1
Por aquel entonces, a finales de ese verano de 1940 que nos cambió la vida, por lo menos no nos preocupaba ningún pariente. Los padres de muchas de mis amigas estaban en el frente y las familias temían recibir malas noticias en cualquier momento. Mi padre, en cambio, ya había muerto antes de la guerra, a principios de 1939. En una de sus célebres incursiones por las tabernas de la zona en las que se gastaba el poco dinero que ganaba barriendo las calles, se había enzarzado completamente borracho en una pelea con otros beodos. No llegó a saberse quién empezó ni por qué discutían, pero a buen seguro no fue por nada en especial. En cualquier caso, mi padre acabó gravemente herido y tuvieron que llevarlo al hospital, donde contrajo el tétanos. Era una época en la que no había tantos medios para combatirlo como hoy en día, por lo que acabó muriendo en poco tiempo. Mi madre y yo nos quedamos solas y nos vimos obligadas a ir tirando con la pensión familiar que recibíamos del gobierno. De todas maneras, así teníamos menos problemas económicos que antes, porque por lo menos no había nadie que se bebiera el poco dinero que conseguíamos. Además, mi madre encontró un par de empleos como asistenta que redondeaban lo justo nuestros ingresos. De un modo u otro, nos las arreglamos para salir adelante.
En el verano de 1940 cumplí once años. Vivíamos en East End, en Londres, en un pequeño ático. Recuerdo algunos veranos terriblemente calurosos en los que nuestro piso se convertía en un verdadero horno. Alemania estaba a punto de meterse en una guerra mundial. Francia había sido ocupada y los nazis se habían instalado también en las islas anglonormandas, que pertenecían a Inglaterra. Aquí la gente estaba nerviosa, y aunque el gobierno emitía consignas de resistencia, pesó mucho la voluntad popular de entrar en la guerra y vencer rápidamente a la Alemania nazi.
—¿Qué haremos si llegan hasta aquí? —le preguntaba a mi madre.
Ella negaba con la cabeza.
—No llegarán, Fiona. No se puede ocupar una isla tan fácilmente.
—Pero ¡ya han ocupado las islas del canal de la Mancha!
—Son pequeñas, no tenían medios de defensa y además están muy cerca de Francia. No te preocupes.
No obstante, en lugar de venir, los alemanes empezaron a mandarnos bombas a principios de septiembre. Empezó lo que se conoció por el Blitz, los continuos bombardeos sobre el Reino Unido. Noche tras noche, Londres era atacada. Noche tras noche, sonaban las sirenas y la gente se reunía en los refugios antiaéreos mientras los edificios se derrumbaban y calles enteras quedaban reducidas a escombros y a ceniza. A la mañana siguiente el lugar tenía un aspecto completamente distinto, porque de repente faltaba una casa o no había más que ruinas humeantes bajo el cielo. De camino a la escuela veía cómo la gente buscaba entre los escombros los efectos personales que pudieran haber sobrevivido a ese infierno. Una vez vi a una joven sucia y delgada que rebuscaba como una loca entre los cascotes a los que había quedado reducida una casa que se había desplomado. Tenía las manos y los brazos cubiertos de sangre y las lágrimas rodaban por sus mejillas sucias de polvo dejando atrás un rastro brillante.
—¡Mi hijo está ahí debajo! —gritaba—. ¡Mi hijo está ahí debajo!
A nadie parecía preocuparle, y eso a mí me chocó profundamente. Cuando por la noche se lo conté a mi madre, esta palideció y me abrazó enseguida.
—Yo me volvería loca si te pasara algo —dijo.
Creo que debió de ser ese día cuando se le ocurrió por primera vez la idea de que yo tenía que marcharme de Londres.
Las evacuaciones habían tenido lugar anteriormente. Habían comenzado el 1 de septiembre de 1939, cuando Hitler invadió Polonia. Dos días antes de que Inglaterra declarara la guerra a Alemania, cientos de miles de británicos procedentes de las grandes ciudades habían emigrado ya a las zonas rurales. Había un temor generalizado a los ataques aéreos, pero sobre todo a la posibilidad de que los alemanes pudieran atacarnos con gases. Los ciudadanos debíamos llevar en todo momento una máscara antigás encima y por todas partes había carteles de advertencia que nos recordaban la realidad del peligro al que nos enfrentábamos. «Hitler will send no warning», rezaban unas gigantescas letras de color negro sobre un fondo amarillo chillón, lo que significaba que en cualquier momento podía cogernos desprevenidos.
En primer lugar fueron evacuados los niños, junto con las mujeres embarazadas, los ciegos y otros discapacitados. Alguna vez mi madre llegó a preguntarme si yo también quería marcharme, pero en esas ocasiones yo me había negado en redondo y ella había tenido que aceptarlo. Cuando eso ocurría me sentía muy aliviada, porque toda esa historia me producía un miedo atroz, casi verdadero terror. Se había tomado la decisión de llamar a esa primera operación de evacuación Pied Piper, en alusión al personaje del flautista de Hamelín, un cuento que la mayoría de los niños conocíamos a la perfección: el flautista se lleva a los niños muy lejos y nadie vuelve a verlos jamás. No es que eso fuera muy alentador. De algún modo se había instalado en nosotros la idea de que se nos llevarían y no regresaríamos nunca.
Además, habían llegado rumores de que la operación había resultado ser bastante caótica. Inglaterra estaba dividida en tres zonas: zonas de evacuación, zonas neutrales y zonas destinadas a recibir a los evacuados. Se hablaba de trenes abarrotados, de niños pequeños traumatizados, incapaces de soportar que los hubieran separado de sus padres. Se hablaba también de una mala organización en lo referente a la recepción en otras ciudades por parte de otras familias. La región de Anglia Oriental se declaró completamente atestada, mientras que un montón de padres de acogida de otras regiones esperaban sentados a que les mandaran a alguien. La gente echaba pestes del gobierno porque había destinado una suma de dinero insuficiente para la operación y, por si fuera poco, seguían cayendo bombas. A finales de año la mayoría de los evacuados volvieron con sus familias a sus lugares de origen.
