El otro niño.doc

7

¿Cuándo empezó a enfermar Emma? ¿O cuándo nos dimos cuenta de ello? No sabría decirlo. Yo no hacía más que pensar en Chad. Hubo momentos entre el otoño de 1941 y la primavera de 1942 en los que si una bomba alemana hubiera estallado en la granja de los Beckett, yo ni me habría enterado. Estaba enamorada, loca y apasionadamente enamorada, y aparte de eso no había nada que pudiera interesarme. Aún no había cumplido trece años, pero creo que algunos acontecimientos y ciertas particularidades de mi biografía me habían convertido en una chica muy precoz, tal como mi madre ya había manifestado. El hecho de que mi padre bebiera, nuestras constantes necesidades económicas y luego la muerte prematura de mi padre, la guerra, las bombas, aquella noche en el refugio antiaéreo cuando la casa se derrumbó sobre nosotros… La repentina separación de mi madre y por último la sensación de que esta me traicionaba por un hombre al que yo desconocía por completo, todo eso me había robado parte de la infancia, me había robado la inocencia de la infancia. Me sentía adulta. En eso me equivocaba, naturalmente, pero lo cierto es que era más madura de lo que podía esperarse de una chica de doce años. Tanto desde el punto de vista mental como del físico, ya hacía tiempo que me encontraba en plena pubertad.

Chad y yo aprovechábamos cualquier oportunidad para pasar un rato juntos. No era fácil porque yo iba a la escuela y perdía mucho tiempo yendo y viniendo, puesto que el camino era largo. Chad, por su parte, trabajaba de la mañana a la noche para su padre, en la granja. Sin embargo siempre nos las arreglábamos para ausentarnos un rato. Nuestro punto de encuentro era el pequeño rincón de playa rocosa que había abajo, en la bahía, incluso en invierno, expuestos sin ningún tipo de protección al viento del este que soplaba con furia desde el mar y nos congelaba la nariz. Pero a mí me gustaba ese frío penetrante, tal vez porque entonces sentía aún más cálidos los abrazos que Chad me daba y tenía la sensación de encontrarme en un buen puerto.

En esa época no tuvimos relaciones sexuales, creo. No nos atrevimos a tanto. De todos modos, mis sentimientos eran más bien de tipo romántico; todavía no tenía un verdadero deseo carnal o apenas empezaba a notarlo, ya fuera por miedo o por inseguridad o porque se solapaban con unos sentimientos igualmente novedosos para mí. En el caso de Chad, estoy segura de que fue completamente distinto, pero supo conservar la cabeza clara; además, yo le parecía demasiado joven. Cuando llegó la primavera con sus días cálidos y las tardes se alargaron y se hicieron más luminosas, habríamos podido hacer el amor cada vez que teníamos la oportunidad de bajar a nuestra playa «secreta», y más de una vez él sintió la tentación de intentarlo, aunque siempre acababa apartándose de mí y alejándose tanto como podía.

Por lo tanto, la mayoría de las veces nos limitábamos a charlar y, de hecho, siempre sobre los mismos temas. Hoy en día me pregunto cómo no llegamos a hartarnos de ello, pero por aquel entonces todo era muy excitante, incluso aquellas historias tan manidas. A saber: Chad siempre se lamentaba acerca de la guerra y de la circunstancia de que no pudiera participar en ella. Eso le daba una rabia tremenda; a veces llegaba a ponerse furioso, y luego volvía a un estado casi depresivo. Aún recuerdo lo que le dije una vez, tímidamente:

—Pero ¡si te marcharas al frente, ya no podríamos seguir estando juntos!

—Una cosa no tiene nada que ver con la otra —replicó Chad.

—Yo creo que sí. Si estás en la guerra, no puedes estar aquí conmigo. ¡Me moriría de añoranza si te marcharas!

—Tal vez aún no lo comprendas. Aquí lo que está en juego es algo más que tus sentimientos o los míos. Se trata de Inglaterra. Se trata de un dictador terrible que se dedica a atacar a los demás países. ¡Alguien tiene que oponerse a él!

En secreto, yo no creía que el final de Hitler dependiera de si Chad iba al frente o no, pero comprendí en sentido de sus palabras y me limité a no decir nada. Sin embargo, eso me entristeció. Me di cuenta de la diferencia. En la vida de Chad, aparte de mí, había una segunda pasión, algo mayor, tal vez incluso mayor que sus sentimientos por mí.

En mi vida, en cambio, solo estaba él.

En cualquier caso, creo recordar que Emma enfermó a menudo durante el invierno y ya entrada la primavera y, si bien nos dábamos cuenta, no acabábamos de comprender que la frecuencia con la que ocurría era preocupante. Con frecuencia tenía la garganta inflamada; apenas salía de un fuerte resfriado, caía en una bronquitis. El invierno fue especialmente frío y duro, por lo que sin duda contaba con mejorar tan pronto como volviera el tiempo cálido. Pero durante el mes de mayo de 1942, que fue más cálido y seco de lo habitual, lo pasó aquejada de una tos que parecía asfixiarla. Sin embargo, a pesar de la tos y de lo que le costaba respirar, día tras día se levantaba de la cama para trabajar, hasta que le sobrevino una fiebre tan alta que Arvid, que hasta entonces apenas se había preocupado por su esposa, al fin llamó a un médico. Este le diagnosticó una incipiente infección pulmonar y le prescribió un estricto reposo.

—De hecho, debería acudir al hospital, Emma —le aconsejó—, pero no me atrevo a proponérselo porque ya me imagino lo que me responderá.

—No quiero irme de casa —dijo Emma enseguida con la voz ronca.

El médico se volvió hacia mí. Yo le había abierto la puerta de casa, lo había acompañado hasta el piso de arriba y había esperado algo angustiada en el umbral de la puerta de la habitación. Respecto a la pregunta que me planteaba al principio acerca de cuándo habíamos empezado a notar que Emma enfermaba con demasiada frecuencia, ahora que lo pienso, creo saber la respuesta: demasiado tarde, y me daba vergüenza admitirlo.

—Tendrás que ocuparte de Emma —me dijo el médico—. Tendrás que prepararle unos buenos caldos de carne y también procurar que se los tome. Tiene que beber mucha agua. Y que no se mueva de la cama, ¿entendido? No quiero enterarme de que ha ido al piso de abajo a preparar la comida para la familia o a limpiar la casa. Necesita tranquilidad absoluta.

Le prometí que haría todo lo que había dicho. Tenía miedo. Quería cuidar a Emma tanto como fuera posible.

Cuando el médico se hubo marchado, Emma me hizo saber cuál era su mayor preocupación: Nobody, por supuesto.

—Tienes que ocuparte de Brian mientras estoy enferma —susurró—. Por favor, Fiona, no tiene a nadie más. Arvid no lo soporta y para Chad es como si no existiera. Pobrecito, es tan pequeño… —Se puso a toser e intentó respirar desesperadamente, con el rostro deformado por la angustia que le provocaba la asfixia.

Me habría gustado poder decirle que a mí me pasaba lo mismo, que en realidad yo tampoco soportaba a Nobody, y dejarle claro que yo también lo consideraba un cero a la izquierda, pero no podía enfadar a Emma en ese momento.

—Pero ¡si me paso la mitad del día en la escuela! —me limité a exclamar.

—Ya me ocuparé de que Arvid lo vigile mientras tú no estás —dijo Emma con la voz ronca—, pero por las tardes podrías…

—¿Por qué no lo llevamos al orfanato de una vez? De todas formas no puede quedarse aquí para siempre —argüí de mala gana.

Emma cerró los ojos, agotada.

—Si entra en un orfanato, está perdido —murmuró—. Por favor, Fiona…

¿Qué podía hacer? A partir de entonces tendría que llevar a Nobody pegado a mí como una lapa. Arvid lo vigilaba por la mañana y se pasaba el día jurando como un carretero por ello, como si tuviera que paralizarse la actividad en la granja solo porque «el otro niño», que es como lo había bautizado, dependiera de él. Tan pronto como volvía de la escuela, tenía la impresión de que me endosaba a Nobody antes incluso de que pudiera dejar la cartera y lavarme las manos. Nobody irradiaba felicidad nada más verme y se aferraba a mí. Lo tenía a mi lado en todo momento y, aun así, tenía un montón de obligaciones por atender. Debía hacer los deberes de la escuela, preparar la comida, limpiar la casa, dar de comer a las gallinas, recoger los huevos y ocuparme del huerto. Y en todo el tiempo no había manera de librarse de Nobody. Cuando terminaba de arrancar las malas hierbas, me levantaba y me daba la vuelta, chocaba con él porque había estado pegado a mi espalda, devorándome con la mirada. Cuando daba de comer a las gallinas, se me ponía por en medio. Y en la cocina era una auténtica locura, porque yo odiaba cocinar con aquella extraña mirada atenta que parecía luchar por comprender algo, clavada en mis más que inseguros movimientos. Eso me ponía todavía más nerviosa de lo que ya estaba.

Como es de suponer, yo acababa de muy mal humor porque apenas podía ver a Chad. De hecho no podía verlo más que durante las comidas. Incluso cuando en algún momento de la noche terminaba con mis obligaciones, ¿cómo iba a poder reunirme con Chad en la bahía, si seguía llevando a Nobody pegado a mí como una sombra? Una vez lo encerré en su habitación para salir a mis anchas, pero luego me arrepentí nada más regresar a casa: Nobody se había estresado tanto que había acabado mojando los pantalones y vomitando. Tanto él como la habitación desprendían un olor atroz, y el chico tenía la cara completamente hinchada de tanto llorar. Tuve suerte de que Emma no se diera cuenta de ello. Disimuladamente, tuve que quitarle la ropa, meterlo en la bañera y fregar el suelo. Estaba furiosa, y me pregunté por qué Emma no se decidía de una vez a buscar un lugar adecuado para dejar a Brian. A esas alturas ya había quedado claro que sufría un retraso mental, que no podíamos hacer nada más por él y que cada vez supondría una carga mayor.

