1
El agente Rick Meyers se había preparado para un domingo por la mañana más bien contemplativo en la comisaría de policía. Tenía guardia de fin de semana, pero suponía que no pasaría gran cosa y que, por consiguiente, encontraría tiempo para quitarse de encima de una vez el papeleo que tenía acumulado sobre la mesa. El tiempo nevado que reinaba fuera no parecía transmitir más que paz y tranquilidad. Tal vez había sido ese tiempo lo que le había hecho creer que ese día no sucedería nada especial. En todo caso, quedó realmente horrorizado cuando de repente vio que su superior le tendía una hoja de papel frente a las narices.
—Tenemos que verificar esto. Nos lo solicita el Scotland Yard de Londres. Se trata de una tal Lucy Caine-Roslin. Vive en Reddish Lane.
—¿Reddish Lane? ¿En Gorton?
—Sí. Lo siento, pero tendrá que ir.
—¿De qué se trata? —preguntó Meyers. Ya había empezado a redactar los informes pendientes.
—Podría ser que la hija de la titular esté viviendo en esa casa. Simplemente se trata de comprobarlo. Scotland Yard tiene unas cuantas preguntas importantes para ella.
—¿Para la hija? —preguntó Meyers, duro de mollera.
—Sí. Ha desaparecido, pero hay que interrogarla urgentemente y cabe la posibilidad de que haya acudido a casa de su madre. La hija se llama —el superior consultó la hoja de papel— Tara Caine. Es fiscal en Londres.
—¿Fiscal? ¿De verdad? ¿Y ha salido de ese rincón del mundo?
—Eso parece.
—¿Y por qué no llaman directamente a esa tal Lucy Caine-Roslin? —planteó Meyers mientras se ponía de pie pesadamente. Supuso que a los demás ya se les habría ocurrido esa posibilidad y que habría algún motivo por el que no habían podido hacerlo, de manera que esa idea no lo salvaría de acudir a uno de los barrios más desagradables de Mánchester en busca de una vieja.
—Ya lo hemos intentado varias veces, pero nadie coge el teléfono. No sirve de nada. Tiene que ir enseguida. No podemos ignorar a Scotland Yard.
Por lo menos a esa hora de la mañana de un sábado no encontraría mucho tráfico. Además, las máquinas quitanieves habían hecho un buen trabajo durante los últimos días, Rick Meyers no tuvo problemas con el coche. Sin embargo, le habría gustado no tener que prestar ese servicio, y no solo porque le rompía la planificación del trabajo. El caso era que a ningún policía le gustaba ir a Gorton, en el sur de Mánchester, y menos si era para localizar a una anciana. Por esos barrios incluso la misión más sencilla podía acabar mal. Había rincones mejores y rincones peores, y los peores consistían en gran parte en casas ruinosas habitadas por yonquis que no dudaban ni un momento en hacer lo que hiciera falta ante la más mínima oportunidad de conseguir dinero para la siguiente dosis. En ese lugar vivía lo peor de la escala social, más bajo no podía caerse. La tasa de delincuencia era elevadísima y la policía no era bienvenida. Meyers no era precisamente un héroe. A menudo se preguntaba cómo había podido estar tan chiflado para haber querido ganarse el pan como policía.
Esa mañana también se hizo esa misma pregunta, pero como de costumbre no se le ocurrió ninguna respuesta.
El aspecto de las calles cambiaba poco a poco. No se llegaba a Gorton de repente, sino que el barrio iba apareciendo progresivamente. Los edificios de viviendas eran cada vez más miserables; las zonas verdes, cada vez más reducidas y escasas, hasta que desaparecían del todo. Luego una zona industrial de aspecto abandonado que ni siquiera bajo el grueso manto de nieve parecía menos desolada; un outlet de tejidos al que aparentemente no había acudido nadie esa mañana; un chatarrero y, justo al lado, una hilera de casas adosadas en clara decadencia. El único indicio de que esas chabolas seguían habitadas era la basura que se apilaba en los patios; en parte dentro de bolsas de plástico, pero también esparcida de cualquier manera después de que la hubieran tirado por las ventanas sin más. A continuación, bloques de viviendas, paredes pintarrajeadas, cristales rotos, una casa sin puerta y basura, mucha basura. Todo era porquería y abandono. Meyers sabía que entre los desperdicios había muchas jeringuillas. Observó con irritación cómo un niño pequeño jugaba en la calle a pesar del frío y la suciedad, sin que nadie lo vigilara, expuesto a un sinfín de peligros. Los padres probablemente estaban durmiendo, o borrachos, o colocados, o todo a la vez. Y sin embargo, el chico estaba radiante. Incluso en ese entorno tan miserable, se alegraba de que hubiera nevado. Como todos los niños del mundo.
Meyers sintió una profunda tristeza.
Le parecía un verdadero misterio que una chica hubiera salido de ese lugar y hubiera llegado a fiscal. Debía de ser una mujer dura de roer.
La Reddish Lane era bastante larga y Meyers constató aliviado que el número en cuestión no se encontraba en la peor zona. En las plantas inferiores de algunas casas todavía había comercios y negocios y, aunque era evidente que algunos deberían haber cerrado y bloqueado las puertas con tablones clavados, se mantenían firmes a pesar de todo. Los alrededores parecían cualquier cosa menos un barrio acomodado, pero tampoco se veía abandonado del todo.
Podría haber sido peor, pensó.
La señora Caine-Roslin vivía en una casita aislada de ladrillo rojo, rodeada por un patio minúsculo en cuya parte trasera había un cobertizo algo ruinoso. La casa en sí parecía sólida y estable, solo cuando se examinaba desde cerca se descubrían indicios de que nadie se había ocupado de su mantenimiento desde hacía tiempo: los marcos de las ventanas reclamaban a gritos una capa de pintura, la puerta del patio necesitaba una reparación y algunas tejas debían ser reemplazadas. Como muchas otras casas de esa calle, la planta baja tenía un escaparate que había pertenecido a un pequeño negocio que permanecía cerrado tras una persiana de color azul. Un cartel revelaba el taller de reparación de bicicletas que había ocupado el local. El rótulo era viejo y costaba descifrar la inscripción que contenía debido a los estragos que el viento, la lluvia y el sol habían causado en él a lo largo del tiempo. Al parecer, dentro ya no había ni taller, ni nada.
La pregunta era si en la casa seguía viviendo alguien.
Rick Meyers aparcó en la calle, salió del coche y contempló las ventanas del primer piso sin demasiada convicción. No vio ninguna luz, pero ya era una hora avanzada del día. En cualquier caso, había cortinas e incluso le pareció ver una o dos macetas con plantas. Sin embargo, la casa parecía extrañamente deshabitada, aunque probablemente tenía que ver con la evidente falta de actividad de la planta baja de la casa.
Meyers caminó pesadamente por la nieve que nadie había quitado de la entrada de la finca. Tal vez la anciana Caine-Roslin ya no viviera allí. Quizá la hija se la hubiera llevado a un asilo de Londres hacía tiempo. Era raro que esa casa siguiera constando como su vivienda habitual. Pero en ocasiones sucedían ese tipo de cosas.
Además, la hija había desaparecido y la estaba buscando Scotland Yard.
Qué historia tan extraña.
Había una puerta que llevaba hacia la parte inferior de la casa, pero estaba bloqueada por dos tablas de madera cruzadas y clavadas en el marco. Justo al lado había una escalera empinada que subía por el muro exterior hasta el piso de arriba y, una vez allí, otra puerta que parecía todavía operativa.
En la escalera había tanta nieve que a Rick Meyers le costó bastante subir por ella. A un lado tenía el muro, pero en el otro ni siquiera había barandilla, ni nada a lo que poder agarrarse. Hacía semanas que nadie quitaba la nieve de esos escalones. Rick Meyers se preguntó cómo debía de hacerlo la anciana para subir por esa escalera tan empinada y llena de nieve. En algún momento esa tal Lucy Caine-Roslin debía de verse obligada a salir para comprar comida, ¿no? La nieve recién caída ocultaba cualquier huella que pudiera indicar que alguien hubiera subido o bajado por allí últimamente. Pero si a él, que era un hombre relativamente joven, ya le costaba tanto, ¿cómo conseguía hacerlo una mujer que debía de tener al menos sesenta años? Cada vez se confirmaba más la impresión que tenía de que en esa casa ya no vivía nadie.
Cuando por fin llegó al piso de arriba, llamó a la puerta de madera. Era de color negro, pero la pintura estaba algo desconchada en las esquinas.
—¿Señora Caine-Roslin? Por favor, ¿puede abrirme la puerta? —gritó mientras aguzaba el oído—. Soy el agente Meyers. Solo quiero hacerle una pregunta.
No se movió nada. Volvió a llamar, esta vez con más ímpetu.
—Por favor, señora Caine-Roslin. ¡Policía! Solo se trata de una pregunta muy breve.
Ni un ruido, nada de nada.
Meyers probó de abrir con el picaporte. Para su sorpresa, este cedió y la puerta se abrió hacia dentro. Ni siquiera estaba cerrada con llave.
Jadeó de inmediato al notar el repugnante olor a putrefacción que salía de la vivienda.
—¡Dios mío! —Buscó enseguida un pañuelo y, al ver que no encontraba ninguno, miró a su alrededor en busca de una ventana que pudiera abrir. La ventana de la cocina le pareció la solución más cercana y Meyers se abrió paso entre mesas y sillas, giró el picaporte, abrió la ventana y se inclinó hacia fuera. El aire invernal, limpio y frío, le dio en la cara. No había pasado ni un minuto desde que había estado fuera andando pesadamente sobre la nieve y ya le parecía como si hubiera pasado toda una eternidad sin respirar ese aire tan maravilloso. Como si ya hubiera pasado a formar parte del hedor que reinaba en la casa.
Con los dedos siguió registrándose todos los bolsillos del uniforme hasta que por fin encontró un pañuelo arrugado. Meyers odiaba lo que le tocaba hacer en ese momento, pero al fin y al cabo era policía. Tenía que examinar a fondo el horror que acechaba en aquella casa.
Tomó una buena bocanada de aire, se sostuvo el pañuelo pegado a la boca y la nariz y se apartó de la ventana. Miró a su alrededor, en la cocina. Parecía limpia y ordenada, si bien todos los muebles estaban cubiertos de una fina capa de polvo. Sobre la mesa había dos platos y en ellos se habían estropeado restos de comida que ya eran prácticamente irreconocibles. Estaban cubiertos de una pelusilla de color blanco azulado y seguramente eran los responsables de parte del olor que llenaba la estancia, aunque por desgracia este no procedía solamente de los platos. Al lado había también dos vasos de vino medio llenos y una botella. Un vino de primera calidad, como Meyers pudo comprobar en la etiqueta. Todo parecía indicar que lo que le había sucedido a Lucy Caine-Roslin, fuera lo que fuese, no había sido nada bueno y había interrumpido una comida que se había propuesto compartir con alguien.
Sobre el aparador descubrió una bolsa de papel marrón. Tuvo la impresión de que debía de haberse tratado de un plato preparado de algún puesto de comida china para llevar. Alguien había acudido a visitar a la anciana y había llevado comida. ¿Y luego…?
Salió de la cocina. Sabía que el verdadero desafío aún estaba por llegar.
Encontró a Lucy Caine-Roslin en una habitación infantil. En todo caso, parecía como si en otro tiempo hubiera sido una habitación infantil. O de adolescente. Había un sofá cama cubierto con una colcha de retazos y cortinas con el mismo estampado en las ventanas. Un armario ropero con la puerta abierta y unos cuantos jerséis colgados en sus perchas. Un par de pósteres en las paredes, uno de los cuales mostraba a alguien que Meyers creyó reconocer como Cat Stevens. Un sillón sobre el que había un par de revistas y papeles emborronados. Las paredes estaban repletas de estantes de madera llenos de libros, infantiles y juveniles, según se desprendía de los títulos y de los colores de los lomos. Más tarde, Meyers pensaría que eso había sido el detalle por el que había reconocido enseguida que se trataba de la habitación de alguien de corta edad: los libros y la foto de Cat Stevens en la pared.
Lucy Caine-Roslin estaba tendida sobre la espalda en medio de la habitación, parecía la envoltura hinchada y oscurecida de lo que había sido una persona. El frío y el aire seco de la casa, no obstante, habían contribuido a que se hubiera conservado mejor que en circunstancias menos propicias. El rostro seguía en un estado relativamente bueno. Los ojos, o lo que quedaba de ellos, era lo único que Meyers no se atrevía a examinar más de cerca. Tenía bastante con los esfuerzos que tuvo que hacer para no perder la calma.
Si bien lamentable de todos modos, en condiciones normales la muerte de la anciana le habría parecido debida a causas naturales: tal vez se había encontrado mal después de recibir una visita, cuando se disponía a lavar los platos. Sin embargo, esa suposición entraba en contradicción con el hecho de que de la boca de la difunta sobresaliera algo, algo grande y difícilmente reconocible a simple vista. Meyers hizo un esfuerzo por dominarse a sí mismo y se acercó más al cadáver a pesar del hedor. Era un trapo. Un trapo grande, un trapo de cuadros. Probablemente un paño de cocina.
Alguien se lo había metido en la garganta a la fuerza.
Y le había taponado la nariz con varias tiras de precinto.
Se puso de pie de nuevo, se acercó a la ventana y la abrió también. Se inclinó hacia fuera para respirar un par de bocanadas de aire fresco.
—Dios mío —murmuró mientras se secaba el sudor de la frente con el pañuelo.
La muerte de la anciana Lucy Caine-Roslin en realidad no habría sido nada del otro mundo. Una anciana que al parecer llevaba varias semanas muerta en su casa, sin que nadie se hubiera percatado. Su soledad era trágica y, sin embargo, no se trataba de un hecho insólito. Había muchas personas de edad avanzada que vivían solas y que acababan muriendo sin que nadie se diera cuenta. El caso de Lucy Caine-Roslin, no obstante, parecía un poco extraño, ya que al menos tenía una hija en Londres. Aunque tampoco ella parecía haberse enterado de que su madre ya no estaba viva. Tal vez había dado por concluida su vida en Gorton. Meyers se apartó de nuevo de la ventana y examinó la habitación. Encajaba con lo que había visto de la casa hasta entonces: acogedora y limpia, si bien también estaba claro que la familia nunca había tenido mucho dinero: los muebles eran modestos y las cortinas y las colchas seguramente las había cosido ella misma. ¿La fiscal había crecido en esa casa? Probablemente su vida había sido muy distinta desde entonces.
Pero Lucy Caine-Roslin no había muerto simplemente de un infarto de miocardio. Alguien le había metido un paño de cocina en la garganta. Posiblemente se había asfixiado a causa de eso. Todo parecía indicar que Lucy Caine-Roslin había sido asesinada. Una anciana que no debía de poseer nada de valor. ¿Quién podría haber querido matarla?
Meyers recordó el motivo por el que había acudido hasta allí. La hija. Lo habían mandado para que intentara localizar a la hija.
Aunque supuso que no habría nadie más en la casa, decidió registrar todas las habitaciones de nuevo para cerciorarse. La casa era más grande de lo que parecía por fuera. Había un salón, un comedor, un dormitorio y un cuarto de baño. Todo estaba limpio como una patena. En el salón había una tetera y una taza sobre la mesa. El té que había contenido la taza antes de que alguien se lo hubiera bebido o de que se hubiera evaporado había dejado una marca marrón en el interior. Había una manta de lana en el sillón, todavía con las agujas de tejer prendidas. En la ventana había violetas africanas que entretanto se habían secado. Si bien el mantenimiento de la fachada y del patio habían sido tareas excesivas para una anciana como Lucy Caine-Roslin, lo cierto es que había sabido mantener el interior en perfecto estado.
En cualquier caso, la fiscal que estaba buscando no se había alojado en casa de su madre.
Meyers sacó el móvil. Lo primero que debía hacer era pedir refuerzos. Lucy Caine-Roslin había muerto sin que nadie se hubiera percatado, pero había que investigar a fondo su muerte. Era lo único que podía hacerse ya por aquella anciana.
2
Se había dormido, por imposible que le hubiera parecido. El agotamiento había podido más que el horror, las náuseas y el desconcierto. No sabía cuánto tiempo había estado durmiendo. La había despertado una fuerte sacudida del coche y justo después había oído el ruido de los neumáticos derrapando y cómo cesaba el rugido del motor.
No volverá, pensó.
Ella. Su mejor amiga. Su confidente. Una persona a la que conocía desde hacía años y que de repente se había convertido en una extraña.
Pudo oír cómo Tara bajaba del coche y cerraba la puerta tras ella. Poco después abrió de golpe la puerta del portamaletas. El aire helado se apoderó del interior del coche y penetró incluso bajo el calor sofocante de la gruesa manta, que de inmediato le fue retirada. Gillian cerró los ojos enseguida. La claridad de la luz diurna le pareció infernal tras tantas horas sumida en la oscuridad.
—Bueno. Hasta aquí hemos llegado —dijo Tara—. Hay demasiada nieve. ¡Fuera! —Mientras hablaba, sacó una navaja, la abrió y cortó el precinto que había estado amarrando los tobillos de Gillian.
»¡Sal! —le ordenó.
Gillian intentó incorporarse y de inmediato soltó un gemido de dolor. Había estado demasiado tiempo en una posición incómoda sobre el suelo duro del maletero, expuesta a las sacudidas de un coche que había pasado a trancas y barrancas por carreteras en mal estado. Lo notaba en cada hueso, en cada extremidad. Le dolía todo el cuerpo. No tenía ni idea de cómo moverse. Cuando por fin consiguió abrir los ojos al menos un poco y percibió su entorno entre parpadeos, vio a Tara como una gran y oscura sombra frente al maletero abierto. Tras ella, el cielo azul plomizo y más abajo, el horizonte nevado. Sin embargo, no había nada que recordara a una casa, ni siquiera vagamente.
Estamos lejos de todo. Estamos completamente solas.
—Vamos —dijo Tara.
Al ver que Gillian seguía sin poder moverse, Tara se inclinó hacia delante, la agarró con los dos brazos y tiró de ella hacia fuera. Lo hizo con una fuerza sorprendente. Puesto que Gillian ni siquiera podía tenerse en pie, cayó de bruces sobre la nieve. Notó la humedad y el frío, y un segundo después pudo percibir también la dureza de los diminutos cristales helados. Gillian sintió el dolor, notó cómo le cortaban la piel del rostro. Con un gemido gutural levantó la cabeza y sacó fuerzas de flaqueza. Puesto que todavía llevaba las manos atadas, le resultó difícil mantener el equilibrio.
Tara la ayudó a levantarse.
—Enseguida estarás mejor. Cuando se te hayan relajado los músculos. Todavía tenemos que andar un buen trecho.
Gillian luchó contra el vahído que sentía y que apenas le permitía mantenerse de pie. Se dio cuenta de que tenía una sed terrible. No había bebido nada desde el día anterior a mediodía y el precinto que le tapaba la boca, junto con el calor del coche, la había dejado completamente seca. Desesperada, intentó explicárselo a Tara. Sabía perfectamente que no podría llegar muy lejos si no bebía algo antes.
Tara valoró la situación y luego agarró a Gillian por la cara y con unos tirones secos le arrancó el precinto adhesivo. Le había dado varias vueltas alrededor de la cabeza, se le había pegado en el pelo y no podía despegárselo, pero al menos pudo apartar el precinto por debajo de la barbilla, donde quedó colgando.
—Agua —dijo Gillian con la voz ronca.
Tara abrió la puerta del coche y sacó una botella de agua mineral que llevaba en la guantera del asiento de atrás. Puesto que Gillian tenía las manos atadas a la espalda y no podía beber sola, Tara desenroscó el tapón y le sostuvo la botella frente a los labios. Gillian bebió con avidez, muerta de sed.
—Por favor —suplicó en cuanto hubo acabado—. Por favor, no vuelvas a taparme la boca.
—Es horrible cuando te falta el aire, ¿verdad? —replicó Tara con un tono que sonó casi compasivo—. Muy bien, haremos una cosa: voy a dejarte el precinto suelto, de todos modos, por aquí no hay nadie que pueda oírte si gritas. No obstante, si haces alguna tontería para intentar conseguir ayuda o algo por el estilo, te la volveré a tapar de manera que tampoco puedas ver ni oír nada. ¿Me has entendido bien?
—Sí —afirmó Gillian mientras miraba a su alrededor. Estaba en un lugar cubierto de nieve hasta donde alcanzaba la vista. Un paisaje con colinas y un bosque a lo lejos. La carretera por la que habían llegado hasta allí estaba más o menos despejada, solo estaba cubierta por una capa de nieve dura y no muy gruesa. No se intuía ninguna población cercana. Tara tenía razón: podría gritar tanto como quisiera, nadie la oiría. Y si intentaba escapar, ¿hasta dónde llegaría? Tara no tardaría en alcanzarla. Con las manos atadas a la espalda tendría serias dificultades para moverse. No tenía ninguna posibilidad de escapar.
—¿Dónde estamos? —preguntó.
Tara abrió su enorme bolso y metió dentro algunos comestibles: unos bocadillos envueltos en plástico y dos botellas de agua. Llevaba la pistola en la mano.
—Peak District —dijo—. O si lo prefieres, en medio de la nada.
Peak District. El gran parque nacional al norte de Inglaterra. Se extendía a lo largo de varios condados y empezaba por su extremo norte casi a las puertas de Mánchester.
Mánchester.
Tara había nacido en Mánchester.
—¿Conoces este lugar? —preguntó Gillian, vacilante.
—Podríamos decir que sí. Estamos cerca de la cabaña. El lugar perfecto. Ahí no nos encontrará nadie.
—¿Qué cabaña?
—Nada de preguntas —se limitó a decir Tara—. ¡Muévete de una vez!
—¿En qué dirección?
—Por allí. —Señaló los campos con el arma—. Por aquí hay un camino, aunque ahora no se vea. Simplemente sigue en línea recta.
Al final de los campos empezaba la zona boscosa que Gillian ya había descubierto a primer golpe de vista. Allí tal vez podría albergar una mínima esperanza. Si acababa teniendo alguna posibilidad de escapar, sería en el bosque. A diferencia del altiplano sin árboles ni matorrales en el que se encontraban, el bosque le ofrecía la posibilidad de ocultarse, la única posibilidad en la que Gillian podía basar su esperanza, puesto que estaba en desventaja, con las manos atadas. Pero tampoco se hacía ilusiones. Necesitaría tener mucha suerte para sorprender a su vigilante. Y aun así solo podría sobrevivir si conseguía encontrar tan pronto como fuera posible un pueblo, o al menos una granja. Hacía un frío atroz. Era poco probable que llegara a sobrevivir más de una noche al aire libre.
Siguió avanzando pesadamente. De vez en cuando se hundía casi hasta las rodillas en la nieve. Volvió a comprobar lo difícil que resultaba mantener el equilibrio en medio de la nieve con las manos atadas a la espalda. Tras ella podía oír la respiración de Tara. Para ella, la travesía tampoco resultaba fácil. Llevaba a cuestas la bolsa con las provisiones y un arma de fuego en una mano, seguramente no se atrevía a dejar que su mente perdiera la concentración ni por un momento. Seguro que Gillian, atada y amedrentada, no le parecía especialmente peligrosa, pero la situación tampoco estaba exenta de riesgo.
De repente, Gillian se detuvo. Tenía la impresión de haber estado andando durante horas.
—¿Podemos hacer una pausa? —preguntó mientras se volvía hacia Tara.
Esta negó con la cabeza.
—Debe de faltar una media hora para llegar a la cabaña. Podremos resistirlo.
—Tara, al menos podrías explicarme por qué…
—No —la interrumpió—. Prefiero guardarme las fuerzas. Y tú deberías hacer lo mismo. El camino enseguida será cuesta arriba y sería de idiotas derrochar las energías de ese modo. O sea que cierra el pico y continúa.