—¿Lo ves? —le dije a mi madre—. Qué bien que no me desplazaran a mí.
Pero entonces llegó el verano de 1940, cuando todo el mundo se dio cuenta de que la guerra duraría más de lo previsto, de que los nazis avanzaban y de que ya estaban peligrosamente cerca. Desde el mes de junio se llevaron a cabo de nuevo grandes operaciones de evacuación. El gobierno requería a los progenitores, en especial a los que vivían en Londres, que mandaran a sus hijos a las zonas evacuadas.
Una vez más, el centro de Londres quedó plagado de carteles. En esa ocasión mostraban la imagen de un niño con unas grandes letras encima: «Mothers! Send them out of London!».
Sin embargo tampoco fue una medida obligatoria, cada cual debía decidir lo que prefería hacer. Durante un tiempo conseguí rebatir los argumentos de mi madre respecto a la posibilidad de mandarme a una zona segura.
Pero llegó el otoño y comprobé con aflicción que me costaba cada vez más convencerla.
A principios de octubre una bomba dio de lleno en nuestra casa. Estábamos sentadas juntas en el refugio antiaéreo con otros vecinos del bloque, cuando de repente oímos un ruido ensordecedor por encima de nuestras cabezas que debió de reventarnos los tímpanos. Simultáneamente, la tierra empezó a temblar y del techo cayeron polvo y fragmentos de mortero.
—¡Fuera! —gritó un hombre—. ¡Rápido, todos fuera!
Hubo quien se vio superado por le pánico al salir. Otros llamaban a la prudencia.
—¡Ahí fuera es un infierno! ¡Quedaos aquí! ¡El techo resistirá!
Mi madre creyó que sería mejor quedarse dentro, puesto que fuera seguían oyéndose impactos de bombas que caían en rápida sucesión por las cercanías, lo que significaba que había más probabilidades de morir en la calle que de acabar enterrados allí dentro. Yo habría preferido salir, porque el mero miedo a morir lentamente víctima de la asfixia ya me dificultaba la respiración, pero al final no hice nada. Me limité a quedarme allí dentro, temblando y tapándome la cara con las manos.
A primera hora de la mañana cesó la alarma y salimos arrastrándonos del refugio, temerosos de ver lo que nos esperaba arriba. Nuestra casa había quedado reducida a un montón de escombros. Y la de al lado también. Y la otra. De hecho se habían derrumbado varias casas, casi la calle entera. Nos restregamos los ojos y observamos con desconcierto aquella imagen de absoluta devastación.
—Al final ha ocurrido —dijo mi madre tras un rato. Igual que todos los demás, había tragado mucho polvo, por lo que su voz sonó como si estuviera muy acatarrada—. Nos hemos quedado sin casa.
Estuvimos hurgando un poco entre los escombros, pero no conseguimos encontrar nada que realmente pudiera resultarnos útil. Yo descubrí un trozo de ropa del que había sido mi vestido preferido, una tela de lino rojo con florecillas amarillas. Me quedé con aquel jirón de ropa; del resto no encontré ni rastro.
—Todavía podrás utilizarlo como pañuelo —me dijo mi madre.
A continuación fuimos en busca de un nuevo lugar en el que alojarnos. A pocas calles de allí vivían nuestros únicos parientes, la hermana de mi padre y su familia, y mamá pensó que podrían acogernos durante un tiempo. De hecho, la casa de la tía Edith seguía en pie, pero sus habitantes no se entusiasmaron al vernos. La familia de seis miembros vivía en un piso de tres habitaciones en una planta baja y ya había tenido que acoger a una amiga que también se había quedado sin vivienda.
Además, el marido de mi tía acababa de salir del hospital y, tal como Edith había confiado a mi madre, estaba mal de la cabeza. Se pasaba el día sentado, mirando por la ventana, y de vez en cuando rompía a llorar. Quedaba claro que allí solo faltábamos mamá y yo para acabar de rematar aquel caos.
Luego fue cuando mi madre empezó a hablar de separarnos una vez más y entonces, al parecer, la cosa iba muy en serio. Oí cómo se lo contaba a tía Edith.
—Estoy pensando en mandar a Fiona al campo. Cada vez evacuan a más niños de Londres. Este no es un lugar seguro para ella.
—Es una buena idea —le dijo Edith.
Mi tía estaba contenta porque eso significaba que habría una persona menos en aquel piso tan atestado. Sin embargo, por buena que fuera la idea, ella no estaba dispuesta a evacuar a sus hijos, con el pretexto de que no podría soportar separarse de ellos.
Por desgracia, mi madre no era tan sentimental. A pesar de mis lloros, mis chillidos y de mi reacción absolutamente desesperada, no hubo manera de conmoverla y acabó haciendo todos los trámites necesarios.
Poco después mi nombre apareció ya en la lista de un transporte infantil que partiría hacia Yorkshire a principios de noviembre.
2
El tren salía a las nueve de la mañana de Paddington Station. Era el 4 de noviembre, un día de espesa niebla, aunque el sol brillaba tras aquel manto gris por el que intentaba abrirse paso.
—Ya verás como hoy acabará siendo un bonito día de otoño —dijo mamá para animarme.
Yo no podía tener la voz más tomada y me daba completamente igual si el sol brillaba o no. Caminaba a paso ligero junto a mi madre, con la máscara de gas colgada del cuello como era de rigor y una pequeña maleta de cartón en una mano que me había prestado la tía Edith. El gobierno había elaborado unas listas que determinaban incluso el número de pañuelos necesarios que cada niño debía llevar, pero puesto que nuestra casa había sido bombardeada y además teníamos poco dinero, mamá no pudo más que cumplir parcialmente con aquellas indicaciones. Tía Edith me había metido en la maleta un vestido raído que sus hijas ya no se ponían y que me quedaba demasiado corto, un jersey que casi no me entraba y un par de zapatos abotinados que en realidad eran de chico. Mamá me había hecho un camisón y me había tejido unos calcetines. Para el viaje me puse el vestido de cuadros que llevaba la noche del bombardeo, mi vieja chaqueta de punto y mis sandalias rojas. Era lo único que me quedaba. Aunque ya hacía demasiado frío y mamá me había advertido que acabaría pillando un resfriado, yo me obstiné en marcharme vestida de ese modo. Había perdido cuanto tenía y mi propia madre me mandaba lejos de casa, necesitaba al menos mi vestido y mis zapatos para tener algo a lo que aferrarme. ¿Que me resfriaba? Me daba igual, como si pescaba una pulmonía y la palmaba. Mamá se merecía quedarse sola, ver cómo moría el resto de su familia.
