Lunes, 13 de octubre

1

—¿Estás despierta? —susurró Jennifer mientras asomaba la cabeza por la puerta de la habitación de Gwen—. He visto luz…

Gwen no estaba tendida en la cama. Ni siquiera se había quitado la ropa. Estaba sentada en un sillón junto a la ventana, con la mirada perdida hacia la oscuridad que reinaba aún sobre los campos. Eran las cuatro y media de la madrugada. Todavía no se anunciaba siquiera el inicio de un nuevo día.

Cal y Wotan pasaron junto a Jennifer, se acercaron a Gwen y le lamieron las manos. Ensimismada, Gwen acarició aquellas dos grandes cabezas.

—Entra, tranquila —dijo—. No he podido dormir ni un momento esta noche.

—Yo tampoco —afirmó Jennifer antes de entrar en la habitación y cerrar la puerta sin hacer ruido.

Estaban conmocionados. Todos los que se alojaban en la granja. Desde que Leslie había llamado a última hora de la tarde del día anterior. Después de que hubiera ido a verla una agente de policía.

Chad se había encerrado en su dormitorio sin mediar palabra y había echado el cerrojo.

Colin no había hecho más que ir y venir del salón a la cocina y de la cocina al salón.

—No es posible —no había dejado de repetir, una y otra vez—. ¡No puede ser verdad!

Gwen y Jennifer se habían quedado sentadas en el sofá, petrificadas, desconcertadas, mudas.

Fiona estaba muerta. La habían asesinado cruelmente. Al borde de un barranco, no muy lejos de la granja de los Beckett, pero en un lugar apartado del camino que Fiona había querido tomar aquel sábado por la noche. Nadie tenía ni idea de cómo había ido a parar allí.

Allí estaban, mucho después de medianoche, en la habitación de Gwen. Pero aparentemente nadie había podido pegar ojo.

—Quería hablar de algo contigo —dijo Jennifer.

Parecía tensa, pero a Gwen eso no le sorprendió en absoluto. Ella también tenía la sensación de tener el cuerpo sometido a tensión, de los pies a la cabeza. Los párpados le pesaban debido al cansancio, pero de todos modos estaba absolutamente desvelada. Sudaba y tiritaba por igual. Era como tener la gripe. Aunque peor, mucho peor.

—¿Sí?

Jennifer se sentó en la cama.

—He estado pensando… —empezó a decir, con prudencia—. Puede que te extrañe que haya pensado en esto, y más ahora, pero… sé lo desgraciada que te sientes…

Gwen tenía un nudo en la garganta. Le costaba mucho hablar.

—Es que no puedo creerlo —dijo, no sin dificultad—. Es como si… como una pesadilla. Fiona siempre había sido… imparable. Fuerte. Era… —Buscó las palabras apropiadas para describir lo que Fiona había sido para ella, pero no se le ocurría una manera fiel de expresarlo—. Siempre ha estado ahí —dijo finalmente—, siempre ha estado ahí y tenías la sensación de que siempre lo estaría. Eso infundía tanta… seguridad.

—Lo sé —dijo Jennifer con ternura mientras le acariciaba suavemente un brazo—. Sé lo que significaba para ti. Y también sé que preferirías que te dejara en paz, pero tenemos que hablar de algo. Es importante.

—¿Sí? —preguntó Gwen con indolencia.

—Hoy vendrá por aquí la policía y nos interrogará a todos para saber lo que ocurrió durante la velada del sábado —dijo Jennifer—. Querrán saber qué sucedió con exactitud. Y nosotros deberíamos pensar bien lo que les decimos.

A pesar del letargo en el que estaba sumida, Gwen se irritó.

—¿Por qué? Simplemente podemos contar lo que sucedió.

Jennifer siguió hablando con calma, eligiendo con sumo cuidado las palabras.

—El problema es la riña entre Fiona y Dave. Al fin y al cabo fue bastante intensa.

—Sí, pero…

—La policía se aferrará a eso. Mira: Fiona atacó a Dave tan ferozmente que él abandonó la casa hecho una furia a pesar de que la cena había tenido lugar para celebrar su compromiso matrimonial. Pocas horas más tarde ella apareció muerta. Asesinada. Eso les dará que pensar.

Gwen se incorporó.

—¿Quieres decir…?

—Puedes estar segura de que el principal sospechoso acabará siendo Dave. ¿Y acaso sabemos si se fue a casa enseguida? Bien podría haberse quedado merodeando por ahí fuera. Podría haber salido al paso a Fiona cuando esta se marchó en dirección a la granja de los Whitestone.

—Pero ¡eso es absurdo! ¡Jennifer, conozco a Dave! Sería incapaz de hacer algo así. ¡Jamás!

—Lo único que digo es lo que la policía pensará —subrayó Jennifer—. Dave tenía motivos para hacerlo, ¿comprendes? Podría haber cometido, por así decirlo, un crimen pasional y haberla matado tras dejarse llevar por la ira. Puede que no lo hubiera planeado en absoluto. Tal vez tuvo miedo de que Fiona pudiera estropearle los planes. De que siguiera sembrando la duda en ti. Se había entrometido en el camino que él se había propuesto seguir. ¡Tenía motivos más que suficientes para querer cerrarle el pico para siempre!

—Hablas como si… como si ya le hubieras colgado la etiqueta de asesino.

—Nada de eso. Pero tanto él como tú debéis prepararos para oír esos razonamientos por parte de la policía.

—¿Nosotros?

—También puede ser que sospechen de ti —dijo Jennifer lentamente.

Gwen la miró, escandalizada.

—¿De mí?

—Bueno, pues sí. Naturalmente, también tú estabas furiosa con Fiona. Y también tú tenías miedo de que pudiera destrozar tus sueños de futuro. ¡Hasta ahora no tienes ni idea de si Dave se enfadó tanto que no volverá a aparecer por aquí!

—Pero, Jennifer, por eso mismo no he ido a verlo y… ¡Todo esto no tiene sentido!

—¿Qué hiciste después de que Dave se marchara? —preguntó Jennifer.

Gwen la miró, un tanto perpleja. Parecía como si los razonamientos de su amiga hubieran tenido un efecto paralizante en ella.

—Ya lo sabes. Estuvimos sentadas las dos juntas en esta habitación. Yo estuve llorando mientras tú me consolabas.

—Pero luego, más tarde, yo salí a pasear con los perros y tú no quisiste venir conmigo.

—No, pero…

—Oye, Gwen, solo es un consejo. Por supuesto, no tienes por qué hacerme caso, pero… ¿por qué no decimos simplemente que me acompañaste? Decimos que fuimos a dar un paseo juntas, con los perros. De ese modo dispondrás de una coartada para esos momentos decisivos y no tendrás que defenderte ante ninguna insinuación.

—¡Pero yo no necesito ninguna coartada! —dijo Gwen, airada.

—No, pero tampoco te vendrá nada mal tener una. —Jennifer se levantó y fue hacia la puerta—. Puedes pensarlo un rato. Voy dar un paseo con Cal y Wotan. Cuando vuelva, dime qué has decidido. Si decides seguir mi consejo, tendremos que ponernos de acuerdo acerca de dónde estuvimos paseando durante ese tiempo en cuestión.

