Viernes, 15 de enero

1

Eran casi las doce y media de la noche cuando John se despidió de Liza. Ella estaba frente a la ventana, mirando hacia abajo, y lo vio andar por la calle a la luz de las farolas. Le habría gustado que se hubiera quedado un poco más, pero no se había atrevido a pedírselo. Se había sentido segura cerca de él. John Burton no se dejaba intimidar, no quedaba desconcertado fácilmente y era capaz de defender su pellejo.

Sin embargo, no sabía con seguridad si podía confiar en él. No acababa de comprender cuál era el papel de ese hombre en toda esa historia. Había afirmado ser un investigador privado, pero ella se había dado cuenta de que, aparte de esa información, no había conseguido sonsacarle nada más. No contaba más de lo que quería decir. Ni una palabra más.

Tal vez acudiría directamente a la policía para revelar su paradero. Incluso podía ser que creyera que la ayudaría con ello.

Aunque, de hecho, no le había parecido un tipo ingenuo.

En cuanto lo perdió de vista, Liza se apartó de la ventana y corrió las cortinas. De repente ya no consideraba que aquel piso fuera un escondite, ya no tenía la sensación de tener un lugar en el que retirarse del mundo, en el que sentirse protegida. John Burton la había encontrado. Eso significaba que cualquiera podría hacerlo.

Tenía que buscarse otro alojamiento tan rápido como fuera posible.

Se sentó a la mesa del comedor y se tomó otro café. Había preparado varias tazas durante aquella noche en la que había estado contándole a John Burton, al que no conocía de nada, la historia del martirio que le había tocado vivir. Las humillaciones psicológicas con las que todo había empezado. La obsesión con la que su marido la había controlado. Los años durante los que, todavía sin violencia de por medio, ella había tenido cada vez más la sensación de que le faltaba el aire. Unos años durante los que tuvo que rendirle cuentas por cada paso que daba, por cada movimiento que hacía, incluso por lo que pensaba.

—No me dejaba decidir nada en absoluto. No me dejaba elegir los muebles, ni las cortinas, ni las alfombras, ni los cuadros de las paredes. Ni la vajilla que utilizábamos para comer, ni las flores que plantamos en el jardín. Ni los libros de las estanterías. Ni los vestidos que yo llevaba, ni siquiera la ropa interior, los productos cosméticos o el maquillaje. Ni los coches. Nada. Absolutamente nada. Es un perfeccionista patológico y todo, absolutamente todo, debe encajar en la imagen que él tiene de la casa perfecta, el jardín perfecto, la esposa perfecta, la vida perfecta.

Él le había hecho la pregunta inevitable:

—¿Por qué no lo ha dejado?

Ella había respondido en voz baja:

—Hay algo que los hombres como él hacen por encima de todo y de forma sutil: le roban a la víctima la seguridad que pueda tener en sí misma. Le destrozan el alma. Cuando te das cuenta, ya no tienes fuerzas para marcharte. Dejas de creer en ti misma. Dejas de creer que sea posible superar lo que se presente y te aferras a tu torturador porque primero te ha destruido y luego te ha convencido de que no puedes existir sin él.

John había asentido. Ella había agradecido que él no hubiera reaccionado con alguna trivialidad del tipo «pero una mujer guapa como usted encontraría a otro hombre enseguida».

Liza tuvo la impresión de que John había comprendido perfectamente lo que su marido había hecho con ella y con su alma.

—¿Cuándo empezó a pegarle? —preguntó John al fin.

Era evidente que sabía cómo había sucedido. Sabía cómo funcionaban esas cosas.

Ella lo recordaba perfectamente.

—Después de que naciera Finley. No entendía que hubiera más personas en mi vida aparte de él. Tener un hijo te da fuerzas. Cuando Finley nació me sentí más fuerte. No creo que me comportara de otro modo, pero tal vez se me notaba… algo más de paz interior, de felicidad. Era el amor que sentía por el pequeño. Con su sadismo, su control, sus ataques y sus agravios ya no conseguía herirme psicológicamente como antes. Con Finley construí una especie de pantalla protectora a mi alrededor. Eso debió de enfurecer a mi marido. Ya no tenía un control absoluto sobre mí. Y eso le resultaba insoportable.

Liza le había descrito lo difícil que había sido ocultar las heridas. Se ponía unas gafas de sol enormes, cada vez que le dejaba un ojo morado. Un labio partido significaba varios días sin poder salir de casa. En ocasiones había vivido parapetada durante semanas en aquella mansión.

Había notado que John Burton estaba furioso. No con ella, sino con los hombres como su marido. Aquellos que, con sus elaboraciones psicológicas y legitimidades, ponían a mujeres como ella en una situación de desamparo absoluto.

Había tenido la necesidad de describirle la complejidad del fenómeno, de explicarle por qué había soportado esa pesadilla sin resistirse.

—Tenía miedo. Por encima de todo, temía perder a Finley. Mi marido es poderoso e influyente. Siempre he pensado que yo tendría las de perder incluso si acudía tambaleándome a la policía gravemente herida para denunciarlo. ¿Sabe?, yo había recibido tratamiento por depresiones. Él habría sido capaz de conseguir que me declararan demente. Que alguien aportara pruebas de que me había autolesionado. Habría conseguido encerrarme en un psiquiátrico. No habría podido ver a mi hijo de nuevo.

—No es tan sencillo —dijo John—. Puede demostrarse si alguien se ha lesionado a sí mismo o si lo ha hecho otra persona. No creo que hubiera podido encerrarla en un psiquiátrico.

Ella se encogió de hombros.

—Siempre me amenazaba con hacerlo. Me gritaba: «¡Estás chiflada!», «¡Te voy a ingresar y no volverás a salir!». No quise arriesgarme. Tan solo tenía miedo.

Para demostrar dicho miedo, al final Liza se quitó el jersey delante de ese desconocido. Debajo llevaba un top muy escotado. Ella había oído la exclamación sorda que John había soltado al ver las heridas mal cicatrizadas que tenía por debajo de la garganta, en los brazos, en los hombros.

—Empezó a atacarme con un cuchillo —susurró ella.

—¡Dios mío, Liza! —Burton se puso de pie, se le acercó, la envolvió en un abrazo y se quedaron de ese modo durante unos minutos. Ella fue consciente de la fuerza de ese hombre, de la calma que le ofrecía, como si de repente hubiera encontrado algo de seguridad, un puerto, un lugar en el que descansar.

Hasta que ella misma se llamó al orden: ¡no te fíes de ningún hombre!

