Miércoles, 20 de enero

Cuando giró por Thorpe Hall Avenue, John se dio cuenta de que, efectivamente, algo había actuado en su alma como una especie de bálsamo. No pudo evitar sonreír cuando se percató de que él, precisamente él, había reaccionado con un sentimiento de felicidad ante la mera visión de aquellas casas unifamiliares de cuidados jardines, las calles acogedoras y los parques llenos de árboles. Habían quitado la nieve de las aceras, en algunos jardines había muñecos de nieve y sobre las matas peladas y los setos se acumulaban gruesos mantos de nieve. No había vuelto a nevar desde hacía varios días, pero el frío viento del norte había mantenido helada la que había caído con anterioridad. La semana siguiente prometía ser más cálida y todo ese esplendor reluciente se derretiría hasta desaparecer, los restos de la nieve de los bordes de la carretera se afearían con la suciedad y pronto llegaría el mes de febrero con sus lluvias. Ese día, sin embargo, el barrio parecía sacado de un cuento de Navidad.

Esperaba que a Gillian no le diera por arrancarle la cabeza si se presentaba sin avisar. Ella le había dicho que por la tarde quería tomar el tren hacia Norwich y estaría en casa hasta las dos y media. John esperaba poder llevarla en coche hasta la estación. El día anterior la había llamado y le había dicho que quería tener una conversación con su antigua colega, la sargento McMarrow, en Scotland Yard. Gillian le había pedido que la llamara si se enteraba de algo acerca de Tara, a la que habían trasladado a Londres. Él le había prometido hacerlo, con mucho gusto. Cualquier oportunidad de hablar con ella le parecía bien.

Se había reunido con Christy sobre todo para disculparse, pero Gillian no tenía por qué saberlo. Por supuesto, había hablado con la policía acerca de muchas cosas. También acerca de Samson.

—No puedo prometerte que no te traiga problemas —le había dicho ella—. Le han abierto una investigación policial a Segal y tú lo estuviste ocultando. Da igual cómo haya terminado todo, no hace falta que te diga que…

—Claro —la interrumpió él—. Lo sé.

—Yo intercederé en tu favor, por supuesto. Y también a favor de Segal. Si no lo he entendido mal, fue él quien os salvó en Peak District.

—Exacto. No sé qué habríamos hecho si él no hubiera intervenido.

Ella lo miró con los ojos entornados.

—Como ya te dije el otro día, estabas muy bien informado, John. Si no dispones de aptitudes clarividentes y, dicho sea de paso, no creo que así sea, estabas al corriente de detalles a los que no deberías haber tenido acceso. Supongo que sigues sin querer darme información al respecto, ¿no?

—No.

—Me lo imaginaba —dijo ella.

—¿Qué pasa con Caine? —preguntó John.

—Está en prisión preventiva. Tenemos la declaración de Gillian Ward acerca de todo lo que Tara Caine le contó. Aunque entretanto ella también ha confesado.

—Y supongo que todo encaja.

—Vaya si encaja. —Christy enumeró los delitos—: El asesinato de Lucy Caine-Roslin. El asesinato de Carla Roberts. El asesinato de la doctora Anne Westley. El de Thomas Ward. El secuestro e intento de asesinato de Gillian Ward. Eso ya basta para condenarla a varias cadenas perpetuas. Menuda chiflada, ¿no? Y eso que siempre aparentaba ser tan profesional, tan seria. Pero debió de ser precisamente ese carisma lo que le allanó el camino. Carla Roberts no la conocía personalmente, pero probablemente debía de haber sido por eso por lo que había abierto la puerta: porque inspiraba confianza.

A esas alturas, John ya conocía toda la historia de Gillian. Aquella misma noche en Peak District se lo había contado todo. Nerviosa, desesperada y, a pesar de todo, demostrando compasión por aquella mujer que había sido su mejor amiga.

—Tara Caine también es una víctima —dijo John—. Sufrió lo indecible. La certeza de que pasará el resto de sus días entre rejas no debe de ser algo precisamente agradable.