Tuvimos que pasar por la calle en la que habíamos vivido hasta la noche de octubre en la que había tenido lugar el bombardeo. Me pareció que no había en todo Londres una sola calle que hubiera quedado más echa polvo que la nuestra. Hacia el final había habido una casa que fue la última en resistir, pero desde lejos ya vimos que finalmente había caído también víctima de los ataques aéreos.
—Parece como si se hubieran propuesto que no quede piedra sobre piedra en Londres —dijo mamá, desconcertada. Hablaba de los alemanes, por supuesto.
Al acercarnos un poco más nos dimos cuenta de que el aire estaba impregnado de un intenso olor a quemado en ese último bastión de nuestra calle. Entonces reparamos en que salía humo de entre los escombros. Aquella casa debía de haber perdido su batalla particular contra las bombas durante una de las últimas noches. Conocíamos un poco a las familias que habían vivido allí, de ese modo superficial en el que se conoce a los vecinos que viven en la misma calle, unos metros más allá. Nos conocíamos de vista, nos saludábamos, sabíamos algo acerca de lo que hacían, de cómo se ganaban la vida, pero desconocíamos los detalles concretos. En el primer piso había vivido la familia Somerville: padre, madre y seis hijos. Yo había jugado algunas veces con una de las hijas, la segunda de más edad, aunque solo cuando me aburría mucho y no encontraba a nadie más. A los Somerville se los consideraba unos asociales, y aunque nadie solía hablar de esas cosas en presencia de niños, yo había pillado al vuelo que el padre bebía, bastante más que el mío, incluso. Bebía de la mañana a la noche, al parecer era imposible encontrarlo sobrio en ningún momento del día, y además maltrataba a su mujer. Esta, que según decían también terminó dándose a la bebida, acabó con la nariz grotescamente torcida después de que su marido se la rompiera durante una riña y el hueso se le hubiera soldado mal. También maltrataba a sus hijos. Algunos de ellos habían quedado tarados por culpa de los golpes que su padre les había dado en la cabeza, aunque otros ya habían nacido así a causa de las ingentes cantidades de alcohol que su madre había llegado a consumir durante los embarazos. Como siempre ocurre en estos casos, la gente temía relacionarse con los Somerville y esa era la razón por la que también yo había intentado tener el mínimo contacto posible con los hijos de esa familia.
Nos detuvimos un momento frente a aquellos escombros humeantes mientras nos preguntábamos, acongojadas, qué habría sido de toda la gente que solía vivir allí. En ese momento, de la casa contigua, cuya planta baja había quedado parcialmente intacta, salió la joven señora Taylor. Procedía de un pueblo de Devon y había llegado a Londres para probar fortuna. Trabajaba en una lavandería. Llevaba a un chiquillo de la mano, Brian Somerville, uno de los hijos de la familia Somerville. Con siete u ocho años, ya se veía claramente que tenía pocas luces.
La señora Taylor estaba blanca como una sábana.
—Las últimas tres noches esto ha sido un infierno —se lamentó.
Me di cuenta de que le temblaban los labios al hablar.
—Ha sido… Pensaba que… —Con la mano que le quedaba libre se cubrió la frente que, a pesar del frío que reinaba esa mañana, tenía empapada en sudor. Mamá diría más tarde que estaba bajo los efectos de un shock—. Intentaré ir a ver a una amiga —explicó—, vive en las afueras, espero que las bombas no hayan hecho tantos estragos por allí. De todos modos, en esta casa en ruinas hace demasiado frío. Y además ya no lo soporto. ¡No lo soporto más! —Se echó a llorar.
Mi madre le señaló al pequeño Brian, que nos miraba fijamente con sus grandes y asustados ojos.
—Y él ¿qué? ¿Dónde están sus padres?
La señora Taylor tragó saliva.
—Muertos. Todos muertos. Sus hermanos también, todos.
—¿Todos? —gritó mamá, conmocionada.
—Ya los han enterrado —susurró la señora Taylor. Probablemente temía el efecto que pudieran tener aquellas palabras en el niño que llevaba de la mano—. Ayer, durante todo el día. Todos los que vivían en la casa… o al menos lo que… lo que ha quedado de ellos. Hace dos noches las bombas acertaron de lleno en el edificio. Dijeron que sería imposible encontrar supervivientes.
Mamá se llevó la mano a la boca.
—Y anoche, de repente, apareció él. —La señora Taylor señaló a Brian con un movimiento de cabeza—. Es Brian. No sé muy bien de dónde ha salido. No ha dicho ni una palabra. O bien también quedó sepultado pero ha conseguido sobrevivir y liberarse, o bien no estaba en casa durante el bombardeo. Ya saben que…
Lo sabíamos. A veces, cuando el señor Somerville estaba muy borracho, no dejaba entrar a sus hijos en casa. A menudo acudían a cobijarse en el hogar de un vecino, mientras que durante las noches de verano incluso dormían en la calle. De hecho, tiempo atrás, cuando era más pequeña y más tonta, yo misma los había envidiado por la libertad con la que veía que vivían.
—¿Adónde se supone que tengo que ir ahora con este chico? —gritó la señora Taylor.
—¿No puede llevárselo a casa de su amiga? —preguntó mi madre.
—De ninguna manera. Trabaja durante todo el día. Ninguno de nosotros podrá ocuparse de él.
—¿Tiene algún pariente?
La señora Taylor negó con la cabeza.
