Miércoles, 16 de julio

1

Vio a la mujer por primera vez cuando se disponía a abandonar la Friarage School para volver a casa. Estaba frente a la puerta abierta, dudaba a ojos vistas si era una buena idea salir con el aguacero que estaba cayendo. Faltaban poco para las seis, y fuera ya había oscurecido bastante para tratarse de una tarde de verano. El día había sido caluroso, sofocante, estaba descargando una tormenta sobre Scarborough y parecía que el mundo entero iba a inundarse. El patio de la escuela estaba desierto. En los baches del pavimento se habían formado ya unos charcos enormes. El cielo estaba lleno de nubes terriblemente cargadas, de un color azulado oscuro.

La mujer llevaba puesto un vestido de verano floreado que le cubría las piernas hasta las pantorrillas, algo pasado de moda pero adecuado para el tiempo que había hecho antes de que empezara el temporal. Tenía el pelo largo y de color rubio oscuro, recogido en una trenza, y llevaba una especie de bolsa de la compra en la mano. No tenía aspecto de profesora. Pensó que tal vez sería nueva. O puede que fuera una alumna.

Hubo algo en ella que lo atrajo lo suficiente como para acercársele y dirigirle la palabra. Quizá fue aquella apariencia tan anticuada. Al principio pensó que debía de rondar los veinte años, pero su aspecto era absolutamente distinto del que tenían las chicas de esa edad. No es que se hubiera sentido electrizado como hombre al verla, pero se había quedado prendado de algún modo. Quería saber cómo era su cara, su voz. Si de verdad representaba un contraste respecto a su época y su generación.

En cualquier caso, quería saberlo. Las mujeres lo fascinaban, y después de haber conocido prácticamente a todo tipo de féminas, lo fascinaban en particular las más inusuales. Se acercó a ella.

—¿No tiene paraguas? —le preguntó.

En ese momento no tuvo la impresión de haber sido precisamente muy original. Pero visto el diluvio que estaba cayendo, la pregunta había surgido de forma natural.

La mujer no se había dado cuenta de que se le había acercado y se sobresaltó. Se volvió para mirarlo, y enseguida constató que se había equivocado: no solo superaba la veintena, sino que debía de estar en la mitad de la treintena, tal vez era incluso mayor. Le pareció simpática, si bien muy discreta. La tez pálida, sin maquillar. No era ni guapa ni fea, pero era de ese tipo de mujeres en las que difícilmente te fijas más de dos minutos seguidos. Llevaba el cabello bastante descuidado, peinado hacia atrás y sin flequillo. No tenía ningún rasgo característico que la diferenciara del montón; de hecho, parecía no tener ni idea de cómo resultar más atractiva.

Una criatura simpática y tímida, pensó. Absolutamente anodina.

—Debería haber previsto que habría tormenta —dijo ella—. Pero cuando he salido de casa este mediodía hacía tanto calor que me ha parecido ridículo coger un paraguas.

—¿Hacia dónde va? —preguntó él.

—Pues iba a la parada de autobús de Queen Street, pero llegaré allí calada hasta los huesos.

—¿Cuándo llega su autobús?

—Dentro de cinco minutos —dijo ella con gesto abatido—, y además es el último que pasa hoy.

Al parecer vivía en una de las aldeas rurales que había en los alrededores de Scarborough. Era asombroso lo rápido que se llegaba al campo en cuanto salías de la ciudad. De repente te encontrabas allí. Sin tener que cubrir ningún trayecto inhóspito, te hallabas en pueblos formados por unas cuantas granjas dispersas, unidas entre ellas por unas carreteras lamentables. ¡El último autobús pasaba poco antes de las seis! En esa zona la gente joven debía de sentirse como en la edad de Piedra.

De haber sido joven y guapa, él no habría dudado ni un momento en ofrecerle su ayuda y llevarla a casa en coche. Antes le habría preguntado si le apetecía tomar algo con él en algún lugar cerca del puerto, en uno de los numerosos pubs de la zona. A última hora de la tarde tenía una cita, pero de todos modos no le apetecía mucho acudir y aún le apetecía menos esperar hasta entonces, aburrido en la habitación que tenía alquilada en una casa al final de la calle.

