Jueves, 9 de octubre

1

Cuando el teléfono sonó en el salón de Fiona Barnes, la anciana se estremeció y se apartó de la ventana por la que había estado contemplando la bahía de Scarborough. Se acercó a la mesita sobre la que tenía el teléfono y vaciló un momento antes de descolgar. Por la mañana ya había recibido una llamada anónima y otra el día anterior, a mediodía. Durante la última semana habían sido dos las veces que se había repetido esa situación tan agobiante. De hecho, no estaba segura de si podía calificar aquellas llamadas de anónimas, puesto que al otro lado de la línea nunca decían nada. Sin embargo, podía escuchar claramente el sonido de una respiración. Incluso si no le daba por colgar de inmediato, como había hecho esa misma mañana presa de los nervios, acababa siendo el desconocido o la desconocida quien colgaba tras un minuto de silencio.

Fiona no se asustaba con facilidad, se jactaba de tener unos nervios de acero y la cabeza fría, pero aquel asunto la inquietaba y la desconcertaba. Le gustaría simplemente hacer caso omiso a aquellas llamadas y no molestarse siquiera en descolgar el teléfono, pero naturalmente corría el riesgo de perder también otras llamadas que sí consideraba importantes. Las de su nieta Leslie Cramer, por ejemplo, que vivía en Londres y estaba intentando superar el trauma de un divorcio. Leslie no tenía más parientes aparte de su anciana abuela de Scarborough, y Fiona quería poder hablar con Leslie si ella la necesitaba.

Dejó sonar el teléfono cinco veces antes de descolgar.

—Fiona Barnes —dijo. Tenía la voz áspera y tosca, como consecuencia de toda una vida fumando de forma empedernida.

Silencio al otro lado de la línea.

Fiona suspiró. Lo que tenía que hacer era comprarse otro teléfono, uno de esos con pantalla, en los que puede verse de antemano el número de la persona que llama. Al menos de ese modo podría distinguir las llamadas de Leslie y obviar las restantes.

—¿Quién es? —preguntó.

Silencio. Tan solo se oía respirar.

—Empieza a sacarme de quicio —dijo Fiona—. Al parecer tiene usted algún problema conmigo. Quizá deberíamos hablar de ello, ¿no? Me temo que esa extraña táctica suya no lleva a ninguna parte.

La respiración ganó en intensidad. De haber sido más joven, Fiona habría llegado a pensar que se trataba de alguien obsesionado con ella, alguien que tan solo con oír su voz por teléfono ya tuviera suficiente para librarse a actividades lúbricas. Sin embargo, puesto que en el mes de julio había cumplido los setenta y nueve años, aquella hipótesis se le antojaba altamente improbable. Además, no parecía que aquella respiración fuera debida a ningún tipo de estimulación sexual. Quien llamaba estaba excitado, pero en otro sentido. Parecía nervioso. Agresivo. Muy emocionado.

No tenía nada que ver con el sexo. Entonces ¿con qué?

—Voy a colgar —amenazó Fiona, pero antes de poder cumplir con su aviso, su interlocutor interrumpió la comunicación. Lo único que pudo oír Fiona fue el tono rítmico que salía del auricular—. ¡Debería denunciarlo a la policía! —dijo, airada.

Colgó con brusquedad y de inmediato encendió un cigarrillo. Por supuesto, temía que si acudía a la policía no le hicieran ni caso. No la habían insultado ni una sola vez, como tampoco la habían molestado con obscenidades ni la habían amenazado. Naturalmente, era comprensible que interpretara esos silencios constantes al teléfono como una amenaza, pero no bastaban para tratar de averiguar quién era el autor de las llamadas. En un caso tan impreciso como ese, la policía no habría emprendido una investigación para descubrir la identidad de quien telefoneaba, eso sin tener en cuenta que, fuera quien fuese, seguro que era lo suficientemente listo para llamar solo desde un teléfono público y no siempre desde el mismo. Gracias a la televisión, pensó Fiona, hoy en día la gente sabe cómo deben cometerse los delitos y qué errores es mejor evitar.

Además…

Se acercó de nuevo a la ventana. Fuera el día era maravilloso, un día de octubre radiante, soleado, ventoso y claro. La bahía de Scarborough parecía bañada por la luz dorada del sol. El mar estaba revuelto, presentaba un intenso color azul oscuro interrumpido por las crestas blancas de las olas. Cualquiera que hubiera podido gozar de esa vista habría quedado fascinado. Menos Fiona. En ese momento ni siquiera reparó en el paisaje que tenía frente a su ventana.

