1
Leslie se despertó porque oyó sonar el despertador, y aún necesitó un par de segundos para darse cuenta de que no podía ser, de que no estaba en su piso de Londres sino en Scarborough y de que allí no tenía despertador. Debía de haber soñado algo, o se lo había imaginado. Especialmente porque todo estaba en silencio.
Se incorporó en la cama para ver que fuera el día ya despuntaba y que tras la ventana había una espesa niebla. Los profetas del tiempo no se habían equivocado: había empezado el otoño.
Le habría gustado volver a hundir la cabeza en la almohada, pero entonces aquel timbre sonó de nuevo y concluyó que en realidad alguien debía de estar llamando a la puerta de abajo. Buscó a tientas el reloj. Eran casi las nueve. No solía dormir hasta tan tarde. Con un leve sentimiento de culpa pensó en el whisky que había comprado el día anterior y que había estado bebiendo por la noche en el salón de Fiona. Probablemente había sido porque se había ido a la cama borracha por completo por lo que había dormido tanto.
Se hizo el propósito de no beber más que té a la noche siguiente, aunque un segundo después tuvo el amargo presentimiento de que no conseguiría cumplirlo.
Se levantó y anduvo a tientas por el piso. Al pasar junto al salón, por la puerta abierta vio sobre la mesa el montón de papeles que Colin le había dado y que se había pasado buena parte de la noche leyendo. El otro chico.doc. Junto a los papeles vio el vaso y la botella de whisky. La lámpara de pie seguía encendida, había olvidado apagarla.
Presionó el botón para abrir la puerta de la calle y un minuto más tarde subía Stephen por la escalera. Se lo veía trasnochado, llevaba una bolsa de viaje en la mano y vestía zapatillas de deporte.
—¿Te he despertado? —preguntó.
Leslie se quedó absolutamente perpleja.
—Sí. No. Bueno, en realidad sí, pero no importa. —Dio un paso atrás—. ¿Quieres entrar?
Stephen cruzó el umbral y se sacudió un poco como un perro mojado.
Llevaba puesto un anorak que brillaba debido a la humedad.
—Hacía mucho tiempo que no venía por aquí y he aparcado demasiado lejos —dijo a modo de disculpa—. Abajo, en el balneario. He tenido que subir por el parque… ¡Dios, menudas cuestas hay por aquí! ¡Y encima no se ve tres en un burro!
Leslie seguía intentando despertarse del todo.
—¿De dónde vienes?
—De Londres. He salido pronto, a eso de las cuatro.
—Y eso ¿por qué?
—Tenía vacaciones pendientes —dijo mientras se quitaba el anorak mojado—. Y he pensado…
—¿Qué?
—He pensado que tal vez me necesitarías. Bueno, me imagino que debes de sentirte fatal…
Leslie cruzó los brazos frente al pecho en un gesto de rechazo.
—Ya te dije que no quería que vinieras.
—Y no obstante —replicó Stephen—, me llamaste por teléfono.
—Lo siento. Fue un error.
Parecía dolido.
—Leslie, tal vez podrías…
—¡No podría nada! —gruñó ella.
No quería mostrarse débil. No quería que se le notara que estaba sensible. Piensa en lo que te hizo, se dijo. El daño que te hizo cuando te contó su desliz. Cómo te sentiste después. El miedo que tenías a que lo hiciera de nuevo. La desconfianza de si todo había quedado en una noche. Miedo y desconfianza. Leslie se había liberado, había sido como si finalmente hubiera encontrado las fuerzas necesarias para poner el punto final a su relación.
Stephen continuó sin hacer caso a la objeción.
—¿Podrías pensar al menos que hemos estado quince años juntos, diez de ellos casados? ¿Que tu abuela también ha sido parte de mi familia? Para mí también supone una pérdida. Tengo derecho a llorar su muerte. Y a saber qué ha sucedido.
—De acuerdo. Respecto a este último punto: lo que ha pasado aún no lo sabe nadie. Si has venido por eso, siento decirte que te vas a llevar una decepción. No se sabe nada nuevo. Y respecto al primer punto: sí, tienes derecho a llorar su muerte. Pero hazlo solo, por favor. Sin mí.
Se quedaron uno frente al otro. Leslie reparó en que estaba respirando de forma rápida y agitada. Intentó tranquilizarse.
¡No dejes que te haga enfadar!, se dijo.
Stephen la miró, pensativo. Luego cogió el anorak, que había dejado sobre el respaldo de una silla.
—Ha quedado claro. Veré si encuentro algún lugar para desayunar y…
Avergonzada de repente, Leslie se apartó el pelo de la cara con un gesto turbado.
—Puedes desayunar aquí, de acuerdo. Lo siento si te he…
Stephen sonrió con alivio. Leslie se encerró en el baño y pudo oír como él entraba en la cocina. Tiempo atrás habían pasado las vacaciones en casa de Fiona varias veces, por lo que Stephen conocía bien el piso. Mientras contemplaba el reflejo de su rostro hinchado en el espejo, pensó que casi era un alivio no estar sola. Tal vez la muerte de Fiona sería el inicio de otra fase: una nueva en la que Leslie podría dejar de sentirse herida y de mostrarse hostil. Al final, sería posible mantener una relación amistosa con Stephen.
Se duchó, se secó el pelo y finalmente entró en el salón vestida con unos vaqueros y una sudadera. Olía a café. Stephen había puesto la mesa que estaba junto a la ventana, pero el resultado era más bien desolador. Un trozo grande de queso cheddar en un plato en el centro de la mesa y un cuenco al lado, repleto de galletas saladas. Stephen, que estaba contemplando la densa niebla a través de la ventana, se volvió hacia ella.
—¿De qué vives? —preguntó—. La nevera está vacía. ¡Lo único abundante que he encontrado en esta cocina han sido café y cigarrillos!
—Exacto. Ya tienes la respuesta a tu pregunta —dijo Leslie—. Café y cigarrillos. A base de eso vivo.
—No es que sea muy sano.
—Yo también soy médico. —Se sentó, se sirvió una taza de café y tomó el primer sorbo con fruición—. ¡Esto sí que sienta bien! Poco a poco voy volviendo a la vida.
Durante el desayuno, si es que aquello tan lamentable podía llamarse de ese modo, Leslie puso al día a Stephen. Le contó que, según le había comunicado la policía, las indagaciones habían llegado a un punto muerto. Le habló también acerca de la funesta noche de la fiesta de compromiso, acerca de Colin y de Jennifer Brankley, los huéspedes que pasaban las vacaciones en la granja, de la discusión que mantuvieron Dave Tanner y Fiona. Y acerca de la fatal decisión de Fiona de volver a pie de noche.
—En algún lugar de esa carretera solitaria —dijo ella—, debió de toparse con su asesino.
—Ese Dave Tanner probablemente es el principal sospechoso —dijo Stephen—. Pudo quedarse cerca de la granja. Tal como lo explicas, ese tipo debió de salir con ganas de matar a alguien.
El uso de aquella expresión había sido casual, pero Leslie no lo pasó por alto.
—Matar a alguien. Por algún motivo, no me encaja en absoluto. Estaba furioso, sí. Pero tanto como para asesinarla… No consigo imaginarlo.
—¿Qué clase de persona es?
—Impenetrable. Pero no tanto para considerarlo capaz de cometer un crimen. Creo que es más bien como Fiona había supuesto. Parece probable que esté jugando de forma desleal con Gwen. Es atractivo, de ese tipo de hombres que tienen jovencitas a puñados. Y vive con lo mínimo, se limita a ir tirando como puede. Gwen, o mejor dicho, la granja de los Beckett, supone una verdadera oportunidad para él.
—Un hombre que quiera casarse y tener hijos con ella también es una verdadera oportunidad para Gwen —dijo Stephen, pensativo—. Quiero decir, que tal vez no sea la clásica historia de amor, pero de todos modos el enlace podría beneficiarlos a los dos.
—Eso en caso de que él renunciara a la tentación que suponen las jovencitas —dijo Leslie, y se apresuró a rematar el argumento con agudeza—: Y tanto tú como yo sabemos bien lo mucho que os cuesta eso a los hombres a veces.
Stephen parecía dispuesto a replicar algo, pero al final prefirió no hacerlo.
Un rato después, él señaló hacia la mesilla sobre la que estaban las hojas impresas, el vaso y la botella de whisky, una imagen que revelaba con claridad a qué había dedicado Leslie la noche anterior.
—¿Es interesante lo que estás leyendo? —preguntó.
—Es la autobiografía de Fiona. O al menos una parte, al parecer. La escribió para Chad y se la mandó por correo electrónico. En principio solo estaba destinada a él, pero Gwen descifró la contraseña y lo imprimió todo. Me lo ha pasado Colin Brankley y se mostró muy misterioso al respecto, pero hasta el momento no comprendo el motivo. Fiona describe su evacuación de Londres durante la guerra, su vida en la granja de los Beckett. Todo eso ya me lo había contado varias veces. La única novedad es que realmente estuvo enamorada de Chad, pero de todos modos era algo que ya suponía. Eso y que entre ellos hubo algún tipo de relación. Todavía no he pasado de ahí.
Leslie se encogió de hombros.
—Sin duda ya debes de haberte dado cuenta de que anoche ahogué las penas en alcohol. Llegó un momento en que ya no me estaba enterando de lo que leía.
