3
Leslie se despertó con un dolor de cabeza horrible y después de recordar lo que había sucedido la noche anterior se preguntó cómo se habría sentido si ni siquiera se hubiera tomado aquellas dos aspirinas.
Se levantó como pudo de la cama y salió tambaleándose de su habitación. Tenía una sed horrorosa, la boca y la garganta completamente secas, incluso irritadas. Entró en la cocina, abrió el grifo, se inclinó hacia delante y dejó que el agua helada fluyera por su boca. Luego se mojó la cara para despabilarse un poco.
Cuando se enderezó de nuevo, ya se sentía algo mejor.
Echó un vistazo al reloj de la cocina y se dio cuenta de que era casi mediodía. Había dormido como un tronco, algo extraño en ella, puesto que tenía por costumbre levantarse siempre muy temprano, incluso cuando la noche anterior se había acostado muy tarde. Igual que su abuela. Fiona siempre se levantaba a primera hora de la mañana. Leslie recordó que durante la adolescencia a menudo se había sentido superada por la energía de aquella anciana.
De momento, no obstante, todavía no la había visto ni oído. El piso parecía desierto.
Tal vez hubiera salido a dar un paseo. Leslie miró por una de las ventanas. Una vez más, el día era radiante. El sol, desde el sur, proyectaba sus cálidos rayos sobre la bahía y relucía sobre las crestas de espuma que coronaban las olas de color azul oscuro. El cielo estaba despejado, cristalino. Había unos cuantos veleros navegando. Seguro que volvería a hacer calor.
Lo raro era que en la cocina no había nada, ni el más mínimo rastro que pudiera indicar que Fiona hubiera desayunado en algún momento, ni tampoco de que hubiera preparado algo para su nieta como solía hacer. Ni siquiera le había dejado café en la placa térmica de la cafetera. Cuando Leslie se acercó a la máquina para echar un vistazo, descubrió que la jarra de cristal aún contenía los restos del café del día anterior: la marca de color marrón que dejó el líquido revelaba que nadie había vuelto a utilizarla desde hacía veinticuatro horas.
Leslie arrugó la frente, desconcertada. Había dos cosas a las que su abuela nunca renunciaría al levantarse: a un mínimo de dos tazas de café solo, muy cargado, y a un cigarrillo. El hecho de que hubiera podido salir a pasear sin haber realizado ese ritual era algo casi inimaginable.
Leslie fue hacia el salón. Vacío. Silencio absoluto. Ni una pizca de ceniza en el cenicero. ¿Era posible que Fiona siguiera durmiendo a las once y media?
Entonces a Leslie se le ocurrió mirar en el dormitorio de Fiona. Abrió con cuidado la puerta, sin hacer ruido, y vio la cama hecha, con la colcha azul intacta. Las cortinas de la ventana estaban abiertas. Las zapatillas de andar por casa de Fiona, frente al ropero. La habitación ofrecía el mismo aspecto que solía tener durante el día. No había indicios de que alguien hubiera dormido en ella aquella noche.
Tal vez Fiona se había pasado media noche hablando con Chad Beckett y finalmente había decidido quedarse a dormir en la granja. A lo mejor tenía menos ganas aún de hablar con su nieta que las que esta tenía de hablar con ella. Leslie seguía enfadada, pero a pesar de lo ocurrido la resaca la llevó a pensar que sería mejor no preocuparse demasiado por ello. Fiona se había comportado de un modo inaceptable y no estaría nada mal que se diera cuenta de lo mucho que podía llegar a molestar a sus seres más queridos, de que a veces no es tan fácil hacer borrón y cuenta nueva. Colin o Jennifer quizá la habían llevado de vuelta a Scarborough, o puede que hubiera tomado un taxi al final. Lo mejor sería preparar un poco de café, un bocadillo para el camino y regresar a Londres. Ya tenía suficientes cosas de las que preocuparse con la mudanza que la aguardaba. No había razón para que desperdiciase su tiempo riñendo con su abuela.
A pesar de la resolución que había tomado, fue de nuevo al salón y cogió el teléfono. Lo mejor sería cerciorarse en un momento de que todo iba bien. Así podría volver a casa con la conciencia tranquila.
En la granja de los Beckett tardaron un poco en coger el teléfono. Leslie oyó entonces la voz de Gwen. Sonaba como si se hubiera pasado varias horas llorando, y de hecho no habría sido nada extraño que hubiera sido así.
—Hola, Leslie —dijo, y ese simple saludo sonó ya tan desolado que a Leslie se le rompió el corazón—. ¿Llegaste bien a casa ayer?
—Sí, todo bien. De camino me detuve a tomar algo en un pub y ahora tengo la cabeza como si me la hubieran metido en un torno, pero pronto estaré mejor. Gwen, ayer Fiona se comportó de un modo inaceptable. Quiero que sepas que estoy de tu lado al cien por cien.
—Gracias —dijo Gwen en voz baja—. Sé que no querías que sucediera todo aquello.
—¿Has…? ¿Sabes algo de Dave desde entonces?
—No. —Gwen empezó a llorar de nuevo—. No responde al teléfono. Y al móvil tampoco. He intentado contactar con él una docena de veces. Le he mandado cuatro mensajes de texto, pero tampoco me ha respondido. Leslie, se ha hartado de mí. Ya no quiere verme más. ¡Y lo entiendo!
—Espera —intentó consolarla Leslie—, es normal que se sienta ofendido. Fiona lo atacó sin piedad y además delante de todos. No me extraña que se haya esfumado. Pero estoy segura de que tarde o temprano volverá a aparecer.
Gwen se sonó la nariz ruidosamente.
—¿Crees que tiene razón? —preguntó Gwen.
—¿Quién? ¿Fiona?
—Con lo que dijo, que a Dave solo… ¿Crees que solo le interesa la granja? ¿Que yo no le intereso en absoluto?
Leslie titubeó un poco. La conversación empezaba a virar peligrosamente hacia un terreno minado que su dolor de cabeza no agradecería.
—Creo que Fiona no tiene por qué juzgarlo —dijo, y de ese modo acalló la voz interior que le decía que su abuela siempre se había caracterizado por tener bastante buen ojo con las personas—. Apenas conoce a Dave y, lamentablemente, yo tampoco. La cena de ayer fue demasiado corta para haberme formado una opinión acerca de él.
Ya volvía a mentir. Claro que no había llegado a conocer de verdad a Dave Tanner, pero desde el primer momento había compartido las sospechas de su abuela. Tanner era demasiado guapo y mundano para haberse enamorado precisamente de Gwen. Eran demasiado distintos, y sus diferencias no eran de las que se atraen entre sí, sino de las que se repelen. Además, por su aspecto era evidente que Tanner estaba pasando dificultades económicas. Leslie comprendía a la perfección que Fiona hubiera llegado a aquellas conclusiones acerca de él.