Se separó de él y se vistió de nuevo.

—La ayudaré, Liza —prometió él—. Créame, la ayudaré.

—Usted no puede ayudarme. No puede hacer nada contra él.

—Su marido ha conseguido que todos crean que es todopoderoso y puedo comprenderlo. Pero no lo es. Es un hombre normal y también está sujeto a la ley.

—Me matará si consigue ponerme las manos encima de nuevo.

—No podrá. Acabará en la cárcel.

Ella soltó una carcajada sarcástica.

—¿Y cree usted que desde allí no sería capaz de organizar su venganza?

—¿Quiere usted que salga indemne de todo esto? ¿Y tener que seguir ocultándose durante el resto de su vida?

—Tal vez no tenga elección.

—¿Y su hijo…?

La ira se reflejó en los ojos de ella al oír lo que interpretó como un reproche en la voz de John.

—¡Ahora no me diga que no debería haberlo dejado con él! ¡No me lo diga! ¡Usted no tiene ni idea de la situación en la que me encuentro! ¿Cómo podría haberme llevado a Finley? ¡Es un niño y tiene que ir a la escuela, llevar una vida más o menos normal! Logan me habría encontrado enseguida. No habría podido desaparecer del todo con un chico de doce años, simplemente es imposible. Sé que Finley está bien con él, mi marido no se atrevería a tocarle ni un pelo. Nunca lo ha hecho. Aunque parezca un disparate, lo cierto es que es un padre cariñoso. Más que eso: idolatra al chico. Yo no podía hacer otra cosa. Finley tiene su espacio, su hogar, su escuela, sus amigos. Esto es lo mejor para él, incluso si yo tengo que vivir huyendo. Créame, separarme de él me está volviendo loca. Si lo soporto es solo porque tengo la seguridad de que es lo mejor que puedo hacer por él. Y porque intento verlo de vez en cuando. Como hoy. Ahora me doy cuenta de lo arriesgado que ha sido. Podría haber sido mi marido quien hubiera estado acechándome.

—Finley la echa de menos.

Se empeñó en contener las lágrimas.

—Sí. ¿Cree que no lo sé? ¿Cree usted que no me atormenta saberlo? Sin embargo, sé que ahora las cosas le van mejor que antes. Por mi parte, si mi marido se separara de mí y me encerrara en un psiquiátrico, ni siquiera podría sentir la libertad de poder terminar con esta situación en cualquier momento. Cuando ya no pueda soportar vivir sin Finley, volveré. A pesar de todo lo que me espera.

—¿Su marido nunca ha temido que Finley pudiera contárselo a alguien? ¿A un profesor, por ejemplo? ¿A compañeros de clase, o a los padres de estos?

—Mi marido no sabe lo que es tener miedo. Por lo menos no sabe lo que se siente. Lo único que sabe es cómo provocarlo en los demás. A Finley lo tiene igual de paralizado que a mí. Los dos hemos sabido siempre que las cosas empeorarían si llegábamos a explicárselo a alguien. Mi marido ni siquiera ha tenido que prohibirnos de forma explícita hablar de todo esto con nadie. Es que igualmente no lo habríamos hecho. Lo único que nos planteábamos era la manera de seguir soportándolo. Y de sobrevivir.

Ella se tomó el café con la mirada perdida en la pared que tenía delante, donde los grandes ojos de Finley la contemplaban a su vez desde los numerosos retratos enmarcados. Se preguntaba si Burton lo habría comprendido en realidad. Vivir con un psicópata peligroso te cambiaba completamente la manera de ver el mundo, pero también la sensación de seguridad y estabilidad que podrías haber tenido. En algún momento, muchos años atrás, en otra vida que apenas recordaba vagamente, también ella había creído en esos garantes de la protección de los individuos: el derecho, la ley, la justicia y la solidaridad. Le había parecido que el suelo era estable bajo sus pies y se había sentido segura en la sociedad en la que había crecido.

Posteriormente se había dado cuenta de que todo aquello había sido una conclusión errónea. No existía la seguridad, ni la protección, ni la justicia, ni la solidaridad. Lo único que sí existía era la ley del más fuerte, nada más. El mundo era un lugar horrible que tan solo mantenía un frágil equilibrio sobre una red tejida de sistemas de seguridad obsoletos. Si alguien se deslizaba entre esa malla, le esperaba una caída sin fin y eso era algo que le ocurría a mucha más gente de lo que ella podría haber imaginado. Lo comprendió cuando se vio arrojada en caída libre. Cuando se dio cuenta de que no habría nada ni nadie para detener el golpe.

Burton le había preguntado de nuevo por Carla y por Anne.

Carla Roberts y Anne Westley.

Incluso en esas circunstancias, sola en ese piso, envuelta por la luz titilante de las velas y con el temor a perder de nuevo ese refugio en el que había confiado a pesar de todo durante las últimas ocho semanas, no pudo evitar una sonrisa amarga y resignada.

Carla y Anne habían sido sus dos intentos de encontrar ayuda. Y los dos intentos habían terminado en fracaso.

—¿A su marido no le molestaba que acudiera a ese grupo de mujeres? —le había preguntado Burton.

Ella había negado con la cabeza.

—Él no sabía que me encontraba con otras mujeres separadas o divorciadas. Le conté algo esotérico que a él le pareció una idiotez pero que no lo inquietó en absoluto. Me arriesgué mucho con ello, por supuesto. Él podría haber indagado al respecto en cualquier momento. Pero no lo hizo. Suele tener poco tiempo a causa de sus compromisos profesionales y no pudo volcarse en mi vigilancia.

—¿Confiaba usted en Carla Roberts?

—Completamente, no. De todos modos se pasaba el tiempo hablando acerca de sí misma y de su destino y veía en mí solo a alguien que la escuchaba con paciencia. Sin embargo, un día nos encontramos fuera del grupo, en su casa. Yo llevaba puestas las gafas de sol una vez más y, después de quejarse durante una media hora, Carla se detuvo de golpe, me miró y preguntó: «¿Por qué siempre llevas esas gafas de sol?».

»Era un día lluvioso, gris. Yo solía salir de ese tipo de situaciones alegando que tenía los ojos supersensibles, una alergia o conjuntivitis. Pero de repente… no sé por qué… me limité a quitarme las gafas y le dije: «¡Por esto!».

»Tenía un aspecto horrible. Tenía el ojo derecho amoratado y tan hinchado que apenas podía abrirlo. No era una visión especialmente agradable.

—¿Cómo reaccionó Carla? —preguntó John.

