señorita Ward se enfriara del todo… ¿no? ¿Para esos momentos de frustración? Porque Gwen Beckett no es la mujer de sus sueños, ¿verdad?
—¿Qué es esto, un juicio moral?
—¿Por qué no nos dijo desde el principio que estaba en el Golden Ball con su ex novia?
—Porque quería ahorrarme los problemas que me habría conllevado con Gwen si llegaba a enterarse.
—¿Es eso cierto? ¿Tan celosa es? ¿Se habría enfadado solo porque estuviera tomando usted algo en un lugar público con una antigua novia?
—En cualquier caso, no quería arriesgarme a comprobarlo.
—¿Y adónde fueron después? —preguntó Valerie.
Dave Tanner la miró con mucha atención.
—¿Después?
—Bueno, en algún momento acabaron saliendo del pub. La testigo estuvo atenta a la calle hasta altas horas de la noche, pero su coche no apareció… ¡Y el Golden Ball también tiene una hora de cierre!
Valerie había decidido jugársela. La última referencia temporal que había aportado Marga Krusinski era medianoche. Hasta entonces podrían haber estado en el pub. Pero le interesaba mantener la incertidumbre de Tanner acerca de lo que la testigo había declarado realmente.
Él se movió un poco en su silla, con evidente incomodidad, antes de forzarse a responder.
—De acuerdo, inspectora, a estas alturas ya casi da igual. Nos fuimos a casa de Karen.
—¿Y se quedaron allí hasta…?
—Más o menos hasta las seis de la mañana. Luego volví a casa. No quería que mi casera se enterara de que no estaba, y a esas horas ella suele dormir profundamente. Una vez en el piso, me duché, me cambié de ropa y más tarde salí a dar un largo paseo. Hacía muy buen tiempo.
—Así pues, pasó la noche con Karen Ward.
—Sí.
—¿Y ella estuvo de acuerdo a pesar de saber que tiene usted intención de casarse con otra mujer?
—Por supuesto que estaba de acuerdo. Si no, no me habría dejado entrar en su casa.
Para Valerie, la situación estaba absolutamente clara. Fiona Barnes había acertado de lleno con sus insinuaciones. El interés que tenía Dave Tanner en Gwen Beckett estaba calculado, su única intención era hacerse con la granja de los Beckett. No solo eso, sino que además seguía viéndose con su ex novia, una joven estudiante. A Valerie le había llamado la atención lo atractiva que era. Sin duda la encontraba más adecuada para un tipo tan cosmopolita como Dave Tanner, mucho más que la discreta e inexperimentada Gwen Beckett. Sin embargo, la ex sabía de la existencia de Gwen y debía de estar pasando un calvario, pero seguía aferrada a la esperanza de reconquistar a Dave Tanner, por eso permitía que él la utilizara a su antojo.
Y a Valerie le quedó clara otra cosa, además: Dave Tanner no había abandonado en absoluto su propósito de casarse con Gwen Beckett. Porque Karen Ward podría haberle proporcionado una coartada que lo habría exculpado de inmediato del asesinato de Fiona Barnes. A pesar de lo difícil de su situación en el caso, hasta entonces había renunciado a valerse de esa coartada ante la policía por miedo a perder a Gwen. Tenía ante él la oportunidad de empezar una vida nueva. Tal vez para él todo dependía de aquello.
Comprobaría la declaración de Tanner, pero estaba casi segura de que había dicho la verdad.
—De acuerdo, señor Tanner —dijo mientras se levantaba—. Puede irse. Por mi parte, de momento no tengo más preguntas. Hablaremos con la señorita Ward y con el barman del Golden Ball. Supongo que los dos confirmarán su declaración.
Dave también se levantó. No dijo nada, pero Valerie supo qué pregunta le rondaba por la cabeza.
—Por lo que a mí respecta, señor Tanner, no tengo motivos para informar a su entorno acerca de esto. Si confirmamos su declaración acerca de la noche de los hechos, quedará definitivamente fuera de la lista de sospechosos. Como comprenderá, tendré que redactar un informe, pero será para uso interno de la policía.
