Viernes, 10 de octubre

1

Jennifer Brankley se acordó de sus años en la escuela, no tanto de los años en los que vestía falda plisada y blazer azul y llevaba una gran cartera marrón colgada a la espalda, sino de los últimos años, cuando era ella quien impartía la clase y cada mañana acudía al centro escolar y se enfrentaba llena de esperanza y de energía al día que tenía por delante. A veces le parecía como si hubieran pasado varias décadas desde entonces, como si no fuera más que el recuerdo de otra vida. En realidad no habían pasado más que un par de años desde aquellos tiempos que ella recordaba como los más felices de su vida. Un par de años… y nada había vuelto a ser como antes.

Tenía las bolsas de plástico con la compra —que consistía básicamente en comida para Cal y Wotan, sus dos dogos— apoyadas entre sus pies y un árbol, justo detrás de la verja de hierro forjado pintada de negro que rodeaba la finca de la Friarage Community Primary School. Era un gran complejo de edificios, varias casas de una o dos plantas de ladrillo rojo, con persianas azules tras las ventanas. Por encima de la escuela, a la izquierda, se alzaba la colina del castillo frente al que estaba la iglesia de Saint Mary, conocida sobre todo por su cementerio puesto que en él había sido enterrada la escritora Anne Brönte. El castillo y la iglesia parecían proteger la ciudad, la escuela y a los niños.

Un lugar bonito, pensó Jennifer.

Eran los seis o siete días que solía pasar en la granja de los Beckett, en Staintondale, junto a su marido, Colin, y especialmente Jennifer había tomado mucho cariño a la costa este de Yorkshire. Le encantaban los altiplanos azotados por el viento que se alternaban con amplios valles, los pastos interminables delimitados por muros bajos de piedra, las escarpadas peñas que se alzaban de repente sobre el mar y las pequeñas calas de arena fina flanqueadas por acantilados. Le encantaba también la ciudad de Scarborough, con sus dos grandes bahías semicirculares separadas por una lengua de tierra, con su puerto viejo, las lujosas casas en lo alto del South Cliff, los numerosos y anticuados hoteles cuyas fachadas tenían que soportar el viento y el salitre, cada vez más descascarilladas. A veces Colin se quejaba de ello, decía que estaría bien pasar las vacaciones en otro sitio por una vez, pero eso habría supuesto dejar a Cal y Wotan en una residencia canina, algo impensable en el caso de unos animales tan sensibles. Por fortuna, había sido Colin quien había tenido la idea de tener perros en casa, perros especialmente grandes, además. Jennifer recurría a ello cada vez que él se quejaba. Recaía sobre todo en Colin la responsabilidad de dar largos paseos de varias horas con los perros, a diario.

—Es un remedio milagroso contra la depresión —le había dicho él—. Y además es muy sano, lo mires como lo mires. Llegará un día en que no podrás pasar sin hacer un poco de ejercicio al aire libre.

Y tenía razón. Los perros y los paseos le habían cambiado la vida. La habían ayudado a salir del hoyo, y aunque tal vez tampoco la habían convertido en una mujer realmente feliz, sí habían devuelto algo de sentido a su existencia.

Había conseguido los perros en una asociación que operaba por internet para intentar encontrar nuevos dueños que se hicieran cargo de dogos abandonados. A Cal lo habían hallado atado en la cuneta de una carretera rural con un año de edad, mientras que el propietario de Wotan lo había llevado a una perrera en cuanto le hubo quedado claro, aunque un poco tarde, que no era fácil convivir con un perro tan grande en un octavo piso.

Lo peor de todo siempre es la estupidez humana, pensaba a menudo Jennifer; es peor todavía que la crueldad premeditada, porque la estupidez está mucho más extendida. La estupidez y la irreflexión. Esos eran los males que azotaban al mundo. Y por encima de todo, a los animales.

Ese día había dejado a los perros en la granja con Colin y había acompañado en coche a Gwen hasta la ciudad. Gwen había asistido durante tres meses a un curso para vencer su timidez, la última hora de clase había tenido lugar el miércoles anterior y esa tarde de viernes la profesora había convocado una pequeña fiesta de despedida. Jennifer se había abstenido de hacer comentarios acerca del curso. No creía en esa clase de historias. En tres meses, se suponía que varias personas que habían forjado su manera de ser a lo largo de varias décadas tenían que cambiar de golpe y volver a tomar las riendas de su vida. En su opinión, esos cursos estaban destinados a ganar dinero a costa de los problemas y las necesidades reales de personas a menudo desesperadas, personas dispuestas a agarrarse a un clavo ardiendo y a pagar una buena cantidad de dinero por ello. Gwen le había confesado que había gastado todos sus ahorros en el curso, pero Jennifer no tenía la impresión de que lo hubiera aprovechado mucho. Naturalmente, estaba cambiada, pero no había sido gracias a los sortilegios que habían practicado con ella los miércoles por la tarde. En todo caso, Jennifer estaba convencida de ello. Si había cambiado había sido sobre todo por el inesperado giro que había tomado su vida privada. Por un hombre, un hombre que se había enamorado de ella.

Al día siguiente celebrarían el compromiso matrimonial. A Jennifer le parecía increíble. Pero puesto que Gwen lo había conocido precisamente en esa escuela, tuvo que admitir, por lo menos, que ni el tiempo ni el dinero invertidos en el curso habían sido en vano.