Se detuvo a reflexionar un momento. De repente surgió algo que se había perdido en la espesura de los recuerdos enturbiados por el alcohol, una idea…
—Un sentimiento de culpa —dijo ella—. En algún momento se insinúa que Chad y ella acarreaban cierto sentimiento de culpa. Pero todavía no he leído nada sobre eso.
—¿Qué tipo de culpa podría ser? ¿Tienes alguna sospecha?
—De hecho, no. Lo único que podía imaginar era que Fiona y Chad hubieran mantenido una relación al margen de sus respectivos matrimonios. Sin embargo… escribe que el amor entre Chad y ella se vio obstaculizado por un sentimiento de culpa. Eso significa que no debía de tener nada que ver con las parejas que tanto mi abuela como Chad tendrían más adelante en sus vidas. —Leslie frunció la frente—. ¿Te he contado alguna vez que Fiona recibía llamadas anónimas desde hace un tiempo?
—No. ¿De qué tipo?
—Silencio. Una respiración. Y nada más. No se lo dijo a nadie, solo a Chad. En la noche de su muerte. Esas llamadas debieron de atormentarla bastante.
—¿Y no le dijo a Chad si sospechaba de alguien?
—No. Al parecer no tenía ni la más remota idea.
Stephen dejó la taza de café sobre la mesa, inclinó la cabeza y miró a Leslie muy serio.
—Leslie, creo que esa historia —dijo mientras señalaba con la barbilla la mesilla con los folios impresos— debería leerla la policía. Podría esconder un indicio decisivo, una información clave.
—Hasta ahora no es más que una biografía. Una autobiografía.
—Escrita motivada por un sentimiento de culpa.
—Pero…
—No le quites importancia. Lo escribió motivada por un sentimiento de culpa, recibía llamadas anónimas y acabó muriendo víctima de un asesinato. Todo lo que de algún modo pueda arrojar algo de luz sobre la vida de Fiona debería poder leerlo la policía, sin reservas.
—Lo que explica es muy personal, Stephen. Incluso yo, que soy su nieta, no me siento cómoda leyéndolo. Hay recuerdos que solo quiso compartir con Chad. Ahora ya los conocen Gwen, Jennifer y Colin, y también yo me enteraré de ellos. Para ser sincera, estoy algo enfadada con Gwen por haber divulgado todo esto. En especial porque se lo pasó a Jennifer y a Colin, que ni siquiera son de la familia; ellos no deberían haber tenido acceso al texto. ¿Qué derecho tenían a saber qué pensaba y qué sentía Fiona cuando era niña, cuando no era más que una chiquilla?
—Probablemente haya cosas con las que Gwen no fue capaz de lidiar sola. Leslie…
Impaciente, ella cogió su cajetilla de cigarrillos y se encendió uno.
—Vale. Muy bien. Yo lo leeré. Y si hay algo ahí que puede ser relevante, informaré a la policía, por supuesto.
—Espero que seas capaz de valorar lo que es relevante —dijo Stephen—. Y, Leslie, ya sabes que no puedes ocultarles nada. Incluso si lees algo que…
—¿Sí?
—Si lees algo que tal vez no deje en buen lugar a tu abuela. Lo importante es que encuentren al asesino. Eso es lo importante en realidad.
—Stephen, lo que aún no sabes es que aquí, en Scarborough, en el mes de julio asesinaron a una joven. De un modo parecido a como asesinaron a Fiona. Aunque también es posible que los dos crímenes no guarden relación y que, simplemente, mi abuela tuviera la mala suerte de toparse con un psicópata que estuviera rondando por aquí para matar a golpes.
—Es posible. Todo es posible.
Leslie se puso de pie. De repente notó que Stephen estaba demasiado cerca. La habitación era demasiado pequeña. Y encima, el café estaba frío.
—¿Sabes? —dijo ella—. Creo que tengo hambre y este desayuno no me apetece en absoluto. ¿Por qué no vamos a la ciudad y vemos si podemos almorzar como es debido? Luego podemos hacer la compra. Podríamos hacer… ¡algo normal!
Leslie miró a Stephen y pudo ver con claridad lo que estaba pensando: que su vida tardaría mucho en recuperar algo parecido a la normalidad.
Que la idea de salir con aquella niebla solo le permitiría guardar las distancias un momento, pero no más.
2
La mañana había tenido cosas buenas y cosas menos buenas para Valerie Almond, pero decidió sentirse optimista y valorarla positivamente.
Con Jennifer Brankley había acertado de lleno. Valerie se sintió orgullosa de su buena memoria. Si bien no había conseguido recordar los detalles exactos, al oír el nombre de Jennifer como mínimo había tenido claro que le sonaba. Lo había consultado en el ordenador y sus sospechas se confirmaron. Brankley se había visto envuelta en un escándalo siete años atrás.
Profesora en una escuela de Leeds. Sumamente popular entre los alumnos, respetada por sus colegas y apreciada por los padres. Jennifer era conocida por su relación directa y continua con los jóvenes a los que daba clase. Su definición de la profesión de maestra no se había limitado a proporcionar conocimientos y a conseguir que los alumnos obtuvieran buenas notas. Se había propuesto ser para ellos una compañera, una confidente, una figura de referencia. Realmente había querido ser todo eso para ellos y, según parecía, lo había conseguido. Jennifer Brankley había sido elegida varias veces como la maestra más querida del curso y en toda la escuela no había nadie que no tuviera una opinión positiva acerca de ella. En cualquier caso, antes de aquella historia.
—Es evidente que ha ido demasiado lejos —opinó un colega que no quiso revelar su nombre en la edición electrónica de un periódico—. Por muy solícita que fuera con los estudiantes, ¡eso no tendría que haberlo hecho!
«Eso» fue la administración de fuertes sedantes a una alumna de diecisiete años y no de forma puntual, sino durante varios meses. La chica había sufrido siempre un miedo atroz a los exámenes y ante la inminencia de los exámenes finales parecía que la cosa iba de mal en peor. Sufría estados de ansiedad y ataques de pánico y, cada vez más desesperada, decidió confiárselo a su profesora, Jennifer Brankley. Jennifer la había ayudado con tranquilizantes justo antes de un examen ante el que la situación se había vuelto especialmente crítica para la alumna, y de esta manera la chica afrontó la prueba sin presión ni agobios. Puesto que los exámenes se prolongaban a lo largo de casi cuatro meses, la entusiasmada jovencita, que bajo el efecto de las pastillas se vio capaz de conseguir unos resultados extraordinarios, ya no quiso renunciar a esa ayuda farmacológica. Según relataban los periódicos, Jennifer Brankley más adelante había declarado que era absolutamente consciente de que eso la situaba en la cuerda floja y de que iba en contra de la ley. Sin embargo, había sido incapaz de negarse ante las insistentes súplicas de su alumna.
La catástrofe se había desatado después de que la chica hubiera contado lo de las pastillas a una amiga y la información acabara llegando a los padres de esta, quienes lo contaron todo de inmediato a los progenitores de la alumna en cuestión. El director de la escuela y la policía acabaron interviniendo, y la prensa se enteró del asunto. De la noche a la mañana, Jennifer Brankley se encontró en el ojo del huracán y, desconcertada, se vio envuelta en una espiral de malicia, desprecio y rabia que le llegaba de todos lados. En particular de los periódicos, incapaces de contenerse ante la posibilidad de sacar jugo a la historia por todos los medios.
Valerie había encontrado los titulares en el archivo, entre ellos: «Una maestra arrastra conscientemente a una de sus alumnas a la drogadicción». Y también: «Dependencia: ¿era ese el objetivo del pérfido juego de la profesora Jennifer B.?». Y no fueron ni mucho menos los peores titulares.
En algún momento también había trascendido que Jennifer Brankley en ocasiones recurría ella misma a las pastillas para superar el día a día, una circunstancia que en condiciones normales no habría interesado a nadie, puesto que el rendimiento en el desempeño de su profesión era excelente, nunca había mostrado signos de desfallecimiento y de ningún modo se había vuelto adicta a fármaco alguno. Sin embargo, una vez envuelta en aquel torbellino de sospechas, de hostilidad y de ansias de sensacionalismo, todo pareció volverse en su contra. Naturalmente, en primer lugar estaba el consumo de fármacos, que había aumentado con rapidez hasta convertirse en una peligrosa adicción a las pastillas, pero sin duda los periodistas no habrían dudado en diseccionar su matrimonio o sus antecedentes en busca de un titular espectacular. Por lo menos en la región de Leeds y en Bradford, los medios de comunicación se habían cebado con Jennifer.
Al final Jennifer Brankley se había visto obligada a apartarse del ejercicio de la profesión y a abandonar la docencia.
Valerie se levantó de su mesa y cogió la chaqueta.
El sargento Reek, que estaba sentado frente a ella en otra mesa, alzó la mirada.
—¿Inspectora?
—Voy a ver a Paula Foster —dijo Valerie—. Aunque no creo que tenga ninguna relación con el asesinato de Fiona Barnes, me gustaría salir de dudas. Y tal vez me acerque también un momento a la granja de los Beckett.