—Se quedó boquiabierta. La buena de Carla pensaba que lo peor que un hombre podía hacerle a una mujer era empezar una relación con su secretaria y arruinar el negocio familiar. Entonces se dio cuenta de las cosas que llegaban a suceder en el mundo. Se quedó bastante desconcertada.

—¿Y le hizo preguntas? ¿Le aconsejó que denunciara a su marido?

—Me hizo preguntas, sí. No le conté toda la dimensión de mi tormento, pero sí le dije que mi marido era muy irascible y que solía utilizar los puños para resolver sus problemas conmigo. Ella se horrorizó, pero… ¿qué iba a decirme? Más o menos un cuarto de hora más tarde empezó a darle vueltas a sus temas de nuevo: la infidelidad de su marido, la hija que no se ocupaba lo suficiente de ella, la soledad que sentía… Así era Carla. No era mala persona, pero era incapaz de ver a nadie más que a sí misma. En el fondo su problema era que no podía abstraerse de sí misma durante más de unos segundos. Seguramente no podía evitarlo.

—¿Y volvió usted a hablarle de ello? ¿O Carla llegó a ofrecerle algún tipo de ayuda?

—No. Nos vimos más veces, pero pocas. El grupo se disolvió y mi situación personal se agravó. Ya no podía mantener mi vida social. Tenía miedo a morir. No me apetecía volver a ver a Carla y pasarme el rato escuchando sus lloriqueos.

—¿En ese momento usted y la doctora Westley ya habían hablado?

Liza le había contado la reacción de la pediatra y él había comprendido por qué cuando le había preguntado si les guardaba rencor a Carla y a Anne, su respuesta había sido insegura. No, no podría llamarlo rencor. Pero esas dos mujeres la habían dejado en la estacada. Era muy consciente de eso.

—¿Su marido sospechaba que había dos personas aparte de la familia que podían suponer un peligro para él? Por el hecho de que supieran lo que ocurría en su casa, quiero decir.

—Yo no se lo conté —dijo ella tras reflexionar unos momentos—. Pero como es natural, podría haberlo descubierto.

—¿Cómo?

—Ni idea. Pero lo creo capaz de cualquier cosa, ¿sabe? Es posible que lo supiera.

—¿Y el apellido «Ward» no le dice nada? Thomas y Gillian Ward.

—No. Lo siento. No lo había oído nunca.

En ese punto fue cuando él se había despedido. Le había prometido una vez más que la ayudaría. Ella reflexionó acerca de cómo pensaba hacerlo.

—¿Hay algo más que deba saber? —le había preguntado ya en la puerta. Cuando ella movió la cabeza en gesto negativo, John insistió—: ¿Está segura? ¿Me lo ha contado todo acerca de esta historia?

—Sí.

Él le había dejado su tarjeta. Por si recordaba algo más que le pareciera relevante. O por si necesitaba ayuda. No sabía que ella había decidido desde hacía tiempo no correr ningún riesgo. Tal vez contaría a John Burton entre los buenos, pero había aprendido a ver a los hombres como a enemigos potenciales, como a criminales. Al parecer le resultaba más seguro no hacer excepciones.

Desaparecería. Seguiría adelante. Renunciaría a cualquier tipo de contacto con Finley, por mucho que eso le rompiera el corazón.

No se lo había contado todo a Burton. Pero ¿acaso esperaba que lo hiciera? No lo conocía de nada. Era un completo desconocido para ella.

Además él le había pedido que le contara «todo lo que pudiera ser relevante acerca de esa historia».

Liza no sabía si lo que se había callado era relevante.

Probablemente, no.

2

Podía ver claramente la situación a la que se enfrentaba. Liza se la había descrito con serenidad. Casi sin emoción.

La amable pediatra, competente, maternal. La doctora Anne Westley. La mujer que tan bien sabía tratar a los niños, pero que también sabía cómo calmar y quitarles el miedo a los padres.

Y Liza Stanford. Tenía una herida profunda abierta en la sien como consecuencia de un puñetazo recibido la noche anterior que la había mandado contra el canto de un armario. A su marido no le había gustado la cena. Estofado irlandés sin zanahorias. No tenía zanahorias en casa y no había tenido tiempo de salir a comprarlas. Él le había dejado claro que quería estofado irlandés para cenar y no había estofado irlandés sin zanahorias. Ella lo había cocinado con la esperanza de que él no lo notara.

Pero, por supuesto, lo había notado.

En realidad, ella habría preferido no salir al día siguiente. La herida volvía a sangrarle y no había encontrado la manera de cortar la hemorragia. Pero Finley salió de la escuela y le dijo que se había caído en la clase de gimnasia. Había parado el golpe con la mano derecha y al principio apenas había notado dolor. Sin embargo, durante la tarde se le hinchó la mano y el dolor se volvió más intenso. Liza esperaba que toda esa historia acabara bien, pero Finley se había quejado cada vez más y al final no había visto más alternativa que acudir a un médico. Se tapó la herida con esparadrapo, se peinó el pelo hacia delante para ocultar el percance en la medida de lo posible y se puso las gafas de sol. Habría preferido acudir a una clínica de urgencias en la que no la conocieran, pero Finley le había pedido casi entre lágrimas que lo llevara a su pediatra habitual.

Así fue como llegaron a la consulta de la doctora Anne Westley, a última hora de la tarde y, a pesar de que la sala de espera estaba llena hasta los topes, los atendieron enseguida por tratarse de una urgencia.

Efectivamente, Finley se había torcido la mano y se la había lesionado. Le vendaron el brazo y la doctora Anne Westley se sentó a su escritorio para hacerle una receta para un calmante. Liza se sentó frente a ella, mientras que el niño se había retirado a un rincón para jugar con unos muñecos de plástico de Barrio Sésamo que lo tenían fascinado.

Anne arrancó la receta de su bloc y cuando iba a tendérsela por encima de la mesa se detuvo.

—¿Qué tiene usted ahí? —preguntó.

Liza se echó el pelo hacia delante instintivamente y al hacerlo notó un líquido caliente en la sien que le bajaba por la mejilla.

¡Oh, no!, pensó Liza, horrorizada.

—Está sangrando —dijo Anne—. ¡Espere, déjemelo ver!

Salió de detrás del escritorio a pesar de las protestas de Liza.

—No es nada… estoy bien… no hay problema…

El esparadrapo estaba completamente empapado. Antes de salir de casa, la herida parecía haber dejado de sangrar ya. Por algún motivo, se había abierto de nuevo.

