El otro niño.doc

4

La vida en la granja de los Beckett al final no resultó ser tan mala. Más bien al contrario, poco tiempo después me acostumbré de un modo sorprendente.

Emma Beckett siguió siendo tan amable y afectuosa como lo había sido al principio, cuando llegamos a la granja. Era más afable que mi madre, y también más permisiva. Siempre podías sonsacarle algo bueno: un bocadillo de embutido de vez en cuando, un vaso de zumo de manzana casero, a veces incluso un poco de chocolate. Vivía convencida de que yo debía de estar muriéndome de añoranza, y yo dejaba que así lo creyera porque de este modo obtenía aún más cosas.

Pero Chad, su hijo, acabó por descubrirme.

—Estás hecha una buena pieza, tú —me dijo una vez—. Delante de mi madre te comportas como una mosquita muerta, pero en realidad no te apetece ni lo más mínimo volver a Londres.

No era del todo cierto que no me apeteciera ni lo más mínimo. Echaba de menos mi casa, la calle, a los niños con los que había jugado allí. A veces también echaba de menos a mamá, aunque siempre estuviera criticándome por todo. Pero después de la noche del bombardeo que nos dejó sin casa, mi hogar había quedado destruido de todos modos. Y tampoco tenía buenos recuerdos de la vida en casa de tía Edith, donde estuvimos conviviendo tanta gente. Sin embargo, recuerdo haber llorado desconsoladamente una noche porque me puse a pensar en mi padre. A pesar de que siempre iba borracho y de que no le daba dinero a mamá, a fin de cuentas había sido mi padre. A mamá volvería a verla, como también volvería a ver Londres, de eso estaba segura, pero a mi padre lo había perdido para siempre.

En el marido de Emma, Arvid, no encontré a un sustituto. No se mostraba directamente antipático conmigo, pero en esencia me trató siempre como si no existiera. Desde el principio tuve la impresión de que no compartía la idea de su esposa acerca de acoger a un niño evacuado, y cabía pensar que se había dejado convencer solo después de muchos esfuerzos. Tal vez lo hubiera persuadido al final el dinero que el gobierno le daría a cambio. El caso es que se encontró con un segundo niño, «el otro niño», que es como él solía llamar a Brian, que había ido a parar allí por error, y por el que no le pagaban nada. Eso no mejoró su opinión acerca del tema.

—La Cruz Roja pronto se encargará de Brian —le decía Emma a menudo cuando Arvid empezaba a quejarse porque todavía había un cubierto de más en la mesa.

Sin embargo en realidad ni la Cruz Roja ni nadie se interesó por él, lo que supongo que fue un alivio para Emma. No quería ver a Brian en un orfanato. Por propia iniciativa, ella no pensaba hacer al respecto nada que pudiera alejarlo de la granja de los Beckett.

A mí me gustaba vivir en aquella granja. Era imposible imaginar un contraste más espectacular respecto a cómo había vivido en Londres. Aquella soledad aparentemente interminable. La extensión de los prados, separados por muros de piedra, salpicados por cientos de ovejas paciendo. El olor del mar. Me encantaba bajar a la cala que estaba dentro de la propiedad de la granja, aquel camino lleno de aventuras y secretos que transcurría a través de un profundo barranco, por un sendero casi invisible que parecía una selva virgen a los pies de aquellas escarpadas paredes de roca. Me abría paso a través de la hierba y de los helechos, sumida en la oscuridad en invierno, bañada en una extraña luz verdosa cuando el sol brillaba en verano. Solía imaginar que era uno de aquellos grandes descubridores de los que había oído hablar en la escuela: Cristóbal Colón o Vasco da Gama. A mi alrededor, acechaban por todas partes los indígenas antropófagos, en cuyas manos no podía caer bajo ningún concepto. Agarraba un trozo de madera y lo llevaba entre los dientes; ese era mi cuchillo, mi única arma. Cada vez que oía un crujido en algún matorral, cada vez que llegaba hasta mis oídos el grito estridente de un pájaro, me sobresaltaba y se me ponía la piel de gallina. Lo único que me faltaba en aquellos momentos era la compañía de otros niños. En la calle en la que había vivido en Londres, en el entramado de patios traseros, siempre éramos una verdadera horda de diez niños, en ocasiones incluso quince o veinte. En la granja estaba completamente sola. Sin embargo, acudía a la escuela en Burniston y tenía buena relación con mis compañeros de clase, que me veían bastante exótica. Aunque por desgracia todos ellos vivían demasiado lejos como para poder encontrarnos fuera de la escuela. Durante varios kilómetros no había más que prados para ovejas y, de vez en cuando, alguna que otra granja aislada. Podías tardar varias horas en recorrer la distancia entre unos y otros.