—Solo hablaba con la señora Somerville de vez en cuando. Le habría gustado poder abandonar a su marido, pero decía que no tenía a nadie más, que no había nadie a quien pudiera acudir. Temo que Brian… tenga que quedarse solo en el mundo.
—Entonces debe llevarlo a la Cruz Roja —le aconsejó mamá mientras contemplaba la pálida tez del chiquillo con gesto compasivo—. ¡Pobre chico!
—¡Dios mío, Dios mío! —se lamentaba la señora Taylor. Parecía absolutamente superada por la situación.
Y fue entonces cuando mi madre hizo algo que acabó teniendo unas consecuencias fatales. Algo que, de hecho, no encajaba con ella, puesto que no era una persona lo que se dice muy dispuesta a ayudar al prójimo y siempre decía que ya tenía suficiente con lo suyo como para preocuparse por los problemas de los demás.
—¡Tráigalo, yo me encargaré de él! —dijo—. Ahora mismo me disponía a llevar a Fiona a la estación, se marcha evacuada al campo. Seguro que en la estación encontraré a alguien que pueda ayudarme, alguna enfermera de la Cruz Roja a la que pueda dejarle a Brian.
La señora Taylor estuvo a punto de lanzarse sobre mi madre para abrazarla. Y antes de que pudiera darse cuenta, mamá tenía a dos niños a su lado: a su propia hija, de once años, ataviada con un vestido de verano y una maleta de cartón en una mano, y a un niño de unos ocho años que llevaba unos pantalones andrajosos y un jersey de lana que parecía más bien un saco y que, a juzgar por su estado, ya había servido a varias generaciones de niños. El chiquillo se movía como sumido en un trance. No parecía percibir nada de lo que sucedía a su alrededor.
En esa formación, nos dirigimos finalmente hacia la estación y llegamos justo antes de que el tren partiera. O bien mamá se había equivocado con el horario de la salida, o bien nos habíamos entretenido demasiado, aunque posiblemente lo que había sucedido era que nos hubiera retrasado el paso interminablemente lento al que avanzaba Brian. En cualquier caso, cuando llegamos la mayoría de los niños estaban ya en el tren, colgando a puñados de las ventanillas, saludando a sus padres, que los observaban desde el andén. Muchos de ellos lloraban. Algunas madres parecían a punto de subir también ellas mientras sus hijos gritaban que querían bajar y quedarse en casa. Todos llevaban unos cartelitos colgados con sus respectivos nombres. Las enfermeras de la Cruz Roja y otros ayudantes iban arriba y abajo, tablilla en mano, controlando las listas e intentando poner orden de algún modo en aquel caos generalizado.
Mamá abordó a una de las ayudantes, una enfermera de la Cruz Roja, sin vacilar ni un instante.
—Perdone, mi hija también está inscrita en este viaje.
La enfermera era alta y corpulenta. Parecía tan antipática que el miedo se apoderó de mí al instante.
—¡Veo que han llegado temprano! —nos espetó con sarcasmo—. ¿Nombre?
—Swales. Fiona Swales.
La enfermera me buscó en la lista e hizo una marca sobre el papel, presumiblemente detrás de mi nombre. Nos tendió una hoja que sacó de la tablilla que llevaba en la mano.
—Escriba ahí el nombre de su hija. Y la fecha de nacimiento. Y la dirección en la que vive aquí, en Londres.
Mamá rebuscó en su bolso, sacó un lápiz y se puso en cuclillas para escribir en el papel apoyada sobre su rodilla. La enfermera se quedó mirando a Brian.
—¿Y qué pasa con él? ¿También viene?
Asustado, Brian se aferró a mi mano. Me dio lástima, por lo que no lo aparté de mí, aunque me habría gustado hacerlo.
—No —dijo mi madre—, es huérfano. ¿Adónde puedo llevarlo?
—¿Y cómo quiere que yo lo sepa?
Mamá se puso nuevamente de pie y me pegó el papel en la solapa de la chaqueta.
—¡Usted es de la Cruz Roja!
—¡Pero no me encargo de atender a los huérfanos! ¿Es que no ve todo lo que tengo que hacer? —Dicho esto, se marchó apresuradamente para abroncar a una niña que intentaba volver a bajar del tren mientras lloraba y llamaba a su madre a gritos.
—Tienes que subir al tren, Fiona —me apremió mamá, nerviosa.
Brian se aferró todavía más fuerte a mí, con las dos manos.
—No me suelta, mamá —le dije, sorprendida por la fuerza con la que me tenían agarrada las manitas de Brian.
Mi madre intentó apartar a Brian de mí. El revisor tocó el silbato y, antes de que pudiera darme cuenta, quedamos apiñados entre un torrente de gente que ocupó el andén de repente para subir al tren. Eran niños a los que hasta entonces no habían conseguido apartar de sus padres. Estos seguían agarrándolos de las manos o les acariciaban las mejillas. A mi alrededor, las despedidas eran verdaderamente desgarradoras. Sin embargo, yo me había propuesto no actuar de ese modo. Estaba enfadada con mamá por enviarme lejos de ella, estaba segura de que no podría perdonárselo jamás. Fui a parar justo frente a la escalera que subía al tren. Brian seguía aferrado a mi mano a pesar de que, entretanto, yo ya había intentado en vano zafarme de él de forma enérgica e incluso violenta. Detrás de mí había un verdadero muro de gente.
Me di la vuelta y grité.
—¡Mamá!
La había perdido de vista entre el gentío. Desde algún lugar me llegó su voz, pero no pude llegar a verla.
—¡Sube, Fiona! ¡Sube!
—¡Brian no me suelta! —chillé.
Un padre que estaba justo detrás de nosotros subió a su hija al vagón. A continuación, me agarró a mí con un brazo y a Brian con el otro y un segundo después ya estábamos dentro del tren.
—¡Cerramos las puertas! —gritó el revisor.
Recorrí rápidamente el pasillo tirando de Brian, que no me soltaba ni por un instante.
¡Bien hecho, mamá! ¡A ver cómo lo hago yo ahora para deshacerme de él!