Para vengarme del trabajo adicional que me supuso todo aquello lo lavé con agua helada, pero no me hizo el favor de quejarse o de echarse a llorar. En cambio, casi me dio la impresión de que de alguna manera agradecía que lo tratara de ese modo, que lo hubiera metido en agua helada y le hubiera sumergido la cabeza durante un buen rato. A pesar de lo que tiritaba debido al frío y de lo azules que tenía los labios, me miraba con los ojos brillantes y en ellos pude leer la devoción y la adoración que sentía por mí.

—Fiona —balbuceó con una sonrisa—. Boby.

—Tú no te llamas Boby —lo abronqué—. ¡Tú te llamas Nobody! ¿Sabes lo que es un Nobody? ¡Un cero a la izquierda! ¡Nada!

Al parecer no comprendía lo que le decía, porque siguió mirándome con esa expresión de júbilo talmente como si le hubiera estado declarando mi amor.

—Boby —repitió él, y luego una y otra vez—: ¡Fiona!

Alargó la mano e intentó agarrarme por el pelo. Yo aparté enseguida la cabeza.

—¡Deja eso! Y ahora sal de la bañera, tengo que secarte.

Obediente, trepó hasta salir y se quedó tiritando y castañeteando los dientes sobre la alfombrilla. Contemplé su delgado cuerpo congelado y tuve algo así como un cargo de conciencia. Había sido una crueldad y una canallada por mi parte haberlo estado mojando con agua helada durante tantos minutos. Al fin y al cabo tampoco se había ensuciado a propósito, sino que todo había sido fruto de la desesperación que le había causado el verse encerrado y solo, como lo había dejado yo durante al menos dos horas. Probablemente había sido víctima de miedos que no puedo siquiera imaginar, pero ¡diablos!, yo estaba a punto de cumplir trece años, estaba enamorada, quería disfrutar un poco de mi vida, al menos. El hecho de tener que cuidar a un chico de nueve o diez años con un claro retraso mental me superaba por completo.

Visto en retrospectiva y sin querer disculparme ni justificar mi conducta, debo decir que mi comportamiento fue bastante normal. De haber sido mi hermano pequeño y, por lo tanto, de haber sido mi obligación cuidar de él, lo habría intentado todo para zafarme de esas obligaciones y a él probablemente lo habría tratado de cualquier manera menos de forma amable. Es lo que habrían hecho la mayoría de las chicas de mi edad. El problema era que Brian no podía defenderse contra todo aquello como un niño normal. Cualquier otro chico se habría desgañitado berreando si lo hubiera encerrado como hice con él. Habría golpeado la puerta, la habría pateado y, al final, en unos minutos habría conseguido que algún adulto lo liberara. Un niño normal tampoco habría soportado que lo bañaran en agua helada. Incluso siendo yo la mayor, habría encontrado sus propios medios y estrategias para rebelarse contra mí.

Pero Brian era distinto. Y yo era demasiado joven para comprender lo desamparado que estaba. Me limitaba a dejarme llevar por mis impulsos, de la compasión a la profunda irritación, y esa irritación era con diferencia el impulso más habitual que Brian provocaba en mí. De no haber sido tan afectuoso, de no haber tenido esa fijación conmigo, a pesar de su falta de raciocinio y de ser incapaz de hablar, tal vez me habría comportado de una forma algo más amistosa con él. De ese modo quizá me resultaba indiferente su raciocinio encapsulado y no había tenido la paciencia, la calma para enfrentarme a él durante más tiempo.

En cualquier caso, el comportamiento que tuve ese día me sorprendió tanto a mí misma que durante las semanas siguientes me esforcé algo más con él. La consecuencia de ello fue que Nobody se apegó aún más a mí, y yo a partir de entonces apenas encontré un solo momento para estar a solas con Chad, lo que no contribuyó precisamente a endulzar mis sentimientos por el chico.

En el mes de junio, Emma pudo abandonar la cama, delgada en grado sumo y con un aspecto que no era más que una sombra de lo que había sido. Aunque durante las primeras semanas necesitó mi ayuda muy a menudo, fue capaz de ocuparse de Nobody otra vez y yo pude escaparme a la cala casi a diario para estar a solas con Chad. A un mayo caluroso lo siguió un junio también caluroso y un julio que lo fue todavía más. Días despejados que olían a hierba y a flores, un mar azul zafiro a nuestros pies, largos atardeceres en los que el sol de poniente se convertía en un grandioso fuego que inflamaba el horizonte entero. La guerra quedaba muy lejos, yo vivía absolutamente ajena a ella. Si Chad no hubiera seguido insistiendo en su deseo de ir al frente, creo que incluso podría haberme olvidado de que en alguna parte había un campo de batalla, bombas, desgracias y lágrimas. Me sentía segura porque Emma no dejaba que Chad fuera a la guerra. Disfruté del verano más bonito de mi vida. Y eso no solo me lo pareció entonces. Hoy en día sigo pensando que fueron las mejores semanas de mi vida.

El 29 de julio de 1942 cumplí trece años. La carta que me llegó de mi madre acabó con todo: con aquellas despreocupadas semanas de verano, con ese amor de juventud, con la interminable libertad que tenía en la granja de los Beckett que, desde hacía ya tiempo, se había convertido en mi hogar.

Mamá me contaba en su carta que los bombardeos sobre Londres habían disminuido mucho y que no veía razón alguna para que yo siguiera viviendo a costa de los Beckett (así es como lo expresó, a pesar de que el gobierno pagaba un dinero por mi estancia en Yorkshire). Me decía también que a finales de agosto acudiría a recogerme y que me llevaría de vuelta a Londres. Que ya iba siendo hora de que conociera finalmente a mi padrastro.

Me vi sumergida en un abismo sin fondo. Lo que acabo de escribir, acerca de que el verano de 1942 fue el mejor de mi vida, cuenta solo hasta ese soleado último miércoles de julio. A partir de entonces se apoderó de mí la más absoluta desesperación.

El mes de agosto siguiente fue el peor de mi vida.

8

El 1 de septiembre llegué de nuevo a Londres. Durante el trayecto del tren no le dirigí la palabra a mi madre, y ella estaba tan furiosa por mi actitud que se mordió todas las uñas y al final ni siquiera me miraba. Fue un día soleado de finales de verano, pero incluso así Londres me pareció una ciudad fea, triste y absolutamente insoportable. En ese lugar la guerra era patente, por lo que me di cuenta de lo alejada que había estado de ella en Yorkshire. Casas destrozadas, escombros, calles arrasadas por incendios. La gente caminaba a toda prisa y con la cabeza gacha por las aceras, muchos de ellos vestían con harapos y parecían hambrientos. Desde la estación tuvimos que ir andando hasta nuestra casa, o mejor dicho, hasta la casa de Harold Kanes. Me había jurado a mí misma que jamás la llegaría a considerar mi hogar. En lugar del aroma del viento, de la sal y del heno, pasé a verme rodeada por el olor a gasolina y por el polvo. Mamá llevaba mi maleta, y yo cargaba con la bolsa en la que Emma me había empaquetado pan, carne y queso en grandes cantidades porque, según ella, en Londres escaseaban todas esas cosas; de hecho, no tardé en comprobar que tenía razón. Mi madre se había ofrecido, sin demasiado entusiasmo, para llevarse también a Nobody y «dejarlo en manos de las autoridades competentes», pero, como era de prever, Emma había rechazado la propuesta, horrorizada. Nunca había envidiado tanto a Nobody como el día en que se decidió que permanecería en ese entorno paradisíaco mientras a mí me tocaba despedirme del lugar con el corazón hecho pedazos. Él había llorado cuando mamá y yo lo dejamos en el patio, y cuando me volví para mirarlo pude ver que Emma le metía caramelos en la boca para consolarlo.

Chad estaba con las ovejas y no había vuelto a dejarse ver. En la víspera habíamos acordado que sería mejor de ese modo. Yo no quería llorar y habría sido incapaz de evitarlo si él hubiese estado allí, junto a su madre, mientras Nobody me decía adiós con la mano. Podía superarlo todo siempre y cuando la rabia me ayudara a mantener la cabeza fría. Su mirada solo habría contribuido a abrir una brecha en el dique.

Al ver el estado deplorable en el que se encontraba la ciudad, le dirigí la palabra a mi madre por primera vez ese día.

—¿Aquí no caen más bombas? ¡Pues parece como si no hubieran dejado de caer cada noche!

—¡Vaya! —dijo mamá—. ¡Creí que se te había comido la lengua el gato!

Yo la miré, furiosa.

—Esos son los destrozos de los ataques de finales de mil novecientos cuarenta y de la primera mitad de mil novecientos cuarenta y uno —me explicó mamá—. Por el momento todo está tranquilo. Hace semanas que no tenemos ninguna alarma nocturna.

—Ajá —repliqué yo, malhumorada.

Fue inmaduro por mi parte, pero en ese momento deseé que durante la noche siguiente nos sobrevolaran pilotos alemanes a docenas para dejar caer sobre Londres varias toneladas de bombas. Entonces mamá habría tenido que reconocer su error y, absolutamente aterrorizada, mandarme de nuevo a Yorkshire.

Mi madre se detuvo para limpiarse la nariz, la tenía empapada en sudor. Mi maleta pesaba y esa tarde hacía bastante calor.

—Fiona, somos una familia. Harold, tú y yo. No está bien que nos comportemos como si no nos conociéramos.

—A tu Harold sí que puedo tratarlo como a un desconocido. Al fin y al cabo ni siquiera me ha visto todavía.

—Con más motivo, pues. Hace un año que es tu padre, y…

—Padrastro.

—Bueno, padrastro. Es importante que os llevéis bien, que encontremos la forma de vivir bien los tres juntos.