La idea de pasar la tarde sentado frente a aquella chica anticuada —porque ese era su atractivo, el ser una chica algo anticuada— en un bar mientras tomaban una copa de vino, la idea de contemplar su cara pálida durante toda la tarde, no es que lo volviera loco.

A buen seguro incluso resultaría más entretenido ver algún programa de televisión. Sin embargo, algo le hizo dudar. No podía dejarla allí y salir corriendo hacia la calle cruzando el patio de la escuela. Parecía tan… desvalida.

—¿Dónde vive?

—En Staintondale —respondió ella.

Él entornó la mirada. Conocía Staintondale, ¡por Dios! Una carretera, una iglesia, una oficina de Correos en la que también podían comprarse los alimentos básicos, además de un par de periódicos. Unas cuantas casas. Una cabina de teléfonos roja que además hacía las veces de parada de autobús. Y granjas que salpicaban el paisaje aquí y allí.

—Desde la parada de Staintondale seguro que aún tiene un buen trecho hasta casa —supuso él.

—Sí —asintió ella, apesadumbrada—. Casi media hora.

Ya había cometido el error de abordarla. Tenía la impresión de que ella había notado su decepción y algo le decía que estaba dolorosamente familiarizada con la situación. Debía de pasarle a menudo eso de despertar el interés de los hombres y luego ver que esa atracción se extinguía en cuanto se acercaban a ella. Posiblemente sospechaba que de haber sido tan solo un poco más interesante él se habría ofrecido a ayudarla, y seguramente ya tenía asumido que por ese mismo motivo no lo haría.

—¿Sabe qué? —dijo él enseguida, antes de que el egoísmo y la pereza se impusieran a aquel impulso de amabilidad—. Tengo el coche aparcado bastante cerca, un poco más arriba, en esta misma calle. Si quiere, la llevo a casa en un momento.

Lo miró con incredulidad.

—Pero… es que no está cerca. Staintondale…

—Conozco el lugar —la interrumpió—, pero no tengo nada que hacer en las próximas horas y salir de excursión al campo tampoco es una mala idea.

—Con este tiempo… —dijo ella, titubeante.

—Le aconsejo que acepte mi invitación —respondió él con una sonrisa—. Primero, porque lo más probable es que ya no alcance a coger el autobús. Y segundo, porque aun con suerte, mañana o pasado se levantaría con un buen resfriado. Bueno, ¿qué me dice?

Ella dudó un poco y él notó que recelaba. Se preguntaba cuáles debían de ser los motivos que lo impulsaban a ofrecerse de ese modo. Él era consciente de que resultaba atractivo, de que tenía éxito con las mujeres, y ella seguramente era lo bastante realista para reconocer que un hombre como él no podía sentirse atraído de verdad por una mujer como ella. Debía de estar pensando que era un violador que intentaba atraerla hasta su coche porque no ponía reparos a la hora de elegir a sus víctimas, o puede que tan solo fuera un hombre a quien movía la compasión. En cualquier caso, ninguna de las dos opciones debían de gustarle.

—Dave Tanner.

Le tendió la mano y, tras un breve titubeo, ella le ofreció la suya, cálida y suave.

—Gwendolyn Beckett.

—Muy bien. —Él sonrió—. Señora Beckett, yo…

—Señorita —lo corrigió ella enseguida—. Señorita Beckett.

—De acuerdo, señorita Beckett. —Consultó su reloj—. Su autobús sale dentro de un minuto. Creo que con eso está todo dicho. ¿Está preparada para atravesar el patio corriendo y subir por la calle un par de metros?

Ella asintió tras darse cuenta, sorprendida, de que no tenía otra elección que agarrarse a ese clavo ardiendo que aquel hombre le ofrecía.

—Cúbrase la cabeza el bolso —le aconsejó él—, al menos la protegerá un poco.

Uno detrás del otro, cruzaron a la carrera el patio lleno de charcos. Los altos árboles que rodeaban la finca junto a la verja de hierro forjado soportaban cabizbajos aquella lluvia torrencial. A mano izquierda se alzaba el enorme edificio del mercado, con sus pasillos de piedra subterráneos, que parecían catacumbas, en cuyas galerías había expuestas a la venta todo tipo de horteradas junto a alguna que otra obra de arte. A mano derecha, una callejuela repleta de casas adosadas de ladrillo rojo y con molduras lacadas de color blanco.