¡Gwen se casaba! Jennifer, que solo era diez años mayor que ella pero siempre se había sentido como una especie de madre para Gwen, lo consideraba una maravillosa providencia del destino. Y sin embargo, al mismo tiempo había algo en todo aquello que la llenaba de inquietud: ¿quién era aquel hombre? ¿Por qué había elegido a Gwen si, por más encantadora y detallista que fuera, hasta entonces no había despertado el interés de ningún hombre? Era una chica demasiado anticuada. Era como si viviera ajena al mundo. Solo sabía hablar de su padre, que si papá esto, que si papá lo otro, ¿qué hombre podría aguantar algo así sin volverse loco?

Jennifer quería compartir la alegría de Gwen, lo deseaba de todo corazón, pero era incapaz. El día anterior había visto un momento a Dave Tanner cuando este llegó a la granja para recoger a Gwen, y desde entonces su inquietud al respecto no había hecho otra cosa que acrecentarse. A juzgar por el coche que conducía, Tanner debía de estar sin blanca. Y es que no podía ser de otra manera si sus únicos ingresos procedían de las clases de español y de francés que impartía y si vivía realquilado en una habitación amueblada. En caso de que ocultara una fortuna, no estaría viviendo de semejante modo. Sin embargo, era muy atractivo y desenvuelto, Jennifer lo había percibido a simple vista nada más verlo por la ventana de su habitación. Sin duda alguna podía elegir entre muchas otras mujeres aparte de Gwen, eso Jennifer también lo tenía claro. Mujeres más jóvenes, más guapas y más cosmopolitas. Incluso a pesar de sus apuros financieros.

Esa situación existencial tan evidentemente catastrófica era lo único que podía sustentar el romance entre Dave y Gwen, y por culpa de esa constatación Jennifer no había podido pegar ojo en toda la noche.

Sin embargo, no había dicho nada. En cualquier caso, no a Gwen. Había compartido sus temores con Colin y este había insistido en advertirle que no debía entrometerse.

—¡Es mayorcita! Tiene treinta y cinco años. Ya es hora de que decida por sí misma la vida que quiere llevar. ¡No puedes protegerla para siempre!

Sí, pensaba Jennifer mientras se deleitaba en la contemplación de la escuela bañada por el sol de la tarde de aquel plácido día de octubre, Colin tenía razón. Basta ya de proteger a Gwen Beckett de cualquier mal, se dijo. No es mi hija. Ni siquiera somos parientes. Y aunque lo fuéramos, ha alcanzado ya una edad en la que debe decidir por sí misma el camino que tomarán sus pasos.

La puerta del edificio principal se abrió. Los que salieron de ella debían de formar parte de la clase de Gwen. Jennifer decidió desterrar los prejuicios que pudieran aflorar en ella y también despojarse de aquella curiosidad que habría resultado del todo inadecuada. ¿Qué aspecto tenían las personas que se decidían a participar en un evento como aquel que tal vez sería incluso la última oportunidad que tendrían de cambiar? ¿Eran todas como Gwen, personas un poco anticuadas, reservadas, que se sonrojaban fácilmente pero que en el fondo eran encantadoras? ¿O eran reprimidas, desagradables, cascarrabias y absolutamente frustradas? ¿Agresivas? ¿Tan feas que te quitaban el hipo del susto?

Jennifer pudo comprobar que tenían un aspecto bastante normal. Había muchas más mujeres que hombres, que en total solo eran dos. Las mujeres vestían vaqueros, jerséis y chaquetas ligeras, puesto que no hacía demasiado frío. Algunas eran bastante guapas. Sin embargo, no había ninguna que fuera una belleza espectacular, del mismo modo que tampoco había ninguna con una presencia deslumbrante o provocadora. En resumen, una serie de personas más bien reservadas y poco acostumbradas a ser el centro de atención, pero que en ningún caso parecían perturbadas, extrañas o repugnantes.

Jennifer sonrió al ver a Gwen. Llevaba una falda floreada hasta las pantorrillas, como siempre. Y unas botas muy vulgares. ¿De dónde debía de haber sacado aquel abrigo tan horroroso? ¿Llegaría a disuadirla algún día su prometido de vestirse de esa forma?

Gwen se le acercó acompañada por un hombre y una mujer que debían de tener entre treinta y cuarenta años. A simple vista, la mujer parecía un tanto corriente, pero después de observarla mejor, Jennifer llegó a la conclusión de que era bastante atractiva. Gwen hizo las presentaciones.

—Esta es Jennifer Brankley. Jennifer, ellos son Ena Witty y Stan Gibson.

Ena Witty sonrió tímidamente y murmuró un saludo. Hablaba en voz muy baja. Stan Gibson, en cambio, miró con expresión radiante a Jennifer.

—Hola, Jennifer. Gwen nos ha contado muchas cosas sobre ti. Y sobre tus perros. ¿Realmente son tan gigantescos como dice?

—Todavía más —respondió Jennifer—, pero son obedientes como corderitos. No debería decirlo, pero creo que si entrara un ladrón en casa acudirían meneando el rabo para saludarlo y lamerle las manos.

—Tampoco me atrevería a probarlo. —Stan se echó a reír.

—Me gustan mucho los perros —susurró Ena.

Jennifer pensó que Ena era justo el tipo de persona que esperaba encontrar en un programa de formación como ese. Stan Gibson, en cambio, no encajaba en absoluto. No era un hombre especialmente guapo, pero era simpático y abierto y no parecía tener problemas de timidez y de angustia. ¿Qué debía de estar buscando en aquel curso durante los últimos meses?