Abrió la puerta y salió al pasillo.

—¿Todo claro?

Gwen no daba la impresión de tenerlo muy claro.

—Sí —respondió de todas formas—, lo he comprendido. Voy a pensarlo, Jennifer.

Se quedó mirando la puerta mientras su amiga la cerraba; de repente pensó que, de ese modo, Jennifer tampoco tendría de qué preocuparse.

2

—¿Conoce a esta mujer? —preguntó la inspectora Valerie Almond mientras mostraba una fotografía a Dave Tanner.

Todavía sin haberse desperezado del todo, él asintió.

—Sí.

—¿Quién es?

—Fiona Barnes. Aunque no la conozco muy bien.

—Y ¿conoce también a esta mujer? —dijo la inspectora mientras le mostraba otra foto.

—No la conozco personalmente, pero sé quién es por los periódicos: Amy Mills. La chica a la que asesinaron en julio.

—Ayer encontraron el cadáver de Fiona Barnes en Staintondale —dijo Valerie—. La asesinaron.

Dave se quedó tan atónito que pudo notar con claridad la palidez que lo había invadido de repente.

—¿Qué?

—La golpearon con una piedra. En algunos aspectos el caso recuerda al asesinato de Amy Mills.

Dave se había sentado en una silla, pero en ese momento ya volvía a estar de pie. Se pasó lentamente la mano por la cara.

—Dios mío —exclamó.

A Valerie le pareció que la noticia lo había impactado de verdad.

A lo largo de los años que llevaba en la profesión, había visto y vivido suficientes cosas como para tomarse en serio cualquier reacción. En realidad, a Dave Tanner le interesaba mostrarse absolutamente sorprendido y conmovido, por lo que su reacción podría no ser más que una actuación convincente. Valerie decidió que de momento no se dejaría impresionar.

Había ido a ver a la casera de Dave con el sargento Reek —bastante cansado después de haber pasado media noche buscando a la oveja herida, hasta que al final la habían encontrado y la habían sacado del barranco— para hablar con el señor Tanner. Cuando la noche anterior había visitado a Leslie Cramer para comunicarle la triste noticia del fallecimiento de su abuela, durante la conversación había salido el nombre de Tanner y Valerie se había quedado helada. Tanner, que impartía clases de idiomas en la Friarage School, igual que la señora Gardner, para la que Amy Mills había trabajado como canguro la noche de su muerte. Su nombre volvía a salir por segunda vez en relación con un caso de asesinato. Él podía ser el nexo de unión. Al menos en apariencia, Tanner era la única relación existente entre esas dos mujeres tan distintas.

Dave Tanner todavía estaba en la cama cuando la casera había llamado a su puerta para anunciarle la visita de la policía entre jadeos de nerviosismo. Tanner se había extrañado, pero enseguida se había mostrado dispuesto a la conversación. Se había vestido con unos vaqueros y un jersey y había recibido a los agentes en su habitación. Les había ofrecido café, pero ambos lo habían rechazado. Valerie se había fijado en especial en el aspecto que ofrecía. Los ojos hinchados revelaban que bebía demasiado, aunque eso tampoco lo convertía en sospechoso, naturalmente. A Valerie le había molestado no haber podido hablar con él justo después de conversar con la señora Gardner, pero primero había tenido que ocuparse del ex marido de esta. Había resultado ser un tipo extraño aunque sin ninguna importancia para el caso. Además, el día en que había tenido lugar el asesinato de Amy Mills él estaba de vacaciones en Tenerife. El hotel que había mencionado había confirmado su estancia.

—Hemos hablado con la doctora Leslie Cramer —dijo entonces Valerie—, la nieta de Fiona Barnes. Según ha declarado, la noche del sábado usted mantuvo una airada disputa con la señora Barnes.

—En realidad no fue una disputa. La señora Barnes se encarnizó conmigo, seguramente ya está usted al corriente del motivo de ese ataque verbal. Llegó a un punto en el que yo ya estaba hasta las narices y me largué. Eso es todo.

—La doctora Cramer ha dicho que usted volvió a casa directamente y se metió en la cama.

—Así es.

—¿Testigos?

—No.

—¿Ni su casera?

—Estaba viendo la televisión. Ni siquiera se dio cuenta de mi llegada.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque siempre que se da cuenta de que llegó sale disparada a mi encuentro.

—¿Dónde estaba el dieciséis de julio por la tarde?

—Tenía… una cita.

—¿Es capaz de afirmarlo con tanta facilidad? Yo no podría responder tan espontáneamente si alguien me preguntara qué hice en una fecha en concreto casi tres meses después.

Dave la miró con hostilidad.

Acaba de entender cuán precaria es su situación, se dijo Valerie.

—El dieciséis de julio fue el día en que conocí a mi prometida. Por eso le he dicho que tuve una cita. Y por eso tengo tan presente la fecha.

Valerie consultó sus notas.

—Su prometida es… la señorita Beckett, ¿correcto?

—Exacto.

—¿Dónde conoció usted a su prometida?

—En la Friarage School. Ese día no tenía clase, pero pasé por la escuela de todos modos para recoger unos papeles que había olvidado allí. Gwen Beckett había asistido a un curso. Llovía a cántaros en el momento en que ella se disponía a regresar a casa. Me ofrecí para llevarla. Y eso es lo que hice.

—Comprendo. ¿A qué hora sucedió todo eso?

—Subimos al coche más o menos a las seis. Alrededor de las ocho y media llegué de nuevo a casa.

—Eso es pronto…

—A las seis y media ya estábamos en la granja. Pero estuvimos sentados dentro del coche durante algo más de una hora. Hablando. Ella me contó su vida y yo le conté a ella la mía. Luego volví.

—Entonces ¿estuvo aquí, en esta casa? ¿Solo?

—Sí.

—¿Su casera puede corroborarlo?

Dave se pasó una mano por el pelo, parecía desamparado.

—Ni idea, la verdad. Del mismo modo que para usted el dieciséis de julio no representa ninguna fecha especial, creo que es difícil que ella recuerde si esa noche estuve en casa o no. Pero tal vez podría explicarme qué…

—¿Vio por primera vez a la señora Fiona Barnes el pasado sábado? —Valerie cambió bruscamente de tema—. ¿O se habían conocido antes?

—Ya la conocía. Nos habíamos encontrado en un par de ocasiones en la granja, cuando yo iba a recoger a Gwen. Una vez también nos invitó a Gwen y a mí a su casa. Era muy amiga del padre de Gwen.

—¿Hubo ya algún enfrentamiento entre ustedes en esas ocasiones?

—No.

—¿Ella nunca dejó entrever que sospechaba de usted?

—Me había dado a entender que yo no le gustaba. Se comportaba conmigo con frialdad y me miraba siempre de un modo hostil. Pero a mí eso me daba igual.

—¿Y la noche del sábado ya no le dio igual?