Sabía cuál era el motivo por el que no acudía a la policía. Sabía cuál era el motivo por el que hasta entonces no le había contado a nadie, ni siquiera a Leslie, que recibía aquellas extrañas llamadas. Sabía el motivo por el que, a pesar de la inquietud, se mostraba tan reservada con aquel asunto.

La pregunta lógica que le habría hecho cualquier persona a quien se lo contara sería: «¿Hay alguien que tenga algo contra ti? ¿Se te ocurre que alguna persona pueda guardar alguna relación con el asunto?».

Para ser sincera, tendría que responder afirmativamente a esa pregunta, lo que traería consigo más preguntas y explicaciones por su parte. Y todo volvería a aflorar. Todas aquellas horribles historias. Todas las cosas que deseaba olvidar. Cosas que Leslie jamás debía llegar a saber.

Por otra parte, si fingía estar desconcertada y aseguraba no conocer a ninguna persona que pudiera tener algo contra ella como para atormentarla de ese modo, entonces tampoco tendría sentido contárselo a nadie.

Dio una larga calada al cigarrillo. El único con quien podía sincerarse era Chad. Al fin y al cabo, él estaba al corriente de todo. Tal vez debería hablar con Chad. También podía ser útil que él borrara los correos electrónicos que ella le había mandado. Sobre todo los archivos adjuntos. Había sido una imprudencia por su parte enviar todo aquello por internet. Había creído que podía arriesgarse porque el asunto llevaba mucho tiempo enterrado. Porque todo aquello formaba parte de un pasado lejano, tanto para ella como para él.

Posiblemente se había equivocado al respecto.

Tal vez debería eliminar también todo aquel extenso material de su propio ordenador. Le costaría mucho, pero probablemente sería lo mejor. De todos modos había sido una idea descabellada ponerlo todo negro sobre blanco. A fin de cuentas, ¿qué esperaba sacar de ello? ¿Alivio? ¿Quería limpiar su conciencia? Le parecía más bien que lo había hecho para aclararse, tanto ella como Chad. Tal vez lo había hecho con la esperanza de comprenderse mejor a sí misma. El caso es que no lo había conseguido. No se comprendía mejor que antes, de ninguna manera. Nada había cambiado. La vida ya vivida no puede cambiarse, no pueden analizarse las cosas con la intención de relativizarlas, se dijo. Los errores seguían siendo errores y los pecados seguían siendo pecados. Había que aprender a vivir con ellos, porque te acompañaban hasta la muerte.

Apagó el cigarrillo en una maceta y entró en su estudio para conectar el ordenador.

2

El último interesado había sido el peor de todos. No había parado ni un momento de criticarlo todo. El suelo de parquet estaba desgastado, los pomos de las puertas parecían de mala calidad, las ventanas no estaban lo suficientemente aisladas, las habitaciones no eran acogedoras y la distribución tampoco era la ideal, la cocina estaba anticuada y las vistas al pequeño parque de atrás carecían de atractivo.

—No es precisamente una ganga —le había dicho, furioso, antes de marcharse.

Leslie tuvo que contenerse para no despedirse de él con un portazo. Se sintió aliviada de no haberlo hecho porque, como tantas otras cosas en aquel piso, la cerradura no funcionaba muy bien y una sacudida como esa podría haber supuesto su golpe de gracia.

—Canalla —se limitó a decir.

Luego se dirigió a la cocina, se encendió un cigarrillo y preparó café. Un espresso le sentaría bien. Miró por la ventana para contemplar aquel día lluvioso. El parque, claro estaba, no tenía un aspecto seductor bajo esa llovizna que lo teñía todo de gris, a pesar de que diez años antes Stephen y ella se habían enamorado de aquella arboleda situada en medio de Londres y se habían decidido por aquel apartamento. Sí, la cocina era anticuada, los suelos crujían, muchas cosas estaban en mal estado y eran poco prácticas, pero la casa tenía encanto, tenía alma, y Leslie se preguntaba cómo era posible que la gente no se diera cuenta de ello. Menudo fanfarrón. Eran todos unos quejicas. La segunda en ver la casa, una anciana, quizá había sido la que menos se había quejado. Tal vez acabaría siendo su inquilina… Pero se le acababa el tiempo. Leslie se mudaba a finales de octubre. Si para entonces no había conseguido que alguien aceptara las condiciones de su contrato de alquiler, tendría que pagar dos y eso era algo que no podía permitirse.