—¿Y si no la encontramos?

—La encontraremos. ¡Fiona, deberías estar contenta de tener una familia! Hay niños que lo han perdido todo por culpa de la guerra. ¡Piensa en el pobre Brian Somerville, a quien ya no le queda nadie en el mundo!

—Mejor no me hagas pensar en él —respondí yo, furiosa—, porque me moriré de envidia. A él le habéis permitido quedarse y a mí no.

Mamá pareció bastante herida al oír eso, pero en mi opinión era culpa suya. Recorrimos el resto del camino otra vez en silencio. Ese día hablando no habríamos conseguido entendernos.

El piso de Harold Kanes estaba en Stepney, en uno de los edificios más feos que había visto en mi vida. Un bloque de viviendas triste, gris, que quedaba hundido respecto de la calle y se encontraba entre otros dos que lo superaban en altura, puesto que tenían varios pisos más e impedían que la luz del sol llegara a la parte trasera. En la calle solo había una casa que hubiera quedado completamente derrumbada por las bombas; sin embargo, la onda expansiva había afectado a unos cuantos edificios cercanos, de los que había destrozado las ventanas, ya que por todas partes se veían horribles construcciones improvisadas con planchas de plástico y tablones de madera. La calle era muy estrecha y oscura, incluso en un día soleado como aquel. En invierno debía de ser un lugar desolador. Yo me había acostumbrado a la amplitud y a la libertad del Yorkshire rural. Tuve ganas de echarme a llorar.

Harold Kane ya estaba en casa cuando llegamos. Yo había tenido la esperanza de que estuviera en el trabajo para poder ver primero el piso y empezar a aclimatarme antes de conocerlo, pero no fue posible. En lugar de eso, nos abrió la puerta del cuarto piso, después de que mamá y yo subiéramos jadeando los empinados y oscuros escalones de las cuatro plantas cargadas con la maleta y la bolsa. Harold era gordo y tenía la cara rojiza, con un aspecto enfermizo que en ese momento yo ignoraba que era a causa del alcohol. Me pareció feo y desagradable. Fue odio a primera vista.

—Así que tú eres Fiona —dijo mientras me tendía la mano para saludarme—. ¡Bienvenida a Londres, Fiona!

Se esforzó por ser amable, pero yo no me fié de él. Mi olfato me decía que la idea de llevarme allí no podía haber sido suya, sino de mi madre. ¿Qué iba a hacer él con esa chica de trece años que acababa de aterrizar de repente en su intimidad conyugal? Hacía tan solo un año que mi madre y él habían empezado una nueva vida juntos. No creo que pudiera verme más que como a una entrometida.

El piso era muy pequeño y lo había amueblado de forma bastante miserable. Incluso nosotras, que jamás habíamos tenido mucho dinero, habíamos vivido en pisos mejores. Tenía dos habitaciones y un pequeño cuarto, y todos daban a la parte de atrás donde se erigía el edificio colindante, tan cerca que tenías la impresión de poder sacar la mano por la ventana y tocar las paredes. Respecto al sol del atardecer que seguía brillando fuera, no estaba presente en absoluto; habría dado igual que hubiera sido un nuboso día de noviembre en lugar de aquel soleado inicio de septiembre.

La primera habitación la utilizaban como cocina; la segunda, como dormitorio para mamá y Harold. El cuarto pequeño, tal como supuse nada más verlo, me lo reservaban a mí. Cabían una cama y un armario estrecho, con lo que la estancia se veía llena a rebosar. Apenas podía darme la vuelta allí dentro.

—¿Y dónde se supone que haré los deberes de la escuela? —pregunté, furiosa.

—En la mesa de la cocina —respondió mi madre mientras se esforzaba por fingir despreocupación y buen humor—. ¡Allí tienes espacio suficiente y nadie te molestará!

En ese momento tuve que controlarme para no echarme a llorar. Todo era mucho peor de lo que había imaginado. Y no es que yo fuera una niña mimada. En la granja de los Beckett las habitaciones también eran pequeñas y oscuras, la casa no era nada del otro mundo y el dormitorio que yo había tenido allí, para ser sinceros, solo era un poco más grande que ese pequeño cuarto. Pero en los días soleados el sol entraba radiante por todas las ventanas y se veían los campos casi infinitos que se extendían hasta el horizonte, donde se fundían con el cielo. Desde una de las habitaciones del piso de arriba que daba a una hondonada de la colina, incluso se divisaba el mar. En Yorkshire había tenido una sensación de libertad desmesurada. En ese piso, sin embargo, me sentía como enterrada en vida, como encerrada tras los muros de una prisión.

—Yo me paso el día entero en el astillero —dijo Harold en lo que pareció un intento de consolarme— y tu madre tampoco está en casa, siempre está limpiando en un sitio u otro a pesar de no estar obligada a hacerlo. Tendrás todo el piso para ti sola.

—Ese dinero puede venirnos bien —dijo mamá.

—Pero también podríamos salir adelante sin él —replicó Harold.

Tuve la sensación de estar presenciando una riña habitual. Al parecer, el hecho de que mamá trabajara limpiando era una cuestión espinosa.

—Siempre estaríamos pasando apuros —dijo ella.

Empecé a preguntarme seriamente por qué se había casado con aquel hombre. No era atractivo y era evidente que tampoco le sobraba el dinero. ¿Qué demonios había visto mi madre en él? A mí me parecía que ella era una mujer bastante atractiva, que podría haber encontrado algo mejor que aquel saco de grasa. Mi difunto padre quizá fuera un borracho y un irresponsable, pero había sido un hombre guapo. Recuerdo que cuando era niña a menudo me sentía orgullosa cuando paseaba con él por la ciudad y veía las miradas que le lanzaban las demás mujeres. No había duda de que a Harold esas cosas no le ocurrían.

¿Mi madre estaba con él por necesidad?

Ahora que ha pasado tanto tiempo, naturalmente, me resulta más fácil comprenderlo.

Tal como son las cosas hoy en día, con unos treinta y cinco años mi madre aún se consideraría joven, pero por aquel entonces el criterio era distinto y se asumía que ya tenía una edad. Era viuda, tenía una hija y carecía de dinero. No quería quedarse sola para el resto de su vida, pero en su situación tampoco es que tuviera a los hombres haciendo cola para llamar a su puerta. En especial porque la mayoría de los hombres de su edad estaban luchando en el frente y no tenían ocasión de salir a pescar esposa. Mamá siempre había sido una persona muy pragmática. Había visto en Harold Kane una oportunidad, quién sabe si la última que se le presentaría, y se había aferrado a ella. En ese punto estaba decidida a hacer cuanto pudiera por sacar el máximo partido a la situación. El problema era que yo también tenía que participar en el juego y no sentía más que la necesidad de rebelarme ante ello.

Para cenar, comimos patatas y carne. La carne era tan fibrosa que te pasabas el rato quitándote los hilillos que te quedaban entre los dientes, mientras que las patatas las encontré absolutamente pasadas. Mamá se dio cuenta de que no me gustaba.

—Seguro que en el campo comías mejor —dijo y, por primera vez desde que me había ido a buscar a Staintondale en contra de mi voluntad, su tono de voz había perdido algo de aquel tinte de disculpa que había tenido al principio—. Aquí, en la ciudad, estamos pasando dificultades económicas por culpa de la guerra.

Yo no respondí nada. ¿Qué podría haberle dicho de todos modos? No era solo la comida, es que todo había sido mejor en el campo, simplemente. Estaba oscureciendo. A esas horas habría bajado a la cala para encontrarme con Chad. Nos habríamos abrazado, habría notado los latidos de su corazón acompasados con los del mío. Nos habríamos contado cómo nos había ido el día y luego habría tenido que escuchar una rabiosa perorata acerca de lo mucho que él ansiaba participar en la guerra…

Empujé mi plato para apartarlo. Pensar en Chad era demasiado para mí, y me vi incapaz de tragar ni un solo bocado más.

Por lo demás, pude comprobar que Harold no comía mucho aunque sí bebía cerveza en grandes cantidades. Más de lo que podía ser bueno. Su cuerpo abotargado a buen seguro era producto del alcohol y no de las más que mediocres dotes culinarias de mi madre. ¡Otro alcohólico! Por aquel entonces todavía no era capaz de realizar determinadas consideraciones psicológicas; de lo contrario, es muy probable que hubiera tenido claro que había una constante fatal en la vida de mi madre que se repetía continuamente: su padre había sido alcohólico, igual que su primer marido y, ahora, su segundo marido. Tenía propensión a los borrachos y al parecer no conseguía salir de esa espiral. Yo era capaz de comprender que, respecto a eso, ella no fuera más que prisionera de sí misma. Incrédula, no hacía más que preguntarme: ¿por qué? ¿Por qué? ¿Por qué Harold Kane?

Después de cenar me fui a la cama sin perder un segundo, ni siquiera ayudé a mi madre a recoger la mesa y a lavar los platos. Puesto que asumieron que estaría muy cansada tras un día tan duro como aquel, nadie puso pegas al respecto. Pero mientras me disponía a desnudarme en aquel cuarto tan estrecho, pude oír las quejas de Harold:

—¡No me soporta! ¡Me he dado cuenta enseguida!

—Ha sido un día con demasiados cambios para ella —replicó mamá—. Se ha encariñado mucho con la familia Beckett en Yorkshire y ahora se siente desarraigada. Todo le parece mal, aquí. No te lo tomes como algo personal.

—Creo que ha sido un error traerla en contra de su voluntad —dijo Harold.

Yo me quedé de piedra, llena de esperanza; tal vez acabaran llegando a la conclusión de que… Sin embargo, mamá no tardó en destrozar mi sueño.

—No —replicó con firmeza—, no ha sido un error. Al contrario, ya iba siendo hora de que volviera. Estaba a punto de integrarse completamente en esa otra familia, tenía que tomar medidas para que eso no ocurriera.