Gillian obedeció y luchó contra la desesperación que estaba a punto de apoderarse de ella. El frío le dolía en los pulmones. La nieve le cegaba los ojos. El agotamiento parecía querer derribarla continuamente.
Pero siguió adelante.
3
—Esperaba —dijo la sargento Christy McMarrow con absoluta frialdad en la voz— que pudieras darme alguna explicación convincente.
Estaban sentados en el despacho de Christy, en Scotland Yard. Era sábado por la mañana y el inspector Fielder había acudido a Croydon para hablar de nuevo con Liza, a la que ya había visitado la noche anterior mientras dos de sus agentes se ponían en contacto con Logan Stanford, otros acudían a la casa de los Ward en Thorpe Bay y otros al piso de Tara en Kensington. La agente Kate Linville, que justo después de hablar por teléfono con John había estado buscando información acerca de Tara Caine, tuvo una de las pocas actuaciones realmente afortunadas de su vida profesional cuando logró dar enseguida con el dato decisivo: a Tara Caine solo le quedaba un pariente vivo, su madre, que residía en Mánchester y tal vez pudiera revelarles el paradero de su hija. En general se recibió con asombro el hecho de que Kate ya hubiera estado buscando información acerca de Tara Caine, puesto que ningún otro miembro del equipo se había fijado en esa mujer. Kate explicó que le había escamado ver el nombre de Tara en el registro de lecturas del expediente de John Burton. Pudo saborear al máximo aquella demostración de instinto criminalista que nadie le había atribuido.
Tras varios intentos infructuosos de contactar con la señora Caine-Roslin por teléfono, al final habían solicitado urgentemente a la comisaría de la zona que acudieran a visitar a la anciana para descubrir si su hija se encontraba con ella. John constató aliviado que las cosas por fin empezaban a moverse. La noche anterior lo habían interrogado durante varias horas y, por supuesto, les complació saber que él había descubierto el paradero de Liza Stanford, aunque reaccionaron con mucho escepticismo ante las sospechas que John dirigía hacia Tara Caine. Fielder había acudido a ver a Liza esa misma noche para poder tener una primera conversación con ella, pero decidió dejar todo lo que concernía a Tara Caine y a Gillian Ward para la mañana siguiente. John había notado claramente lo mucho que les habían sorprendido las teorías que él había aportado a la investigación del caso, pero aun así a la mañana siguiente empezaron a buscar a la fiscal. Sin embargo, se había derrochado una noche entera, una noche durante la cual John no había podido pegar ojo. No había parado de recorrer su piso arriba y abajo, se había fumado dos paquetes de tabaco y por la mañana se había presentado de nuevo en Scotland Yard reclamando saber cuál sería el siguiente paso.
Christy McMarrow lo recibió y le explicó claramente qué tarea le habían encomendado: tenía que descubrir de dónde había sacado esa información interna. No obstante, John se negó a revelar su fuente de información y sostuvo que era un dato absolutamente irrelevante.
Christy y él habían trabajado varios años juntos. Se caían bien, en ocasiones incluso habían salido juntos después del turno para tomar algo. Christy había sido la primera en defender la inocencia de John ante las acusaciones que se alzaban contra él y había afirmado que las consideraba una solemne tontería. Por eso John había albergado esperanzas de que ella pudiera comprender la situación en la que se encontraba. Pero Christy se atrincheró tras un muro de frialdad y no parecía dispuesta a dejar que su amistad interfiriera en el asunto.
John lo intentó de nuevo.
—Christy, yo…
Ella lo interrumpió enseguida.
—Todavía no has respondido a mi pregunta: ¿cómo llegaste a la conclusión de que tenías que buscar a Liza Stanford? La única posibilidad en la que podría pensar sería que hubieras hablado con Keira Jones. O con la hija de Carla Roberts.
—No he hablado con ninguna de ellas.
—¿Con quién, pues?
John sintió cómo crecía la impaciencia en su interior.
—Christy, ¿de verdad es tan importante? Tenemos otros problemas entre manos. Gillian Ward ha desaparecido, la fiscal Caine también. Lo último…
—… no tiene nada que ver con el caso —repuso Christy—. Esas teorías son bastante rebuscadas, John. Son extravagantes, por decirlo de un modo suave. Según lo que afirmas saber, Gillian Ward se había propuesto retirarse un tiempo a un hotel apartado para intentar encontrarse a sí misma o algo parecido…
—No. Yo no he dicho nada de encontrarse a sí misma. La impresión que a mí me dio fue que estaba intentando esconderse.
—En cualquier caso, ahora consideras que el hecho de que haya desaparecido supone un peligro y sospechas seriamente que una fiscal podría ser una asesina en serie.
—Yo me he limitado a indicaros que es la primera persona encontrada hasta el momento que conocía a todas las víctimas. Y eso me inquieta, más aún cuando parece que se la haya tragado la tierra. Y a Gillian Ward, también. Vosotros considerabais que Gillian Ward podría seguir en peligro. Al menos eso es lo que Fielder me dijo.
—Mira, yo creo que… —empezó a decir Christy. En ese mismo instante, sonó el teléfono del despacho y la sargento respondió.
»Páseme la llamada, pero espere un momento, por favor. —Se levantó del asiento—. Perdóname un segundo —le dijo a John—, enseguida vuelvo a estar contigo.
Dicho esto, salió de la sala. John se puso de pie y miró por la ventana. Vibraba de impaciencia. La policía se estaba poniendo en marcha, pero demasiado despacio para su gusto. Y era típico de Fielder eso de haber delegado en su colaboradora más eficiente la tarea de desarmar al que había sido su enemigo mortal. ¡Como si no hubiera cosas más importantes que Christy podría haber estado haciendo durante esas horas!
Cinco minutos más, se dijo a sí mismo, le doy cinco minutos más a esta patochada y luego me marcho a buscar a Gillian por mi propia cuenta.
Christy volvió a la sala casi al término de esos cinco minutos. Parecía muy tensa. John comprendió enseguida que había recibido novedades inquietantes. Se le acercó, pero ella pasó de largo y tomó asiento de nuevo tras la mesa. Al parecer le daba igual si John se sentaba también o si se quedaba de pie.
—¿Cómo llegaste a sospechar de la fiscal Caine? —preguntó.
John negó con la cabeza, desconcertado.
—Ya os lo expliqué ayer por la noche. Es amiga de Gillian Ward y, por supuesto, conocía también a Thomas Ward. Ella conoció a Carla Roberts y a Anne Westley a través de Liza Stanford. Por consiguiente, conocía a las tres víctimas. Y pese a haber leído mi expediente, le hizo creer a Gillian que no tenía ni idea acerca de mis antecedentes. Sé que todo esto no es suficiente, pero algo me dice que…
—El coche de Gillian Ward está en el garaje de su casa, en Thorpe Bay —lo interrumpió Christy—. Hay huellas de neumáticos en la entrada que indican la presencia reciente de otro coche. Y no es ni el de Gillian Ward ni el de su marido.
John empalideció de golpe.
—¿Podría ser un Jaguar?
Christy asintió. Al parecer la policía ya lo había descubierto.
—Sí. Y antes de que me lo preguntes: podrían ser marcas de los neumáticos del Jaguar de la fiscal Caine —titubeó un momento—. Nuestros agentes han comprobado el contestador automático de la señora Ward —prosiguió—. Había una llamada de lo más singular. De ayer.
—¿Los agentes han entrado en la casa? —John sabía perfectamente que en tan poco tiempo no habrían podido conseguir una orden de registro. Al parecer había algo que había impuesto una urgencia sobre el tema que les había hecho pasar por alto esas irregularidades de procedimiento—. ¿Por qué?
—Por orden del inspector Fielder. —Christy dudó de nuevo—. La policía de Mánchester se ha puesto en contacto con él. Han encontrado a Lucy Caine-Roslin, la madre de la fiscal Caine. Muerta en su casa. Al parecer, la han asesinado.
—¡Maldita sea!
—En el lugar del crimen se han encontrado indicios de que se trata de la misma persona que asesinó a Roberts, Westley y Ward.
¿Un paño de cocina en la boca de la víctima?, estuvo a punto de preguntar John, pero se tragó la frase a tiempo. Si hubiera revelado que sabía ese dato, Christy habría descubierto que había un topo en Scotland Yard. No quería comprometer todavía más a la agente Linville.
—¿Y ese mensaje en el contestador de Gillian? —preguntó en lugar de eso.
—Era de Samson Segal. —Christy miró fijamente a John—. Del tipo que buscábamos.
—¿De verdad? —dijo él sin pestañear.
—Sí, de verdad. Se dirigía directamente a la señora Ward para advertirla de la fiscal Caine. Considera que es peligrosa. Y no solo él. Habla en primera persona del plural. Él y alguien más, al que no llega a nombrar, están preocupados por la señora Ward. Le pide que vaya con cuidado. ¿Tienes alguna idea de quién podría ser esa persona tan sospechosa que está con Samson Segal?
—No.
Ella lo miró fijamente con insistencia. John ya sabía lo astuta e intuitiva que era.
—¿Dónde está Samson Segal, John?
—¿Por qué tendría que saberlo?
—La policía lo está buscando. Si alguien lo está ocultando, está incurriendo en un delito.
—Lo sé. Trabajé aquí el tiempo suficiente para aprenderlo.
—John…
—¡Christy! —John apoyó los dos brazos en la mesa y se inclinó hacia delante. Su rostro quedó muy cerca del de ella. John pudo apreciar las líneas que el tiempo se había encargado de profundizar alrededor de los ojos de Christy—. ¡No me dirás en serio que seguís sospechando de Samson Segal! ¡Ese tipo es inofensivo! Se dejó llevar por la veneración exaltada que sentía por Gillian Ward y estuvo merodeando durante meses cerca de su casa, pero aparte de unos cuantos pensamientos impuros, seguro que no ha cometido ningún delito. Es un tipo raro, un pobre diablo, pero nada más. No despilfarréis un tiempo precioso persiguiéndolo. ¿O es que no lo comprendes? —Se enderezó—. Gillian ha desaparecido. Tara Caine también y su piso fue el último lugar en el que estuvo alojada Gillian. Por lo tanto, es posible que las dos se hayan marchado de Londres juntas. ¿En el coche de Tara? ¿A Thorpe Bay? Al menos allí hay marcas de los neumáticos del coche de Caine. Pero ¿hacia dónde fueron a continuación? ¿Tal vez en dirección a Mánchester? El lugar donde creció Tara Caines. Allí también han pasado cosas, porque ahora la madre de Tara Caine ha muerto y…
—La señora Caine-Roslin no acababa de morir —dijo Christy—. Todavía no tenemos el informe de la autopsia, pero los compañeros de Mánchester dicen que no hay duda de que hace un cierto tiempo que fue asesinada en su casa. Al menos ocho semanas.
Él la miró fijamente. ¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué ha ocurrido?
—El motivo. —Christy McMarrow parecía hablar más consigo misma que con John—. ¿Qué motivo podría haber tenido la fiscal Caine para cometer todos esos crímenes? ¡No consigo ver ningún hilo conductor! —Se frotó los ojos, los tenía enrojecidos y parecía muy cansada—. No veo ningún hilo conductor —repitió.
—¡Tenéis que encontrarla! —exclamó John con insistencia—. Temo que la vida de Gillian pueda correr peligro. Todo esto lo comprendo tan poco como tú, pero tal vez aún tengamos tiempo de encontrarlas. Si fue Caine quien asesinó a Thomas Ward y si su objetivo en realidad era Gillian, entonces Caine tiene lo que quería. Tiene a Gillian en su poder.
—Emitiremos una orden de búsqueda para encontrar el coche de la señora Caine —dijo Christy—, puesto que tal vez las dos mujeres todavía estén en camino. Y por cierto, John: entiendo que pretendes decirme lo que la policía debe hacer a partir de ahora, pero créeme, ya lo sabemos. No necesitamos tu colaboración. —Ella lo miró fijamente con frialdad.
John sintió cómo crecía la ira en su interior. Hasta entonces, por encima de todo había sentido desesperación y agotamiento. Desesperación porque temía que no tuvieran tiempo de salvar a Gillian; y agotamiento, porque los últimos días lo habían dejado hecho polvo. Pero en esos momentos esas dos sensaciones habían quedado sustituidas por la rabia. Se preguntaba por qué se contenía frente a Christy McMarrow. Lo había sermoneado, lo había tratado con menosprecio, a pesar de haberle contado a Scotland Yard todo lo que necesitaban saber. Gracias a Kate Linville había conseguido unas cuantas averiguaciones policiales necesarias, pero había sido él quien había sacado las conclusiones correctas, había sido él quien había conseguido encontrar a Liza Stanford, había sido él quien había descubierto que Caine conocía a todas las víctimas de esa serie de asesinatos y que era precisamente la persona que el inspector Fielder andaba buscando desesperadamente. Había hecho un buen trabajo y Christy lo sabía.
John había derribado el muro que ella había erigido entre los dos desde que la noche anterior se hubieran visto de nuevo por primera vez después de muchos años.
—¿Por qué, Christy? —preguntó en voz baja—. ¿Por qué me tratas con tanta hostilidad? ¿Qué te he hecho?
Con esas preguntas dio en el clavo. Ella dejó de actuar como si fuera inaccesible. Se puso de pie, rodeó el escritorio y se acercó mucho a él. Por segunda vez en pocos minutos, John pudo apreciar las arrugas que el exceso de fatiga continuo había dibujado en su rostro.
—¿Que qué me has hecho? —inquirió ella—. Me has decepcionado, John Burton, ¡me has decepcionado mucho! Eras uno de los agentes más eficientes de la policía metropolitana. Eras genial. Tenías madera para hacer una gran carrera. Me encantaba colaborar contigo. Eras lo máximo para mí, te veía como un ideal. Tenía la impresión de que siempre seríamos un equipo, de que siempre tendríamos la tasa más alta de resolución de crímenes de Scotland Yard. Mis planes de futuro a nivel profesional estaban ligados a ti. Y luego vas tú y te metes en ese estúpido follón que podrías haberte ahorrado. ¡Con una estudiante de prácticas! Pusiste en juego toda tu carrera solo porque no fuiste capaz de mantener a raya tus hormonas. Entonces ya no podía creerlo. Pero ¡es que aún me resulta increíble hoy en día!
—No podía adivinar los cables que llegaría a mover esa chica.
—Pero deberías haber sabido que estabas jugando con fuego. Eras su jefe. ¡Debería haber sido un tabú para ti! Si no hubieras dejado que tu lascivia hubiera sido más fuerte que tu conocimiento de la naturaleza humana, te habrías dado cuenta de que estabas tratando con una neurótica de primera clase. Si se le veía a primera vista. Era guapa y, al mismo tiempo, una histérica absoluta, pero por supuesto tú solo tuviste ojos para su cara bonita y su pecho exuberante. El resto, ni lo viste. ¡Mira que eres idiota!
Prácticamente escupió esa última palabra.
John sabía que Christy tenía razón en todo lo que decía, pero eso no hizo más que avivar su ira.
—¿Es posible —preguntó él con frialdad— que el verdadero motivo por el que estás enfadada sea que quien disfrutó de mis hormonas descontroladas, como tú dices, fuera ella y no tú?
En los ojos de Christy pudo reconocer lo mucho que había acertado con la pregunta. Por si no había quedado claro, sin embargo, ella respondió con un bofetón en la mejilla.
—¡Cabrón! —exclamó.
4
Llegaron a la cabaña cuando Gillian ya empezaba a dudar seriamente de que existiera de verdad. Calculó que desde la bifurcación en la que lo habían dejado, en coche habrían tardado unos diez minutos en llegar. A pie, les llevó más de una hora, aunque también fue por culpa de la nieve, en la que en ocasiones se hundían prácticamente hasta las caderas, de manera que cada paso les costaba un esfuerzo considerable. Ya casi se habían bebido toda el agua y Tara no quiso darle más a pesar de que Gillian no había conseguido ni mucho menos saciar su sed. El aire seco y el esfuerzo físico la habían deshidratado. En varias ocasiones había creído que no sería capaz de dar ni un paso más.
—¿Cuándo fue la última vez que estuviste en esta cabaña? —le preguntó Gillian de repente. Tenía miedo de que en esa choza inmunda no hubiera absolutamente nada o de que Tara se hubiera desorientado en algún momento.
—Cuando tenía diecisiete o dieciocho años —contestó Tara, y tras reflexionar un momento, añadió—: Más bien diecisiete. A los dieciocho me marché de casa de mis padres y no volvieron a verme el pelo durante años.
¡A los diecisiete! Tara tenía casi cuarenta años.
—¿Estás segura de que sigue ahí?
—Seguro que algo le falta. Pero una cabaña no se esfuma así como así.
—¿Y estás segura de que la encontraremos?
—Si seguimos el camino, sí. Nos llevará directamente hasta allí.
—Pero el camino ni siquiera se ve. Puede que nos hayamos desviado hace mucho.
—No te rompas más la cabeza. Sé perfectamente dónde estamos. Y, ahora, para de hablar y ahórrate las fuerzas.
Cuando llegaron al bosque, no les resultó más sencillo avanzar. Bajo el peso de la nieve se habían roto muchas ramas que obstruían el camino, mientras que otras quedaban tan bajas que Gillian y Tara tenían que bajar la cabeza continuamente para evitarlas. Muy pronto, sin embargo, el bosque dio paso a una llanura, aunque Gillian pudo comprobar que seguían sin divisarse asentamientos humanos hasta donde alcanzaba la vista. Lo que sí vio, al otro lado de la llanura y protegida por los árboles, fue una cabaña.
—Ahí está —dijo Tara.
Era una especie de casita de madera, más grande y más estable de lo que había podido apreciar a simple vista. Se encontraba en lo alto de la colina que se alzaba justo después del bosque. Una pendiente pronunciada descendía hasta un valle que parecía extenderse indefinidamente. Gillian conocía el Peak District, lo había visitado una vez muchos años atrás, con sus padres. Sabía que era un paisaje maravilloso, una sucesión interminable de colinas y valles, bosques y lagos, pequeños muros de piedra y arbustos despeinados por el viento. Cauces secos en cuyas orillas crecían pocos árboles, ásperas peñas y, entre unos y otros, prados con hierba alta. Por las cuestas se encontraban continuamente pueblecitos encantadores, aislados del mundo, y las carreteras que los unían eran tan estrechas que era imposible que los coches circularan por ellas en los dos sentidos a la vez. En el cielo se formaban bancos de nubes fascinantes, espectaculares.
Ese día, en esa época del año, todo le pareció distinto. La nieve y el cielo se fundían a lo lejos, las nubes estaban agrupadas y formaban una única masa de color gris oscuro y el paisaje había desaparecido bajo una gruesa capa de nieve. Sin embargo, Gillian se preguntaba si debía seguir albergando esperanzas de divisar algún pueblo o alguna granja, o si era mejor que las nubes bajas no se lo permitieran. Tal vez, si el tiempo se despejaba…
—Ahí abajo hay un arroyo —dijo Tara mientras miraba hacia abajo, por la pendiente—. Probablemente helado y cubierto de nieve. Cuando era pequeña pasaba horas enteras jugando por ahí, construyendo diques y esas cosas. Y en verano podía vadearlo con los pies descalzos, o simplemente bañarme en él para refrescarme.
—¿Tú también venías aquí de pequeña? —preguntó Gillian. Tara parecía normal mientras le hablaba con palabras inofensivas acerca de su infancia. Tenía los ojos brillantes y llenos de vida, no apáticos e inexpresivos como el día anterior en Thorpe Bay, cuando Samson Segal lo había arruinado todo con su llamada. Gillian comprendió que muchas cosas dependían del hecho de que Tara no volviera a caer en aquel estado anómalo.
La fiscal miró a su alrededor.
—Sí. Mi padre construyó la cabaña. Completamente solo.
—Debió de ser un hombre muy hábil.
—Podía hacer cualquier cosa para la que fuera necesario un talento manual —confirmó Tara. Había sacado una llave del bolso e intentaba abrir la cerradura. Le costó un poco conseguirlo—. Nadie ha estado aquí desde hace años —murmuró.
—¿Tus padres ya no vienen por aquí?
—Mi padre murió hace mucho. Cuando yo tenía ocho años.
—Oh… lo siento.
Gillian se dio cuenta de repente de que no debería habérselo preguntado. Era curioso que nunca se le hubiera ocurrido hacerlo antes. Tara seguía peleándose con la cerradura, pero Gillian estaba tan exhausta que tenía que luchar contra las ganas de dejarse caer sobre la nieve y quedarse ahí tendida. Aunque Tara estaba distraída, Gillian ni siquiera consideró la posibilidad de arriesgarse a huir. Le parecía absurdo pensar en ello.
Al final la cerradura cedió y la puerta de madera se abrió con un fuerte chirrido.
—Usted primero —dijo Tara en tono irónico mientras le indicaba a Gillian con un gesto que entrara en la choza.
Dentro reinaba un frío glacial, así como el aire rancio y viciado de cualquier lugar que lleva años cerrado. Estaba tan oscuro que costaba ver nada en el interior.
Fue como entrar en una tumba. Esa fue la primera y angustiante impresión que tuvo Gillian. Tara encendió una linterna para poder manipular los postigos de dos ventanas que resultaron ser tan difíciles de abrir como la puerta. Gillian vio dos sofás puestos de través en las esquinas y una mesa de madera en medio, una estufa de hierro fundido, un armario pequeño y una puerta que al parecer permitía acceder a otra habitación.
—Mis padres siempre dormían en los sofás —le explicó Tara—. Yo dormía en el cuarto que hay ahí detrás.
Cuando consiguió abrir el primer postigo la luz iluminó claramente la estancia y reveló lo deteriorada que estaba. En las paredes crecía el musgo y el moho, los sofás parecían a punto de disolverse con las tripas de espuma al aire y el suelo estaba cubierto parcialmente de algo resbaladizo que a Gillian le pareció que era liquen. A lo largo de los años, la humedad se había ido introduciendo por todas las rendijas y, puesto que nadie había vuelto a encender la estufa, la estancia no había podido secarse de nuevo.
A Gillian le pareció imposible vivir en ese lugar, pero a la vez tuvo el presentimiento de que Tara no le haría demasiado caso a ese respecto.
Cuando cedió el segundo postigo, el entorno se volvió todavía más desolador.
—¿Crees que podríamos intentar encender la estufa? —preguntó Gillian.
Tara se encogió de hombros.
—Si hay leña apilada detrás de la cabaña, tal vez. Aunque lo más probable es que esté mojada. Siéntate —ordenó después de asentir en dirección a los sofás.
Gillian titubeó un poco.
—¡Que te sientes! —repitió Tara con brusquedad.
Gillian se sentó. El sofá cedió bajo su peso, quedó hundida hasta casi tocar el suelo. Supuso que debía de haber toda clase de bichos en ese relleno de espuma. Gusanos, tal vez. Si no han muerto congelados, pensó. Al menos rezó para que ese fuera el caso.
Tara salió de la cabaña pero volvió a entrar enseguida con las manos vacías.
—No hay leña, no podremos encender el fuego.
Gillian se desanimó al ver que no sería posible. Después de tanto andar, llevaba un rato parada y ya la había invadido un frío horrible a pesar del grueso abrigo que llevaba puesto. Realmente Tara había encontrado un lugar completamente aislado, nadie conseguiría descubrirlas allí. Había querido ganar tiempo para pensar, pero la única conclusión posible de esa reflexión sería que tenía que encontrar la manera de deshacerse de la que había sido su amiga. Luego volvería sola a Londres con la esperanza de que nadie descubriera lo que había hecho. Podía contarle a todo el mundo que Gillian se había marchado a un hotel y que no había vuelto a saber nada de ella. Podía degollarla, podía dispararle, pero también podía limitarse a abandonarla en aquella choza y volver a cerrar las puertas y ventanas. No tardaría mucho tiempo en morir de hambre y de frío. Probablemente pasarían varios años hasta que alguien pasara de nuevo por ese bosque, por lo que nadie oiría sus gritos. Incluso era probable que nadie llegara a encontrarla una vez muerta. En eso consistía precisamente el plan de Tara, en no matarla ni en Londres ni en Thorpe Bay: sin cadáver, no hay asesinato. Incluso si acababan sospechando de ella, no podrían probar nada.