No pierdas los nervios, se ordenó a sí misma.

Cuando sonó el teléfono estuvo a punto de ignorarlo, pero cayó en la cuenta de que podría ser alguien interesado en el alquiler, por lo que cruzó el pasillo y descolgó.

—Cramer —dijo. Cada vez le costaba más responder con su apellido de casada. Pensó que debería volver a utilizar su apellido de soltera.

—¿Leslie? —La voz sonó débil y tímida al otro lado de la línea—. Soy Gwen. Gwen, de Staintondale.

—¡Gwen!

No esperaba recibir una llamada de Gwen, una amiga de su infancia y juventud, pero se alegró de oírla de todos modos. Debía de haber pasado ya un año desde la última vez que se habían visto, y por Navidad se habían llamado por teléfono, solo para felicitarse el Año Nuevo.

—¿Cómo te va? —preguntó Gwen—. ¿Todo bien? Primero he llamado al hospital, pero me han dicho que te habías tomado unas vacaciones.

—Sí, es verdad. Tres semanas. Tengo que encontrar a un inquilino y preparar la mudanza, y… Bueno, y aún tenía que divorciarme. ¡Desde el lunes vuelvo a estar libre!

Se escuchó a sí misma pronunciar esas palabras. Lo había contado con toda soltura, pero la procesión iba por dentro. Era tremendamente doloroso. Todavía lo era.

—Dios… —exclamó Gwen, algo confusa—. Quiero decir que ya se notaba que no, pero de algún modo… siempre esperaba que… ¿Cómo estás?

—Bueno, ya hace dos años que estamos separados. En ese sentido no es que hayan cambiado mucho las cosas. Pero a pesar de todo esto supone un paréntesis en mi vida, por eso he alquilado otro apartamento. A la larga este será demasiado grande para mí y además… todavía lo relaciono demasiado con Stephen.

—Lo comprendo —dijo Gwen. Por la voz, parecía abatida—. Yo… puede que te parezca indiscreta, pero… es que realmente ignoraba que ya te hubieras decidido, de lo contrario… Quiero decir que no había…

—Estoy bien, de verdad. No le des más vueltas. ¿Para qué me has llamado?

—Para… bueno, espero que no te traiga recuerdos tristes, pero… Quiero que seas la primera en saberlo: ¡me caso!

Efectivamente, Leslie se quedó sin habla por unos instantes.

—¿Que te casas? —repitió. Enseguida pensó que el tono de sorpresa con el que lo había dicho podría ofender a Gwen, pero lo cierto era que simplemente no había podido ocultar su asombro.

Gwen, el prototipo de solterona, la chica anticuada que vivía aislada en el campo… Gwen, la que parecía no percibir el paso del tiempo, estancada en otra época, cuando las jóvenes esperaban en casa a que llegara un príncipe azul a pedir su mano… ¿Gwen se casaba? ¿Así de simple?

—Perdona —se apresuró a decir—. Es solo que… pensaba que tenías claro que no querías casarte.

Era mentira. Sabía que Gwen siempre había ansiado que se hicieran realidad en su propia vida las historias de las novelas románticas que devoraba con fruición.

—Soy tan feliz —dijo Gwen—, tan inmensamente feliz… Es que ya casi había perdido la esperanza de encontrar a alguien ¡y resulta que me caso este mismo año! Hemos decidido que a principios de diciembre estaría bien. Ay, Leslie, de repente todo es tan… ¡tan distinto!

Finalmente Leslie había conseguido serenarse.

—¡Gwen, me alegro mucho por ti! —dijo con toda sinceridad—. ¡De verdad, no sabes cuánto me alegro! ¿Quién es el afortunado? ¿Dónde lo has conocido?

—Se llama Dave Tanner. Tiene cuarenta y tres años y… ¡y me quiere!

—¡Maravilloso! —exclamó Leslie, aunque por dentro notó que volvía a apoderarse de ella la misma sensación de asombro.

En primera instancia había pensado en un hombre considerablemente mayor, un viudo tal vez, de sesenta años cumplidos que estuviera buscando a alguien que se ocupara de él. Se avergonzó de ello, pero en realidad no se le ocurría ningún otro motivo que no fuera por interés por el que un hombre pudiera querer mantener una relación con Gwen. Era muy buena persona, era sincera y afectuosa, pero no le parecía que tuviera ningún encanto especial capaz de despertar el deseo de nadie… A menos que se tratara de alguien capaz de valorar a la gente por lo que era, pero por experiencia Leslie no creía que hubiera muchos hombres así.