Mientras bajaba hacia el aparcamiento, pensó en las pocas noticias positivas de aquella mañana. Habían llegado los informes con las conclusiones de los forenses y la evaluación de las pruebas encontradas, pero no habían aportado nada que pudiera contribuir al avance de la investigación. Parecía como si Fiona Barnes se hubiera topado con su asesino en la carretera de noche y, huyendo de este u obligada por él, hubiera emprendido el estrecho camino que pasaba por la propiedad de los Trevor. El autor del crimen le había golpeado la cabeza varias veces desde atrás con una piedra grande. Y de un modo especialmente enérgico y brutal. Como ya había supuesto el forense en el lugar de los hechos, Fiona Barnes todavía no había muerto cuando el asesino había abandonado la escena del crimen. En realidad la anciana había muerto a primera hora de la mañana del domingo víctima de una hemorragia, como consecuencia de un traumatismo craneal. El ataque debió de haber tenido lugar entre las once y las once y media de la noche.
Con toda probabilidad, ya con el primer golpe Fiona había perdido el conocimiento, o al menos la capacidad de moverse, porque no había nada que indicara ni la más mínima resistencia ante la agresión. Tampoco se habían encontrado partículas de piel ni cabellos de otra persona bajo las uñas de la víctima.
Sin embargo, el arma del crimen, a pesar de la meticulosa búsqueda que se llevó a cabo por los alrededores del lugar en el que estaba el cadáver, no ha sido encontrada. Había un montón de piedras por esa zona. Eso, reflexionó Valerie, nos lleva a la conclusión de que el autor del crimen no iba armado cuando encontró a su víctima. Seleccionó el arma sobre la marcha. Y luego fue lo suficientemente listo para llevarse la piedra o bien para dejarla lejos del lugar de los hechos. Hay muchos arroyuelos por esa zona, se recordó la inspectora. Si la echó dentro de uno de ellos, sería de lo más improbable que pudiéramos llegar a encontrarla.
Por otra parte, esa circunstancia guarda una clara similitud con el caso de Amy Mills, pensó Valerie mientras subía al coche; el autor de su homicidio tampoco iba armado. Lo que hizo fue utilizar el muro para matar a su víctima. O bien conocía muy bien el lugar o bien simplemente había pensado que en el momento adecuado ya se le ocurriría algo. Tanto en un caso como en el otro, por lo menos a ese respecto parecía que no había existido mucha planificación. Sin embargo, pensó Valerie, es posible que eligiera cuidadosamente el lugar en el que interceptar a la víctima, que ese detalle hubiera sido deliberado. En el caso de Mills, además, el autor del crimen llevaba guantes. Mills pasaba habitualmente los miércoles por la noche por los Esplanade Gardens. El hecho de que la verja de la obra bloqueara el lugar por el que la chica solía pasar aún está por explicarse, por lo que es posible que formara parte del plan que el asesino había urdido.
En cambio, que Fiona Barnes emprendiera a pie el solitario camino de vuelta a su casa a pie tan tarde por la noche era algo difícilmente predecible. Hasta el momento en que decidió a bote pronto ir a buscar el taxi a pie ni siquiera ella sabía que iba a hacerlo. Lo más normal habría sido que hubiera vuelto a casa con su nieta en el coche de esta.
Lo más normal…
Valerie salió lentamente del aparcamiento de la comisaría de policía.
La niebla era ya tan espesa que la vista no le alcanzaba más de un par de pasos por delante. Encendió los faros antiniebla y recordó lo soleado que había sido el día anterior, cuando se había levantado con ganas de ir a trabajar. Esa mañana de niebla, en cambio, el mundo entero parecía moverse de forma pesada y plomiza, como si estuviera atrapado dentro de una crisálida que se tragaba los ruidos y desdibujaba las formas.
Un día de mierda, pensó Valerie mientras avanzaba despacio por la calle.
Todas las circunstancias que rodeaban el asesinato de Fiona Barnes sugerían como conclusión que el asesino debía de ser una persona de su entorno, alguno de los asistentes a aquella fiesta de compromiso que tan mal había acabado. El problema de Valerie era que no tenía claro cuál era el móvil. Pensándolo bien, solo Tanner, y tal vez también Gwen, habrían tenido motivos para hacerlo, pero no le parecía que estos fueran suficientes para cometer un asesinato tan brutal.
Se había pasado el día anterior hablando con el forense.
—¿Ha sido un hombre o una mujer? ¿Qué cree?
El médico había dudado.
—Es difícil precisarlo. Lo que sí me parece seguro es que el autor del crimen estaba realmente furioso. O furiosa. Cayó en una espiral de violencia. Para asestar el golpe del que con posterioridad moriría Fiona Barnes, hizo falta aplicar cierta fuerza.
—¿Más fuerza de la que por lo general se le supondría a una mujer?
—No necesariamente. Lo más importante es la presencia del odio. El odio multiplica las fuerzas. No, yo no excluiría la posibilidad de que fuera una mujer. De lo que no hay duda es que el asesino era diestro.
Genial, pensó Valerie con sarcasmo; por supuesto eso restringe increíblemente el abanico de posibilidades. Diestro. Como, digamos, por lo menos tres cuartas partes de la gente, se dijo. Y además podría ser tanto un hombre como una mujer. Hemos avanzado una barbaridad.
Notó una presión en el pecho que le resultaba familiar. Sabía que tenía que presentar pronto una pista, o mejor aún la resolución del caso. De lo contrario el asunto pasaría a instancias superiores. Si eso llegaba a ocurrir, saldría por la ventana, la apartarían de la investigación y fracasaría de manera estrepitosa en el intento de resolver el crimen. Si se confirmaba la sospecha de que había implicado un asesino en serie al que una agente relativamente joven no lograba descubrir, le mandarían a alguien del Scotland Yard. Necesitaba urgentemente encontrar una pista.
Jennifer Brankley. Esa mujer había despertado su curiosidad desde el primer momento. Y no solo porque pasara las vacaciones en aquella granja desoladora y anduviera siempre acompañada de sus dos gigantescos perros. Valerie había notado algo más y, después de haber leído aquellos viejos informes de prensa, la inspectora sabía también lo que era: Jennifer Brankley era una mujer profundamente amargada que tenía la sensación de que la vida, el destino, la gente la trataban mal y de manera injusta. No había llegado a superar que la apartaran de la docencia. Aquella historia la corroía por dentro, incluso tantos años después.
¿Qué diría su estudio psicológico?
Tiene la manía obsesiva de querer ayudar siempre, pensó Valerie, y mientras tanto se mueve a tientas envuelta en una espesa niebla que apenas le permite vislumbrar la encrucijada en la que se encuentra, puesto que el disparate que había cometido con la alumna no era normal. Podría haber hecho cualquier cosa por aquella chica: hablar con los padres, con un médico, buscar la ayuda de un psicólogo, lo que fuera. Pero había querido ayudarla por sus propios medios, de forma espontánea y directa, y había decidido arriesgarlo todo. Su trabajo, su carrera. Aquel asunto podría haberle costado incluso el matrimonio. Por culpa de las miserias que airean los periódicos se rompía más de una relación. Colin Brankley trabajaba en un banco. Sus superiores no debían de estar precisamente entusiasmados con el tema. Con toda seguridad el señor Brankley se habría enfadado por el asunto. Eso Jennifer también debió tenerlo en cuenta. Parecía, en cambio, como si no hubiera visto nada más que el mal trago de su alumna. Como si el resto le diera igual.
Incluso ahora cree que la han tratado mal, pensó Valerie.
Injustamente. Que se ha producido una lamentable injusticia. Se le nota. Solo quería lo mejor y se lo habían echado en cara.
¿Qué significa Gwen para ella?, se cuestionó la inspectora.
Se nota que tienen una relación muy próxima. Jennifer es en cierto modo su madre, su hermana mayor, su confidente. ¿Hasta dónde sería capaz de llegar para ayudar a Gwen?
¿Consideró esa noche que la suerte que había tenido Gwen de compartir su futuro con Tanner estaba amenazada hasta el punto de decidir acabar con el origen de ese peligro, esto es, con Fiona Barnes?
¿O nada de eso había sido planeado? ¿Es que alguien, tal vez Jennifer, quizá Dave, había ido a buscar a Fiona para hablar con ella y pedirle una explicación por su intervención? ¿Acaso las cosas se habían salido de madre y habían empezado a discutir de manera acalorada hasta llegar a límites violentos?
Valerie golpeó el volante con la mano plana.
Estaba dando palos de ciego, eso es lo que estaba haciendo. Estaba especulando sin rumbo, andando a tientas, reflexionando, desestimando hipótesis. Sin ninguna pista sobre la que apoyarse, nada.
No pierdas la concentración, se exhortó a sí misma, reconstruye los hechos. Intenta no pasar nada por alto. ¿Por qué habían puesto el punto de mira especialmente sobre Tanner?
No solo porque tuviera un motivo, a pesar de que ni siquiera este resultaba convincente, para llegar a las manos con Fiona Barnes, sino también porque era el único que permitía establecer alguna relación con Amy Mills, por rebuscada que pudiera llegar a ser. ¿Había alguien más? ¿Alguien a quien Mills hubiera podido conocer?, se preguntó la inspectora Almond.
Acababa de tomar la carretera hacia Staintondale. Los bancos de niebla reposaban sobre la tierra como almohadas gigantescas. La hierba alta y húmeda de la cuneta quedaba doblegada sobre el asfalto reluciente a causa de la humedad. Valerie tenía que utilizarla como guía para seguir la trayectoria de la carretera.