Yo era una niña a la que le gustaba jugar, disfrutar de la libertad y de las incontables posibilidades que ofrecía la vida en el campo, pero también una chiquilla que empezaba a dar los primeros pasos hacia la pubertad. Mamá siempre me había dicho que era muy precoz. Tal vez fuera cierto, al menos respecto al tiempo que me había tocado vivir, los años cuarenta.

En el armario ropero de mi habitación encontré un par de novelas sobre el tema que devoré llena de entusiasmo. Eran libros viejos y estaban muy ajados; me preguntaba si Emma se habría enzarzado a leerlos con la misma pasión con la que lo hice yo. Era precisamente «pasión» la palabra que mejor describía el contenido de aquellas lecturas. No trataban de otra cosa. Mujeres hermosas, hombres fuertes. Y lo que hacían juntos conseguía que me sonrojara. No había nada que deseara con más ganas que hacerme mayor con rapidez y vivir todas aquellas cosas que acababa de descubrir en esos libros. Fue inevitable que acabara viendo al hombre que tenía a mi lado, Chad Beckett, como el fuerte y atractivo héroe de mi propia historia.

Lo admiraba profundamente. Creo que incluso me enamoré de él. Por desgracia, él no veía en mí más que a una mocosa poco interesante de la que su madre se había librado y que él esperaba que se esfumara pronto. Me trataba casi del mismo modo que solía hacerlo su padre.

La única persona masculina a la que siempre tenía cerca, dondequiera que fuera, era Brian. «Dondequiera que fuera» significa «siempre que no conseguía librarme de él». Con el tiempo llegué a desarrollar métodos bastante refinados para conseguir poner los pies en polvorosa. Entonces él erraba como una oveja perdida, según me contaba luego Emma en un tono de ligero reproche.

Yo, para defenderme, le confesaba que Brian me sacaba de quicio.

—Es mucho más pequeño que yo —le decía—. ¡Y no sabe leer! ¿Qué quieres que haga con él?

Era cierto, ni siquiera hablaba. Emma siempre me preguntaba si había hablado alguna vez antes de que llegáramos a la granja. Pensaba que yo tenía que saberlo solo porque habíamos vivido en el mismo barrio.

En realidad, por más que me esforzaba no conseguía recordarlo. ¿Quién se había fijado en el pequeño Brian? Lo único que podía decir a Emma era que siempre lo había visto por la calle y que todos los niños de los Somerville se caracterizaban por tener pocas luces, una expresión que hacía enfurecer a Emma. De hecho, la primera vez que la vi montar en cólera fue por eso.

—¿Cómo puedes decir algo así? —gritó—. ¿Cómo criticas a unos niños que ya no pueden defenderse? ¿Cómo puede juzgarse a alguien de ese modo, tan a la ligera?

Yo no quería excitarla más, pero me habría gustado hacerle ver que, al menos en el caso de Brian, la expresión era adecuada. ¿Un niño de ocho años, tal vez incluso nueve, porque al fin y al cabo nadie sabía cuándo había nacido, que no hablaba? No era normal. Los niños de mi escuela también lo habían dicho cuando Emma vino un día en bicicleta para traerme el desayuno que me había olvidado. Brian iba sentado en el portabultos. Ya era la hora del recreo cuando él, emitiendo unos ruidos indefinibles, saltó de la bicicleta y acudió hacia mí corriendo, radiante de alegría. Balbuceó algo que nadie acertó a comprender.

—A tu hermano le falta un hervor —me dijo la delegada de clase más tarde.

—¡No es mi hermano! —chillé, y a juzgar por la manera como retrocedió, debí de lanzarle una mirada realmente airada.

—Vale, de acuerdo —replicó ella para suavizar las cosas como si se dirigiera a un perro rabioso.

Para mí lo más importante era que nadie creyera que aquel imbécil y yo éramos parientes. Así es como solía llamarlo en la intimidad, cuando nadie me oía: «pequeño imbécil». En cualquier caso, por nada del mundo se me habría ocurrido decirlo en voz alta en presencia de Emma.

Todo esto suena muy frío, muy duro. Y tal vez pueda atribuírseme eso: lo cierto es que no fui jamás especialmente amable con aquel chiquillo trastornado. Pero hay que tener en cuenta la situación en la que me encontraba durante los dos primeros años de la década de 1940: era una niña ávida de aventuras y, a la vez, era una chiquilla que leía novelas románticas y se había enamorado de un joven de quince años. De la noche a la mañana había perdido el entorno en el que tanto confiaba, Londres, y había ido a parar a una granja de ganado lanar de Yorkshire. Mi padre estaba muerto y mi madre demasiado lejos. Había estado refugiada en el sótano de mi casa cuando una bomba alemana había acertado de lleno en ella y la había derribado sobre nuestras cabezas. Hoy en día me doy cuenta de lo mucho que tuve que aguantar.