—Me atacó sin ningún tipo de consideración. No, eso no me dio igual, fue por eso por lo que me largué de allí. Pero yo no la he matado. ¡Dios mío! Esa anciana no era tan importante para mí, como tampoco lo era la opinión que yo le merecía.

Valerie recorrió la habitación con la mirada. Como a todo aquel que visitaba la estancia en la que se alojaba Dave Tanner, le sorprendió el desorden, la suciedad y los claros indicios de la miseria material en la que vivía inmerso. Su manera de hablar, su comportamiento y su actitud daban fe de la buena educación que había recibido, de su alto nivel cultural y de su origen de clase media-alta, cuando menos. Tanner no encajaba en aquella casa, en aquella habitación. De forma casi inevitable, Valerie llegó a la misma conclusión a la que habían llegado tanto Fiona Barnes como Leslie Cramer. ¿La granja que en un futuro no muy lejano heredaría Gwen Beckett era la última esperanza para Dave Tanner? ¿Hasta qué punto se había asustado al ver que Fiona Barnes, con esos mordaces comentarios, con esos dardos envenenados que tal vez había lanzado al tuntún, podía llegar a disuadir a Gwen de su propósito de casarse con Tanner? De algún modo debió de haber sentido la necesidad existencial de acallar a la anciana.

Valerie volvió a cambiar de tema.

—¿Estaba usted al corriente de que su colega, la señora Gardner, tenía empleada a una joven para que cuidara de su hija durante las horas en las que impartía clases?

—Sí. Alguna vez me lo había dicho. —Tanner hablaba entonces muy concentrado, era obvio que tenía que esforzarse para mantener la calma. Valerie tuvo claro que él se había dado cuenta de que estaba intentando cambiar repentinamente de un tema a otro—. Pero no sabía cómo se llamaba. No conocía a la chica.

—¿Sabía dónde vive la señora Gardner?

—No. Apenas teníamos contacto.

—Pero en la secretaría de la escuela podría haber conseguido su dirección sin problemas en cualquier momento, ¿me equivoco?

—Podría. Pero no lo he hecho. No tengo ningún motivo para hacerlo.

Valerie volvió a mirar a su alrededor, esa vez examinando la habitación sin disimulo, para que Tanner se diera cuenta de ello.

—Señor Tanner, creo que no me equivoco si deduzco que su situación económica no es lo que se dice holgada. ¿No tiene más ingresos que los que le proporcionan los cursos de idiomas?

—No.

—Entiendo que con ese dinero tiene suficiente, pues.

—Sí.

Valerie decidió dejarlo ahí. Se puso de pie.

—Eso es todo de momento, señor Tanner. Es probable que tengamos que hacerle más preguntas. ¿Tiene previsto salir de viaje próximamente?

—No.

—Bien. Nos pondremos en contacto con usted.

Valerie y el sargento Reek salieron de la habitación. En el pasillo se toparon con la casera.

—¿Y bien? —preguntó esta casi sin aliento—. ¿Ha cometido algún delito?

—No era más que un interrogatorio rutinario —respondió Valerie—. Oiga, ¿sabría decirnos por casualidad a qué hora llegó el señor Tanner a casa el sábado por la noche?

La señora Willerton admitió, muy a su pesar, que no lo sabía con exactitud.

—Me quedé dormida frente al televisor —explicó—. Cuando me desperté era casi medianoche. No sé es si el señor Tanner ya estaba en casa a esas horas.

A Valerie también le fastidió que no pudiera responderles. Para un agente de policía que está haciendo indagaciones, toparse con una casera tan sumamente chismosa y cargante como la señora Willerton era un golpe de suerte, pues conocía hasta el último detalle acerca de las personas y el entorno con el que se relacionaba. Que la señora Willerton se hubiera quedado dormida justo la noche del sábado, cuando tuvieron lugar los hechos, solo podía interpretarse como una broma de mal gusto del destino.

—¿Recuerda usted el dieciséis de julio de este año? —preguntó Valerie.

La casera se estrujó la memoria.

—¿El dieciséis de julio, dice? ¿El dieciséis de julio…?

—El día en que asesinaron a Amy Mills. Sin duda habrá oído hablar del tema.

La casera puso los ojos como platos de repente.

—¿Es que el señor Tanner tiene algo que ver al respecto? —susurró, horrorizada.

—De momento no tenemos nada que nos lo indique —la tranquilizó Valerie.

—Sin duda quieren saber si esa noche estuvo en casa —dijo la señora Willerton a continuación. Su rostro era de absoluto desconcierto—. No tengo ni idea. ¡Oh, Dios mío, no lo sé!

—No se preocupe. —Valerie le sonrió amablemente—. Hace tres meses de eso. Sería usted un portento si fuera capaz de recordarlo al detalle.

—La llamaré si me viene algo a la memoria —prometió la señora Willerton, y Reek le dio una tarjeta que la mujer aceptó con manos temblorosas.

Valerie no tenía muchas esperanzas al respecto. La señora Willerton era una anciana, llevaba una vida solitaria y aburrida. Probablemente los llamaría para darles más información, pero harían bien en aceptarla con mucho escepticismo. Tal vez no recordara nada, pero acabaría por relatarles sucesos e incidentes adornados en exceso más allá de la verdad. Se le notaban ciertas ansias por despertar la atención, por ganar importancia y conseguir reconocimiento. Desde ese momento, Tanner pasaba a ser su víctima.

Valerie y Reek salieron a la calle. Volvían a disfrutar de un día especialmente radiante. Seguro que haría calor de nuevo.

—¿Y ahora? —preguntó Reek.

Valerie consultó su reloj.

—A la granja de los Beckett —dijo.

3

Ella miraba el teléfono esperando que sonara a pesar de que sabía que eso de estar aguardando una llamada era lo peor que podía hacer. Aguzó el oído para percibir los sonidos de la casa: el leve murmullo del frigorífico en la cocina, el tictac de un reloj, el goteo de un grifo que no acababa de cerrar bien. Alguien andaba por el piso de arriba y de vez en cuando crujía alguna tabla del suelo. Fuera, sobre la bahía, el veranillo de San Martín seguía presente en todo su esplendor, arrojaba su luz sobre las olas y teñía de todos los colores el follaje de los árboles de los Esplanade Gardens. El cielo era más que claro, de un celeste frío. En la radio habían dicho que era una mañana para disfrutar. Que pronto llegarían las lluvias y la niebla.

Leslie intentaba asimilar que su abuela había muerto.

Que jamás volvería a aquel piso.

Que todo lo que la rodeaba, aquellos muebles tan familiares, los cuadros de las paredes, las cortinas, un jersey que Fiona había dejado descuidadamente sobre un sillón no eran más que reliquias, objetos que habían quedado abandonados, bienes terrenales que ya no tenían ningún sentido para la que había sido su propietaria. Resultaba increíble porque todos y cada uno de ellos revelaba la vida de Fiona. Su queso preferido en el frigorífico; las abundantes provisiones de paquetes de cigarrillos; las rosas sobre la mesa, a las que ella misma les había cambiado el agua por última vez. Las botas de agua bajo el perchero, en el que todavía estaba colgado el impermeable. En el baño seguía su cepillo de dientes, su peine, su secador de pelo. Los pocos cosméticos que solía utilizar.

