Domingo, 12 de octubre

1

Cuando volvió a casa de su abuela, después de medianoche, todavía estaba furiosa. Y algo borracha. Temía que incluso bastante, porque le había costado mucho abrir la puerta después de haberse equivocado de apartamento, aunque afortunadamente se había dado cuenta de que se hallaba en un piso equivocado antes de llegar a despertar al vecino. En ese momento estaba ya en el piso de Fiona y sabía que necesitaría al menos dos aspirinas para no encontrarse fatal al día siguiente.

La puerta del dormitorio de Fiona estaba cerrada. La anciana debía de dormir profunda y plácidamente. Leslie consideró la posibilidad de comprobarlo sin hacer ruido para asegurarse de que todo estaba bien, pero al cabo prefirió no correr ese riesgo. Acabaría despertándola, y Leslie no sabía lo que podría pasar si eso llegaba a ocurrir. Supuso que se pelearían tan desenfrenadamente que no sería posible ningún tipo de contacto normal entre ellas durante meses.

A la mañana siguiente incluso las olas más furiosas se habrían calmado.

Leslie se metió en el baño, rebuscó en el botiquín y encontró una caja de aspirinas en la que aún quedaban un par de tabletas. Llenó el vaso en el que tenía el cepillo de dientes con agua del grifo, echó las tabletas dentro y contempló cómo se disolvían lentamente.

Volvieron a aparecer frente a sus ojos las imágenes de aquella horrorosa velada.

Después de que Dave hubiera abandonado la casa, todos habían oído cómo había intentado infructuosamente arrancar el coche cuatro o cinco veces.

Quizá no lo consiga y se vea obligado a volver sobre sus pasos, había pensado Leslie, si bien por otro lado tenía clarísimo que después de la humillación que había sufrido, simplemente no podía volver a entrar, ni siquiera si la única alternativa posible para él era regresar a Scarborough a pie.

Al final había conseguido arrancar el coche, que había soltado un rugido enfermizo antes de permitirle alejarse de la granja. Gwen no había dicho nada, ni una sola palabra. Se había levantado y había abandonado el salón. Habían oído sus pasos mientras subía la escalera, unos pasos lentos, cansados.

Leslie finalmente se había levantado, pero Jennifer ya estaba junto a la puerta.

—Déjela, yo me ocuparé de ella —había dicho tras lanzarle una fría mirada a Fiona—. Tal vez sería una buena idea que se llevara a su abuela a casa.

Dicho esto, desapareció. Cal y Wotan se levantaron entre suspiros y la siguieron.

—Fiona, ¿cómo has podido…? —dijo Leslie, pero Fiona la interrumpió enseguida.

—No quiero irme a casa. Todavía tengo pendiente una conversación importante con Chad. Vete sola. Ya tomaré un taxi.

—Hasta que consigas un taxi…

—Ya te he dicho que debo hablar con Chad. Y puede que tarde un buen rato. Así que o decides esperarme o dejas que vuelva a casa en taxi.

Dicho esto, Fiona se había levantado y le había hecho un gesto a Chad para que la siguiera. Desorientada y enfurecida, Leslie se había limitado a observar cómo su abuela, después del considerable daño que había causado deliberadamente con sus palabras, se ocupaba de sus asuntos sin ni siquiera dar explicaciones ni mostrar la más mínima consternación. Como si nada hubiera ocurrido. Eso era muy típico de ella.

—No, no creo que te espere —había replicado Leslie con voz airada—. No creo que pueda quedarme ni un momento más aquí.

Fiona se había encogido de hombros. Leslie quería a su abuela, pero también sabía que cuando esta se refugiaba tras esa fachada de increíble frialdad y altanería era porque no deseaba mezclarse con una determinada persona o en una situación concreta, y entonces fue cuando recordó de repente todas las veces en las que siendo una adolescente difícil en plena pubertad había tenido que enfrentarse a esa conducta y lo mucho que había sufrido por ello. Las viejas heridas empezaron a abrirse de nuevo y entonces pensó que ese había sido el motivo por el que había decidido no pasar ni un segundo más en la granja.