—¡Eres lo peor! —lo abronqué—. ¡Tú no deberías estar aquí! ¡Te van a mandar de vuelta enseguida!
Él me miró fijamente con sus grandes ojos. Me llamó la atención lo blanca que era su piel y la claridad con la que se le vislumbraban las venas azuladas en las sienes.
No llevaba cartelito, ni maleta, ni máscara de gas. No estaba en ninguna lista. Lo mandarían a Londres de nuevo en un santiamén. Pero no era culpa mía. No había podido evitar que aquel desconocido nos hubiera subido al tren a los dos.
Encontré un asiento libre en uno de los bancos de madera y me agolpé entre el resto de los niños. Brian intentó subirse a mi regazo pero se lo impedí de un empujón. Finalmente se quedó de pie junto a mí.
—No seas tan desagradable con tu hermano pequeño —me reprendió una chica de unos doce años que estaba sentada frente a mí mientras se zampaba un delicioso bocadillo de embutido.
—No es mi hermano —repliqué yo—. ¡De hecho no lo conozco de nada!
El tren se puso en marcha. Tuve que esforzarme en tragar saliva para no romper a llorar. Había muchos chiquillos llorando, pero yo no quería ser como ellos. El sol todavía no había conseguido abrirse paso entre la niebla. Era un día gris y oscuro. Y mi futuro no prometía ser mucho mejor. Gris, oscuro y tan incierto como si estuviera cubierto también por aquella niebla espesa e impenetrable.
Supuse que había llegado el momento de despedirme de mi infancia. Sin derramar una sola lágrima, pero con una gran pena en el corazón, le dije adiós.
3
Llegamos a Yorkshire por la tarde. El trayecto fue muy confuso, porque nuestro tren se detuvo inesperadamente a casi tres kilómetros de Londres y tuvimos que aguardar unas tres horas antes de emprender la marcha de nuevo. Las bombas de la noche anterior habían derribado un par de árboles grandes y tal como habían caído bloqueaban las vías, pero cuando llegamos al lugar ya habían empezado los trabajos para retirarlos y para reparar los desperfectos. Las enfermeras y las maestras que nos acompañaban pusieron bastante empeño en tranquilizarnos y en mantener a raya nuestro mal humor: algunas de ellas organizaron juegos en pequeños grupos mientras otras repartían hojas de papel y lápices para que pudiéramos dibujar. Finalmente, el sol consiguió romper la barrera de niebla y bañar el paisaje otoñal con su tenue luz. Nos hicieron bajar para estirar las piernas. Algunos niños se pusieron enseguida a jugar a corre que te pillo, otros se acurrucaron bajo los árboles y empezaron a escribir las primeras cartas que mandarían a sus padres. También hubo los que seguían llorando. Yo me aparté un poco del grupo y desenvolví el pan que me había dado mi madre para comer un poco.
Brian iba pegado a mí como si fuera mi propia sombra. No me quitaba los ojos de encima, aquellos ojos grandes y horrorizados. Su presencia me resultaba inquietante y molesta, y si bien al principio estaba contenta de que no hablara, aquel mutismo absoluto acabó por irritarme.
—¿Es que no sabes decir nada de nada? —le pregunté.
Él se limitaba a mirarme fijamente. De algún modo terminó por despertar mi compasión. Al fin y al cabo acababa de perder a toda su familia y lo habían metido en un tren con destino a Yorkshire, y además por error. Daba la impresión de que era una especie de animalito perdido. Pero yo tenía once años, estaba desconcertada y sentía demasiado miedo y demasiado dolor por el hecho de haberme separado de mi madre. ¿De dónde iba a sacar la energía necesaria para ocuparme de aquel ser desvalido? Si a duras penas tenía alguna idea de cómo me las arreglaría yo sola.
Le di un pedazo de pan que se dedicó a masticar lentamente, pero todavía sin quitarme los ojos de encima.
—¿No podrías dejar de mirarme de ese modo? —le espeté, enervada.
Como era de esperar, Brian no respondió nada. Y naturalmente, tampoco dejó de mirarme. Le saqué la lengua, pero eso no pareció afectarle lo más mínimo.
Cuando llegamos a Yorkshire, empezaba a oscurecer. No tardaría en caer la noche y aquel paisaje campestre desaparecería entre las sombras. Ya hacía un buen rato que el sol se había despedido de nosotros cuando entramos en la estación de Scarborough. Bajamos del vagón con los huesos entumecidos y empezamos a tiritar a causa del frío que hacía aquel atardecer de otoño. La animada conversación que habían mantenido durante todo el rato los más resistentes quedó acallada de repente y fue sustituida por la tremenda añoranza que se apoderó de todos por igual. Creo que, si les hubieran dado a elegir, absolutamente todos los niños habrían preferido pasar las noches siguientes en los refugios antiaéreos, siempre que hubieran estado acompañados por sus respectivas familias. Más adelante, ya mayor, leí muchas disertaciones sobre las evacuaciones de niños. Hay estudios científicos y tesis doctorales acerca de ese tema, y casi todos coinciden en afirmar que el trauma por el que pasaron muchos niños debido a la súbita separación de sus padres, o por los malos tratos infligidos por las familias de acogida, fue mucho peor y repercutió más en sus vidas que la experiencia, sin duda muy traumática también, de los bombardeos nocturnos.
Por mi parte, puedo decir que jamás en mi vida me he sentido más miserable, triste y desvalida que cuando llegué a aquel lugar desconocido en el que me aguardaba un destino todavía incierto.
Un hombre estaba esperando en el andén, hablando con aquella antipática enfermera que ya se había mostrado desagradable conmigo en Londres y que, al parecer, era la máxima responsable de nuestro grupo. Nos hicieron formar una fila, de dos en dos. Brian eliminaba cualquier posibilidad de que pudiera darle la mano otro niño, puesto que nada más bajar del tren volvió a pegarse a mí. Parecía como si fuera mi hermanito pequeño. Pero bueno, pensé, por poco tiempo. Como máximo a la mañana siguiente lo mandarían de vuelta a Londres.