Ninguna de esas cosas la verían regresar.

Tampoco yo la veré regresar, pensó Leslie. Fiona había sido como una madre para ella. Y así la había considerado. Acababa de perder, pues, a su madre.

Cuando el domingo anterior por la noche se había metido en la cama llorando de frío y de soledad, su madre ya estaba muerta o se estaba muriendo.

Y no había muerto en la cama, no había muerto en paz, no había podido despedirse de nadie. La había asesinado un perturbado. La había acechado, le había golpeado el cráneo y la había dejado tirada en el fondo de un barranco.

Era inconcebible. Superaba cualquier cosa que jamás hubiera imaginado. Sabía que se encontraba en estado de shock porque, a pesar de que comprendía con una claridad cristalina lo que había ocurrido, a pesar de haber entendido todas y cada una de las palabras que la inspectora Almond le había dicho la noche anterior, parecía como si no fuera capaz de asumir el horror en toda su dimensión. Todavía había un muro entre ella y el terrible hecho de aceptar que había ocurrido algo que marcaría el resto de sus días. Su abuela había muerto, había perdido a la persona que había sido su única referencia durante la infancia y la juventud. Su muerte estaría para siempre asociada a un crimen brutal, sucio e infame. Nunca podría visitar la tumba de Fiona sin pensar en los últimos minutos de la vida de la anciana. Nunca habría frases de consuelo del tipo: «No ha sufrido», o: «La muerte ha sido un alivio para ella», o: «Al menos ha sucedido rápidamente». Serían más bien todo lo contrario: Fiona había sufrido. La muerte había resultado un alivio solo en la medida de que había acabado con el martirio violento al que la había sometido un criminal. Y no había sucedido rápidamente. La habían arrastrado hasta la soledad de los prados y la habían matado. Debió de darse cuenta de lo que se le venía encima. ¿Había gritado el nombre de su nieta cuando más había temido por su vida?

De todos modos, a causa del shock Leslie había podido mantener una conversación sorprendentemente objetiva con Valerie. La agente le había contado la terrible muerte de su abuela eligiendo bien las palabras, con sumo cuidado.

—Lo lamento, pero tengo que hacerle unas preguntas —había añadido al cabo—. Aunque podemos esperar a mañana.

Leslie se había sentado en el sofá con aire ausente y había negado con la cabeza.

—No, no. Hágamelas ahora. Estoy bien.

Hablar le había sido beneficioso durante las primeras horas posteriores al suceso. Se concentró y, de forma racional y detallada, describió la velada del sábado. Fue bueno para ella ejercitar el cerebro, cansarlo intentando recordar hasta la menor de las nimiedades.

—¿Tendré que identificar a mi abuela? —había preguntado finalmente.

Valerie había asentido.

—Sería muy útil. Por desgracia, apenas tenemos dudas acerca de la identidad del cadáver, pero de este modo estaríamos seguros por completo. De momento la tienen los forenses, pero… estaría bien que alguien pudiera acompañarla. ¿Tiene algún pariente más aquí, en Scarborough?

Leslie había sacudido la cabeza.

—No. Aparte de Fiona no tengo más parientes.

Valerie la había mirado con aire compasivo.

—Entonces ¿no puede acudir a casa de nadie, ahora? Tal vez sería mejor para usted no quedarse aquí sola esta noche.

—Preferiría quedarme aquí. Se me pasará. Soy médico —añadió, y aunque su profesión no tenía nada que ver con lo que estaba pasando en aquel momento, al parecer a Valerie Almond el comentario le pareció convincente.

La inspectora había dicho que al día siguiente iría a la granja de los Beckett para hablar con los que vivían o se alojaban allí.

—Será a eso de las diez. Estaría bien que pudiera venir también. ¿Quiere que mande un coche para que la recoja?

—Allí estaré. Iré en mi propio coche, gracias.

Valerie se había despedido y había entregado a Leslie una tarjeta, antes de pedirle que se pusiera en contacto con ella en caso de que se le ocurriera cualquier cosa que pudiera guardar alguna relación con el asesinato de su abuela.

—Por banal que le parezca —había agregado la inspectora—, para nosotros podría ser absolutamente crucial.

Leslie había llamado a la granja y había contado lo que había sucedido a Gwen. Esta, desconcertada, había hecho un sinfín de preguntas, había manifestado su horror, su espanto, había hecho más preguntas, hasta que Leslie empezó a creer que en cualquier momento podría perder los nervios y ponerse a gritar.

—Mira, Gwen —la interrumpió—, seguro que comprenderás que necesito un poco de tranquilidad. Nos vemos mañana, ¿de acuerdo?

—Pero ¿no quieres venir enseguida aquí? ¡No puedes quedarte sola! Quiero decir, que no está bien que…

—¡Hasta mañana, Gwen! —Y dicho esto, Leslie había colgado el auricular.

¿Cómo había pasado la noche? No habría sabido decirlo. ¿Había estado deambulando de una habitación a otra? ¿La había pasado en el sofá, con la mirada perdida en la pared? ¿Se había tendido en la cama de Fiona, insomne, con los ojos abiertos? ¿Había estado ojeando un viejo álbum de fotografías? A la mañana siguiente solo le pasaban por la cabeza imágenes vagas de lo que había estado haciendo en esa noche horrible, mientras las horas transcurrían lenta y penosamente, como si no quisiera volver a amanecer jamás. Recordaba haber cogido el coche en algún momento para ir a una gasolinera. Había vuelto con una botella de vodka y había bebido bastante. Se avergonzaba de ello, pero ¿por qué diablos no tenía Fiona ni una sola gota de alcohol en casa?

No consiguió desayunar nada. Desde la cena en la granja, dos días atrás, no había comido más que un par de bocados de hamburguesa. En cambio, se había puesto las botas de alcohol. Y qué.

A las ocho y media ya no había podido más y había llamado a Stephen al hospital. Le dijeron que debía de estar en mitad de una operación, que le pasarían el recado. Por eso no se apartaba del teléfono. A regañadientes, porque dos años antes había jurado que no volvería a pedir a Stephen que la ayudara, que estuviera allí para consolarla. Había mantenido su propósito incluso en las horas más crudas y tristes que siguieron a su separación. También durante aquellos fines de semana en apariencia interminables que se había pasado llorando, aferrada a una botella de vino frente al televisor, cuando se había sentido la persona más sola del mundo. En esos momentos había sido consciente de que él habría acudido a abrazarla ante la más mínima señal. Pero Leslie había aguantado con los dientes apretados.

Hasta ese día. Hasta que había sucedido aquello que se veía incapaz de superar sola en cuanto consiguiera salir de la inmovilidad en la que estaba sumida.

El teléfono sonó.

Olvidó su orgullo y respondió al instante.

—¿Sí? ¿Stephen?

Al otro lado, solo silencio.

—¿Stephen? Soy Leslie.