Aunque por aquel entonces no lo tenía tan claro. Solo me daba cuenta de lo mucho que me agobiaba el apego y el afecto que Brian me demostraba continuamente. De lo harta hasta la saciedad que estaba de él. De lo mucho que pesaba en mí la presencia constante de aquel mocoso mudo y traumatizado. Yo me rebelaba contra aquella situación con bastante ira. Tal vez no fuera una reacción tan anormal, si tenemos en cuenta mi edad por aquel entonces.

Sin embargo, seguro que habría sido normal si Emma hubiera llevado a Brian a la consulta de un médico. Era evidente que el pequeño necesitaba ayuda, ya fuera médica o psicológica. Y probablemente también Emma era consciente de ello. Nunca tuve la oportunidad de hablarlo con ella, pero creo que lo que Emma temía era abrir la caja de los truenos si en algún momento llegaba a presentarse en unas dependencias oficiales con el chico. No había vuelto a recibir noticias de Londres. Sin duda Brian se había perdido en algún lugar de la cadena, entre la enfermera que había anotado su nombre en aquella oscura tarde de noviembre tras nuestra llegada a Staintondale y las autoridades que tenían que hacerse cargo de él en Londres. Emma estaba convencida de que si lo trasladaban a un orfanato acabaría muriendo, por lo que la alegraba que, al parecer, nadie se acordara de él. Por eso hacía todo lo posible para que siguiera siendo invisible. No lo llevaba nunca al médico y no le pesaba en la conciencia en absoluto el hecho de no haberlo mandado a la escuela. Porque al ver a Brian te dabas cuenta enseguida de que habría sido incapaz de seguir el ritmo de los niños de su misma edad. Ni siquiera el ritmo de otros niños más pequeños.

Puesto que toda esa historia sacaba de quicio a Arvid, el marido de Emma, y que a este le tenía sin cuidado el bienestar de Brian, dejó que su esposa hiciera lo que quisiera con él, sin entrometerse. Chad decidió quedarse al margen del asunto. A su edad, tenía un montón de cosas más de las que preocuparse. Por otra parte, yo solo tenía ojos para Chad, y Brian solo me interesaba en la medida de que me pasaba el día tramando lo que fuera necesario para deshacerme de él.

Con la única excepción de Emma, para el resto del mundo se había convertido en una especie de «nadie». Así es como pasó a llamarlo Chad poco después: Nobody.

Nadie.

5

En febrero de 1941 mamá vino a visitarme a Staintondale. Ya había pretendido venir anteriormente, en Navidad de hecho, pero la familia para la que trabajaba limpiando y haciendo todo tipo de tareas domésticas la requirió y ella no quiso renunciar a aquel dinero extra. A mí no me había parecido mal del todo. La fiesta de Navidad en la granja de los Beckett estuvo muy bien, incluso nevó un poco. Durante las se manas anteriores me había aplicado con diligencia a ayudar en las tareas de la granja o de la casa siempre que había podido, con lo que había reunido algo de dinero. Con él le compré a Chad un cuchillo de excursionista porque sabía que soñaba con tenerlo desde hacía tiempo. Cuando lo desenvolvió se le iluminaron los ojos, y cuando me dio las gracias, noté algo distinto en la expresión de su rostro mientras me miraba. Fue como si ya no me viera como a esa chiquilla tonta de Londres que lo ponía de los nervios, sino como a esa persona cada vez más seria en la que estaba en camino de convertirme. Esa mirada y su sonrisa fueron para mí lo más bonito de aquellas Navidades. Y también lo fue el libro que él me regaló: Mujercitas, de Louisa May Alcott.

—Ya que te gusta tanto leer —me dijo, algo cortado.

Me habría encantado abrazarlo, pero por aquel entonces no nos teníamos tanta confianza. Me limité a agarrar el libro muy fuerte contra mi pecho.

—Gracias —le dije en voz baja, y me juré a mí misma que jamás me desprendería de aquel libro. Y así ha sido. Todavía lo conservo.