No habría soportado quedarse ni un momento más cerca de su abuela. Por eso mismo tuvo muy claro que no podía volver directamente a casa de la anciana, donde le sería imposible encontrar la cantidad de aguardiente o de brandy que necesitaba para mitigar la rabia y la tristeza que sentía.

Se había despedido de Colin, al que había encontrado extraño e impenetrable, y este le había asegurado que se encargaría de conseguir un taxi para Fiona. Sabía que Gwen estaba en buenas manos porque Jennifer se había encargado de ella. Leslie subió a su coche y salió a toda prisa de allí. Al llegar a Burniston, pasó por delante de un pub bien iluminado y decidió entrar en el aparcamiento y detenerse. Esa noche, en el Three Jolly Sailors prácticamente solo había hombres, buena parte de los cuales quedaron sorprendidos mientras que otros se dedicaron a seguir con la mirada a la desconocida que se había dirigido como una flecha a la barra para tomar asiento en uno de los taburetes tapizados de piel. En el Yorkshire rural las mujeres no solían ir solas a los bares, pero eso a Leslie le daba absolutamente igual. Pidió un whisky doble, luego otro, luego otro más y a continuación sopesó la posibilidad de seguir bebiendo. Se acordó del intenso olor a desinfectante que le había llegado del servicio y pensó en el anciano y amable camarero que en algún momento le había servido un plato con patatas fritas gratinadas con queso.

—Debería comer algo entre copa y copa —le había dicho, pero la mera visión de aquellas patatas aceitosas y del queso fundido estuvo a punto de revolverle el estómago.

Un tipo intentó abordarla, pero Leslie lo recibió con tan mal humor que enseguida desapareció, asustado. Ella sabía que cuando a medianoche volviera tambaleándose ligeramente hacia el aparcamiento, ya no podría coger el coche, pero eso también le daba igual. De todos modos se las arreglaría para llegar a casa sin encontrar ningún control policial ni sufrir percances de ningún tipo.

A casa… En ese momento su casa era el enorme y ostentoso bloque de apartamentos blanco en el que vivía su abuela, en Prince of Wales Terrace, en South Cliff, una de las primeras direcciones de Scarborough. Con vistas a la bahía sur. Y sin embargo, Leslie jamás se había sentido bien allí. Como tampoco se sentía bien esa noche.

Las aspirinas ya se habían disuelto. Leslie bebió el contenido del vaso en pequeños sorbos. No le apetecía levantarse con una resaca que solo conseguiría empeorarlo todo todavía más.

Aunque ¿qué podría empeorar? Miró fijamente la imagen que veía reflejada en el espejo que estaba sobre el lavamanos. Era terrible lo mal que le había ido la velada a Gwen, solo le quedaba la esperanza de que Dave Tanner no se hubiera marchado para siempre. Sin embargo ¿era por eso y solo por eso por lo que se sentía tan miserable en ese momento?

No, también era por lo fría que era, asquerosamente fría, y se refería a Fiona. Y porque se habría largado de allí esa misma noche si hubiera podido, ya que el mero hecho de volver a su apartamento le producía angustia.

Aquel apartamento que había quedado vacío desde que Stephen se había marchado. Aquel apartamento en el que todo le recordaba a él. El apartamento en el que desde hacía dos años todo había quedado hecho añicos: el amor, la felicidad, la solidaridad, la seguridad, los planes de futuro.

Era como si estuviera viendo el rostro levemente sonrojado de Stephen delante de ella, como si lo oyera hablar en voz baja.

—Tengo algo que decirte, Leslie…

Y ella en ese momento había pensado: No, no lo digas, ¡mejor no me lo digas! Porque por una fracción de segundo había tenido el presentimiento de que estaba a punto de caerle encima algo que cambiaría su vida entera. Lo había notado y había querido detenerlo, pero no lo consiguió y desde entonces seguía sumergiéndose una y otra vez en la miseria de esa noche y no acababa de creerlo.