Tanner sonrió. Su sonrisa fue cálida y llena de vida. Valerie pensó que Karen Ward era una tonta por dejarse utilizar de ese modo, pero al mismo tiempo comprendió que le costara tanto renunciar a un hombre como aquel. ¿Cuándo había sido la última vez que un hombre le había sonreído a ella de ese modo? Demasiado tiempo como para poder recordarlo. Rápidamente apartó esos pensamientos de su cabeza.
—Gracias, inspectora —dijo Dave mientras le tendía la mano.
Ella la aceptó.
—No me corresponde en absoluto emitir juicios morales acerca de su situación, señor Tanner. Pero le daré un consejo: decídase por un camino y sígalo de forma consecuente. Cualquier otra opción… terminaría por no funcionar.
Valerie se sorprendió al ver el gesto serio que adoptó él de repente.
—Lo sé. Y una vez más, inspectora: gracias. Por todo.
Tanner salió del despacho.
Ella se quedó mirándolo un poco más de lo necesario y enseguida se reprendió por ello. ¡Basta, Valerie! Ese tipo de hombres convierte en desgraciadas a las mujeres, está más claro que el agua. Concéntrate en el caso.
Reek tenía que ir al Golden Ball de inmediato. Y luego intentaría ponerse en contacto con Karen Ward.
Y si no había sorpresas, Dave Tanner quedaría fuera del caso del asesinato de la vieja Barnes.
El teléfono de Valerie sonó. Era el sargento Reek.
—Inspectora, tengo a Jennifer Brankley por la otra línea. ¿Puedo pasarle la llamada? Dice que es urgente.
¿Que la señora Brankley la llamaba por teléfono? ¿Qué quería?
—Claro que sí —dijo—. ¡Páseme esa llamada!
Tal vez empezaran a moverse las cosas de una vez en esa historia.
14
—Esas fotografías son realmente… sospechosas. Muy sospechosas —dijo el sargento Reek.
Revisaron el contenido del cajón del piso de Stan Gibson con rigor científico, pero no encontraron nada que pudiera acercarlos un poco a la resolución del caso. Sin duda, las fotos mostraban a Amy Mills. Y no había duda de que Stan Gibson —en el supuesto de haber tomado las fotos él mismo— había estado siguiendo a la joven. Debió de haber dedicado todo su tiempo libre a ir tras ella y a fotografiarla siempre que se le había presentado la ocasión. Además le había contado a Ena Witty que la había estado espiando mientras la chica estaba en el piso de Linda Gardner, con la ayuda de un telescopio.
Tras la llamada de Jennifer Brankley, Valerie estaba desconcertada. Todo aquello no podía ser una simple casualidad. El tipo vivía justo enfrente de la casa en la que Amy Mills había pasado la última tarde de su vida. Y le había contado a su novia actual que había observado a Amy Mills en sus quehaceres más íntimos una vez a la semana mientras esta última trabajaba como niñera. Y luego estaba el cajón de la cómoda lleno de fotografías de la víctima.
¡Cualquiera diría que ese Gibson no era más que un chiflado inofensivo!
Y sin embargo, no había sido fácil obtener la orden de registro.
Valerie había acudido a casa de Ena Witty para verla a ella y a Jennifer Brankley. Ena Witty estaba blanca como el yeso y parecía completamente desequilibrada puesto que acababa de descubrir que su nuevo novio tal vez era un criminal peligroso, pero Valerie se vio obligada a admitir que incluso la mujer más enérgica y segura de sí misma habría quedado tan fuera de combate como Witty ante una constatación así. Jennifer Brankley al menos parecía mantener los nervios a raya. Además había tenido la presencia de ánimo necesaria para llevarse consigo un puñado de aquellas fotos antes de salir del apartamento del sospechoso y gracias a eso Valerie tenía en sus manos, literalmente, un buen argumento para mostrar al juez.
—Todo ha ido muy rápido —había dicho Jennifer—. Yo tenía verdadero pavor de que Gibson pudiera entrar de repente por la puerta. Cogí las fotografías, Ena recogió algunas de las cosas que aún tenía en el apartamento y luego salimos pitando de allí.
Valerie había hablado con Ena Witty con sumo tacto.