Anne se inclinó sobre Liza y le quitó las gafas de sol con cuidado. El ojo izquierdo también había recibido, aunque no estaba ni mucho menos tan morado como lo estaría un día después. Sin embargo, el párpado estaba enrojecido e hinchado y era obvio que la tenue coloración verdosa empezaba a extenderse poco a poco y apenas se diferenciaba de la sombra de ojos que se había aplicado con torpeza. Liza oyó cómo Anne aspiró aire bruscamente entre los dientes. A continuación despegó el esparadrapo con destreza.

—Dios mío —exclamó—, ¡esto tiene muy mal aspecto! ¿Ya ha ido a que lo vea un médico?

—No —contestó Liza—. Ya había parado de sangrar y he pensado que se estaría curando.

—La herida parece inflamada. Le prescribiré una pomada antibiótica. Además, debo vendársela mejor. Un poco de esparadrapo no basta. Tengo un espray que detiene las hemorragias.

—Bien —convino Liza en voz baja. No se atrevía a mirar a la doctora.

Anne se apoyó en el canto del escritorio.

—¿Cómo se lo ha hecho? —La pregunta sonó indiferente, marcadamente indiferente.

Liza sabía que su reacción había sido de lo más estereotipada, pero en ese momento no se le ocurrió otra cosa.

—En la escalera de casa. Ya me ha sucedido otras veces. Los escalones son muy altos y yo soy bastante torpe —soltó una carcajada artificial. La herida le dolía muchísimo cuando se reía—. Soy muy poco hábil. Y en el rellano de abajo hay una moldura de decoración, me he golpeado la cara con ella. Aún he tenido suerte de no haber perdido un ojo. Este tipo de cosas me fastidian mucho. A ver si aprendo de una vez a ir con más cuidado, pero es que ya en la escuela, cuando tocaba clase de gimnasia, yo siempre…

Se quedó callada.

Hablo demasiado, pensó.

—Señora Stanford —dijo Anne, que seguía apoyada en la mesa—. Míreme, por favor.

Liza alzó la mirada sin demasiada convicción. Se sentía desnuda y desprotegida sin sus habituales gafas de sol, con los cristales muy oscuros. Debía de tener un aspecto horrible.

—Señora Stanford, no quiero meterme donde no me llaman, pero me gustaría decirle que… es posible encontrar ayuda en cualquier situación. A veces creemos que nuestra situación es completamente desesperada y en realidad no lo es. Siempre hay una salida.

Liza miró fijamente a los ojos de aquella mujer de pelo canoso, y reconoció en ellos la consternación y el espanto.

Lo sabe. Sabe perfectamente lo que ha sucedido.

Sin embargo, no dijo nada, se limitó a desviar la mirada.

—Ahora me encargaré de su herida —anunció Anne unos momentos después. Su voz sonó resignada—. ¿Le parece bien?

Liza asintió.

Dejó que Anne le hiciera las curas correspondientes mientras Finley seguía jugando en un rincón sin levantar la mirada ni un instante. A Liza no le pasó inadvertido que Anne de vez en cuando miraba también al chico con preocupación. Era evidente que estaba confusa por el hecho de que Finley no reaccionara mientras le limpiaba la sangre de la cara y le vendaba la cabeza a su madre. Liza se preguntó si Anne Westley habría sacado la conclusión inevitable: que Finley estaba acostumbrado a ver a su madre herida y había aprendido a aislarse, porque de lo contrario no habría podido soportarlo.

Anne Westley no había dicho nada más. Pero cuando Liza por fin salió de la consulta, pensó: puede que vuelva por aquí. Puede que incluso acabe pidiéndole ayuda. Ahora lo sabe y estaba bastante horrorizada.

No sabía si la idea de una pediatra obstinada e insistente tendría que haberla asustado o darle esperanzas. Probablemente las dos cosas. Tenía miedo de que todo pudiera empeorar si alguien se entrometía. Pero al mismo tiempo tenía también la certeza de que no podía continuar de ese modo mucho tiempo más y, a la vez, que no sería capaz de dar el paso decisivo por su propio pie. De vez en cuando, durante los días siguientes, se dedicó a fantasear con la posibilidad de que alguien se enterara de cuál era su situación y ese alguien, que en ningún caso sería ella, denunciaría a su marido. Aquella idea la llenaba de esperanza y de pánico por igual. Era como estar en una montaña rusa de sentimientos, hasta que terminó por comprender que no sucedería nada. Efectivamente, no volvió a saber nada más de la doctora Westley.

—Y se acabó —le había dicho a John—. Me di cuenta de que se había acabado, de que Anne Westley no me ayudaría.

A John le pasaron mil ideas por la cabeza mientras conducía de noche por la ciudad asegurándose una y otra vez de que no superaba el límite de velocidad. Estaba conmovido y, mientras pensaba en ello, no hacían más que ocurrírsele posibilidades demasiado inquietantes.

Una era que había sospechado del doctor Stanford, pero ¿tal vez sería conveniente sospechar también de Liza Stanford?

Esa mujer había sufrido un verdadero calvario. El hijo de puta con el que se había casado demostraba un sadismo tan extremo que incluso John se había conmovido. Y eso que había sido policía y, por tanto, estaba acostumbrado a esa clase de cosas y no era fácil sacarlo de quicio. Sin duda alguna, ese tipo era un enfermo. Pero ¿un asesino?

¿Hasta qué punto se había sentido contrariada Liza por esas dos mujeres que, estando al corriente de lo que le sucedía, no le habían ofrecido ayuda? ¿Había esperado más solidaridad por parte de ellas y no había sido capaz de comprender por qué se la habían negado? Se lo había contado sin sentimiento. Incluso había negado que les hubiera guardado rencor. Su voz había sonado monótona todo el tiempo, sin altibajos. John Burton había recordado interrogatorios en los que ya había oído ese tono de voz. Y al final siempre habían resultado ser asesinos o estafadores sin escrúpulos.

Una cosa estaba clara: tanto Carla Roberts como Anne Westley le habrían abierto la puerta a Liza y la habrían dejado entrar en casa.

¿Liza había desaparecido para iniciar una campaña de venganza?

John golpeó el volante. Maldita sea, se estaba implicando cada vez más en el caso. Primero Samson. Ahora Liza. Y la policía los estaba buscando a los dos. Los dos eran sospechosos. Y él sabía dónde estaban, tanto el uno como el otro.

Hacía tiempo que debería haber acudido a la policía con todo lo que sabía. Estaba cometiendo un delito. Sabía perfectamente que iba directo al desastre.