—¡Al fin y al cabo fue idea tuya mandarla al campo!

—Ya sabes cómo eran las cosas. Llovían bombas, noche tras noche. No quería perder a mi única hija. Y en este momento tampoco deseaba perderla de otro modo, ¿comprendes? ¡No quería que acabara considerando a otra mujer como a su madre!

—Bueno, ya hacemos lo que podemos para que no siga siendo hija única —dijo Harold, y a pesar de mi juventud y de mi falta de experiencia, mientras aguzaba el oído desde mi cuarto no me pasó inadvertido que su tono de voz había cambiado—. Tal vez deberíamos intentarlo de nuevo ahora mismo, ¿no crees?

—Tengo que arreglar la cocina. Además, Fiona aún no está dormida. Puede aparecer en cualquier momento.

—Tonterías. Estaba agotada por completo. Ya no se moverá de su cuarto.

—Harold, déjalo… de verdad, tengo miedo de que Fiona… ¡Para!

Oí cómo se volcaba un taburete. Y las risitas de mamá. Horrorizada, contuve el aliento. Aquellos dos no estarían…

Los ruidos que poco después llegaron a mis oídos no dejaban lugar a dudas. Mi madre y Harold Kane se pusieron a hacerlo poco después de cenar, en la cocina, sin importarles un pimiento que yo pudiera oírlo todo, absolutamente todo.

Fue insoportable. Sí, insoportable.

Ni siquiera seguí desnudándome. En lugar de eso, me metí en la cama tal como estaba, con la falda de verano floreada que Emma había cosido para mí y los calcetines cortos puestos. La ropa de cama olía a moho. Hundí la cara en la almohada y me tapé las orejas con las dos manos para no tener que oír nada de aquella actividad repugnante. Durante todo ese día tan horrible había conseguido controlarme, pero en esos momentos no pude más.

Lloré, y creo que fueron las lágrimas más amargas de toda mi vida.

9

Debo reconocer que en las semanas y los meses siguientes no se lo puse fácil a mi madre y a Harold. La rabia que había provocado el hecho de que me hubieran llevado a Londres en contra de mi voluntad no se disipó; al contrario, en todo caso se intensificó. Llegó el otoño, la niebla, las tardes oscuras. Mi estado de ánimo tocó fondo.

Harold me evitaba y yo lo evitaba a él, en la medida que nos lo permitía aquel piso tan diminuto. Pero era cierto que él pasaba la mayor parte del día en el astillero, donde tenía un puesto de capataz, y cuando volvía a casa se emborrachaba con bastante facilidad hasta que se quedaba dormido en el pequeño sofá que teníamos en la cocina. Roncaba y apestaba a alcohol; me estremecía cada vez que tenía que pasar por su lado.

—Es un borracho, mamá —le dije una vez a mi madre—. ¿Cómo has podido casarte con un borracho?

—Todos los hombres beben —respondió mi madre, lo que, desde su punto de vista y teniendo en cuenta su experiencia, seguramente le sonaba cierto.

Yo negué con la cabeza.

—¡No! Arvid Beckett, por ejemplo…

Ese comentario, claro está, le tocó la fibra.

—¡No vuelvas a salirme con los Beckett! —me espetó—. Para ti es como si hubieran bajado del mismísimo cielo. Pero son personas normales, ¡como tú, como yo y como Harold!

—Pero no beben —insistí.

—Entonces seguro que tienen otros vicios. Todos tenemos nuestros vicios. ¡Créeme!

Puede que mamá tuviera razón o puede que no, yo no era nadie para juzgarlo. En cualquier caso, el alcoholismo de Harold y la visión de su rostro abotargado me provocaban tanta aversión que durante toda mi vida he sentido un rechazo tan profundo por el alcohol que me ha impedido siquiera probarlo. Lo odiaba. Aun hoy en día ni siquiera soporto tener una botella de aguardiente digestivo en casa.

Iba a la escuela, terminaba escrupulosamente mis deberes y dedicaba el tiempo libre a escribir interminables cartas a Chad. En ellas le describía mi desoladora rutina, la triste atmósfera del Londres bombardeado, aquel piso tan sombrío, la escasez de alimentos. Siempre acababa dedicándole la mayor parte de las cartas a Harold. Se lo describía como un verdadero monstruo, para que a Chad le quedara la impresión de que mi madre se había casado con un engendro gordo, estúpido y borracho. Le escribía con la esperanza de recibir algo de consuelo, si bien él apenas me respondió alguna vez. Me hizo saber que no le gustaba escribir cartas y que tenía mucho trabajo en la granja, pero que me echaba de menos y pensaba en mí a menudo. Tuve que contentarme con eso. Al fin y al cabo era un hombre. En general les resulta más difícil expresar sus sentimientos por escrito.

A finales de noviembre recibí una carta de Chad en la que, como de costumbre, se lamentaba de vivir ligado a esa granja ovina en lugar de poder ir a la guerra a luchar por Inglaterra.

«La suerte está dando la espalda a los alemanes en la guerra —me escribió—, acabarán derrotados ¡y a mí me gustaría contribuir a ello!»

Al final de la carta, mencionaba que su madre volvía a estar gravemente enferma.

«Tiene mucha tos y fiebre. Y un aspecto muy enfermizo. Este tiempo frío y húmedo no es para ella, pero no tenemos dinero para costearle una estancia en el sur y tampoco son buenos tiempos para ello. Las islas Anglo-Normandas serían un buen sitio para mi madre, pero Hitler las ha invadido. Además, ¿cómo nos las arreglaríamos sin ella?»

Fue inevitable pensar en Nobody. ¿Quién se ocuparía de él si Emma tenía que guardar cama durante unas semanas? Tal vez acabarían llevándolo a un orfanato. Sería lo mejor para él.

La Navidad me reservaba una sorpresa muy especial. Tras el reparto de regalos por la mañana, en el que en esencia me regalaron cosas prácticas como una bufanda, una gorra y unos guantes, mamá me comunicó que en el mes de julio dejaría de ser hija única.

—Un hermanito —dijo Harold desde el sofá, y para celebrarlo se tomó el primer vaso de aguardiente del día, a las nueve de la mañana.

—Eso todavía no lo sabemos —agregó mamá.

—Yo sí lo sé —insistió Harold—. Será un chico. ¡Ya lo verás!

—Bueno ¿qué? ¿No te alegras? —me preguntó mamá.

—En julio… —dije yo—. Entonces es probable que nazca el mismo día de mi cumpleaños.

Solo me faltaba eso. Que el hijo de Harold, que con toda probabilidad saldría a su padre, me disputara el día de mi cumpleaños.

—Seguro que no —dijo mamá—. El médico dice que nacerá a principios de julio. Tal vez a finales de junio. Seguro que no coincidiréis en el día. —Le brillaban los ojos y se le habían suavizado los rasgos. ¡Realmente se alegraba de traer al mundo al hijo de un alcohólico de rostro colorado!

Entonces me vino de repente otra duda a la cabeza.

—Pero ¡si aquí no hay sitio para otra persona! ¡Viviremos demasiado estrechos!

Tal vez, o así lo esperaba yo, al final verían necesario volver a mandarme a Staintondale.

Al parecer, mamá no había pensado en eso.

—El primer año dormirá con Harold y conmigo en la habitación. Y luego ya veremos. Tal vez encontremos un piso un poco más grande.

—Claro que lo encontraremos —fanfarroneó Harold.

A mí me habría gustado preguntarle cómo pensaba pagar un alquiler más elevado, teniendo en cuenta que la mayor parte de su sueldo debía de destinarlo a comprar alcohol, pero me mordí la lengua. Era Navidad. No quería estropearle el día a todo el mundo.

Al final no tendríamos que preocuparnos ni por la cuestión de la fecha del nacimiento ni por lo de la habitación, puesto que todo acabó en un drama.

A finales de febrero, mamá sufrió una desgraciada caída a causa del hielo que había en la calle, frente a la casa. Subió arrastrándose con una mueca de dolor en el rostro, se dejó caer sobre el sofá y empezó a quejarse levemente. Le preparé un té, pero no tomó más que un par de sorbitos.

—Me duele mucho, Fiona —susurró—. ¡Me duele mucho!

—¡Mamá, debería verte a un médico!

Ella negó con la cabeza.

—No. Solo conseguiría meterme el miedo en el cuerpo. Lo único que tengo que hacer es tranquilizarme y todo irá bien.

Sin embargo, al parecer los dolores se volvieron más intensos porque empezó a quejarse cada vez con más vehemencia mientras se llevaba las dos manos al vientre. Yo estaba muy preocupada. Aparte de algún que otro resfriado ocasional, jamás había visto a mi madre enferma, solo la conocía sana y en plena forma, y en ese momento tenía la cara pálida y amarillenta, los labios exangües y se retorcía desesperadamente a causa del dolor. Cuando en algún momento, no sin dificultades, se puso de pie para dar un par de pasos con la esperanza de relajarse un poco, vi que había dejado una gran mancha roja en la tapicería de color claro del sofá.

—Mamá, estás sangrando —dije, horrorizada.

Ella se quedó mirando la mancha.

—Lo sé. Pero… eso es de… No debe de querer decir nada…

—¡Deja que vaya a buscar a un médico de una vez! —le supliqué.

A pesar de que apenas podía tenerse de pie, me espetó:

—¡No! ¡De ninguna manera! ¡Ni te atrevas!

—¿Por qué no, mamá? Yo…

—¡No! —repitió antes de volver a apretar los labios y dejarse caer de nuevo en el sofá. Yo no sabía qué hacer.