Christy se encogió de hombros.

—Así es la vida a veces. Ya sabes que las cosas no son simplemente blanco o negro. Pero no olvides que tres personas absolutamente inocentes han perdido la vida con todo esto. Carla Roberts y Anne Westley eran dos ancianas completamente inofensivas que no fueron capaces de ver o de juzgar correctamente la situación desesperada de otra persona y eso tampoco las convertía en culpables de nada. Asimismo, Thomas Ward no le había hecho ningún daño a nadie, se limitó a cruzarse en el camino de una demente con ansias de venganza. Y respecto a la anciana Caine-Roslin: puede que hubiera sido una madre lamentable y por supuesto habría merecido pasar un tiempo en la cárcel por lo que le hizo a su hija. Pero la manera que Tara Caine encontró de resolver el problema no fue la correcta. No podía matarla, por comprensible que a ella pudiera parecerle. Nuestra sociedad no puede permitir ese tipo de comportamientos.

—Lo sé. Por supuesto que lo sé.

John detuvo el coche frente a la casa de Gillian. En medio de tanta nieve, con el mirador que daba al jardín delantero y los ventanales con travesaños, parecía una casita de azúcar. Pudo comprender que no quisiera seguir viviendo allí. No solo porque hubiese sido allí donde había encontrado el cadáver de su marido, asesinado a tiros en el comedor, lo que debía de convertir la casa en un lugar insoportable. Es que además ya no era adecuada para Gillian, como lo había sido para ella y su familia, un nido pequeño e idílico con su frontón, su torreta y los árboles frutales en el jardín.

Esos tiempos habían quedado atrás para siempre. Del modo más atroz posible, Gillian se había convertido en otra persona.

John salió del coche, recorrió el sendero del jardín y llamó a la puerta. Esperaba que ella no hubiera partido antes de lo planeado, pero la puerta se abrió enseguida.

Gillian.

Eran poco más de las dos y John había esperado encontrarla más o menos preparada para marcharse. Sin embargo, apareció con unas mallas negras, un jersey grueso y los pies descalzos enfundados en unas pantuflas.

—Oh —exclamó ella—. No esperaba que viniera nadie a verme.

—Siento haberme presentado de este modo. Pero he pensado… bueno… —A John le molestó comprobar que de repente estaba tartamudeando como un chaval—. Me apetecía volver a verte. Y he pensado que tal vez podría acompañarte hasta la estación, si quieres.

—Entra —dijo ella.

John entró en la casa. Las cajas de la mudanza seguían apiladas en el vestíbulo. Sin embargo, no había ninguna maleta ni ninguna bolsa de viaje.

—No me marcho a Norwich —anunció ella.

—¿No?

—No. Hoy he hablado por teléfono con mis padres. Este fin de semana traerán a Becky y a Chuck. A principios de febrero, Becky tiene que ir a la escuela y antes me gustaría tener algo de tiempo para que nos acostumbremos a vivir juntas de nuevo.

Él la miró fijamente.

—¿Te apetece un café? —preguntó Gillian.

—Sí, gracias. —John la siguió hasta la cocina—. ¿Qué significa eso, Gillian? ¿Que volverá a la escuela aquí?

—Al principio sí, como mínimo. Hasta que consiga vender la casa y haya encontrado otra cosa. —Llenó el molinillo de granos de café—. No me mudaré a Norwich.

—¿No? —repitió él.

—No. Ayer por la tarde estuve pensando mucho en esto. Y esta noche, también. No me parece lógico, ¿sabes? Volver a mi ciudad natal, cerca de mis padres. Pensaba que allí podría encontrar paz y seguridad, pero ahora me doy cuenta de que las cosas jamás volverán a ser tan plácidas. En cualquier caso, tardarán en serlo de nuevo. —Puso las tazas de café en el lugar correspondiente y encendió la máquina—. No puedo volver al amparo de mi familia —reflexionó un momento antes de continuar—: Sería un error. No he tenido un comportamiento propio de una persona adulta antes de que… sucediera lo de Tom y eso tiene que cambiar. Tengo que comportarme de una vez como la adulta que soy.