Estaba agotado y, a la vez, la adrenalina corría por sus venas. Conocía bien esa mezcla de sensaciones, ya la había experimentado previamente, en especial durante las largas tareas de observación que había tenido que llevar a cabo cuando todavía trabajaba como policía. Estaba muerto de cansancio, torturado por el esfuerzo, con los ojos irritados tras haberlos mantenido abiertos durante demasiado tiempo. Y a la vez, olía un peligro que podía agravarse en cualquier momento y que mantenía hasta la última fibra de su cuerpo en tensión. Imaginaba que uno debía de sentirse de ese modo cuando iba drogado.

Dobló la esquina para meterse en la calle en la que estaba su bloque y alzó la mirada enseguida hacia las ventanas de su piso. Constató con alivio la oscuridad que reinaba tras los cristales. Samson Segal ya debía de haberse acostado, gracias a Dios. No le apetecía nada mantener una conversación con él a esas horas de la noche.

Aparcó el coche, anduvo pesadamente sobre la nieve, abrió el portal del edificio y subió hasta su piso tambaleándose de cansancio. Nada más llegar, echó una ojeada en el salón. Entre las sombras pudo distinguir la silueta del cuerpo de Samson. Estaba tendido dentro del saco de dormir, sobre la colchoneta aislante, y respiraba plácidamente. Por suerte no lo había despertado.

John se metió en su dormitorio, se quitó la ropa y la dejó tirada por el suelo. Cuando se dejó caer sobre el colchón, de repente lo sorprendió el doloroso recuerdo de Gillian. No había cambiado las sábanas desde que ella había dormido allí con él e imaginó que todavía podía oler su aroma.

Hundió la cara en la almohada. Tenía que olvidar a esa mujer como fuera. No quería sufrir y mortificarse con aquellas cavilaciones desesperadas.

A la mañana siguiente cambiaría las sábanas.

Apenas se hubo hecho ese propósito, se quedó dormido.

3

—Lo haré —dijo Gillian. Tara y ella estaban sentadas frente a frente en la cocina, desayunando. Al otro lado de la ventana todavía reinaba la más profunda oscuridad—. Buscaré una habitación en alguna parte y desapareceré.

Había pasado la noche despierta, pensando. En ese piso se sentía segura, pero le había quedado claro que esa sensación podía no ser más que una ilusión y por encima de todo comprendió que no podía permitir que Tara corriera peligro por su culpa. Teniendo en cuenta sus circunstancias, era una desconsideración parapetarse en casa de alguien y confiar que no ocurriría nada. Del mismo modo podía resultar fatal la opción de volver a su casa. Aunque tampoco sabía si realmente había entrado alguien. Tara tenía razón, había sido una idiotez no llamar a la policía enseguida. De haberlo hecho, como mínimo podría haber aclarado si habían sido imaginaciones suyas o no. Tal como estaban las cosas, esa incógnita quedaría por resolver.

No tenía que cambiar nada más, había pensado en algún momento mientras había estado tendida en el sofá, incapaz de dormir. Al menos a partir de entonces tenía que actuar de un modo más sensato.

—¿Estás segura? —preguntó Tara. Parecía aún muy soñolienta. Eran las seis y media de la mañana.

—Sí, estoy segura. Mientras no sepamos si alguien ha puesto la vista en mí o no, y mientras tampoco sepamos cuál es el motivo de todo lo ocurrido, será mejor que no corramos riesgos. Ni tú, ni yo. Simplemente será mejor que desaparezca.

—Creo que podrás volver pronto. La policía está investigando el caso a conciencia. Acabarán encontrando a ese tipo.

—Tendré que pensar en mi futuro —planteó Gillian—. Me llevaré el portátil. Buscaré trabajo y alojamiento en Norwich por Internet. Aquí todo seguirá su curso. Le mandaré una llave al agente inmobiliario para que pueda empezar a mostrar la casa a los posibles compradores. De esta manera, si tengo que marcharme de repente a Norwich para una entrevista, por ejemplo, me marcho y punto. Sin problemas.

—Eso suena bien —afirmó Tara—. Oye, lo siento pero tengo que ir a trabajar, aunque es viernes y podré salir antes. Si te parece bien, te acompaño a Thorpe Bay esta tarde para que puedas llevarte todo lo que necesites. Y para volver, te llevas tu coche.

—No puedo aceptarlo, Tara —protestó Gillian—. Tienes muchas cosas que hacer. Iré en tren.

Tara negó con la cabeza.

—Tardarás medio día para llegar hasta allí. De verdad, puedo llevarte yo. No hay problema.

Tomó el último sorbo de café y se puso de pie.

—¿Me esperarás aquí?

—De acuerdo, gracias —dijo Gillian.

Esperaba haber tomado la decisión correcta.

4

John se despertó al notar de repente que alguien había entrado en su habitación. Se incorporó de un respingo, se sentó en la cama y alzó la mirada hacia el rostro sonriente de Samson Segal.

—¿Le he despertado? —preguntó este con preocupación.

John contuvo la respuesta airada que estaba a punto de soltarle. ¿Por qué había entrado en su dormitorio?

—No pasa nada. ¿Qué hora es? —inquirió.

—Casi las ocho.

—Mierda —se lamentó John—, ya tendría que estar en la oficina. —Consultó el despertador que tenía junto al colchón, en el suelo. Había llegado tan cansado que había olvidado activarlo antes de dormirse. Era la primera vez que le ocurría.

—Ayer llegó muy tarde —dijo Samson—. Estuve esperando hasta las nueve y media, pero…

—Fue una noche muy larga —comentó John. Se puso de pie y miró por la ventana. Ya era de día. El piso olía a café recién hecho.

—He preparado el desayuno —explicó Samson—. Incluso he salido a comprar pan para preparar unas tostadas.

—¡No debe salir del piso!

—Pero entonces no habríamos tenido nada para comer. Anoche ya… —avergonzado, dejó la frase inacabada.

John se pasó las manos por el pelo revuelto.

—Lo siento. Debería haber pensado en ello. Enseguida voy a desayunar.

Entró en el cuarto de baño, tomó una buena ducha caliente y decidió que podía pasar sin afeitarse. Se vistió con unos vaqueros y un jersey y fue hacia la cocina. Puesto que no había ninguna mesa, Samson había dejado los platos, las tazas, la cesta del pan y la tostadora sobre la encimera, junto a la que había colocado un viejo taburete. Le sirvió café y le señaló el asiento.