Oyó una respiración.

—¿Quién es? —preguntó.

Alguien respiraba. Y luego colgó.

Leslie negó con la cabeza antes de colgar ella también. Unos segundos más tarde volvió a sonar el teléfono. Esa vez oyó la voz de Stephen.

—¿Leslie? He llamado hace un momento pero comunicabas. Soy yo, Stephen.

—Sí, Stephen, hola. Acabo de recibir una llamada extraña.

Descartó esa idea de su mente. Alguien debía de haberse equivocado de número o había querido gastarle una broma.

—Acabo de salir del quirófano. Si no, te habría llamado antes. ¿Ocurre algo?

—Fiona ha muerto.

—¿Qué?

—La asesinaron. El sábado por la noche.

—No puede ser —exclamó Stephen, horrorizado.

—La encontraron ayer. Es tan… tan increíble, Stephen.

—¿Y se sabe quién lo hizo?

—No. Por lo que parece, no tienen ni idea.

—¿Fue un robo?

—Su bolso estaba allí. Y la cartera también. No, no fue una cuestión de… de dinero —la voz de Leslie sonaba monótona.

Stephen necesitó un par de segundos para asimilarlo y ordenar su mente.

—Ten cuidado —le dijo entonces—. Voy a ver si consigo que me sustituyan e iré tan pronto como pueda a Scarborough. A verte.

Leslie negó de inmediato con la cabeza, a pesar de que Stephen no podía verla.

—No. No te he llamado para eso. Solo quería… —Se detuvo para tomar aire. De hecho, ¿por qué lo había llamado?

—Pensaba que tal vez necesitarías que alguien te abrazara —dijo Stephen.

Sonó tierno. Compasivo. Comprensivo. Cálido. Básicamente era justo lo que Leslie deseaba en aquel momento. Alguien que la abrazara. Un hombro en el que apoyar la cabeza. Alguien sensible al dolor que estaba sufriendo, con quien pudiera hablar del sentimiento de culpa que la atenazaba.

Alguien firme como una roca. Eso es lo que Stephen había sido en otro tiempo para Leslie. Y ella había creído que así sería para siempre. Hasta el fin de los tiempos.

A pesar de sus preocupaciones y de su impotencia, la rabia por el hecho de que la hubiera traicionado volvió a surgir en su interior. Recordó de nuevo la conmoción, el dolor que había sentido en aquellos momentos. ¿Él quería abrazarla? Leslie se negaba a aceptar ese gesto precisamente viniendo de él.

—Guárdate esos abrazos para tu amiguita del bar —se limitó a espetarle antes de colgar el teléfono y dar con ello por terminada la conversación.

Tal vez no había sido justa con Stephen. Al fin y al cabo había sido ella quien le había pedido que la llamara, la conversación no había sido idea de él.

Pero eso era lo que Leslie sentía.

4

—¿Llamadas anónimas? —lo interrumpió de golpe Valerie Almond—. ¿De qué tipo?

Chad Beckett pensó unos instantes.

—Eso es todo lo que me dijo. Que sonaba el teléfono, oía a alguien respirar pero nadie respondía a sus preguntas, hasta que al final terminaban colgando.

—¿Y desde cuándo recibía esas llamadas?

—No me contó desde cuándo con exactitud. Últimamente, eso es lo único que me dijo, creo.

—¿Fiona Barnes se lo contó el mismo sábado por la noche?

—Sí. Después de que Dave Tanner se marchara y mi hija se hubiera encerrado a llorar en su habitación. Me dijo que quería hablar conmigo y luego me contó lo de las llamadas.

—Supongo que eso la atormentaba.

—La inquietaba un poco, sí.

—¿Y tenía Fiona alguna idea de quién podía ser el autor de esas llamadas?

Chad se encogió de hombros de nuevo.

—No.

—¿Ni la más mínima idea? ¿Nadie que la aborreciera? ¿No hay alguien con quien hubiera tenido alguna vez una disputa seria de verdad? Una desavenencia, ¡qué sé yo! A todo el mundo le pasas cosas como esa en la vida.

—Pero raramente acaban haciendo llamadas anónimas. En cualquier caso, Fiona no tenía a nadie en mente.

—¿Y usted? —Valerie observaba al anciano con atención—. ¿Se le ocurre quién podría ser el autor de las llamadas?

—No. Ya le dije a Fiona lo que pensaba acerca del tema. Que sería algún perturbado, alguien que debía de elegir arbitrariamente a sus víctimas en la guía telefónica. Un chiflado sin importancia que disfrutaría con esa dudosa forma de poder. Detrás de ese tipo de llamadas suele haber gente así.

—Seguro. Pero las personas que eligen como objetivo no suelen aparecer asesinadas poco después en el fondo de un barranco. Tenemos que tomarnos muy seriamente esa pista, señor Beckett. Si se le ocurre algo relacionado con el posible autor de las llamadas, debería decírmelo.

—Por supuesto —dijo Beckett.

El rostro del anciano tenía un aspecto lúgubre, como apagado. Parecía como si tuviera problemas de circulación. Durante la conversación, Valerie se había enterado del tiempo que hacía que conocía a Fiona Barnes: desde que él tenía quince años. Ella había llegado a la granja de los Beckett en uno de los trenes que evacuaban a los niños durante la guerra, y entre los dos se empezó a forjar una amistad que duraría toda la vida. La manera como había muerto su vieja amiga tenía que ser para Beckett una verdadera pesadilla, pero era ese tipo de personas a las que no les gusta desperdiciar las palabras hablando de esas cosas. Digeriría esa historia sin la ayuda de nadie y, tanto si las imágenes horribles le impedían dormir por la noche como si lo acechaban durante el día, no abriría su corazón ante nadie.

Valerie se despidió y salió del despacho de la granja. En la entrada se encontró con Leslie y con Jennifer, que mantenían una conversación en voz baja. Valerie decidió abordar el tema de las llamadas enseguida.

—Doctora Cramer, me alegro de volver a verla. ¿Su abuela le mencionó algo acerca de unas llamadas anónimas que había estado recibiendo últimamente?

—No —dijo Leslie—, no me había dicho nada. Pero… —De repente le vino algo a la memoria—. Esta misma mañana he recibido una llamada extraña. He oído que alguien respiraba ante el auricular y luego ha colgado. Sin embargo, no le he dado más importancia.

—Eso coincide en buena medida con las llamadas que Fiona Barnes describió al señor Beckett en la noche de su muerte —dijo Valerie—. Ni una palabra, solo alguien respirando. ¿Recibió la llamada en casa de su abuela?

—Sí —dijo Leslie.

Valerie reflexionó unos momentos. Había reunido a todos los habitantes de la granja en el salón, había hablado con ellos acerca de la fatal noche del sábado y luego los había interrogado individualmente. Les había preguntado por los posibles enemigos de Fiona Barnes. Nadie supo mencionarle ni siquiera uno. De hecho, parecía como si el único aspirante a ese título fuera Dave Tanner. A juzgar por las declaraciones de los testigos, Fiona lo había tratado de forma despiadada. Y sin embargo, todos coincidieron en que no imaginaban que hubiera sido él quien la hubiera asesinado.