No comprendía por qué se resistía tanto a que la viera un médico. Sentía dolores, perdía mucha sangre… ¿En serio creía que volvería a sentirse bien tan fácilmente? Yo era demasiado joven para comprender que mi madre se encontraba en estado de shock, que estaba a punto de perder al bebé y que se daba cuenta de ello de forma subconsciente, pero a la vez se resistía a aceptarlo con todas sus fuerzas. Quería poder traer al mundo, fuera como fuese, a ese hijo que Harold tanto deseaba, ya había tardado demasiado en quedarse embarazada. Su instinto maternal también contribuyó a que se aferrara a ese hijo nonato, a que intentara protegerse a sí misma y al pequeño del diagnóstico imparcial, y a todas luces funesto, de un médico. Se negó en redondo a aceptar la realidad y decidió jugarse la vida. Y yo a su lado, desesperada, amedrentada por el dolor que transmitía su voz, esa voz que me prohibía acudir en busca de ayuda.

Por la tarde fue incapaz de seguir aguantando los dolores y al cabo reconoció que iba a pasar algo.

—Ve corriendo a los astilleros —me susurró con voz ronca—. ¡Tan rápido como puedas! Ve a buscar a Harold. ¡Que venga enseguida!

No hay duda de que habría sido más sensato acudir directamente a un médico, pero para mí supuso un alivio el hecho de pasar aquella responsabilidad a un adulto. Nuestro piso no estaba muy lejos del astillero en el que trabajaba Harold, tal vez a un cuarto de hora a pie. Creo que esa gélida tarde de febrero de 1943 conseguí cubrir el trayecto en apenas diez minutos. A pesar de que las calles estaban cubiertas por peligrosas capas de hielo, las recorrí a toda prisa con el corazón acelerado, un doloroso flato, la boca seca y apenas sin aliento. El pánico me dio fuerzas. Hacía ya mucho rato que el instinto me decía que mamá podía acabar muriendo si no la ayudaba. Ya habíamos perdido demasiado tiempo. Tan solo rezaba por encontrar a Harold enseguida, que no se hubiera marchado ya y estuviera en uno de los sórdidos pubs del muelle, donde se tomaba las primeras copas de la noche. En ese caso, sabía que tenía pocas posibilidades de encontrarlo. Por suerte lo atrapé justo a tiempo, cuando ya se despedía de sus compañeros. Se quedó perplejo al verme aparecer de repente, jadeando y encorvada a causa del flato.

—Mamá —dije—. Tienes que venir ahora mismo. Está… ¡Se encuentra muy mal!

Me sorprendió ver que Harold, sin preguntarme ni dudar un solo instante, emprendió el camino de vuelta a casa corriendo. No habría creído que alguien de su generoso tamaño fuera capaz de moverse tan deprisa. Al llegar a casa, tenía la cara de color rojo oscuro y brillante debido al sudor, pero no se había detenido ni un solo instante. Supongo que tuvimos suerte de que todavía no le hubiera dado un ataque al corazón.

Encontramos a mamá tendida en el sofá, acurrucada, con los brazos entrelazados sobre el vientre. La nariz le destacaba mucho en ese rostro demacrado y amarillento. No me explicaba cómo había podido suceder en tan pocas horas, pero parecía como si hubiera envejecido varios años y hubiera perdido varios kilos a lo largo de esa tarde. Miró fijamente a su marido con los ojos muy abiertos.

—Harold —dijo con algo parecido a un sollozo—, creo que… nuestro hijo… ha…

—Tonterías —dijo él—, tendremos el hijo más guapo del mundo, ¡ya lo verás!

Harold la acompañó al hospital. Por un instante me pareció ver en su rostro que no sentía ni el más mínimo amor por mi madre. No era un buen presagio.

Solo tengo recuerdos vagos acerca de lo que sucedió esa noche. Creo que intenté distraerme arreglando el piso y tratando de limpiar la mancha de sangre del sofá, aunque a pesar de todo no conseguí eliminarla por completo: quedó un tono más oscuro que el resto y, más adelante, cuando mamá ya no soportaba seguir viéndola, Harold se vio obligado a llevarse el sofá de casa. Nunca llegué a saber qué hizo con él.

Finalmente, cuando ya no había nada más que hacer, me limité a esperar. Me preparé un té, me senté a la mesa y simplemente fijé la mirada en la pared. Tenía un terrible sentimiento de culpa. Por dentro me había resistido a aceptar la llegada de aquel niño, había deseado tantas veces que no llegara a ver la luz que me parecía como si hubieran sido mis deseos secretos los que se habían cumplido. Y temía perder también a mi madre. Había visto el aspecto horrible que presentaba y sabía que había perdido mucha sangre. ¿Qué pasaría si no volvía? ¿Por qué no había ignorado sus prohibiciones y había ido a buscar a un médico enseguida? Seguí debatiéndome conmigo misma, llorando, y por primera vez en mi vida me di cuenta de que esperar puede convertirse en el peor de los tormentos posibles.

Ya era pasada la medianoche cuando oí cómo Harold subía la escalera, lenta, pesadamente. Al parecer ya había llegado al rellano. Salí disparada hacia la puerta. Se quedó delante de mí, mirándome con los ojos inyectados en sangre y apestando a aguardiente. Durante el camino de vuelta desde el hospital debió de haber hecho más de una parada en algún que otro bar.

—Fiona —dijo, arrastrando la voz.

—¿Cómo está? Harold, ¿cómo está mi madre?

Entró tambaleándose en el piso y fue directo hacia la cocina, para sacar la botella de aguardiente. Me habría gustado poder azotarlo.

—¡Harold! ¡Por favor! ¿Cómo está mamá?

—Sobrevivirá. La… la han operado.

Cerré los ojos y sentí que se apoderaba de mí el vértigo, un vértigo de alivio. Mamá no estaba muerta. Mamá volvería conmigo.

—El niño —susurró Harold. Se le trababa la lengua. Tomó un buen trago de la botella antes de volverse hacia mí—. Era… era realmente un niño. Mi hijo… ha muerto.

Para ser sincera, debo admitir que esa información no me conmovió demasiado. Yo no tenía nada que ver con el hijo de Harold Kane; por muy hermanastros que fuéramos, no podía dejar de pensar: Mamá está viva, mamá está viva, ¡mamá está viva!

De repente me había quitado un peso enorme de encima.

Sin embargo, Harold se encontraba inmerso en una crisis terrible.

Estaba sumido en la desesperación. No paraba de beber aguardiente, de quejarse y de lamentarse, con la voz cada vez más pastosa, acerca del hijo que había perdido. El hijo que tanto había estado esperando, que lo significaba todo para él, que tenía que cambiarle la vida.

Cuando finalmente ya hube tenido bastante, me dirigí a él de forma impertinente:

—Dios mío, Harold. ¡Ya tendrá otro niño! ¡Todo irá bien!

Él bajó la botella que, justo en ese momento, estaba a punto de llevarse a la boca.

—Nunca… más —dijo—. Nunca más. El… el médico ha dicho que… que nunca… más.

—Lo siento —dije, con bastante torpeza.

¿Qué más podía decir? Harold me miró a los ojos y luego, para mi horror, rompió a llorar.

—Oh, Dios —se lamentaba—. ¡Oh, Dios! —Se levantó y se acercó tambaleándose hasta donde yo estaba—. F…Fiona, F… Fiona, abrázame… abrázame fuerte…

Yo retrocedí enseguida hasta dar con la espalda contra un armario.

—¡Harold! —dije en un tono de rechazo.

Lo tenía muy cerca. Apestaba horriblemente a alcohol, tanto que a punto estuve de marearme. Además, me infundió miedo. ¿Qué quería? Nunca nos habíamos dado un abrazo a pesar de lo mucho que a mamá le habría gustado. Yo no había querido y él lo había respetado. En ese momento, sin embargo, en la cocina, en plena noche, bajo un fuerte estrés emocional, borracho y desesperado, parecía que estuvieran a punto de cruzársele los cables.

—Ni un paso más —le advertí con voz ronca.

—Fiona —casi me suplicó él mientras intentaba agarrarme.

Me zafé de su mano y me planté frente a la puerta. Era más ágil y más hábil que él, por no decir que estaba sobria. Pero, claro, él era mucho más fuerte, y en el peor de los casos yo no tendría nada que hacer. Nada que hacer si pasaba… ¿exactamente qué?

Más tarde llegué a la conclusión de que Harold Kane no había tenido intención alguna de abusar de mí. Ni esa noche ni ninguna otra, no hizo nada que indicara que se hubiera encaprichado conmigo. Al contrario, llegó un momento en que me quedó claro que tenía una especie de fijación con mi madre. Al parecer, ni siquiera miraba a las otras mujeres.

Lo único que buscaba esa noche era un poco de consuelo. Estaba desesperado. Se le caía el mundo encima. Le hubiera dado igual que fuera un hombre o una mujer quien lo abrazara; se habría lanzado a los brazos de cualquiera con tal de encontrar algo de apoyo, un poco de seguridad. Pero yo era muy joven. Y muy susceptible. Lo único que sentía al verlo era antipatía y desconfianza. Estaba agotada tras aquella horrible tarde en la que mi madre no había parado de gimotear y de retorcerse de dolor. Supongo que yo tenía los nervios a flor de piel.

—Gritaré —le advertí—, si te acercas un paso más, ¡gritaré hasta que se entere todo el edificio!

Él se quedó perplejo.

—¿No… no creerás que…?

No esperé a que terminara de formular la pregunta. Rápida como una centella, me di la vuelta y salí corriendo por el estrecho vestíbulo hasta llegar a mi cuarto, me encerré en él con un portazo y apoyé la espalda contra la puerta. No había cerrojo y era algo que había lamentado a menudo, aunque nunca tanto como aquella noche. Me sentía desprotegida y vulnerable. Quizá Harold tratara de entrar en cualquier momento si yo no lo impedía. Lo único que podía hacer era mantenerme despierta a toda costa y dificultarle tanto como fuera posible cualquier intento de atacarme. Si se atrevía a entrar en mi territorio, me resistiría y gritaría. De ninguna manera podría sorprenderme durmiendo.