—Ojalá pudieras ver a Dave y hablar con él —dijo Gwen—, y así entendería que no toda la familia está contra él. Y tal vez podrías incluso descubrir cuáles… son sus intenciones respecto a mí.
—De hecho, estaba a punto de marcharme a Londres —replicó Leslie, algo incómoda. La idea de enredarse aún más en esa nefasta historia no la atraía en absoluto.
—¡Pero si dijiste que pensabas quedarte un par de días en Scarborough! —exclamó Gwen, sorprendida.
Leslie le explicó que se había enfadado bastante con su abuela y que por consiguiente no le apetecía quedarse más tiempo allí.
—Ha sido un alivio no tener que verla esta mañana. ¿Has tenido el dudoso placer de desayunar con ella o es que no has podido quitártela de encima hasta ahora?
Al otro lado de la línea reinó durante unos momentos un silencio de desconcierto.
—¿Por qué? —preguntó Gwen—. No, no está aquí. ¿Quería venir a vernos?
Leslie empezó a sentir un hormigueo en las puntas de los dedos.
—¿No ha dormido en la granja?
—No. Que yo sepa, pidió un taxi para volver a casa.
—Pero por lo que he visto, parece como si… como si no hubiera dormido en casa.
—Qué raro —dijo Gwen—, pues aquí tampoco.
El hormigueo que Leslie había empezado a sentir en los dedos se hizo más intenso.
—Oye, Gwen, te llamo luego. Averiguaré qué ha ocurrido exactamente.
Colgó el auricular, entró en la habitación de Fiona y abrió el ropero. Con sumo cuidado, inspeccionó sus vestidos, faldas y blusas hasta cerciorarse de que el vestido que había llevado Fiona la noche anterior no estaba entre sus cosas. Tampoco lo encontró en el baño ni en el cesto de la ropa sucia, mientras que los zapatos y el bolso también faltaban. Estaba segura de que Fiona no habría salido a pasear con un vestido de seda, unos zapatos de tacón y un bolso, la única posibilidad era que no se hubiera cambiado de ropa desde la noche anterior. En cualquier caso, no lo había hecho en su casa.
Definitivamente, no había pasado por allí.
Leslie fue corriendo a su habitación y se vistió a toda prisa. A pesar de que lo único que deseaba era una buena y larga ducha y un café bien cargado, pensó que sería mejor no entretenerse ni un solo momento más allí. Se cepilló un poco el pelo, cogió las llaves del coche y las de la casa y salió a toda prisa después de cerrar la puerta tras ella.
Tres minutos más tarde ya estaba camino de la granja de los Beckett. El sol, que resplandecía aún algo bajo, le daba en la cara y agravaba su dolor de cabeza.
Leslie ni siquiera reparó en ello.
4
—Yo mismo llamé para pedirle un taxi —dijo Colin—. Estuvo sentada mucho rato con Chad, al menos dos horas. Luego salieron juntos del despacho y dijo que quería marcharse a casa. Yo había estado viendo la televisión y ya tenía ganas de subir para ir a dormir. Le pregunté si quería que le pidiera un taxi. Dijo que iba a caminar un poco, que la noche era bastante clara, y me pidió que llamara a un taxi para que la recogiera en la granja de los Whitestone. O sea, que eso fue lo que hice.
—¿En la granja de los Whitestone? —preguntó Leslie, desconcertada—. Para llegar hasta allí tuvo que pasar por el bosque, cruzar el puente, subir la colina… ¡Debió de tardar al menos quince minutos en llegar a esa granja!
Leslie, Colin y Gwen estaban en la cocina. Gwen, muy pálida y con los ojos llorosos, lavaba los platos mientras Colin, que había estado comiendo en la mesa y estudiando un montón de impresos con la frente fruncida, entretanto se había levantado y los iba secando.
—Pero eso era exactamente lo que ella quería —dijo Colin—, caminar. —Reflexionó un momento—. Me dio la impresión de que estaba bastante irritada. O bien lo de Dave Tanner le había afectado realmente o bien hubo alguna otra cosa, algo de lo que había estado discutiendo con Chad, que la incomodaba. En cualquier caso, no hay duda de que salió echando chispas. Por eso, al ver cómo estaba, no me extrañó que necesitara caminar un poco.
—Me pregunto adónde pudo ir —reflexionó Leslie—. Tal vez no quiso ir a casa para no tener que verme. Aunque no es que eso sea muy propio de ella. No es ese tipo de personas que evitan las confrontaciones.
Se dio la vuelta al oír pasos a su espalda.
Chad apareció por el salón. Como siempre, se le veía muy ensimismado.
—Hola, Leslie —dijo—. ¿Ha venido Fiona también?
—Por lo visto Fiona ha desaparecido —explicó Colin.
Chad los miró sin entender.
—¿Desaparecido?
—Anoche Colin pidió un taxi para ella —dijo Leslie—, para que la recogiera en la granja de los Whitestone, porque quería caminar un poco. Pero no ha pasado por casa. ¿Tú viste cómo se marchaba, Chad?
—La última vez que la vi fue en la puerta —respondió Chad—, cuando me disponía a acostarme. Se puso el abrigo y dijo que quería salir al encuentro del taxi. Incluso oí cómo cerraba la puerta tras ella.
—Voy a llamar a la central de taxis —dijo Colin antes de dejar el paño sobre la mesa—. Deben de tener un registro de la carrera. Seguro que eso nos aclara las cosas.
Se metió en el despacho, que es donde tenían el teléfono.
Gwen terminó de lavar los platos y se secó las manos.
—No te preocupes, Leslie. Seguro que eso lo aclarará todo.
Leslie intentó sonreír.
—Claro. Mala hierba nunca muere —dijo mientras se tocaba la frente—. Tengo un dolor de cabeza horrible. ¿Podría tomarme un café? Y ya puestos, ¿tan cargado como sea posible?
—Por supuesto —dijo Gwen enseguida—. Ahora mismo echo el agua y te lo preparo.
Procedentes del pasillo se oyeron trotes y jadeos, y al instante aparecieron los dos dogos en la cocina. Tras ellos entró Jennifer, con las mejillas enrojecidas y el cabello despeinado.
—Fuera hace un día espléndido —dijo—. Hay sol, viento y un aire cristalino. Deberías haber venido, Gwen. Ah, ¡hola, Leslie! ¿Cómo estás?
—Fiona ha desaparecido —dijo Gwen.
Jennifer quedó tan desconcertada como Chad un par de minutos antes.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que al parecer anoche se marchó de aquí pero que no llegó a casa —aclaró Leslie—. Me he dado cuenta de ello casi a mediodía. Colin está llamando ahora a la central de taxis.
Colin apareció tras su esposa.