Claro que tal vez se equivocaba pensando de ese modo, reflexionó.

—Bueno, ya te lo contaré con todo detalle cuando nos veamos —dijo Gwen, rebosante de alegría y excitación—, pero primero me gustaría invitarte a una fiesta. El sábado celebramos una especie de… compromiso ¡y el mejor regalo que podría recibir es tenerte allí conmigo!

Leslie pensó rápidamente. El viaje hacia el norte era demasiado largo y engorroso para pasar allí solo un fin de semana, pero al fin y al cabo estaba de vacaciones. Podría marcharse al día siguiente, viernes, y quedarse tres o cuatro más. Yorkshire era su tierra natal, se había criado en Scarborough y hacía mucho tiempo que no había estado allí. Podría quedarse en casa de su abuela, Fiona; seguro que la anciana se alegraría de verla. Naturalmente, no tenía mucho tiempo porque la cuestión del alquiler era urgente, pero tampoco era mala idea recorrer los escenarios de tiempos pasados. Y, para ser sincera, se moría de curiosidad por ver qué hombre quería casarse con Gwen, ¡su amiga Gwen!

—Creo que podré arreglarlo para ir, Gwen —le dijo—. Un divorcio como el mío es algo… En fin, de todos modos el viaje me ayudará a no pensar tanto en ello, lo que no me vendrá nada mal. ¿Te parece bien?

—¡Leslie, no sabes lo contenta que estoy de que puedas venir! —exclamó Gwen. Su voz sonaba distinta. Alegre y optimista—. Además hace un tiempo espléndido. ¡Todo es tan perfecto…!

—Pues aquí en Londres está lloviendo —dijo Leslie—. Otra buena razón para salir de viaje. Me alegro mucho por ti, Gwen, ya tengo ganas de verte. ¡Y de volver a ver Yorkshire!

Apenas las dos mujeres terminaron su conversación, el teléfono de Leslie volvió a sonar. Esa vez era Stephen.

Como siempre que la llamaba, parecía triste. Él no había querido ni separarse ni divorciarse.

—Hola, Leslie, solo quería saber… Bueno, hoy tampoco te he visto y… En fin, que si todo va bien.

—Me he tomado tres semanas de vacaciones. Voy a mudarme y estoy buscando como loca un nuevo inquilino que se haga cargo del alquiler. ¿Por casualidad no conocerás a alguien?

—¿Te marchas de nuestro apartamento? —preguntó Stephen, sorprendido.

—Es que es demasiado grande para mí sola. Y además… necesito empezar de nuevo. Una nueva casa, una nueva vida.

—Las cosas no son tan simples como eso.

—Stephen…

Él debió de percibir la creciente impaciencia en la voz de Leslie, porque cedió enseguida.

—Perdona, naturalmente eso no es cosa mía.

—Exacto. Lo mejor será que cada cual haga su vida y que ambos nos mantengamos al margen de la del otro. Ya es bastante duro que tengamos que encontrarnos por el hospital tan a menudo. Debemos mantener cierta distancia.

Los dos eran médicos y trabajaban en el mismo hospital. Leslie hacía tiempo que pensaba en buscar otro, pero ninguno le ofrecía las condiciones ideales de las que gozaba en el Royal Marsden de Chelsea. Y finalmente se había despertado el despecho en ella: ¿tenía que sacrificar su carrera por el hombre que la había engañado?

—Perdona, Stephen, pero tengo prisa —dijo con frialdad—. Debo ocuparme de unos asuntos porque mañana me marcho a Yorkshire para pasar un par de días allí. Gwen se casa y quiere celebrar el compromiso el sábado.

—¿Gwen? ¿Tu amiga Gwen… se casa?

Stephen recibió la noticia con la misma perplejidad con la que lo había hecho Leslie. Esta pensó que debía de ser humillante para Gwen que le anunciara la noticia a alguien y ese alguien quedara atónito, incapaz de ocultar la sorpresa. Esperaba que no se lo tomara como una ofensa.

—Sí. Está como loca de contenta. Y no hay nada que desee más que tenerme allí en su fiesta de compromiso. Además, como es natural, tengo ganas de conocer a su futuro esposo.

—¿Cuántos años tiene Gwen? Unos treinta y cinco, ¿no? Realmente ya va siendo hora de que se aparte de su padre y empiece su propia vida.