Tenía que pensar en cómo huir, esa era su única oportunidad. En alguna parte debía de encontrarse la población más cercana, aunque el aspecto del paisaje le hubiera hecho pensar que estaban solas en el mundo. Tal vez conseguiría hacerse con la llave del coche y encontrar de algún modo el camino de vuelta. La llave estaba junto a la de la cabaña, sobre aquella estufa inservible. A Tara se le había caído del bolso cuando había sacado las botellas con lo poco que les quedaba de agua y la había dejado, al parecer sin darse mucha cuenta de lo que hacía, encima de la estufa. Puesto que se había plantado justo delante, con la espalda apoyada en la puerta de hierro, Gillian no podía ni siquiera aproximarse a la llave.
Tara estaba agarrándose el cuerpo con los brazos cruzados. También estaba helada y parecía como si el agotamiento le hubiera sobrevenido de repente.
—Nunca llegamos a venir en invierno —dijo en un tono que pareció casi una disculpa—. La mayoría de las veces no veníamos hasta Pascua. Luego seguíamos viniendo durante todo el verano y, como muy tarde, a mediados de octubre dejábamos de venir. En esa época del año las noches ya eran bastante frías, a menudo llovía y ya no se podía estar fuera. El paisaje es magnífico. ¡Naturaleza virgen hasta donde alcanza la vista!
—Pero ¿estamos cerca de Mánchester? —preguntó Gillian.
Tara asintió.
—En Dark Peak. La parte norte del parque nacional.
Gillian soltó un suspiro de desánimo. Por lo que sabía, el Peak District se dividía en dos partes: el Dark Peak en el norte y el White Peak en el sur. El White Peak estaba mucho más poblado que el Dark Peak, en el que predominaban sobre todo las turberas, que se extendían a lo largo de varios kilómetros en los que no había ni un solo asentamiento urbano. Los excursionistas a veces buscaban esa soledad, pero sin duda no en esa época del año. Estaban en el fin del mundo.
—¿Las tierras pertenecen a tu familia? —preguntó para continuar con la conversación.
Tara sonrió de forma irónica.
—¡Dios mío! Mi familia nunca ha tenido mucho dinero, no. Mi padre tenía un taller de bicicletas y se dedicaba a vender también ruedas usadas que previamente había reparado. Con eso mantenía la familia a flote, pero una propiedad como esta… ¡no se la habría podido permitir jamás!
—Pero…
—Sí, la cabaña está construida de forma ilegal, por así decirlo. Las tierras no pertenecen a nadie y por suerte a nadie le ha preocupado hasta ahora. Mis padres venían de vez en cuando de excursión, antes incluso de que yo naciera, y una vez mi padre le dijo a mi madre que construiría una cabaña aquí. Y lo hizo. —Miró a su alrededor con una expresión afectuosa en el rostro—. Nos gustaba venir, aquí pasamos unos fines de semana maravillosos. Mi padre y yo hacíamos muchas cosas juntos. Construíamos casas en los árboles, recogíamos flores silvestres, jugábamos a los indios y me enseñaba a seguir las huellas en el bosque. Mi padre me transmitió mucha energía. Para toda mi vida.
—Debió de dolerte mucho que muriera tan joven —aventuró Gillian. Movió discretamente las manos tras la espalda. Tenía la impresión de que el precinto que le asía las muñecas se había aflojado un poco. Todavía le faltaba mucho para poder aflojarlo lo suficiente, pero con un poco de paciencia tal vez podría llegar a sacar las manos. Por encima de todo debía ir con cuidado. Nada de movimientos bruscos. Tara no podía enterarse.
—Un infarto de miocardio —dijo Tara. Fue como si una sombra se hubiera apoderado de su rostro. Gillian casi podía notar físicamente el dolor y la tristeza que pesaban sobre aquella mujer décadas después de que hubiera ocurrido algo que para ella probablemente había sido inconcebible—. Sucedió un día cualquiera, estaba trabajando en el taller de bicicletas que tenía en casa, en el patio de atrás. Yo volví de la escuela y fui a verlo enseguida. Él me vio venir, se puso de pie, me sonrió y cayó muerto. Así de sencillo. Acabó muriendo en el hospital, un par de horas más tarde. —Movió las manos con inquietud—. Maldita sea, debería haber pensado en coger cigarrillos. Necesito fumarme uno ahora. ¡Mierda!
Su dolor se convirtió en rabia en un abrir y cerrar de ojos y Gillian se alarmó. De todos modos tenía la sensación de que Tara se había convertido en una especie de polvorín emocional. Nunca había visto a su amiga de ese modo. Tara siempre se había mostrado serena, equilibrada. Era evidente que había estado ocultándose tras una máscara. La de la fiscal elegante, bien peinada y maquillada, siempre tan sensata y tan prudente. Una mujer que regía todos los ámbitos de su vida de acuerdo con su sentido común.
¿Cuándo la había visto molesta o enfadada?, pensó Gillian. Le vino a la memoria un momento no muy alejado en el tiempo: cuando le había contado a Tara los antecedentes de John. No es que Tara hubiera explotado realmente con ello, pero su comportamiento no fue el típico en ese tipo de situaciones. ¿Era esa la clave?
¡Ojalá lo supiera!
—Tara —dijo Gillian—. Somos amigas. Y lo que ha sucedido…
—Ahórrate lo que ibas a decir —la interrumpió Tara con frialdad—. No eres amiga mía, Gillian. Lo eras. Antes. Pero me equivoqué contigo, desde el principio. Eres un poco como mi madre y eso es lo peor que puedo decir acerca de una persona. Mi madre, esa mujer tan simpática y sociable, seguramente nadie habría pensado que pudiera ser capaz de hacer nada malo. Le caía bien a todo el mundo.
—Tu madre… ¿no era tan simpática como todos creían? —preguntó Gillian en voz baja. Podía notar con claridad cómo se estaba aflojando el precinto. Le habría gustado poder dar una buena sacudida con los brazos, pero se controló. Mientras Tara tuviera cerca un cuchillo o una pistola, Gillian seguía encontrándose en inferioridad de condiciones incluso con las manos libres.
—Mi madre era débil. Durante mucho tiempo no me di cuenta de ello, porque mi padre le daba fuerzas. Pero cuando él murió, ella mostró su verdadera cara. Se pasaba día y noche llorando compungida. No podía hacer esto, no podía hacer aquello… por los nervios, por su salud. Mi padre tenía un seguro de vida que al principio nos sirvió para salir adelante, pero ¿crees que mi madre utilizó ese tiempo para buscarse un trabajo? ¿Para hacer algo que le permitiera reconducir su vida y la de su hija? No, lo único que hacía era sentarse en un rincón y llorar como una magdalena sin saber de qué íbamos a vivir. ¡Yo tenía ocho años! No podía ayudarla, era demasiado para mí.
—Pero de algún modo…
—… conseguimos tirar adelante. ¿Ibas a decir eso? —Tara asintió—. Sí, tiramos adelante. Después de llorar todo lo que tenía que llorar, a mi madre se le ocurrió una solución genial para nuestra situación. De hecho, es la solución típica para una mujer como ella. Se agenció otro marido. Simplemente no sabía vivir sin un hombre. Por aquel entonces tenía treinta y tantos años y era bastante atractiva. Podría haber elegido entre un montón de hombres amables y simpáticos.
Tara agarró la navaja con la que un rato antes le había cortado las ataduras de los tobillos a Gillian. Deslizó lentamente los dedos pulgar e índice de la mano derecha por el filo del arma. Gillian vio cómo en la yema del pulgar se practicaba un corte del que salió sangre.
—Pero eligió a Ted Roslin. Probablemente porque él debió de utilizar todas las dotes de seducción y agasajos posibles para hacerle creer que era una mujer fantástica. El hecho de que él no tuviera nada, de que no representara nada, a mi madre no le interesó lo más mínimo. Se le caía la baba, estaba fascinada por él. Se casaron poco después de que yo cumpliera los nueve años.
La sangre brotaba lentamente del fino corte, aunque no tardaría en sangrar más abundantemente.
—Pero luego le llegó el gran desengaño. Creo que casándose con mi madre Ted Roslin creía estar haciendo un buen negocio. Ella tenía la casa y el taller de reparación de bicicletas de mi padre, en el que Ted podría trabajar, puesto que no iba del todo mal. Pero mi madre no le interesaba para nada, al contrario de lo que había fingido antes de que se casaran. Ella lo dejaba completamente frío. En ocasiones pude oír cómo ella le suplicaba que la abrazara. Ella siempre quería acostarse con él, pero solo recibía evasivas. A Ted simplemente no le apetecía.
—¿Por qué no? —preguntó Gillian—. Si era joven y bonita…
—No le gustaban las mujeres —la interrumpió Tara—. ¿Comprendes?
—Oh —exclamó Gillian—. Pero… A finales de los setenta un homosexual podía… Quiero decir que no era necesario ocultar esa condición tras un matrimonio…
Tara la interrumpió de nuevo.
—Tampoco le gustaban los hombres —explicó Tara. Contempló satisfecha la sangre que le brotaba, cálida, y le manchaba ya la mano—. Le gustaban las niñas.
5
Por suerte, gran parte de la M1 en sentido norte estaba transitable y despejada de nieve. Avanzaban a buen ritmo. No tardaría en oscurecer y John no quería llegar muy tarde a Mánchester. Había localizado a dos mujeres llamadas Lucy Caine en la ciudad. Le faltaba el nombre compuesto y sin embargo estaba convencido de que una de ellas tenía que ser la madre de Tara. Dos direcciones. Tampoco era mucho trabajo comprobar las dos.
Junto a él, en el asiento del pasajero, iba sentado Samson Segal, tan nervioso como aliviado de poder acompañarlo y, al mismo tiempo, angustiado por el hecho de no tener ni idea de cómo saldrían las cosas. Tras aquella conversación desagradable con Christy McMarrow en Scotland Yard, John había acudido de inmediato a su piso para ducharse a toda prisa, descubrir la dirección de Lucy Caine y partir hacia Mánchester. Posiblemente estaba del todo equivocado, pero puesto que Mánchester era su único punto de referencia, concluyó que se aferraría a él. Tara Caine había crecido allí. Tal vez conocía desde la infancia alguna posibilidad de retirarse a la ciudad o sus alrededores. Si en realidad había puesto la vista en Gillian desde hacía tiempo debía de saber que la estaban buscando y necesitaba un lugar en el que poder sentirse segura durante una temporada.
Samson lo había esperado con mucha impaciencia y enseguida lo había asaltado con un torrente de preguntas que, sin embargo, John había cortado de inmediato.
—¿Que ha llamado a casa de Gillian? ¿Y le ha dejado una advertencia en el contestador automático?
Samson empalideció de golpe.
—Sí…
—Ha sido una imprudencia, Samson. Bastante irreflexivo por su parte. Gillian y la fiscal Caine han desaparecido. Y es posible que ayer estuvieran las dos en Thorpe Bay. Esperemos que Tara no haya oído su mensaje. De lo contrario, eso podría agravar el follón en el que Gillian anda metida.
—¿Por qué? —preguntó el hombre con horror.
John se enfadó. No debería haber dejado solo a Samson. Ese tipo tenía un talento especial para equivocarse en el momento más inoportuno.
—Si Tara Caine realmente es peligrosa, y por desgracia debemos suponer que así es, las oportunidades de que Gillian salga de esta sana y salva serán mayores si Caine no llega a saber que Gillian sospecha de ella. Si Gillian desconfía, Caine puede suponer un peligro para ella.
—Quería advertirla. Pensaba que…
—Pero no puede dejar un mensaje como ese en un contestador automático. No tiene ni idea de quién llegará a escucharlo.
De repente pareció como si Samson se hubiera sumido en una profunda depresión.
—¡Lo hago todo mal!
A John le habría gustado darle la razón en ese caso, pero en lugar de eso decidió tragarse la réplica. No conseguiría nada machacándolo más.
Cuando John le dijo que estaría fuera por lo menos un par de días, un escalofrío recorrió el cuerpo de Samson.
—¡Lo acompaño!
—No. Usted me espera aquí.
—Me gustaría ir con usted. Por favor, no haré nada sin pedirle permiso antes. Pero no puedo quedarme aquí esperando. ¡Me volveré loco!
John dudó al principio, pero al final había consentido. Samson sería más inofensivo si él lo tenía controlado. Además, tal vez surgieran situaciones en las que estaría bien tener a otra persona al lado.
—De acuerdo, pero con el pico cerrado, ¿comprendido? Y no haga nada sin consultármelo antes.
—Ya se lo he prometido. Hum… pero ¿adónde vamos?
—A Mánchester. Tara Caine nació y creció allí. No es más que una teoría que ha surgido de la mera desesperación, pero si Caine se ha sentido en algún momento entre la espada y la pared, es posible que haya intentado huir a un lugar en el que se sienta segura.
—¿A casa de sus padres? —preguntó Samson.
—Al parecer solo su madre seguía viva —contestó John—, y esta mañana temprano la policía de Mánchester la encontró muerta en su domicilio. La asesinaron y es probable que lo hiciera la misma persona que ha estado causando estragos por aquí. Posiblemente Tara Caine.
Samson se quedó boquiabierto.
—Dios mío…
—Vamos —ordenó John.
Cuando al caer la noche se acercaban ya a Mánchester, Samson preguntó lo que había querido saber todo el tiempo, algo que de forma clara lo había sumido en cavilaciones sombrías:
—¿Qué será lo primero que haremos cuando lleguemos allí?
—Buscaremos la dirección de la señora Caine —respondió John—. Y luego veré si puedo enterarme de algo. Tiene que haber algún vecino que conozca a la familia desde hace tiempo. Tal vez haya algún lugar al que les gustara ir. Existe la posibilidad de que Tara se haya escondido allí con Gillian.
Samson asintió. John le lanzó una mirada de soslayo. Lo vio inquieto y muy preocupado.
Ama a Gillian, pensó John. Le horroriza pensar en lo que podría pasarle.
—¿Cree que tenemos alguna posibilidad de conseguirlo? —preguntó Samson.
—Sería más fácil encontrar una aguja en un pajar —contestó John, pero añadió algo más para intentar levantar los ánimos—: ¡Ánimo, Samson! ¡Tampoco tenemos tan malas cartas!
Lo que no dijo fue lo que pensaba en realidad: ¿realmente tenemos alguna posibilidad?
Por lo menos había algo en lo que sí tuvieron suerte: la primera dirección a la que acudieron, en un suburbio de Mánchester, resultó ser la correcta. Una casa de ladrillo rojo, con un pequeño patio. Un rótulo indicaba la compraventa y reparación de bicicletas. Lo que más interesó a John, sin embargo, fue otra cosa: el precinto policial que estaba tensado frente a la puerta del patio. Eso indicaba claramente que se trataba del lugar en el que habían encontrado el cadáver de Lucy Caine-Roslin.
Aparcó justo al lado de un montón de nieve que estaba a un lado de la calle. Los dos hombres salieron del coche y enseguida los invadió un frío gélido. Al menos las farolas proporcionaban la suficiente luz. John no rezaba casi nunca, pero ante la posibilidad de seguir conduciendo esa noche, envió una breve oración jaculatoria al cielo: ¡Por favor, que no vuelva a nevar!
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Samson. Alzó la mirada hacia la casa, en la puerta, el viento ondeaba el precinto—. ¿Esta es la casa…?
—Sí —dijo John—, es esta.
La casa en la que había vivido y había muerto la madre de la fiscal. ¿Sería también la casa en la que Tara Caine había pasado la infancia? John tenía esa esperanza, porque solo en ese caso conseguirían la información que buscaban preguntando a los vecinos.
Eran poco más de las seis. En la mayoría de las viviendas las luces estaban encendidas. Sus habitantes estaban en casa y probablemente todavía no habían empezado a cenar. De hecho, no era un mal momento para lo que se proponía hacer.
—Haremos lo siguiente —expuso—, hasta cierto punto mostraremos nuestras cartas, pero no diremos nada acerca de Gillian ni del hecho de que Tara Caine podría ser una persona terriblemente peligrosa. Lo que sí les diremos es que la buscamos. Somos amigos suyos, de Londres. Seguramente en el barrio ya se sabe que hoy han encontrado a su madre asesinada. Esas cosas se saben enseguida. Tara ha desaparecido y estamos muy preocupados por ella. Nos gustaría saber si alguien conoce algún lugar al que pueda haberse retirado. ¿Comprendido?
—C… comprendido —tartamudeó Samson. Estaba tan pálido y nervioso que a John le pareció que su actitud no era precisamente la mejor para lo que se proponían hacer, por lo que consideró la posibilidad de dejarlo esperando en el coche hasta que él lo hubiera resuelto todo. Aunque era posible que tuvieran que visitar un buen número de casas antes de obtener algún resultado, en caso de que consiguieran alguno. El tiempo apremiaba.
—Lo conseguirá —dijo John para animarlo—. A ver, usted se encarga de este lado de la calle. Yo empezaré con el vecino más próximo e iré subiendo a partir de ahí.
—¿Me presento con mi verdadero nombre?
—Claro. No lo están buscando por todo el país. Preséntese como Samson Segal, un buen amigo de Londres de Tara Caine. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —confirmó Samson.
John asintió y cruzó la calle. Alzó la mirada de nuevo hacia la casa de Lucy Caine-Roslin. Las ventanas estaban a oscuras, en silencio, muertas.
¿Tara Caine había matado a su propia madre?
Se dirigió sin vacilar a la casa de los vecinos. No podía perder más tiempo.
6
Caminaba pesadamente por la nieve. Hacía rato que había oscurecido, el cielo seguía muy nuboso y no permitía divisar el brillo de la luna y las estrellas, pero los campos y prados blancos aportaban algo de claridad a aquella noche tan oscura. Se había levantado un viento que pronto despejaría las nubes.
Era la única persona que andaba por allí.
Saberlo la llenó de una sensación de calma. Casi de seguridad, incluso.
Le dolía el pulgar en el que se había practicado el corte. Le gustaba ese dolor. Lo hacía continuamente, le encantaba hacerse daño. Le fascinaba ver cómo fluía la sangre. Le gustaba su color y su calidez. Le encantaban las palpitaciones que se extendían por los bordes del corte, eran como el latido del corazón. Como si su corazón se hubiera movido y hubiera elegido otro lugar en el que instalarse. En el pulgar, por ejemplo. Aunque podía ser en un sitio completamente distinto. Ella tenía el poder de decidir cuál. También podía situar su corazón en los pies.
La mayoría de las veces se arañaba las piernas. Por eso siempre llevaba trajes chaqueta con pantalones en lugar de vestidos. No podía ir mostrando las piernas.
Sabía que no se perdería. Conocía la zona, sería capaz de encontrar el camino de vuelta con los ojos vendados. Sin embargo, estaba más cansada de lo que había previsto. Había sido un día muy largo. La noche anterior no había dormido, la había pasado conduciendo en dirección norte, atascada en una retención de tráfico desmoralizador y casi interminable que había provocado un camión accidentado.
Poco después de la una había entrado en un área de descanso para hacer una pausa. De lo contrario no habría resistido, lo había tenido muy claro. Por supuesto, no era una situación exenta de peligro. Llevaba a Gillian en el maletero, tapada con una manta. No era necesario recurrir a la fantasía para imaginar que debía de estar pensando todo el tiempo en la manera de escapar. No obstante, la había atado tan bien que no sería capaz de liberarse por sus propios medios. Además, había cerrado el coche con llave. Se había tendido sobre los dos asientos delanteros y había intentado descansar un poco. No se había dormido, el lugar era demasiado incómodo y ella estaba demasiado nerviosa, pero de todos modos había podido calmarse un poco.
Antes de continuar, había tirado el bolso de Gillian a un contenedor de basura y el móvil, previamente desconectado, a otro. Para que nadie pudiera encontrarlos.
La caminata hasta la cabaña había sido agotadora, igual que lo estaba siendo el camino de vuelta. Se acordaba de los caminos vecinales que había recorrido muchos años atrás durante las claras noches de verano. De aquí para allá, ágil y despreocupada. Le encantaba haber disfrutado de esa vida tan primitiva en la cabaña. La naturaleza, la libertad. Por aquel entonces habría afirmado sin dudar que la vida y el mundo le parecían maravillosos.
No había calculado bien lo que se tardaba en recorrer la distancia entre la carretera principal y la cabaña con tanta nieve en el camino. En cualquier caso, no había pensado que se vería obligada a dejar el coche tan lejos. Habría sido un milagro poder acercarse a una distancia más asequible. Por suerte, al menos despejaban la nieve de las carreteras principales del distrito con cierta regularidad. Incluso en esa región tan norteña.
Se detuvo un momento y se acomodó mejor la bufanda con la que intentaba cubrirse la cara. El frío le cortaba la piel y le dolía en los pulmones. ¡Dios, qué agotador resultaba caminar con ese tiempo! El grosor de la nieve parecía haber crecido desde el mediodía, pero no era más que una ilusión, puesto que no había vuelto a nevar desde entonces. Probablemente lo único que pasaba era que se encontraba al límite de sus fuerzas.
No podía faltar mucho para llegar al coche. La idea de sentarse en aquellos asientos tan mullidos, de arrancar el motor y encender la calefacción, le dio fuerzas renovadas. No podía permitirse flaquear en esos momentos. Por supuesto, habría sido más sensato esperar hasta la mañana siguiente. Unas horas de sueño le habrían sentado de maravilla. Pero de repente se había preocupado por la posibilidad de no llegar a sobrevivir a la noche. En la choza reinaba un frío gélido. La temperatura exterior parecía desplomarse por momentos y el estado putrefacto de la cabaña no ofrecía ningún tipo de protección. Por tanto, corría el peligro de morir de frío durante la noche, mientras dormía. Ese había sido el motivo por el que había acompañado a Gillian fuera una vez más para que pudiera hacer pis tras un matorral. A continuación le había atado de nuevo los tobillos y había cerrado los postigos y la puerta con llave. El resto estaba claro: la mujer moriría de frío o de hambre. Lo más probable era que el frío diera buena cuenta de ella antes de que el hambre empezara a resultar un problema. Le había dejado las provisiones que habían quedado, dos bocadillos y algo de agua, más que nada para no tener que cargar con ello otra vez. Aunque tampoco necesitaría nada. Con las manos atadas a la espalda, Gillian tampoco podría aprovecharlo. Si conseguía liberarse, tampoco conseguiría salir de la cabaña.
Por desgracia, no había nada que hacer. Gillian moriría porque se había convertido en un peligro para ella.
Sentía palpitaciones en el pulgar, en toda la mano. Era una buena señal, indicaba que seguía viva. La sangre seguía recorriendo su cuerpo. Mientras lo hiciera, todo iría bien. Mientras siguiera viviendo, respirando y haciendo lo que debía.
Al final todo había salido según lo previsto, gracias a Dios. Sin embargo, había cometido un gran error: mientras se dirigían a la casa de Gillian en Thorpe Bay había mencionado el nombre del agente inmobiliario. Había sido un error en el que no había reparado al principio. Tan solo había notado que algo había cambiado. Gillian se había puesto tensa, inquieta, de repente, aunque también podían haber sido imaginaciones suyas, o deberse a motivos muy distintos: al desconcierto de Gillian debido a la situación por la que estaba pasando o al miedo que le daba partir hacia un lugar desconocido. No había querido recurrir a un hotel para esconderse de aquella persona que no era más que un fantasma. Probablemente había temido verse superada por los sentimientos cuando saliera a pasear sola por el mar y se pusiera a pensar en su vida.