Si bien lo que más quería en el mundo era obtener la máxima información en el menor tiempo posible, la joven parecía tan impactada que le pareció conveniente tratarla con especial cuidado.
—¿Le contó que había estado observando a Amy Mills a través de un telescopio mientras esta cuidaba a la hija de Linda Gardner?
—Sí. Me lo dijo varias veces. Y también me mostró el telescopio. Lo tiene en el salón. ¡Estaba orgulloso de haber podido verla tan bien!
Y luego estaban las fotos… Valerie sabía que tenía que entrar en aquel apartamento. A ser posible, antes de que Stan Gibson se oliera el peligro y pudiera deshacerse del material que lo incriminaba.
—Pero él no volvió a casa mientras ustedes dos estaban allí, ¿verdad? —preguntó Valerie—. ¿O mientras se marchaban del apartamento llegaron a verlo?
—Nosotras al menos no lo vimos —replicó Jennifer—, y creo que nos habría llamado, si nos hubiera visto. ¿Sabe?, yo tenía mucho miedo a causa de la lluvia. Ena dice que Stan Gibson está en una obra en Hull, pero cuando diluvia como ahora suelen pararse todas las obras. Creí que podía volver en cualquier momento.
—Comprobaremos dónde se encuentra —dijo Valerie—. En algún lugar debe de haberse metido. Señorita Witty, con toda seguridad tendré que volver a hablar con usted durante el día de hoy. ¿Piensa quedarse aquí, en su casa?
—Por supuesto. Yo… no sabía adónde ir. Tengo miedo. Se enfadará tanto, inspectora… Tal vez no tenga nada que ver con el asesinato de Amy Mills. Nunca me perdonará que haya acudido a la policía para…
—No había otra salida, Ena, ya se lo he explicado antes —dijo Jennifer con un tono amable, y Valerie reconoció que era exclusivamente a Jennifer Brankley a quien tenía que agradecerle que alguien hubiera informado a la policía acerca de la conducta más que sospechosa de Stan Gibson. Sola, Ena Witty jamás habría podido dar ese paso. Habría seguido debatiéndose y dudando hasta que Stan Gibson hubiera reparado en la inquietud de su novia y, como mínimo, habría puesto las fotografías a buen recaudo—. Por ahora me quedaré con Ena —dijo Jennifer en voz baja mientras acompañaba a Valerie Almond hasta la puerta—. Creo que no es un buen momento para dejarla sola.
La situación se presta a ello, pensó Valerie; le sienta bien sentirse útil. Ya no está tan tensa. Parece más tranquila y serena.
Al juez no le había entusiasmado en absoluto que la inspectora le solicitara una orden de registro para el apartamento de Gibson. Entretanto ya eran más de las cuatro, y al juez le habría gustado marcharse a casa y no tener que ocuparse en el último momento de un problema especialmente incómodo. Si Gibson no era más que un ciudadano inofensivo que tan solo tenía una manía extraña, los medios de comunicación saldrían con algo como «violación de los derechos fundamentales» en caso de que llegaran a enterarse del asunto.
—¿No tiene nada más que ofrecerme que esa simple sospecha? —le había preguntado el juez, malhumorado.
Ella le había señalado las fotos que había esparcido sobre la mesa.
—¡Esto es más que una simple sospecha! ¡Estas fotografías son hechos! Siguió a Amy Mills durante semanas, meses, y la fotografió a escondidas.
—¡Mientras no haya quejas de la afectada, no es ningún delito del que podamos ocuparnos!
—La afectada no puede quejarse. Está muerta.
—Inspectora…
—Estuvo observando el piso de enfrente con un telescopio. Estaba obsesionado con ella. Está más que claro que se dejó llevar por su obsesión. Es posible que en sus fantasías la considerara la mujer de sus sueños y que, al ver que no compartía su entusiasmo, la matara a golpes. Eso explicaría el enorme odio y la rabia desenfrenada del crimen. Es justo lo que se espera de un hombre rechazado que previamente… —Señaló las fotografías—. ¡Que previamente se hubiera volcado en un mundo de fantasías estrafalarias!
—¡Eso no son más que sospechas por su parte!