—Sí, depende demasiado de su padre. Pero es que solo lo ha tenido a él, y supongo que es normal que los una ese vínculo tan estrecho.

—Pero es nocivo —añadió Stephen—. Leslie, no tengo nada en contra del viejo Chad Beckett, pero habría sido mejor que en algún momento hubiera puesto algo más de empeño en ayudar a su hija a avanzar sola en la vida, en lugar de dejar que se marchitara lentamente a su lado en aquella granja aislada. Está bien que tengan una buena relación, pero en la vida de una mujer joven tiene que haber más cosas. Con todo, parece que se ha puesto las pilas. Esperemos que el tipo que ha pescado sea buena persona. Pobrecita, es tan ingenua en este tema…

—A más tardar, el sábado por la noche sabré más cosas sobre él —dijo Leslie justo antes de cambiar radicalmente de tema. Ya no compartía tanta intimidad con Stephen para querer comentar con él los posibles déficits de atractivo físico de su amiga—. Por cierto, pronto viviré en un lugar bastante más pequeño que ahora —dijo—, por lo que no podré llevarme todos los muebles que tengo aquí. Si quieres venir y llevarte algo, me harás un favor.

Stephen no se había quedado con nada cuando se había mudado de la casa. No había querido.

—Ya tengo todo lo que necesito —dijo él—. ¿Qué quieres que vaya a buscar?

—La mesa de la cocina, por ejemplo —respondió Leslie en tono mordaz—. De lo contrario acabará en la basura.

Aquella vieja y bonita mesa de madera, que cojeaba un poco… era lo primero que habían comprado, cuando todavía estaban en la universidad. Ella le había tomado mucho cariño. Pero había sido sentados a esa mesa cuando él le había confesado su desliz, el idilio tan breve como estúpido que había mantenido con una mujer que se le había puesto a tiro en un bar.

Las cosas no volvieron a ser como antes. Leslie era incapaz de ver la mesa sin que se le hiciera un nudo en la garganta al recordar aquella escena que había sido el principio del final. La vela encendida. La botella de vino tinto. La oscuridad al otro lado de la ventana. Y Stephen, que necesitaba aliviar su conciencia a cualquier precio.

Durante los últimos dos años, en ocasiones Leslie había pensado que todo habría ido mejor si aquella mesa hubiera desaparecido. Pero de todos modos no había conseguido deshacerse de ella.

—No —dijo Stephen tras un breve silencio—. Yo tampoco quiero la mesa.

—Entonces…

—Da recuerdos de mi parte a Gwen —se limitó a decir Stephen. Y así dieron por concluida la conversación.

Leslie se miró en el espejo redondo que tenía colgado frente al perchero. Se vio flaca y bastante agotada.

La doctora Leslie Cramer, treinta y nueve años, radióloga. Divorciada.

El primer acontecimiento social al que asistiría tras su divorcio sería justamente un compromiso matrimonial.

Tal vez no es una mala señal, pensó.

Aunque tampoco creía en las señales. Qué idea tan absurda.

Encendió otro cigarrillo.

3

Él vio que ella se le acercaba gracias a la luz del farol de la casa. ¡Cielo santo!, exclamó para sí. A buen seguro había estado horas pensando cómo podía arreglarse para estar más guapa, pero, como de costumbre, el resultado era simplemente espantoso. La falda de algodón floreada que se había puesto parecía heredada de su madre, o al menos esa fue la impresión que él tuvo tanto por la tela como por el corte, más propios de tiempos pasados. Llevaba también unas botas marrones de lo más vulgar y un abrigo gris muy poco favorecedor que la hacía parecer gorda a pesar de lo delgada que era en realidad. La blusa que se le veía debajo era amarilla, justo el único color que no estaba presente en el estampado floreado de la falda. Más tarde, una vez se hubiera quitado el abrigo ya en el restaurante, esa combinación de colores tan peculiar le daría un aspecto parecido al de un huevo de Pascua.

Al momento desechó la posibilidad de ir con ella a Scarborough, tal como había planeado. Le daba vergüenza que algún conocido pudiera verlos juntos. Sería más adecuado ir a alguna fonda rural… Se estaba devanando los sesos para ver si se le ocurría algún lugar… Además tenía que ser barato. Como siempre, andaba muy justo de dinero.

—¡Dave! —exclamó ella con una sonrisa.