Durante la Navidad fuimos a la iglesia, cantamos y comimos bien. Recibí también la larga carta en la que mi madre, consciente de su culpabilidad, me explicaba que no podría acudir y se justificaba aludiendo que la requerían en la casa en la que trabajaba. Puede parecer una paradoja, pero lo que consiguió con ello fue pasarme a mí su sentimiento de culpa. Al parecer, mamá creía que la echaba muchísimo de menos y sin duda eso habría sido lo más normal. Por mi parte, yo me preguntaba por qué prácticamente no sentía ningún tipo de añoranza y en cambio me había acostumbrado tan bien a vivir en la granja de los Beckett al cabo de pocas semanas. Hoy en día creo saber la respuesta a esa pregunta. No se trataba de que me hubiera enamorado de Chad Beckett. Ni tampoco de que con anterioridad hubiéramos reñido a menudo con mi madre y me pareciera más fácil entenderme con Emma, que tenía un carácter más amable. Creo que lo que sucedió en realidad es que allí, en la costa este de Yorkshire, encontré mi verdadero hogar. No soy una urbanita. A pesar de haber nacido en Londres y de haber pasado en la capital mis primeros once años de vida, no consideraba que mi patria fueran aquellas calles tan llenas de gente, con aquellos edificios tan altos. En cambio, rodeada de las praderas de Yorkshire, que se extendían interminablemente por las colinas, rodeada de esos pueblecitos idílicos, del encuentro entre el cielo y la tierra en un horizonte lejano, de la proximidad del mar, de los animales y del aire puro, me sentía como en casa. Estaba en el lugar al que pertenecía. A pesar de que entonces ni siquiera era consciente de ello.

En cualquier caso, mi madre pudo constatar que yo estaba bien cuando por fin vino a visitarme durante un fin de semana a mediados de febrero. Yorkshire no ofrecía entonces su mejor cara, pero ¿qué paisaje luce en febrero? El tiempo era frío, gris, sumido en una llovizna constante. El patio estaba embarrado y la cima de la loma que había detrás de la granja quedaba oculta tras las densas nubes bajas. A mí me habría gustado poder enseñarle a mamá el puente, el barranco, la arena, pero ella se negó a seguirme porque no quería salir a pasear.

—Hace demasiado frío —dijo mientras se frotaba los brazos, tiritando a pesar de que estaba sentada muy cerca de la chimenea, en el salón—. Y hay demasiada humedad. No me hagas trepar por las rocas. Lo siento, cariño. Al final, seguro que me acabaría rompiendo un tobillo.

Tuve la impresión de que la granja de los Beckett no le gustaba especialmente, que ella no habría aguantado allí ni media semana, pero era evidente que eso seguía siendo mejor que las bombas de Londres.

—Los alemanes continúan lanzando ataques aéreos —explicó—, aunque tampoco es tan terrible como al principio. De todos modos, estoy contenta de que te encuentres aquí. Segura. Desde que viniste, mucha más gente ha mandado a sus hijos al campo.

Ella seguía viviendo en casa de tía Edith y, según me contó, era horrible.

—Es que hay demasiada gente y muy poco espacio. Y ya conoces a Edith. Lo demuestra enseguida, cuando alguien la pone de los nervios. A mí me trata como a una mendiga. Pero ¡sigo siendo la esposa de su difunto hermano! ¡No soy una cualquiera!

Su mirada recayó en Brian que, como siempre, iba pegado a mí. Estaba sentado a nuestros pies y empujaba adelante y atrás un pequeño coche de madera que había sido de Chad. Como de costumbre, no jugaba a nada que tuviera un sentido reconocible.

—¿Nos entiende? —preguntó mi madre.

—Creo que no —respondí mientras negaba con la cabeza—, apenas sabe hablar.

Y efectivamente así era. Desde que Brian estaba allí, a principios de enero había intentado por primera vez proferir algo parecido a una palabra. Emma había reaccionado con verdadera euforia, pero a mí me pareció que en realidad había sido un éxito más que limitado. La única palabra que muy a mi pesar conseguía articular con bastante claridad era «Fiona». Además, sabía pronunciar algo que sonaba parecido a «¡ven!» y «bebé». Emma especulaba sobre lo que quería decir con esta última. Chad y yo estábamos seguros de que en realidad intentaba decir Nobody, el nombre con el que nos dirigíamos a él cuando estábamos a solas. Sin embargo, nos cuidamos mucho de decirlo, porque teníamos muy claro que Emma se habría enfurecido bastante.

Después de asegurarse de que Brian no chismorrearía sobre lo que pudiera decir, mamá por fin nos contó el que seguramente era el verdadero motivo por el que había emprendido aquel viaje hacia el norte.

—Es posible que no siga viviendo más tiempo en casa de tía Edith —dijo.

—¿Van a reconstruir nuestra casa? —pregunté.

—No. Eso todavía tardará un tiempo. Quitan los escombros de las calles, pero no vale la pena empezar con las reconstrucciones mientras los alemanes sigan atacándonos.

—Entonces ¿dónde vas a vivir?