—Lo investigan y vuelven a llamarnos.
—Qué raro —comentó Chad.
—Podemos descartar que la llevara Dave Tanner en su coche.
—Ya hacía más de dos horas que Dave se había marchado cuando Fiona decidió volver a casa —dijo Colin—. Tendría que haber esperado en algún lugar cercano… ¿Por qué tendría que haberlo hecho?
—Para intentar ponerse en contacto con su prometida otra vez, quizá —dijo Jennifer—, cuando todos se hubieran marchado o estuvieran durmiendo.
Un atisbo de esperanza brilló en los ojos de Gwen.
—¿Lo dices de verdad? —preguntó.
—Pero ¿por qué tendría que haber llevado a Fiona en su coche? ¡Justamente a ella! —dijo Leslie.
Jennifer se encogió de hombros.
—Tenía motivos de sobra para querer hablar con ella. Para convencerla de cuáles son sus verdaderos propósitos, para poder explicarle cuál es su visión de las cosas. No es que le correspondiera a él aclarar el incidente de la velada, pero tal vez quería intentarlo de todos modos.
—¿Y por qué no la llevó a su casa, entonces? —preguntó Chad.
—Tal vez la llevó a casa de él y se han pasado la noche entera hablando. ¡Incluso puede que después hayan continuado hablando mientras desayunaban en algún sitio! —Jennifer los miró a todos, uno detrás del otro—. Los veo capaces de eso a los dos. Tanto a Tanner como a Fiona.
—No lo sé. Yo… —empezó a decir Leslie, pero entonces sonó el teléfono. En lugar de terminar la frase, esperó en silencio igual que los demás a que Colin volviera del despacho.
—Mira que es misterioso —dijo este—. Acaban de hablar con el conductor. Tal como habían acordado, estuvo esperando frente a la granja de los Whitestone sin llamar a la puerta. Sin embargo, no vio aparecer a nadie. Esperó un buen rato, estuvo recorriendo la carretera arriba y abajo, despacio, pero no la vio. Por eso al final volvió sin haber podido prestar el servicio y bastante enfadado, además. En la central dijo que debió de ser un error.
Todos intercambiaron miradas. De repente creció la tensión en el ambiente. Y el miedo.
—Así pues, antes que nada lo que deberíamos hacer es recorrer el camino hasta la granja de los Whitestone —concluyó Leslie—. Tal vez sufrió una caída o un mareo… ¡Que ya tiene una edad! —Miró a los dos hombres—. ¿A ninguno de vosotros os pasó por la cabeza la posibilidad de acompañar a una anciana en plena noche? ¿O de disuadirla de recorrer una parte del camino a pie?
—A Fiona no se la convence fácilmente de algo que se haya propuesto hacer —gruñó Chad. Y tenía toda la razón del mundo.
Colin se pasó la mano por el pelo. Parecía consciente de la parte de culpa que tenía en todo aquello.
—Tienes razón —dijo—, lo más normal habría sido acompañarla. Era… tarde y creo que… pensé que no era mi responsabilidad. Estaba muy molesto con ella… Todos lo estábamos, por un motivo u otro… —Finalmente se calló, desamparado.
Leslie prefirió no insistir. Colin tenía razón. Todos se habían enfadado con Fiona. De hecho, ella era la que se había enfadado más. Se había enojado tanto que se había marchado sola, sin esperar a su abuela.
—Gwen, intenta contactar con Dave de nuevo, por favor. Tal vez él sepa algo. Si sigue sin responder a tu llamada, iré a verlo yo. —Leslie se volvió para marcharse—. ¿Alguien quiere venir y ayudarme a buscarla por el camino?
La acompañaron Colin y Jennifer, y esta última decidió llevarse también a los perros. En la estrecha carretera reinaba la tranquilidad bajo la luz del sol. Estaba bordeada a ambos lados por setos de casi dos metros que lucían todos los colores propios del otoño. Esporádicamente colgaba algún que otro grueso racimo de zarzamoras negras de las ramas. Ese apacible domingo de octubre parecía más bien un día de finales de verano… A lo lejos brillaba el azul del mar.
Un trecho por delante de ellos estaba la gran verja que delimitaba la finca respecto a la de la granja vecina. Un sendero transcurría paralelo a los pastos de la zona. La carretera describía en ese punto una acusada curva a la derecha para serpentear suavemente cuesta abajo a continuación y zambullirse en un bosque de altos y frondosos árboles de hoja perenne, arbustos y helechos. El sol penetraba en esa zona solo en algunos puntos, por lo que la luz era entreclara y todo quedaba teñido de una suave tonalidad verde. Un estrecho puente con la baranda de piedra permitía salvar un barranco arbolado por cuyo fondo, en un otoño tan seco como el que estaban pasando, fluía tan solo un arroyuelo poco profundo. Tras el puente, la carretera volvía a serpentear cuesta arriba.
Por la noche no debía de verse ni gota por aquellos parajes. Sin embargo, era prácticamente imposible perderse por allí, porque en ningún momento era necesario apartarse del camino. Y el barranco estaba delimitado por los muros. Una persona que estuviera como una cuba tal vez podría llegar a despeñarse, pero Fiona con toda seguridad había pasado por allí sobria por completo, como siempre.
El temor que se había apoderado de Leslie era cada vez más profundo. Había algo que no encajaba para nada.
Caminaron hasta la granja de los Whitestone e incluso un poco más allá, buscaron entre los arbustos que flanqueaban el camino y recorrieron con la mirada los pastos que se extendían hacia la lejanía. Wotan y Cal iban saltando alegremente de un lado a otro, al parecer no husmeaban nada fuera de lo normal.
—¿Estos dos sabrían seguir un rastro? —preguntó Leslie—. Si les diéramos a olfatear una prenda de Fiona, por ejemplo.
Jennifer negó con la cabeza.
—Es necesario adiestrarlos para que aprendan. Estos dos no sabrían qué hacer.
Frustrados, emprendieron el camino de vuelta a casa. Respecto a lo que le había sucedido a Fiona, lo único que sabían era que no había ni rastro de ella en el camino que había decidido tomar.
Frente a la puerta de la granja los estaba esperando Gwen, que entretanto había intentado ponerse en contacto con Dave Tanner.
—Sigue sin responder al móvil —dijo—. ¡Es como si se lo hubiera tragado la tierra!
—Igual que a mi abuela —replicó Leslie mientras sacaba las llaves del coche del bolsillo de los pantalones—. O sea, que voy a buscarlo a su casa. ¿Quieres venir conmigo, Gwen?
Gwen dudó un momento y al final decidió no acompañarla. Leslie pensó que aquella actitud era típica de su amiga: nunca daba un paso adelante, siempre actuaba a la defensiva. A consecuencia de eso, su vida había experimentado muy pocos cambios, incluso ninguno en absoluto durante largos períodos de tiempo.