Así que me mantuve despierta toda la noche, hasta la mañana. Me senté en el suelo con la espalda apoyada en la puerta y agucé la vista en la oscuridad. Estaba muerta de cansancio y, sin embargo, absolutamente desvelada. El corazón me latía a toda prisa mientras los pensamientos se apelotonaban en mi cabeza. No podía quedarme allí, lo tenía muy claro. Harold había dicho que debían operar a mamá y eso significaba que habría de quedarse un tiempo en el hospital. Diez días, al menos, tal vez incluso dos semanas. No estaba dispuesta a pasar todo ese tiempo sola con un borracho en aquel piso. No lo soportaba. Me daba miedo.

Solo había un lugar en el mundo en el que me sentía segura. Mi única esperanza era que el dinero que había estado ahorrando me alcanzara para comprarme un billete de tren a Scarborough. Una vez allí, ya vería qué hacía. No contaba con que mi madre y Harold aceptasen tan fácilmente mi huida, pero al menos mamá estaría unos días fuera de combate y Harold no tenía nada que decirme. Y lo más importante para mí era sentirme segura.

Eso era lo más importante.

De manera que me senté y esperé, cavilando, hasta el amanecer. A Harold no volví a oírlo y tampoco intentó entrar en mi habitación. En algún momento debí de dar alguna cabezada, porque di un respingo al oír cómo se cerraba la puerta de casa, el primer ruido que oía en varias horas. Justo después, unos pasos que bajaban por la escalera. Gracias a Dios, Harold se marchaba a trabajar como cada día.

Me levanté absolutamente anquilosada. Los ojos me escocían debido al cansancio. Y sin embargo estaba decidida a no permitirme ni siquiera media hora de sueño. Me lavé, me cambié de ropa y recogí lo más necesario. Y tan rápido como pude me marché hacia la estación.

La siguiente noche la pasaría en la granja de los Beckett.

10

El trayecto se me hizo interminable. El dinero me había alcanzado para pagar el billete, y llegué a Scarborough por la tarde. Sin embargo, me costó descubrir qué autobús tenía que coger a partir de allí, y luego el tiempo que tuve que esperar hasta que por fin llegó el vehículo me pareció una eternidad. Según el horario, el autobús debería haber llegado mucho antes, y cuando me quejé al conductor por el retraso, este se limitó a encogerse de hombros.

—Estamos en guerra, señorita —dijo, y el hecho de que me hubiera llamado «señorita» me levantó el ánimo tremendamente—. La mayoría de los conductores están en el frente. Y los que quedamos no nos podemos partir en trozos.

No tardamos en llegar a Staintondale. Con la nariz pegada al cristal, aproveché la última luz del día para embeberme con toda solemnidad de aquel encantador paisaje, en el que tanto confiaba. A pesar de que ese día de febrero era frío y gris, de que los campos y el cielo se fundían en aquel horizonte neblinoso tan típicamente invernal y de que los árboles estaban pelados, me habría gustado abrazar cada hectárea de terreno, cada prado, cada muro de piedra y cada una de las cercas que envolvían los pastos para sentirlos cerca de mi corazón. Sabía qué aspecto tendría el lugar cuando, pocas semanas después, los narcisos empezaran a cubrir el suelo, cuando el cielo se volviera en marzo de un azul claro extraordinario, cuando poco a poco los árboles empezaran a echar hojas.

Dios mío, permíteme seguir aquí cuando eso ocurra, suplicaba yo en silencio; por favor, Señor, ¡deja que me quede!

Había un buen trecho desde el punto de la carretera en el que el autobús me había dejado hasta la granja y, aunque no llevaba mucho equipaje, la bolsa pesaba. Pero ya tenía mi destino al alcance de la mano y el mero hecho de saberlo me dio fuerzas renovadas. Llevaba treinta y seis horas sin dormir y, a pesar de todo, estaba desvelada. Enseguida volvería a ver a Chad. Emma me acogería entre sus brazos.

Pronto llegaría a mi hogar.

La granja estaba a oscuras y eso me sorprendió. Ya había caído la noche y solo hacia el oeste el cielo seguía siendo de color gris claro cerca del horizonte, donde los árboles pelados parecían extrañas siluetas. El viento empezó a soplar más fuerte, del mar al interior, más frío y cargado de salitre. Pero yo sentía calor debido al esfuerzo. Vi la puerta de frente y contemplé la casa. Emma solía encargarse de mantener encendidas muchas luces porque quería que su hogar tuviera un aspecto acogedor y cálido, y a menudo había sido testigo de las riñas que eso provocaba con Arvid. Naturalmente, este consideraba que esa costumbre no era más que un derroche. Sin embargo, Emma siempre se salía con la suya al respecto, a pesar de lo sumisa que se mostraba ante su marido por lo general.

A lo mejor es que no había nadie en casa. Pero ¿adónde habrían ido en una noche tan fría entre semana?

Poco a poco, me fui acercando a la granja, me detuve un momento frente a la puerta y no sin cierto titubeo accioné el picaporte. La puerta se abrió. Un gato que estaba sentado en el suelo pasó como una exhalación por mi lado y desapareció entre la oscuridad.

La casa no olía bien, reparé en ello de inmediato. Olía a cerrado, a comida pasada, a polvo. La casa de Emma, pese a su humildad, siempre había estado limpia y ventilada; antes olía a flores, a velas o al fuego de la chimenea. Había sido una casa que parecía recibir a los que la visitaban con los brazos abiertos. Sin embargo, en ese momento… ¿Cómo podía haber cambiado tanto la granja desde mi partida, solo medio año antes? ¿O había sido yo quien había cambiado? ¿Tal vez me tomaba las cosas de otro modo? ¿Estaba demasiado agotada?

—¿Hola? —dije, tímidamente. Nunca se dejaban la puerta abierta si no había nadie en casa.

Atravesé el vestíbulo y asomé la cabeza en el salón. Oscuro. Frío. No había fuego en la chimenea, ni velas en la ventana.

Volví a intentarlo.

—¿Hola? —grité otra vez—. ¿No hay nadie en casa?

Cuando llegué a la cocina reparé en que salía un poco de luz por debajo de la puerta. Tomé aire. Allí había alguien. Con todo, no conseguí alejar la angustia que sentía.

Algo no marchaba bien.

Abrí la puerta de la cocina.

La luz del techo estaba apagada, solo vi encendida una lamparita sobre el fregadero que apenas si alcanzaba a iluminar la estancia. Hacía bastante frío, aunque al parecer había un tímido fuego en la cocina. Arvid estaba sentado a la mesa, grande, oscuro, en silencio. Frente a él, un vaso y una jarra. Olía ligeramente a la tila que Emma solía preparar por la noche, justo antes de irse a dormir.

—¡Arvid! —Cuando entré temí asustarlo, pero ni siquiera se sobresaltó un poco. Me había oído llegar y había oído mi saludo, pero no había reaccionado—. Arvid, soy yo. Fiona.

Levantó la mirada hacia mí. Sabía que era un hombre parco en palabras, pero en ese momento tuve la sensación de que su reacción no se debía solo a que fuera un tipo callado o a que no estuviera de humor. Parecía… petrificado.

—Arvid, ¿dónde está Emma? ¿Dónde está Chad?

Se limitó a mirarme. La angustia creció en mi interior, fría y pesadamente.

—¿Dónde están? —repetí yo, apremiante.

Fue justo entonces cuando oí pasos en la escalera. Alguien corría por el pasillo. Me di la vuelta y Nobody se echó a mis brazos. Estaba radiante de felicidad y no hacía más que emitir exclamaciones inconexas. Una única palabra acabó concretándose de todo aquel galimatías.

—¡Fiona! ¡Fiona! —Y mientras tanto no dejaba de acariciarme la cara mientras babeaba de felicidad.

Yo le tenía tan poca simpatía como antes, pero en ese momento me sentí tan aliviada de que se hubiera roto el silencio de Arvid que acabé abrazando al chico con ganas.

—¡Brian! ¡Has crecido mucho durante el invierno!

Él barboteó y se echó a reír. Como antes, su desarrollo intelectual no parecía guardar ni la más mínima relación con su desarrollo físico.

Me volví de nuevo hacia Arvid.

—¡Arvid! ¿Dónde está Chad? ¡Por favor!

Hubo algo en su rostro que cambió levemente. La mirada hasta entonces perdida de sus ojos por fin reparó en mí. Movió los labios de forma casi imperceptible, aunque fueron necesarios dos intentos para que pudiera articular algo al cabo. Durante un par de segundos parecía como si se le hubiera pegado la manera de hablar balbuceante de Nobody.

—Chad se presentó a filas el pasado viernes.

—¿Qué? —exclamé después de tragar saliva.

—No pude detenerle —dijo Arvid—. Y tampoco quería. Ya es un hombre. Ya sabe lo que hace.

—Pero… pero… ¿Qué ha dicho Emma sobre eso?

Ella no le habría dejado ir, no lo habría permitido jamás. No había nada que temiera más que…

De nuevo, silencio. Incluso Nobody paró de balbucear. El silencio se concentró a mi alrededor y en él retumbaba la verdad, retumbaba tan alta y tan clara que, aterrorizada, no pude más que reconocerla y aceptarla antes incluso de que Arvid volviera a hablar.

—Emma murió hace dos semanas —dijo.