Casi lo envidiaba por ello, aunque luego caí en la cuenta de que no habría ninguna madre esperándolo en Londres, igual que me ocurría a mí. Si lo que la señora Taylor había dicho era cierto y ya no tenía parientes vivos, Brian iría a parar a un orfanato.
Pobre diablo, pensé.
Seguimos a aquel hombre y atravesamos el edificio de la estación hasta llegar a un aparcamiento de autobuses, donde ya nos esperaban varios vehículos. Nos hicieron subir y no me pareció que fuera muy importante si acababas en un autobús o en otro. Fueron muy pocos los niños que, puesto que aparecían en una lista especial, fueron mandados a sus autobuses correspondientes. Como se demostraría más tarde, se trataba de los afortunados que serían alojados en casa de parientes, por lo que ya sabían de antemano cuál sería su paradero, mientras que para el resto de nosotros era toda una incógnita. Nos pusimos rumbo a varios pueblos, la mayoría de ellos de interior. El autobús al que fui a parar yo, con Brian aferrado a mi mano, era el único que se acercó a la costa para distribuir a sus ocupantes por los alrededores de Scarborough. La población de Scarborough en ese momento ya no se consideraba una reception zone, una zona de acogida, pero los pueblos de los alrededores habían sido autorizados para ello por una mera cuestión de necesidad urgente.
Del mismo modo que nadie había controlado quién subía a cada autobús, a nadie le extrañó que me acompañara un niño que no llevaba el cartelito con el nombre ni equipaje de ningún tipo. Simplemente nos metieron prisa, por lo que ni siquiera pensé en la posibilidad de hablar con un adulto. Puede parecer extraño que yo no estuviera en condiciones de actuar como es debido, pero hay que tener en cuenta lo asustada e insegura que me sentía en esos momentos.
Cuando salimos de la ciudad y empezamos a circular por el campo en el autobús se hizo un silencio absoluto, a excepción del débil llanto de dos niñas pequeñas que intentaban, en vano, contener los sollozos. Pero nadie decía nada. Todos tenían miedo. Estaban cansados y hambrientos. Creo que a la mayoría de ellos les pasaba lo mismo que a mí: teníamos tanto miedo de romper a llorar que ni siquiera abríamos la boca.
Yo iba con la cara pegada al cristal. Aún podía distinguir algo en aquel paisaje fantasmal. No había casas. Había colinas, pocos árboles. En algún lugar debía de estar el mar. Me hallaba muy lejos de Londres.
El autobús se detuvo de repente al borde de la carretera y quedé desconcertada al oír que nos hacían bajar. ¿Aquí? ¿En medio de la nada? ¿Entre los pastos? ¿Íbamos a pasar la noche en mitad del campo?
Tras haber bajado y habernos colocado de nuevo en fila de dos en dos, a cierta distancia vi el reflejo de una luz. A medida que nos acercamos a ella empezó a vislumbrarse con más claridad el contorno de unos edificios sumidos en la oscuridad. Dos o tres casas de una planta que parecían haber sido construidas al azar en medio de la nada. Al menos prometían la posibilidad de ofrecernos luz y sobre todo calor, puesto que hacía bastante frío y yo me estaba congelando con el vestido de verano, la chaqueta de punto y aquellos calcetines que me caían continuamente.
Nos mandaron que nos detuviéramos justo frente a los edificios. Lo que conseguí vislumbrar me pareció algo así como un minúsculo colmado con una casa de dos plantas al lado. Una de las enfermeras nos dijo que esperáramos fuera y nos quedamos en un prado que había frente al almacén. Aunque tampoco habíamos caminado mucho, la mayoría de los niños se sentaron en el suelo cubierto de rastrojos, que ya estaba empapado por la humedad de la noche. Estábamos todos agotados. Agotados de tener miedo.
El frío que sentía era casi insoportable, por lo que abrí la pequeña maleta y saqué aquel jersey cuyas mangas me quedaban tan cortas y me lo puse. Saqué también un par de calcetines que mamá había tejido para mí para ponérmelos por encima de los otros con la esperanza de poder calentarme un poco los pies, los tenía helados. Entonces me di cuenta de que Brian ni siquiera llevaba calcetines, por lo que me sacrifiqué de mala gana y le ofrecí mi nuevo par. Le quedaban demasiado grandes, pero puesto que tampoco llenaba los zapatos conseguimos meter en ellos toda la lana sobrante. Supuse que había heredado esos zapatos de alguno de sus hermanos mayores, porque ni siquiera se aproximaban a una talla adecuada para su tamaño. Por primera vez desde que habíamos abandonado Londres, desvió los ojos de mí y se quedó mirando los calcetines con una expresión casi devota.
—¡No son un regalo! ¿Me oyes? ¡Quiero que me los devuelvas! —le advertí.
Brian no hacía más que acariciar la lana tejida.
La puerta del pequeño almacén se abrió, así como las puertas del edificio contiguo, y de ellas salieron unos cuantos adultos. Todos parecían nerviosos e irritados y se dirigieron a nuestros acompañantes con cierta agitación. Por lo que pude captar, estaban enfadados por el retraso con el que habíamos llegado, puesto que habían calculado que nuestro tren llegaría mucho antes a Scarborough y con él nosotros, y les había molestado tener que esperar medio día en ese lugar tan aislado.
Una niña que estaba sentada junto a mí me dio un codazo.
—Son las familias que han venido a recogernos —siseó—. ¡Las familias de acogida!
—Ya me lo imaginaba —respondí con tono arrogante.
Ella me examinó con una fugaz mirada de soslayo.
—A mí me acogerá mi tía. ¿Y a ti?
—No lo sé.
Su mirada pasó a ser compasiva.
—¡Pobre!
—¿Por qué? —quise saber. Me esforcé en que mi voz siguiera sonando algo altiva, pero la verdad es que la procesión iba por dentro.