Y Tara había pensado: de acuerdo, y cuando decidas encerrarte en casa, me dará igual. Lo más importante es que desaparezcas de mi vista de una vez.
Se había propuesto realmente no seguir atacando a Gillian. Su caso era distinto al de las dos ancianas.
Tal vez la conocía demasiado, se tenían demasiada confianza. Quizá fuera un temor supersticioso lo que la había asaltado de repente. ¡Todo había sido tan fácil en el caso de Carla Roberts y Anne Westley! Los problemas que surgían en el caso de Gillian parecían una advertencia: ¡déjala en paz!
Aunque tal vez ni siquiera era necesario utilizar el término «superstición». Era un hecho que en el caso de Gillian había fracasado en dos ocasiones. Las dos veces podría haber acabado muy mal para Tara. El inteligente era el que reconocía cuándo estaba a punto de excederse.
Había encajado con prudencia la transformación repentina que Gillian había sufrido durante el trayecto desde Londres a Southend. No la pierdas de vista, le había aconsejado su voz interior, por eso había entrado con ella en la casa. Una vez allí, Gillian se había comportado de un modo tan inofensivo que Tara ya creía haberse equivocado. Pero por suerte, a ese tipo raro le dio por llamar justo en ese momento. ¿Cómo se puede ser tan idiota? Va y le deja grabada la advertencia en el contestador automático para que se oiga por toda la casa.
Claro que Gillian había intentado quitarle importancia al asunto. Pero no le había servido de nada, Tara era demasiado astuta para eso.
Durante el interminable trayecto hacia Mánchester, no había dejado de pensar en dos cosas: ¿cómo había podido descubrir Samson Segal que ella suponía un peligro para Gillian? ¿Y quién era su aliado? Porque había hablado en plural.
¿Y qué le había hecho sospechar a Gillian, antes incluso de oír la advertencia de Segal? ¿Qué había pasado?
La respuesta a la segunda pregunta se le había ocurrido a la altura de Northampton. Llevaba toda la tarde pensando en ello y repasando cuál había sido el momento en el que se había dado cuenta del cambio de actitud de Gillian, estrechando cada vez más el círculo. De repente, se había iluminado y se había percatado de que había tenido que ver con el nombre de aquel agente inmobiliario. Luke Palm. Gillian no había llegado a mencionar cómo se llamaba. Tara lo había oído aquella noche, cuando Palm regresó de improviso a casa de Gillian y esta gritó su nombre.
Todo había empezado a ir mal ese día. Tara había llegado a Thorpe Bay al caer la noche. Se había propuesto llamar a casa de Gillian, igual que había hecho en casa de Carla Roberts. Habría podido entrar sin problemas y, una vez dentro, pensaba acabar con su vida. Pero entonces vio cómo aquel coche desconocido aparcaba frente a la puerta y enseguida sospechó que Gillian tenía visita, algo que posteriormente se confirmó. Tuvo que esperar mucho rato, hasta que ese desconocido, que resultó ser el agente inmobiliario, por fin se hubo marchado. Gillian había salido al jardín y había dejado la puerta abierta de par en par, Tara aprovechó la circunstancia para entrar a hurtadillas. Aunque ya en ese momento oyó la advertencia de una voz interior: ¡Déjalo! Es demasiado arriesgado. De todos modos, había esperado en la cocina de Gillian, pero de repente se fue la corriente sin que ella hubiera hecho nada, Gillian se dejó llevar por el pánico y encima Luke Palm regresó por sorpresa. Tara tuvo el tiempo justo de salir al jardín y escabullirse hasta el coche de nuevo.
Para la otra pregunta no tenía ninguna respuesta. ¿Qué peligro había sabido ver aquel extraño vecino? ¿Cómo demonios había llegado a sospechar de ella? No era consciente de haber cometido ningún error.
Le daba igual. Ese sería el siguiente problema del que se encargaría. Hasta entonces todo había ido bien. Si conseguía mantener la calma, en adelante todo saldría igual de bien.
Vio su coche justo a tiempo, puesto que el deseo de dejarse caer sobre la nieve y descansar ya empezaba a ser demasiado poderoso para seguir resistiéndose. Ahí estaba, como una pequeña y oscura sombra a un lado de la carretera. El viento ya había disipado las nubes en el cielo lo suficiente como para poder reconocer alguna que otra estrella. Pero justo por eso, cada vez hacía más frío. Un par de horas más tarde, la noche sería estrellada y terriblemente gélida. Se alegró de haber tomado la decisión de renunciar a dormir en la cabaña.
Revolvió en su bolso. Era un bolso grande, a menudo lo utilizaba para llevar las actas judiciales. Había metido dentro el manojo de llaves cuando habían empezado a andar, a primera hora de la tarde. Tenía que estar en alguna parte…
Encontró de todo menos las llaves: la polvera, el monedero, un libro, un mapa, un paquete de pañuelos de papel, chicles, el pasaporte…
Pero ni rastro de las llaves.
Ya había llegado hasta el coche. Dejó el bolso sobre el capó y siguió buscando, incluso sacó todo el contenido para verlo mejor. Por fin le pareció ver una llave, pero por el llavero de plástico en forma de corazón se dio cuenta enseguida de que se trataba de la llave de la cabaña. No era la del coche, la que llevaba junto a las llaves de su piso.
Presa del pánico, volvió el bolso del revés. Cayeron todo tipo de menudencias, notas de papel, lápices despuntados y monedas sueltas.
Soltó un sonoro suspiro.
—¡Maldita sea! ¡Maldita sea!
Tenía la seguridad de haber metido la llave en el bolso. Tan segura como de que era lo suficientemente hondo para no haberla perdido.
Ahí estaba, en una gélida noche de invierno, expuesta al viento del norte y a una temperatura de al menos veinte grados bajo cero, a juzgar por su sensación; en medio de la nada, en un lugar recóndito del Dark Peak, junto a un coche que no podría conducir. No había ninguna casa, ninguna granja, por no hablar de ningún pueblo, a muchos kilómetros a la redonda.
—De acuerdo —dijo en voz alta—. ¿Qué ha ocurrido? ¡Descúbrelo!
¿Había perdido las llaves por el camino? En ese caso no tenía ni la más mínima oportunidad de encontrarlas entre tanta nieve. Pero no lo creía. No era lógico pensar que pudieran habérsele caído de un bolso tan profundo.
Se esforzó en reprimir el pánico que empezaba a crecer en su interior. La situación era incluso peor que si hubiera decidido quedarse en la cabaña. Su vida corría peligro. Era importante mantener la cabeza fría.
Hizo lo que siempre hacía cuando tenía que resolver un problema. Volvió a repasar mentalmente las situaciones decisivas paso a paso.
La cabaña. Gillian atada en el sofá. Ella, de pie, apoyada en la estufa. Hablando, contándole cosas. Junto a ella, sobre la estufa, estaba la llave con la que había abierto la cabaña.
¿Solo esa?
Cerró los ojos con fuerza y visualizó la estancia, la situación. Dios, no. No solo estaba la llave de la cabaña. Justo al lado estaba el manojo de llaves entre las que se encontraban las del coche y las del piso. Se le habían caído del bolso mientras sacaba las provisiones y por descuido las había dejado allí. Se las había dejado encima de la estufa.
Pero debería haberlas visto cuando había vuelto a coger la llave de la cabaña. ¿Cómo había podido coger una llave y haberse dejado las otras al lado?
Eso significaba que cuando se había marchado ya no estaban allí. No podía haber sido de otro modo.
Gillian le había pedido con insistencia que le permitiera salir a hacer pis. Había pasado junto a la estufa. ¿Le había quitado las llaves?
Podía ser. ¡Maldición! Realmente, debía de haber sucedido de ese modo. En cualquier caso, eso significaba que había podido mover las manos mejor de lo que Tara pensaba. Probablemente había conseguido aflojar el precinto. Tal vez había estado pegando tirones durante todo el tiempo, mientras ella había estado contándole cómo se había sentido durante la infancia y juventud con un padrastro como Ted Roslin, por lo que el horror que había expresado debía de haber sido fingido.
Tara estuvo a punto de soltar una carcajada en voz alta. Aquello era demasiado. Se había llevado la llave de la cabaña en la que Gillian estaba encerrada y estaba junto a un coche que no le servía de nada. Mientras tanto, Gillian tenía la llave del coche pero no podía salir de la cabaña.
¡Bien hecho! ¡Mira que eres lista!
Desconcertada, sacudió el asa de la puerta del coche y se dio cuenta de algo inesperado: el coche no estaba cerrado con llave. Como mínimo podría sentarse en el interior. Gracias a Dios, al menos no era uno de esos coches cuyas puertas se cierran solas cuando el conductor se olvida de hacerlo.
Volvió a guardar enseguida el contenido del bolso que había esparcido sobre el capó y se sentó en el asiento del pasajero. El interior del coche estaba helado, pero por el momento sintió el alivio de no estar expuesta al viento. Y tenía la gruesa manta de lana en el maletero, eso tal vez le permitiría resistir un tiempo.
Por un momento pensó si sería capaz de hacer un puente para encender el coche, pero no tardó en desestimar la idea. No tenía ni idea de cómo llevarlo a cabo, en caso de que fuera posible hacerlo con un coche como ese. El riesgo a estropear algo era demasiado grande.
Sopesó las posibilidades que tenía. ¿Volver a la cabaña para quitarle las llaves a Gillian? ¿O quedarse a esperar con la esperanza de que tal vez al día siguiente por la mañana pasara una máquina quitanieves y la remolcara?
¡Estás atrapada en una trampa, Tara!
No, no lo haría. Echó la cabeza hacia atrás y respiró fondo.
Tenía que pensar, mantener la sangre fría. Y luego haría lo más adecuado.
Esa había sido siempre su receta, siempre le había funcionado.
Le dolía la mano y la noche la envolvió por todos lados y trajo consigo los temores de toda su vida.
7
John había llegado casi hasta el final de la calle sin haber conseguido avanzar lo más mínimo en su propósito. Se había topado con las reacciones más diversas. En dos casas ni siquiera le habían abierto la puerta, a pesar de que tanto la luz encendida como el ruido de pasos habían revelado la presencia de sus habitantes. Una anciana había abierto la puerta con la cadena puesta y había mirado a John con recelo. Sin embargo, a pesar de que este intentó explicarse repetidamente, la vecina no llegó a comprender nada de lo que le había contado. Hubo quien reaccionó de forma agresiva y rechazó los reproches que él ni siquiera les había hecho.
—¿La señora Caine-Roslin? Sí, ahora es muy fácil decir que debería habernos llamado la atención, que llevaba semanas sin dejarse ver. Pero ¡piense que nosotros también tenemos nuestros problemas! Quiero decir que todos estamos demasiado ocupados con lo nuestro como para ir prestando atención a lo que hacen los demás. Además, tenía una hija, ¿por qué no se ocupaba ella de su madre? ¡Por Dios, solo faltaría que encima tuviera que cargar con las preocupaciones de los demás! ¿Que si conocía a la hija? No, en absoluto. La he visto algún día, conduciendo un Jaguar y vestida con ropa carísima. Supongo que tiene cosas mejores que hacer. Ya debe de ser un pez gordo en los juzgados de Londres.
Otros se habían alegrado de recibir visita en una larga y solitaria noche como esa y se habían mostrado solícitos a la hora de contarle cosas, aunque no hubieran sido las que a John le interesaba saber. Había tenido que reprimir prolijas descripciones de currículos personales para intentar volver a lo que de verdad le interesaba.
—Lo que me cuenta es muy interesante. Pero necesito encontrar enseguida a la hija de la señora Caine-Roslin. Tara Caine. ¿La conoce de cuando era niña o adolescente? ¿Se le ocurre algún lugar en el que haya podido refugiarse?
Al final resultó que había unos cuantos que conocían a Tara. Gente que ya residía en esa misma calle cuando ella aún vivía en casa de sus padres. Se la describieron como una chica bonita, especialmente delgada y retraída con todo el mundo. Nunca había tenido mucho contacto con ninguno de sus vecinos, más bien había vivido bastante aislada.
—Siempre parecía triste —le había dicho una anciana que tras algunos pormenores se había mudado a Gorton en 1981—. Su padre falleció y su madre se casó de nuevo. Con un tipo algo raro. Quiero decir que no llamaba la atención por nada. No bebía ni armaba jaleo. Se ocupó del taller de bicicletas del difunto señor Caine y sacó adelante el negocio. Pero había algo en él… no sé. No me gustaba. No le caía especialmente bien a ninguno de los vecinos de la calle.
—¿Cómo se comportaba con su hijastra?
—Pues no sabría decirle. Es que no tenía contacto con esa familia. Lo único que sé es que me daba la impresión de que era una chica enfermiza. En cuerpo y alma.
—¿Había algún lugar al que soliera escaparse? ¿Para huir de una situación familiar que tal vez pudiera ser difícil?
La mujer se había encogido de hombros.
—Es posible. Pero no sabría decirle dónde, lo siento. Me gustaría poder ayudarle más.
Estaba inmerso en la oscuridad de la calle, tiritando por culpa del viento cortante, mirando fijamente una bolsa vacía del McDonald’s que alguien había dejado tirada en la acera. En su cabeza empezó a formarse una imagen de Tara Caine, la niña que había sido en otro tiempo, esa vida que había empezado en un barrio desfavorecido de Mánchester, que había continuado en la universidad y que había culminado con una respetada carrera profesional en Londres. Empezar en Gorton sin duda suponía tener que vencer un buen número de condiciones adversas. Tara Caine tenía que ser una persona inteligente, ambiciosa y disciplinada para haber llegado tan lejos.
Había habido algún tipo de fractura temprana en su vida. Todavía era una niña cuando su padre había fallecido. El padrastro no parecía ser una persona especialmente querida, a pesar de que nadie había podido decirle nada concreto en su contra. Su vida familiar al parecer había transcurrido con toda normalidad. Tenían una casa y se habían sustentado gracias al taller de bicicletas.
Sin embargo, la señora Caine-Roslin había acabado muriendo asesinada en su propia casa.
Su hija probablemente había asesinado a cuatro personas.
«Me daba la impresión de que era una chica enfermiza. En cuerpo y alma».
Eso seguía sin darle ninguna pista acerca de su paradero. Y del de Gillian.
No estaba avanzando. El tiempo apremiaba y no se había acercado a su objetivo, ni siquiera sabía si estaba sobre la pista correcta. Lo único que lo había llevado hasta allí era el hecho de que Tara hubiera crecido en Mánchester. Era posible que anduviera completamente equivocado. Las dos mujeres tal vez se encontraban en el otro extremo de Inglaterra.
Alzó la cabeza y percibió una figura al otro lado de la calle. Era Samson. Le estaba haciendo señas con los dos brazos.
John se acercó a él.
—¿Qué ocurre?
Samson tartamudeaba debido a los nervios.
—Te… tengo algo. Bueno, tal vez. Un anciano. Conoce a los Caine desde siempre. Él… ¡ay, venga conmigo!
Los dos hombres bajaron por la calle a toda prisa. La casa frente a la que se detuvo Samson quedaba más abajo de la de los Caine, en la acera de enfrente. Presentaba un aspecto deteriorado, un cierto abandono. John estaba desanimado. Esperaba que no se tratara de un demente senil dispuesto a contarles historias inconexas que no los llevarían a ninguna parte.
El hombre vivía en la primera planta y los estaba esperando frente a la puerta de su piso. En cierto modo, John se tranquilizó un poco al verlo: en cualquier caso, el anciano no parecía confundido. Tenía una mirada clara y despierta y un rostro inteligente, experimentado.
Un intelectual, pensó John, gracias a Dios.
—John Burton —se presentó mientras le daba la mano—. Soy amigo de Tara Caine. Estoy muy preocupado por ella. Pero seguro que el señor Segal ya se lo ha contado.
—Angus Sherman —se presentó el anciano a su vez—. Por favor, entren.
Al final se sentaron en un sofá muy viejo para tomar un jerez en el cálido salón. El piso estaba impecable, aunque evidenciaba la pobreza de sus habitantes: los escasos muebles eran de lo más sencillos y baratos. Sin embargo, había muchos libros.
El señor Sherman les contó que había visto crecer a Tara.
—Conocía bien a su padre, era un hombre muy simpático, muy especial. Tara y él siempre estaban juntos. El hecho de que muriera tan joven fue una tragedia para la chiquilla, una verdadera tragedia. Nadie habría podido imaginar que sucedería algo así. Sufrió un infarto de miocardio, simplemente se desplomó y poco después falleció. ¡Ni siquiera había cumplido los cuarenta!
—Señor Sherman, querríamos saber si… —empezó a decir John.
Angus Sherman asintió.
—Por supuesto. Hay una cosa que me ha venido a la memoria cuando su compañero —dijo mientras señalaba con la cabeza a Samson, que seguía revolviéndose presa de los nervios— antes, en la puerta, me ha preguntado si sabía algún lugar en el que pudiera haberse refugiado. Me he acordado de la cabaña.
—¿Una cabaña?
—En Peak District. Arriba del todo, en la parte norte, donde están las turberas, un lugar casi inhabitado. Tenían una cabaña allí.
—¿En un lugar tan solitario?
—Completamente solitario. Ike Caine, el padre, la había construido con sus propias manos. Era una especie de choza de madera. La construyó justo después de casarse con Lucy. Fue un regalo que él le hizo.
—¿Y a Tara le gustaba ir?
—Cuando el tiempo lo permitía, la familia pasaba allí casi todos los fines de semana. A Tara le encantaba estar allí. Alguna vez le advertí a Ike que había construido la cabaña junto al bosque de forma ilegal. Los Caine no eran los propietarios de las tierras y tampoco habían solicitado ningún tipo de autorización. Pero Ike se reía siempre que se lo decía. «Angus, no molestamos a nadie —se limitaba a decirme—; allí no tenemos ni agua, ni corriente. No es más que una cabaña junto al bosque. Parece más bien un refugio para que los animales del bosque acudan a comer. Creo que nadie reparará en ella». Y realmente así fue, no hubo jamás ningún problema. En cualquier caso, mientras Ike Caine estuvo vivo, no.
—¿Cree que esa cabaña todavía existe? —preguntó John.
Angus movió la cabeza con gesto pensativo.
—Bueno, no lo sé… Ike la construyó durante la primera mitad de los setenta. Y murió en 1978. A partir de entonces, creo que la familia solo acudía muy de vez en cuando. Pero en realidad… Es posible que todavía siga en pie, ¿no?
Treinta años. John tenía sus dudas al respecto. Pero era un clavo ardiendo al que agarrarse. El único que tenía.
—¿Sabe si Tara siguió yendo más adelante? —le preguntó.
Angus lo miró con gesto compasivo.
—No sabría decírselo. Tras la muerte de Ike, fui perdiendo el contacto con su familia. El hombre con el que Lucy se casó en segundas nupcias… bueno, no es que tenga nada concreto que decir contra él, pero no era una persona con la que congeniara especialmente. Y Tara no volvió a ser la misma. Antes de la muerte de su padre, había sido una niña feliz, extrovertida. Siempre sonreía y era muy habladora. Pero luego se convirtió en una persona completamente encerrada en sí misma. Parecía ensimismada en su propio entorno. La gente ya no se le acercaba. Por eso ya no supe nada más acerca de ella. En cualquier caso, mientras no tuvo carnet de conducir no pudo ir sola a la cabaña. Está demasiado lejos incluso para ir en bicicleta. Si volvió a ir más adelante… ni idea.
—¿Sabe usted dónde está esa cabaña? —preguntó John.
Angus se levantó, cogió un libro de la estantería y empezó a hojearlo.
—Es un libro sobre Peak District… En alguna parte hay un mapa… Por desgracia solo puedo decirles la zona aproximada en la que se encuentra… ¡Ah, aquí está!
Dejó el libro sobre la mesa y los tres hombres se inclinaron sobre él. La página por la que lo había abierto mostraba un mapa en blanco y negro de Peak District. Con un lápiz, Sherman trazó un pequeño círculo entre las líneas.
—Aquí —indicó—. Si lo comprendí bien cuando Ike me lo contó, la cabaña debería estar por aquí.
—Mmm… —profirió John con preocupación. Lo que parecía un garabato en forma de círculo, diminuto e inofensivo, en realidad era un área inmensa. Pantanos, montañas, bosques aislados. Tardarían varios días en peinar la zona.
Angus señaló una línea negra.
—Esto de aquí es una carretera. Empieza justo después de Mánchester. Supongo que tomaban esa ruta cuando iban a la cabaña. En cualquier caso, no llega hasta la puerta. El último tramo debe de ser un camino vecinal sin asfaltar. Lo que no sé es dónde se encuentra exactamente la bifurcación.
—Probablemente habrá docenas de caminos vecinales por esa zona —supuso John. Se frotó los ojos, le escocían debido al cansancio.
Angus miró por la ventana con aire sombrío.
—Pero ¿saben? De todos modos sería iluso creer que podrían llegar hasta la cabaña con este tiempo. Debe de haber un metro de nieve por esa zona. Es imposible llegar en coche hasta allí. Puede que la carretera principal esté despejada, pero las carreteras secundarias o los caminos vecinales, ni hablar.
John y Samson se miraron. No cabía duda de que Sherman tenía razón.
—Pero —repuso John—, en ese caso Tara Caine tampoco habrá llegado a la cabaña. Al menos no habrá ido en coche.
—Seguro que no —convino Angus.
Por primera vez, Samson intervino en la conversación. Lo hizo tartamudeando de nuevo debido al estrés.
—Pero en ese caso deberíamos encontrar el c… el coche. ¡Debería de estar en algún lugar de la carretera!
—Cierto —dijo John mientras se ponía de pie—, y debería haber huellas en la nieve. Lo intentaremos. Muchísimas gracias, señor Sherman, nos ha ayudado mucho. Nos pondremos en camino enseguida.
Sherman también se puso de pie, vacilante.
—Llévense el libro. Para que puedan encontrar la carretera de Peak District.
—Gracias —respondió John mientras aceptaba el ofrecimiento—. No se preocupe, se lo devolveremos. No sé lo que habríamos hecho sin usted.
El anciano sonrió.
—Habría hecho cualquier cosa por Tara. Si está por ahí fuera, desesperada y trastornada, ¡tienen que encontrarla! ¡Era una niña maravillosa! Me caía muy bien. Y a su padre también lo apreciaba mucho. Poder contribuir al rescate de Tara es un gran regalo para mí, ahora que me queda poco tiempo de vida.
John asintió. En ese momento evitó mirar a los ojos a Sherman. Si conseguían encontrar a Tara, ese anciano habría contribuido decisivamente al arresto de una asesina múltiple. Pero no tenía por qué llegar a saberlo.
Eso le habría roto el corazón.
8
Gillian se había quedado la linterna. Tara se la había dejado para que tuviera luz. Eso ya era mucho, en la situación en la que se encontraba.
Había conseguido quitarse las ataduras de las manos y los pies. Cuando Tara estaba cerrando la puerta por fuera ya había conseguido quitarse el precinto que le amarraba las muñecas. A partir de eso, no le había costado mucho desatarse los tobillos.
Tenía la llave del coche. La había cogido al pasar y se la había guardado dentro del puño.
La cabaña estaba herméticamente cerrada con llave y dentro reinaba un frío gélido. Gillian temía el instante en el que se agotaran las pilas de la linterna, porque quedaría rodeada por la oscuridad y todo habría terminado.
Tenía que salir de allí. ¡Si quería seguir con vida, tenía que salir a toda costa!
Lo que había pensado en el momento de coger la llave había sido que de ese modo obligaría a Tara a volver. No podría marcharse a pie de Peak District. El coche no le serviría de nada y era poco probable que encontrara a nadie por allí. Y mucho menos de noche. El frío, el peor enemigo de Gillian en esos momentos, sería aún más cruel con Tara ahí fuera. Necesitaba la llave, por lo que tendría que regresar. Y entonces…
Sí, entonces, ¿qué? ¿Podría imponerse a ella? ¿A una mujer armada con una pistola y una navaja, resoluta y sin nada que perder?