Como si le hubiera leído la mente, Gwen se apresuró a aclararlo.

—Por cierto, Stan no estaba en nuestro curso. Durante los meses de agosto y de septiembre han tenido que reformar algunas aulas, y Stan trabaja para la empresa que se encarga de ello. Estaba aquí cada miércoles desde que empezó el curso, así es como lo conoció Ena.

Ena bajó la mirada hacia el suelo.

Toda una agencia de relaciones, esta Friarage School, pensó Jennifer. Gwen había encontrado allí al hombre de su vida. Ena Witty se había echado novio… ¡Si esto sigue así, la dirección podrá plantearse empezar a ganar dinero con ello!, se dijo.

—Puesto que ahora Ena y yo salimos juntos, me han dejado venir a la fiesta de despedida —dijo Stan—, y en las últimas semanas hemos charlado mucho también con Gwen. Bueno, Ena, podríamos invitar a Gwen y a Jennifer para que vengan algún día a nuestra casa, ¿no?

—¿A nuestra casa? —preguntó Ena, sorprendida.

—Cariño, ya puedes abrir los ojos cuanto quieras. Creo que está claro que algún día vivirás conmigo, y entonces, como es natural, podremos invitar a nuestras amistades a casa. ¡A nuestra casa! —Se rió en voz alta y con ganas antes de dirigirse a las otras dos mujeres—. Para Ena puede que todo esto esté yendo demasiado rápido. Mañana a primera hora nos marcharemos a Londres y pasaremos allí el fin de semana en casa de mis padres. Quiero que conozcan a Ena.

Gwen y Jennifer intercambiaron una mirada fugaz. Las dos compartían la impresión de que a Ena no acababa de gustarle el plan que proponía Stan si bien no se atrevía a manifestar su desacuerdo.

Sin embargo, se arrancó con una sonrisa.

—Está bien eso de ya no estar sola —dijo ella, y Jennifer vislumbró la soledad de aquella mujer y comprendió que era eso lo que habían estado tratando en las clases, mucho más que problemas de timidez, de indecisión o de algunas fobias.

En realidad las personas que se encontraban en cursos como aquel, pensó, estaban desesperadas principalmente a causa de la soledad. Eran mujeres solas como Ena, porque nadie reparaba en ellas y no habían aprendido a mostrarse ante el mundo con todos sus talentos, aptitudes y cualidades. Mujeres como Gwen, cuya vida había quedado varada y que esperaba que esta volviera a arrancar algún día. Ansiaban escapar de esos largos y melancólicos fines de semana y de las noches interminables que pasaban con el televisor como único compañero.

—Os llamaremos para invitaros —dijo Stan.

Después de despedirse, Jennifer y Gwen se dirigieron al puesto de libros. La comida para perros pesaba bastante, no obstante Gwen, que la ayudaba a llevar las bolsas, no se quejaba. Podrían haber cogido el coche de Chad o el de Colin, pero a pesar de que Gwen tenía carnet, no le gustaba conducir y solo se sentaba ante un volante en caso de extrema necesidad.

Y Jennifer…

—¿Por qué no vuelves a intentarlo? —le había preguntado Colin a mediodía—. ¡Quién sabe!, tal vez te va mejor de lo que crees.

—No —había respondido ella negando a la vez con la cabeza—. No puedo. No lo conseguiría. Es que… es que simplemente ya no confío en mí misma y son tantas cosas las que pueden llegar a ocurrir…

Colin no había insistido. Jennifer sabía que a su marido le gustaría que se esforzara en recuperar la confianza perdida, pero a veces tenía la sensación de que ya había dejado pasar demasiado tiempo y que no lograría reunir el valor para intentarlo de nuevo. Además, se había dado cuenta de que finalmente podía llevar una vida aceptable. Había perdido la confianza en sí misma cuando se trataba de ponerse frente al volante, y se mostraba algo huraña y desconfiada, pero no estaba sola. Tenía a Colin y a los perros. Las vacaciones en casa de Chad y de Gwen. Con eso ya estaba contenta. Tenía controlada la depresión. Y si alguna vez notaba que se avivaba de algún modo, se tomaba una pastilla, aunque eso no sucedía más de una vez por semana. Ya no era adicta a los medicamentos.

Pero no se permitía pensar en todo lo malo que había tenido que soportar. Eso ya había pasado. Hacía mucho tiempo, en otra vida.

Había encontrado un nuevo lugar para sí misma.

Lo único que tenía que conseguir era acabar de desprenderse del todo de la depresión. No intentar transfigurarla o pensar en aquellos tiempos con nostalgia. Esas cosas no funcionaban de la noche a la mañana, como había podido comprobar muy a su pesar. Aun así, algún día lo lograría.

Y entonces todo sería mejor.

2

—Tiene visita en su habitación —dijo la señora Willerton, la dueña de la casa en la que Dave vivía realquilado. Apenas había cerrado la puerta tras él y había cruzado el estrecho pasillo con las paredes repletas de cursis dibujos de animales—. Es la señorita Ward, su… bueno… ahora ya es su ex novia, ¿no?

—Le dije que no quería que dejara entrar a nadie en mi habitación en mi ausencia —replicó Dave, enfadado, y subió los empinados escalones de dos en dos antes de que la señora Willerton pudiera hacerle más preguntas.