Vació el vaso en el que había disuelto las aspirinas. Estás borracha, Leslie, se dijo a sí misma, por eso estás tan sentimental. Stephen no se ha largado, eres tú quien lo ha echado de casa e hiciste bien. Cualquier otra cosa habría acabado siendo una lenta agonía. Llevas dos años viviendo sola en esa casa y te las arreglas bien; o sea, que mañana volverás y no habrá ningún problema. Pero hoy por la noche, no. En tu estado serías capaz de acabar aplastada contra el pilar de algún puente.

Salió del baño y pasó de puntillas por delante de la habitación de Fiona. Una vez hubo cerrado tras ella la puerta de su propia habitación, respiró con alivio. La cabeza le daba vueltas todavía y le costaba mantener la mirada fija en cualquier cosa.

El último whisky sin duda había sido demasiado, pensó medio adormilada, y también se dijo que tal vez debería haberse comido aquellas patatas.

De algún modo consiguió quitarse la ropa, que quedó tirada de cualquier manera por el suelo, se puso el pijama y se metió en la cama. Las sábanas y las mantas estaban frías. Se acurrucó, tiritando. Como un embrión.

La doctora Leslie Cramer, radióloga, treinta y nueve años, divorciada. Borracha como una cuba, tendida en una cama helada en Scarborough, sin nadie que le ofreciera su calor. Nadie.

Empezó a llorar. Volvió a pensar en su casa vacía de Londres y lloró aún con más ganas. Se tapó la cara con la manta, como hacen los niños. Para que nadie pudiera oírla llorar.

2

Odiaba las escenas como la que había tenido lugar aquella noche. Odiaba cuando los sentimientos acababan aflorando de ese modo, cuando las emociones se volvían incontrolables, cuando las mujeres lloraban, cuando su hija se encerraba en su habitación, cuando las personas se enzarzaban en una discusión y cuando tenía la impresión de que le reprochaban con la mirada que no hubiera hecho alguna cosa para evitar el caos tal como se esperaba de él. Eso era algo que él no podía hacer, pero es que tal vez fuera incapaz de hacer jamás lo que se esperaba de él y quizá fuera ese su gran problema en la vida.

Chad Beckett tenía ochenta y tres años.

Difícilmente iba a cambiar su manera de ser en lo que le quedaba de existencia.

Eran las cinco de la mañana del domingo, pero para Chad no era algo fuera de lo común estar despierto a esas horas. Cuando la granja todavía funcionaba, su padre solía sacar de la cama a toda la familia a las cuatro de la madrugada y Chad se limitaba a seguir el ritmo que había marcado toda su vida y que no tenía porque cambiar a esas alturas. Porque tampoco le apetecía cambiarlo. Le gustaban las horas previas a la salida del sol, cuando el mundo estaba callado, adormilado y parecía que era solamente para él. Solía aprovechar el alba para pasear por la playa, a veces entre una espesa niebla que llegaba desde el mar e impedía ver nada en tierra firme. En esas ocasiones tenía que lidiar con el despeñadero a ciegas, pero eso nunca supuso ningún problema. Conocía cada una de las piedras, cada una de las ramas. Siempre se había sentido seguro allí.

Pero ya no podía seguir arriesgándose de ese modo. Hacía tres años que le dolían las caderas y le costaba mucho andar, y sin embargo no quería ir al médico. No tenía nada contra ellos, aunque tampoco creía que hubiera nada que hacer con sus caderas. En cualquier caso, no sin pasar por el quirófano, y la idea de tener que ir al hospital lo aterrorizaba. Tenía la impresión de que una vez dentro no volvería a su granja jamás, y puesto que tenía previsto morir en su propia cama, prefería resignarse a no poder alejarse de su terruño.

Prefería apretar los dientes y aguantar.

El día se presentaba de nuevo soleado y claro, lo que significaba que no le iría demasiado mal. Los días malos eran los húmedos, cuando el frío se le metía en los huesos. La casa no se calentaba fácilmente y sobre todo en invierno las habitaciones siempre tenían humedad. Su madre solía ponerles ladrillos dentro de las camas por la noche, justo antes de acostarse, después de haberlos calentado durante horas en el horno de hierro colado de la cocina. Ni siquiera entonces las sábanas acababan de secarse del todo, pero al menos estaban algo cálidas. Pero hacía ya mucho tiempo que su madre se había ido para siempre, Gwen no había aprendido esa buena costumbre y él, como le ocurría con muchas otras cosas, pensaba que no valía la pena recuperarla. Le incomodaba encontrar la ropa de cama húmeda cuando se acostaba, pero de todos modos acababa durmiéndose y entonces dejaba de notarla.