—Pero quizá pueda probarlas si consigo entrar en su apartamento…
—¿Por qué no interroga primero a Gibson?
—En este momento no está localizable. El sargento Reek se ha puesto en contacto con la empresa de construcciones para la que trabaja Gibson. Hoy ha acudido a una obra en Hull, pero debido a la lluvia han tenido que parar de trabajar a mediodía. Sin embargo, nadie sabe adónde ha ido a continuación. El capataz dice que unos cuantos trabajadores han propuesto tomar algo juntos, es posible que haya ido con ellos.
—Eso no está prohibido.
—No. Pero cuando vuelva a casa intentará ponerse en contacto con su novia enseguida. Y descubrirá que algo no va bien porque la joven está completamente fuera de sí. ¡Quiero registrar su apartamento antes de que Gibson tenga la oportunidad de destruir lo que puede representar una pista para mí!
El juez soltó un gruñido. La ley contemplaba la autorización de registros domiciliarios siempre y cuando hubiera cierta probabilidad de confiscar material que constituyera una prueba en relación con un hecho delictivo. En esos casos cabía la posibilidad de registrar una vivienda sin informar previamente a su ocupante, en el supuesto de que pudiera probarse que la previa notificación pudiera conllevar la destrucción del susodicho material.
Valerie se jugó el último triunfo que le quedaba. No era un argumento contundente, pero sí una pequeña pieza más en el rompecabezas.
—El sargento Reek ha descubierto algo más, señoría. La empresa en la que Gibson está en nómina también es la responsable de las obras de los Esplanade Gardens. Gibson trabajaba en ese proyecto. De allí salieron las dos vallas que alguien movió para impedir que Amy Mills pudiera tomar el camino más corto de vuelta a casa y viera necesario, por lo tanto, pasar por la parte más solitaria y oscura del parque.
—Cualquiera que pasara por allí podría haber movido las vallas. Cualquier estúpido jovenzuelo, cualquier vagabundo. No es necesario que fuera alguien que estuviera trabajando en la obra para tener acceso a ellas.
—No. Pero es más probable que fuera alguien que trabajara allí quien, tras tenerlas todo el día delante, acabara inspirándose y utilizándolas para redirigir a su antojo los pasos de Amy Mills. Señoría, si tomamos cada uno de los puntos por separado, las posibilidades son remotas, muy remotas, lo acepto. Pero todos unidos nos hacen sospechar muy seriamente de Stan Gibson. Creo que una orden de registro está más que justificada en este caso.
Al final había conseguido el maldito papel. Tal vez solo porque el juez había querido largarse a casa de una vez y había comprendido que la inspectora Almond no daría su brazo a torcer, que lo retendría en su despacho hasta conseguir la orden de registro. Valerie podía llegar a ser muy tenaz, sobre todo en esos momentos en los que se encontraba entre la espada y la pared y, al fin, veía un indicio que tal vez le permitiría avanzar algo en la investigación. O que incluso podía representar el éxito.
Aunque más tarde, ya en el domicilio de Gibson, no le pareció que así fuera. Habían encontrado el trípode con el telescopio que le habían descrito y unas quinientas fotografías. Pero nada más.
No basta para acusar a alguien de asesinato, pensó Valerie.
Fuera empezaba a oscurecer. El día llegaba a su fin.
La lluvia amainó.
Cuatro agentes habían puesto el apartamento de Gibson patas arriba, sin obtener resultados concluyentes, además. A Valerie le entraron ganas de llorar de frustración. Ese día ya había tenido que borrar a Dave Tanner de la lista de sospechosos. Y en ese momento, al parecer, ya podía despedirse del siguiente aspirante al título, antes incluso de que hubiera llegado a ostentarlo.
—Todo esto no alcanza ni mucho menos para acusarlo de asesinato —dijo con desánimo.
Reek no podía sino darle la razón.
—Ni siquiera para una orden de arresto, si quiere saber mi opinión —dijo él.
Valerie negó con la cabeza.
—¡Orden de arresto! ¡Si le presento al juez una solicitud para una orden de arresto, me echará de su despacho por la ventana! No hay duda de que se enfadará por lo de la orden de registro.