—Simplemente no es ese tipo de personas —le había dicho Jennifer Brankley, y Valerie había decidido omitir que a los criminales rara vez se les nota que lo son. Había conocido a asesinos brutales que se habían servido de su apariencia y de su atractivo para ganarse la confianza ciega de la gente.

—Si el sospechoso autor de las llamadas que recibía Fiona fuera también su asesino, no habría llamado esta mañana temprano a su casa —dijo Jennifer—, puesto que sabría perfectamente que ya está muerta.

Valerie la escuchó con aire distraído. El problema era que en ese momento no podía permitirse el lujo de descartar ninguna posibilidad y, al mismo tiempo, no tenía nada de nada que le pareciera realmente plausible. ¿Alguien que realizaba llamadas anónimas y que tenía fijación por Fiona? ¿Cómo podría haberse enterado de que se disponía a volver hasta su casa desde la granja de los Beckett por un sendero solitario a altas horas de la noche del sábado? Esa era una circunstancia que nadie habría podido prever. Tan solo las personas que estuvieron presentes durante aquella desdichada velada lo sabían. Pero ¿quién de ellos tendría algún motivo para seguir a la anciana hasta allí y asesinarla de forma tan cruel?

Se despidió de Jennifer y de Leslie y salió de la granja, que a pesar de su estado decrépito tenía una apariencia casi idílica bajo aquella espléndida luz. El viento que llegaba desde el mar traía consigo el aroma de las algas y el sabor de la sal.

Valerie reflexionó.

La nieta, Leslie Cramer, había reconocido durante la declaración que había salido de la granja mucho antes que su abuela y que había estado en un pub, el Jolly Sailors de Burniston, para consolarse con unos cuantos whiskys. No resultaría muy complicado verificarlo. Valerie sabía que, en esa región, el hecho de que una mujer entrara sola en un bar para empinar el codo llamaba la atención, que aquello era más raro que un perro verde.

Chad Beckett había estado hablando con Fiona en el despacho de la granja. Durante esa conversación le había contado lo de las llamadas anónimas, puesto que al parecer la inquietaban. Chad la había tranquilizado. Luego habían hablado de otros temas y finalmente ella había querido marcharse a casa para irse a dormir. Por descontado, cabía la posibilidad de que él la hubiera seguido, aunque Valerie lo ponía en duda. Por un lado, no parecía que hubiera motivo alguno para ello. Por el otro, la inspectora se había dado cuenta de lo mucho que le costaba moverse al anciano. Ese paseo le habría supuesto un sufrimiento considerable, era un hombre ya mayor que cada vez se sentía peor dentro de su cuerpo. A Fiona Barnes, en cambio, se la habían descrito como una persona ágil, que gozaba de una forma física extraordinariamente buena para su edad. Era difícil imaginar que ese hombre hubiera podido llegar hasta el barranco, y menos aún golpear a una mujer que habría podido escapar de él sin problema.

Colin Brankley. El huésped que estaba de vacaciones, que había llamado para pedir un taxi para Fiona. Se había despedido de ella y se había metido en la cama. La esposa de Colin no había podido atestiguarlo, porque había salido con los perros y aún no había vuelto. Valerie puso mentalmente un signo de interrogación tras el nombre de Colin. Un intelectual, una rata de biblioteca que desde hacía años pasaba las vacaciones en aquella triste granja.

—Mi esposa está muy apegada a los perros —le había explicado—, por lo que tampoco tenemos la oportunidad de elegir entre muchos lugares para ir de vacaciones. Además, Jennifer y Gwen se han hecho amigas.

De acuerdo. No suena descabellado. Sin embargo, había dos hechos a tener en cuenta: Colin rondaba los cuarenta y cinco años, era fuerte y ágil. En lo que a forma física se refería, no habría tenido problemas para asesinar a una anciana. Y carecía de coartada. Valerie decidió verificar lo que había estado haciendo y dónde había estado durante el asesinato de Amy Mills, a pesar de que ya sospechaba que eso no resultaría muy fructífero. El señor Brankley diría que estuvo en casa, en la cama, durmiendo, y su esposa lo corroboraría.

Su esposa. Jennifer. Valerie no habría sabido decir el motivo, pero tenía la sensación de que era impenetrable. Tenía una mirada errante, parecía como una caldera de vapor, sometida a una gran presión que solo conseguía mantener bajo control con grandes esfuerzos. Había algo que no encajaba en ella. Además, a Valerie le sonaba su nombre: Jennifer Brankley. Ya lo había oído antes en alguna otra parte, pero por más que se esforzaba no conseguía recordar dónde.

Ya lo descubriría.

Jennifer Brankley había pasado la primera hora y media después del abrupto final de la cena en la habitación de Gwen, para consolar a aquella joven confusa.

A continuación la había convencido para salir a dar un paseo con ella y los perros. Estuvieron fuera más de una hora y media, según Jennifer.

Desgraciadamente, habían ido a pasear en la dirección opuesta, primero habían subido a la colina por la carretera, luego habían pasado por un barranco para, al cabo, llegar al mar.

—¿No estaba demasiado oscuro? —le había preguntado Valerie con las cejas arqueadas.

—La luna brillaba bastante —había replicado Jennifer—; conozco bien el camino y los perros también. Durante nuestras estancias aquí, recorremos ese camino dos o tres veces al día. Y por si acaso me llevé una linterna.

Gwen Beckett había confirmado su declaración. Al principio no había querido acompañarla, pero Jennifer la había convencido de que un poco de movimiento le vendría bien. De todos modos no había sabido concretar cuánto tiempo habían pasado fuera.

—Yo estaba… como aturdida —había dicho Gwen en voz baja—. Esperaba que la velada fuera muy bien y en cambio acabó siendo un fracaso total. Estaba confundida. Pensé que había terminado todo.

Valerie paseó un poco por el patio, se sentó sobre un montón de leña y se quedó con la mirada prendida en el horizonte que se extendía hacia el este. La granja estaba a los pies de una suave colina recorrida por una vieja muralla de piedra. Había algún que otro árbol cuyo follaje adoptaba coloraciones rojizas y amarillentas bajo la luz del sol. Según Jennifer, una parte de la colina podía recorrerse por un camino, o más bien por un sendero trillado, que transcurría en línea recta hacia el sur y terminaba en un barranco que podía cruzarse por un puente colgante de madera. Más allá del puente había unos escalones que permitían bajar al barranco siguiendo un trayecto serpenteante. Abajo del todo había un sendero, aunque estaba bastante poblado de vegetación. Finalmente el barranco se abría a la playa y desembocaba en la pequeña cala que estaba dentro de la propiedad de los Beckett.

—¿Es posible bañarse allí? —había preguntado Valerie.

Gwen había respondido afirmativamente.

—Sin embargo, es una cala muy rocosa. Hace muchos años, mi padre quería traer un cargamento de arena para que los huéspedes pudieran disponer de una pequeña playa más apta para el baño, pero nunca llegó a hacerlo.