—Puedo comprender lo que me cuentas —dijo John—. Pero estos últimos días creo que sí te has comportado como una adulta. Como siempre has hecho, da igual lo dura que seas juzgándote a ti misma ahora. Durante toda esta pesadilla en la que nos hemos visto envueltos has sido fuerte en todo momento. Y muy valiente.

Precisamente por eso, John había pensado algo parecido acerca del futuro de Gillian justo después de ver su casita de cuento. Que no tenía sentido. Después de todo lo que Gillian había pasado, solo podía mirar hacia delante. No podía detenerse ni volverse atrás.

—Eres admirable —dijo él en voz baja.

Gillian le tendió la taza de café.

—He pensado que buscaré un piso en Londres en el que podamos vivir Becky, Chuck y yo. No me venderé la empresa, simplemente la dirigiré yo sola a partir de ahora. Será duro y agotador, por eso quiero aprovechar para pasar un tiempo en casa ocupándome de Becky. Pero todo irá bien. A fin de cuentas, otras madres sin pareja también consiguen superar ese tipo de situaciones.

—Claro que irá bien. Lo conseguirás. —Tuvo que contenerse para que su voz no demostrara demasiada alegría, demasiado alivio, felicidad. Se quedaba. Incluso se mudaba a Londres. John respiró hondo, el corazón le latía rápido y con fuerza.

A ella no le pasó por alto esa reacción.

—John…

Y él sabía lo que Gillian quería decir.

—Ya lo sé, necesitas tiempo. Pero tal vez podríamos vernos de vez en cuando para tomar algo. O para comer. Podríamos conocernos mejor. Quiero decir que hasta ahora…

—… solo nos hemos acostado juntos —fue Gillian quien terminó la frase al ver que él se detenía—. Sí, conocernos estaría bien. Pero no puedo prometerte nada, John.

—Por supuesto que no. Yo lo único que quiero es una oportunidad, nada más. —Se tomó el café y dejó la taza encima de la mesa. Tenía la esperanza de que esos encuentros no se quedarían en eso, en encuentros como el de ese día y como el de la semana anterior, cuando se había presentado sin avisar y ella se había mostrado lo suficientemente cortés como para ofrecerle un café. Después se marchaba enseguida, a pesar de que deseaba mucho más. En esos momentos, le habría gustado abrazar a Gillian, hundir el rostro en sus cabellos. Notar cómo le latía el corazón. Sin embargo, John sabía que solo ella podía dar el paso siguiente. Cualquier otra cosa no llevaría a ninguna parte.

—De todos modos, tienes una oportunidad —apuntó Gillian con ternura. Sonrió con calidez—. Te debo la vida, John. La policía no nos habría encontrado jamás. Si tú no…

—¡No! —dijo con un dedo sobre los labios de ella—. ¡No! Ya me lo agradeciste cien veces aquella noche en Peak District. Ya está, no me gustaría…

—¿Qué?

—Pase lo que pase entre nosotros en el futuro, no quiero que sea una consecuencia de tu gratitud. Quiero decir que en el caso de que algún día me llames para quedar conmigo, lo que más me gustaría es que no lo hicieras porque te sientas en deuda conmigo. Eso sería horrible. Hazlo solo si te apetece de verdad.

Ella asintió.

—Eso sí te lo puedo prometer.

Los dos se quedaron en silencio durante unos instantes.

—Será mejor que me marche —dijo John al fin—. Seguro que tienes mucho que hacer.

—¿Hay novedades acerca de Tara?

—Está en prisión preventiva. En cualquier caso, lo ha confesado todo ante la policía.

—Me da mucha pena. Sé que ha hecho cosas imperdonables, pero no puedo evitarlo, John: sigo viéndola más como a una víctima que como a una criminal.

—Sin embargo, no puede quedar en libertad. Es una enferma mental y constituye una seria amenaza. Pero a partir de ahora recibirá también la ayuda psicológica que debería haber recibido hace años.