—Por aquí —dijo él, y pasaron corriendo frente a las casas hasta llegar al pequeño Fiat que, bastante oxidado, los esperaba nada más doblar la esquina hacia la izquierda.

Abrió el coche y ocuparon rápidamente los asientos delanteros con un suspiro de alivio.

Gwendolyn tenía el pelo chorreando y el vestido pegado al cuerpo como una sábana mojada. Unos pocos metros habían bastado para dejarla empapada. Mientras tanto, Dave intentaba ignorar el agua que le había calado los pies.

—Mira que llego a ser tonto —dijo—. Debería haber venido yo solo a buscar el coche y recogerla luego frente a la puerta de la escuela. De esa forma no se habría mojado ni la mitad.

—Vamos, hombre… —Finalmente sonrió, lo que le permitió a él comprobar que tenía los dientes bonitos—. No voy a encoger por un poco de agua. Y de todos modos siempre será mejor que me lleve hasta la puerta a tener que soportar primero el balanceo del autobús y luego la caminata hasta casa. Muchas gracias.

—Es un placer —dijo él.

Ya iba por el tercer intento cuando por fin consiguió arrancar el coche. El motor rugió con dificultad y tras un par de sacudidas bruscas comenzó a avanzar a trompicones por la calle.

—Enseguida empezará a ir mejor —dijo él—, el coche necesita su tiempo para calentarse. Si este montón de chatarra aguanta hasta el próximo invierno, podré decir que he tenido suerte.

El ruido del motor no tardó en volverse más regular. Por esa vez, lo había conseguido: el coche sobreviviría al trayecto de ida y vuelta a Staintondale.

—¿Qué habría hecho si no hubiera podido coger el autobús y no se hubiera tropezado conmigo? —preguntó él. No es que la señorita Beckett le interesara especialmente, pero si tenían por delante todavía media hora en coche, uno al lado del otro, tampoco quería verse sumido en un silencio incómodo.

—Habría llamado a mi padre —dijo Gwendolyn.

Él la miró de soslayo fugazmente. El timbre de la voz de Gwendolyn había cambiado en cuanto mencionó a su padre. Se había vuelto más cálido, menos distanciado.

—¿Vive con su padre?

—Sí.

—¿Y su madre…?

—Mi madre murió hace tiempo —dijo Gwendolyn en un tono de voz que reveló las pocas ganas que tenía de hablar del tema.

Una hija apegada que no puede desprenderse de su padre, pensó él. Como mínimo tiene unos treinta y cinco años, y papá sigue siendo el único hombre para ella. El más grande. El mejor. Ningún otro hombre puede hacerle sombra.

Supuso que, de forma consciente o inconsciente, ella debía de hacerlo todo para ser la hija soñada por su papaíto. Con aquella gruesa trenza rubia y el vestido floreado pasado de moda, encarnaba el ideal femenino de los tiempos de juventud de su padre, que debieron de ser a finales de los años cincuenta o a principios de los sesenta del siglo pasado. Ella quería gustar a su padre, a quien probablemente no volvían loco las minifaldas, los maquillajes vistosos o el cabello demasiado corto. Su atractivo carecía por completo de un cariz sexual.

En la cama no creo que lo prefiera a él, pensó.

Dave tenía las antenas puestas y notó que la mujer se esforzaba por buscar otro tema de conversación, por lo que decidió complacerla.

—Por cierto, doy clases en la Friarage School —dijo—, pero no a los niños. Por la tarde las instalaciones de la escuela se utilizan para la formación de adultos. Doy clases de francés y de español, lo que me permite ir tirando.

—Entonces debe de hablar muy bien esos dos idiomas.

—Cuando era niño viví bastante tiempo en España y en Francia. Mi padre era diplomático. —Sabía que a él no se le tornaba la voz cálida cuando hablaba de su padre. Al contrario, más bien tenía que esforzarse para que las palabras no le salieran demasiado cargadas de odio—. Aunque debo admitir que no es un placer enseñar idiomas cuando uno ama el timbre y la expresividad que tienen y ve cómo esas zafias amas de casa los desfiguran por completo tres o cuatro tardes por semana.