—Siéntese. Yo desayunaré de pie.

—Yo también —repuso John—, puede sentarse usted.

Samson se quedó quieto, pero dejó su taza de café encima del taburete.

Tal vez tendría que comprar una mesa algún día, pensó John.

Se planteó hasta qué punto debía contarle a Samson lo que había descubierto. Por lo general no le gustaba hablar acerca de lo que le pasaba por la cabeza antes de haber llegado a una conclusión que lo complaciera, ya solía proceder de ese modo cuando estaba en el cuerpo de policía. Por otra parte, no consideraba que Samson fuera un estúpido y, además, había estado vigilando a la familia Ward durante meses. Cabía la posibilidad de que pudiera aportar algún detalle decisivo, si John lo ponía al corriente.

—¿Le dice algo el apellido Stanford? —preguntó él—. ¿Sabe quién es el doctor Logan Stanford?

—Stanford… —repitió Samson mientras reflexionaba—. ¿No es ese abogado? El que está forrado y que siempre está organizando encuentros benéficos, ¿no? Sale mucho en las revistas. Poco antes de Navidad organizó algo en Thorpe Bay… en el club de golf, creo. Una tómbola, o algo así.

Interesante. Por consiguiente, sí que hay alguna conexión: Stanford había pasado por Thorpe Bay. Muy cerca de la casa de Gillian.

—Pero no lo conoce personalmente, ¿no?

Samson se rió.

—¡No! ¡Un tipo como ese no se tomaría en serio a alguien como yo! No me muevo por esos círculos.

John decidió informarlo acerca de algunos detalles de su investigación.

—Su esposa, Liza Stanford, se relacionó con las dos mujeres asesinadas. Con Carla Roberts y Anne Westley.

—¿Sí? ¿Cómo lo sabe?

—Da igual. Lo sé y punto. Y estaría bien saber si ella o su marido tuvieron algún tipo de contacto con Gillian.

—¡Pregúnteselo a ella!

—Se lo he preguntado a Liza Stanford. Me ha dicho que no había oído nunca el apellido Ward. ¿Usted no sabrá algo por casualidad?

—Por desgracia, no —respondió Samson, algo confuso—. Supongo que quiere saber si he visto alguna vez al doctor Stanford en casa de los Ward, ¿no? Pues no, nunca. Quiero decir que solo sé qué cara tiene por las revistas, pero creo que no me habría pasado inadvertido. Lo que no sé es cómo es su esposa.

—Muy guapa. Alta, delgada, con el pelo largo y rubio. Lleva siempre unas gafas de sol enormes. Es una de esas mujeres que llaman la atención.

—No —negó Samson—. Lo siento. Gillian recibía muy pocas visitas. De hecho, solo acudía a verla su mejor amiga. Y de vez en cuando alguna que otra madre de compañeras de clase de Becky, que la devolvían a casa o pasaban a buscar a su hija. Pero aparte de eso, nadie.

—Ya veo —dijo John con resignación. Eso coincidía con lo que Kate le había contado: Gillian ya le había dicho a la policía que no conocía a Liza Stanford. Fielder y su gente habían investigado el entorno profesional de Thomas Ward y se estaban encargando ya de hacer lo mismo con el club de tenis. John no creía que la solución fuera tan sencilla como encontrar a Stanford en el mismo club de tenis o entre su cartera de clientes. Eso habría sido demasiado inmediato, Kate ya habría sabido algo cuando estuvieron hablando. Si había alguna conexión, tenía que ser mucho más complicada.

Stanford, el Caritativo, un asesino brutal. A John no le costaba en absoluto imaginarlo, puesto que ya sabía cómo ese elegante caballero trataba a su esposa cuando algo no le parecía del todo bien, pero de todos modos quedaban varias cosas disparatadas por aclarar. Kate le había contado que tanto Carla como Anne posiblemente habían sido aterrorizadas e intimidadas de un modo sutil durante semanas. Carla había relatado extraños incidentes con una cierta frecuencia, mientras que Anne había dejado entrever una circunstancia parecida en el tema de su último cuadro. Le costaba imaginar que Stanford hubiera acudido a diario durante un largo período de tiempo a un bloque de viviendas para subir y bajar en el ascensor con el único objetivo de amedrentar a una mujer que vivía sola. No encajaba con él, era un hombre demasiado ocupado para dedicar su tiempo a ese tipo de cosas. Del mismo modo, no lo imaginaba conduciendo por un bosque de noche para asustar a la pediatra de su hijo. Si Stanford había asesinado a las dos mujeres, lo habría hecho por un único motivo: porque sabían demasiado y quería cerrarles la boca para siempre. Eso podría haberlo conseguido enseguida, no hacían falta tantas historias para eso. A John le parecía especialmente extraño el método tan cruel y angustioso que el asesino había utilizado para ahogar a sus víctimas. Tanto odio… ¿era propio de un hombre que solo se había propuesto eliminar un peligro? Por otra parte, Stanford era un sádico. Enfermo y pérfido.

Liza… sin duda tenía motivos para odiar a Carla y a Anne y para desear vengarse de ellas. De todos modos, a John le costaba imaginar en ese papel a una mujer maltratada, asustada y desesperada como Liza, aunque sabía que tampoco podía excluir aquella posibilidad. Precisamente porque Liza era muy guapa y porque despertaba su instinto protector, algo de lo que él era muy consciente. Tenía que ir con cuidado para no dejarse influir.

—¿La señora Stanford tiene algo que ver con el asesino? —preguntó Samson.

—No lo sé. —John jugueteó con la tostada que tenía en el plato. Él tampoco había comido nada desde el día anterior a mediodía, pero la primera sensación de hambre con la que se había levantado había desaparecido de nuevo. Cada vez más, ese asunto le sentaba como una patada en el estómago.

Además, mientras contemplaba el desayuno que había preparado Samson, se le ocurrió otra pregunta: ¿de qué vivía Liza? Tenía que pagar el alquiler del piso, tenía que comer y beber y el coche no funcionaba sin gasolina. Eso sin contar que para alquilar el piso habría tenido que dar un nombre real y difícilmente debía de haber utilizado el suyo. Tendría que haberle mostrado la documentación al casero y este tendría que haberla verificado. ¿Cómo había resuelto ese problema?

La noche anterior había sido tan intensa que no se le habían ocurrido esas preguntas tan obvias. Si no le fallaba la intuición, Stanford habría bloqueado sus cuentas desde hacía tiempo. Por consiguiente, era poco probable que Liza hubiera podido utilizar su tarjeta de crédito, sin tener en cuenta que habría sido arriesgado hacerlo, porque eso habría dado pistas a su marido acerca de su paradero.