Él se acercó y, no sin esfuerzo, la abrazó y le dio un casto beso en la mejilla. Por suerte, vivía tan ajena al mundo que no parecía echar de menos ni los besos apasionados ni el sexo, puesto que hasta entonces tampoco le había exigido nada en ese sentido. Sabía que las lecturas preferidas de Gwen eran los folletines románticos, de manera que supuso que la actitud reservada que mantenía encajaría en esa imagen romántica que ella se habría formado de su prometido. Alguna vez ella había estado a punto de lanzarse, y en esas ocasiones Dave se planteaba, una y otra vez, si de verdad valía la pena todo aquello.

—¿Quieres aprovechar para saludar a papá? —preguntó ella.

—De hecho, mejor no —respondió Dave con una mueca—. Siempre me deja muy claro que no soy lo que se dice santo de su devoción.

Gwen ni siquiera intentó desmentirlo.

—Trata de comprenderlo, Dave. Es un hombre mayor y todo va demasiado rápido para él. Y cuando se ve sorprendido por las cosas se cierra en banda. Siempre ha sido así.

Los dos subieron al coche desvencijado que, como de costumbre, dio unas sacudidas antes de arrancar. Dave se preguntó por enésima vez si lo cogería desprevenido el momento en que por fin el motor dijera basta. Aunque de momento seguía funcionando.

—¿Adónde vamos? —preguntó Gwen nada más cruzar los portalones de madera marrón que daban acceso a la finca, que colgaban inclinados de los goznes. Ya llevaban varios años sin cerrar bien, pero a nadie parecía preocuparle demasiado. Y es que en la finca de los Beckett, propiedad de la familia Beckett desde hacía varias generaciones, al parecer no quedaba nadie que se ocupara de ese tipo de cosas, ya fuera por incapacidad o por falta de dinero.

—Es una sorpresa —replicó Dave con aire misterioso. Sin embargo, en realidad no tenía ni idea de adónde llevarla, y esperaba que se le ocurriera algo en el último momento.

Gwen se recostó en el asiento, aunque enseguida volvió a sentarse erguida.

—Hoy ha salido por la tele una agente de policía, la inspectora Nosequé, que se encarga del caso Amy Mills. ¿Sabes quién quiero decir? Aquella chica…

Habían pasado ya casi tres meses desde que habían encontrado el cadáver maltrecho de la estudiante de veintiún años en los Esplanade Gardens de Scarborough, pero la gente del lugar seguía hablando del suceso casi a diario. Hacía mucho tiempo que no sucedía algo parecido en la región. El autor del crimen había agarrado a su víctima por los hombros y le había golpeado la cabeza con fuerza varias veces contra un muro de piedra. Los detalles de los forenses que la prensa había filtrado inexplicablemente revelaron a un público escandalizado que, entre golpe y golpe, el criminal esperaba a que la víctima recuperara la conciencia antes de embestirla de nuevo con más fuerza. Amy Mills había tardado al menos veinte minutos en morir.

—Pues claro que sé quién es —dijo Dave—, pero hoy no he visto la televisión. ¿Se sabe algo nuevo?

—Ha habido una rueda de prensa. La presión sobre los agentes que se encargan del caso es tan fuerte que se han visto obligados a aparecer en público de nuevo para dar explicaciones. Pero al fin y al cabo lo único que han dicho es que siguen sin saber nada al respecto. Ni una pista, ni un indicio. Nada.

—El autor debe de haber sido un tipo realmente perturbado —dijo Dave.

Gwen se encogió de hombros con un estremecimiento.

—Al menos no la violó, la chica no tuvo que soportar esa tortura antes de morir. Pero precisamente por ese motivo la policía se está devanando los sesos acerca del posible móvil del crimen.

—En cualquier caso no fue muy inteligente por parte de esa muchacha atravesar un lugar tan oscuro y solitario por la noche —opinó Dave—. Los Esplanade Gardens, ¡menudo sitio para andar sola a esas horas!

—Y por dinero dicen que tampoco ha sido —relató Gwen—. Ni para quitarle las joyas. Encontraron el monedero de la chica dentro del bolso, y seguía llevando puestos el reloj y dos anillos. Parece como si… ¡como si hubiera muerto por nada!