Levantó la cabeza y aguzó el oído. Todos parecían estar aún durmiendo. No se oía ningún ruido procedente de la habitación de Gwen y tampoco había movimiento todavía en la que dormían los Brankley y sus dos perros. Mejor. Después de una velada como la que había tenido que soportar, solo conseguirían crisparle los nervios.

Arrastró los pies hasta la cocina para prepararse un café, pero al ver el desorden que reinaba en ella se detuvo antes de cruzar la puerta. Jennifer había tenido que ocuparse primero de Gwen y luego de sacar a pasear a los perros, por lo que le había tocado a Colin recoger la mesa. Este, tras retirar los platos, los vasos y la comida y dejarlo todo en la cocina, era evidente que había dado por cumplida su tarea. Los platos estaban apilados sobre la mesa y el aparador y llenaban también el fregadero. Había restos de sopa, de asado y de verduras pegados en las cacerolas. El olor era desagradable.

Chad decidió renunciar al café por el momento.

Lentamente dirigió sus pasos hacia la pequeña habitación que había junto al salón, la que Gwen y él utilizaban a modo de despacho. No es que hiciera falta realmente seguir llevando la contabilidad de la granja, pero allí es donde tenían el ordenador. A pesar de que Chad se negaba a beneficiarse de los adelantos de la época, Gwen había logrado convencerlo para que accediera a tener uno en casa. Las paredes estaban cubiertas por estanterías de madera que, en otros tiempos, en los que la granja de los Beckett todavía producía unos modestos beneficios, habían servido de archivador. Había un par de catálogos sobre el escritorio. De moda, como pudo comprobar Chad, con vestidos de los que Gwen se compraba de vez en cuando. Se dejó caer con un gemido sobre la silla del escritorio y conectó el ordenador.

¡Mira por dónde, a esas alturas había aprendido a manejar aquel trasto! Ya se había resistido el tiempo suficiente, hasta que Fiona había acabado por convencerlo para que obtuviera una dirección de correo electrónico. Para ser más exactos, había sido ella quien se la había conseguido. Incluso le había configurado la contraseña.

—Gwen se sienta a menudo frente al ordenador. No tiene porque leer tu correo —le había dicho Fiona.

—¿Qué correo? Si ya no recibo ni correo normal, ¿quién quieres que me mande noticias por el ordenador?

—Yo —le había respondido Fiona.

A continuación le había explicado, lentamente y con mucha paciencia, cómo funcionaba: cómo podía acceder a su correo, dónde debía introducir la contraseña —que era la palabra Fiona, naturalmente— y cómo se abrían los mensajes. Y cómo podía responderlos, por supuesto. Desde entonces mantenían correspondencia a través de ese extraño medio del que, sin embargo, Chad seguía recelando, a pesar de que tampoco había conseguido resistirse a su atractivo: le gustaba eso de recibir una carta de Fiona de vez en cuando. Y lo de poder contestarle con un par de parcas palabras. No obstante, no había osado aventurarse más en el mundo de esos trastos modernos, que es como él llamaba a los ordenadores. No se le había pasado por la cabeza la idea de navegar por internet, porque de todos modos no tenía ni idea de cómo funcionaba. Ni ganas.