Entretanto Gillian cambió de parecer: ¡Tengo que salir de aquí antes de que vuelva!
A la débil luz de la linterna, registró toda la cabaña. No había absolutamente nada que pudiera servirle de ayuda. ¿Qué habían utilizado para cocinar? ¿Con qué comían? Había buscado en vano una cubertería, un cuchillo de cocina con el que poder armarse. Sobre la estufa había un estante en el que había unos vasos de plástico, pero estaban vacíos. En algún momento, la señora Caine debió de habérselo llevado todo a sabiendas de que no volvería a utilizar la cabaña. Y había sido muy escrupulosa, no había olvidado nada.
Gillian se estremeció al pensar en la señora Caine-Roslin. Todo lo que le había contado Tara durante las últimas dos horas antes de partir seguía resonando dentro de su cerebro. Pero no tenía que pensar en esas cosas, ya habría tiempo para eso. Por el momento lo que tenía que hacer era no debilitarse ni bloquearse. Se trataba de salir de allí. Nada más.
Tenía que forzar la cerradura de la puerta o de uno de los postigos, era su única posibilidad. Lo que necesitaba era algo que pudiera utilizar como palanca, pero no había nada, absolutamente nada. Un par de muebles. Pero ninguna herramienta, ni un cubierto. Ni siquiera una botella que hubiera podido romper y obtener así un objeto cortante. Las botellas de agua que habían llevado eran de plástico.
Contempló las llaves que tenía en la mano. Había dos: la llave del coche y la llave del piso de Tara. En comparación, la del piso era más delgada y dentada. Era el único objeto con una cierta punta que tenía a mano. Posiblemente era su única opción, por insignificante que fuera. De no haberse quedado con la llave, tendría que haberse rendido al destino y morir de hambre o de sed.
Movió una estantería que estaba cerca de la puerta y dispuso la linterna sobre ella de manera que iluminara la cerradura. A continuación se arrodilló frente a la puerta y examinó el herraje. El difunto señor Caine se había dedicado a reparar bicicletas y había construido con sus propias manos una cabaña en los bosques del norte. Había sido un hombre mañoso y dotado para los trabajos artesanales, por lo que Gillian temió que no hubiera instalado una cerradura cualquiera. Seguro que había querido proteger perfectamente la cabaña. A modo de prueba, hurgó con la llave en la cerradura. No sirvió de nada. Tampoco tuvo la sensación de que pudiera llegar a mover nada.
Bien. Todavía había dos ventanas, protegidas con sólidos postigos. Tal vez tuviera más suerte con ellos.
Cambió de sitio la estantería con la linterna una vez más para iluminar lo que le interesaba y examinó con preocupación la construcción de las ventanas.
No eran más que pequeñas ventanas de cristal cuadradas. Podría abrirlas un poco si conseguía forzarlas. El problema eran los postigos que había detrás. Tenían dos hojas que cerraban en el medio y se mantenían unidas por un grueso pestillo, inmovilizado por un candado cuya solidez desanimó por completo a Gillian. A primera vista confiaba tan poco en poder abrirlos como en el caso de la puerta principal.
Las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos y estuvo a punto de sentarse en un rincón para dar rienda suelta al llanto, pero se obligó a descartar esa idea tan tentadora como derrotista. Llorar no le serviría de nada, solo le quitaría energías.
Concéntrate, se dijo a sí misma en silencio, encuentra la manera de salir de aquí. Tara volverá tarde o temprano porque no se ha llevado la llave del coche y cuando eso suceda tú tienes que haber puesto tierra de por medio.
Tara había matado a su propia madre. Había matado también a Carla Roberts y a Anne Westley. Había matado a Tom, a pesar de que a quien había querido asesinar había sido a ella, a Gillian. Se había colado en su casa por segunda vez y había estado acechándola; solo el regreso de Luke Palm había conseguido frustrar sus intenciones. Y hasta entonces a Tara le habían parecido justificable todos sus crímenes. Consideraba que eran consecuencias lógicas. Sabía que con ello entraba en conflicto con la ley, pero respecto a una instancia moral superior a cualquier legislación humana, se consideraba inocente. Estaba profunda e inquebrantablemente convencida de ello.
«Ted Roslin, mi padrastro, abusó de mí durante cinco años. En ocasiones venía cada noche a mi cama durante semanas enteras. Cuanto más satisfacía su hambre, más tenía. Violaba a la hija de la mujer con la que se había casado. Y se había casado con ella únicamente por ese motivo, por la hija. Yo era una niña bonita. Rubia, de piernas largas, con unos ojos grandes y radiantes. Le había gustado a primera vista, según me contó. Es más, se había obsesionado conmigo. Por eso se había enredado con mi madre. Le había resultado fácil, puesto que ella estaba tan decidida a encontrar pareja de nuevo que se dedicó a ignorar cualquier señal de alarma. Como por ejemplo el hecho de que el bueno de Ted no consiguiera tener ni una sola erección con ella. De acuerdo, eso no quería decir necesariamente que el tipo tuviera esa perversa predilección por las niñas. Pero como mínimo debería haber intentado descubrir el motivo, ¿no? Sin embargo, no lo intentó hasta que ya se hubo casado con él y ya no pudo hacer nada al respecto. Entonces sí que le dio mala espina que él la encontrara menos erótica que a un pescado muerto. Claro, llegó un momento en el que acabó comprendiendo lo que sucedía. Al final él ni siquiera se esforzaba en ocultarle la “relación especial” que tenía conmigo. Y entonces sí que mamá se dio cuenta de lo que ocurría. Por ese motivo mantuvo con él terribles discusiones marcadas por los celos. ¿Te das cuenta? Lo que él hacía conmigo no la afectaba tanto como lo que él no hacía con ella. Pero en todas las disputas que mantuvo con él acababa cediendo a la primera de cambio. Puesto que lo peor de todo, peor incluso que los celos que sentía de mí, peor que esa actitud enfermiza, era el miedo a que él pudiera abandonarla. No quería arriesgarse a disgustarlo en exceso. Lo que hizo fue aceptar la situación solo para que se quedara con ella».
Gillian hizo un esfuerzo por dominarse. Se dio cuenta de que llevaba varios minutos con la mirada fija en los estantes, pero sin ver nada realmente. Había aguzado el oído durante horas por si oía la voz de Tara, que seguía resonando en el interior de su cerebro. A pesar de la situación límite en la que se encontraba, había estado escuchándola con horror mientras Tara había estado contándole cómo había sido su adolescencia, los años posteriores a la muerte de su padre, en ese tono monótono, en ocasiones casi sereno, de vez en cuando incluso teñido de ironía.
Le había contado cómo había sido su vida en el infierno.
Gillian intentó ignorar el horror que sentía y que se mantenía intacto al recordar lo que había oído. No tenía tiempo de procesar en ese momento todo lo que había oído. Lo haría más tarde. Cuando se sintiera segura.
Los postigos.
Estaban formados por tablones ensamblados y asidos a las paredes por dos bisagras en cada lado, fijadas a su vez con herrajes atornillados que reforzaban los postigos. A la luz de la linterna, Gillian vio que el tiempo y la humedad habían oxidado los tornillos. Intentó aflojarlos usando la punta de la llave del piso de Tara a modo de destornillador con la esperanza de poder hacer girar el tornillo, aunque fue en vano. La llave resbalaba continuamente y además los tornillos estaban tan oxidados que probablemente no habría sido posible sacarlos ni siquiera con la herramienta adecuada. A Gillian, las tablas de madera le parecieron demasiado gruesas y bien encajadas. Era impensable poder forzarlas.
Registró hasta el último rincón de la construcción en busca de un punto débil. Era evidente que la madera no había sido pintada jamás y con el paso de las décadas se había vuelto completamente grisácea. Los ojos de Gillian se detuvieron en uno de los herrajes atornillados. Alrededor del herraje, la madera había adoptado otra coloración, las fibras no eran de color gris, sino más bien verdosas, casi negras. Gillian palpó la madera con los dedos. Parecía más blanda que en las otras partes. Hundió allí la llave del piso de Tara, la más puntiaguda. Finalmente consiguió penetrar un poco en la madera sin encontrar demasiada resistencia. Se dio cuenta de que estaba respirando más rápido debido a la agitación. Alrededor del resto del herraje siguió encontrando la misma coloración negruzca y podrida que cedía bajo la presión de la llave. Los tornillos oxidados parecían haber afectado a la madera con el paso de las décadas.
Utilizó los dos puños para golpear los postigos. ¡Esos malditos puntos podridos tenían que ceder!
Pero no fue así. Gillian bajó los brazos, derrotada, jadeando lentamente. A pesar de todo, no tenía suficiente fuerza.
Necesito un martillo.
Era un deseo absolutamente ilusorio. En la cabaña ni siquiera había tenedores, por no hablar de herramientas. Ya la había registrado a fondo.
O sea, que no había ningún martillo. ¿Qué podría utilizar pues? Le habría gustado tener un caballete, un banco, algo con lo que golpear una y otra vez la madera podrida hasta que cediera. Iluminó la estancia con la linterna. La mesa. O mejor dicho, las patas de la mesa, una de ellas, al menos. Tal vez podría utilizarlas.
Volvió a dejar la linterna y volcó la mesa hasta dejarla boca abajo. A continuación examinó las patas de madera. Estaban atornilladas al sobre y pegadas a los travesaños por los lados.
Si conseguía quitar la cola de los travesaños con la ayuda de la llave, conseguiría avanzar considerablemente, puesto que un solo tornillo tampoco ofrecería demasiada resistencia. Si luego movía con fuerza la pata de un lado a otro, tal vez lograría romperla.
El temor y el desánimo desaparecieron de repente y Gillian contuvo el aliento durante unos segundos. Tenía muy pocas posibilidades y el peligro era considerable.
Un último esfuerzo.
Milímetro a milímetro, empezó a quitar la cola de la rendija que unía los tablones.
9
John conducía y Samson iba sentado a su lado con el libro de Angus Sherman sobre el regazo. Había oscurecido por completo. No obstante, el tráfico de viernes por la tarde que dos horas antes había llenado de coches las salidas de Mánchester y habría convertido en misión imposible salir de allí, por suerte había disminuido en gran medida. No pudieron circular muy rápido, encontraron muchos semáforos en rojo y un largo embotellamiento debido a un camión que había quedado atravesado en la calzada, pero al fin y al cabo tampoco les costó tanto salir. Al principio John había maldecido la más mínima deceleración, puesto que tenía la sensación de estar actuando a contrarreloj. Los años que había pasado trabajando como policía le habían enseñado que a menudo eran solo unos minutos los que decidían entre la vida y la muerte de una víctima. Pero al final se obligó a calmarse. No conseguiría nada golpeando el volante con los puños o insultando al conductor que tenía delante y que buscaba aparcamiento a paso de tortuga. Lo único que lograba con esa actitud era aumentar su nivel de adrenalina y de ese modo tal vez más tarde acabaría cometiendo algún error.
Por suerte, Samson se comportó con calma, no paraba de examinar el mapa, de seguir las líneas con el índice y solo hablaba cuando tenían que cambiar de dirección.
—Tenemos que torcer a la derecha por aquí, creo. Ahí delante, por la segunda salida de la rotonda, creo.
John había refunfuñado un par de veces:
—¿Lo cree o lo sabe? —Las dudas de Segal, la falta de autoconfianza que demostraba tener lo enervaban cada vez más. Sin embargo, cuando John miró de reojo y comprobó que Samson luchaba por contener las lágrimas, también decidió controlarse en ese sentido. Provocarle un ataque de nervios sin duda no aportaba nada bueno, por no hablar de que era injusto. El tipo había hecho un buen trabajo encontrando a Angus Sherman, que les había proporcionado una valiosa pista. Simplemente era su manera de ser. Tenía la manía de relativizar continuamente lo que decía con fórmulas como «tal vez», «creo» o «posiblemente», aquellas expresiones formaban parte de su carácter.
Pasaron por el último barrio periférico del sur de Mánchester. Hileras de casas adosadas, una tras otra. Un polígono industrial. Un campo de fútbol. Un McDonald’s. A continuación dejaron atrás las luces de la ciudad y ya no vieron más que los faros del resto de los coches.
—Estamos en la M60 —dijo Samson. Era el cinturón de circunvalación que rodeaba Mánchester—. Tenemos que bajar por Stockport y luego saldremos a la autovía que nos llevará hasta Peak District. —En el último momento se tragó un «creo» que le habría gustado añadir—. A partir de allí, tenemos que continuar unos… siete u ocho kilómetros…
—De acuerdo —convino John—. Esto será más difícil de lo que parece en el mapa, Samson. Tenemos que tomar la carretera correcta que nos lleve a Peak District, o al menos la carretera que a Sherman le parecía correcta. Él tampoco estaba muy seguro de dónde se encuentra la cabaña.
—Lo sé —dijo Samson en tono angustiado—. Ojalá lleguemos a tiempo.
Dejaron atrás la autopista y continuaron por la autovía, en la que apenas encontraron tráfico. Frenaron de repente en cuanto vieron un aparcamiento en una zona desde la que partían excursiones que invitaban a adentrarse en Peak District. Incluso descubrieron un rótulo que indicaba una carretera que llevaba hasta las turberas. John no tenía ni idea de si estaban en el camino correcto o si la autovía los había llevado demasiado hacia el sur. Peak District. Las palabras sonaban inofensivas. Uno se imaginaba una zona delimitada, restringida. En realidad tenían frente a ellos varios kilómetros de prados, montañas y turberas. John sabía que si tenían mala suerte podían pasar días enteros andando por ahí sin llegar a acercarse siquiera a la cabaña que buscaban.
En cualquier caso, debían empezar por alguna parte y el aparcamiento parecía un lugar tan bueno como cualquier otro.
Por supuesto, no había nadie más aparte de ellos. John estacionó el coche, encendió la luz interior y le echó una ojeada al libro.
—Es muy probable que esta sea la carretera correcta —comentó—. En cualquier caso es la que aparece en el mapa. Sabe Dios si es la correcta.
Era una carretera estrecha, pero hasta cierto punto estaba despejada y llevaba hasta un aparcamiento a través de un pequeño bosque que daba paso a unos campos despejados que se abrían a ambos lados. Había nieve hasta donde llegaba la vista que, a pesar de la oscuridad, les permitió orientarse un poco. La nieve era una bendición y constituía su única esperanza. John tenía muy claro que no tenían ninguna posibilidad de encontrar una cabaña cerca de algún camino forestal. Si Gillian y Tara habían podido llegar hasta allí en coche, ellos tendrían que abandonar la búsqueda. Pero gracias a la nieve se habrían visto obligadas a abandonar el coche a un lado de una carretera despejada y eso reducía el tamaño del pajar en el que estaban buscando el alfiler. O aumentaba el tamaño del alfiler.
Su única esperanza era encontrar un Jaguar aparcado en algún lugar.
John se aferró a esa posibilidad mientras avanzaban por aquel paraje solitario, oscuro y frío.
¡Ya estamos aquí, Gillian! ¡Por favor, resiste amor mío!
Cuando la mirada de Samson se volvió hacia él, John se dio cuenta de que no había pensado esas palabras.
Las había dicho en voz alta.
10
Había bloqueado las puertas del coche por dentro y se había tendido en el asiento trasero tapada con la gruesa manta de lana que había sacado del maletero. A pesar de los cálidos pantalones que llevaba puestos, del anorak forrado y de la manta que se había echado por encima, el frío volvía a ser insoportable. Se abrazaba las piernas con fuerza y las tenía tan encogidas que las rodillas casi le quedaban a la altura de la boca, pero ni siquiera de ese modo fue capaz de controlar el temblor que sacudía todo su cuerpo. Tenía la impresión de que el coche también tiritaba y se movía con ella. A pesar del miedo que sentía, incluso se vio obligada a sonreír al imaginar la estampa que ofrecería un coche aparcado de noche en un paraje nevado y sacudiéndose de arriba abajo.
Pero la hilaridad no duró más que un instante. La situación en la que se encontraba le infundía mucho miedo.
No paraba de pensar si estaba haciendo lo correcto. Quizá debería haber seguido andando hacia Mánchester con la certeza de que tarde o temprano encontraría a alguien, en una granja, conduciendo una quitanieves, o tal vez incluso un excursionista o un esquiador de fondo. Sin embargo, sabía que eso no sucedería hasta la mañana siguiente y para eso faltaban aún diez o doce horas que no estaba segura de poder aguantar. Estaba absolutamente agotada, le dolían las piernas y el cuerpo le pedía a gritos unas horas de sueño. El peligro de morir en el intento era demasiado evidente: si sucumbía a la tentación de echarse sobre la nieve para descansar unos segundos, su destino quedaría sellado.
Jamás volvería a despertarse.
En ese sentido, el plan de llegar hasta el coche para cargar fuerzas y emprender el camino por la mañana sin duda había sido el más sensato. Lo que no había esperado era que dentro de ese espacio aislado hiciera tanto frío. No obstante, envuelta por el asiento y la manta quizá lograría almacenar algo de calor corporal para reducir al menos un poco el riesgo a morir de frío.
Fuera, se enfrentaba a una muerte segura por congelación, mientras que ahí dentro solo era una posibilidad.
En esos momentos no podía esperar más.
Entretanto había vuelto a sopesar la idea de regresar a la cabaña para recoger la maldita llave del coche, pero descartó esa posibilidad enseguida. Sin duda Gillian habría calculado que volvería cuando había cogido la llave, puesto que de lo contrario no habría tenido sentido que lo hubiera hecho. Eso significaba que Gillian se habría preparado para ello y, por consiguiente, esa posibilidad de volver supondría una verdadera imprudencia. Tara no quería exponerse al riesgo de que Gillian, llevada por el pánico y el miedo a morir, la golpeara con un cajón de la cómoda o algo por el estilo. Podía esperar ahí dentro hasta echar raíces, si quería.
No conseguía imaginar cómo Gillian podría salir de la cabaña, era algo imposible, pero había conocido a tantos chiflados que prefirió conservar la navaja en la mano mientras permanecía tendida en el asiento de atrás, por si acaso. La pistola la había dejado bajo el felpudo. Quedarse dormida con un arma cargada cerca del cuerpo le parecía demasiado peligroso. Buscando a tientas por el maletero había encontrado un trozo de alambre. Le dio forma de lazo y lo mantuvo agarrado con la otra mano.
Había creído que su mayor problema durante las horas nocturnas sería no dejarse vencer por el agotamiento y caer en un sueño profundo del que no fuera capaz de despertarse, pero en esos momentos constató que era incapaz de dormirse. A pesar de lo agotada que estaba, le pasaban tantas cosas por la cabeza al mismo tiempo que no conseguía relajarse. Se lo había contado todo a Gillian, esa niña malcriada por unos padres cariñosos y sobreprotectores que no tenía ni idea de cuáles eran las verdaderas tragedias de este mundo. Le había hablado de Ted Roslin y del rastro de sangre que ella, Tara, había dejado a su paso en el intento de encontrar paz consigo misma. De esa manera lo había revuelto todo y allí estaba ella entonces, tendida en el asiento de atrás, notando los latidos del corazón en la cabeza. Con los ojos cerrados volvió a ver imágenes que, en la mayoría de los casos, no había querido volver a rememorar. Intentó alejarlas de su mente y se obligó a establecer un plan ordenado y bien estructurado que tendría que cumplir a rajatabla tan pronto como regresara a Londres. En el despacho le esperaba una gran cantidad de trabajo, el martes siguiente tenía una vista importante y, una semana más tarde, otra para la que tenía que estudiar a fondo una montaña de expedientes que la horrorizaba con solo pensarlo. Además, tenía que encontrar tiempo para dejarse caer por el piso de Liza. Aquella mujer llevaba demasiado tiempo sin hacer nada. Se encontraba provisionalmente segura respecto a su marido, su torturador, pero a partir de entonces el peligro acechaba también desde otras direcciones: el anhelo por ver a su hijo. La soledad. La sensación de que su vida tendía peligrosamente hacia una completa falta de perspectivas.
Tenía que denunciar de una vez a ese condenado hombre, pensó Tara. Desde hacía varias semanas soñaba con presentar ella misma la acusación contra Logan Stanford. Eso le proporcionaría un placer increíble. Sin embargo, debía estar segura de que Liza no se echaría atrás. Conocía a esa clase de mujeres. Eran veleidosas.
Le había contado a Gillian el primer encuentro que había tenido con Liza, en el servicio de señoras de un hotel, durante una fiesta de cumpleaños. Tara no creía en las casualidades. Fue cosa del destino que tuviera que ir al aseo justo en el momento en el que la esposa del Caritativo estaba intentando, entre lágrimas, ocultar un ojo morado con maquillaje. Tara se había dado cuenta enseguida de lo que sucedía. Lo habría sabido incluso en el caso de no haber visto la lesión. Las víctimas de la violencia se reconocen entre sí, incluso cuando su estado es aparentemente indemne. Se nota en el aura. Cuando alguien ha sufrido un acto de violencia, lo sigue llevando como un abrigo por encima de los hombros, como una envoltura aplastante. El martirio de Liza Stanford había aparecido ante Tara como un signo de exclamación de color rojo chillón.
—Pero ¿por qué no iniciaste una investigación contra él de inmediato? —le había preguntado Gillian.
Tal vez se le podía disculpar la pregunta. ¿Por qué motivo tendría que haber sabido cómo funcionan realmente esas cosas?
—Es ella quien debe acabar con él, no yo. Tiene que aniquilarlo con ganas, con todas sus fuerzas. Solo de ese modo podrá encontrar de nuevo el camino de vuelta a la vida.
Dios, qué manera de gastar saliva para intentar que Liza lo denunciara. Denúncialo. Mételo en chirona. Acaba con él. ¡Maldita sea, devuélvele todo lo que te ha hecho! ¡Muéstrale que se ha equivocado metiéndose contigo!
Por desgracia, Liza seguía el patrón clásico de las víctimas. Estaba paralizada por el miedo y era incapaz de tomar una decisión. Lo haré. No, no puedo. No lo sé, tengo miedo. ¿Qué debo hacer?
Le había contado a Tara el calvario que estaba sufriendo y había sucedido algo extraño: mientras acompañaba a Liza hasta el fondo de ese abismo, parecía que se le abrían varias puertas que Tara había mantenido cerradas durante años para protegerse del temor que ella misma sentía. Se abrieron de golpe y desvelaron imágenes y sentimientos con los que había esperado no tener que volver a enfrentarse. Llegó un momento en el que apenas era capaz de diferenciar cuál de las dos había tomado a la otra de la mano para guiarla a su horror personal. Y cuando más desesperada se había sentido por las dudas de Liza, Tara se dio cuenta de que ella no era mucho mejor. Ella también se había desanimado a la hora de saldar cuentas y se había hundido en la mierda con la esperanza de no llegar a apestar demasiado. En ese momento se dio cuenta del veneno que llevaba acumulado en su interior. Y de que aún había alguien esperando a que pusiera las cosas en orden.
No se refería a Ted Roslin. Ese trozo de escoria que había fingido amar a esa niña a la que maltrataba había muerto mucho tiempo atrás y con gran sufrimiento aquejado de un cáncer de próstata y de demencia precoz.
Lucy Caine-Roslin. Su madre. La mujer que la había traicionado. En todos esos años, no había aclarado las cosas con ella. De vez en cuando había acudido a Gorton para visitarla y plantarle frente a las narices con cierta satisfacción los éxitos profesionales que había alcanzado. La universidad, los resultados brillantes de los exámenes, el empleo como abogada en Mánchester, el ascenso a fiscal en Londres. Sus ingresos, su apariencia. Llegaba a Reddish Lane en su elegante Jaguar, vestida de forma impecable y alardeaba de sus logros creyendo que eso le permitiría encontrar la paz interior. Pero había sido demasiado cobarde para contarle lo que había sucedido. Por eso no había conseguido encontrar esa paz interior que tanto buscaba.