—¿Crees que habría sido distinto para ella si le hubieran aplastado el cráneo a cambio de mil libras? —preguntó Dave con cierta brusquedad. Al percibir una mirada asustada a su lado, siguió hablando ya más calmado—. Perdona, no pretendía violentarte. En cualquier caso, no resulta agradable saber que hay un demente rondando por Scarborough que se dedica a asesinar a mujeres sin motivo aparente. Pero ¡quién sabe! Tal vez fue por motivos pasionales, por celos o algo parecido. Un novio despechado que no conseguía superar su frustración… Hay gente que se enfada mucho cuando se siente rechazada.

—Pero si hubiera algún ex novio capaz de haberlo hecho, la policía lo sabría desde hace tiempo —reflexionó Gwen.

Siguieron circulando en aquella oscura noche de octubre. Empezaron a divisar los Hochmoore de Yorkshire bajo la pálida luz de la luna, que les reveló las áridas colinas con su luz blanquecina. Los sauces y los muros de piedra se turnaban para flanquear la carretera y de vez en cuando surgía de la oscuridad de la noche la silueta de una vaca o de una oveja. Ya era tarde para cenar, pero Dave había tenido que dar una clase de español y no había podido salir de Scarborough hasta pasadas las ocho.

Al menos se le encendió la luz y se le ocurrió adónde podían ir: a un bar bastante modesto que estaba por los alrededores de Whitby. No es que fuera un lugar muy romántico, pero era barato y podría estar seguro de que no se encontraría allí con nadie ante quien quisiera guardar una apariencia impecable. Ya había comprobado que Gwen era más bien modesta en sus pretensiones y que nunca se quejaba por nada. Podría haberle prometido una cena romántica a la luz de las velas y luego llevarla al Kentucky Fried Chicken sin que ella pusiera reparos. Hasta el momento, el único hombre en la vida de aquella mujer había sido su padre y, a pesar de que los unía una mezcla de amor, lealtad y precaución, Dave se había dado cuenta de que ella se entregaba sin ilusión alguna, segura de que esa existencia monótona y exenta de esperanzas en una granja aislada y decadente de Staintondale no representaba una vida plena y saludable para ella. Gwen no podía sentirse más afortunada de que Dave se hubiera cruzado de manera inesperada en su insulsa rutina, y tanto de día como de noche se sentía atormentada por el miedo a perderlo. Por eso se esforzaba, y mucho, en no caer en lamentos, exigencias o disputas que pudieran disgustarlo.

Soy un canalla, se dijo él, un verdadero canalla, pero al menos de momento la hago feliz.

Y no pensaba hacerle daño. Seguiría adelante con aquello. Se lo había propuesto y tampoco había ninguna alternativa.

Gwen Beckett era su última oportunidad.

Y yo también soy la última oportunidad para ella, pensó. Tuvo que esforzarse para alejar la acometida de pánico que amenazaba con aflorar en su interior. Pasaría el resto de su vida junto a aquella mujer. Eso podían ser cuarenta o incluso cincuenta años más.

Pensaba mucho en ella. A veces imaginaba la vida que Gwen llevaba a partir de lo que esta le contaba, otras lo deducía él mismo. Al parecer, su padre se había mostrado siempre muy flexible y ella lo interpretaba como una demostración de amor, pero Dave a veces dudaba si en realidad no se trataba de indolencia. Gwen había dejado la escuela a los dieciséis años porque ya no le divertía, como ella misma había afirmado, y su padre no se había opuesto en ningún momento a esa decisión. No había aprendido ningún oficio, sino que se había limitado a encargarse de las tareas del hogar de su progenitor, que era viudo. A fin de contribuir a la economía familiar había transformado dos habitaciones de la granja para alojar a huéspedes y había abierto un bed & breakfast. Sin embargo, aquella pequeña empresa no tenía mucho éxito, lo que no sorprendía a Dave en absoluto. La vieja casa presentaba un estado lamentable y pedía a gritos unas reformas que la modernizaran y la hicieran más atractiva para la gente que acudía a pasar las vacaciones en la costa este del norte de Yorkshire. Tras unas décadas algo flojas, la región volvía a estar en boga, pero la gente quería un cuarto de baño en condiciones, con ducha y con un calentador que no se vaciara en pocos minutos, una bonita vajilla bien limpia para desayunar y un caluroso recibimiento que compensara el hecho de haber salido de su domicilio para pasar allí las semanas más preciadas del año. El jardín de la casa de los Beckett, colmado de malas hierbas y de socavones, no invitaba a quedarse allí. De hecho, al parecer solo tenían un par de huéspedes que solían pasar las vacaciones en la casa y, tal como Gwen había supuesto, se debía sobre todo a que viajaban acompañados de una pareja de enormes dogos alemanes a los que no aceptarían en ningún otro lugar.