Y eso llevaba a la siguiente pregunta: ¿quién estaba ayudando económicamente a Liza Stanford?

Maldita sea, debería haber pensado en ello antes.

—Lo veo muy ensimismado —dijo Samson.

John asintió con aire distraído. ¿Era esa la relación? ¿Podía ser tan absurda y tan posible a la vez? ¿Estaban Gillian o su marido detrás de eso? Gillian no lo habría revelado a la policía para no poner en peligro a Liza. ¿Era ese el motivo por el que el asesino había ido a por ellos? En ese caso solo podría haberlo mandado Logan Stanford.

¿Y por qué entonces y no antes? Anne Westley habría representado un peligro para él desde hacía tres años. Tal vez hacía poco tiempo que Stanford se había enterado de su existencia, quién sabía cómo, y por eso la situación había tardado hasta entonces en agravarse. Liza había desaparecido. Stanford podría haber tenido la sensación de estar perdiendo el control de las cosas.

Y se había aferrado a algo que conocía bien: la violencia.

—¿Cree usted que está cerca de solucionar el caso? —preguntó Samson con timidez.

—No sabría decírselo —respondió John, fiel a la verdad—. En cierto modo, sí. Pero todo me parece aún demasiado confuso. Todavía no soy capaz de ver las cosas claras.

—Usted es mi única esperanza —dijo Samson enseguida. Tenía manchas rojizas en las mejillas debido al estrés—. Por favor, siga intentándolo. Probablemente sea usted el único que cree en mi inocencia.

—La policía tampoco se lo toma a la ligera, Samson. Ellos tampoco quieren detener a la persona incorrecta.

—Pero en ellos no confío. Por favor —miró a John con aire de súplica—, ayúdeme. No lo soporto más. Estoy desesperado. Me gustaría recuperar mi vida. Solo eso. Simplemente recuperar mi vida.

John se abstuvo de decir que esa vida que Samson tanto quería recuperar no representaba un gran estímulo precisamente. No conocía los detalles, pero sabía que tampoco era una bicoca: todavía vivía con su hermano y su cuñada, no tenía trabajo y dedicaba su tiempo a una afición de lo más peculiar que consistía en espiar la vida de otras personas, al parecer encontraba una cierta satisfacción en la identificación con las vidas de desconocidos. Su propia cuñada había hurgado en su ordenador y había entregado sus anotaciones a la policía para librarse de él. Tampoco es que la vida familiar de Samson Segal le pareciera precisamente envidiable.

Sin embargo, era su vida. Por muy desgraciado que fuera, había aprendido a vivir de ese modo y por algún motivo se sentía bien viviendo esa vida, tal vez porque se había acostumbrado a ella.

Comparado con la de un hombre que vivía huyendo de la policía y que no tenía ni idea de cuándo terminaría esa huida, aquella vida le parecía el paraíso.

—Hago lo que puedo, Samson —aseveró John—. Puede estar seguro de que…

En ese momento sonó el teléfono.

John se disculpó y salió de la cocina. El inalámbrico estaba en el salón, sobre una pila de libros. Le pareció conocer el número que aparecía en la pantalla, pero no acertó a ubicarlo enseguida.

—Soy Kate Linville —dijo una voz femenina al otro lado.

—Ah… hola, Kate. —Por eso le había parecido conocer el número. Le extrañó que lo llamara. La otra noche, en la parada de Charing Cross había creído que no volvería a saber nada más de ella.

—¿Cómo estás? —preguntó ella con tono formal.

—Bien, gracias. ¿Y tú? —¿Qué quiere?, se preguntó John.

—Bien, también. John, en realidad me había propuesto no volver a incumplir la normativa para ayudarte bajo ningún concepto. Todo esto es demasiado arriesgado y, al fin y al cabo, solo puedo salir perdiendo.

—Te prometí que jamás y por nada del mundo revelaría que me pasaste información. Puedes confiar en mí. Sé que tengo mala reputación, pero todavía no he faltado nunca a mi palabra.

—Bueno, no lo estaba insinuando. Sin embargo, siempre supone un riesgo.

—Claro. Como todo lo que hacemos en la vida.

Kate titubeó un momento antes de continuar.

—Tampoco sé por qué me parece necesario advertirte, pero… bueno, digamos que no puedo decir que me dé igual.

—¿Advertirme?

—Tal vez no sea nada del otro mundo, pero Fielder ha solicitado tu expediente de investigación. Lo sé porque me ha tocado a mí acudir a la fiscalía para solicitarlo.

—¿Qué expediente?

—¿Cuántos expedientes tienes? Me refiero a la acusación por abusos —respondió Kate con aire de suficiencia.

—Comprendo. Aún no se ha olvidado de ello.

No es que esa información hubiera sorprendido mucho a John. Fielder no lo soportaba y además estaba bastante implicado en el caso que estaba investigando. Ya sabía que Stanford estaba en el foco de la investigación pero, conociendo a Fielder, sabía perfectamente que esa circunstancia ponía al inspector en un buen aprieto: si apuntaba a Stanford y al final resultaba que se había equivocado, el resto de su carrera estaría plagado de obstáculos. Eso si a pesar de todo podía plantearse seguir con su carrera. A Fielder no le gustaba correr riesgos, era un miedica y seguramente preferiría poder señalar a otra persona como asesino rápidamente antes de atreverse a hurgar de forma activa en los asuntos de Stanford.

—De acuerdo —dijo John—. Gracias por decírmelo, Kate. En mi opinión, Fielder se está equivocando. No llegaron a juzgarme por aquel asunto. No le servirá de nada recuperar el expediente.

—Lo sé —repuso Kate—, solo quería ponerte al corriente. Por cierto, pude ver la carpeta del expediente en cuestión. Fielder es la segunda persona en poco tiempo que la ha consultado.

En la tapa del expediente de investigación se anotaban los nombres de las personas que habían tenido acceso a él, así como la fecha de consulta.

—¿De verdad? ¿Quién más la ha consultado?

—Había otra solicitud de… espera, ¿cómo se llamaba…?

John oyó un crujido, Kate debía de estar revolviendo papeles. Pensó que probablemente habría sido Stanford, debería haberlo imaginado. Había anotado la matrícula del coche el día que había acudido a su casa y, una vez se hubo informado de la identidad de John, había indagado hasta encontrar aquella historia tan desagradable. Puesto que era abogado y tenía buenos contactos, sin duda podía buscar una excusa para acceder a esos expedientes.