Se dio la vuelta sobre el estrecho asiento de atrás en un intento de encontrar una posición algo más cómoda, aunque fue en vano. Pensaba en ese oscuro día de noviembre en el que había regresado a Mánchester.
Un fin de semana. Liza todavía no se había marchado de casa, pero la situación entre ella y Logan se agravaba por momentos. El pasado de Tara se había despertado a fuerza de oír continuamente las historias de Liza y no podía seguir reprimiéndolo.
Ya había oscurecido cuando hubo llegado a casa de sus padres pero no había visto luz tras los postigos de las ventanas. Había temido que su madre no estuviera en casa, aunque le había parecido poco probable: desde la muerte de su segundo marido, Lucy se había retraído mucho. Apenas salía de casa, no iba a visitar a nadie. Solo salía para comprar comida y, una vez por semana, para acudir al cementerio a visitar las tumbas de sus maridos. De lo contrario pasaba el tiempo limpiando la casa, viendo melodramas en la televisión o poniéndose al corriente acerca de los incidentes de la casa real con las revistas del corazón. Nunca parecía descontenta ni infeliz. Aquella mujer que de joven no había concebido la posibilidad de vivir sin un hombre, con la edad se había hecho a la idea de su situación. Se las arreglaba sorprendentemente bien con la soledad.
Como siempre, Tara había encontrado la puerta cerrada de golpe. Lucy estaba en el salón, junto a una ventana que daba al patio y al taller. Por supuesto, Lucy estaba sentada mirando la televisión mientras tejía uno de esos tapetes o mantas de ganchillo que luego ponía por toda la casa. Llevaba puesta una chaqueta de punto, gruesa y suave, y unas zapatillas de piel, porque en su casa siempre hacía bastante frío. Lucy solía ahorrar en los gastos de calefacción. Sobre la mesa que tenía delante, había una tetera llena.
La mujer se había alegrado de ver a su hija, aunque con la típica contención con la que solía expresar sus emociones. Puesto que en el comedor no había ningún tipo de calefacción, Lucy y Tara habían puesto la mesa en la cocina. Tara había llevado comida china y una botella cara de vino tinto que había comprado en Londres. Lucy no tardó en tener las mejillas sonrojadas y los ojos brillantes
—Parece que sea Navidad —afirmó.
Tara se inclinó hacia delante. Había tomado unos sorbos de vino, pero apenas había tocado la comida. No tenía hambre.
—Mamá, he venido para hablar contigo —dijo Tara. A pesar de haber estado tiritando poco antes, se dio cuenta de que en ese momento le ardía todo el cuerpo—. Hay algo sobre lo que tenemos que hablar.
Lucy la miró con ingenuidad
—¿Sí?
—Ted —dijo Tara—. Ted Roslin.
—¿Qué pasa con él? —preguntó Lucy, desconcertada.
—Nunca hemos hablado acerca de él.
Lucy movió la cabeza en un gesto de lamento.
—¡Ya hace tiempo que murió! Deberías ir a visitarlo al cementerio de nuevo. Yo estuve allí hace unos días. Le dejé una maceta con brezo junto a la lápida. Quedaba muy bien.
—¿Yo? —Tara se dio cuenta de que su tono había sido agresivo, justo lo que se había propuesto evitar—. ¿Por qué tendría que ir yo a visitar la tumba de Ted? Podría visitar la tumba de mi padre, sí, pero la de Ted… ¡seguro que no! Por cierto, ¿a papá también le has puesto una maceta con brezo?
—Claro que sí. ¿Qué te ocurre? Pareces muy enfadada.
—No, no estoy enfadada. Lo siento, si te lo ha parecido. —Tara estaba asombrada de su propia reacción. Por dentro luchaba contra aquella respuesta exagerada que había provocado la mera visión de su madre e intentó sonar calmada y amable de nuevo. El trabajo, pensó. Frente a los peores individuos había aprendido a comportarse de la forma más conveniente en cada caso, en función del efecto que le interesaba crear. Como fiscal no tenía sentido atacar desordenadamente al tipo que tenía sentado delante, que había matado a golpes a su bebé de cuatro meses porque no paraba de llorar, como tampoco tenía sentido explicarle lo que en realidad pensaba acerca de él. Podía llegar a sacar más provecho de la situación si se enfrentaba a él con comprensión y amabilidad, para que acabara confesando entre lágrimas y sollozos, con la sensación de poder confiárselo todo a esa mujer tan maternal. Posteriormente podía solicitar la pena máxima con toda tranquilidad. A menudo le funcionaba.
—Mamá, tan solo me gustaría comprender algo. Ese es el motivo por el que he venido hoy. Y al revés: el hecho de que hasta ahora no haya sido capaz de comprenderlo ha sido precisamente el motivo por el que vengo a verte tan poco. A pesar de que podría estar haciendo mucho más por ti.
—No te entiendo —dijo Lucy. Una expresión vigilante se había instalado en los ojos de la anciana.
—Quiero que hablemos de ello —dijo Tara—, para poder llevarnos mejor en el futuro.
—¿Sí?
—Se trata, como ya te he dicho, de Ted. —Miró a su madre a los ojos—. Ya sabes lo que hacía conmigo.
Lucy se cerró como una ostra. Se le notaba claramente en los ojos.
—¿Ya empiezas otra vez con eso?
—¿Otra vez? —Tara miró a su madre fijamente—. ¿Has dicho «otra vez»? ¿Cuándo he empezado a decirte yo nada de eso?
—Hace tiempo —explicó Lucy—, alguna vez me viniste con… querías complicarme la vida… —Se puso de pie—. En fin, de verdad creía que habías venido para pasar una agradable velada conmigo —se lamentó, ofendida—, que echabas de menos a tu madre y te apetecía charlar un poco con ella, pero ahora resulta que has venido a reprocharme…
—Siéntate, mamá —le ordenó Tara. Su voz sonó tan cortante que la mujer se sentó de nuevo en la silla de inmediato—. Esta vez no te librarás de mí, no te permitiré que huyas. Quédate aquí sentada y responde a mis preguntas, ¿de acuerdo?
—¿Qué es esa manera de hablarme?
—La que te mereces, mamá. Ni más ni menos. Es el trato que merece una madre que durante cinco largos años vio cómo su hija era violada por su padrastro y no hizo nada para evitarlo. ¡Nada!
—Cinco años —repitió Lucy—, ¡siempre tienes que exagerar!
—¡Cinco años, mamá, lo sabes perfectamente! Tenía nueve años, cuando empezó. Medio año después de vuestra maldita boda. Y tenía catorce cuando dejó de hacerlo. Porque gracias a Dios empecé a tener formas de mujer y a él ya no siguió apeteciéndole como antes.
—¿Qué pretendes? —preguntó Lucy. Respiraba más rápido, de algún lugar de su pecho salía un ruido malsano—. ¿Provocarme un ataque de asma? ¿Quieres matarme?
—¡Para ya con lo del asma! ¡Nunca has sufrido asma! Lo único que haces es empezar a respirar con dificultad cada vez que las cosas se vuelven desagradables. Pero ese truco ya no te servirá más conmigo.
—De verdad me gustaría saber… —empezó a decir Lucy, pero Tara la interrumpió con la voz cortante.
—¡No! ¡Soy yo quien quiere saber algo! Me gustaría saber por qué lo permitiste, por qué no me ayudaste. Por qué no me protegiste. ¡Por qué no echaste de casa a patadas a ese asqueroso hijo de puta!
Lucy cogió un pañuelo. No tardaría en empezar a llorar.
—Soy vieja. No tengo a nadie más en el mundo. Solo te tengo a ti. ¡Y ahora vienes a atormentarme de este modo! ¡A una anciana que no puede defenderse!
—¿Y qué pasa con esa niña que tampoco podía defenderse?
Lucy se llevó el pañuelo a los ojos con unos leves toquecitos.
—¡Dios mío! Actúas como si…
—¿Si…? —preguntó Tara.
—Como si hubiera pasado algo malo. Solo porque le gustabas a Ted. Tenía buen corazón. No habría podido encontrar a otro hombre tan fácilmente. ¿Quién habría querido casarse con una viuda que ya tenía una hija? Sin ti lo habría tenido más fácil, eso también tienes que tenerlo en cuenta.
Más tarde, Tara recordó que ese había sido el momento que en el que había empezado el vértigo. Primero había sido muy leve. Pero se había dado cuenta de que había ocurrido algo. De que se le había enturbiado la mirada y de que había empezado a sentir un murmullo en los oídos.
—¿Me estás diciendo que no ocurrió nada malo? —preguntó en voz baja—. ¿Te parece normal que un hombre adulto de casi cincuenta años se metiera en la cama de una niña de nueve años noche tras noche? ¿Que le tapara la boca cuando intentaba gritar? ¿Que le dijera que iría a parar a un orfanato si se lo contaba a alguien? ¿No ves nada malo en eso?
Lucy se sonó la nariz. Se había serenado de nuevo.
—Para mí tampoco fue fácil.
—¡No me digas! ¿De verdad?
—Solo piensas en ti misma —dijo Lucy—. Te da completamente igual mi situación. Tuve que vivir con su rechazo. Hiciera lo que hiciese, me ignoraba. Estaba en un segundo plano para él. Él te esperaba en la puerta del patio cuando volvías de la escuela. Te seguía con la mirada. Siempre. Para él yo era como el aire, transparente. Porque era una mujer. Le preparaba la comida, le lavaba la ropa, fregaba la casa, lo tenía todo limpio y arreglado. Guardaba algo de dinero de los gastos de la casa para comprarme cosas bonitas. Para ponerme guapa para él. Pero no me hacía ni caso. A mí no me hacía ni caso.
El murmullo en los oídos se volvió más intenso.
—Pero tú eras una mujer adulta. ¡Yo era una niña!
De repente, durante una fracción de segundo, una expresión de odio apareció en los ojos de Lucy.
—¡Una niña…! ¡Una jovencita interesada, es lo que eras! ¡Y supiste jugar bien tus cartas! Con los vaqueros ajustados y las camisetas estrechas. Disfrutabas viendo cómo me aventajabas. Hacías que me viera como una vieja. ¡A los treinta y cinco años! Ni siquiera era vieja. Era guapa. Pero ¡no podía competir contigo!
Tara se puso de pie sin ser consciente de ello. La cocina empezó a dar vueltas a su alrededor. Era inútil. No conseguirían aclarar nada. Ni en ese momento, ni jamás en la vida. Su madre no estaba arrepentida. No llegaría a comprenderlo jamás.
En realidad, su madre se sentía como la verdadera víctima.
—Creo que no puedo perdonarte, mamá —dijo Tara.
Lucy también se puso de pie. De forma automática, como solía hacer siempre, cogió el paño de cocina que tenía colgado junto a los fogones y frotó una manchita de salsa del sobre de la mesa.
—¿Qué tendrías que perdonarme? —preguntó. No lo hizo en un tono cínico, ni irónico. No se mostró amargada ni ofendida, en ese momento.
Simplemente se lo preguntó.
Y Tara volvió a sentir el dolor, el desamparo, el horror, el miedo. Aquella tortura interminable, aquella desesperación.
Y se dio cuenta de que no conseguiría librarse de todo aquello jamás, de que nunca dejaría de sentirse completamente sola en el mundo. No pertenecería a nadie. No tendría a nadie. Era una caída libre hacia el infierno. Traicionada por la primera persona que había habido en su vida, por la mujer que la había traído al mundo.
Y en ese momento su mirada recayó en el paño de cocina a cuadros rojos y blancos que su madre estaba usando para limpiar la mesa.
—Sigues teniendo los mismos paños de cocina de siempre —se oyó decir a sí misma.
Fue el instante preciso en el que perdió el control.
No habría podido imaginar lo maravilloso que fue, lo bien que se sintió después.
11
Soltó un grito triunfal. En medio del silencio absoluto que la rodeaba, sonó más fuerte de lo que fue en realidad.
—¡Por fin! —gritó.
Tenía la pata de la mesa en la mano. No sabía cuánto tiempo había pasado, pero supuso que había tardado al menos tres cuartos de hora en arrancar del todo la cola. Luego había tenido que golpear y agitar la pata de la mesa hasta que, de repente, cuando ya pensaba que no le quedaban más fuerzas y el sudor le empapaba la cara y el cuerpo, el tornillo acabó por ceder. Gillian consiguió arrancar la pata de su fijación como si nunca hubiera habido ningún obstáculo para lograrlo.
¡No puedo creerlo! ¡Ha funcionado! ¡De verdad ha funcionado!
Necesitó un minuto para recuperar fuerzas. Se sentó en el sofá, se secó el sudor de la frente e intentó recuperar el aliento. Solo unos segundos. No le quedaba mucho tiempo. Tara podía regresar en cualquier momento. Se había convertido en su peor enemiga, su mayor amenaza. No se arriesgaría de nuevo a dejarla encerrada en aquella cabaña aislada, casi tan sólida como Fort Knox, expuesta a temperaturas de congelación. La ahogaría con un paño de cocina metido en la garganta. Como había hecho con su madre, con Carla Roberts y Anne Westley.
Antes, en la cabaña, cuando Gillian estaba acurrucada en el sofá y Tara estaba apoyada en la estufa, le había hablado de la omisión de auxilio. De hecho, le había dado una clase magistral. Gillian no había tenido la impresión de que Tara esperara una respuesta por su parte, por lo que había optado por guardar silencio.
«La omisión de auxilio como delito se trata con mucha negligencia. Tanto en la sociedad en general como en derecho penal. Al fin y al cabo, muchos lo consideran una bagatela. El autor es el malo. El que es testigo del delito y no interviene… bueno, tal vez no se esté comportando de forma correcta. Pero por supuesto no puede compararse con el autor del crimen. Por eso a menudo se acaba pasando por alto, incluso se muestra una cierta comprensión. Al fin y al cabo, para ser sinceros, debemos reconocer que no sabemos cómo comportarnos en esos casos».
Se puso de pie mientras seguía con la pata de la mesa agarrada con las dos manos. Se esforzó en utilizar las fuerzas que le quedaban para dar el primer golpe. Levantó los brazos y descargó el trozo de madera contra los postigos. No se movió nada.
Gillian se detuvo para retomar fuerzas. Otra vez. ¡Vamos, Gillian! ¡Vamos! Lo conseguirás. ¡Tienes que conseguirlo!
Otro golpe potente.
Oyó un crujido. A lo mejor sí que había conseguido que se moviera algo, pero tampoco estaba segura de ello.
«Por supuesto, al autor se le sanciona y se le encierra. Pero en la mayoría de los casos se trata de tarados que dan la impresión de que nunca tuvieron la oportunidad de controlarse. La vida de esas personas, especialmente la infancia, suelen caracterizarse por el horror. Yo no estoy dispuesta a conceder que uno de esos individuos pueda haberse convertido en un asesino en serie porque su madre fuera alcohólica y su padre lo hubiera maltratado, pero eso… bueno, eso relativiza un poco las cosas, ¿no? Sin embargo, los que miran y callan… esos no tienen perdón. En ese país hay padres que dejan morir de hambre a sus hijos o que los torturan hasta la muerte y los vecinos miran hacia otro lado. En nuestro país, hay mujeres atormentadas por sus maridos y resulta que nadie se da cuenta. A los niños les hacen la vida imposible en clase hasta que acaban tirándose al tren llevados por la desesperación sin que el profesor llegue a intervenir. Esas cosas suceden continuamente en todas partes. Y solo es posible que ocurran porque la mayoría de la población está demasiado acomodada, es demasiado cobarde o se muestra demasiado desinteresada o letárgica para hacer algo al respecto».
¿En qué había pensado hacía un momento? Por su mente había pasado la imagen de un carnero antes de que se le hubiera ocurrido lo de la mesa. Quizá era un error golpear los postigos de ese modo. Tal vez debería intentar embestirlos con la pata de la mesa una sola vez, pero con todas sus fuerzas.
La agarró con las dos manos, cogió impulso y descargó el palo de madera contra las contraventanas.
Los postigos temblaron, esa vez sí estaba segura. Examinó las bisagras. La madera se había desprendido unos milímetros en los lugares correspondientes.
Podía funcionar. Tal vez incluso llegaba a tener suerte de una vez, a pesar de lo horrible que había sido el día. Se detuvo con la respiración acelerada. Le dolían las manos. Descansó un poco más antes de arremeter de nuevo contra los postigos.
Tara le había contado aquella historia absurda de Liza Stanford con todo detalle. Gillian no conocía a Logan Stanford personalmente, pero había leído sobre él en las revistas un montón de veces. En las fotos no le había parecido un tipo especialmente simpático, pero jamás en la vida habría creído que fuera tan violento y trastornado. Estaba organizando eventos caritativos continuamente, de ahí el apodo por el que se le conocía, y Gillian siempre había tenido la impresión de que el motivo no eran las buenas obras en sí, sino la imagen que los medios difundían de su persona. En cualquier caso, eso nunca la había preocupado demasiado. El dinero que recogía era en beneficio de los necesitados, que a fin de cuentas era lo que contaba. ¿A quién le importaba por qué lo hacía? Tal vez fuera mejor hacer algo, aunque fuera con ansias de notoriedad, que no hacer nada en absoluto.
El hecho de que su esposa se estuviera escondiendo de él tras haber sido víctima de los tormentos más brutales a manos de su marido la había dejado sin palabras.
«—¿El Caritativo? ¡No puede ser! ¿Estás segura?
»—Vi a Liza. Esa noche en el hotel. Vi que tenía un ojo morado y más tarde me mostró el resto del cuerpo. Cicatrices, hematomas, desolladuras. El distinguido abogado es un sádico. ¡Y un psicópata!
»—¿Y ella había dejado que siguiera tratándola de ese modo durante años?
»—Sí, esas historias siempre cuestan de creer, no atienden a ningún tipo de lógica. Pero suceden continuamente. Las víctimas guardan silencio con la esperanza de que todo mejore algún día, de que conseguirán adaptarse y dejarán de despertar ese odio en el maltratador. Porque es precisamente eso lo que están dispuestas a creer, en un determinado nivel de conciencia: que la culpa es suya. Que hacen algo mal y eso obliga a su torturador a comportarse de ese modo. Logan Stanford era la víctima, ¿comprendes? Se había casado con una mujer imposible. Si él perdía los estribos, si él perdía el control continuamente era por culpa de Liza.
»—¿Y no había nadie a quien hubiera podido contarle todo eso? ¿Alguien que hubiera podido hacerle ver que tenía que abandonarlo cuanto antes?
»—Se lo había confiado a dos mujeres en todos esos años, con la esperanza de que alguna de ellas la ayudaría. Se lo había contado a una amiga. Y a la pediatra de su hijo.
»—¿Sí?
»—Carla Roberts. Y la doctora Anne Westley».
En ese preciso instante Gillian lo comprendió todo. En cuanto oyó que Tara mencionaba esos dos nombres. Carla Roberts y Anne Westley. De repente comprendió toda la historia, el porqué de la muerte aparentemente absurda de dos ancianas inofensivas. Y el móvil de Tara.
«—¿Ninguna de las dos llegó a ayudarla?
»—No. Roberts estaba tan ocupada con sus propias quejas que ni siquiera llegó a interesarse. Y Westley al parecer no estaba segura de cuál era la mejor manera de ayudarla, por lo que al final decidió no hacer nada. Las dos se mantuvieron completamente al margen. Liza ni siquiera tuvo la oportunidad de recibir ayuda de esas dos mujeres».
Omisión de auxilio. El gran tema en la vida de la fiscal. Carla Roberts y Anne Westley se habían comportado como Lucy Caine-Roslin: habían cerrado los ojos. Ojos que no ven, corazón que no siente.
«—¿Y por eso las…?
»—Lo creas o no, al principio no me había propuesto matarlas. Estaba furiosa con esas dos mujeres porque habían dejado en la estacada a una persona que se encontraba en una situación límite y con ello habían jugado a favor del hombre que la había estado torturando, pero tampoco pensaba matarlas. Lo único que quería era asustarlas. Utilizar el miedo para sacarlas de sus existencias burguesas y acomodadas. Lo que hice fue aterrorizarlas. Liza Stanford vivía día y noche instalada en el miedo. De ese modo esas dos mujeres al menos se harían una idea de lo que se siente.
»—Comprendo.
»—Fue sencillo manipular la puerta de acceso al edificio en el que vivía Carla Roberts. Podía entrar y salir siempre que quería, siempre que disponía de tiempo libre. Me divertía mandando el ascensor hasta el piso en el que solo vivía Roberts, sin que nadie saliera de él, por supuesto. Algo así puede desmoralizar a cualquiera. En el caso de Anne Westley, por las noches me acercaba con el coche hasta aquel lugar tan solitario en el que vivía e iluminaba con los faros la pared de su dormitorio. Luego paraba el motor, pero ella no llegaba a ver a nadie.
»—Sin duda con todo eso conseguiste lo que te proponías.
»—Sí, claro. En cualquier caso, las dos ancianas acabaron de los nervios. Pero…
»—¿No te pareció suficiente?»
Gillian respiró hondo. Lo malo era que con cada minuto que pasaba, se sentía más y más débil. Pero no podía tirar la toalla. Ya había llegado muy lejos, tenía verdaderas posibilidades si no flojeaba.
Pensó en Becky. Becky la necesitaba.
Un último intento desesperado. Con todas sus fuerzas, desplazando todo su peso, agarrando la pata de la mesa con las dos manos, se lanzó de nuevo contra la ventana.
Con un ruido ensordecedor consiguió arrancar uno de los postigos de su fijación. Se rompió hacia fuera y se abrió junto al otro postigo, aunque sin llegar a soltarse. Los dos postigos unidos golpearon la pared exterior de la choza y rebotaron un par de veces antes de quedarse simplemente colgando de las bisagras de un lado.
La ventana quedó abierta.
Gillian miró hacia fuera y necesitó todavía un par de segundos antes de darse cuenta de lo que había logrado. Había conseguido salir de una situación desesperada. Los brazos le temblaban y los músculos le dolían debido al extraordinario esfuerzo que acababa de hacer.
Libre.
A partir de entonces se trataba de proceder con prudencia y sin correr riesgos.
Se metió las preciadas llaves en el bolsillo del abrigo y se aseguró varias veces de que no las perdería por accidente. A continuación cogió los dos bocadillos y la botella de agua casi vacía y se lo metió todo en el otro bolsillo. Todo eso abultaba mucho y no le permitía moverse con comodidad porque le sobresalía del bolsillo, pero era importante que se llevara algo para comer y beber. La linterna, que tanto le había servido, la guardó junto a las llaves. De ese modo tenía todo lo necesario, al menos entre las pocas cosas que tenía a su disposición en esos momentos.
Apoyándose en el alféizar, saltó al otro lado. Al caer se golpeó en la cara con una rama de abeto que le arañó la piel, pero apenas reparó en ello. Aterrizó en el grueso y mullido manto de nieve, se levantó enseguida, no sin dificultad, y se dirigió con cautela hacia la parte delantera de la cabaña sin olvidarse antes de espiar desde la esquina.
No vio a nadie. La nieve aportaba algo de claridad a la noche y entre los nubarrones asomaban la luna y algunas estrellas. Gillian se abrió paso por el breve tramo de bosque cercano y se detuvo. Desde allí tenía una buena vista general. Por detrás y por los lados tenía bosque. Por delante, las llanuras por las que Tara y ella habían llegado hasta allí unas horas antes. Le pareció reconocer incluso las huellas en la nieve. No le costaría mucho encontrar el camino de vuelta hasta el coche.
Lo embarazoso era que mientras pasara por las llanuras se la vería fácilmente, su silueta oscura destacaría mucho entre la nieve. Si Tara decidía volver a la cabaña, podría divisar a Gillian desde lejos. Pero al revés también, claro.