Se rió algo turbado cuando se dio cuenta de que era muy probable que acabara de meter la pata hasta el fondo.

—Perdóneme. ¿Tal vez asiste a alguno de los cursos de idiomas y se ha sentido ofendida por mi comentario? Hay tres colegas más que también dan clases.

Ella negó con la cabeza. Aunque no había mucha luz en el coche debido a la cortina de agua que estaba cayendo fuera, él se dio cuenta de que se había sonrojado.

—No —dijo—, no voy a clases de lengua. Yo…

No lo miraba, sino que tenía los ojos fijos en la ventanilla. Acababan de llegar a la carretera que salía de Scarborough en sentido norte. Una sucesión de casitas adosadas y de supermercados pasaba frente a sus ojos, talleres de coches, pubs de aspecto triste y un aparcamiento de caravanas que parecía a punto de sumergirse bajo el agua.

—Leí en el periódico —dijo en voz baja— que en la Friarage School… Bueno, que los miércoles por la tarde daban un curso que… duraba tres meses… —titubeó.

De repente él comprendió lo que intentaba contarle. Lo que no comprendía era cómo no se había dado cuenta antes. Al fin y al cabo formaba parte del personal docente del centro. Sabía qué cursos se impartían allí. Los miércoles. De tres y media a cinco y media. Aquel era el primer día. Y el curso le iba como anillo al dedo a Gwendolyn Beckett, que encajaba a la perfección en el perfil de los alumnos potenciales.

—Ah, ya sé —dijo, esforzándose en sonar indiferente.

Como si fuera lo más normal del mundo asistir a un curso para… Eso, ¿para quién? ¿Para fracasados? ¿Inútiles? ¿Perdedores?

—¿No es de… algo así como entrenamiento asertivo personal?

Ella tenía la cabeza vuelta hacia un lado, por lo que él no podía verla, pero supuso que se habría puesto roja como un tomate.

—Sí —respondió ella en voz baja—. Algo así. Es para aprender a superar la timidez. Cuando se habla con gente. Para… vencer los miedos. —Dicho eso, se volvió hacia él—. Seguro que a usted todo eso le parece una idiotez.

—En absoluto —le aseguró—. Si alguien cree tener un déficit en alguna área, debería afrontarlo. Tiene más sentido eso que quedarse de brazos cruzados y lamentarse. No le dé más vueltas. Intente simplemente sacar el máximo partido al curso.

—Sí —dijo ella, aunque sonó bastante desanimada—. Lo haré. ¿Sabe?, no es que haya tenido mucha suerte en la vida.

Se volvió hacia la ventanilla de nuevo y él no se atrevió a preguntar más detalles.

Se quedaron en silencio.

La lluvia amainó un poco.

Llegaron al centro de Cloughton, y cuando giraban en dirección a Staintondale el cielo se despejó en pocos segundos y el sol de la tarde asomó entre las nubes.

De repente, Dave se puso en guardia. Tenso. Alerta. Tenía el presentimiento de que empezaba algo nuevo en su vida. Y podía tener que ver con la mujer que iba sentada a su lado.

Aunque también podía ser algo completamente distinto.

Intentó por todos los medios mantener la calma. Y andarse con cuidado.

No podía permitirse muchos errores más en su vida.

2

Amy Mills necesitaba el dinero que le proporcionaban aquellos trabajos como canguro, de lo contrario no los habría aceptado, pero tenía que seguir pagándose los estudios y no podía mostrarse demasiado exigente. No es que la molestara enormemente tener que pasar la tarde en un salón que no era el suyo leyendo un libro, mirando programas de televisión o vigilando a una criatura dormida mientras sus padres estaban ausentes. Pero a causa de ello se acostaba tarde, y además odiaba tener que volver a casa a oscuras, al menos durante el otoño y el invierno. Durante el verano había más horas de sol y a menudo las calles de Scarborough seguían estando animadas gracias a los numerosos estudiantes que vivían en esa población de la costa este de Yorkshire.