Se anduvo con bastantes rodeos, hasta que al cabo desembuchó, en voz baja y con precipitación.

—He conocido a alguien…

Tardé todavía un poco en entenderlo.

—¿Sí?

—Se llama Harold Kane. Trabaja… en el astillero de Londres. ¡Como capataz!

—¿Un hombre? —pregunté, incrédula.

—Sí, naturalmente que es un hombre —replicó mamá algo molesta—. ¿Qué quieres que sea, si no?

Fue como si me hubieran dado un golpe en la cabeza. No hacía ni cuatro meses que me había separado de ella y mi madre ya había salido a cazar hombres. Al fin y al cabo, yo ya era lo suficientemente mayor para poder sumar dos más dos. Si me contaba que había conocido a un hombre justo después de decirme que no seguiría viviendo en casa de tía Edith, eso significaba que se había enamorado de ese tal Harold Kane y que en breve se trasladaría a vivir con él. ¿Cómo podían ir tan rápidas las cosas? Papá había muerto, Inglaterra estaba en guerra, Hitler se preparaba para conquistar el mundo, a mí habían tenido que evacuarme, y entre todo eso mi madre no tenía nada mejor que hacer que buscarse otro hombre. Me pareció penoso, casi diría que incluso un poco indigno.

Además, me di cuenta de que también le tenía algo de envidia. Todavía no había confesado a Chad que estaba enamorada de él, por lo que nuestra relación no había avanzado. Mamá, en cambio, en un santiamén había atrapado a un tipo que probablemente estaba dispuesto a casarse con ella. Me tocaba a mí. Era yo, la joven. Mamá, que con treinta y dos años me parecía en ese tiempo más vieja que Matusalén, ya había vivido la parte más importante de su vida.

—¿Cómo es que sigue trabajando en el astillero? —pregunté con un retintín mordaz en la voz—. ¿Por qué no está luchando en el frente?

Mamá suspiró. Había captado la provocación y presentía ya las dificultades a las que tendría que enfrentarse.

—Está exento —explicó— porque desempeña un trabajo importante para la guerra.

Me habría gustado murmurar algo como «cobardica», pero ni siquiera consideré la posibilidad de hacerlo. Tuve el presentimiento de que mamá había reaccionado airadamente. Además, con toda probabilidad no era justo. Arvid Beckett también estaba exento porque tenía que encargarse de la granja, y jamás se me habría ocurrido la posibilidad de condenarlo por ello. No habría tenido nada en contra de la posibilidad de que ningún hombre fuera obligado a ir al frente. Con Emma compartía mi honda preocupación de que Chad tuviera que alistarse si la guerra no acababa pronto. Sin duda mamá habría tenido el mismo temor respecto a su Harold y estaría contenta de que él siguiera en Londres.

—Bueno, entonces supongo que ahora ya no cuento para nada en tu vida, ¿no? —le espeté con voz sombría.

Mamá, como es lógico, reaccionó protestando enérgicamente.

—¡Eres mi hija! —gritó mientras me abrazaba—. ¡No ha cambiado nada entre nosotras!

Estoy segura de que lo pensaba de veras. Pero a pesar de mi manifiesta falta de experiencia, mi instinto me decía que algo cambiaría, seguro. Siempre que llegaba un nuevo miembro a una familia cambiaba algo. Y ¿quién sabía cómo se comportaría ese tal Harold conmigo? No podía imaginar que le entusiasmara en absoluto la idea de que su novia aportara una hija de doce años a la relación.

A la mañana siguiente, cuando acompañé a mamá por el largo camino que llevaba hasta la carretera principal, por donde pasaba una vez al día el autobús hacia Scarborough, deseé fervientemente que mi estancia en la granja de los Beckett se dilatara tanto como fuera posible, quería quedarme mucho más tiempo. No sentía ninguna necesidad en absoluto de volver a Londres. La paradoja estaba en que la duración de mi estancia en Yorkshire dependía de lo que durara la guerra, y nadie en su sano juicio podía esperar que la guerra durara mucho más. Más todavía si tenemos en cuenta que Chad cumplía dieciséis años en abril y la situación empezaría a ser algo crítica para él.

Al borde de la carretera, mientras decía adiós a mi madre, que se marchaba hacia la estación, llegaron las lágrimas. Tuve la sensación de que mi vida era confusa y difícil. De repente parecía mucho más tenebrosa e inquietante. Sentía que no tenía a nadie en el mundo en quien pudiera confiar realmente. Como mínimo, sabía que en mi madre seguro que no.

Y durante el verano siguiente llegó el momento. Pocos días después de mi duodécimo cumpleaños, a principios de agosto, recibí un telegrama de mamá en el que me contaba que Harold y ella se habían casado.