Gwen Beckett. Había asistido a aquel curso en la Friarage School. Linda Gardner también daba clases allí. Amy Mills trabajaba para Gardner.
Por lo menos era una conexión. Por mucho que aquella lógica demostrara ser bastante absurda. La idea de que Gwen Beckett hubiera cometido dos asesinatos a sangre fría era prácticamente inimaginable. En el caso de Mills no se apreciaba ningún motivo aparente. Respecto al de Fiona, el motivo habría sido que esta le había estropeado la fiesta de compromiso. ¿Era suficiente?
A Valerie el instinto le decía que no.
Amy Mills. Estaba repasando mentalmente los detalles de la vida de la chica asesinada cuando de repente la inspectora enderezó la espalda con un respingo. Había algo que le había pasado por alto… Amy Mills era de Leeds. Había ido a la escuela allí. Jennifer Brankley había dado clases en Leeds… La posibilidad era muy remota, pero ya era algo.
Valerie llamó enseguida al sargento Reek por el dispositivo de manos libres del coche.
—Reek, por favor, investigue a qué escuela había asistido Amy Mills en Leeds. Y en qué escuela, también en Leeds, había impartido clases Jennifer Brankley. Puede que en ambos casos descubra que hubo centros distintos y más de uno. Haga el favor de verificar por mí si, por alguna circunstancia, ambas mujeres pudieron conocerse.
—Enseguida. Sin embargo, en su declaración la señora Brankley afirmó no haber oído jamás el nombre de Amy Mills.
—Las declaraciones pueden ser verdaderas o falsas, Reek. Y nuestro trabajo consiste en aclarar si son una cosa o la otra.
—De acuerdo —dijo Reek.
Valerie dio por finalizada la conversación. El corazón le latía con más fuerza a medida que avanzaba. Por la agitación. Por la fiebre del cazador, lo que fuera. En cualquier caso era una sensación que había estado esperando amargamente. Por fin daba un paso adelante, al cabo había dado con una pista. Incluso podía llegar a ser una buena pista.
Justo a tiempo, descubrió la pequeña bifurcación que conducía hasta la granja en la que vivía Paula Foster. Dio un volantazo para tomar el desvío. Ahora debía concentrarse en la joven, tenía que ver si podía descartar que ella fuera en realidad la víctima potencial, puesto que eso significaría que Paula aún estaba en peligro.
Aunque, en el fondo, ya casi había descartado esa posibilidad.
3
—De verdad, Dave. Nada, absolutamente nada de lo que Fiona dijo el otro día podría haberme hecho cambiar mis sentimientos por ti. Sigo… Sigo queriéndote igual. Todavía confío en compartir mi futuro contigo.
Gwen lo miraba con ansiedad. Estaba sentada en una silla en la habitación de él, vestida como de costumbre con una larga falda de lana y un jersey que había tejido ella misma, de un color indefinido. Llevaba también un bolso enorme. El trayecto había sido largo, primero a pie, luego en autobús y al final, desde la parada hasta la casa de Dave, otra vez a pie. La humedad que había fuera le había transformado levemente el pelo, que parecía algodón de azúcar de tan encrespado como estaba. Sus ojos oscuros parecían dos trozos de carbón en aquel rostro tan pálido. Un toque de colorete quizá habría ayudado a mejorar en cierta medida su aspecto general, igual que un toque de barra de labios.
Nunca aprenderá a arreglarse para estar un poco más atractiva, pensó Dave mientras la observaba. Estaba sentado en la cama, y con los pies acababa de esconder discretamente debajo de esta las medias arrugadas que Karen había dejado tiradas. Gracias a Dios, Gwen no se había dado cuenta de nada. Estaba tan concentrada hablando, intentando convencerlo, que Dave, mientras paseaba por la habitación y preparaba el agua del te, incluso había podido hacer desaparecer la barra de labios de Karen sin que Gwen lo notara. Esta se había presentado sin avisar. De repente había aparecido frente a la puerta una delicada figura que había surgido de entre la niebla. La casera había salido, por lo que había sido el mismo Dave quien había abierto la puerta. Al menos ya iba vestido, cosa extraña, ya que aquella mañana al levantarse un simple vistazo por la ventana le había convencido de que lo mejor era quedarse en la cama todo el día hasta que tuviera que acudir a la escuela a dar clase. Aun así, una extraña inquietud interior lo había obligado a levantarse. Había tardado un poco en darse cuenta de que en su situación no era raro en absoluto que se sintiera trastornado. No tenía ni idea de cómo irían las cosas. Por encima de todo, no sabía hasta qué punto podían llegar a ser críticas para él las investigaciones acerca de la muerte de Fiona Barnes.
Por supuesto, él era el sospechoso número uno y comprendía que la conversación comparativamente corta que había mantenido con la inspectora Almond el día anterior no cambiaría nada. No podían demostrar nada, pero sospechaban de él de todos modos. Si no encontraban otras pistas, lo pondrían en el punto de mira y estrecharían el lazo cada vez más. Era un hombre sin reputación, un hombre que llevaba un tipo de vida fuera de lo común, y eso no mejoraba la situación en absoluto. Las cosas podían ponerse difíciles para él, no tenía sentido engañarse al respecto.
A la mierda con la Barnes, esa maldita vieja, pensó mientras se tomaba un café cargado para entrar en calor. El día era frío, pero como de costumbre la casera tacañeaba con la calefacción.
A la mierda todo. A la mierda Gwen y toda su camarilla. No le había traído buena suerte, ni mucho menos, la granja de los Beckett y todo lo relacionado con ella. Tenía que buscar un camino alternativo.
Decirlo era fácil, pero no veía ningún otro camino. Hacía años que no veía ninguno. Era poco probable que de repente se le abriera otra posibilidad.
Al oír que llamaban a la puerta, primero había creído que se ría la inspectora de policía, que acudía con nuevas preguntas. Por un momento Dave Tanner había considerado la posibilidad de no abrir la puerta, de fingir que no había nadie en casa. Pero finalmente se había animado a abrir. Era mejor afrontar las cosas de cara. Era mejor saber qué tenían contra él en vez de cerrar los ojos.
Pero luego resultó que no era Almond, sino Gwen. Un cuarto de hora después, la tenía sentada en su habitación intentando persuadirlo. Iba tan mojada y tenía tanto frío que, después de todo, Dave le había preparado una taza de té. Al menos ella no se había puesto a criticar el caos que reinaba en su habitación como siempre hacía Karen. Era la segunda vez que Gwen lo visitaba, y jamás había dicho ni una sola palabra acerca de su catastrófico desorden. Sin embargo, nunca le había gustado tenerla allí. Su habitación era una especie de guarida en la que se refugiaba de Gwen, era su lugar de retirada. Necesitaba un espacio en el que librarse de ella, un lugar que representara una especie de zona tabú para Gwen.
De repente pensó que tal vez habría sido mejor tener que recibir de nuevo a la inspectora Almond.
Y no a su prometida.
Si es que seguían prometidos, porque la fiesta había terminado de un modo brusco. Tal vez solo seguían medio prometidos. Incluso así le pareció que la situación era un tanto amenazadora.
—Todo va bien —dijo Dave para tranquilizarla en cuanto se dio cuenta de que Gwen había dejado de hablar y lo miraba con impaciencia—. En serio, Gwen, no te guardo rencor. Sé que no tienes nada que ver con las palabras de Fiona.
—Te lo digo de verdad, no me entristece demasiado que haya muerto —dijo Gwen mientras se ponía de pie de repente con una vehemencia poco habitual en ella—. Sé que eso es pecado y que no está bien pensar de ese modo, pero esta vez había ido demasiado lejos. Siempre ha querido lo mejor para mí, pero en ocasiones… Quiero decir, que no puedes entrometerte en todo, ¿no? Solo porque mi padre y ella en otro tiempo… —Dejó la frase inacabada.
Dave supuso lo que había estado a punto de decir. De todos modos él ya había pensado algo por el estilo.
—Había algo entre ellos dos, ¿verdad? —preguntó—. Creo que no le extrañaría a nadie. De algún modo, se notaba.
—Si solo fuera eso —dijo Gwen. A él no se le escapó la turbación que vio en su mirada—. Mi padre y Fiona… hace tiempo…
—¿Qué? —preguntó Dave al ver que ella se detenía.
—Pasó hace mucho tiempo —dijo Gwen en voz baja—. Tal vez estas cosas ya no tengan más importancia.
En condiciones normales, a Dave no le habría interesado lo más mínimo lo que había sucedido en las vidas de Chad Beckett y Fiona Barnes, puesto que la antipatía que ambos sentían por él era recíproca, pero en vista de cómo estaban las cosas, y sobre todo en vista de su situación, no podía dejar pasar ni el menor indicio.
Por eso lo que hizo fue inclinar un poco la cabeza.
—Bueno, tal vez sea importante, ¡quién sabe! Al fin y al cabo Fiona fue brutalmente asesinada a golpes.
Gwen parecía conmocionada, como si estuviera asumiendo un verdadero escándalo recién descubierto y no una circunstancia de la que se hablaba por toda la ciudad de Scarborough y sus alrededores.