Sin embargo, ese día lo veía de otro modo. La tormenta y la lluvia intensa que habían empezado a caer a primera hora de la tarde habían mantenido a todo el mundo encerrado en casa, con lo que las calles estaban desiertas. Además, a pesar de lo caluroso que había sido el día, había refrescado considerablemente y el viento soplaba de forma desapacible.

No encontraría a nadie camino de casa, pensó con disgusto Amy.

Los miércoles siempre le tocaba ir a casa de la señora Gardner para cuidar a Liliana, su hija de cuatro años. La señora Gardner era madre soltera y tenía varios empleos que a duras penas le permitían salir adelante, uno de ellos los miércoles por la tarde, cuando daba clases de francés en la Friarage School. Terminaba a las nueve, pero luego iba a tomar algo con sus alumnos.

—De lo contrario nunca tengo ocasión de salir —le había contado a Amy—. Y al menos una vez a la semana me apetece divertirme un poco. ¿Te parece bien si vuelvo a casa alrededor de las diez?

El problema era que nunca eran las diez cuando finalmente llegaba. Con suerte eran las diez y media, pero lo habitual es que fueran las once menos cuarto. La señora Gardner siempre recurría a su verborrea para disculparse.

—¡Es increíble lo rápido que pasa el tiempo! Dios mío, cuando una se pone a charlar…

En realidad, Amy habría dejado aquel trabajo de buena gana, pero era su único empleo, por así decirlo, fijo. También se encargaba de cuidar a niños de otras familias, pero la llamaban en ocasiones puntuales. En cambio, podía contar con el dinero de los miércoles y en su situación eso valía su peso en oro. Lástima del camino de vuelta a casa…

Mira que soy cobarde, se decía a sí misma a menudo, aunque eso no le servía para quitarse el miedo de encima.

La señora Gardner no tenía coche, de manera que para envalentonarse para el trayecto de vuelta siempre iba algo borracha. Ese miércoles también había empinado el codo de lo lindo y se había retrasado más que nunca. ¡Ya eran las once y veinte!

—Habíamos quedado a las diez —le dijo Amy, furiosa, mientras recogía sus libros, pues había dedicado las horas de espera a estudiar.

La señora Gardner adoptó un gesto compungido.

—Lo sé, a mí también me parece terrible. Pero tenemos a una alumna nueva en el curso y ha insistido en invitar a un par de rondas. Tenía un montón de cosas que contar y cuando me di cuenta… ¡ya era tardísimo!

Le dio a Amy el dinero; incluso tuvo la decencia de darle cinco libras más.

—Aquí tienes, por lo mucho que te he hecho esperar… ¿Todo bien con Liliana?

—Está durmiendo. No se ha despertado ni una sola vez.

Amy se despidió con cierta frialdad de la sensiblera señora Gardner y se marchó a casa. Nada más llegar a la calle, se encogió de hombros, tiritando.

El tiempo es casi otoñal, pensó, a pesar de que estamos a mediados de julio.

Por lo menos había dejado de llover hacía horas. Al principio bajó un tramo por Saint Nicholas Cliff, pasó por delante del cada vez más decrépito Grand Hotel, a continuación cruzó el largo puente de hierro forjado que unía el casco urbano con South Cliff y también una intersección en la que durante el día solía haber un tráfico intenso. A esas horas de la noche no pasaba ni un alma, pero el lugar estaba bien iluminado por las farolas. A Amy le pareció que la calma de aquella ciudad dormida era inquietante, aunque seguía manteniendo el miedo a raya. Lo pasaría aún peor cuando tuviera que atravesar el parque. Por debajo de ella, a la izquierda, estaban la playa y el mar, mientras que por encima, a lo lejos, se hallaban las primeras casas de South Cliff. Entre ambos se extendían los Esplanade Gardens, dispuestos sobre la cuesta en forma de terrazas, densamente pobladas de arbustos y de árboles, con un sinfín de estrechos senderos para ir de una parte a otra. La subida más corta transcurría por una escalera empinada que daba directamente a la Esplanade, la amplia calle que se encontraba arriba del todo y cuyo lado oeste estaba repleto de hoteles, uno junto a otro. Ese era el recorrido que solía hacer Amy para atravesar aquel inhóspito lugar, por aquella oscura escalera. Cuando llegaba a Esplanade se sentía mejor. Todavía tenía que recorrer un trecho y doblar la esquina justo antes del Highlander Hotel, por Albion Road, donde se encontraba la casa adosada de fachada estrecha que pertenecía a una de sus tías. Residía allí desde que había empezado a estudiar en la universidad. Su tía era muy mayor y vivía sola, de modo que se alegraba de tener compañía. Los padres de Amy tenían poco dinero, por lo que agradecieron que la tía pudiera facilitar un alojamiento gratuito a su hija. Además, desde allí podía llegar a pie al campus universitario. Estaba agradecida de que algo en la vida fuera mejor de lo que había esperado. En el pueblo donde había nacido, una colonia obrera de Leeds, nadie habría creído que Amy conseguiría llegar a la universidad. Pero era una chica trabajadora y aplicada, y a pesar de ser extremadamente tímida y miedosa, sabía lo que quería. Hasta entonces había superado todos los exámenes con buena nota.