Leslie le pidió la dirección de Dave y poco después ya estaba sentada frente al volante de su coche. Aun con dolor de cabeza, mientras conducía un poco demasiado rápido por aquella soleada carretera rural, sintió la necesidad imperiosa de llamar a Stephen. Quería contarle que había sucedido algo terrible, quería que la consolara y la aconsejara, oír esa cálida voz que siempre la había tranquilizado tanto. Sin embargo, no se permitió esa muestra de debilidad. Stephen ya no era su marido. Y además, tampoco había ocurrido algo terrible.
Al menos de momento no tenía ningún indicio para pensarlo.
5
Dave Tanner vivía en un lugar muy céntrico del casco antiguo, a pocos pasos de la zona peatonal, llena de grandes almacenes y pequeños comercios, y del mercado, así como también de la Friarage School, la escuela donde impartía sus clases. Friargate Road estaba bordeada a ambos lados por casas adosadas de ladrillo rojo y molduras blancas. La mayoría de ellas quedaban algo por debajo del nivel de la calle, por lo que había que descender unos escalones para acceder a las casas y eso les confería un aspecto subterráneo algo sombrío.
Cuando Leslie aparcó el coche justo detrás del cacharro oxidado de Dave Tanner, nada más salir notó que el olor a mar que impregnaba la suave brisa se llevaba parte de la congoja que la atenazaba. Desde allí no se veía el agua y sin embargo le llegaba una frescura y una pureza capaces de transformar incluso ese monótono asentamiento urbano en algo especial.
Leslie contempló las casas. Le llamó la atención que en casi todos los jardines y en la mayoría de los muros hubiera carteles que prohibieran jugar a pelota por la calle. Al parecer, se habían roto ya un buen número de ventanas, lo que sin duda tenía algo que ver con la proximidad de la escuela, y los vecinos habían intentado erradicar ese peligro constante.
En la planta baja de la casa en la que vivía Dave Tanner, una cortina amarillenta se movió de forma casi imperceptible y Leslie dedujo que alguien se había percatado ya de su presencia. Casi enfrente, al otro lado de la calle, una joven salió rápidamente de su casa con un niño en brazos y miró a su alrededor con nerviosismo antes de tomar la calle peatonal que conducía a Saint Helen’s Square. Lanzó a Leslie una mirada de recelo.
O bien por esta calle se ven pocos extranjeros, pensó Leslie, o bien mi coche relativamente nuevo me da una imagen de lo más exótica.
Cuando se disponía a llamar al timbre, de reojo vio que se le acercaba alguien lentamente. Leslie se volvió en esa dirección.
Dave Tanner caminaba con parsimonia por la calle. Bastante relajado, o al menos esa era la impresión que daba. Nada más ver a Leslie, aceleró el paso.
—Mira por dónde —dijo al llegar a la altura de Leslie—. ¡Una visita tan importante en domingo! ¿Ha venido en representación de la familia Beckett? ¿Para comprobar las condiciones en las que vivo y mi entorno social?
Puesto que ni siquiera la había saludado, Leslie decidió imitarlo y abstenerse de desearle los buenos días.
—¿Por qué no responde a las llamadas de Gwen? —preguntó ella con bastante brusquedad.
Dave reaccionó con perplejidad y luego, de repente, sonrió.
—O sea ¿que ha venido por eso? ¿Para preguntarme eso?
—No. En realidad estoy buscando a mi abuela. Fiona Barnes.
Eso no lo dejó menos sorprendido.
—¿Aquí? ¿En mi casa?
—¿Ayer vino usted aquí directamente? —preguntó Leslie.
—¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio? —respondió Dave en tono divertido.
—No, solo una pregunta.
—Vine directamente aquí, sí. Y no tengo ni idea de dónde está su abuela. Y para serle sincero, tampoco es que esté muy interesado en encontrarme con ella de nuevo. —Señaló la puerta del edificio en el que vivía—. Tal vez podríamos encontrar un lugar mejor para hablar que en medio de la calle. ¿Le apetece tomar un café?
Leslie había pedido un café en casa de Gwen, pero hasta entonces no cayó en la cuenta de que al final no había tenido tiempo de tomárselo. Ya casi eran las dos de la tarde y todavía no había ingerido nada en todo el día. Sentía debilidad en las piernas y tenía el estómago ligeramente revuelto.
—Un café me sentaría fenomenal —dijo, agradecida.
Dave bajó delante de ella los escalones que llevaban a la casa. Tras las cortinas de la ventana, Leslie pudo ver entonces con claridad la silueta de una persona. Dave también había reparado en aquella presencia.
—Es la casera —explicó—. Está tremendamente interesada en la vida de las otras personas, por decirlo del modo más positivo posible. —Abrió la puerta y cedió el paso a Leslie—. Por favor, entre.
Leslie entró en el estrecho y oscuro pasillo, y a punto estuvo de chocar con una anciana que justo en ese momento salía del salón. Debía de ser la casera. Examinó a Leslie de arriba abajo.
—¿Y bien? —preguntó—. ¿Visita?
Leslie le tendió la mano.
—Soy la doctora Leslie Cramer. Tengo que discutir brevemente unos asuntos con el señor Tanner.
—Willerton —dijo la casera—. Soy la dueña de la casa. Alquilo la habitación de arriba desde la muerte de mi marido.
Dave pasó como una exhalación junto a las dos mujeres en dirección a la escalera.
—Tenga cuidado con los escalones, doctora Cramer —dijo él—. Son empinados, están desgastados y la luz a duras penas ilumina nada.
—¡Pues búsquese una habitación en otra parte si esta le parece demasiado precaria! —gritó la señora Willerton, ofendida.
Leslie subió la escalera, que, en efecto, hacía honor a las advertencias de Dave, quien al llegar arriba abrió la puerta.
—Siento tener que pedirle que entre directamente en mi dormitorio —dijo—, pero no dispongo de más habitaciones aparte de esta.
La habitación era un verdadero caos. Había un armario, aunque si Tanner lo utilizaba, no debía de ser para guardar la ropa. Había pantalones y jerséis puestos de cualquier manera sobre los respaldos de las sillas y los sillones, o amontonados directamente en el suelo. Tenía la cama por hacer y muy revuelta. Al lado había una botella de agua mineral. Periódicos leídos y releídos, muy arrugados, cubrían la totalidad de la superficie de una pequeña mesa que estaba colocada en un rincón. Leslie descubrió una barra de labios sobre el alféizar de la ventana y unas medias negras enrolladas bajo la silla que había frente al escritorio. Le sorprendió ver signos tan inequívocos de que Gwen pasaba la noche allí a menudo, pero pensó también que su amiga, a pesar de su apariencia, al fin y al cabo tampoco podía ser una santa beata, que naturalmente tenía derecho a divertirse con su prometido. Cualquier otra cosa no podría haberse considerado normal. Sin embargo, lo que no habría imaginado era que Gwen utilizara barra de labios; de hecho nunca la había visto con los labios pintados. Aquellas medias tan finas de seda negra tampoco encajaban con su amiga. Pero Leslie pensó que tal vez Gwen se convertía en una mujer fatal durante sus encuentros con Dave y se dijo que al fin y al cabo esa era la solución al misterio que unía a dos personas tan distintas como ellos dos: el sexo. A lo mejor sus relaciones sexuales eran simplemente locas, fantásticas, sobrenaturales.