La granja sería una joya si alguien supiera aprovechar las posibilidades que ofrece, pensó Valerie sin sospechar que aquella reflexión coincidía exactamente con la de Fiona. Tanner sin duda había pensado lo mismo cuando había empezado a salir con Gwen Beckett. ¿Hasta dónde sería capaz de llegar para que los ataques de una anciana no lo apartaran de su prometida y del patrimonio que a esta le correspondía?

Y Gwen también se había sentido amenazada. Una mujer anodina, que había dejado atrás la juventud, en cuya vida aparece de repente un hombre interesante con el que desea casarse. Valerie había notado enseguida que Gwen veía en Dave su única oportunidad, y era posible que tuviera razón al pensar de ese modo. Fiona representaba, pues, un peligro para ella. ¿La anciana habría continuado aprovechando cualquier oportunidad de difamar contra el inminente enlace hasta que Tanner se hubiera hartado y decidiera arrojar la toalla? Pero ¿realmente habría sido capaz Gwen Beckett de matar a golpes por ello a una mujer a la que conocía de toda la vida, a la que quería y de la que tanto dependía? Gwen parecía conmocionada y apesadumbrada. A no ser que fuera una excelente actriz, la noticia de la muerte de Fiona la había dejado sorprendida y desarmada por completo.

No hago más que dar vueltas, pensó Valerie. Tenía el presentimiento de no conocer aún el verdadero móvil del asesinato de Fiona Barnes. Lo único que sabía era que esta había mantenido una disputa con Tanner durante la celebración del compromiso matrimonial, pero aquello no era suficiente. El asesinato había sido tan violento, tan brutal, que los ataques verbales envenenados de Fiona parecían insignificantes en proporción. Les había arruinado la velada a todos, pero no dejaba de ser una anciana que al año siguiente celebraría su octogésimo cumpleaños. ¿Quién seguía reconociéndole el poder de influir seriamente en la vida de otras personas e incluso de arruinarlas?

¿Y qué relación guardaba todo aquello con el crimen de Amy Mills?

Lo siguiente, pensó Valerie, es el informe de los forenses. Tengo que saber si fue la misma persona la que cometió los dos crímenes. En tal caso, la disputa de Fiona probablemente no tendría nada que ver con el desenlace.

Y tendría que volver a poner a Tanner en el punto de mira. Porque hasta entonces no conocía a nadie más que tuviera relación con los dos asesinatos, si bien Valerie debía admitir que el vínculo que lo relacionaba con el homicidio de Amy Mills era muy intrincado y bastante rebuscado.

Sería interesante saber si Amy Mills también había recibido llamadas anónimas. Y luego estaba Paula Foster. La que tal vez tenía que ser la verdadera víctima. Alguien podría haber sabido que acudía al establo cada noche. Del mismo modo que alguien sabía que cada miércoles, avanzada la noche, Amy Mills pasaba sola por el parque. Dos mujeres jóvenes no muy distintas la una de la otra. Visto así, la muerte de Fiona habría sido un accidente. ¿Porque había interferido en los planes de alguien? ¿Porque había tomado el camino del barranco en lugar de ir a la granja de los Whitestone? ¿O acaso se había topado con su asesino en la calle? Tal vez ella lo había reconocido y él había decidido que no podía dejarla escapar con vida. Sigue siendo una verdadera incógnita, pensó Valerie, porque alguien, aparte de Paula Foster, tendría que haber estado merodeando por allí a las diez y media de la noche. La rutina de Paula era completamente distinta.

Valerie se puso de pie y se dirigió hacia su coche. Tenía que hablar con los periodistas. Si encontraba el tiempo para ello, buscaría el nombre de Jennifer Brankley en la base de datos de la policía. Para el caso que la ocupaba quizá fuera del todo irrelevante, pero quería aclarar el contexto en el que había oído su nombre con anterioridad.

Abrió la puerta del coche. Estaba agotada. El rompecabezas parecía tener muchas piezas, todas apiladas hasta formar una montaña desordenada que temía no poder llegar a derribar jamás.

Se vio obligada a recordar la vieja regla básica que había aprendido tantos años atrás: no debía pensar en la montaña, sino en el paso más inmediato que debía dar a continuación. Y luego en el siguiente. Y el siguiente. Tenía tendencia a dejarse llevar por el pánico cuando se sentía superada por las circunstancias, cuando estas eran demasiado confusas, demasiado intrincadas.

Lo que más temía era fallar.

No era lo suficientemente buena para ese trabajo, tan solo esperaba que ninguno de sus colegas se diera cuenta de ello.

Valerie arrancó el coche y abandonó la granja.

5

—¿Doctora Cramer? ¿Puedo hablar un momento con usted? —Colin Brankley apareció por la puerta de la cocina. Llevaba un montón de papeles en la mano y miraba inquieto a su alrededor, como si quisiera asegurarse de que no había nadie cerca.

Leslie estaba frente al fregadero, llenando un vaso de agua. Tenía sed, estaba cansada y aturdida y, al mismo tiempo, agitada por completo. Tenía los nervios a flor de piel. Se preguntaba cuándo se echaría a llorar, a gritar o simplemente cuándo se derrumbaría. A los demás su aparente serenidad debía de parecerles muy extraña, tal vez incluso la consideraban impasible. Sin embargo sabía que todos los sentimientos relacionados con su abuela, con su violenta muerte, pero también con su vida, estaban haciendo mella en ella. No dejaba de rememorar imágenes, escenas, episodios, momentos, en los que no había pensado desde hacía una eternidad, que había olvidado y que ya ni siquiera eran verdad. Era como un delirio febril.

A buen seguro de ahí procedían sus ansias de beber agua, lo más fría posible.

—Leslie —respondió ella—, llámeme simplemente Leslie.

—De acuerdo. —Colin entró en la cocina—. Leslie. ¿Tiene un momento? —dijo mientras cerraba la puerta tras él.

—Sí, claro. —Se llevó el vaso a los labios y al hacerlo comprobó que le temblaba la mano, por lo que volvió a dejarlo sobre la encimera. No quería derramársela por encima delante de Colin Brankley, aunque no fuera más que agua—. Sin duda habrá mucho que hacer, pero no lo sé… —Se detuvo, vacilan te—. Ahora mismo no sé qué es lo que toca hacer —dijo en voz baja.

Colin la observó lleno de compasión.

—Lo entiendo perfectamente. Ha sido una conmoción terrible. Para todos nosotros, pero en especial para usted. A todos nos… nos cuesta asumirlo.

La amabilidad de Colin le hizo bien. Se dio cuenta de que algo le atenazaba la garganta y se forzó a tragar saliva. Lo que mejor le habría sentado sería un buen berrinche, pero no era el momento. No quería ponerse a llorar en aquella cocina, ni delante de Colin. Apenas conocía a aquel hombre. No quería derrumbarse en su presencia.

—¿Tiene algo para mí? —preguntó Leslie con el tono más neutro del que fue capaz mientras señalaba los papeles que Colin llevaba en la mano.