Eso ya era lo último. Encima de vivir realquilado, tenía que pasar continuamente por delante de la cotilla de su casera. La señora Willerton sentía una enorme curiosidad por la vida amorosa de Dave, y este pensaba que probablemente era debido a que la de ella había quedado enterrada en el pasado, hacía varias décadas. Una vez le confesó, avergonzada, que el señor Willerton la había dejado por una novia que se había echado antes de los veinte en un club de fans de Harley-Davidson y no había vuelto a verlo.

A Dave no le había costado nada entender el porqué.

Estaba cansado. Acababa de dar una larga clase de francés de dos horas en la que había tenido que soportar la estremecedora pronunciación de una docena de amas de casa de mediana edad del norte de Yorkshire que se dedicaban a maltratar ese idioma cuya sonoridad y melodía tanto le gustaban. Anhelaba cada vez más que llegara el día en que pudiera dejar todo aquello. En ese momento su vida era demasiado agotadora, complicada y disparatada, lastrada además por las continuas cavilaciones acerca de si no sería un tremendo error lo que estaba a punto de hacer. Karen Ward, la estudiante de veintiún años con la que había tenido una relación de dieciocho meses, era la última persona a la que necesitaba ver esa noche.

Entró en su habitación. Como de costumbre, la había dejado bastante desordenada, con la cama por hacer y algo de ropa apilada descuidadamente sobre la silla. Sobre la mesa que estaba frente a la ventana habían quedado los restos de su almuerzo, una caja de cartón con las sobras de un plato de arroz del puesto de comida paquistaní para llevar y, al lado, una botella de vino blanco que había dejado descorchada, todavía medio llena. Karen siempre se enfadaba porque a veces bebía alcohol ya a mediodía. Al menos en el futuro se libraría de ese tipo de discusiones.

Encontró a Karen sentada en un taburete que estaba a los pies de la cama. Llevaba puesto un jersey de cuello vuelto de color verde oscuro y había enfundado sus largas y bonitas piernas en unos vaqueros muy ajustados. Los mechones de pelo rubio claro le caían desenfadadamente sueltos por encima de los hombros. Dave la conocía lo suficiente para saber que por la mañana necesitaba mucho tiempo para conseguir ese aspecto tan natural. No llevaba ni un pelo fuera de lugar, lo había querido exactamente de ese modo. También el maquillaje, aparentemente inexistente, era el resultado de un arduo trabajo.

Antes lo tenía fascinado por completo, había quedado prendado de su aspecto, pero ya no. Aunque era evidente que eso no había bastado para que su relación llegara a ser realmente larga.

Además, Karen era demasiado joven.

Dave cerró la puerta tras él. Habría apostado cualquier cosa a que la señora Willerton estaba justo debajo de ellos, aguzando el oído.

—Hola, Karen —dijo él, con la máxima soltura de la que fue capaz.

Ella se había levantado del taburete, claramente tenía la esperanza de que Dave se le acercara y la rodeara entre sus brazos, aunque solo fuera por un instante, pero él no hizo ademán alguno de complacerla. En lugar de eso, se quedó junto a la puerta y ni siquiera se quitó la chaqueta. No quería darle ningún indicio en absoluto de que la conversación fuera a ser larga.

—Hola, Dave —replicó ella finalmente—, perdona que haya venido así de… —Dejó la frase inacabada, suspendida en el aire.

Dave no le hizo el favor de aceptar las disculpas por haberse presentado sin avisar, sabía que aquello no era más que una fórmula de cortesía. Se quedó en silencio.

Con una expresión de desamparo en el rostro, la chica dejó que su mirada vagara por aquella habitación tan poco acogedora.

—Este lugar está peor que la última vez que lo vi —comentó.

Típico. Siempre tenía que criticarlo todo. Que si bebía demasiado vino, que si apenas ordenaba su cuarto, que si dormía en exceso o no era lo suficientemente ambicioso, que si, que si, que si…

—Ha pasado tiempo desde que viniste por última vez —replicó él—. Y desde entonces no ha habido nadie que me exigiera mantener un orden.

Y lo celebro, añadió para sí mentalmente.

Su respuesta había sido un error y se había dado cuenta de ello enseguida, nada más oír la réplica mordaz de Karen.

—Según como se mire, Dave. Si no recuerdo mal, estuve aquí la semana pasada.

Era un idiota, eso es lo que era. La semana anterior había vuelto a cometer una estupidez, a pesar de que se había propuesto no volver a hacerlo. Se había encontrado con Karen a altas horas de la noche en un pub del Newcastle Packet, en el puerto, donde ella trabajaba desde hacía poco como camarera. Había esperado hasta que acabara su turno, se había tomado un par de copas con ella y habían acabado la noche en aquella habitación. Recordaba vagamente haberse acostado con Karen de forma bastante salvaje y desinhibida. Desde que hubo cortado con ella a finales de julio, se habían visto un par de veces simplemente por eso, porque era alguien con quien le gustaba hablar, reír y acostarse, y porque a veces había necesitado distraerse para olvidar los tediosos encuentros con Gwen. Pero no había sido justo con Karen y no quería volver a caer en la misma debilidad. No le extrañaba nada que ella tuviera esperanzas de retomar la relación.

—Bueno, ¿por qué has venido aquí a esperarme? —preguntó Dave a pesar de saberlo perfectamente.

—¿No se te ocurre ningún motivo?