—Si todo va bien, iré a visitarla algún día. Dentro de un tiempo.

—Todo irá bien, seguro.

—¿Y qué pasa con la mujer que lo desencadenó todo? ¿Liza Stanford?

John también había hablado con Christy acerca de Liza.

—Liza ha denunciado a su marido —dijo John—. La policía la ha alojado en un hogar para mujeres maltratadas. Su hijo está con ella. Claro que las cosas tampoco serán tan sencillas. Tiene que demostrar las acusaciones contra él. La doctora Westley, que podría haber aportado su testimonio, está muerta. Y la fiscal Caine, cuya declaración podría haber tenido mucho valor, está en la cárcel por asesinato múltiple. Stanford se rodeará de una legión de abogados de peso. Por desgracia, las cosas no pintan mal para él, aunque hay que ver qué ocurre. Lo más importante es que ella no vuelva con su marido. Eso sí lo espero.

—En realidad no era más que un grano de arena en la playa, es increíble la cadena de incidentes lamentables que eso puso en marcha.

—Ella fue el detonante, es cierto —convino John—. Pero lo que Tara Caine estuvo reprimiendo durante décadas había alcanzado una dimensión que solo necesitaba una pequeña válvula de escape. Si esta no hubiera sido Liza Stanford, Caine habría encontrado a otra persona o situación que lo habría desencadenado igual. De un modo u otro era inevitable. Así es como yo lo veo, al menos.

John tenía razón y Gillian lo sabía. Y también sabía que Tara habría seguido matando. Dentro de su cabeza, seguía oyendo la escalofriante frase que Tara le había dicho aquella noche en Dark Peak: «No puedo dejar de matar a mi madre».

Puede que fuera un deseo sincero cuando decidió ayudar a una Liza Stanford desesperada, pero a partir del asesinato de Lucy Caine, la lucha contra la omisión de auxilio había dejado de ser una necesidad propia para convertirse en una cuestión de revancha. Tara había empezado a buscar más víctimas. Carla Roberts y Anne Westley habían aparecido en el momento justo. Incluso Gillian, aunque en ese caso tuvo que urdir una trama bastante más laboriosa para encontrar un motivo que justificara su propósito: proteger a Becky del amante de su madre, al que nunca se le había podido imputar un hecho delictivo. Probablemente se habría esforzado cada vez más en convertir a personas inocentes en sus enemigos personales y podría no haber vuelto a desistir de su propósito como le había ocurrido en el caso de Gillian. Sobre todo porque el único motivo por el que había desistido en ese caso habían sido los dos intentos infructuosos.

Gillian acompañó a John hasta la puerta. Él consideró un acto de negación el hecho de marcharse en ese momento, pero enseguida se dio cuenta de que era lo mejor.

—¿Me llamarás? —preguntó él—. Me dirás cuál es tu nueva dirección, ¿verdad?

—Sí —prometió ella.

John levantó la mano, le acarició la mejilla y se dio la vuelta para andar hasta su coche.

Cuando se volvió de nuevo para mirarla, ella ya había cerrado la puerta.

Y, sin embargo, se sintió dichoso. Más bien muy dichoso.

Miró hacia la calle y vio que se le acercaba Samson. Con un grueso gorro de lana bien calado hasta las cejas y una bufanda que le daba varias vueltas alrededor del cuello. Andaba con aire indiferente, como si hubiera estado paseando por allí por casualidad, pero John pensó enseguida: ya vuelve a las andadas. Estaba merodeando de nuevo cerca de la casa de Gillian. ¡Como si no hubiera tenido suficientes problemas por ello!

—Hola, Samson —lo saludó.

Como siempre que alguien le dirigía la palabra, Samson reaccionó algo sobresaltado.

—Oh, John —exclamó. Hizo un gesto con la cabeza en dirección a la casa—. ¿Todo bien c… con Gillian?

—Todo bien.

—Lástima que se marche tan lejos.