6

Fue un día caluroso, seco, con un cielo azul cristalino, uno de esos típicos días de agosto. Las manzanas maduraban en los árboles. En el viento se mezclaba el aroma del mar con el de la hierba recién segada. El día lo tenía todo. Vacaciones. Libertad. Podría habérmelo pasado entero tendida bajo un árbol leyendo, soñando, siguiendo con la mirada las nubes que pasaban lentamente por encima de mí.

En lugar de eso, me senté en una roca de la playa, ensimismada. En una mano tenía el telegrama que me comunicaba con escasas palabras que desde hacía un día ya tenía padrastro. ¡Padrastro! Yo sabía lo que era una madrastra por los cuentos. Un padrastro no podía ser mucho mejor.

Me desahogué llorando desconsoladamente.

De algún modo sabía que acabaría sucediendo, pero para mi sorpresa mi reacción fue la de una impresión fortísima. Me sentía traicionada, arrollada. Mamá tendría que haber hablado conmigo primero, en lugar de contarme los hechos consumados por telegrama. Tendría que haberme presentado a Harold, para saber si también se llevaba bien conmigo, si era amable o si nos entendíamos. ¿Qué pasaría, si me odiaba a primera vista, o yo a él? ¿Y si le daba por incordiarme, por hacerme la vida imposible, por chillarme? Entonces ¿qué? ¿Se divorciaría? Tal vez a mi madre le daba igual. Tal vez se le caía tanto la baba con su nueva conquista que ya no se preocupaba por si su hija estaba bien o no.

Y con el término «hija» me sobrevino otra idea terrible: ¿qué sucedería si mamá y Harold tenían hijos en común? Probablemente mamá aún no era demasiado vieja para ello, de lo contrario lo más probable era que Harold no hubiera querido casarse con ella. Entonces sí que me dejarían completamente al margen. Mamá solo se preocuparía por los berreos de su bebé, Harold adoraría a su retoño y yo no sería más que un estorbo para ellos. Al final me meterían en un orfanato junto con Brian. No tenía ninguna duda de que Harold intentaría persuadir a mamá hasta conseguirlo.

Estaba tan absorta en mis sombrías cavilaciones y tan ocupada llorando y lamentándome por mi destino que tardé en darme cuenta de que alguien se me acercaba. De repente vi por el rabillo del ojo que algo se movía a mi lado y me volví a mirarlo, sobresaltada.

Era Chad. Estaba a un par de pasos de mí y no parecía en absoluto contento de verme.

—¿Qué haces aquí? —dijo algo estirado—. Creí que aquí podría estar solo.

—Vengo a menudo —repliqué.

Afortunadamente, no parecía enfadado.

—Ya veo. Es un buen lugar para venir a llorar, ¿verdad?

Busqué mi pañuelo y me soné la nariz, aunque sabía mejor que él que tenía los ojos hinchados y enrojecidos, la cara congestionada y que probablemente estaba más fea que nunca.

—Mi madre se casa de nuevo —le dije mientras le mostraba el telegrama que acababa de recibir.

—Ya veo —volvió a decir Chad. Entonces miró receloso a su alrededor—. ¿No hay nadie más por aquí?

¡Se había dado cuenta de que me faltaba algo!

—Me he librado de él. No te preocupes, no se atreverá a venir solo hasta aquí.

Chad dio un par de pasos titubeantes hacia mí. Sin duda habría preferido estar solo, pero por algún motivo se abstuvo de echarme de allí como si fuera una mosca inoportuna. Porque eso es lo que habría hecho al principio. Pero entonces yo ya tenía doce años. A una chica de doce años ya no la podía tratar con tanta descortesía y condescendencia. Al darme cuenta de ello empecé a sentirme algo mejor.

—¿Es muy asqueroso el tipo ese? —preguntó Chad mientras señalaba el telegrama.

Trague saliva para no echarme a llorar de nuevo.

—No lo conozco de nada —tuve que admitir—, mamá lo conoció cuando yo ya estaba aquí con vosotros. Y desde entonces no he vuelto a Londres.

—Debería haber venido con él cuando te visitó, si ya lo sabía entonces.

—No tenía tiempo. Su trabajo es importante para la guerra —expliqué, pensando que, al menos, había algo de lo que podía sentirme un poco orgullosa respecto a Harold.

Al parecer, Chad no consideraba que trabajar en algo importante para la guerra fuera ningún mérito, porque hinchó las mejillas y soltó un resoplido de desdén.

—¡Igual que mi padre! ¡Con la maldita granja! ¡Un trabajo importante para la guerra! ¡En una guerra solo hay un lugar para un hombre, y es el frente!