Gillian contempló de nuevo el paisaje y consideró la posibilidad de ir hasta una franja de bosque lejana para gozar de la protección de los árboles. Sin embargo, eso habría significado dar un rodeo considerable que la obligaría a recorrer el doble de distancia. Además corría el peligro de desorientarse. Allí no habría huellas que la guiaran y si llegaba a perderse por esos bosques no sobreviviría ni dos días al frío. Decidió volver por el mismo camino por el que había llegado hasta allí. Podría ver a Tara con el tiempo suficiente para poder decidir qué hacer. De todos modos, gozaba de una pequeña ventaja: ella sí contaba con encontrarse con Tara, mientras que esta, en cambio, creía estar sola ahí fuera.
Se puso en marcha, andando pesadamente por la nieve. Sabía que después de todo lo que había pasado, no podía obviar el miedo a no poder superar el trayecto que tenía por delante. Sin embargo, la euforia que sintió al verse liberada había bombeado una nueva dosis de adrenalina en su cuerpo. De algún lugar surgió una energía que en realidad no debería haber sentido.
Lo conseguiré. No logrará matarme.
De repente volvió a oír la voz de Tara en su cabeza, a sentir el estremecimiento de horror que le había provocado.
«—No, llegó un momento en el que no tenía suficiente con aterrorizar a Roberts y a Westley.
»—¿Y entonces las mataste?
»—Sí. Pero en el momento en el que ocurrió… no las estaba matando a ellas. Eran simplemente la prolongación de un momento que me había dejado satisfecha. Aunque no lo suficiente. Nunca jamás quedaré satisfecha del todo.
»—¿Qué quieres decir?
»—Quiero decir que no puedo dejarlo. Cuando maté a Roberts y a Westley me di cuenta de que mientras viva, no podré dejarlo.
»—¿Cómo?
»—Lucy. Mi madre. No puedo dejar de matar a mi madre».
12
John no habría pensado que en una zona como Peak District pudiera haber callejones sin salida, pero era evidente que habían ido a parar a algo parecido. Llevaban mucho tiempo siguiendo la carretera sin divisar el coche de Tara y de repente la calzada se había ensanchado sin previa señalización, era uno de esos lugares que servían para que los coches pudieran dar la vuelta. Por delante de ellos había un espeso bosque que se extendía también por los lados. Y ni rastro del coche que buscaban, por no hablar de cabañas o de mujeres andando pesadamente por el paisaje nevado.
John se vio obligado a dar la vuelta, pero antes detuvo el coche.
—Bueno, es evidente que el camino termina aquí. Al parecer no era el bueno.
—Hay muchos caminos como este por aquí —dijo Samson con tono decaído.
—Sin duda alguna. Muéstreme de nuevo el mapa. —John lo examinó un momento—. Me parece que estamos cerca de aquí. Eso significa que estamos dentro de la zona que Sherman nos ha marcado. En cualquier caso, por la parte de abajo. La cabaña se encuentra mucho más hacia el centro.
—Eso si realmente está en esta zona. Al fin y al cabo, Sherman no había visto jamás la cabaña y hacía treinta años que le habían descrito dónde se encontraba —dijo Samson.
A John le habría gustado tirar el libro por la ventanilla, pero consiguió controlar ese impulso.
—Claro. Puede que se haya equivocado. Además, también es posible que la cabaña ya no esté. Tal vez Tara Caine se haya refugiado en otro lugar completamente distinto. Gillian y ella podrían estar en Cornwall. O en Escocia. O en un maldito pueblucho galés, ¡qué sé yo! Pero esa cabaña es el único punto de referencia que tenemos. Por mínima que sea la posibilidad que tenemos y aunque me parezca una locura desperdiciar nuestro tiempo y sobre todo el de Gillian, no tenemos elección. La buscaremos por aquí. Cualquier otra opción sería todavía más absurda.
—C… claro —consintió Samson—. Entonces, ¿qué? ¿Volvemos atrás?
John volvió a arrancar el coche.
—Sí. Recuerdo que al principio hemos encontrado una bifurcación. Parecía como si nos llevara en dirección norte. Deberíamos probarlo por ahí.
—Pero era un camino muy estrecho.
—Me ha parecido bastante despejado. Y quién sabe si nos conducirá hasta otro camino. La red de carreteras de esta zona es como una telaraña en la que todos los hilos están conectados. Tarde o temprano habremos recorrido todos los caminos.
Continuaron conduciendo ya a altas horas de la noche, entre la oscuridad. Samson miraba atentamente por la ventanilla con la esperanza de hallar alguna pista decisiva. Una cosa le había quedado clara: la hipótesis que había formulado, según la cual las dos mujeres solo podrían haber utilizado las carreteras principales y no las secundarias, en cualquier caso demostraría ser cierta. No era capaz de distinguir ni un solo camino bajo el manto de nieve.
Todo irá bien, se dijo a sí mismo en silencio, aunque tampoco estaba seguro de creer sus propias palabras.
No se había dado cuenta de lo lejos que habían llegado por aquella carretera. En cualquier caso, se le hizo muy largo el camino de vuelta hasta la bifurcación que habían descartado al principio porque les había parecido demasiado estrecha. No habían tenido ninguna otra posibilidad de elegir antes de ese punto.
—Estamos tardando demasiado —profirió John entre dientes.
Tomaron el camino en cuestión, que los condujo por un paisaje amplio, sin árboles y lleno de colinas.
—Las turberas son las primeras estribaciones que se encuentran por aquí —dijo el ex policía con una maldición—. Los pantanos que Sherman ha mencionado. Hemos ido demasiado hacia el sur, debería haberme dado cuenta antes.
Frenó justo donde se bifurcaba el camino, en una pequeña intersección. Podían continuar conduciendo en línea recta, hacia la derecha o hacia la izquierda.
—¡Mierda! —exclamó Samson.
—Bueno, ¿y ahora qué? —preguntó John—. ¿Lanzamos una moneda al aire a ver qué sale? —Miró a su alrededor para intentar orientarse—. Sherman ha dicho que la cabaña estaba al borde de una zona boscosa, lo que no deja de ser lógico. El padre de Caine construyó la cabaña con sus propias manos. De este modo no tuvo que arrastrar los troncos de árbol durante varios kilómetros, por valles y montañas. ¿Dónde hay bosques?
Los dos hombres salieron del coche. El viento era todavía más fuerte y tuvieron la impresión de que aún hacía más frío que antes.
—¡Maldita sea, qué frío! —se quejó John. Se echó el aliento en las manos ante la sensación de que se le habían congelado en cuestión de un segundo. Esperaba que, si Gillian estaba en algún lugar de ese inmenso paraje, no estuviera al aire libre, sin un techo en el que poder refugiarse. Era fácil morir de frío en una noche como esa.
—Ahí, al fondo —dijo Samson mientras señalaba en dirección norte—. ¡Creo que hay un bosque cerca del horizonte!
John tuvo que admitir que, en efecto, la franja algo más oscura que se divisaba a lo lejos bien podía ser un bosque. Eso significaría que tenían que continuar en línea recta. Tanto hacia el oeste como hacia el este, no consiguieron reconocer nada, lo que por otra parte tampoco significaba necesariamente que no hubiera bosques en esas direcciones. El terreno tenía muchas más colinas y, por consiguiente, resultaría más difícil verlos. Había una elevación considerable relativamente cerca y no era posible divisar lo que había detrás.
—Sigamos en línea recta —decidió John—. Tal vez tenga razón, Samson, y haya un bosque ahí al fondo. Al fin y al cabo, no podemos ver lo que hay en las otras direcciones, por lo que tendremos que seguir contentándonos con los más mínimos puntos de referencia que podamos encontrar. ¡Adelante, pues!
Subieron al coche de nuevo y continuaron conduciendo.
Tenían una mínima posibilidad de acertar.
13
En algún momento llegó a quedarse dormida, a pesar de haber querido evitarlo bajo cualquier circunstancia. Se despertó sobresaltada de un sueño confuso y quiso incorporarse, aunque lo evitó el dolor que se había adueñado de todo su cuerpo. ¿Qué le pasaba? Le dolía todo, hasta el último hueso, músculo y tendón. Soltó un leve gemido antes de que su mente adormilada se diera cuenta de repente de que no había sucumbido a ninguna misteriosa enfermedad. Era la postura crispada que había mantenido en el asiento de atrás del coche la que le provocaba ese dolor. Y el frío atroz, por supuesto. Tuvo la impresión de haberse quedado literalmente tiesa de frío. No podía quedarse dormida de nuevo, no podía permitírselo de ningún modo. Era peligroso. Había tenido suerte de que algo la hubiera despertado.
¿Algo? El sueño, quizá. Se había enfrentado a su madre y Lucy había hablado con ella. Sin embargo, le había hablado en voz tan baja que no había logrado comprender nada en absoluto. Solo había podido leerle los labios y había luchado desesperadamente por pescar al vuelo alguna palabra suelta. Pero no lo había conseguido. Le había suplicado que hablara más alto, pero Lucy se había limitado a sonreír sin preocuparse de los ruegos de su hija. Tara se había vuelto loca imaginando que tal vez le estuviera diciendo algo muy importante, algo que respondiera a todas sus preguntas pero que se había perdido solo porque no había sabido comprender a su madre. El corazón se le había acelerado y se despertó de repente.
Le pasó por la cabeza la idea de que su difunta madre se le había aparecido en sueños para salvarla de morir congelada. ¿Era posible? Sería la primera vez que ella hacía algo así por su hija. Tara no sabía si le gustaba esa idea. Llevaba años esperando que Lucy se comportara como una madre, pero no estaba segura de seguir deseándolo todavía.
No, no lo quiero, decidió antes de incorporarse con dificultad, intentando ignorar el dolor que sentía por todo el cuerpo.
Entonces fue cuando vio a Gillian.
Estaba a unos diez pasos del coche. La verdad es que no la reconoció a simple vista, se limitó a divisar una figura oscura entre el blanco de la nieve y la luz de la luna. Estaba quieta, de pie, parecía estar observando el coche.
Solo podía ser Gillian. ¿Quién, si no, estaría merodeando de noche por ese lugar tan solitario?
Se desveló de repente. Volvió a hundirse sobre el asiento con cuidado. Se preguntó si Gillian la habría visto, o si habría percibido algún movimiento dentro del coche. No había demostrado ninguna reacción. Debido al dolor y a lo ateridos que tenía los huesos, Tara se había incorporado muy lentamente y solo se había levantado un poco por encima del asiento, por lo que era posible que no se hubiera dejado ver desde fuera.
Maldita sea, maldita sea, ¡maldita sea! Le horrorizó pensar que podría haber estado durmiendo todavía. Gillian habría podido reducirla fácilmente y todo habría acabado.
¿Cómo demonios había conseguido salir de la cabaña? Estaba tan bien cerrada que era prácticamente imposible entrar o salir de ella cuando todo estaba bajo llave. La única posibilidad que le pareció imaginable fue que Gillian hubiera encontrado alguna herramienta que habría podido utilizar para romper una cerradura o forzar los postigos de las ventanas. Pero en la cabaña no había nada, absolutamente nada. Tara la había vaciado por completo muchos años atrás. Ni un cubierto, ni un abrebotellas, ni siquiera un cepillo de dientes, nada. Gillian únicamente disponía de dos llaves. Para Tara era un verdadero enigma cómo había podido escapar de la cabaña.
Las llaves. La del coche. En ese momento la tenía al alcance de la mano. Si conseguía neutralizar a Gillian, Tara tendría de nuevo la llave y podría, por fin, abandonar ese inhóspito lugar. Sintió un hormigueo por todo el cuerpo con solo imaginar que podría arrancar el motor y poner la calefacción a tope. Lo deseaba tanto que se habría echado a llorar.
No obstante, tenía que mantener la cabeza clara. Intentó coger la pistola, pero había ido a parar bajo el asiento, tan hacia delante que no conseguía encontrarla. Daba igual, tampoco tenía tanta puntería, solo acertaba cuando disparaba a bocajarro. Aún tenía la navaja en la mano, aunque no podía excluir la posibilidad de que Gillian también estuviera armada; al fin y al cabo, había utilizado algo para salir de su prisión. Además, la posición de Tara en el asiento de atrás no era especialmente favorable. Si Gillian miraba dentro del coche antes de subir…
Con cuidado, Tara tiró de la manta, la extendió sobre el asiento y sobre sí misma y se aplanó tanto como pudo sobre la tapicería. Por supuesto, la manta había quedado en el maletero. Pero dudó que en esos momentos Gillian acertara a fijarse en ese pequeño detalle. Además, Tara gozaba de una leve ventaja, puesto que ella sí sabía dónde estaba Gillian, mientras que esta no tenía ni idea del paradero de la mujer que la acechaba. Probablemente suponía que la fiscal habría emprendido una larga y fatigosa caminata por Peak District en dirección a Mánchester.
Tara se estremeció al oír de repente un ruido metálico en el coche. ¿Qué había sido eso? Sin embargo, se relajó de nuevo enseguida. Gillian había accionado el mando a distancia de la llave para abrir las puertas. Tara sonrió. Menos mal que había cerrado el coche por dentro. Gillian supondría que el coche habría estado todo el tiempo cerrado con llave. Le parecería imposible que Tara pudiera encontrarse en el interior del vehículo.
Vamos, susurró en silencio, entra. Siéntate al volante. Arranca.
Oyó el crujido de unos pasos sobre la nieve y contuvo el aliento. Se fundió con el asiento y con aquella enorme manta arrugada. Se volvió diminuta. Invisible.
La puerta del conductor se abrió.
Tara tenía la navaja en una mano y el lazo de alambre en la otra.
14
Esa vez había recorrido el camino más rápido; estaba más agotada, pero la impulsaba el miedo. Gillian respiró hondo al ver el coche. No se sorprendió de haberlo encontrado, ¿cómo podría habérselo llevado Tara? No obstante, sus pasos se volvieron más lentos y cautos. Puesto que no había visto a Tara en todo el trayecto, había llegado a la conclusión de que había descartado la posibilidad de regresar a la cabaña para recoger la llave. Probablemente se había puesto en camino a pie.
Examinó atentamente el coche durante un rato desde una distancia prudencial. Vio muchas huellas en la nieve y pensó que probablemente serían suyas y de Tara, de cuando habían dejado el coche por la tarde. Sin embargo, también podían ser huellas recientes de Tara. Pensó que sin duda había sido frente al coche cuando se había dado cuenta de que no tenía la llave. Gillian imaginó lo nerviosa que debía de haber revuelto el bolso, al final casi presa del pánico. Tenía que haber sido un momento terrible para ella: tan cerca de su objetivo y a la vez tan desamparada.
No se oía ni se movía nada, por lo que al final apuntó con la llave hacia el coche y pulsó el botón. Las luces parpadearon un segundo y se abrieron los seguros de las puertas. Gillian sabía que de no haber estado cerradas, el ruido habría sonado de otro modo. Bien. Entretanto nadie había abierto el coche.
Se acercó poco a poco.
Cuando llegó frente a la puerta del conductor, echó una ojeada al interior del vehículo. Había pensado que sería necesario utilizar la linterna, pero el cielo se había despejado y la luz de la luna, reflejada en la nieve que cubría el paisaje, ofrecía una claridad suficiente.
El coche estaba vacío. En el asiento trasero estaba la manta de lana, formando grandes arrugas.
Gillian abrió la puerta.
Se sacudió la nieve de las botas mientras subía al coche. Se sentó frente al volante y metió la llave en el contacto tras dos intentos infructuosos, puesto que tenía los dedos rígidos por culpa del frío. Por fin, al tercer intento la llave entró temblorosa en el contacto y le dio la vuelta. El motor arrancó con un renqueo y enseguida volvió a pararse.
El frío, probablemente. Tara ya le había dicho alguna vez que a su coche le costaba arrancar cuando hacía mucho frío.
¡Vamos, arranca!
El segundo intento también falló. Sabía por experiencia que en esos casos lo mejor es esperar un minuto. Con su coche, eso funcionaba la mayoría de las veces. Se recostó en el asiento e intentó calmarse. El cuerpo le temblaba de arriba abajo debido a la tensión. Casi lo había conseguido. Había escapado de la situación más peligrosa y crítica de toda su vida hasta entonces. Solo le quedaba arrancar el coche y se habría salvado.
¡Deja de temblar! ¡Lo has logrado!
No conseguía liberarse de la sensación de peligro. Había algo que seguía acelerándole el corazón, le mandaba escalofríos por los brazos y descargas de adrenalina por todo el cuerpo. Era casi peor que antes. Mientras había estado ahí fuera, frente al coche, el miedo y el horror no la habían atormentado de un modo tan increíble.
¡No te pongas histérica!
Se disponía a inclinarse hacia delante de nuevo para intentar arrancar el motor por tercera vez cuando de repente se dio cuenta de qué era. Su instinto ya le había advertido, pero su cerebro había tardado un poco más: la manta. Aquella vieja y áspera manta de lana. La habían dejado en el maletero.
¡No podía estar en el asiento de atrás!
Abrió la puerta del coche e intentó ponerse a salvo saltando hacia fuera, rápida como un rayo. Al mismo tiempo, una sombra llenó de repente la superficie del retrovisor. Gillian tardó demasiado, apenas una fracción de segundo, pero incluso eso fue suficiente para que el lazo de alambre pasara por su cabeza. Sintió un dolor horrible cuando el alambre se hundió en la piel de su cuello. El tirón fue tan potente que Gillian, en lugar de huir hacia fuera, volvió a caer sobre la tapicería. Presa del pánico, se agarró con las dos manos al alambre que la estrangulaba y amenazaba con aplastarle la laringe mientras soltaba un grito sordo y desesperado de asfixia.
—Quieta —ordenó Tara. Su voz sonó tranquila, casi afable incluso—. ¡Quieta o te estrangularás tú sola!
Gillian se sometió y la presión remitió un poco. Volvió a recibir algo de aire, pero el dolor de la garganta seguía siendo horrible. Tara había tensado tanto el alambre que se le había hundido en la piel del cuello. Probablemente le dejaría una marca que seguiría visible durante varias semanas.
Eso si seguía viviendo.
Quedó amarrada al reposacabezas y su cuerpo se vio obligado a permanecer en el asiento. Mientras se retorcía para poder respirar mejor, por dentro se reprochaba por haber sido tan inmensamente idiota. Mientras había estado fuera intentando ponderar todas las posibilidades, a partir del hecho de que las puertas del coche se habían desbloqueado con el mando a distancia había deducido que Tara lo había cerrado cuando lo había dejado allí. Había llegado a la conclusión de que Tara no podía estar dentro del coche, porque sin llave no habría podido abrirlo. La posibilidad de que el coche hubiera estado abierto y Tara hubiera podido meterse dentro, de que hubiera podido cerrar las puertas desde el interior, no se le había ocurrido. Simplemente no había tenido en cuenta esa variante. Su cerebro no la había procesado por culpa del agotamiento extremo. Había visto la manta de lana en el asiento de atrás y ni siquiera se había encendido la luz de alarma.
¡Tonta, tonta, tonta!, gimió por dentro.
—Sí, ha sido una estupidez —concedió Tara, como si hubiera podido leerle el pensamiento—. A veces caemos en las trampas más simples. Pero no debe importarte, le ha pasado a más gente.
Gillian necesitaba toser. El dolor en la laringe le llegaba hasta la nuca, hasta los hombros. Pero también notaba la desolladura en la garganta. Tara había tirado del alambre con tanta violencia que tenía la impresión de que podía sentirse afortunada de que no la hubiera decapitado al instante.
—¿Qu…? —intentó decir con la voz ronca.
—No deberías intentar hablar —le advirtió Tara.
Gillian oyó cómo Tara abría la navaja. A continuación, notó el tacto frío del filo de la hoja por debajo de la oreja derecha. Hizo un movimiento desesperado, pero lo pagó de inmediato con otro fuerte tirón del alambre, que se hundió de nuevo en su piel. Soltó un lamento de dolor y recuperó la posición anterior enseguida.
—Buena chica —dijo Tara—. Aprendes rápido. No intentes nada, es mejor que seas prudente. No podrás hacer nada.
—¿Qu…? —intentó decir Gillian de nuevo.
—Quequequeque —la imitó Tara. Con la hoja de la navaja, se puso a juguetear con el lóbulo de la oreja de Gillian—. Vamos, habla. ¿Qué es eso que quieres decirme?
Gillian sintió el peso plomizo de la desesperación sobre sus hombros. Se había esforzado mucho por luchar y, sin embargo, había perdido.
A pesar del dolor que sentía en la garganta, finalmente consiguió articular unas cuantas palabras inteligibles.
—¿Por… qué? —preguntó. Su voz sonó como si tuviera las amígdalas purulentas—. ¿Por qué… yo?
—Sí, ¿por qué tú? —repitió Tara—. ¿Con todo lo que te he contado acerca de mí no se te ocurre por qué? ¿Todavía no lo has entendido? ¿Los errores que has cometido? ¿Cuál ha sido tu error imperdonable?
Gillian no dijo nada.
Lo comprendió en ese preciso instante. El error que en la mente enfermiza de Tara debía parecer una repetición de su propia historia.
—John —contestó.
Tara la tocó con la hoja de la navaja casi con suavidad.
—Correcto. John. Él ha sido tu error.
Gillian tosió de nuevo.
—Creo… que John… es inocente —prosiguió—. Y… tu colega… el fiscal del caso… también lo creyó.
Tara soltó una exclamación despectiva.
—¿Tú sabes quién es ese colega? ¿El que se encargó del caso Burton en su momento?
—No.
—Pues yo sí. Es un petimetre. Un calzonazos. De la mañana a la noche solo le preocupa que su carrera transcurra sin dificultades. ¿Sabes? Todos nosotros nos aseguramos en la medida de lo posible antes de presentar una acusación. A nadie le gusta perder un juicio. Pero al fin y al cabo tampoco podemos saberlo al cien por cien. No sabemos qué estrategia utilizará el abogado defensor, los testigos que aportará o los giros imprevisibles que puede llegar a dar el caso. No sabemos qué decidirá el juez. Siempre corremos un cierto riesgo. Y a algunos nos gusta ese riesgo, pero a otros no les gusta tanto. Burton tuvo suerte. Al tipo al que le tocó el caso se le conoce por el número especialmente reducido de casos para los que acaba presentando la acusación. Si no le sirven una confesión en bandeja no es capaz de reunir el valor necesario para salir de su refugio y exponerse a perder un juicio. En el caso de Burton había muchas cosas por aclarar. ¿Comprendes? No significa nada el hecho de que el caso no terminara en demanda, absolutamente nada. Sobre todo si tenemos en cuenta quién fue el fiscal del caso.
—Pero…
—¡No hay peros que valgan! —La voz de Tara sonó cortante—. ¿Ibas a decir que no lo sabías? ¡Olvídalo! Tienes una hija, una niña indefensa. ¿Y vas y te fías de un tipo acusado de un delito sexual? ¿Te arriesgarías a meter en vuestra casa a un tipo así? ¿Solo porque no aguantabas más a tu marido, porque no sabes estar sin un hombre? Estabas jugando con la inocencia, con la virginidad física y espiritual de tu hija. ¿Tú crees que eso es normal?
—Yo…
—¡Sí, yoyoyoyo! Solo piensas en ti misma. Te lanzaste a sus brazos y dejaste de lado cualquier reparo. Todo lo veías maravilloso. ¡No debe de haber hecho nada! La chica que lo denunció debió de mentir. ¡Seguro que es inocente! ¿Sabes, Gillian? Eso solo es capaz de hacerlo una mujer que no sea responsable más que de sí misma. Y ni siquiera en ese caso soy capaz de comprenderlo, ¡por favor! Además estaba Becky. Me propuse firmemente salvar a Becky. No tiene por qué sufrir lo mismo que sufrí yo. Jamás.
Gillian tosió de nuevo. Su voz se normalizó un poco, pero le ardía la garganta.