Pero aunque así fuera, Leslie tenía que confesar que, conociendo a Gwen como la conocía, le costaba imaginar algo así.
Dave quitó un par de camisetas que ocupaban una silla.
—Por favor, siéntese. Ahora le preparo un café.
En un lavamanos que estaba en una especie de cuarto húmedo junto a la puerta, vertió algo de agua en un hervidor, lo encendió y cogió un vaso del armario. Café soluble, pensó Leslie con resignación; me lo temía. Dave echó unas cucharadas del polvo marrón en dos tazas. Apartó los periódicos y dejó sobre la mesa un recipiente con leche en polvo y terrones de azúcar.
—Voilà! —dijo—. ¡Ya está listo!
—¿Volvía de pasear cuando nos hemos encontrado? —preguntó Leslie.
Dave asintió.
—Hace demasiado buen tiempo para pasarse el día encerrado en esta habitación, ¿no cree?
—¿Anoche se acostó enseguida? Quiero decir, que después de todo lo sucedido, supongo que debió de quedar bastante tocado, ¿no?
—No. No me dejó tocado en absoluto. Y sí, me acosté enseguida. —Cogió la jarra y vertió agua hirviendo en las tazas—. Doctora Cramer, ¿qué es esto? No hace más que preguntarme cosas acerca de lo que hice ayer. ¿Por qué? ¿Qué le ha ocurrido a su abuela? ¿Y qué tengo que ver yo con ello?
—Anoche volví a casa sola. Me hizo enfurecer y no tenía ganas de hablar con ella. Mi abuela se quedó todavía un buen rato en la granja de los Beckett y pidió a Colin Brankley que llamara un taxi para que la recogiera en una granja que queda a unos quince minutos largos de la de los Beckett. Según Colin, estaba bastante alterada y quería caminar. Sin embargo, el taxista no encontró a nadie en el lugar acordado, estuvo dando vueltas por la zona durante un rato y al cabo volvió a Scarborough sin ella. Fiona aún no ha pasado por su casa y tampoco volvió a la granja de los Beckett. Simplemente ha desaparecido. Y ya empiezo a preocuparme.
—Comprendo. Pero ¿por qué piensa que yo tendría que saber dónde está?
Leslie tomó un sorbo de café y se quemó la lengua. El brebaje tenía un sabor horrible. Decidió añadirle azúcar, a pesar de que no solía hacerlo.
—Es solo que tenía la esperanza de que supiera algo. Cabía la posibilidad de que Fiona hubiera pasado a verle, después de haber metido la pata de manera tan flagrante. Tan solo era… un intento.
—Por desgracia, se lo digo de verdad, no tengo ni idea de dónde puede estar —dijo Dave.
¿Y por qué tendría que mentirme?, pensó Leslie. Estaba cansada y angustiada. Con todo, algo en su interior se negaba a considerar la posibilidad de que le hubiera ocurrido algo realmente serio a su abuela. Fiona no era de ese tipo de personas a las que les sucedían cosas. No obstante, enseguida se preguntó si había alguien así, gente a la que no le pasaba nunca nada. ¿Acaso no nos esperaba a todos el mismo destino fatal e inevitable, en algún momento y en algún lugar?
Su mirada vagó por la habitación mientras pensaba cómo un hombre adulto podía vivir de ese modo. Un estudiante sí, pero ¿un hombre de cuarenta años? ¿Qué había salido tan mal en la vida de Dave Tanner? Le pareció percibir cierto desasosiego en la mirada de él, tal vez incluso un asomo de desesperación. Dave odiaba aquella habitación, por lo que no había ninguna contradicción en el hecho de que no hiciera nada por arreglarla un poco y que la tuviera hecha un verdadero desastre. La habitación personificaba la rabia que sentía por la vida que llevaba, por aquella miserable y decrépita casa, por aquella casera impertinente, por ese coche que continuamente se negaba a funcionar, quizá también por su trabajo, que no podía satisfacerlo ni siquiera un poco. A Leslie le pareció un tipo inteligente y culto, ¿por qué no había aprovechado esas cualidades y había acabado en aquel agujero inmundo, compartiendo techo con una anciana insoportable como la señora Willerton?
—Creo que eran las ocho y media cuando salí de la granja de los Beckett —dijo Dave—, y debí de llegar aquí más o menos a las nueve. Estuve bebiendo un poco de vino y luego me metí en la cama. A Fiona Barnes ni la vi ni hablé con ella. Eso es todo.
—Debía de estar usted muy enfadado.
—Estaba enfadado, sí, más que nada porque me atacó en público. Porque arruinó la velada. Sus opiniones acerca de mí, no obstante, no son ninguna novedad, a pesar de que hasta entonces no las había manifestado de forma tan directa. Siempre he despertado recelos en ella.
—Se preocupa por Gwen.
—¿Con qué derecho?
—¿Qué quiere decir? —preguntó Leslie, sorprendida.
Dave removió el contenido de su taza con tanto brío que el café rebasó el borde y se derramó sobre la mesa.
—Lo que le digo. ¿Con qué derecho? No es ni la madre ni la abuela de Gwen. No son parientes. ¿A qué viene esa necesidad de entrometerse tanto en la vida de Gwen?
—Hace una eternidad que es amiga del padre de Gwen, y esta depende mucho de Fiona. Siempre ha visto a mi abuela como a una madre. Por eso es inevitable que Fiona demuestre ese sentimiento de responsabilidad. Por eso y porque recela de usted.
—¿Por qué?
Leslie intentó elegir las palabras con cuidado.
—Probablemente ya sabe que es usted un hombre bastante atractivo, Dave. Sin duda no debe de tener muchos problemas para relacionarse con mujeres jóvenes, guapas e interesantes. Entonces ¿por qué Gwen? Ella es…
Él la miró, expectante.
—¿Sí?
—No es que sea una belleza —dijo Leslie—, lo que no tendría por qué ser un problema siempre y cuando fuera una persona vital, divertida e ingeniosa. O si fuera tremendamente inteligente o tuviera una fascinante seguridad en sí misma, mucha ambición, sagacidad… algo. Pero en lugar de eso, es tímida, vive ajena al mundo que la rodea y no es que sea… no es que sea muy interesante. Mi abuela no comprende qué es lo que le atrae de ella.