Se encontraba en medio del puente cuando se detuvo un momento y miró hacia atrás. No había oído nada, pero siempre que llegaba a ese punto, casi como un acto reflejo, sentía la necesidad de comprobar que todo iba bien antes de sumergirse en la inquietante oscuridad de los Esplanade Gardens. Eso sin tener muy claro lo que significaba exactamente «ir bien».

Un hombre bajaba por Saint Nicholas Cliff. Alto y delgado, caminaba muy deprisa. No alcanzó a ver cómo iba vestido. Le faltaban pocos metros para llegar al puente, porque indudablemente se dirigía hacia allí.

Aparte de ese tipo, no había nadie más por los alrededores.

Amy se aferró con una mano a la cartera llena de libros mientras en la otra llevaba las llaves de casa que había sacado nada más cerrar la puerta del apartamento de la señora Gardner. Se había acostumbrado a salir ya preparada para cuando llegara a casa. Naturalmente, esa actitud tenía mucho que ver con sus miedos. Su tía a menudo olvidaba encender la luz de la entrada, y Amy odiaba llegar y tener que revolver el bolso a ciegas para encontrar las llaves. A ambos lados de la entrada había unos arbustos de lilas de casi dos metros de altura que habían crecido tanto que casi obstaculizaban el paso por el sendero de losas. Sin embargo, la anciana se negaba a podarlas en un alarde de testarudez irracional típico de la gente de su edad. Amy quería llegar a casa cuanto antes. Quería sentirse segura enseguida.

¿Segura ante qué?

Era demasiado miedosa, lo sabía. No era normal ver fantasmas por todas partes, pensar que en cada esquina la esperaba un ladrón, un asesino o un violador. Suponía que tenía que ver con el entorno en el que había crecido, sobreprotegida, puesto que era la preciada hija única de unos padres de condición sencilla. «No hagas esto, no hagas aquello, podría pasarte esto, podría pasarte aquello…» Había tenido que oír frases como esas continuamente. De pequeña no la dejaban participar en la mayoría de las actividades que emprendían sus compañeros de clase porque su madre temía que pudiera pasarle algo malo. Amy tampoco se había rebelado contra tanta prohibición. No tardó en adoptar como propios los temores de su madre y además estaba contenta de tener un argumento en el que escudarse ante sus amigos de la escuela: «Es que no me dejan…».

A la larga, lo único que consiguió con esa actitud fue perder amigos.

Se dio la vuelta de nuevo. El extraño había llegado ya al puente. Amy prosiguió su camino, con paso más rápido que antes. No por miedo a aquel tipo, sino por miedo a sus propias cavilaciones.

Soledad.