Un escalofrío me recorrió la espalda al oír esas palabras, pero al mismo tiempo quedé bastante impresionada. ¡Lo dijo con tanta valentía, con tanta decisión…! Chad había terminado la escuela ese verano y tenía que empezar a ayudar todavía más a su padre con el trabajo de la granja, una actividad que no le gustaba en especial y por la que siempre estaba discutiendo con Arvid. Cuatro semanas antes, yo había escuchado a escondidas una conversación entre Arvid y Emma. A Emma le habría gustado que Chad hubiera ido a la escuela superior y, más adelante, incluso a la universidad.

—¡Puede conseguirlo! —había repetido encarecidamente—. Su profesor opina lo mismo. Saca buenas notas.

Arvid, no obstante, no estaba dispuesto a aceptar.

—¡La escuela superior! ¡La universidad! Pero ¿para qué? El chico heredará la granja, y para llevarla no necesita estudiar el bachillerato. Lo que tiene que hacer es acostumbrarse al trabajo, y algún día será él quien se encargue de todo esto. Puede sentirse afortunado. ¿Quién puede decir que ha conseguido una propiedad como esta prácticamente como si le hubiera caído del cielo?

En efecto, en ese momento tuve la impresión de que Chad no tenía muchos números de ir a la escuela secundaria. Su destino era otro, por lo que la situación me pareció inquietante.

—Ya he hablado con mis padres —dijo Chad. Tenía las mejillas rojas y lo más probable era que no fuera a causa del trecho que había tenido que recorrer por el barranco—. ¡Tengo dieciséis años, podría alistarme si papá me lo permitiera! ¡No entiendo por qué se niega! —Dicho esto se sentó en la roca junto a mí, cogió un par de guijarros del suelo y los arrojó rabioso al mar.

—¿Alistarte? ¿Quieres decir…?

—Para luchar en el frente, por supuesto. Me gustaría combatir. ¡Igual que los otros!

—No es que haya muchos chicos de dieciséis años movilizados —le dije.

—Pero algunos sí —insistió él, y se puso a lanzar piedras de nuevo. Creo que jamás lo había visto tan furioso.

—Tu padre te necesita aquí, en la granja.

—Mi país me necesita todavía más, en el frente. ¡Hay gente muriendo por Inglaterra! Y mientras tanto yo me quedaré aquí esquilando ovejas. ¿Te imaginas lo que eso significa para mí?

Se volvió para mirarme. En sus ojos me pareció ver que no solo estaba furioso. También estaba triste. Casi desesperado.

A buen seguro en ese momento no sentía algo tan distinto de lo que sentía yo.

—¿Sabes realmente qué tipo de persona es Hitler? —preguntó.

Yo no tenía más que una idea aproximada.

—No muy bueno…

—Es un loco —afirmó Chad—, un demente. Quiere conquistar el mundo entero. Es capaz de atacar cualquier país. Ahora incluso la ha tomado con Rusia. ¡Eso solo se le puede ocurrir a un enajenado!

—Pero seguro que no conseguirá conquistar Rusia —dije yo, tímidamente.

Yo sabía que Hitler había atacado Rusia ese verano, pero apenas había pensado en ello. Tan solo esperaba que Chad no me considerara una estúpida.

—Imagina que los alemanes invadieran Inglaterra —dijo Chad—, no que se limitaran a lanzarnos un par de bombas, que ya es en sí algo terrible. Imagina que de repente los tuviéramos aquí. ¡Que de repente tuviéramos a los alemanes aquí!

A pesar de que yo no creía que una ocupación alemana pudiera empeorar mi situación en ese momento y de que ni siquiera Hitler me parecía una figura tan terrorífica como el fantasma de Harold Kane, no podía admitirlo, claro.

—Eso sería malo —me limité a decir dócilmente.

—Sería una catástrofe —dijo Chad con énfasis antes de sumirse en un silencio sombrío—. Principalmente es mamá quien lo impide —dijo él un rato después—, creo que a papá podría hacerle cambiar de opinión. ¡Pero ella se pondría histérica si le sugiriera que me gustaría ir a la guerra!

—Se preocupa por ti.

—¡Que se preocupa por mí! Soy casi un adulto. Ya va siendo hora de que deje de preocuparse tanto por mí. Puede guardarse todos los abrazos, los besos y las atenciones para Nobody. Yo ya no los necesito. Debo seguir mi propio camino. ¡Debo seguir mis propias convicciones!

A mí me pareció que lo que decía sonaba muy bien. Como siempre, me impresionó enormemente. Sin embargo, yo tampoco quería que fuera a la guerra. Por supuesto que no, de ninguna manera, aunque me guardé muy mucho de decirlo. Quería que viera en mí a una aliada, no a una versión más joven de su preocupada madre.