—Su abuela lo comprende a la perfección. La granja. Todas esas hectáreas de magnífico terreno que en un futuro no muy lejano pasarán a ser de Gwen. Ya dijo bien claro que lo único que me interesa es eso. La propiedad.
—¿Y tiene razón? —preguntó Leslie provocadoramente.
—¿Usted qué cree? —replicó Dave.
—No me gustaría pecar de descortesía…
—Adelante, por favor.
—Muy bien. No puedo concebir que esté satisfecho con el tipo de vida que lleva. Creo que busca usted una oportunidad de escapar a todo esto —dijo Leslie mientras señalaba con un gesto de la mano la caótica habitación—. Usted es un hombre que tiene éxito con las mujeres pero que no cuenta con nada que ofrecerles, y eso limita considerablemente sus posibilidades de salir de su situación gracias al matrimonio. Cualquier mujer de su edad retrocedería asustada al ver esta habitación. Las jóvenes son menos asustadizas, pero por lo general no suelen tener patrimonio y, por consiguiente, no le sirven para salir del pozo. Visto así, Gwen es un golpe de suerte excepcional que no puede permitirse dejar escapar, ya que no será fácil que se le presente otra oportunidad como esa.
Dave la escuchó en silencio. Si las palabras de Leslie lo irritaron en algún momento, supo disimularlo de maravilla. Parecía absolutamente impasible.
—Le escucho —dijo él, al ver que Leslie se detenía—. Continúe, por favor, ahora que ya ha empezado.
—Gwen está sola —prosiguió Leslie, cada vez más segura—. A pesar del amor que siente por su padre, se siente sola. Nota que su vida, tal como ha ido hasta ahora, no tiene ninguna perspectiva. Sueña con la llegada de un príncipe azul, y sería capaz de renunciar a muchas cosas a cambio de encontrar a un hombre que la subiera a su caballo para cabalgar juntos hacia un futuro en común. Sería capaz de pasar por alto cosas que otras mujeres encontrarían extrañas y ante las que se mostrarían reticentes.
—¿Como por ejemplo?
—Su estilo de vida. Esta habitación realquilada. Su trabajo, que debería considerarse un trabajillo más que un verdadero empleo. El coche, que se avería a cada momento. Ya no es un estudiante. ¿Por qué sigue viviendo de esta manera?
—Tal vez me guste vivir así.
—No creo que eso sea cierto.
—En cualquier caso, no puede saberlo.
—Entonces se lo preguntaré de otro modo —dijo Leslie—. Pongamos que todo va bien en su vida, que Fiona se equivoca y que sus intenciones no tienen nada que ver con la granja de los Beckett. ¿Qué es lo que le atrae de Gwen? ¿Qué le gusta de ella? ¿Por qué la ama?
—¿Por qué ama usted a su marido?
Leslie se sobresaltó. Le molestó notar que se sonrojaba.
—Estoy divorciada —dijo.
—¿Por qué? ¿Qué es lo que no salió bien?
Con un gesto airado, volvió a dejar la taza de café que estaba a punto de llevarse a los labios. Ahora también ella tenía un charco marrón alrededor de su taza.
—Creo que no es asunto suyo —dijo Leslie en tono cortante.
—Exacto —respondió Dave sin perder la calma—. Del mismo modo que no es asunto suyo, ni de nadie más incluida Fiona Barnes, cualquier cosa que pueda haber entre Gwen y yo. ¿Cómo se ha sentido usted cuando le he hecho la pregunta? Pues así es como me siento yo cuando alguien se mete en mis asuntos. No le concierne a nadie. Y una cosa más… —Su voz se tornó más grave—. Deberían permitir que Gwen hiciera su vida. Todos. Dejen que se haga mayor de una vez por todas. Dejen que tome finalmente sus propias decisiones. Incluso si es para equivocarse. Para casar se con el hombre equivocado. Da igual. Pero paren ya de sobre protegerla. Lo único que consiguen con ello es que viva cada vez más ajena al mundo y que sea cada vez más incapaz de llevar su propia vida. ¡Tal vez deberían detenerse a pensarlo!
Leslie tragó saliva.
—Es usted quien me ha pedido que pasara por alto la cortesía, señor Tanner.
—Sí. Para que de ese modo pudiera comprenderme mejor.
Leslie estaba furiosa, aunque no sabía exactamente por qué. Se sentía como si Tanner la hubiera reprendido, como si la hubiera tratado igual que a una colegiala, pero al mismo tiempo era consciente de que tenía razón. Tanto Fiona como ella misma se estaban entrometiendo en algo que no les incumbía. Trataban a Gwen como si fuera una chiquilla y a Dave como a un estafador matrimonial. Y con ello, hasta el momento solo habían conseguido crear confusión y desdicha: Dave se había marchado antes de que acabara la celebración de su compromiso, Gwen se había quedado en casa llorando a moco tendido y a Fiona se la había tragado la tierra. El balance global de ese fin de semana era bastante desolador.
Al pensar en Fiona, Leslie se dio cuenta de que debía volver al problema realmente urgente. Vació enseguida su taza de café, en cuyo fondo había quedado un montoncito de azúcar mezclado con leche en polvo que no se había disuelto, y se levantó.
—No pretendía ofenderle —dijo—. Y le agradezco el café. Pero será mejor que me ponga a buscar a mi abuela de nuevo. Me temo que si esta noche no ha vuelto a casa tendré que ir a la policía a denunciar su desaparición.
Dave también se levantó.
—No es mala idea —dijo—, aunque tal vez ya la esté esperando allí.
Leslie lo ponía en duda. Bajó a tientas aquella oscura y empinada escalera y vio que la casera estaba en el pasillo, limpiando el marco de un espejo con un paño. Era evidente que había hecho cuanto había podido por cazar cada una de sus palabras.
¿Cómo puede soportar Dave todo esto?, pensó Leslie. Enseguida obtuvo la respuesta: es que no lo soporta más. Es un hombre profundamente infeliz.
Dave la acompañó hasta el coche.
—Hágame el favor de llamar a Gwen, se lo ruego —le dijo Leslie mientras entraba en el coche—. Ella no tiene nada que ver con lo que ocurrió ayer, pero no intento entrometerme más. Solo se lo pido porque soy amiga de Gwen.
—Ya veremos —dijo él con vaguedad.
Al marcharse, Leslie miró por el retrovisor y constató que él no la seguía con la mirada. Se había dado la vuelta y había entrado en la casa enseguida. Con un leve estremecimiento, Leslie pensó que dentro de esa triste habitación los domingos debían de hacerse muy largos y aburridos. No le gustaría estar en el lugar de Tanner.