—Debemos interrogar a Gibson. No es que tengamos muy buena baza, pero tampoco nos faltan las cartas. Estuvo siguiendo a una mujer, llegando a violar la esfera privada de esta. Y precisamente a una mujer a la que con posterioridad asesinaron de un modo brutal en un parque por la noche. ¡Todavía tiene que darnos explicaciones acerca de un par de cosas!
Valerie estaba furiosa.
—Por ejemplo, me gustaría saber dónde se encontraba la noche del pasado sábado. Cuando mataron a golpes a Fiona Barnes.
Valerie oyó una carcajada a su espalda y se volvió enseguida. Reek también miró hacia la puerta. El tipo que acababa de aparecer por ella, de apariencia juvenil, vestido con vaqueros y zapatillas deportivas, solo podía ser el inquilino del piso: Stan Gibson.
—Eso puedo decírselo ahora mismo —dijo, con una sonrisa amistosa. La reacción podía considerarse insólita visto el desorden que reinaba en su apartamento y la cantidad de policías que rondaban por él—. Estuve en Londres. Desde el sábado por la mañana hasta el domingo a mediodía. Estuve en casa de mis padres para presentarles a mi novia, Ena Witty. Tanto mis padres como la señorita Witty pueden confirmarlo.
Valerie necesitó unos segundos para recuperarse de la sorpresa y del sobresalto y para salir del asombro que le produjo la absurdidad del momento. A continuación avanzó tres pasos en dirección a aquel desconocido.
—Stan Gibson, supongo —dijo en un tono cortante—. ¿Puede identificarse?
El tipo revolvió con un dedo uno de los bolsillos de los vaqueros. Encontró la cartera, sacó su carnet de identidad y se lo plantó frente a las narices a Valerie.
—¿Satisfecha? —Sonrió aún más—. Y… mmm… Señorita, ¿podría usted identificarse también?
La inspectora sacó su placa identificativa y se la mostró junto con la orden de registro.
—Inspectora Valerie Almond. Y esta es la orden judicial de registro necesaria para entrar en su domicilio.
—Comprendo. El conserje me ha dicho que ha tenido que abrir la puerta de mi apartamento a unos agentes de policía. Estaría bien que me explicara…
—Con mucho gusto. Pero para ello tengo que pedirle que nos acompañe a comisaría. Tenemos una larga conversación por delante. Acerca de la señorita Amy Mills. Sobre su asesinato.
—¿Estoy detenido, inspectora?
—Solo se trata de una simple conversación —replicó Valerie con una cortesía meramente aparente. Por dentro pensaba todo lo contrario: ¡Ya me gustaría, cabrón! ¡No sabes cuánto me gustaría encerrarte enseguida y ver como desaparece esa asquerosa sonrisa irónica!
No cabía duda de que ese tipo no era normal. Si uno llega a casa y se la encuentra patas arriba y llena de policías, no se limita a sonreír de esa forma tan penetrante. En cualquier caso, alguien inocente no reaccionaría de aquel modo. Stan Gibson tenía las manos sucias, de eso estaba convencida Valerie, y si seguía sonriendo de oreja a oreja era solo porque se sentía completamente seguro. La situación le divertía. Le apetecía jugar con la policía.
Ten cuidado, pensó Valerie.
—Tiene derecho a consultar a un abogado. —Valerie lo informó de sus derechos de mala gana.
Sin embargo, tras un momento sobreactuado en el que Gibson fingió reflexionar, negó con la cabeza.
—No. ¿Por qué? No necesito ningún abogado. Venga, inspectora. ¡Vayamos a comisaría!
Stan Gibson la miró como si acabara de invitarla a tomar una cerveza. Con alegría. Con camaradería.
Que no te haga perder los nervios, se dijo Valerie mientras bajaban juntos la escalera acompañados por el sargento Reek. Eso es justo lo que quiere, y no voy a darle ese gusto. Que se vaya preparando porque pronto se le borrará esa sonrisa de la cara.
Valerie siempre decía que tenía un olfato especial para detectar a los psicópatas.
En ese momento habría apostado cualquier cosa a que tenía uno delante. Un psicópata de la peor calaña.
Uno especialmente inteligente.