—Para ser sincero, no —ella lo miró tan ofendida como si hubiera recibido un bofetón y Dave tuvo que hacer un esfuerzo por dominarse—. Karen… siento lo de la semana pasada. Si es que… bueno, si es por eso por lo que has venido. Llevaba un par de copas de más. Pero no ha cambiado nada. Nuestra relación ha terminado.

Ella se sobresaltó un poco al oír las palabras de Dave, pero consiguió controlar su reacción.

—Desde que me dejaste a finales de julio hasta hoy solo he querido saber una cosa. ¿Recuerdas? Quería saber si había otra mujer.

—Sí. ¿Y?

—Me has dado a entender que no había nadie. Que el hecho de que lo dejáramos solo tenía que ver con nosotros.

—Ya sé lo que te dije. ¿Por qué tienes que salir otra vez con eso?

—Porque… —Dudó un poco—. Porque últimamente me han llegado voces de que hay alguien más en tu vida. Te han visto varias veces con otra mujer durante las últimas semanas. Y por lo que me han dicho, no es ni joven ni guapa.

Dave odiaba ese tipo de conversaciones. Tenía la sensación de encontrarse ante un interrogatorio.

—Y si es así, ¿qué? —replicó él con agresividad—. ¿Dónde está escrito que después de que me enrollara contigo no pueda volver a estar con otra mujer?

—Un año y medio de relación es algo más que enrollarse.

—Llámalo como quieras. En cualquier caso…

—En cualquier caso no te creo, no creo que… que la hayas conocido hace tan poco. Me dejaste el veinticinco de julio y hoy es diez de octubre.

—Sí, han pasado casi tres meses.

Karen parecía expectante. Dave se sintió entre la espada y la pared y se dio cuenta de que cada vez estaba más furioso. Después de todo lo que tenía que aguantar, encima eso… como si su vida no fuera ya bastante fastidiosa.

—No tengo por qué darte explicaciones —dijo fríamente.

A ella empezaron a temblarle los labios.

No la hagas llorar, por Dios, pensó Dave cada vez más enervado.

—Después de lo de la semana pasada… —empezó a decir Karen con la voz cada vez más quebrada. Él la interrumpió de golpe.

—¡Olvídate de lo de la semana pasada! Estaba borracho. Ya te he dicho que lo siento. ¿Qué más quieres que te diga?

—¿Quién es? Me han comentado que es bastante mayor que yo.

—¿Quién lo dice?

—La gente que te ha visto con ella. Compañeros de clase.

—Ya, ¿y qué? Simplemente es mayor que tú.

—Pero ¡debe de rondar casi los cuarenta!

—¿Y qué? Encaja conmigo. Yo también estoy llegando a los cuarenta.

—O sea, que es cierto.

Él no dijo nada.

—Siempre habías tenido novias más jóvenes —dijo Karen, desesperada.

Juventud. Era lo único que Karen podía ofrecerle.

—Tal vez esté en pleno proceso de cambiar mi vida —replicó él.

—Pero…

Dave lanzó sobre la mesa de mala manera la cartera que había estado sosteniendo durante todo el rato.

—Déjalo, Karen. Deja de humillarte. Porque mañana lamentarás haberlo hecho. Lo nuestro ha terminado. Son incontables los hombres que se volverían locos por una chica guapa como tú. Simplemente olvídame y no le des más vueltas.

Las primeras lágrimas empezaron a rodar por las mejillas de Karen cuando volvió a dejarse caer sobre el taburete en el que había estado esperándolo.

—No puedo olvidarte, Dave. No puedo. Y creo… creo que tú tampoco puedes olvidarme a mí, a decir verdad. De lo contrario la semana pasada no me habrías…

—¿Qué? ¿Follado, quieres decir? ¡Al diablo, Karen, ya sabes cómo son estas cosas!

—Tu nueva novia no tiene ningún atractivo en absoluto. Tal vez no te guste tanto acostarte con ella como conmigo.

—En cualquier caso, eso es asunto mío —dijo él, cada vez más airado.

Había tocado el tema más espinoso de todos. El sexo con Gwen era algo inimaginable, y a Dave le horrorizaba pensar en el día, o la noche, en que no pudiera seguir eludiéndolo. Probablemente solo sería capaz de hacerlo si se emborrachaba e intentaba pensar en el bonito cuerpo de Karen.

Pero eso sería mejor que Karen no llegara a saberlo jamás.

Ella lloraba ya abiertamente.

—Hoy ha venido a verme de nuevo la inspectora Almond —sollozó—. Por lo de Amy Mills.

Resignado, Dave se quitó la chaqueta. Tenía para rato. Acababa de sacar un tema con el que siempre terminaba llorando a moco tendido. Al menos no lloraría por él, algo habían avanzado. Ojalá no estuviera tan cansado, tan harto de todo, tan cargado de problemas.

—¿Y qué quería esta vez? —preguntó él, rendido. Cuando Karen en lugar de responder empezó a sollozar aún más fuerte, Dave sacó una botella de aguardiente de su armario y dos vasos más o menos limpios—. ¡Vale ya! Tómate esto.

Karen bebía alcohol solo en contadas ocasiones y siempre se que jaba de que él lo hiciera, pero esa vez se llevó el vaso a los labios y lo vació de un solo trago. Dejó que le sirviera otro y lo vació del mismo modo. A continuación, las lágrimas al menos remitieron un poco.