El piso de Fiona estaba tan vacío como por la mañana. Tampoco había ni rastro de que entretanto hubiera pasado nadie por allí. Leslie tenía un hambre atroz. Sacó una hamburguesa del congelador y la metió en el microondas. Luego llamó a la granja de los Beckett para ver si había novedades, pero Chad solo pudo decirle que no sabían nada nuevo.
—Esperaré hasta las cinco —dijo Leslie— y luego llamaré a la policía.
—De acuerdo —dijo Chad.
Se sentó frente a la ventana del salón para comerse la hamburguesa y contempló la bahía bañada por el sol, la playa repleta de paseantes y de perros jugando frenéticamente, el puerto y la ciudad que quedaba por encima. Unos bocados después sintió un nudo en el estómago, a pesar de que pocos minutos antes había pensado que en cualquier momento podía desmayarse de hambre. El asomo de un presentimiento nefasto ganaba fuerza dentro de ella, tan solo esperaba que fuera fruto de los nervios y que cualquier temor demostrara ser infundado.
Tal vez Fiona, terca y enfurecida, había pagado por una habitación de hotel con la intención de tenerlos a todos en ascuas durante unas cuantas horas.
¿Sería capaz de hacerme algo así?, se preguntó Leslie.
Sabía cuál era la respuesta, porque conocía muy bien a la mujer que la había criado. A Fiona no le preocupaba en exceso el resto de la gente, incluida su nieta.
Si le hubiera dado por desaparecer, no se habría molestado en valorar el efecto que eso tendría en sus parientes y amigos.
6
El barranco situado al borde de un prado a las afueras de Staintondale estaba bañado por una luz resplandeciente. Los focos instalados a toda prisa iluminaban la escena con una claridad brutal, atroz. Precinto policial, coches, personas. No muy lejos, en la oscuridad, se oía el balido de unas ovejas.
A la inspectora Valerie Almond la habían sacado de una celebración familiar y en ese momento odiaba profundamente su profesión. De la cálida y agradable atmósfera de un salón lleno de gente a la que amaba y veía con poca frecuencia, había ido a parar de golpe al fondo de aquel oscuro barranco. Un agente había pasado a recogerla porque ni siquiera había ido en coche. Llevaba traje chaqueta y zapatos de tacón, por lo que su indumentaria no era la más adecuada para caminar sobre la hierba de un despeñadero. Además, estaba oscuro y procedente del mar soplaba hacia el interior un viento desagradablemente frío.
—¿Dónde está la mujer que la ha encontrado? —preguntó.
El sargento Reek, que la acompañaba, enfocó con las luces una figura que se encontraba oculta entre la sombra de uno de los coches aparcados. Era una joven, Valerie no le echaba más de veinticinco años. Llevaba unos vaqueros, botas de agua y un jersey grueso. Estaba terriblemente pálida y parecía en estado de shock.
—¿Usted es…? —preguntó Valerie.
—Paula Foster, inspectora. Vivo allí atrás, en la granja de los Trevor. —Acompañó las palabras con un vago gesto que señalaba algún lugar indeterminado en mitad de la noche—. Estoy realizando unas prácticas allí durante tres meses. Estudio en la escuela de agricultura.
—¿A qué hora ha venido hasta aquí? —preguntó Valerie—. ¿Y por qué?
—Hacia las nueve. He venido a examinar a una de las ovejas —respondió Paula.
—¿Qué le pasa a la oveja?
—Tiene una herida purulenta en una pata. Desde hace dos días. Le rocío la herida por la mañana y por la noche con un spray desinfectante. Normalmente bajo hacia las seis.
—¿Y por qué ha bajado hoy a las nueve?
Paula agachó la cabeza.
—Ha venido a verme mi novio —dijo en voz baja—, y hemos… bueno, nos hemos olvidado de mirar la hora.
Valerie no creyó que eso fuera algo de lo que tuviera que sentirse tan avergonzada.
—Comprendo. ¿Y cómo sabía que la oveja estaría aquí? Los animales suelen dispersarse por los pastos.
—Sí. Pero allí arriba hay un cobertizo —dijo mientras señalaba de nuevo la impenetrable oscuridad que se extendía más allá del precinto policial—. No muy lejos, aunque desde aquí no se ve. De momento no dejamos salir a la oveja herida. Pero hoy…
—¿Sí?
Paula Foster era la personificación de la mala conciencia.
—Cuando he llegado, la puerta estaba abierta. Me temo que esta mañana no debo de haberla cerrado bien. Estaba tan nerviosa y he hecho las cosas tan aprisa sabiendo que mi novio estaba al llegar… Total, que la oveja se había escapado.
—¿Y entonces ha salido a buscarla?
—Sí. Llevaba una linterna y he ido recorriendo círculos cada vez mayores alrededor del cobertizo. Entonces la he oído en el fondo del barranco.
Se detuvo. Los labios le temblaban un poco.
—La he oído balar muy levemente —prosiguió—, por lo que he deducido que ha bajado por la pendiente y luego no ha conseguido subir sola.
—Y ha decidido ir a buscarla —prosiguió Valerie.
—Sí. La cuesta es muy escarpada, pero no hay más que tierra y hojas. No ha sido tan difícil bajar.
—Entonces ha visto el cadáver, ¿no?
La palidez de Paula se acentuó todavía más. Tuvo que esforzarse para poder seguir hablando.
—He estado a punto de tropezar con ella. Me… me he asustado al ver el cuerpo, inspectora. Una mujer muerta. Justo a mis pies… Me he quedado de piedra. —Se llevó las dos manos a la cabeza. Era evidente que no había salido aún de ese estado de estupefacción.
Valerie la miró con lástima. La situación era terrible: una oscura noche de otoño, un lugar desamparado y un cadáver espantosamente maltrecho en el fondo de un barranco. Y una joven que no esperaba encontrar más que una oveja que se le había escapado. Intentó continuar con el interrogatorio de la manera más objetiva posible para que su interlocutora se calmara un poco.
—¿Ha llamado a la policía enseguida?
—He vuelto a trepar hasta aquí tan rápido como he podido —dijo Paula—. Puede ser que… que haya chillado, pero no sabría decírselo con seguridad. Una vez arriba he querido llamar, pero no había cobertura. Los móviles funcionan muy mal en esta zona. He ido en dirección a la carretera y luego es cuando he conseguido algo de cobertura.
—¿Y se ha limitado a esperarnos? ¿O ha vuelto a bajar para seguir buscando al animal?
—He vuelto a bajar —dijo Paula—. Pero no he podido encontrar a la oveja. Temía que se adentrara más en el barranco. De hecho, es probable que haya gritado y la haya asustado. Y ahora con tantas luces y tanta gente… es natural que no vuelva. Tengo que encontrarla como sea.