—Pero… eso no tiene nada que ver con ella y con mi padre —dijo Gwen— o con su historia en común. El asesino probablemente sea el mismo que mató a Amy Mills, y no hay ninguna relación entre los dos casos.
—¿Cómo lo sabes? Cómo sabes que fue el mismo asesino, quiero decir.
—Es lo que me dio a entender la inspectora Almond —respondió Gwen, desconcertada.
A él también le había mostrado una fotografía de Amy Mills. Sabía que había razonamientos que relacionaban los dos homicidios, pero Dave tenía la impresión de que si bien la inspectora buscaba allí algún punto de referencia, no tenía ni el más mínimo atisbo de prueba al respecto.
—Quizá —dijo—, pero del mismo modo podría haber sido alguien completamente distinto. Gwen, si en algún momento te enteras de algo que tal vez sea importante para la policía, deberías…
—Dave, yo… Me parece que no deberíamos hablar más del tema —dijo con los ojos llenos de lágrimas.
Entonces ¿por qué empiezas, si no quieres hablar de ello?, pensó él con agresividad.
—Ya sabes que soy uno de los principales sospechosos para la policía, ¿no? —dijo, en cambio.
Gwen debía de saberlo, pero no obstante pareció asustarse al oír cómo el propio Dave lo expresaba de una forma tan cruda.
—Pero… —empezó a decir ella.
—Naturalmente, yo no he sido —la interrumpió Dave—. No tengo nada que ver con la muerte de Amy Mills ni con la de la vieja Barnes. A Amy Mills ni siquiera la conocía, y a Fiona Barnes… Dios, solo porque se hubiera metido conmigo un par de veces no tenía por qué reventarle la cabeza con una piedra. Me enfadé mucho el sábado por la noche, pero al fin y al cabo no querrás que me tome tan en serio las insinuaciones fuera de lugar de una anciana de casi ochenta años como para llegar a asesinarla.
—No sospecharán de ti si tú no has hecho nada, de manera que no tienes nada que temer —dijo Gwen en un tono de voz piadoso que puso en evidencia la confianza ciega que tenía en las investigaciones policiales.
Dave, que hasta hacía relativamente pocos años solo se había referido a la policía como «la bofia», no compartía en absoluto esa confianza. Él veía las cosas muy claras: la inspectora Valerie Almond buscaba un ascenso en su carrera, por supuesto, como todo el mundo. Para ello necesitaba una solución para los «asesinatos de los pantanos», que era el amplio rodeo eufemístico con el que los periódicos se referían a los dos crímenes. Por otra parte, se había extendido la convicción de que el autor había sido el mismo en los dos casos. Cuanto más tiempo siguieran buscando a ciegas, con más tenacidad se agarraría la inspectora a cualquier punto de referencia que pudiera tener y que, por desgracia, en ese caso era él mismo, Dave Tanner. Gracias al hecho de que Fiona Barnes lo hubiera puesto de vuelta y media ante un buen puñado de testigos, Dave se encontraba justo en el punto de mira. Por supuesto, aún tenía un as en la manga que podía sacar en caso de necesidad, pero solo pensaba recurrir a ello cuando no le quedara ninguna otra opción.
—Gwen, ¿sabes…? —empezó a decir, aunque se detuvo al verle la cara, ese rostro que reflejaba tanto candor y una lealtad ciega.
Dave había querido explicarle que a algunas personas se las acusaba injustamente y acababan entre rejas por culpa de policías ambiciosos y de jueces corruptos, por culpa de la presión mediática, que azuzaba a los agentes y los movilizaba en direcciones equivocadas, por culpa de los enchufados de las altas esferas políticas, que no dudarían en sacrificar a un ciudadano insignificante si las camarillas de ambiciosos arribistas así lo querían. Nunca había creído que fuera suficiente con no cometer injusticias para que no te condenaran por ello. Jamás había confiado en el sistema judicial, más bien lo consideraba cínico y corruptible. Al fin y al cabo, ese convencimiento es el que veinte años atrás lo había enemistado definitivamente con su padre, ese archifuncionario del gran sistema, y había provocado que desde entonces no hubiera vuelto a tener ni el menor contacto con su familia.
Le habría gustado poder explicar a Gwen que ese era el motivo por el que llevaba una vida que algunos consideraban fracasada, por el que incluso él mismo —y ese era el gran problema, el gran factor depresivo de su existencia— a menudo también la consideraba un fracaso: por su incapacidad para poder hacer las paces en algún ámbito con su país, con el Estado, con toda la estructura política y social. Sería incapaz de formar parte de la sociedad británica mientras siguiera rechazando y despreciando a esa misma sociedad. Le habría gustado poder hablar con su prometida acerca de ese dilema que con el paso de los años había ido cristalizando en su interior cada vez más. Era un dilema que surgía de la constatación de que, a pesar de todo, formaba parte del sistema y debía asumirlo, ya que al fin y al cabo no tenía la fuerza necesaria para seguir negándolo durante más tiempo ni para afrontar todas las consecuencias derivadas de ello, viéndose al mismo tiempo como un traidor a sus propias convicciones, a sí mismo, a su propia personalidad.
Le habría gustado ver en la mujer con la que se iba a casar a una persona ante la que pudiera mostrarse abiertamente, ante la que pudiera expresar sus contradicciones, pero sabía que Gwen no podría seguirlo. Para ella, la vida era la granja. Su maravilloso papá. Las novelas románticas, los telefilmes cursis, y la espera y la esperanza de que llegara la felicidad. Dave no creía que fuera tonta. Pero la vida de Gwen había transcurrido en una dimensión propia y estaba, a diferencia de la suya y la de la mayoría de las personas de su tiempo, demasiado marcada por la soledad, el aislamiento del mundo, la timidez y la ignorancia. Le había hablado acerca de las protestas que había llevado a cabo durante su juventud contra el despliegue de misiles de crucero, y Gwen lo había mirado boquiabierta, como si le relatara historias marcianas. Dave le había soltado un largo monólogo en el que había expresado lo mucho que le habían disgustado los años del gobierno de Thatcher y hasta qué punto eso había determinado su vida, marcada por el rechazo. Ella lo había escuchado, pero Dave supo que la cara de desesperación que vio en su prometida no tenía nada que ver con una posible opinión política enfrentada. En tal caso, él habría podido encontrar interesante la posible fricción intelectual resultante de la discrepancia. El problema era que ella no tenía ninguna opinión política. A ella le daba completamente igual si gobernaban los laboristas o los conservadores y, de hecho, tanto si mandaban unos como los otros eso no afectaría en lo más mínimo a las dificultades de su situación personal. Como le sucedía a mucha otra gente, no atendía a nada que no tuviera alguna incidencia en su entorno más cercano. Era extraño hacerlo. Y había sido un duro golpe constatar que Gwen no podía ver las cosas de otro modo.
—Ah, nada —se limitó a decir Dave, con lo que renunciaba al intento condenado desde el principio al fracaso de explicar de nuevo a su futura mujer cuál era su visión de las cosas y de hacerla partícipe de las cavilaciones, los miedos y las complicaciones a las que él se entregaba—. Solo prométeme que si te enteras de algo importante relacionado con Fiona, se lo comunicarás a la policía —añadió.
Al fin y al cabo ese había sido el punto de partida de la conversación. Que Fiona y Chad en algún momento habían cometido algún desliz que a Gwen ahora le estaba costando digerir. Algo que podía ser relevante.
Aunque lo más probable es que no lo sea, pensó él.
Gwen lo miró. Ella ya estaba en otra parte. En su propio punto de partida.
—¿Sigues…? ¿Seguimos…? Quiero decir… ¿Ha cambiado algo entre nosotros? —preguntó Gwen.
Este es el momento, decía a Dave su voz interior, ahora podrías echarte atrás. Con un motivo bastante bueno. Se desesperaría, pero no tendría que atribuirse a sí misma el fracaso de nuestra relación. Toda la culpa recaería sobre Fiona, la vieja arpía de lengua viperina, y Gwen podría odiarla para siempre y no tendría que torturarse por su insuficiencia. Hazle ese favor, se dijo Dave. Aprovecha este momento de indulgencia.
No podía hacerlo. Sabía que era lo correcto y sin embargo no podía hacerlo. Ella era la única salida que le quedaba para escapar de aquella fría habitación. De su vida al borde de la suficiencia vital. De dormir por el día, de pasarse las noches bebiendo. De la sensación de fracaso que nunca más quería volver a tener.
—No, Gwen —dijo él con la voz ronca, producto de la lucha interior que mantenía consigo mismo para superar ese momento—. No ha cambiado nada.
Gwen se levantó con una sonrisa.
—Me gustaría acostarme contigo, Dave —dijo—. Ahora. Aquí. Lo deseo tanto…
Dios mío, se exclamó Dave, horrorizado.
4
El teléfono sonó cuando Colin empezaba a pensar en el almuerzo. Ya eran las dos y media y tenía hambre de verdad. En la granja de los Beckett no había nadie que pareciera dispuesto a ocuparse de la cocina. Gwen había salido por la mañana y nadie sabía adónde había ido, mientras que Chad se había encerrado en su dormitorio, literalmente, porque la puerta estaba cerrada con llave y cuando Colin había acudido a preguntar no había obtenido más que un gruñido malhumorado como respuesta.