—Bueno, básicamente me ha hecho las mismas preguntas una vez más —dijo. Igual que en julio, justo después de que el asesinato de Amy Mills hubiera conmocionado a Scarborough. Karen parecía agotada y conmovida—. Soy la única que tenía algo de contacto con Amy, por eso quería que le contara nuevamente lo que solía hacer, cómo pasaba los días y esas cosas. Pero ni siquiera yo sé demasiado acerca de ella. Quiero decir que… —Se mordió los labios—. Siempre me pareció que Amy era un poco… rara. Muy inhibida. Me daba lástima. Pero no puede decirse que fuéramos amigas.

—Precisamente por eso tampoco debes reprocharte nada —dijo Dave—. Has hecho más que los demás. Tú al menos fuiste a tomar un café con ella un par de veces para escuchar sus problemas. Dios mío, es evidente que tenía dificultades para conectar con la gente. Y eso no es culpa tuya.

—La policía no tiene ni idea de quién pudo haberlo hecho. No tienen ninguna pista, nada —dijo Karen—. En cualquier caso, esa es la impresión que me dieron. ¿Tú conoces bien a la señora Gardner?

—¿Quieres decir…?

—La señora Gardner. La madre de la niña a la que Amy estuvo cuidando ese día.

—Linda Gardner. Naturalmente que la conozco. También da cursos de idiomas y siempre hemos tenido que combinar nuestras clases. Pero aparte de eso no teníamos ninguna relación.

—Había dado una clase la noche en la que, más tarde, asesinaron a Amy.

La noche en la que él había conocido a Gwen y la había llevado a casa en coche. Recordaba bien esa noche, ¡demasiado bien!

—Claro. Por eso Amy había estado cuidando a su hija.

—La inspectora Almond busca a personas que lo supieran. Que supieran que Amy trabajaba como canguro en casa de la señora Gardner. Me ha preguntado si yo lo sabía. Le he dicho que sí.

—A ti no te consideran sospechosa.

—Querían saber si conocía a alguien que también lo supiera. —Karen lo miró llena de expectación.

Furioso, Dave solo quería que le dijera lo que pretendía. Odiaba esa costumbre que tenía Karen de andarse siempre con rodeos.

—Sí. ¿Y?

—No le he dicho que creía que tú debías de saberlo.

—¿Y por qué no?

Karen escondía algo, o al menos eso le pareció a él.

—No… no quería causarte problemas, Dave. Tenías la noche libre. Y recuerda que al día siguiente tuvimos una bronca descomunal porque me dejaste plantada y no quisiste decirme qué había sucedido realmente.

Claro que no. ¿Tendría que haberle contado que había ido en coche hasta Staintondale? Porque entonces habría sido inevitable explicarle también lo que sucedió a continuación.

Trató de calmarse a pesar de lo furioso que ella lo ponía.

—Siempre he tenido problemas para controlarme contigo. Tal vez ese fuera el motivo por el que nuestra relación fracasó.

—¿Lo sabías? ¿Sabías que una joven estudiante trabajaba para la señora Gardner?

—Es posible que me lo hubiera contado, sí. ¿Y qué? ¿Crees que aceché a Amy en el parque y la maté a golpes?

Karen negó con la cabeza.

—No.

Parecía triste y cansada. Seguramente no era por la suerte que había corrido una de sus compañeras de curso a la que solo había conocido de manera superficial, ni tampoco por las dificultades evidentes que tenía la policía para resolver el caso. Estaba así porque su relación con Dave había fracasado. Sintió que afloraba en él cierto sentimiento de culpa. Y eso lo enfurecía. No quería sentirse culpable.

—Bueno… —dijo.

Karen cogió su bolso. No había nada más que pudiera demorar más su despedida.

—Sí, bueno… —dijo también ella, con la voz quebrada.

—Siento que las cosas hayan sucedido de este modo —dijo Dave con una mueca en el rostro—. De verdad.

Los ojos de ella volvieron a llenarse de lágrimas.

—Pero ¿por qué, Dave? Es que no lo comprendo.

Porque estoy loco, pensó él, porque estoy cometiendo una absoluta locura. Porque finalmente me gustaría tener otra vida. Porque veo un camino, porque solo veo un camino, este, que pueda seguir.

Dave sabía que ella odiaba que le respondiera con tópicos, pero de todos modos recurrió a uno.

—A veces es difícil comprender ciertas cosas. Y simplemente deben aceptarse.

Le abrió la puerta. Una tabla del entarimado crujió en el piso de abajo. La casera, que había estado todo el tiempo a los pies de la escalera, se alejó a toda prisa.

—Te acompaño abajo —dijo Dave.

Karen se echó a llorar de nuevo. Al menos la trataría con cortesía al final.

3

Estaban sentadas con una botella de agua mineral y un montón de paquetes de cigarrillos. Leslie constató una vez más que jamás llegaría a acostumbrarse a algunas contradicciones del carácter de su abuela y probablemente menos todavía a aquella: Fiona fumaba como un carretero, se fumaba hasta sesenta cigarrillos al día y al parecer ignoraba con absoluta impasibilidad las advertencias de las cajetillas que profetizaban, con palabras e imágenes bastante contundentes, una muerte dolorosa íntimamente relacionada con el placer que le proporcionaban los cigarrillos. En cambio, se negaba a probar el alcohol, ni siquiera guardaba una sola botella en casa.

—Es perjudicial —solía decir—, te atonta. ¿Cómo quieres que me guste algo que mata tantas neuronas?