¿Quién es Gwen Beckett?, se preguntaba Dave varias veces al día. A veces, demasiado a menudo.

Era muy tímida, pero él tenía la impresión de que era el resultado lógico de la vida aislada que llevaba, que le había hecho olvidar cómo debía relacionarse con las otras personas. Hablaba de su padre con cariño y admiración, y a veces daba la impresión de que no había nada tan bonito para ella como el hecho de haber pasado los mejores años de su vida junto a él en el entorno aislado de Staintondale. Era en esas ocasiones cuando Dave tenía que volver a pensar en las palabras que le había dicho aquella tarde de julio en la que se habían conocido: «No es que haya tenido mucha suerte en la vida».

Había buscado por su cuenta un curso destinado a que la gente como ella pudiera ganar confianza en sí misma y aprender a tener una actitud más abierta. Se había inscrito y, una semana tras otra durante tres meses, había acudido a Scarborough para aprovechar hasta la última hora lectiva. Había hecho justo lo que los artículos de autoayuda de las revistas femeninas aconsejan a sus lectoras: ¡Toma medidas para solucionar tu problema! ¡Asoma la nariz por la puerta! ¡Sé tú quien busque la compañía de las otras personas!

Dave estaba convencido de que Gwen debía de tener la sensación de haber conseguido realmente el éxito prometido en un santiamén. A veces parecía que incluso le costara creer que pudiera haberle ido tan bien. Había reunido todo su coraje para acudir a la Friarage School, y ya el primer día había conocido al hombre con el que pronto se casaría y con el que pasaría el resto de su vida.

Gwen era feliz. Aunque Dave sabía que también tenía miedo. Miedo a que todavía pudiera suceder algo que hiciera estallar su sueño como estalla una pompa de jabón, porque todo era demasiado bonito para ser verdad.

Y cuando pensaba en ello, Dave se sentía miserable. Porque sabía que ese miedo estaba justificado.

—Sigue en pie lo de la fiesta de compromiso del sábado, ¿no? —dijo con voz angustiada Gwen, como si hubiera sospechado que Dave estaba dando vueltas a su relación y que lo que pensaba no era en absoluto bueno.

Dave se las arregló para mirarla con una sonrisa tranquilizadora.

—Naturalmente. ¿Qué te hace pensar que no sea así? Es decir, a menos que tu padre lo boicotee todo de repente y decida no dejarnos entrar en la casa. Pero incluso entonces podemos salir a celebrarlo en un restaurante.

¡Dios mío, no! La amiga de Gwen de Londres estaría allí, y había que contar con el matrimonio que pasaba las vacaciones en la granja de los Beckett con sus dos dogos, y también con Fiona Barnes, la vieja amiga de la familia cuyo papel en la historia de los Beckett él aún no acertaba a comprender. ¡Siete personas! Prácticamente ya no le quedaba dinero. Si al final tenían que ir al restaurante, no podría pagarlo. Si al viejo Beckett le daba por ponerle las cosas difíciles, tendría un verdadero problema.

Sin embargo, Dave intentó que Gwen no percibiera su preocupación.

—No habrá nada que pueda arruinar nuestro compromiso —le aseguró.

Gwen alargó la mano hacia él y Dave se la tomó. La tenía fría como el hielo. Se volvió hacia ella, se la acercó a los labios y le echó el aliento para calentársela un poco.

—Confía en mí —le pidió. Esas palabras siempre eran bien recibidas y lo sabía. Especialmente en el caso de las mujeres como Gwen, lo sabía incluso a pesar de no haber conocido antes a nadie tan extremo como ella—. No estoy jugando contigo.

No, un juego no era. Definitivamente, no.

—Lo sé, Dave, lo noto —replicó ella con una sonrisa.

No tienes ni idea, pensó él. Tienes miedo, pero sabes que no puedes sucumbir a él. Ahora es lo que toca. Los dos nos beneficiaremos de ello. Cada uno a su manera.

Ya había oscurecido del todo y siguieron circulando en la soledad de la noche. Dave tenía la sensación de estar entrando por un túnel y notó que se le estrechaba la garganta. Se sentiría mejor tras el primer whisky, lo sabía. Y todavía mejor tras el segundo. Le daba igual si después sería capaz de conducir o no.

Lo importante era que los pensamientos que lo atormentaban se disiparían un poco. Lo importante era que tendría la sensación de que el futuro sería más soportable.