La inspectora Almond estaba allí. Se había presentado por sorpresa y enseguida había aclarado que quería hablar a solas con Jennifer. Hacía media hora que estaban sentadas en el salón mientras Colin esperaba en el piso de arriba, cada vez más inquieto. Y más hambriento.
Bajó corriendo para responder a la llamada. Tal vez aquello le daría la oportunidad de tantear la situación que se desarrollaba en el salón con un buen motivo.
—¿Sí? —respondió mientras consultaba el reloj, para ver si captaba algo de la conversación que estaba teniendo lugar justo al lado, si bien el esfuerzo fue en vano.
—Hola. —La que se oyó al otro lado de la línea fue una voz de mujer, pero casi era un susurro y muy difícil de comprender—. ¿Con quién hablo, si me hace el favor?
—Brankley. Colin Brankley. Está llamando a la granja de los Beckett.
—¡Ah, Colin! Usted es el marido de Jennifer, ¿verdad? Soy Ena. Ena Witty.
Colin no tenía ni la menor idea de lo que tenía que ver con ella.
—¿Sí? —preguntó él.
—Soy… soy una amiga de Gwen Beckett. ¿Podría hablar con ella, por favor?
—Lo siento, pero no es posible —dijo Colin—, Gwen no está en casa. ¿Quiere que le deje algún recado?
Ena Witty pareció desconcertada ante aquella información.
—¿Dice que no está? —preguntó casi con incredulidad.
—Exacto. ¿Quiere que la llame cuando llegue?
—Sí, por favor. Es… Tendría que hablar con ella acerca de un asunto importante. En cualquier caso, a mí me parece que lo es. Pero tampoco estoy segura, por eso… tal vez… Bueno, ya llamaré más tarde…
A Colin le pareció que su interlocutora estaba bastante confusa. Estaba a punto de dar por finalizada la conversación cuando de repente oyó que se abría la puerta de la calle y que poco después arrancaba un motor en el patio. Gracias a Dios, parece que Almond ya se marcha, pensó. Tenía que ocuparse de su esposa enseguida.
—De acuerdo, señorita Witty —dijo Colin, algo impaciente—. No se preocupe, le diré a Gwen que ha llamado. ¿Ella tiene su número?
Ena no lo sabía. Dictó el número a Colin y después de dudar unos instantes en los que al parecer estuvo considerando hasta qué punto era un extraño el que se hallaba al otro lado de la línea, añadió:
—Tengo… verá, tengo un problema muy grande… Estoy bastante desconcertada y necesito hablar con alguien. Es urgente. Pero naturalmente sé que… Bueno, que ahora mismo Gwen tiene otros asuntos de los que preocuparse. He leído en los periódicos el terrible crimen que ha sacudido la granja. Según se dice, la víctima era una buena amiga de los Beckett, ¿verdad? ¡Qué terrible debe de haber sido para Gwen!
—Todos estamos a su lado —dijo Colin. No quería ahondar más en el tema. No conocía a esa amiga de Gwen y desconocía el grado de confianza que se tenían ambas mujeres—. Bueno, señorita Witty… —dijo, y ella comprendió al fin que le estaba metiendo prisa.
—Perdone que le haya molestado —dijo Ena—. Y, por favor, diga a Gwen que me llame enseguida. De verdad, es muy importante.
Colin volvió a prometerle que le pasaría el recado, se despidió y colgó el teléfono de golpe. Se dirigió en dos zancadas al salón y vio que Jennifer estaba sentada en el sofá, muy pálida. Le pareció que su esposa estaba bastante agotada.
—Cariño, por fin. Ya se ha ido. ¿Quieres que prepare un poco de té? ¿O preferirías comer algo?
Jennifer negó con la cabeza.
—No tengo hambre. Pero si tú…
—No me apetece comer solo —dijo Colin. Se encogió de hombros, tiritando—. ¡Dios, cuanta humedad y que frío que hace aquí! Y encima fuera hay niebla. Hace un día horrible, ¿no crees?
Ella no respondió. Sin vacilar ni un momento, Colin se arrodilló frente a la chimenea.
—Ayúdame —pidió a Jennifer—. Si nadie más se preocupa por esto, tendremos que hacerlo nosotros.
Mientras se esforzaban en encender el fuego le preguntó con marcada indiferencia:
—¿Qué quería esa? La inspectora Almond, quiero decir.
Jennifer, que le tendía la leña, se detuvo un momento.
—Lo sabe —murmuró.
—¿Qué sabe?
—Aquella historia. Que yo era profesora y… bueno, todo aquello. Me lo ha dicho.
—¿Y qué relación tiene todo eso con este caso?
—Quería saber si conocía a Amy Mills. La chica a la que asesinaron en julio, ¿sabes?
—¿Por qué tendrías que conocerla?
—Era de Leeds. Estudió allí. La policía cree que yo podría haberle dado clases.
Colin también se detuvo y la miró.
—Pero no es así, ¿verdad? Le has dicho que no habías oído jamás su nombre y…
—No. No la conocía.
Colin dejó la chimenea tal como estaba, a pesar de que todavía no ardía ningún fuego capaz de mitigar el frío que reinaba en la sala y la desolación de ese día de niebla. Jennifer se sentó en la pequeña alfombra dispuesta frente a la leña con la mirada perdida. Él estaba en cuclillas ante ella y le tomó las manos entre las suyas. Las tenía heladas.
—¿Seguro que no la conocías?
—Seguro.
—Esto es realmente… —Respiró hondo para dominar su enfado, aunque la rabia crecía ya en su interior—. No tienen nada —dijo con amargura—, nada de nada. Ni el menor indicio, por eso se han puesto a hurgar en el pasado de la gente. ¿Quieres saber lo que pienso? Que esa policía está desesperada. Y presionada. Por eso se dedica a revolver en historias pasadas e intenta construir algo a partir de ellas. ¡Tendremos que estar atentos, a ver qué más descubre sobre nosotros!
—Sabe que por aquel entonces de vez en cuando tomaba pastillas.
—¿Y? ¿Acaso está prohibido?
—Quería saber si sigo tomándolas.
—¿Y tú qué le has respondido?
—Le he dicho la verdad. Que ocasionalmente me tomo algún tranquilizante antes de ir a la ciudad, por ejemplo, o si tengo algún plan en especial. Pero que ocurre muy de vez en cuando.
—Correcto. Como hace mucha gente. Oye, no tiene derecho a preguntar esas cosas. Y tú no tienes por qué contestarle. No es asunto suyo.
—No se lo ha creído —susurró Jennifer.
—¿Qué es lo que no se ha creído?
—Que yo… que realmente lleve una vida normal. Me ha mirado de una manera tan rara… Creo que quería endosarme a toda costa un problema de adicción, porque de ese modo podría sostenerse que tengo un comportamiento impredecible y que tal vez también sea peligrosa. Y su colaborador ya está comprobando mi declaración acerca del caso de Amy Mills. Está buscando información en las escuelas a las que esa chica asistió en Leeds y preguntando a sus padres.
—No encontrará nada que pueda utilizar contra ti.
—Probablemente no —dijo Jennifer, pero su voz sonó monótona y desesperada.
Colin le apretó las manos con más fuerza.
—Cariño, ¿qué te pasa? ¿Qué es lo que te atormenta tanto? No tienen nada contra ti y no encontrarán nada. No te dejes amedrentar por eso.
Jennifer lo miró. Colin podía sentir el miedo de su esposa. Maldita fuera, estaba furioso. Furioso por esa Almond, por esa persona tan desconsiderada. Porque sabía que alteraba tanto a Jennifer.
—Te saca de quicio tener que hablar de todo eso de nuevo, ¿verdad? —preguntó él con cautela—. Que vuelva a salir todo a la luz. Que vuelva a levantar polvareda. Es el lastre de todos esos sentimientos, ¿no es cierto?
Ella asintió. Era prisionera de la depresión, se veía claramente que la tenía paralizada. Durante los primeros tres años después del asunto las cosas habían sido de ese modo todo el tiempo, y desde entonces Jennifer la había tenido controlada. Pero él tampoco se engañaba a sí mismo: el precario estado de ánimo de su esposa flaqueaba a la primera de cambio, sobre todo cuando alguien se proponía que así sucediera.
Le habría encantado estrangular a aquella inspectora.
—Nunca lo superaré —susurró Jennifer.
—No es cierto. Es agua pasada. Es agua pasada, diga lo que diga esa imbécil.
—Era mi vida. La escuela. La chica. Lo era todo.
—Lo sé. Así es como lo viviste. Pero hay muchas cosas más que merecen la pena en la vida. No solo cuenta el trabajo.
—Yo…
—Nos tenemos el uno al otro. Nuestro matrimonio se mantiene intacto, feliz. ¿Te das cuenta de la cantidad de personas que desearían que les fuera como a nosotros en ese sentido? Tenemos un bonito hogar. Tenemos buenos amigos. Tenemos a nuestros encantadores perros… —Colin sonrió irónicamente con la esperanza de arrancarle una sonrisa a ella. De hecho, su esposa intentó sonreír, pero fue en vano—. Vamos, mujer —dijo él. Alargó un brazo y le apartó un mechón de pelo de la frente—. Mira, no creo que la inspectora Almond vuelva a molestarte. Anda buscando a tientas… ¡Literalmente, además! ¡Debes mirar más allá! No sacará nada de Leeds, de la escuela, de Amy Mills. Al final tirará la toalla y tendrá que ponerse a buscar en otra parte. Pero es que, además, en el momento del crimen de Fiona estabas paseando con los perros. Y Gwen iba contigo, puede dar fe de ello. ¿Se lo has dicho a Valerie Almond, eso?