Yo había tomado un camino que no había conducido a nada. Me di cuenta esa misma noche, mientras estaba tendida en la cama de mi antigua habitación en la granja de los Beckett, todavía insomne a pesar de lo absolutamente agotada que estaba. Me dediqué a escuchar con atención aquellos sonidos de la casa que tan familiares me resultaban, los crujidos de las tablas del suelo, el leve tintineo de los cristales cuando el viento daba contra las ventanas y el susurro de los árboles cuando mecía sus ramas. No había nada que hubiera añorado y anhelado más durante los últimos meses como el momento en que volviera a encontrarme en aquella casa, en aquella habitación. Pero, por supuesto, me lo había imaginado de un modo completamente distinto, porque había creído que Emma estaría allí para abrazarme, y también Chad, por descontado, con el que habría bajado hasta la cala jadeando, con el corazón acelerado, para entregarme a sus palabras, a su voz, a sus tiernas caricias… No obstante, en lugar de eso…

¡Emma estaba muerta! No me lo podía creer. Que Chad estuviera en el frente al menos era lógico porque siempre había tenido claro que eso sería lo primero que haría en cuanto consiguiera vencer la oposición de su madre, fuera como fuese. Al parecer Chad había aprovechado la oportunidad enseguida que se le había presentado. ¡Sin antes decirme a mí ni una sola palabra! No me había contado ni que se marchaba al frente ni que su madre había muerto. ¿Qué pintaba yo en su vida, pues? Por lo visto no pensaba en mí ni la mitad de lo que yo pensaba en él. Me sentí herida, triste. Y perpleja.

Pasé todavía un buen rato sentada con Arvid en la cocina y, de hecho, debió de ser la primera vez desde que lo conocía que charlábamos el uno con el otro. De repente se había convertido en un hombre muy solo que pronto sería incapaz de ocuparse de todo el trabajo que conllevaba aquella granja tan grande, con tantas ovejas, y menos aún sin la ayuda de su hijo. La granja de los Beckett quedaría desatendida a partir de entonces. Ya se notaba en la casa. Emma todavía había sido capaz de disimular más o menos su dejadez. A Arvid, sin embargo, le faltaban el tiempo, las fuerzas y probablemente las aptitudes para conseguirlo.

Me dijo que Emma había pasado todo el invierno aquejada de una fuerte bronquitis que en enero había vuelto a derivar en una infección pulmonar.

—Se negó a ingresar en un hospital. Me preocupaba mucho. Tenía muchísima fiebre, durante varios días… Pero no quise llevármela de aquí en contra de su voluntad. Al final todo fue muy rápido. Ya no le quedaban fuerzas para resistir.

Tenía que pensar en aquella Emma a la que había conocido en una oscura noche de noviembre, en un prado no muy lejos de Staintondale. Una mujer sana, delicada y sin embargo nada frágil. Su decaimiento había empezado de repente y sin ningún desencadenante aparente para ello. Los eternos resfriados. La tos pertinaz. La fuerte infección pulmonar que había sufrido un año antes, que tanto le había costado superar y de la que nunca llegó a recuperarse del todo, en realidad.

Me había sentado en la cocina, tiritando, puesto que los fogones no desprendían mucho calor, y por primera vez se me pasó por la cabeza la posibilidad de que aquel paraíso terrenal que había sido para mí la granja de los Beckett podría haber significado una fuente de penoso y arduo trabajo para Emma. Aquella casa tan húmeda y expuesta a las corrientes de aire. La cocina de leña que tenía que encender cada mañana. El agua que se obtenía accionando una bomba que exigía cierta fuerza física. En la granja se había detenido el tiempo, todo seguía siendo como cien años atrás aparte de la corriente eléctrica, pero Chad me había contado una vez que no habían tendido el cableado hasta el año 1936. Lavar, cocinar, planchar, todas aquellas cosas de las que se ocupaba Emma a diario suponían mucho tiempo y grandes esfuerzos. Trabajaba de la mañana a la noche sin quejarse y sin esperar ayuda de ninguno de nosotros. Debía de ser importante para ella que termináramos los deberes y aún nos quedara tiempo para jugar. De forma lenta y silenciosa, todo aquello había ido agotando sus fuerzas.

—Arvid —le dije finalmente, después de tomarme la tercera taza de té—. Arvid, por favor, ¿puedo quedarme aquí? No quiero volver a Londres.

Arvid se balanceó de un lado a otro, indeciso acerca de lo que debía responder.

—No es posible —dijo al cabo.

—Tiene que ser posible. No podría ser más infeliz, allí. Con mi… con mi padrastro no me llevo nada bien. Es un borracho y un asqueroso.

—¿Cuántos años tienes?

—Casi catorce —dije yo. Faltaba aun bastante para finales de julio, pero tampoco había que ser tan estrictos.

—Es decir, trece. ¡Lo que tienes que hacer es ir a la escuela!

—Si me quedara aquí podría encargarme del trabajo de la casa. Cocinar, limpiar, lavar la ropa… ¡Sé hacerlo todo!

—Tienes que ir a la escuela. Además, tus padres jamás accederían a ello. Si tuviera teléfono, ya los habría llamado. Puede caérseme el pelo… ¡Aquí solo, con una chica tan joven como tú! No, Fiona, lo siento. ¡Sería como meter un pie en la cárcel, si te permitiera quedarte!

—¿Y si mi madre lo consiente?

—No lo hará —profetizó Arvid—. A tu madre la granja le pareció bien mientras las bombas llovían sobre Londres y cuando todavía vivíamos como una familia. Ahora todo ha cambiado. Vendrá a buscarte muy pronto.

Intentaba asimilar las novedades de las últimas horas tendida en mi cama cuando, para mi desgracia, tuve el presentimiento de que Arvid tenía razón. Para empezar, mamá no quiso que me quedara allí cuando Emma aún vivía. Que me dejara vivir sola con Arvid y Nobody era algo más que improbable.

A la mañana siguiente, a pesar de la ventisca de nieve que caía, me pasé la mitad del día paseando por las tierras que pertenecían a la granja seguida por Nobody, al que llevaba pegado en todo momento con la mirada resplandeciente. Estuve visitando lugares bien conocidos mientras lloraba en silencio, porque sabía que de todos modos tendría que volver a despedirme de ellos muy pronto. Bajé hasta la cala, me senté durante un buen rato en una roca, mirando al mar, tan desoladoramente gris ese día, y pensé en Chad y en la última noche de verano que habíamos pasado allí juntos. Los graznidos de las gaviotas resonaban estridentes y desesperados en mis oídos y parecían el eco de mis cavilaciones sombrías. ¿Dónde estaba Chad? ¿Estaría en peligro, justo en ese momento cuando yo estaba en nuestro rincón, pensando en él? ¿Sobreviviría a la guerra? ¿Volvería a verlo alguna vez?

Di rienda suelta a mis lágrimas. Nobody, que estaba acurrucado junto a mí, no interfirió en mi llanto ni en mis cavilaciones. Como siempre, a él le bastaba con estar cerca de mí. En algún momento llegué a la conclusión de que tenía que cuidar de él y entonces reparé en que el chico estaba temblando de frío y tenía los labios morados. No creo que mi aspecto fuera muy distinto. No me había dado cuenta en absoluto de que, poco a poco, me estaba quedando helada como un carámbano. Entretanto la ventisca había arreciado a tal punto que costaba incluso ver el mar. Me puse de pie.

—Vamos, volvamos a casa enseguida —dije—. ¡Aquí nos moriremos de frío!

Nobody me siguió de inmediato. Me habría seguido incluso si hubiera decidido adentrarme en el mar, siempre y cuando yo se lo hubiera pedido.

Ya en casa, encendí el fuego de la chimenea, preparé té, ordené la cocina y cogí unas cuantas cosas de la despensa para preparar la cena. Quería que Arvid comprobara que yo era capaz de hacer más cosas que una simple colegiala de trece años, que podría beneficiarle tener a una mujer en la granja. Mientras barría el suelo y limpiaba la encimera, Nobody estuvo sentado a la mesa de la cocina, bebiendo té y comiendo un par de galletas bastante secas que yo había encontrado y mirándome con los ojos brillantes. Yo no podía sino seguir preguntándome acerca de lo que sería de él. Debía de rondar ya los diez años, pero continuaba teniendo la misma mentalidad que a los cinco como máximo, era incapaz de aprender a hablar y mucho me temía que continuaría así de por vida. Con la muerte de Emma había perdido a una madre por segunda vez en su corta vida. Por motivos que aún hoy desconozco, yo era su gran amor, capaz incluso de compensar emocionalmente la pérdida de Emma. Por desgracia, ya se intuía que aquello no podía continuar de ese modo. ¿Qué sería de él? Arvid nunca lo había querido tener en la casa, jamás se había preocupado por él. En su situación, ¿qué haría con un niño mentalmente retrasado?

Un orfanato, pensé; ahora sí que no queda otra opción que dejarlo en un orfanato.

Aquel pensamiento me inquietaba. Pero ¿qué más podía hacer?

Por la noche, yo ya había dejado la casa limpia y reluciente, el aire húmedo había quedado sustituido por otro seco y cálido, y olía a la leña que ardía en la chimenea y a la comida que había preparado. Encendí unas velas que dispuse en las ventanas. Además, había bañado a Nobody, le había puesto ropa limpia. Yo misma me arreglé también tanto como pude. Por lo menos quería que a Arvid le resultara difícil mandarme de vuelta a Londres. Fuera caían gruesos copos de nieve. Dentro había dos gatos ronroneando sobre el sofá del salón. Arvid tenía que notar el cambio a simple vista cuando volviera, cansado y helado, tras un largo y duro día de trabajo.

En cuanto oí sus pasos frente a la puerta me levanté de la silla, me alisé la falda y salí al vestíbulo con una sonrisa impaciente en los labios. Oí cómo golpeaba el suelo con los pies para sacudirse la nieve de las botas.

La puerta se abrió y entraron dos hombres. Eran Arvid y Harold.

—Tenemos que hablar —dijo Harold. Parecía cansado y estaba sobrio. A eso último no estaba acostumbrada. Me pareció diferente.

Nos sentamos en la cocina. Arvid se instaló cómodamente en el salón. Nobody ya estaba en la cama, aunque en alguna ocasión me pareció oír ruidos en la escalera; quizá bajaría otra vez para intentar estar cerca de mí. Habíamos comido todos juntos, por lo que apenas pude probar bocado y ni siquiera me alegré de oír las palabras con las que Arvid elogió el trabajo que había hecho mientras él se ocupaba de la granja.