—Sí —respondió él. Tras un leve titubeo, Colin dejó el montón de papeles sobre la mesa de la cocina. Volvió a mirar a su alrededor como si esperara que pudiera entrar alguien en cualquier momento—. Es algo que… Bueno, de hecho esto debería estar en manos de la policía, pero…

—¿Pero?

—Pero creo que no me corresponde a mí decidirlo. Fiona era su abuela, usted sabrá lo que hay que hacer con esto.

—¿De qué se trata?

—Archivos de texto —dijo Colin en voz baja—. Documentos adjuntos a correos electrónicos que Fiona mandó en su momento a Chad Beckett.

Leslie lo miró sorprendida.

—¿Chad Beckett sabe manejar un ordenador? ¿Tiene dirección de correo electrónico?

—Manejarlo quizá no sería la palabra más apropiada. Pero sí, tiene una dirección. Según Gwen, fue Fiona quien insistió en que se creara una. La utilizaban para comunicarse con cierta frecuencia.

—¿Y?

Colin parecía no saber exactamente cómo formular lo que quería decir.

—Fiona y Chad se conocían desde que eran niños. Y llevada por la necesidad de explicarse a sí misma una vez más ciertos acontecimientos, Fiona escribió la historia de los dos. Al menos lo que para ella fueron los puntos más esenciales. Con un título curioso, cuyo enigma se resuelve durante la lectura. «El otro niño doc.» Se sumerge de nuevo en el pasado, describe el primer encuentro que tuvieron, ya sabe usted que fue evacuada de Londres, que vino a parar aquí a la granja de los Beckett…

Leslie lo escuchaba muy atenta, pero cada vez más desconcertada.

—Conozco la historia. Fiona me la contaba a menudo. Es conmovedor que volvieran a escribirse con Chad. Lo que no entiendo es… ¿cómo ha llegado esto a sus manos? ¿No son documentos que en principio estaban destinados solo a Chad?

—Sin duda, así es. Queda absolutamente claro cuando uno los lee. Es la historia de ellos dos. Cuando los lees, ves con claridad cómo era ella en realidad.

—¿Cómo era en realidad?

—Estoy bastante seguro —dijo Colin despacio— de que su abuela debió de contarle una versión censurada de los hechos. Del mismo modo que Gwen también los conocía solo de forma parcial. Igual que todos nosotros.

A Leslie se le ocurrió una cosa que, a pesar de todas sus preocupaciones, la hizo sonreír.

—¿Está intentando contarme que Fiona y Chad tenían una relación? ¿Describe mi abuela orgías salvajes en algún granero? Como es natural, nunca me lo había contado, pero debo decirle que yo siempre he estado convencida de que algo había entre ella y Chad. Eso no me sorprende en absoluto. Y no creo que saberlo pueda servir de ayuda a la policía.

Colin la miró extrañado.

—Léalo. Y luego decida lo que debe hacerse con ello.

Leslie clavó los ojos en él con frialdad.

—¿Cómo lo ha conseguido? ¿Cómo ha accedido al correo electrónico de Chad?

—Gwen —dijo él.

—¿Gwen?

—Ella utiliza el mismo ordenador que su padre. Y le dio por… espiar un poco. En cualquier caso, tampoco le costó mucho averiguar la contraseña con la que protege el correo electrónico. «Fiona.» Así de simple.

Leslie tragó saliva.

Chad la había amado. Leslie siempre lo había sospechado.

—Entonces ¿Gwen se dedicó a husmear en sus correos?

—Abrió los archivos adjuntos y leyó las historias. Cuando terminó estaba tan escandalizada que decidió imprimirlo todo. Se lo dio a leer a Jennifer poco después de que llegáramos a la granja la semana pasada. Ayer Jennifer me las dio a leer a mí con el consentimiento de Gwen. Sin embargo, en ese punto ninguno de nosotros sospechaba aún nada acerca del crimen. Yo lo leí ayer y durante la noche.

—Comprendo. Tres personas saben ahora que entre Fiona y Chad había algo, ¿no es así?

—Léalo —insistió Colin.

Leslie notaba cómo crecía en su interior la ira, pero también el desconcierto. Qué manera de traicionar a dos personas mayores mientras se asoman con nostalgia a su pasado. Que Gwen no hubiera podido contenerse y hubiera leído la historia de la vida de su padre tras haberla descubierto podía entenderlo. Pero ¿por qué había tenido que compartirlo con dos extraños? La amistad de Gwen con los Brankley podía remontarse muchos años atrás y haber sido muy intensa, pero al fin y al cabo ninguno de los dos pertenecía a la familia. Le habría gustado poder proteger a su abuela frente a aquello, si bien sabía que era demasiado tarde.

—No estoy segura de querer leerlo —dijo—. Siempre he respetado mucho la vida privada de Fiona, ¿sabe?

—Fiona ha sido víctima de un terrible crimen. Esta historia podría arrojar algo de luz sobre las circunstancias de su muerte.

—¿Por qué no se la dio a la inspectora Almond cuando vino?

—Porque la historia también arroja algo de luz sobre Fiona. Si lo que aquí se describe —dijo mientras señalaba el montón de papeles— se hiciera público, algo que debe tenerse en cuenta si llega a manos de la policía y se demuestra que tiene una relación directa con el asesinato de Fiona, entonces podría ser que en Scarborough acabaran recordando a Fiona de un modo no precisamente honroso.

Leslie decidió dejar de contener la ira y darle rienda suelta.

—¿Qué es lo que hizo? ¿Atracar un banco? ¿Era cleptómana? ¿Ninfómana? ¿Tenía tendencias perversas? ¿Había engañado a su marido? ¿Le puso los cuernos a la mujer de Chad? ¿Apoyaba al IRA? ¿Formaba parte de una organización terrorista? ¿Qué es, Colin? ¿Qué es lo que hizo?

—Léalo —repitió él por tercera vez—. Llévese estos papeles a casa. Gwen y Jennifer de momento no deben saber que los tiene usted.

—¿Y por qué no?

—Gwen no quiere que la policía conozca su contenido. Sobre todo por su padre. Jennifer se mantiene fiel a él, como siempre. Las dos se enfadaron mucho cuando les dije que quería mostrárselos a usted. Pero creo que…

—¿Qué cree? —preguntó Leslie, al ver que Colin no continuaba hablando.

—Creo que tiene derecho a saber la verdad —dijo Colin—. Y que usted y nadie más que usted tiene el derecho a decidir si debe hacerse pública esa verdad. Comprendería perfectamente que no quisiera. Pero quizá la resolución del crimen dependa de ello. Y eso también tiene que decidirlo usted: si el asesinato de su abuela finalmente debe quedar impune. Tal vez lo prefiera usted así.

A Leslie de repente le sobrevino el miedo. Sabía que no obtendría ninguna respuesta, aun así lo preguntó.

—Pero ¿qué, Colin? ¿Qué demonios cuentan esas páginas?

Él se abstuvo de volver a repetirle que lo leyera por cuarta vez.

Se limitó a observarla.

A Leslie le pareció que la miraba casi con compasión.