El resto de los estudiantes del campus de Scarborough, que pertenecía a la Universidad de Hull, se alojaban durante el primer año en residencias. Más adelante formaban grupos y compartían viviendas que la universidad ponía a su disposición por un alquiler reducido. Amy procuraba hacer creer a todos que si seguía viviendo en casa de su tía era solo porque allí no tenía que pagar alquiler, y afirmaba que en su caso considerar otra opción habría sido una tontería. Sin embargo, la amarga verdad era otra: Amy no tenía amigos con los que compartir piso. Nadie se lo había propuesto. De no ser por su anciana tía y por la habitación de invitados vacía que había puesto a su disposición, el panorama habría sido más tenebroso y la cuestión del alojamiento habría pasado a ser un verdadero problema más allá del que habría constituido ya el coste económico. Pero Amy prefería no dar vueltas a ese tema.

Al final del puente solo la separaban del parque un par de pasos. Por lo general solía girar a la derecha hacia la escalera. En la desviación del camino, sin embargo, había un edificio que justamente estaban terminando de construir aquella semana. Era difícil saber si acabaría siendo una casa particular o si el consistorio de Scarborough planeaba darle otro uso.

Amy pasó por delante de la edificación a toda prisa, pero enseguida retrocedió asustada: dos de las grandes vallas de alambre que rodeaban la casa impedían el paso por la escalera, así como por una parte del sendero que serpenteaba por detrás y que suponía una vía alternativa. El camino que solía tomar estaba bloqueado. Podía intentar pasar por uno de los lados, pero Amy dudó antes de decidirse. Por la tarde, cuando bajo el calor asfixiante había ido por la zona peatonal para resolver unos asuntos antes de dirigirse a casa de la señora Gardner para cuidar de su hija, aún había podido pasar por ahí. Sin embargo, entretanto se había desatado una fuerte tormenta y había llovido a mares. Posiblemente tanto la escalera como el sendero estarían intransitables. Se habría hundido algún escalón, o habría habido un corrimiento de tierra en alguna parte, se habría soltado alguna fijación y se habrían desprendido piedras. Sin duda era peligroso tomar aquel camino.

Además, era evidente que habían prohibido el paso.

Amy no era de ese tipo de personas que se saltaban las prohibiciones a la ligera. Desde siempre le habían enseñado a obedecer a las autoridades, comprendiera o no los motivos de las órdenes. Había motivos para ello y eso ya era suficiente. Y en la situación en la que se encontraba no le costaba adivinar cuáles eran los motivos.

Finalmente, dio media vuelta.

Había otros caminos por los que podía cruzar los Esplanade Gardens, ese laberinto para paseantes, pero ninguno de ellos permitía llegar de forma tan rápida y directa a la calle que estaba en lo más alto, donde se encontraban de nuevo las casas. Si tomaba el camino inferior iría en sentido contrario, hacia la playa que había abajo y el balneario, un grupo de extraños edificios victorianos situados frente al mar y destinados a la organización de eventos culturales de todo tipo. Sin embargo, de noche permanecían cerrados a cal y canto, por lo que no había ningún vigilante nocturno dentro. Del balneario partía un funicular que salvaba el desnivel y que sobre todo transportaba a personas mayores que ya no podían trepar la escarpada peña por la que se extendían aquellos jardines. Pero alrededor de media hora antes de la medianoche las cabinas del funicular dejaban de funcionar y las casetas en las que se vendían los billetes también estaban cerradas. Naturalmente, también era posible hacer el ascenso a pie, pero la caminata desde abajo del todo era larga y fatigosa. La ventaja de ese camino inferior era que estaba iluminado: había grandes farolas curvadas, inspiradas asimismo en la época victoriana, que arrojaban una luz cálida y anaranjada.

Y había un tercer camino, el más estrecho de todos. A media altura del despeñadero, transcurría durante un buen trecho sin mucha inclinación, pero luego esta se acentuaba ligeramente a medida que serpenteaba hacia arriba. Suponía una alternativa aceptable para los peatones que no estaban en plena forma física. Amy sabía que comunicaba el Crown Spa Hotel con los Esplanade. Llegaría antes a su destino por ese camino intermedio que si bajaba hasta la playa, pero la contrapartida era que no había farolas que iluminaran el trayecto. El sendero se perdía entre arbustos y árboles en la más absoluta oscuridad.

Retrocedió un par de pasos y miró hacia el puente. El tipo casi había llegado al final. ¿Eran imaginaciones suyas o realmente se movía más despacio que antes? ¿Algo más vacilante, quizá? ¿Qué estaría haciendo allí a esas horas?