—La casa tiene buen aspecto. Y lo que has cocinado está muy rico —dijo.

Arvid se había encontrado con Harold en la puerta de la granja cuando volvía de uno de los prados, mientras que Harold había recorrido el camino desde la parada de autobús y había sentido un gran alivio al dar finalmente con una casa habitada. Me parece que Arvid supo desde el principio a quién tenía delante.

—Sé que no me soportas —dijo Harold. Tenía las manos sobre la mesa, entrelazadas con nerviosismo—. Aun así, no tengo la menor idea de por qué te fuiste. Al fin y al cabo no te hice nada… pero así son las cosas.

Yo no dije nada. ¿Qué podría haber respondido?

—Por lo que a mí respecta, que conste que yo permitiría que te quedaras. Claro está, siempre y cuando el señor Beckett estuviera de acuerdo. Aunque tampoco lo consideraría una buena solución y… Bueno, de todas formas da igual lo que yo piense. Fiona, no puede ser. Por tu mamá. No puedo dejarte aquí. No lo soportaría.

—Pues lo ha soportado durante casi dos años —dije yo.

—Entonces sí que tenía sentido que estuvieras aquí. En Londres corrías un gran peligro. Pero ahora ya no.

—La guerra todavía no ha terminado.

—No durará mucho más —profetizó Harold—. A los alemanes se les ha acabado la suerte. Están en las últimas.

Eso no me interesaba ni lo más mínimo.

Harold se sacó un pañuelo del bolsillo de los pantalones y se limpió el sudor de la frente.

—Me he ausentado del trabajo para venir hasta aquí —dijo— y he tenido que contarle una mentira a tu madre, porque naturalmente se dará cuenta de que no iré a visitarla al hospital durante dos días. No quiero que se entere de que te has largado sin más. No le conviene exaltarse.

—¿Cómo sabías que estaría aquí?

—No lo sabía. Pero lo supuse.

—No tendrías que haber venido.

—¿Y qué querías que le dijera a tu madre? A ella, que está en el hospital, aguantando el dolor y llorando todo el día por haber perdido a nuestro hijo. ¿Qué querías que le respondiera cuando me preguntara por qué no ibas a visitarla? ¿Qué querías que le dijera cuando llegara a casa y me preguntara dónde estaba su hija?

Me mordí los labios. No había pensado en que eso pudiera afectar a mi madre.

—Fiona, he venido hasta aquí por tu madre —dijo Harold, y me pareció reconocer en sus rasgos fofos algo que jamás había visto antes en él: determinación—. No se trata de ti ni de mí. Se trata de tu madre. Tienes que volver conmigo. Por favor. Se desesperará si no lo haces.

—Ya te tiene a ti —dije yo.

Harold hizo un gesto desdeñoso con la mano.

—No puedes compararlo. Eres su hija. Su única hija. Y, bueno, ya te lo dije, al parecer seguirás siendo la única.

Había verdadero dolor en su voz. La pérdida de su hijo lo había dejado tocado de verdad, había hecho tambalear sus fundamentos. Era un Harold distinto al que yo había conocido: herido, desesperado, pero al mismo tiempo lo suficientemente fuerte para no dejarse vencer por el tremendo dolor que sentía. Yo había supuesto que se habría desplomado en un rincón y se habría entregado con desenfreno a tragar alcohol. En lugar de eso, estaba tan preocupado por el bienestar de mi madre que había subido a un tren en dirección a Scarborough, me había localizado y en ese momento estaba intentando que lo acompañara de vuelta. Sin embargo, yo no cedí a la ilusión de creer que no volvería a beber como antes, como había hecho hasta hacía poco. Lo que sí estaba claro era que tenía otra cara, y pude vérsela aunque solo fuera por un breve período de tiempo. Por primera vez sentí algo de respeto por él.

—¿Cómo te imaginas que será la vida aquí? —preguntó. Durante la cena había visto los profundos cambios que habían tenido lugar en la granja de los Beckett—. Quiero decir, que estaríais completamente solos Arvid y tú, aquí… ¡No puede ser!

—¡Brian también está aquí!

—¡Un niño! ¡Dios mío, Fiona! ¿En serio crees que tu madre podría tolerarlo un solo día siquiera?

Me sentí hundida. Los tenía a todos en contra: a mamá, a Harold, a Arvid. No tenía ninguna posibilidad.

Arvid entró en la cocina.

—¿Puedo tomar una taza de té? —preguntó.

Me alegré de poder volverme y accionar la palanca de la bomba de agua para llenar la tetera. De este modo los dos hombres no vieron las lágrimas que se acumulaban en mis ojos.

—Mañana tiene que regresar conmigo a Londres —dijo Harold.

—Estoy de acuerdo —dijo Arvid.

Puse la tetera en el fuego de la cocina. La mano me temblaba ligeramente.

—Mi esposa… la madre de Fiona… no está muy bien —explicó Harold, que al parecer había conseguido de algún modo ganarse la confianza de Arvid—. Acaba de perder un hijo. Nuestro hijo. Tenía que nacer en verano.

—Lo siento —dijo Arvid, incómodo.

—Sí. Ha sido terrible, terrible.

Harold se secó la frente de nuevo con el pañuelo. Yo estaba sorprendida: había una buena temperatura en la cocina, pero ni mucho menos hacía demasiado calor. Más tarde comprendería por qué Harold sudó tanto esa noche: por la abstinencia. A esas horas solía ir ya bastante cargado de alcohol. Su cuerpo reaccionaba a aquella desacostumbrada abstinencia con una intensa sudoración.

—Ahí tiene a otro chico —dijo Arvid. Señaló hacia la puerta de la cocina, por la que apareció Nobody, enfundado en un pijama de rayas algo mugriento—. El otro niño. ¡No sé qué hacer con él!

—¿No es hijo suyo? —preguntó Harold.

Arvid negó con la cabeza.

—También vino de Londres. Cuando llegó Fiona. Pero no tiene a nadie más en el mundo.

—Perdió a toda su familia —dije yo—. Cayó una bomba encima de su casa.

—¿Y no tiene parientes?

—No.

—Pobre chico —dijo Harold—. Es un poco cortito, ¿verdad? —preguntó mientras se daba unos golpecitos con el dedo en la frente.

—Es retrasado mental —confirmó Arvid.

Silencio. Quedó claro que Harold tampoco estaba demasiado interesado por Nobody.

—Debería ingresar en un orfanato —dijo Harold.

—Claro que sí. Y hace tiempo, además —convino Arvid.

—Mire, yo lo llevaría a Londres por usted, pero ahora mismo tengo demasiados problemas entre manos —dijo Harold. Su rostro volvía a brillar a causa de las gotas de sudor—. Mi jefe se enfadó bastante con estas vacaciones de dos días que me he tomado, mi esposa me hará un montón de preguntas y además no puede enterarse de que Fiona se ha marchado. Estoy… Es que no puedo…

—Lo comprendo —dijo Arvid. Parecía decepcionado. Le habría gustado poder librarse de Nobody de la forma más sencilla posible.

—Por aquí seguro que hay algún orfanato —dijo Harold.

Arvid reaccionó con bastante perplejidad. A pesar de mi juventud, comprendí instintivamente su dilema. Siempre se había mostrado dispuesto a librarse del otro niño, que es como siempre lo había llamado, y ahora que Emma había muerto, ya no habría nadie para impedir que lo hiciera. Pero por otra parte, era justo la muerte de Emma lo que lo frenaba. Emma había querido a ese niño como a su propio hijo, lo había cuidado y protegido como un ángel de la guarda. A pesar de su carácter austero y poco dado a las sensiblerías, poco después del entierro de su esposa se le había planteado el dilema de hacer algo que ella no habría consentido en ningún caso. De haber logrado que nos lo lleváramos, se habría quedado convencido de que habríamos hecho lo correcto. Tomar al niño de la mano y dejarlo en el orfanato más cercano era otra cosa. La situación que se derivaba de ello era la más desfavorable posible para el pequeño Nobody: Arvid no lo quería, pero tampoco conseguía desprenderse de él. Se veía venir que quedaría estancado en el descontento, la ira, la inactividad y la frustración. Nobody quedaría indefenso en manos de la frialdad y la amargura del solitario Arvid.

Cuando a la mañana siguiente, muy temprano, partí con Harold en dirección a la carretera para tomar allí el autobús que nos llevaría a Scarborough, el pequeño, triste y apesadumbrado, se aferró a mí. Las lágrimas fluían abundantemente por su pálido rostro.

—Fiona —gritaba—. ¡Fiona! ¡Boby!

Le acaricié el pelo. Ya que nos despedíamos, al menos intenté ser dulce con él.

—Fiona volverá —le prometí—. Fiona vendrá a buscar a Boby. Te lo prometo.

Sus ojos azules me miraron llenos de esperanza, de confianza y de un amor incondicional. Poco después tuve remordimientos de conciencia al respecto: era seguro que volvería. Pero que iría a recogerlo, no. Supuse que Arvid tardaría un par de semanas o de meses en romper la voluntad de su difunta esposa y que acabaría llevando al chico a un orfanato.

Estaba convencida de que no volvería a ver a Nobody, y ese convencimiento se hizo realidad. No lo vi de nuevo jamás. El último recuerdo que tengo de él es este: la puerta de la granja de los Beckett en una fría y nevada mañana de febrero del año 1943. Enormes y grises nubes en el cielo, perseguidas por el viento cortante. Desolación, soledad, la primavera eternamente lejos. Frente a la puerta, un chico mal abrigado y temblando de frío. Nos miraba fijamente. Lloraba. Intentaba sonreír a pesar de las lágrimas. Nos decía adiós con la mano.

Había conseguido infundirle la esperanza necesaria para superar aquel momento, para que creyera que al final acabaría reuniéndome con él.

Él lo creía de verdad.