—Bueno, se cuentan historias tremendas —dijo la niña con cierto tono sensacionalista—, puedes ir a parar a familias terribles. Igual te toca trabajar duro todo el día y apenas te dan de comer. Además, te maltratan. Horroroso, vaya. He oído hablar de un caso en el que…
—¡Menuda bobada! —la interrumpí.
Sin embargo, por dentro debo admitir que estaba horrorizada. ¿Y si tenía razón? ¿Y si me esperaba un verdadero infierno? Pues si es así, me escaparé, empecé a planear. ¡Y aunque tenga que llegar a Londres a pie, no pienso quedarme en un sitio en el que me traten mal!
Los adultos se habían colocado frente a nosotros y una de las enfermeras empezó a leer la lista con nuestros nombres. Cuando llamaban a un niño, este tenía que dar un paso adelante y se le asignaba su nueva familia. Era evidente que la máxima prioridad eran los parientes, pero en algunos casos parecía como si se hubieran efectuado acuerdos y asignaciones de antemano, sin que hubiera relaciones de parentesco de por medio. Yo esperaba desde lo más hondo de mi corazón que fueran motivos realmente honrados, la voluntad de ayudar y la compasión, los que empujaban a aquella gente a acogernos, pero también tenía serias dudas al respecto. Tía Edith me había contado que las familias que acogían a los niños evacuados lo hacían a cambio de un dinero que les ofrecía el gobierno. Recuerdo que mi madre se había enfadado al oírlo y le había reprochado a tía Edith que hubiera hablado más de la cuenta. No había querido que me enterara de lo del dinero, porque eso ponía en duda las intenciones aparentemente sinceras de las familias de acogida.
Llamaron a la niña que estaba sentada a mi lado y esta se levantó a toda prisa para lanzarse dando gritos de alegría a los brazos de una joven que la recibió con un abrazo y los ojos colmados de lágrimas. Era su tía. Envidié profundamente a esa niña. Antes jamás me había planteado por qué no tenía más parientes, aparte de la tía Edith y su prole en Londres, pero en ese momento percibí esa circunstancia como una dolorosa carencia en mi vida. ¡Qué bonito habría sido poder dar un abrazo a alguien que me conociera y me quisiera!
En lugar de eso, ahí estaba yo, sentada en medio de la oscuridad, en una tarde de noviembre, alumbrada solo por la débil luz de unas cuantas lámparas de aceite, en un campo en alguna parte de Yorkshire, lejos de todo lo que conocía, sin la más mínima idea de lo que me deparaba el futuro. Y a mi lado, un niño pequeño traumatizado que no paraba de acariciar los calcetines que le había puesto y que parecía decidido a no apartarse de mi lado nunca más. Entonces fue cuando la gente que aún no había recibido a ningún niño se acercó a nosotros, a los que todavía no nos habían llamado, y recorrió las filas lentamente, iluminándonos con linternas o con lámparas de mano, antes de decidir a quién querían acoger. Nos examinaban, nos valoraban y al cabo nos rechazaban o nos elegían. Todavía hoy, mientras escribo esto, me doy cuenta de lo pequeña, humillada, expuesta y desprotegida que me sentí. En la actualidad, algo así sería impensable. En la Inglaterra del siglo XXI es imposible imaginar a unos niños expuestos en fila en medio de un campo casi como si se tratara de un mercadillo. Pero sucedió en la excepcionalidad de aquellos años. La fuerza con la que los bombardeos alemanes caían sobre Londres había sorprendido a todo el mundo y el número de víctimas superaba incluso los pronósticos más temidos. La defensa aérea de la capital británica era bastante precaria y se había mostrado ineficaz. La idea de tener que mandar a los niños al campo para protegerlos, daba igual cuales fueran las circunstancias, tenía prioridad absoluta. No había tiempo para organizarlo todo a la perfección. No había tiempo para pensar en los efectos que eso tendría sobre la mente de los chiquillos. Deberían aguantarlo como pudieran.
Una mujer se plantó delante de mí y se inclinó para verme mejor. No parecía mucho mayor que mi madre, tenía un rostro afable y unos rasgos especialmente agraciados. Me sonrió.
—¿Cómo te llamas? —me preguntó, aunque se respondió a la pregunta ella misma nada más ver el cartelito que llevaba en la solapa—. Fiona Swales. Y naciste el veintinueve de julio de mil novecientos veintinueve. O sea, que tienes once años.
Yo me limité a asentir. Por algún motivo, fui incapaz de emitir ni el más leve sonido. La mujer tendió una mano hacia mí.
—Me llamo Emma Beckett. Vivo en una granja no muy lejos de aquí. He oído lo de la evacuación de los niños de Londres por la radio y he pensado que podría ayudar. ¿Te gustaría venir a vivir una temporada con nosotros?
Volví a asentir. Debió de empezar a pensar que era muda. Era una persona realmente agradable y de inmediato me quedó claro que las cosas podrían haber ido mucho peor.
Una granja… Aún no sabía lo que significaba vivir en una granja.
A continuación miró a Brian.
—¿Y este es tu hermano pequeño?
Brian, que seguía mirándose fijamente los calcetines, se dio cuenta de que se referían a él. Enseguida se aferró a mi brazo en busca de amparo. Intenté librarme de él, pero no había manera de hacer que se soltara.
—No. —Al fin logré recuperar el habla—. No tengo hermanos. Él es un vecino que… bueno, no debería estar aquí conmigo…
—¿No? —preguntó Emma Beckett, sorprendida—. Entonces ¿sus padres no saben que está aquí?
—Sus padres murieron —le expliqué— y sus hermanos también. Toda la familia excepto él. Hace dos noches cayó una bomba sobre su casa.
Emma Beckett pareció profundamente conmovida.
—¡Es horrible! ¿Y qué vamos a hacer con él?
Se dio la vuelta e hizo señas para que se acercara a una joven con la que intercambió unas palabras para explicarle la situación. La mujer empezó a respirar agitadamente al instante, parecía sobrepasada por las circunstancias. Se puso a hojear como una loca las listas que llevaba en la mano.
—¿No está en la lista? —preguntó—. ¿Cómo se llama?
—Brian Somerville —dije yo.