En lugar de responder, Jennifer prefirió preguntar.
—¿Quién acaba de llamar?
Colin hizo un gesto de desdén con la mano.
—Una conocida de Gwen. Ena Witty, o algo parecido. Una persona bastante confusa. Tenía algún tipo de problema y quería hablar urgentemente de ello con Gwen. Parecía muy nerviosa y desconcertada. Tenemos que decir a Gwen cuando llegue que la llame.
Los ojos de Jennifer adoptaron una expresión extraña, como si escrutaran un tiempo remoto.
—Ah, sí. Ena Witty. La que tiene ese amigo tan comunicativo. Participó con Gwen en el curso. La conocí el viernes pasado —dijo Jennifer mientras negaba con la cabeza—. Han pasado tantas cosas que es como si hubiera sucedido en otra vida —murmuró.
—Nuestras vidas volverán a la normalidad —afirmó Colin—. De forma tranquila, poco a poco, sin que nos demos cuenta. Seguro.
—Sí —dijo Jennifer, y en ese momento su voz sonó como la de una colegiala asintiendo ante algo en lo que no creía ni siquiera remotamente.
Hacia demasiado tiempo que su vida había dejado de ser normal.
5
Por supuesto, Stephen se había ofrecido para acompañarla, casi la había obligado a aceptar, y a ella le había parecido notar lo mucho que le dolería si rechazaba su ayuda. Como siempre que veía la oportunidad de causarle algún daño, Leslie experimentó cierta satisfacción y, a pesar de cuánto disfrutaba con ello, sabía que las cosas no tardarían en caer por su propio peso y que volvería a verse sumida en un vacío insondable. Al fin y al cabo, la posibilidad de hacerle daño tampoco parecía aliviar el dolor que ella misma había experimentado, la confianza que había visto traicionada, la decepción que había sentido. Tan solo le procuraba un leve efecto mitigante, nada más.
Había vuelto a Hull sola para identificar el cadáver en el depósito local. Ni por un segundo había albergado la esperanza de que todo acabara siendo un error, de que le mostraran el cadáver de una extraña y de que Fiona acabara volviendo días después de un corto viaje para extrañarse del impacto que habría tenido su ausencia.
Habían preparado bien a su abuela. Apenas quedaban rastros visibles de las heridas que había sufrido en la cabeza. No tenía aspecto de descansar en paz, como suele esperarse de los muertos, pero tampoco parecía atormentada. Más bien un poco indolente. Incluso ante su propia muerte, pensó Leslie, se mostraba fría y distante.
Leslie había asentido para confirmar que se trataba de su abuela y luego había salido con rapidez. En el vestíbulo había encendido un cigarrillo que había fumado compulsivamente con manos temblorosas. Valerie Almond, que la había acompañado, le ofreció un vaso de agua, pero Leslie lo rechazó.
—Gracias, un aguardiente me sentaría mejor.
Valerie sonrió, comprensiva.
—Aún tiene que conducir.
—Claro. Lo decía en broma.
La inspectora Almond le había ofrecido la posibilidad de que un agente pasara a recogerla y la llevara luego a casa de nuevo, pero Leslie no había querido. Se sentía mejor cuando actuaba de forma independiente, cuando tenía que concentrarse para encontrar un camino, para buscar aparcamiento. En el asiento de atrás de un coche patrulla le habrían venido a la cabeza demasiados recuerdos de su abuela, y se había propuesto evitar a toda costa que eso sucediera.
—¿Podrá regresar a casa sola? —preguntó Valerie, preocupada.
Leslie odiaba ofrecer una imagen de debilidad.
—Soy médico, inspectora. La visión de un cadáver no me afecta tanto —aclaró.
—Estaba muy apegada a su abuela, ¿no?
—Fue ella quien me crió. Mi madre murió cuando yo tenía cinco años. Desde entonces Fiona lo fue todo para mí.
—¿De qué murió su madre?
Leslie dio una calada a su cigarrillo antes de responder.
—Mi madre era una hippy, de las del Flower Power. Siempre iba de un festival a otro. Y siempre drogada. Se llevaba mucho, por aquel entonces. Hachís, marihuana, LSD… Y además alcohol. En algún momento se metió un cóctel de todas esas cosas y su cuerpo dijo basta. Murió de insuficiencia cardíaca y renal.
—Lo siento mucho —dijo Valerie.
—Sí… —respondió Leslie de forma vaga.
Después de unos momentos de silencio, una especie de espera discreta tras lo que había contado Leslie acerca de la temprana pérdida de su madre, Valerie se atrevió a preguntar de nuevo.
—¿Conoce bien a Jennifer Brankley?
—¿A Jennifer? De hecho no la conozco de nada. La vi por primera vez el pasado sábado, durante la… fiesta de compromiso.
—Pero ¿había oído hablar acerca de ella con anterioridad?
—Sí. Gwen la mencionaba en sus cartas y durante sus llamadas. Al parecer se han hecho buenas amigas. Al menos dos veces, en ocasiones incluso tres veces por año, los Brankley pasan las vacaciones en la granja de los Beckett, y me alegraba que Gwen pudiera ganar algo de dinero con ello. Además, necesitaba urgentemente encontrar una amiga. Gwen estaba… está… muy sola.
—¿Tenía usted la impresión de que Jennifer Brankley se sentía en cierto modo como la protectora de Gwen?
—Jennifer tiene diez años más que Gwen. Es posible que haya intentado cuidarla un poco de un modo maternal. ¿Por qué quiere saberlo?
—Intento comprender y ordenar las cosas —respondió Valerie sin querer precisar demasiado.
Leslie reflexionó unos instantes y soltó una carcajada.
—Pero no estará sugiriendo que Jennifer Brankley matara a mi abuela, ¿no? ¿Para salvar la relación entre Gwen y Dave Tanner? ¿En cierto modo como si fuera la figura materna para Gwen?
—No estoy sugiriendo nada, doctora Cramer. Por encima de todo me he propuesto no llegar a ninguna conclusión precipitada. Tengo dos variantes posibles. Una es que Fiona Barnes fue asesinada por un desconocido que se topó con ella de forma fortuita, pero teniendo en cuenta la hora en la que sucedieron los hechos, así como el lugar tan alejado de la granja en el que se produjeron, no suena particularmente probable. Parece más lógica la segunda hipótesis: fue alguno de los asistentes a la fiesta en la que celebraron el compromiso de Gwen y Dave, o como mínimo en la que intentaron celebrarlo.
—Eso significa que sospecha de mí, de Colin y Jennifer Brankley, de Dave Tanner, y de Gwen y Chad Beckett.
—No he llegado tan lejos. Como ya le he dicho, me limito a ordenar las cosas. Intento mirar entre bastidores.
—Es absurdo, inspectora. Me parece absolutamente inimaginable que lo haya hecho alguno de nosotros.
—¿Puede afirmarlo con tanta seguridad? En realidad solo conoce bien a Gwen y a Chad Beckett. El resto de los asistentes a la fiesta eran y siguen siendo desconocidos para usted.
Leslie reflexionó acerca de esa frase durante el trayecto de vuelta a casa de Fiona. Tomó la carretera de la costa para llegar a Scarborough. Ofrecía unas sensacionales vistas al mar, pero ese día la niebla no dejaba disfrutar de ellas. Además, empezaba a caer la noche. Niebla, oscuridad, frío.
En perfecta concordancia con un día en el que había tenido que salir para identificar el cadáver de la única familiar que le quedaba viva.
Ahora sí que estoy realmente sola, pensó Leslie.
Se estaba congelando a pesar de haber subido la calefacción y de lo caliente que estaba el aire dentro del coche. Cuando me separé de Stephen, aún me quedaba Fiona. Ahora ya no me queda nadie, se dijo.
Se aferró a las palabras de Valerie Almond para no perderse de nuevo en cavilaciones acerca de su soledad. Había aguantado todo el día sin derramar ni una sola lágrima, no era el momento de echarse a llorar.
Pero era cierto, allí no conocía a nadie aparte de a Gwen y a Chad. Si se paraba a pensarlo, desde el primer momento había opinado que Jennifer era impenetrable. Colin todavía lo era más. Parecía un simple empleado de banca aburguesado, aunque algo le decía que no era solamente eso. Escondía más cosas, pero sin duda no había sido capaz de disfrutar de ellas. Tal vez era una persona desaprovechada, a la que siempre habían infravalorado.
Pero todos cojeamos de un pie o del otro, pensó Leslie, y eso tampoco nos convierte en asesinos. ¿Qué debe de pensar de mí la inspectora Almond? Frustrada, sola, con éxito profesional, pero fracasada en el ámbito sentimental. Desengañada de los hombres, tal vez incluso de la vida en general. Una infancia difícil con una madre drogadicta. Luego criada por su abuela, que nunca puede ser más que un sucedáneo de una verdadera familia completa.