El día anterior, había visto a Fiona bastante nerviosa. Probablemente necesitaba provocar un escándalo para calmarse. El ataque contra Dave Tanner había sido una válvula de escape para ella, si bien Chad estaba convencido de que la aversión que había demostrado contra el prometido de Gwen era genuina, como lo eran las reservas al respecto de su compromiso. Es posible que Fiona tuviera razón en sus insinuaciones acerca de los propósitos de Tanner, pero con la mejor de las intenciones él no podía enfadarse por eso. Era la vida de Gwen. Iba a casarse con más de treinta años, desde luego no era demasiado pronto, y tal vez llegaría a ser feliz con Tanner. Chad no creía que el amor fuera el único motivo por el que dos personas podían casarse. Era posible, desde luego, que lo que Tanner pretendiese fuera mejorar su nivel de vida. ¿Y qué? Al fin y al cabo eso sería bueno para la granja de los Beckett. Quizá llegaran a tener hijos y Gwen florecería como madre. Era una persona muy solitaria. Chad lo veía de un modo pragmático: mejor Tanner que nadie. No entendía por qué a Fiona le enfurecía tanto ese tema.

Después de haber aguado la celebración, se había sentado allí y había encadenado incontables cigarrillos, uno detrás del otro. La conocía desde que era muy joven, mejor que a cualquier otra persona en el mundo, se había dado cuenta de que algo la preocupaba y la importunaba y, efectivamente, después de lamentarse un rato sobre las previsiones de boda de Gwen, al final había abordado el tema.

—Chad, últimamente estoy recibiendo unas llamadas extrañas —le había dicho en voz baja—. Ya sabes, llamadas anónimas —se había apresurado a añadir.

Él no sabía de qué le hablaba, no había recibido jamás llamadas de esas.

—¿Llamadas anónimas? ¿De qué tipo? ¿Te han amenazado?

—No, nada de eso. Quiero decir, que quien llama no dice nunca nada. Se limita a respirar.

—¿Es…?

Fiona había negado con la cabeza.

—No. Ese tipo de respiración, no. Yo diría que no es sexual. Es una respiración silenciosa. Creo que quien está al otro lado se limita a escuchar cómo me enfado y luego, al cabo de un rato, cuelga.

—¿Y qué haces cuando te enfadas?

—Pregunto quién es. Qué quiere. Le digo que ese silencio no lleva a ninguna parte. Que me gustaría saber qué sucede. Pero nunca responde.

—Tal vez deberías limitarte a hacer lo mismo. No digas nada. Cuelga en cuanto oigas la respiración.

Fiona había asentido.

—Ha sido un error acceder a hablarle. Probablemente he reaccionado exactamente como él esperaba que hiciera. Y aun así…

Había encendido otro cigarrillo. No era la primera vez que Chad se preguntaba cómo alguien podía fumar tan compulsivamente durante décadas y décadas y seguir gozando de una salud de hierro.

—Me pregunto quién me llama —había dicho tras dar un par de caladas nerviosas al cigarrillo—. Si alguien se comporta así es porque se propone algo, sea lo que sea. Pero ¿por qué tengo que ser justamente yo su objetivo?

Él se había encogido de hombros.

—Tal vez sea solo casualidad. Ha encontrado tu nombre en la guía telefónica y te ha llamado. Es probable que tenga más de una víctima. Quién sabe si no pasa el día entero haciéndolo, cambiando de uno a otro. Tal vez insista contigo porque eres la que reacciona de forma más airada.

—¡Hay que ser un enfermo para eso!

—Sí, algo así. Sin embargo puede que sea inofensivo por completo. Quizá quien está al otro lado sea alguien desesperadamente reprimido, alguien que jamás se atreve a salir de su casa, ni osa dirigir la palabra a los desconocidos. Alguien que se siente poderoso mientras hace esas llamadas. Pero que no oculta más intención que esa.

Fiona se había mordido el labio inferior.

—¿Y no crees que puede tener algo que ver… con aquella historia?

Chad había entendido enseguida a qué se refería.

—No. ¿Con qué sales tú ahora? Eso sucedió hace una eternidad.

—Sí, pero… tampoco debe de haber terminado, ¿no?

—¿Y quién crees que es el autor de las llamadas?

Ella no contestó, pero él sabía que tenía a alguien concreto en mente. Y también sospechaba de quién se trataba.

—No lo creo —dijo—. ¿Por qué precisamente ahora? Tantos años después… Sí, ¿por qué ahora, Fiona?

—No creo que durante este tiempo haya dejado de odiarme.

—Entonces ¿aún está viva?