Después del largo viaje en coche desde Londres, a Leslie le habría gustado relajarse con un par de copas de vino, por no mencionar que habría deseado terminar ebria una semana que había empezado el lunes con su divorcio. Estaba molesta porque de haber recordado esa particularidad de Fiona se habría llevado de casa una o dos botellas.

Las dos mujeres estaban sentadas en el salón ante una mesita de café que estaba justo frente a la ventana. Fuera reinaba la más absoluta oscuridad, pero entre las nubes que se extendían por el cielo nocturno sobre la bahía sur de Scarborough refulgía de vez en cuando alguna que otra estrella. En ocasiones incluso asomaba la luna. En esos momentos, el mar parecía una masa oscura, sombría, agitada.

—¿Y qué impresión te ha dado Gwen? —preguntó Leslie.

Fiona se encendió el quinto cigarrillo desde que su nieta se había presentado en su casa con todos los bártulos para instalarse en la habitación de invitados.

—Me ha parecido bastante abrumada por todo lo que le está ocurriendo. Pero supongo que me preguntas si también se siente feliz. No lo sé. Está tensa. En mi opinión no se fía mucho de su prometido.

—¿En qué sentido?

—Tal vez dude de que sus intenciones sean serias. Y no es la única. Su padre y yo sí dudamos de él, en todo caso.

—¿Conoces a Dave Tanner?

—Conocerlo sería decir demasiado. Durante los dos últimos meses hemos coincidido un par de veces en la granja de los Beckett. Y una vez los invité a los dos, a Gwen y a él, a venir aquí. Creo que eso lo incomodó muchísimo. No le gusta conocer a gente del entorno de Gwen… y eso que somos pocos. Probablemente teme que lo descubramos.

—¿Descubrirlo? Hablas como si fuera…

—¿Un impostor? Esa es justo la impresión que me llevé de él —dijo Fiona con vehemencia antes de dar una larga calada al cigarrillo, presa de los nervios—. Podemos hablar de esto abiertamente, Leslie, y que no salga de aquí. Aprecio mucho a Gwen. Es una persona encantadora. A veces pone demasiado empeño en contentar a la gente y puede llegar a sacarme de quicio, pero eso no significa que tenga mal carácter. Tiene treinta y cinco años, y que yo sepa en su vida no ha habido jamás un hombre que se haya interesado tanto por ella ¡y las dos sabemos por qué!

Leslie se revolvió un poco en su asiento.

—Bueno, es que…

—No creo que haya en el mundo alguien más soso que ella. Aburriría incluso a las ostras. A veces parece una cateta, no sabe vestirse. Es increíblemente anticuada, la ha marcado esa porquería de libros que lee continuamente. Vive en un mundo que no existe. Puedo comprender que los hombres la eviten cuando se encuentran con ella.

—Sí, pero tal vez haya alguno que mire en su interior y…

Fiona soltó una exclamación cargada de desdén.

—¿Qué encontraría? Gwen no es tonta, pero desde que salió de la escuela no ha seguido ningún tipo de formación y nunca se ha interesado de verdad por lo que ocurre más allá de su vida. ¡Espera a conocer a Dave Tanner mañana por la noche! Es que sencillamente no consigo imaginar que un hombre como ese consiga soportar durante mucho tiempo a una mujer con la que no puede hablar de nada.

—¿Quieres decir que…?

—Que es un tipo cultivado, inteligente e interesado por todo lo que sucede en el mundo. Y encima es un hombre atractivo, lo tiene todo a su favor. Sin embargo, ha desperdiciado bastante su vida. Y desde mi punto de vista, ese es el quid de la cuestión.

—¿Quieres decir que…? —dijo de nuevo Leslie.

—¿Sabes qué hace ese tipo para mantenerse a flote? Da clases de idiomas a amas de casa por las tardes. ¿Para eso tiene estudios superiores y la carrera de ciencias políticas? Bueno, la dejó justo antes del examen final de licenciatura, prefirió comprometerse con el movimiento pacifista y dedicarse a no sé cuántas idioteces más que no le habrán servido para nada. Ahora tiene cuarenta y tres años y vive realquilado en una habitación amueblada. Es lo único que se puede permitir. Y eso lo hace inmensamente infeliz.

—Veo que sabes mucho sobre él.

—Me gusta hacer preguntas directas. A partir de las respuestas que recibo me hago una idea de cómo es la gente. Y no suelo equivocarme mucho. Estudiante fracasado, pacifista, ecologista… todo parece muy adecuado para un joven. Sin duda más interesante y emocionante que una vida aburguesada. Pero llega un momento en el que ese equilibrio se rompe. Cuando uno se hace mayor. Cuando vivir en un piso compartido y las reuniones para organizar interminables marchas de protesta dejan de tener gracia. Supongo que Tanner debe de llevar mucho tiempo insatisfecho, a pesar de que ahora se vea inmerso de lleno en la típica crisis de madurez. Siente pánico al ver cómo se le cierran las puertas y se le escapa una vida estable, segura, solvente. Apostaría a que está desesperado. A pesar de la indiferencia que pueda demostrar al respecto.

—¿Te das cuenta de lo que estás diciendo, Fiona?

—Sí. Y creo que alguien debería decírselo también a Gwen.

Leslie se mordió los labios.

—No puede ser, Fiona. Si ella… ¡Es imposible!