—¿Lo sabías antes de Navidad? —preguntó Gillian. No le había contado nada acerca de los antecedentes de John hasta después del Año Nuevo, pero poco después de Navidad la que había sido su amiga ya había intentado asesinarla una vez. Y había matado a Tom, que no había tenido la culpa de nada. Era horrible, perverso. Una mujer dominada por un ataque de locura homicida. Y nadie, absolutamente nadie había sospechado nada. Ni siquiera el atisbo de una sospecha había llegado a recaer sobre la fiscal. Habían investigado en todas las direcciones posibles pero ella había podido dar rienda suelta a su odio y a sus ansias de venganza.
—Al oír el nombre de Burton, mi cabeza hizo un clic. No pude comprobarlo enseguida, porque todavía estaba en Mánchester cuando sucedió todo, pero sabía que había oído ese nombre en relación con un sumario. No me costó mucho conseguir su expediente. Por lo demás, de inmediato me di cuenta de que tú estabas al corriente. No sabes mentir, Gillian. Cuando por fin me contaste la verdad, fingí que me horrorizaba. Pero lo sabía desde hacía tiempo.
Gillian tosió una vez más. Le habría gustado que la bola de fuego que tenía en la garganta se disolviera de una vez, deseó poder sustituirla por una bola de nieve.
—Tara, no sigas por este camino, por favor. Ya ha muerto demasiada gente inocente. Esas dos ancianas, la de Londres y la de Tunbridge… el hecho de que fracasaran no justifica que tuvieran que morir. Y Tom no le había hecho nada malo a nadie. Pero después de lo que me has contado acerca de tu infancia… comprendo que solo hayas visto esa salida. De verdad que lo comprendo.
—¿Ah, sí?
—Sí —dijo Gillian, desesperada. Se dio cuenta de que ella no la creía, pero en ese momento tampoco estaba mintiendo. Tara había pasado por el peor de los infiernos que puede llegar a sufrir una niña. Nadie la había ayudado, ni su madre, ni nadie de su entorno, a pesar de que podrían haber notado el cambio de carácter de la chiquilla, que sin duda tuvo lugar. No habían dicho nada ni los vecinos, ni los padres de sus amigas. Gillian no había notado el frío odio que había crecido en su amiga, aquellas ansias de sangre, aquella crueldad sin límites.
Lo que sí percibía entonces era la desesperación abismal de una niña desamparada.
—Yo declararía en tu favor, Tara. Cualquier juez que oiga tu historia…
—¿… me dejará en libertad? ¡Qué ingenua eres, Gillian! Es evidente que me encerrarán si consiguen atraparme. Dirán que desde luego había pasado por algo horrible, pero que a fin de cuentas dejarme libre sería como abandonar una bomba de relojería. ¿No te parece gracioso? Roslin no acabó en chirona. Mi madre tampoco. Burton anda suelto por ahí. El Caritativo al final tampoco recibirá su castigo porque Liza, esa pobre atontada, seguramente no se atreverá a denunciarlo. Pero a mí… a mí seguro que me atrapan. Pasaré el resto de mis días entre rejas. ¡Así es la justicia en este mundo! Y no estoy dispuesta a aceptarlo.
La presión del alambre en el cuello de Gillian aumentó.
Cerró un momento los ojos, desanimada y sin la más remota idea de lo que podía decirle a Tara. Cuando volvió a abrirlos, a lo lejos creyó ver una luz durante un segundo. Había desaparecido de nuevo enseguida, pero antes de que Gillian pudiera rechazar aquella imagen como una ilusión de su cerebro sobreexcitado, apareció de nuevo. En esa ocasión, el resplandor duró un poco más antes de desaparecer otra vez. Y volvió a aparecer de nuevo.
Gillian fijó los ojos en la noche, como si quisiera atravesar literalmente la oscuridad con la mirada. No podía ser, ¿verdad? Probablemente se trataba de algún fenómeno físico, la luz de las estrellas reflejada en la nieve o algo parecido. En condiciones normales habría creído que se trataba de los faros de un coche que se acercaba, cuyo brillo apenas era visible a causa de los altibajos del paisaje, lleno de colinas. Pero era absurdo. Sin duda debía de haber cazadores por la zona, o guardabosques, incluso era posible que algún que otro excursionista. Pero no a esas horas de la noche. Ni siquiera las parejitas jóvenes con ganas de entregarse al placer sin ser molestados acudirían en invierno a un lugar tan remoto como ese.
No te hagas ilusiones. No es posible que sea un coche. Estás completamente sola con esta demente, con un alambre en el cuello y una navaja en la mejilla. Estás metida en una situación difícil y esto es el fin.
Volvió a cerrar los ojos y los abrió de nuevo como si quisiera enfrentarse a ese pensamiento destructivo mediante la repetición de lo que acababa de ver. Y, efectivamente, funcionó. Ahí estaba la luz. En ese momento incluso llegó a divisar que se trataba de dos luces y no una. Sin duda era un coche que pasaba por allí a pesar de que era de noche.
Y se acercaba.
Era evidente que Tara no se había dado cuenta. Le contaba algo que Gillian no fue capaz de comprender y de repente dijo:
—Bueno. Ha llegado la hora. —Acompañó las palabras con un tirón del lazo.
Gillian soltó un lamento de dolor.
—No quería hacerlo yo misma —dijo Tara—. Fuiste mi amiga durante años, Gillian, pero ahora te has convertido en un peligro para mí. Habría preferido que hubieras muerto en la cabaña, pero después de haber escapado de allí… No tengo elección, tengo que deshacerme de ti. No quiero ir a la cárcel. ¿Comprendes?
—Sí.
—Bien. Salgamos del coche. Poco a poco.
Gillian pensó desesperadamente la manera de ganar tiempo. Alguien se acercaba por la carretera y, con un poco de suerte, si no le daba por desviarse en otra dirección, quienquiera que fuera ese conductor llegaría hasta donde estaban ellas en cuestión de diez minutos. Seguro que le extrañaría ver un coche allí detenido. Supondría que alguien había tenido una avería y pararía para preguntarlo.
¡Qué estúpido sería que me encontrara ya muerta!
Tenía que haber algún tema con el que pudiera enredar a Tara en otra conversación.
Tengo que hacerle preguntas, pensó, preguntas acerca de cómo era antes. Una persona con una historia como la suya debe de tener ganas de explicarse y de justificar sus actos.
Se le ocurrió una idea y se agarró a ella como a un clavo ardiendo. Tara le había contado cómo había matado a su madre: le había metido un paño de cocina por la boca después de haberle tapado la nariz con precinto adhesivo. Había dejado que muriera asfixiada. Y luego la había arrastrado hasta la que fue su habitación cuando era niña. Hasta el lugar donde su padrastro había cometido aquellos crímenes con ella.
La imagen del paño de cocina había sido el desencadenante del asesinato.
—Me gustaría saber una cosa, Tara —dijo Gillian. Y rápidamente, antes de que esta pudiera interrumpirla, prosiguió—: Ese paño de cocina con el que… bueno, el que tu madre…
—¿El que utilicé para asfixiarla? ¿Y a las otras dos mujeres?
Gillian respiró hondo.
—Sí, ese. ¿Cómo… cómo se te ocurrió? ¿Fue por casualidad?
Como si eso fuera importante. Pero cada segundo que pudiera ganar podía ser decisivo. Vio la luz una vez más. Estaba claramente más cerca. Hasta el momento, el coche no había cambiado de dirección.
—¿Casualidad? No hay nada en toda esa historia que fuera casualidad —dijo Tara en tono despectivo—. Aunque en el caso de Thomas… sí fue una coincidencia que estuviera en el lugar erróneo y en el momento erróneo. En realidad no tenía nada contra él.
—El paño de cocina —le recordó Gillian.
—Ah, sí. El paño de cocina. ¿No lo he mencionado ya? —Su voz sonó impasible. Ese tono de voz artificialmente sereno que había utilizado durante todo el día—. Mi madre siempre fue muy buena ama de casa. Siempre estaba limpiando y fregando una cosa u otra. «Podríamos comer en el suelo», le gustaba decir. Era importante para ella tener la casa arreglada, reluciente. Con tapetes de ganchillo y cortinas que cosía ella misma. Con violetas africanas en maceteros blancos de porcelana floreada. Sí, tenía ese tipo de cosas por todas partes. Igual que esos paños de cuadros. Para poder limpiar hasta la última mota de polvo o mancha de suciedad que pudiera encontrar. —Se detuvo y reflexionó un momento. Gillian tuvo la impresión de que elegía las palabras con cuidado para que le hicieran justicia a su madre. Era jurista. Estaba acostumbrada a no lanzar acusaciones a la ligera que luego pudieran utilizarse en su contra—. No me atrevería a asegurar que no se mostrara tan pulcra por obligación y, aunque era un rasgo de su carácter, durante los años que pasó con Ted se volvió más meticulosa aún. Más adelante, eso me hizo pensar…
—¿Sí? —insistió Gillian al ver que Tara se detenía. ¡Habla!
—Eso me hizo pensar que esa fue su manera de procesar todo lo que había ocurrido. Eliminar la suciedad que Ted había traído a nuestra familia y sobre la que estaba al corriente. Su respuesta fue mantener la casa condenadamente limpia, por eso cuando esa noche vi el paño de cocina, pensé…
Gillian no se atrevía a hablar de nuevo. Vio que Tara estaba temblando, lo notó por las dolorosas sacudidas que daba el alambre en su garganta.
—Pensé: ojalá te ahogues con su propia falacia —prosiguió— y a continuación… bueno, pues lo hice. La asfixié con el trapo.
De repente enderezó la espalda, Gillian lo supo porque notó otro fuerte tirón en el cuello.
—Un coche —dijo con perplejidad—. ¡Mierda!
15
—Son ellas —afirmó John mientras frenaba bruscamente. Lo primero que sintió en cuanto descubrió a las dos mujeres fue un alivio sobrecogedor, aunque se mezcló enseguida con el horror de la situación crítica en la que se encontraban: habían salido del coche y estaban en medio de la carretera. Tara iba justo detrás de Gillian y la amenazaba con una navaja en el cuello. Gillian parecía paralizada por el miedo.
—¡Dios mío! —exclamó Samson.
John apagó el motor, pero dejó los faros del coche encendidos.
—Quédese aquí en el coche —le ordenó a Samson—. ¿Comprendido?
—Sí. ¿A… adónde va?
John había abierto la puerta del coche.
—Quiero hablar con Tara Caine. Y se lo repito: ¡no se mueva de aquí!
El hombre asintió. Con los ojos muy abiertos, contempló la imagen que le ofrecía el parabrisas. Parecía completamente trastornado. John tenía la esperanza de que le haría caso y se quedaría en el vehículo. No cabía duda de que Samson tenía una especie de don para cometer errores en el peor momento y de que en una situación como aquella podía provocar un desastre de serias consecuencias.
John salió y dio unos cuantos pasos prudentes en dirección a las dos mujeres. A la luz de la luna y siempre inmerso en el cono de luz de los faros del coche, pudo verlo todo con una claridad brutal. Lo que Tara Caine tenía en la mano era una navaja y, al acercarse más, vio también por qué Gillian alargaba tanto el cuello y mantenía la cabeza tan rígida: Tara la agarraba con un lazo de alambre. Pudo imaginar lo doloroso que debía de resultar el corte del alambre en la piel, puesto que Gillian se mantenía absolutamente inmóvil para no agudizar todavía más el dolor. Estaba totalmente indefensa. No tenía ninguna posibilidad de liberarse por sus propios medios.
Sin embargo, no parecía que Tara tuviera en la mano la pistola con la que había disparado a Thomas Ward. No podría matarlo de un tiro tan fácilmente.
—Ni un paso más, Burton —ordenó Tara. Su voz sonó clara y llena de autoridad. Lo tenía todo bajo control, al menos parecía convencida de ello. John de repente la imaginó en la sala de audiencias. Probablemente mantenía aquella misma actitud, la que tiene alguien que está seguro de su éxito. John consideró si Tara realmente tenía motivos para sentirse de ese modo y llegó a la conclusión de que, por desgracia, sí los tenía. Por lo menos de momento, tenía las mejores cartas en la mano.
Decidió quedarse quieto.
—¿Qué quiere? —preguntó él.
—¿Qué le hace pensar que quiero algo? —replicó Tara.
—Podemos pasarnos horas enteras así, uno frente al otro. Pero probablemente no sacaría nada de eso.
—Puedo matar a su amiga en cualquier momento. Créame, no podría evitarlo.
—Seguro que no, pero ¿qué conseguiría con ello? Medio segundo después yo la habría reducido y habría acabado todo para usted. No es que sea una perspectiva muy prometedora, en mi opinión.
Gillian soltó un leve gemido de dolor. John había percibido el movimiento, Tara le había dado un tirón al lazo de alambre. Estaba claro que Gillian tendría que sufrir incluso si la victoria era dialéctica. John se dio cuenta de que involuntariamente había formado un puño con la mano. Caine era brutal, no tenía escrúpulos. Era altamente peligrosa.
La miró fijamente mientras esperaba.
—La llave del coche —dijo Tara—. Me gustaría que me la lanzara a los pies, para que yo pueda recogerla.
—¿La llave del coche?
—La llave del coche y el teléfono móvil. No tengo ni idea de si hay cobertura por aquí, pero no quiero que llame a la bofia tan pronto como le dé la espalda.
John comprendió lo que se proponía.
—Quiere huir con mi coche, llevarse a Gillian y dejarme aquí solo.
—Muy listo. De todos modos tendrá mi coche para resguardarse un poco del viento. Sin llave, claro. Ya la he conseguido. Hay un buen trecho a pie hasta Mánchester y lo más probable es que se perdiera por el camino. Pero es posible que alguien pase por aquí y lo lleve en coche. Aunque en esta época del año estos parajes están condenadamente desiertos.
—¿Y cree en serio que se saldrá con la suya? —preguntó él en voz baja. La está buscando la policía de todo el país, fiscal Caine. Han encontrado a su madre y usted es la principal sospechosa. Usted es del ramo, ya sabe que su situación solo mejorará si lo deja ahora mismo. Si suelta a Gillian.
—No me venga con esas —dijo Tara con frialdad—. Con todo lo que he hecho… Yo no tengo tanta suerte como usted, Burton. En mi caso sí podrán demostrar las acusaciones y no se encargará de ello el tipo más inútil de toda la fiscalía londinense. Fue así como usted salió indemne. En mi caso será distinto.
—Yo no había cometido ningún delito.
—Afirmarlo repetidamente no lo convertirá en verdad.
John reflexionó un momento.
—Le propongo algo, señora Caine. Ya debe de haberse dado cuenta de que necesita un rehén para tener una mínima posibilidad de salir de esta situación tan precaria. Gillian tiene una hija que ya ha perdido a su padre. Por favor, no le arrebate también a la madre. Suéltela y tómeme a mí como rehén en su lugar.
Quiso intentarlo, a pesar de las pocas esperanzas que albergaba al respecto. Pero Tara era astuta. El mero hecho de realizar el intercambio de noche y en esa carretera solitaria era demasiado arriesgado. Además, Gillian era mucho más fácil de controlar. John le sacaba una cabeza en altura y había sido policía, por no hablar de que era deportista y estaba en forma. No estaba ni la mitad de agotado y amedrentado que Gillian. Era un enemigo mucho más peligroso y ella lo sabía.
—¡El móvil! —gritó Tara en lugar de responder a la pregunta de John—. ¡Y la llave!
John se sacó el móvil del bolsillo de los pantalones, se agachó, lo dejó en el suelo y lo empujó hacia las dos mujeres. El aparato se deslizó por la capa de hielo que recubría el suelo hasta detenerse frente al pie derecho de Tara.
—Muy bien. ¡La llave!
John se puso de pie de nuevo.
—La he dejado puesta.
—Entonces, cójala. No voy a subir al maldito coche sin haberme asegurado de que no me ha mentido. ¡Deme la llave!
Él retrocedió hasta el coche.
Tara todavía no se ha dado cuenta de que hay alguien más dentro, pensó John, de lo contrario ya lo habría obligado a bajar con la llave. Claro, los faros del coche la cegaban. No puede ver nada de lo que hay detrás.
Pensó si podía sacar partido de esa ventaja. El hecho de que Tara Caine creyera tener un único adversario, a pesar de que en realidad fueran dos, podía ser un as en la manga. Ojalá el as no hubiera sido Samson Segal.
Cuando estuvo junto al coche, se dio la vuelta y abrió la puerta del conductor. En el último segundo tuvo que reprimir una exclamación de sorpresa: el asiento del pasajero estaba vacío.
Con un rápido vistazo constató que el asiento trasero estaba igualmente vacío, igual que el maletero.
Samson Segal había salido del coche. Por detrás, sin duda. John no lo habría creído capaz de hacerlo. Debía de haber descubierto el botón para desbloquear las puertas que estaba junto al volante y debía de haberlo pulsado, seguramente se había arrastrado hacia la parte trasera del coche, había abierto un poco el maletero y había salido a hurtadillas.
¿Y ahora qué? ¿Qué se proponía?
John sintió una gran inquietud. Había un par de arbustos a ambos lados de la carretera y, pese a no tener hojas en esa época del año, estaban cubiertos por una gruesa capa de nieve. Debía de haberse escondido por detrás, John no era capaz de imaginar otra opción.
Eso podía salir condenadamente mal.
Le había dicho que no se moviera, pensó, furioso. Cuando lo atrape, se va a enterar.
—¿Tardará mucho? —gritó Tara.
John quitó la llave del contacto.
Temía que Samson estuviera pensando en cometer una locura. Era el peor momento imaginable para que se hiciera el héroe. Estaba desesperadamente enamorado de Gillian y, sin duda alguna, estaba lo suficientemente loco como para intentar erigirse como su salvador, aunque en realidad cualquier intento estuviera destinado al fracaso.
No debería haberlo traído aquí conmigo. Ha sido una mala idea desde el principio.
Con la llave en la mano, se acercó poco a poco a las dos mujeres. Le habría gustado volver la mirada a derecha e izquierda para intentar ver a Samson y poder hacerse una idea de lo que planeaba, pero no se atrevió. Tara se habría dado cuenta de que buscaba algo o a alguien con la vista. No podía cometer el error de subestimar a Tara Caine.
—De acuerdo —convino John—, aquí tengo la llave.
—Démela. ¡Como ha hecho con el móvil!
Lanzó la llave para que se deslizara por encima de la nieve, pero apuntó de tal manera que quedara alejada del teléfono. No quería ponerle las cosas tan fáciles.
—¿Por casualidad no irá armado, ex poli? —preguntó Tara.
—No.
—¡Quítese la chaqueta y arrójela bien lejos de donde está!
John obedeció. Ella lo registró con la mirada, pero no encontró ningún bulto revelador en el jersey que indicara la presencia de una funda para pistola. Tuvo que darse por satisfecha con ello, puesto que las circunstancias no le permitían cachearlo más a fondo.
John observó cómo Tara se ponía en cuclillas muy despacio. Con el lazo de alambre obligaba a Gillian a que la acompañara en todos los movimientos mientras seguía amenazándola en el cuello con la navaja. Sin embargo, se acercaba un momento crítico para Tara. Solo tenía dos manos. Con una tenía que sostener el lazo. Con la otra, primero tenía que coger el móvil y metérselo en el bolsillo y luego tendría que contorsionarse bastante para alcanzar la llave. ¿Sostendría la navaja entre los dientes? ¿O con la otra mano? John sabía que era el momento de reducirla, porque no sería capaz de apuñalarla en un acto reflejo. Tal vez sería la única oportunidad que se le presentaría. John calculó la distancia que lo separaba de las dos mujeres. Demasiada. No sería lo suficientemente rápido.
Como si hubiera podido leerle el pensamiento, Tara se detuvo de repente antes de coger el teléfono.
—Atrás —ordenó—. ¡Hasta el coche! ¡Y enseguida!
La orden llegó acompañada de un tirón al lazo de alambre. Gillian gimió y se llevó instintivamente las dos manos a la garganta, aunque no logró meter ni un dedo entre el alambre y la piel. El lazo estaba demasiado tirante.
John no tuvo más remedio que obedecer. Poco a poco, retrocedió.
—Así está bien —dijo Tara cuando él llegó junto al coche. Con cuidado, agarró la navaja con la mano del lazo y utilizó la otra para recoger el móvil y metérselo en el bolsillo de la chaqueta.
A continuación intentó alcanzar la llave, aunque no lo consiguió. Estaba demasiado lejos.
En ese momento, John vio aparecer a Samson por detrás del Jaguar. Realmente había conseguido escabullirse por los arbustos sin que nadie se diera cuenta, había rodeado el coche y se encontraba ya a pocos pasos por detrás de las dos mujeres. Tenía la ventaja que John habría necesitado para reducir a Tara: por encima de todo, estaba lo suficientemente cerca. Y además de eso, ella ni siquiera sabía que Samson estaba allí. Con un poco de maña, incluso podría acercarse todavía más sin que ella se diera cuenta.
Con un poco de maña…
El término «maña» relacionado con Samson le pareció absurdo, pero John decidió aferrarse a esa mínima esperanza que, a pesar de todo, seguía existiendo. Él tampoco había podido hacer nada más que cumplir las órdenes de Tara y en ese momento estaba condenado a esperar lo que sucediera a continuación. Entretanto, Samson había empleado el tiempo para situarse en una posición más ventajosa. Tenía posibilidades de conseguirlo. No podía echar a perder esa oportunidad.
Tara se levantó de nuevo mientras obligaba a Gillian a hacer lo mismo.
Tuvo que moverse unos dos pasos hacia un lado para poder recoger la llave. John pudo ver la rabia en su rostro. Quedaba claro que se había dado cuenta de que John había apuntado mal a propósito.
Ahora, pensó John, ¡ahora!
Tal vez funcionó la telepatía, porque Samson echó a correr de repente. Él, que se caracterizaba por su comportamiento vacilante, titubeante e inseguro, se precipitó hacia delante con decisión. En menos de un segundo alcanzó a las dos mujeres, justo a tiempo, porque Tara oyó o intuyó el movimiento que tenía lugar a su espalda y se dio la vuelta. Samson chocó contra ella con tanto ímpetu que Tara ni siquiera tuvo tiempo de defenderse. Soltó a Gillian y cayó al suelo. Seguía con la navaja bien agarrada en la mano, en cuestión de un segundo podía imponerse al coraje de Samson y apuñalarlo entre las costillas, puesto que tras el golpe él se había quedado de piedra.
Sin embargo, John ya había tenido tiempo de llegar hasta allí. Empujó a Samson hacia un lado, apoyó una rodilla sobre el tórax de Tara y la desarmó con un único y hábil movimiento. A continuación se enderezó y la obligó a levantarse poco a poco mientras le agarraba un brazo a la espalda.
—Ni un movimiento en falso —la advirtió—, o le dolerá.
De repente, ella pareció aturdida, puesto que no dijo nada, ni tampoco ofreció ningún tipo de resistencia.
En un momento se vio derrotada y se sintió incapaz de imaginar siquiera la manera de cambiar esa situación.
No obstante, John no bajó la guardia ni un momento. No solo seguía siendo peligrosa, sino que además no tenía nada que perder.
—Y ahora, al coche —dijo John— y despacio. Paso a paso. Si hace lo que le diga, no tendré que hacerle daño, ¿de acuerdo?
Ella asintió.
A John le habría gustado preocuparse por Gillian, pero eso tendría que esperar. Lo primero era garantizar la seguridad de todos ellos. Con el rabillo del ojo pudo verla acurrucada en medio de la carretera, parecía tan conmocionada como Tara. Pero ella al menos había encontrado a alguien que la consolara: Samson estaba agachado a su lado y le acariciaba el pelo con torpeza. Ella no lloraba, pero tenía la cabeza apoyada en el hombro de él en un gesto que no demostraba tanta necesidad de protección como un agotamiento extremo.
El hombre parecía conmovido. Emocionado.
John se alegraba de todo corazón.
Tal vez ese fuera el gran momento de la vida de Samson Segal. Y se lo había ganado a pulso.