—Comprendo —dijo Valerie antes de volverse hacia el sargento Reek—. Reek, vaya allí abajo con la señorita Foster y ayúdela a encontrar la oveja. No quiero que se meta por ahí usted sola.
A Reek no le entusiasmó la idea, pero tampoco objetó nada. Ya estaba a punto de empezar a descender cuando a Valerie se le ocurrió una cosa más.
—Señorita Foster, dice usted que viene cada mañana y cada tarde para ver al animal. Eso significa que esta mañana también ha estado en el cobertizo en cuestión, ¿no?
Paula se quedó quieta.
—Sí. Hacia las seis.
—¿Y no ha habido nada que le llamara la atención en especial? ¿Algo, que pareciera distinto…? ¿Tal vez ha visto al animal inquieto o algo por el estilo?
—No. Todo estaba como siempre. Aunque todavía no había amanecido y estaba muy oscuro. Si hubiera habido alguien rondando por aquí… —Tuvo que tragar saliva al imaginar esa idea inquietante—. No habría podido verlo.
—De acuerdo. El sargento Reek le tomará los datos. Seguramente tendremos que volver a hablar con usted.
Dicho esto, Valerie dio por terminado el interrogatorio y se dispuso a bajar también ella a aquel boscoso barranco, una empresa especialmente arriesgada con un calzado tan inadecuado como el que llevaba, por lo que mientras descendía soltó algún que otro taco. Una vez abajo se encontró con el forense, que estaba agachado junto al cadáver de la mujer, hundido entre el follaje. Al verla, se puso de pie.
—¿Ha descubierto algo concluyente, doctor? —preguntó Valerie.
—Todavía nada que pueda servir de ayuda —dijo el forense—. Un cadáver, una mujer entre los setenta y cinco y los ochenta y cinco años. La mataron a golpes. Imagino que con una piedra, del tamaño de un puño, al menos. Fueron un mínimo de doce golpes en las sienes y en el occipucio. Debió de quedar inconsciente enseguida, pero el autor no se detuvo. Supongo que una hemorragia cerebral le ha causado la muerte.
—¿Cuándo?
—Aproximadamente hace unas catorce horas. Es decir, hoy más o menos a las ocho de la mañana. Antes debió de pasar al menos ocho horas aquí tendida, inconsciente. La primera conclusión a la que he llegado es que no estaba muerta cuando el asesino se marchó. La autopsia lo revelará con más exactitud, pero me parece que el momento de los hechos fue entre las veintidós horas y la medianoche.
—¿Ha sido posible deducir algo a partir de las pruebas recogidas? ¿El crimen se cometió en el mismo lugar en el que la encontraron?
—Por lo que he visto, la atacaron cuando caminaba por arriba, al borde del barranco. Luego cayó rodando hasta aquí abajo. El autor del crimen aparentemente no la siguió.
Valerie se mordió el labio inferior.
—A primera vista parece que guarda cierto parecido con el crimen de Amy Mills —dijo ella.
El forense ya había pensado en ello.
—Las víctimas murieron a golpes en los dos casos, si bien de maneras distintas. A Amy Mills le golpearon la cabeza una y otra vez contra un muro, mientras que con esta mujer utilizaron una piedra para golpearle el cráneo. En los dos asesinatos el autor procedió con gran brutalidad. Sin embargo, no podemos obviar las considerables diferencias entre los dos casos…
Valerie sabía a qué se refería.
—La gran diferencia de edad de las dos víctimas. Y, por descontado, el lugar de los hechos.
—Que un criminal merodee por un lugar especialmente solitario de la ciudad y espere a que se le acerque una posible víctima no es extraordinario —dijo el forense—. Pero ¿quién espera una oportunidad así en un prado donde pastan las ovejas, dejado de la mano de Dios?
Valerie reflexionó durante unos momentos. Cabía la posibilidad de que alguien le hubiera echado el ojo a Paula Foster. No parecía mucho mayor que Amy Mills y pasaba con regularidad por aquel lugar. Si el asesino hubiera tenido la intención de atacarla a ella, el homicidio de la anciana habría sido un accidente. Estaba en el lugar erróneo a la hora errónea y se topó literalmente con el asesino mientras este aguardaba a su víctima. La duda que me queda al respecto, se dijo la inspectora, es por qué el autor de los hechos estaba esperando a Paula a altas horas de la noche. ¿Y qué hacía una anciana que, por lo que Valerie veía, iba tan bien vestida que parecía regresar de una celebración especial? ¿Qué hacía de noche, tan arreglada y caminando por un sendero sin iluminación que atravesaba los terrenos de una granja que se hallaba a más de un kilómetro de la carretera y que transcurría entre unos prados y un barranco? ¿Qué se le había perdido por allí?
¿O es que el ataque había empezado mucho antes?
¿Y si el autor del delito la había secuestrado y luego la había llevado hasta allí?
Se les acercó un joven policía. En las manos, protegidas con guantes de plástico, llevaba un bolso.
—Estaba en el despeñadero, lo hemos encontrado colgado de un árbol —dijo—. Lo más probable es que sea el bolso de la víctima. Contiene un pasaporte, el de Fiona Barnes, apellido de soltera: Swales. Nacida el veintinueve de julio de mil novecientos veintinueve en Londres. Con domicilio en Scarborough. La foto guarda un parecido razonable con la víctima.
—Fiona Barnes —repitió Valerie—, setenta y nueve años.
Pensó en la joven Amy Mills. ¿Habría alguna conexión entre ellas?
—Y eso no es todo —dijo el joven agente con diligencia. Era nuevo, se esforzaba al máximo para destacar—. He llamado a la comisaría de Scarborough. Esta tarde, alrededor de las cinco y veinte han denunciado la desaparición de Fiona Barnes. Su nieta.
—Bien hecho —lo elogió Valerie. Con los brazos intentaba protegerse del frío, tenía el cuerpo helado. El viento soplaba cada vez más gélido, barría la meseta sin árboles y silbaba a su paso por el barranco.
Justo después de haberlo hallado, el cadáver ya tenía nombre y apellidos. Había sido más rápido y sencillo que de costumbre. A menudo pasaban semanas hasta que conseguían averiguar la identidad de un cadáver. Pero Valerie no cometió el desliz de dejarse llevar por el optimismo. Tampoco habían tardado mucho en identificar a Amy Mills y, sin embargo, hasta ese día no habían hecho ni el más mínimo progreso en el caso.
—Entonces me gustaría ver cuanto antes a la nieta de esta mujer —dijo Valerie.
El joven agente de policía se alegró al caer en la cuenta de que sería él quien tendría que llevar a su jefa en coche. Porque el sargento Reek seguía inmerso en la ardua búsqueda de una oveja herida en medio de la oscuridad.
A veces se trataba solo de tener un poco de suerte.