—Pero ¿eres consciente de la vida que la espera? —exclamó Fiona—. Ese tipo se instalará en la granja y esperará con toda tranquilidad a que Chad entregue el alma, algo que no puede tardar mucho en suceder. No negaré que seguramente puede aportar muchas y buenas ideas para transformar la granja en un lugar atractivo para pasar las vacaciones, tal vez incluso aporte su energía para llevarlo a la práctica y sea capaz de hacerlo realmente. Es lamentable la manera como Chad y Gwen han llevado el bed & breakfast hasta ahora y seguro que él consigue animarlo, sin duda lo hará mejor que ellos. Pero un matrimonio es mucho más que eso, ¿no crees? Apuesto a que acabará engañando a Gwen. No tendrá reparos para resarcirse con las estudiantes del campus de Scarborough como hace ya ahora. ¡Y llegará un día en el que Gwen se enterará de ello y entonces se le caerá el mundo encima! ¿Debemos permitir que ocurra algo así?

—Tal vez ella ya haya asumido que eso pueda llegar a ocurrir.

—Porque cree que no tiene otra opción. Hace años que espera que un príncipe azul montado en un caballo blanco acuda a recogerla a su castillo. Ahora finalmente ha sucedido, con caballo blanco o sin él, o mejor dicho con el trasto de coche oxidado con el que lo vi llegar. Pero da igual. Él es la única oportunidad que se le ha presentado y eso ha deslumbrado a Gwen, hasta el punto de inhibir cualquier instinto de prudencia en ella, porque estoy segura de que en el fondo debe de haberse despertado con todo esto.

—Por teléfono me pareció oírla muy cambiada. Más libre. Más feliz. Realmente me he alegrado mucho por ella.

—Sin duda toda esta historia la ha rejuvenecido. Maldita sea, Leslie. —Fiona dio otra calada llena de agresividad a su cigarrillo—. ¿De verdad crees que tengo algún interés en pelearme con Gwen por todo esto? ¡Naturalmente que no! Nadie debe pelearse por esto. Es una situación complicada.

—Tal vez tampoco nos incumba a nosotras hacérselo ver, Fiona. Ni siquiera somos de su familia.

—Sin embargo, somos las únicas personas que tiene. A su padre no le gusta Tanner, pero no creo que él quiera entrometerse. Siempre se ha mostrado débil con Gwen y a estas alturas sería incapaz de terminar con este asunto. Pero yo… yo siempre he sido una especie de madre para ella. Siempre ha confiado mucho en mí. Ojalá… —Interrumpió la frase de repente, sin llegar a explicar lo que deseaba, tal vez era consciente de lo infructuoso que sería cualquier deseo que pudiera enunciar. En lugar de eso, se quedó mirando enfáticamente a su nieta—. ¿Y a ti cómo te van las cosas? ¿Cómo se siente una… recién divorciada?

Leslie se encogió de hombros.

—Ya me he acostumbrado a vivir sola. El divorcio solo ha sido una formalización.

—¡Pues tampoco es que parezcas muy feliz!

—¿Y qué esperabas? Quería pasar el resto de mi vida junto a Stephen. Queríamos tener hijos… No tenía previsto mudarme de casa a los treinta y nueve años para volver a vivir sola en un pequeño apartamento, hecho a medida para una persona soltera y activa profesionalmente y volver a empezar de nuevo.

—¡Yo tampoco he entendido que te separaras! Habéis pasado tantas cosas juntos… Dios mío, solo porque una vez bebiera demasiado y acabara acostándose con una jovenzuela cuyo nombre ni siquiera debía de recordar al día siguiente… ¿Solo por eso tenías que arrojarlo todo por la borda?

—Acabó con la confianza que nos teníamos. Yo tampoco creí que fuera algo tan grave. Pero ya no confiábamos el uno en el otro y eso hizo mella en el día a día. Lo cambió todo. Ya no lo soportaba más… Ya no le soportaba más.

—Cada cual debe tomar sus propias decisiones —dijo Fiona.

—Exacto —dijo Leslie—. Y Gwen también. Fiona, es su vida. Y ya es mayorcita. Dave Tanner es el hombre por el que se ha decidido. Debemos respetar su decisión.

Fiona murmuró algo para sí. Leslie se inclinó hacia delante.

—¿Y tú qué, Fiona? Tampoco es que tengas buen aspecto. Creo que pocas veces te había visto tan pálida. Y has perdido peso. ¿Va todo bien?

—Por supuesto que todo va bien. ¿Qué podría ir mal? Ya soy vieja, no esperes verme cada día más fresca y más risueña. Finalmente he entrado en esa etapa de la vida en la que solo hay lugar para el declive. Desgraciadamente.

—Ese pesimismo no es propio de ti.

—No soy pesimista, me limito a ser realista. Ha empezado el otoño, los días a menudo son húmedos y fríos. Lo noto en los huesos. Es normal, Leslie. Es del todo normal que ya no sea la Fiona que conocías.

—¿Estás segura de que no hay nada que te inquiete?

—Completamente segura. Mira, Leslie, no te preocupes por mí. Ya tienes bastante con tu vida. Y ahora —dijo Fiona al tiempo que se levantaba del asiento— me voy a acostar. Ya es tarde. Debo reservar fuerzas si quiero sobrevivir a la celebración por todo lo alto de ese compromiso en el marco idílico de la granja de los Beckett. ¡Especialmente porque estoy convencida de que no será más que el inicio de una tragedia!

—Sí que estás demasiado pesimista —le dijo Leslie con una sonrisa antes de contemplar cómo su abuela abandonaba el salón.

Conocía a Fiona. Más que a cualquier otra persona del mundo.

Estaba segura de que algo no iba bien.