Lo cierto es que quizá tengo todo el potencial para haberme vuelto loca y matar a golpes a una anciana. Valerie Almond tal vez se esté preguntando qué cuentas pendientes debíamos de tener Fiona y yo.
Al fin llegó de nuevo a casa de su abuela. Tenía que procurar por todos los medios no ponerse sentimental.
A ver, cuentas pendientes: has sido fría de cojones, se dijo. Y llego a esa conclusión porque recuerdo perfectamente a mi madre y era muy afectuosa. Era muy alegre. Tal vez algo sobreexcitada, dopada hasta las cejas con un tipo de droga u otra, colocada siempre, pero eso yo no podía comprenderlo en aquel momento. Tan solo me acuerdo de que teníamos mucho contacto físico. Siempre me llevaba en brazos, me abrazaba. Por las noches dormía acurrucada junto a ella…
Cuidado, Leslie. No la idealices. Sus historias con hombres eran incontables. Eso lo sabes por Fiona, pero tú misma recuerdas vagamente haber visto a varios melenudos distintos por las mañanas durante el desayuno. Debían de darte la noche porque entonces tu madre te apartaba de su cama sin piedad, y te tocaba dormir en alguna otra parte ya que prefería follar a sus anchas que acurrucarse con su niña. Eso es malo para una criatura que está acostumbrada a todo lo contrario.
Fiona encarnaba la estabilidad, reconoció Leslie. Todo estaba en su sitio. Nunca me permitió dormir en su cama, pero tampoco me habría echado de ella porque veía las cosas de otro modo. Con ella tuve mi propia habitación, mi propia cama. Todo era mensurable. Todo era frío.
Buscó un acceso a la bahía cuya entrada pudiera reconocer mínimamente a pesar de la niebla. Detuvo el coche y sacó un cigarrillo. Tenía que dejarlo. Tenía que dejar de pensar en Fiona, en su infancia. Cuando lo hacía se metía en terreno pantanoso. Pasaba de una cosa a otra con demasiada facilidad llevada por un peligroso magnetismo. Tenía unos buenos mecanismos de protección y no podía dejar que la muerte de Fiona los derrumbara.
Se sintió casi aliviada al oír que su móvil empezaba a sonar, a pesar de que supuso que era Stephen quien la llamaba porque estaba preocupado por ella. Algo que ya no le incumbía.
Sin embargo, no era Stephen, sino Colin Brankley.
—Perdone que la moleste, Leslie… He llamado a casa de su abuela y me ha respondido un hombre que me ha dado su número de móvil.
Leslie no sintió ninguna necesidad de aclararle que ese hombre era, de hecho, su ex marido. En realidad no quería que Colin Brankley supiera nada acerca de ella en ese momento. Era un tipo impenetrable. Puede que incluso no fuera sincero.
—¿Sí? —se limitó a decir ella.
—Es por… Bueno, mi esposa está preocupada. Gwen se ha marchado de casa esta mañana y todavía no ha vuelto.
—¿Y eso es tan raro?
—De hecho, sí. Como mínimo, siempre nos dice adónde va. Las pocas veces que sale, porque también es raro que lo haga.
—Puede que esté en casa de su novio. Es posible, ¿no cree?
—Sí… —respondió Colin, si bien no parecía muy convencido.
—Debe de estar reconciliándose con Dave. Eso espero, al menos. Tras el fracaso de la fiesta de compromiso, tendrán muchas cosas de las que hablar.
—No tengo el número de teléfono de Dave Tanner.
Leslie sabía que a Colin debía de estar presionándolo su esposa y que esta, por su parte, debía de estar preocupada por Gwen, pero de todos modos no quiso molestarse en disimular su enfado. Gwen tenía treinta y cinco años. Podía ausentarse de casa siempre que quisiera sin tener que ir dando explicaciones. Y mucho menos a unos huéspedes que estaban de vacaciones. Era inaceptable que Colin Brankley la estuviera llamando para encontrar a Gwen.
—Yo tampoco tengo el número de teléfono de Tanner. —La voz de Leslie sonó más cortante y el cambio fue intencionado—. Y creo que no nos corresponde controlar a Gwen. Ya es mayorcita para saber por sí misma lo que hace.
—Por supuesto. Es solo que después de todo lo que…
—Sigo sin ver un buen motivo para andar espiándola.
—No considero que Jennifer y yo estemos actuando como espías —replicó Colin fríamente antes de colgar el teléfono sin siquiera despedirse.
Se había enfadado. Bueno, ¿y qué? Al fin y al cabo, ¿qué le importaban a ella los Brankley?
Siguió conduciendo, le gustara o no, algo más inquieta por la conversación que había mantenido con Colin. Gwen ya era adulta, tenía un novio fijo con el que quería casarse y Leslie no veía nada de extraño en el hecho de que su amiga pasara fuera de casa un día y una noche. En condiciones normales… Pero ¿qué era lo normal en el caso de Gwen? ¿Podían aplicársele los criterios que se utilizarían con cualquier otra persona?
Y, de hecho, ¿qué tenía de normal toda aquella situación?
Una joven había sido asesinada brutalmente en un lugar solitario de Scarborough. A una anciana la habían matado a golpes al borde de un barranco. Entre los sospechosos en los que la policía se está fijando más, se dijo, se encuentra el prometido de Gwen…
Leslie podría acercarse a la casa en la que Dave Tanner vivía. Solo pasaría por allí un momento para asegurarse de que todo iba bien. Pero ¿cómo iba a justificar la visita?
Hola, Gwen, solo quería saber si todo va bien, le diría. Estábamos preocupados porque…
El gran problema de la vida de Gwen era el hecho de que jamás hubiera acabado de crecer del todo. Tal vez con Dave acabaría de dar ese paso. ¿No sería mejor fomentar que así fuera en lugar de seguir tratándola como a una niña pequeña?
Al final Leslie desestimó la idea de visitar a Tanner y se dirigió directamente a casa de su abuela.
Le gustó ver que la ventana del piso estaba iluminada, tenía que admitirlo. Acababa de despedirse de su abuela muerta y era una tarde de otoño nebulosa. Encontrarse con una vivienda fría y oscura podría haber sido definitivamente desesperante. Cuando abrió la puerta del piso, supo por el olor que Stephen había estado cocinando. Curry, cilantro… El aroma era cálido y tentador. A través de la puerta abierta del salón vio que había velas encendidas en la mesa del comedor. Stephen salió de la cocina con un paño atado a la cintura y con una copa de vino blanco en una mano.
—¡Ya estás aquí! —Por un momento, pareció que fuera a dejar la copa en cualquier parte para abrazarla, pero por algún motivo se contuvo y se quedó vacilante, frente a Leslie—. ¿Qué tal? ¿Cómo estás?
—Bueno, no es que haya sido muy agradable —dijo ella mientras se quitaba el abrigo—. Y tampoco es que me vayan de maravilla las cosas. Pero dentro de lo que cabe, estoy bien.
—¿Seguro?
—¡Que sí! —Leslie le quitó la copa de vino de la mano a Stephen y bebió un buen trago—. Qué bien que hayas ido de compras.
—Te he preparado tu plato favorito.
—Eres muy amable. Gracias.
Stephen sonrió.
Leslie pensó de repente: qué bueno es, cuántas molestias. Qué… pelota. Pero de todos modos hemos fracasado como pareja. Él no es el hombre que necesito. El que encaja conmigo. El que quiero tener.
Esa conclusión era absolutamente nueva, le había venido a la cabeza de repente frente a la puerta de la cocina y la dejó muy sorprendida. Stephen y Leslie, la pareja ideal, para toda la vida, que solo había fracasado porque él había tenido un momento de debilidad y había sucumbido a las zalamerías de otra mujer. Stephen había destruido lo indestructible, y Leslie estaba furiosa, no tenía más que ansias de venganza, de marcharse para siempre.
Tal vez se había equivocado. Quizá aquello simplemente había acelerado lo que habría acabado pasando de todos modos, de una manera u otra.
Él se limitó a observar los gestos de ella y reparó en lo agitada que estaba por dentro.
—¿Qué ocurre?
—Nada.
Leslie negó con la cabeza como haría un perro tras salir del agua y vació la copa de un trago. No era el momento de pensar en ello. En sí misma y en Stephen.
—¿Ha pasado algo por aquí? —se limitó a preguntar.
—Ha llamado un tal Brankley. Desde la granja de los Beckett. Están preocupados por Gwen. Le he dado tu número de móvil.
—Lo sé. Ya me ha llamado —dijo Leslie—. Creo que se preocupan en exceso. Gwen seguramente está en la cama con Dave, debe de estar bien.
—Eso sería estupendo, sí. —Stephen dudo un momento, y Leslie notó que había algo más.
—¿Sí?
—Ha habido otra llamada —dijo Stephen, algo incómodo.
Leslie se alarmó enseguida.
—¿No habrá sido…?
—Una llamada anónima —dijo Stephen—. Como la que tú me describiste. Silencio, una respiración y luego han colgado.
Ella lo miró fijamente.
—Pero ¡Fiona está muerta!
—Tal vez quien llama no lo sepa. No puede ser el asesino.
—O bien —dijo Leslie poco a poco— no le basta con haberla matado. Tal vez haya puesto la vista en todos nosotros. En toda la familia.
—Eso es absurdo —replicó Stephen.
Pero no lo dijo muy convencido.