Volvió a hojear las listas y sacudió la cabeza.
—¡Aquí no aparece en ninguna parte!
Se lo acababa de decir. Le expliqué entonces cómo nos lo habíamos llevado a la estación y cómo de repente acabó en el tren conmigo. La joven hizo señas a una enfermera de la Cruz Roja. Yo me puse de pie para no seguir sintiéndome tan pequeña allí acurrucada frente a los adultos, que ya eran tres y compartían los nervios y las prisas por tomar una decisión. Brian también se puso de pie enseguida sin soltarme el brazo ni un instante.
Como era de esperar, la enfermera no conseguía encontrar su nombre en su lista.
—No debería haber subido al tren —dijo, aunque era ya demasiado tarde para darse cuenta de ello.
—¿Qué será de él ahora? —preguntó Emma Beckett una vez más.
Brian se puso a temblar. Sus manitas se agarraron a mi brazo con tanta fuerza que casi me hacía daño.
—Pues debería volver con nosotros a Londres —dijo la enfermera.
—¡Pero si allí ya no tiene a nadie! —gritó Emma.
—No, pero hay orfanatos.
—¡Y también bombas! ¡Aquí estará mucho más seguro!
La enfermera dudó un momento.
—No puedo llevarme de Londres a un niño no registrado así, por las buenas. Al final eso acabaría trayendo problemas y…
—Podríamos llevarlo al hogar para niños de Whitby —propuso la joven—, allí es adonde irán a parar los niños que no encuentren ninguna familia.
Emma Beckett se puso en cuclillas y observó a Brian detenidamente.
—Está muy asustado —dijo—, no creo que sea buena idea separarlo de Fiona. ¡Al parecer ella es su único apoyo!
Ya… ¡Perfecto! No sé porque pero durante todo el viaje estuve sospechando que ocurriría algo así. Que Brian Somerville seguiría pegado a mí y yo a él. Los adultos deliberaron un rato, pero al final nuestras acompañantes consintieron en permitir que Emma Beckett se nos llevara a los dos a su granja.
—Ya aclararemos la situación en Londres —dijo la enfermera antes de garabatear el nombre y la dirección de Emma y un par de cosas más en su cuaderno—. Recibirán noticias nuestras.
—De acuerdo —replicó Emma, aliviada. Acto seguido, cogió mi maleta—. Venid, niños. Nos vamos a casa.
En parte me molestó tanta amabilidad. Y lo mucho que se esforzó por simplificar la situación. «¡Nos vamos a casa!» ¿De verdad creía que consideraría que esa granja remota como mi hogar solo porque ella así lo quisiera? Mi hogar estaba en Londres, con mi madre. Y en ninguna parte más.
La seguí a paso ligero, igual que Brian, que todavía seguía aferrado a mi brazo. Después de casi doce horas arrastrándolo, ya casi me había acostumbrado a soportar su peso. Bajamos por el camino, torcimos a la izquierda y seguimos la calle hasta que divisamos una iglesia a la izquierda. Al otro lado de la calle había aparcado un vehículo todo terreno, una especie de jeep con dos grandes bancos en la parte trasera. Una gran linterna que estaba encima de uno de los bancos alumbraba apenas el entorno. Cuando nos acercamos, una sombra se separó de la puerta del conductor. Alguien nos había esperado allí, apoyado en el coche. Era un joven alto, de unos quince o dieciséis años que enseguida se interpuso entre nosotros y la luz de la linterna. Llevaba pantalones largos y un jersey grueso, y tenía algo en la boca, una brizna de hierba, como pude comprobar nada más plantarme frente a él. Tenía cara de pocos amigos. Al contrario que Emma, él no parecía en absoluto encantado de vernos allí.
—Este es Chad, mi hijo —dijo Emma mientras dejaba mi maleta en la plataforma de carga al pasar—. Chad, esta es Fiona Swales. Y este de aquí es Brian Somerville.
Chad se nos quedó mirando fijamente.
—Creí que querías acoger a un niño. Pero ¡aquí hay dos!
—Te lo explicaré más tarde —se limitó a decir Emma.
Tendí mi mano hacia Chad. Después de dudar un poco, la aceptó. Nos examinamos mutuamente. Noté cierto rechazo en su mirada, pero también cierto interés.
—Chad no tiene hermanos ni hermanas —explicó Emma—, por lo que he pensado que podría estar bien que pasara un tiempo conviviendo con otros niños bajo un mismo techo.
Era evidente que Chad tenía una opinión muy distinta, pero sin duda ya habían discutido ese tema con su madre demasiadas veces y de forma acalorada, porque ni siquiera se atrevió a manifestar abiertamente su opinión. Murmuró algo y luego se sentó en el banco.
—Pon a los dos pequeños en el asiento delantero, mamá —dijo él.
Me molestó que se refiriera a mí como pequeña y más aún que me hubiera metido en el mismo saco que a Brian, al que veía casi como un bebé.
—Tengo once años —aclaré con actitud provocadora mientras levantaba la barbilla para parecer un poco más alta.
Chad sonrió con sorna. Me miró desde lo alto del coche.
—¿De verdad ya tienes once años? ¡Mira tú por donde! —dijo, y enseguida me di cuenta de que se estaba burlando de mí—. Tengo quince años y no me apetece nada tener que ocuparme de ti o de este otro crío. ¿Entendido? Dejadme en paz y yo os dejaré en paz a vosotros. Por lo demás, ¡esperemos que los alemanes pierdan la guerra de una vez y todo vuelva a la normalidad!
—¡Chad! —lo reprendió Emma.
Subimos al coche. A pesar de que Chad me había tratado con manifiesta antipatía, era la primera persona en todo el día que había conseguido levantarme el ánimo. Lo que no supe fue explicarme por qué. Pero cuando empezamos a alejarnos de aquella iglesia y nos sumergimos en la oscuridad y la incertidumbre, sentí que me había liberado ya del peso que había estado atenazando mi corazón. Tuve la impresión de que comenzaba a sentir algo de curiosidad por lo que me esperaba a partir de entonces.