Cálmate, Mills, tú también estás aquí a estas horas, se dijo a sí misma, aunque con ello no consiguió que su corazón dejara de latir a toda velocidad.

Puede que esté volviendo a casa, ¡igual que tú!

Pero ¿quién podía estar regresando a casa tan tarde? Faltaban veinte minutos para la medianoche, las únicas personas que volvían del trabajo a esas horas solían ser canguros de madres desconsideradas, básicamente porque estas solían regresar a casa demasiado tarde.

Ya está, lo dejo. No volveré a trabajar para ella. Ni por todo el dinero del mundo.

Consideró las opciones que tenía, ninguna de las cuales le parecía especialmente prometedora. Podía volver a cruzar el puente hacia Saint Nicholas Cliff, atravesar el centro y subir por la interminable Filey Road, pero por allí tardaría una eternidad. Sin duda había una línea de autobús que cubría el trayecto, pero no tenía ni idea de si el servicio seguía activo a esas horas. Además, pocas semanas antes había recurrido al autobús debido al mal tiempo y vio que la parada estaba repleta de jóvenes borrachos con la cabeza rapada y piercings por todas partes. Una vez superada la angustia que le había provocado aquello, se había jurado no volver a pasar por esa situación; prefería correr el riesgo de empaparse bajo la lluvia y coger un buen resfriado. El miedo, una vez más. Miedo a caminar por el parque a oscuras. Miedo a esperar en la parada del autobús. Miedo, miedo, miedo.

Condicionaba absolutamente su vida y aquello no debía continuar de ese modo. No podía permitirse sufrir una crisis nerviosa cada vez que la asaltaba un temor al que no tenía más remedio que enfrentarse, como esa noche de julio, fría y lluviosa, en la que estaba paralizada frente a un cruce, oyendo los jadeos de su propia respiración, notando cómo el corazón le latía con fuerza mientras se preguntaba cuál de sus temores era el menos grave. Era como elegir entre la peste y el cólera; le parecía algo terrible tener que elegir.

Cuando el tipo llegó donde ella estaba se detuvo y la miró.

Parecía como si esperara algo, como si ella tuviera que hacer o decir algo. A Amy le habían enseñado a corresponder a las expectativas, así que se decidió a hablar.

—El… el camino está cortado —dijo. La voz le salió algo ronca, y se aclaró la garganta—. Hay dos verjas, no… no se puede pasar.

El tipo asintió levemente, se dio la vuelta y desapareció por el camino que llevaba a la playa. El que estaba iluminado.

Amy respiró, aliviada. Nada, no había pasado nada. Aquel tipo se dirigía a su casa y por lo visto también solía utilizar la escalera. Ahora lo más probable era que tuviera que bajar hasta el balneario y luego subir la cuesta. Debía de haber maldecido el tener que recorrer un camino más largo de lo habitual para regresar. En casa le esperaría su esposa. Le echaría la bronca por llegar tarde. Se había quedado con sus amigotes en el bar más rato de lo previsto, y encima tenía que tomar un camino más largo. No era su día. A veces, todo se complica de golpe.

Amy rió para sus adentros, pero fue consciente también de que esa actitud reflejaba nerviosismo. Tenía tendencia a fantasear acerca de las circunstancias vitales de gente desconocida. Probablemente se debía a lo sola que se sentía. Puesto que se comunicaba tan poco con personas de carne y hueso, se veía obligada a compensarlo moviéndose en el terreno de la imaginación.

Se volvió una vez más hacia el puente, pero no vio a nadie.

El desconocido había desaparecido por el camino que llevaba a la playa. La escalera estaba bloqueada. Amy finalmente desterró las dudas. Decidió tomar el camino intermedio, el que no estaba iluminado. La débil luz de la luna, atenuada por el velo de nubes que la cubrían, bastaría para vislumbrar el sendero bajo sus pies. Subiría hasta Esplanade sin romperse un tobillo.

Al cabo de unos pocos segundos, se adentraba entre los tupidos y húmedos arbustos, que lucían el esplendoroso follaje propio del verano.

Amy desapareció entre la oscuridad.