—Creo que sí. Allí arriba, sobre Robin Hood’s Bay…

—No te dejes llevar por la ira —le había advertido él.

—Tonterías —había replicado ella, con la máxima aspereza de la que fue capaz. Sin embargo, la mano en la que sostenía el cigarrillo le temblaba ligeramente.

Entonces fue cuando le soltó lo que quería pedirle en realidad.

—Me gustaría que borraras todos los correos electrónicos. Todos los que te he escrito. Es decir, todos los correos que te he escrito sobre… «aquello».

—¿Borrarlos? ¿Por qué?

—Me parece más seguro.

—Nadie puede leerlos.

—Gwen sigue utilizando ese mismo ordenador.

—Pero creo que es por eso por lo que tengo que ponerle una contraseña al trasto. O sea, ¿que no sirve para nada o qué? Menuda bobada, todo esto de los ordenadores… En todo caso, no creo que Gwen intentara fisgar en mis asuntos. No se interesa tanto por mí.

Por primera vez desde que había empezado la conversación, ella había sonreído. Más como una alusión que por diversión.

—En eso creo que te equivocas. Solo adora a Dios más que a ti. Pero tus antenas no están hechas para las relaciones interpersonales. Sin embargo… —Fiona se puso seria de nuevo—. Te pido que borres mis correos. Así me sentiría más segura.

El ordenador ya estaba listo y Chad abrió la bandeja de entrada de su correo. En el transcurso del último medio año, Fiona le había mandado cinco correos a Chad, cinco correos que en todos los casos llevaban datos adjuntos. Entre ellos había los correos de ella, típicos mensajes de saludo.

Alentadores cuando el tiempo había sido malo y Fiona había supuesto que a Chad le dolerían los huesos. Mordaces cuando se había enfadado porque él no le había escrito en mucho tiempo. Irónicos cuando había encontrado a algún viejo conocido común que no había tenido reparos en hablarle mal de él. A veces le comentaba una película que había visto. Otras se quejaba de que se estaba haciendo vieja. Pero jamás había dedicado ni una sola palabra a los viejos tiempos. Al pasado que habían compartido juntos.

Hasta el mes de marzo de ese año. Entonces le había llegado a Chad el primer correo con un fichero adjunto, junto con las instrucciones para abrirlo.

«¿Por qué?», le había preguntado en su correo de respuesta, nada más, solo ese ¿por qué? en letras gruesas e inclinadas, seguido de al menos diez signos de interrogación.

«Porque debo sincerarme», había sido la respuesta de Fiona. «Porque debo contárselo a alguien. Y como no puedo contárselo a nadie más, ¡te lo cuento a ti!»

«¡Pero si ya lo sé todo!», había respondido él.

«Por eso mismo eres inofensivo», había replicado ella.

No le servirá de nada, había pensado él entonces.

Chad recordó que la noche anterior había preguntado a Fiona cuál había sido el desencadenante. Lo que había motivado que hubiera empezado a escribirle todo aquello que nadie debía saber salvo él, que ya lo sabía todo y desde luego no disfrutaba recordándolo.

—Tal vez —le había respondido ella después de reflexionar mientras fumaba—, tal vez lo motivó la conciencia de que no me queda mucho tiempo de vida.

—¿Estás enferma?

—No. Pero soy vieja. No nos engañemos, esto no puede durar mucho más.

Él había leído algo de lo que le había enviado, pero no todo. A menudo se había sentido abrumado por el contenido. Le había enfurecido ver cómo todo aquello volvía a reavivarse, cómo se reabrían viejas heridas. Cómo salían a la luz cosas que habían quedado enterradas mucho tiempo atrás.

Chad hizo clic sobre el primer correo electrónico, con fecha del 28 de marzo. El estilo del contenido era típico de Fiona.

Hola, Chad, ¿cómo estás hoy? ¿Bien? El tiempo es seco y cálido, ¡tienes que estar bien! He estado escribiendo algo que deberías leer. Solo va dirigido a ti. Tú conoces la historia, pero tal vez no sepas todos los detalles. Eres la única persona en la que confío.

Fiona

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Chad abrió el fichero.