—Sí… —se limitó a responder John. No le apetecía nada poner al corriente a Samson acerca del cambio de planes de Gillian. En cualquier caso, tendría que hacerlo ella misma. O que fuera el mismo Samson quien lo descubriera.

—Estaba paseando un poco —aclaró el hombre. Parecía afligido y preocupado. John miró hacia el final de la calle, la parte más deslucida, donde vivía Samson.

—¿Cómo le va por casa? —le preguntó John—. Supongo que su cuñada le debía una disculpa, ¿no?

Samson negó con la cabeza.

—No se ha disculpado. No lo hará jamás. Solo me ha reprochado que huyera. Y no le ha gustado nada que volviera.

—Debería darle vergüenza.

—En realidad… hizo bien —reconoció Samson—. Me refiero al hecho de que me denunciara. De lo contrario, no habría tenido que esconderme y no lo habría acompañado a Peak District. Quién sabe cómo habría salido todo.

—Visto de ese modo —dijo John—, tal vez tengamos que agradecérselo a su cuñada —decidió pasar por alto el hecho de que si Samson no hubiera llamado a Gillian de aquella forma tan irreflexiva, Tara Caine quizá no se habría encontrado entre la espada y la pared y no habría emprendido aquella huida desesperada hacia el norte con una rehén como única salvación aparente. Se alegraba de que Samson se hubiera sentido como un héroe.

—No obstante —prosiguió—, ¿cuánto tiempo más piensa seguir viviendo de ese modo, Samson? ¿Con esa sensación de estar de más en su casa mientras sueña en otro mundo porque la realidad le parece demasiado insoportable? —Inmediatamente después de haberlo dicho, se arrepintió de haberse mostrado tan sincero—. Lo siento. En realidad no es asunto mío.

—Sí que lo es, no se preocupe —le aseguró Samson—. Tiene toda la razón.

John lo miró y pensó en aquella noche en Peak District. En realidad costaba imaginarse a ese tipo torpe e inseguro como la persona que los había salvado de una situación verdaderamente crítica, pero por suerte John no tenía que imaginarlo, porque sabía cómo había ocurrido. Samson había actuado con valor e inteligencia, con arrojo y a la vez con prudencia. Merecía que alguien le diera una oportunidad de una vez por todas.

—¿Sabe?, he estado pensando —dijo John. Aunque no era cierto, en realidad se le acababa de ocurrir—. El viernes pasado uno de mis trabajadores dejó la empresa. Eso significa que podría ofrecerle la vacante. ¿Qué le parecería eso?

Samson se quedó boquiabierto.

—¿Me está diciendo que yo…?

—Ya ha demostrado con creces que en los momentos críticos sabe mantener la cabeza fría y hacer lo correcto en el momento adecuado —expuso John—. Y puedo asegurarle que las situaciones con las que pueden encontrarse los trabajadores de mi empresa no suelen ser ni mucho menos tan peligrosas. ¿No le gustaría probarlo?

Samson seguía sin poder creerlo.

—Eso sería… eso sería…

—Necesita un empleo —aseveró John— y déjeme que le dé un consejo: márchese de esa casa. Seguro que su hermano podrá pagarle su parte de la herencia si pide un crédito con la casa como garantía. Y luego puede buscarse un alojamiento cerca de su lugar de trabajo. Un piso pequeño que pueda considerar su hogar. Ya va siendo hora… —se detuvo. Odiaba que otras personas se inmiscuyeran en su vida, pero aquello era justo lo que estaba a punto de hacer con Samson.

—¿Qué? —preguntó Samson.

—Que es un buen momento para empezar una nueva vida —continuó John.

Y para sus adentros, añadió: nos conviene a todos.

—En eso tiene razón —dijo Samson, y lo dijo seguro de sí mismo, sin titubear ni tartamudear. Bañado por la luz del sol de ese día de invierno, era como si realmente hubiera cambiado ya algo en su interior—. Sí, tiene razón —repitió.

De repente sonrió y John se dio cuenta de que acababa de ser testigo de un momento extraordinario: Samson era feliz.