—A veces —dije yo— la vida no va como más nos gustaría.

No es que pretendiera decir nada especialmente profundo con ello, tan solo me pareció que era la pura verdad.

Chad me miró.

—Pero uno no puede resignarse ante eso —replicó él.

—A veces sí —dije mientras agitaba el telegrama que tenía en la mano.

—A veces uno está completamente desamparado.

Chad no apartaba la vista de mí. De algún modo había cambiado. Me miraba de una manera distinta… Me… sí, me contemplaba como si me estuviera viendo por primera vez.

—Tienes unos ojos muy bonitos —dijo él, y con ese comentario sonó casi sorprendido—. De verdad, son especiales. Tienen motitas doradas.

Tengo los ojos verdes con un toque de marrón en la parte de dentro. Marrón, no dorado.

Tal vez la luz había variado la tonalidad, o tal vez Chad vio lo que quería ver, no lo sé. En cualquier caso, para mí fue como si el mundo entero se hubiera parado de golpe, como si las olas se hubieran detenido, como si las gaviotas se hubieran callado de repente, como si hubiera desaparecido súbitamente la suave brisa veraniega. Noté que tenía la boca seca y tuve que tragar saliva. En un momento, el telegrama y la noticia tan impactante que me comunicaba me traían sin cuidado.

—Yo… —balbuceé finalmente, aunque en realidad no tenía ni la más mínima idea de cómo continuar—. Gracias —conseguí decir, y pensé que en el fondo no tenía ni idea de la vida. ¿Qué se decía en momentos como esos? «Gracias», esa respuesta era de colegiala, pero es que por más que lo deseara no se me ocurrió nada mejor.

Creerá que soy idiota, pensé con abatimiento, y ese momento especial en el que el mundo entero había contenido el aliento desapareció tan rápido como había llegado. Solo era una chica que había perdido el habla porque un muchacho le había dicho algo bonito.

Pero él siguió mirándome con aquella expresión nueva. Había algo en su mirada que me transmitió esperanzas de que quizá Chad había dejado de verme como una simple colegiala.

Alargó la mano hacia el telegrama.

—Déjamelo —dijo.

Con un par de dobleces rápidos, convirtió el papel en un avión y se puso de pie.

—Ven —me dijo—. ¡Vamos a mandarlo bien lejos!

Yo también me puse de pie. Chad se fijó en la dirección del viento y lanzó el avión hacia arriba, de manera que las térmicas lo atraparan y se lo llevaran. Voló un buen trecho antes de caer en el mar. Durante un rato estuvimos observando cómo se balanceaba sobre las suaves olas hasta que al final desapareció de nuestra vista.

—Ya está —dijo Chad—, no pienses más en ello.

No pude evitar sonreír. Así de simple. Mi madre de repente estaba muy lejos. Y Harold Kane, lo mismo. Mi futuro y las preguntas acerca de cómo sería dejaron de interesarme súbitamente. En realidad solo existía el presente, la playa, el mar, el cielo. Y Chad, que en ese momento me tomó de la mano con toda naturalidad.

—Ven —volvió a decir—. Regresemos a casa.

Recuerdo que durante el camino de vuelta pensé que aquella sería la hora más feliz de mi vida. Que nunca volvería a ser más feliz, que la vida jamás sería tan perfecta otra vez. Incluso hoy en día, más de medio siglo después, me doy cuenta de lo especial que fue esa tarde. Quizá existan en todas las vidas esos momentos en los que nos sentimos hechizados, momentos a los que siempre queremos regresar con el recuerdo, sin importarnos lo lejanos que se encuentren en el tiempo, sin importarnos cómo ha acabado siendo nuestra vida. Creo que lo más importante de esa tarde fue el hecho de que aquello había sido prácticamente una declaración de amor. Así fue como interpreté yo el comentario de Chad acerca de mis ojos y, de hecho, en lo sucesivo quedaría demostrado que al final se correspondía con los sentimientos que durante tanto tiempo yo había albergado en silencio. Mucho después, sin embargo, sé que fue más que eso, mucho más que un encuentro romántico entre un joven y una chiquilla en la playa. Aunque por aquel entonces yo no podía saberlo, fue uno de los pocos momentos intensos que compartiríamos Chad Beckett y yo de un modo inocente. Literalmente. Aún no sabíamos lo que era el sentimiento de culpa.

Aquello cambiaría, acabaríamos sabiendo lo que era y, en la actualidad, estoy segura de que nuestra historia de amor terminó por fracasar precisamente por ese motivo.

Por nuestra culpa.