Debía de haberse movido aprisa.

—Déjame adivinarlo. El abogado Logan Stanford.

—No —dijo Kate—, era una mujer. Y además de la fiscalía. Un momento, lo tengo aquí… Tara Caine, fiscal.

¡Tara…! John se quedó sin aliento. La mejor amiga de Gillian.

—¡No puede ser! —exclamó él.

Unas cuantas piezas del puzle empezaban a encajar. El hecho de que Gillian lo hubiera rechazado de repente, de que quisiera regresar a Norwich, de que no hubiera querido saber nada más de él. Se había peleado con Tara después de que esta le hubiera revelado detalles acerca del pasado de John. Incluso se había marchado de su casa, aunque por lo visto eso no había desalentado a la fiscal, quien había seguido hurgando en el pasado de John. Había conseguido un expediente de investigación, lo había estudiado con rigor científico y había intentado encontrar algo que lo inculpase para poder contárselo a su amiga. Y al final lo había conseguido. Gillian había perdido los nervios, había cortado de raíz la relación que había iniciado con él y había desaparecido en la medida de lo posible. John podía imaginar a la perfección cuáles debían de haber sido los argumentos de Tara: ¡Tienes una hija! Y está en el umbral de la pubertad. ¿Quieres liarte con un hombre acusado de violación? ¿Te das cuenta de que podrías estar poniendo en peligro a tu hija? A pesar del sobreseimiento del caso, por el humo se sabe que hay fuego. Simplemente no tuvieron las pruebas necesarias para llevar a cabo un procedimiento judicial. Pero ¡eso no significa que sea inocente, en realidad!

John no pudo reprimir un gemido.

Era una víbora. Una maldita víbora.

—¿John? —preguntó Kate—. ¿Me oyes?

Él hizo un esfuerzo por dominarse.

—Sí, sí, te oigo. Gracias, Kate. Aprecio muchísimo que me hayas contado todo esto. ¿Y Tara había devuelto ya el expediente?

—Sí. Antes de Navidad, de hecho.

—De acuerdo. —Hubo algo en esa última información que lo inquietó, pero no acertó a saber de qué se trataba.

—Caine —repitió Kate—. ¿Habías oído ya ese nombre en relación con el caso?

—Sí. Es una amiga de Gillian Ward, la esposa de la tercera víctima. Lo que no sé es por qué se ha interesado por el caso y me considera sospechoso. —En ese momento se le ocurrió algo más—. Kate, ¿podrías hacerme otro favor? Tengo una matrícula de coche. Solo se trataría de que hicieras una llamada, tengo que saber a qué nombre está registrado.

—Puedo hacerlo —aseguró Kate tras una breve pausa.

John se sacó del bolsillo de los pantalones la hoja de papel en la que había anotado la matrícula del coche de Liza y se lo dictó.

—Muy bien —dijo Kate antes de hacer otra pausa. John tuvo la impresión de que lo estaba esperando a él, de que esperaba que él dijera algo que le diera esperanzas. Que la invitaría a salir durante el fin de semana, por ejemplo, o simplemente para oír la calidez de su voz, algo a lo que poder aferrarse.

—Bueno pues, hasta luego —se despidió él.

—Hasta luego —replicó ella antes de colgar el teléfono de golpe.

John tenía la esperanza de que Kate pudiera ayudarlo con la matrícula.

5

Cuando sonó el teléfono móvil, Gillian reconoció el número de John en la pantalla y dudó un momento antes de responder, hasta que al final decidió aceptar la llamada. Al fin y al cabo John no le había hecho nada malo.

—Hola, John —lo saludó ella.

—Hola, Gillian. —La voz de John revelaba un cierto alivio. Puede que fuera eso lo que él había temido: que ella viera su número de teléfono y no quisiera cogerlo—. ¿Cómo estás?

—Bien, todo bien.

—¿De verdad?

—Sí. Bueno… —rectificó—, «todo bien» seguramente no es la mejor manera de describir lo que me está pasando, pero ya estoy más tranquila. La vida continúa.

—¿Todavía estás ocupada vaciando la casa?

—Ahora mismo, no. —Gillian dudó, pero acto seguido pensó que lo mínimo que podía hacer por él era contarle la verdad—. No estoy en mi casa. Estoy otra vez en el piso de Tara.

Silencio al otro lado.

—Entonces tengo las de perder —dijo John al fin.

—John…

—Está contra mí. Y a estas alturas debe de haberte convencido también a ti de todas sus reservas.

—No hemos vuelto a hablar del tema. He regresado con ella porque no me sentía bien en mi casa, es demasiado grande —decidió omitir el incidente de la otra noche. Al fin y al cabo, ni siquiera sabía si había sido producto de su imaginación—. Tengo que ver cómo me las arreglaré a partir de ahora. Puede ser que te parezca que voy de un lado a otro sin rumbo fijo y tal vez sea cierto, pero es que todavía no he encontrado mi camino. Mi vida ya no es como antes.

—¿Podemos vernos? —La voz de John sonó casi como una súplica.

—No. Es que…

—Por favor, Gillian. Solo vernos. Podríamos tomar un café y hablar sobre temas triviales. Te prometo que no insistiré más con lo de vivir juntos. Lo único que quiero es verte.

—No puede ser, John. Hoy mismo me marcho de la ciudad. Dentro de unas horas.

—¿Ya te marchas a Norwich?

—No, todavía no. —Se acercó a la puerta del balcón y contempló la barandilla cubierta de nieve con el cielo color antracita de Londres de fondo. No era la primera vez en la vida que se preguntaba cómo era posible sobrevivir, año tras año, al mes de enero—. Desapareceré durante un tiempo. Me retiraré a vivir una temporada en el campo, en algún hotel. Espero que todo se aclare, a ver si puedo llevar una vida más o menos normal.

No sabe adónde iré, se dijo a sí misma para calmarse. De hecho, no lo sé ni yo misma.

Él se quedó perplejo.

—¿A un hotel? ¿Y eso por qué? ¿En el campo? ¿Dónde? ¿En qué hotel?

—Eso no tiene importancia. Me quedaré allí un tiempo, pondré un poco de orden en mi vida y luego intentaré volver pisando fuerte.

—¿Por qué no te quedas en casa de Tara?

—Simplemente será mejor así.

—Gillian —suplicó—, ¡aquí hay algo que no encaja! ¿De qué te escondes? O mejor dicho, ¿de quién? ¿Por qué has vuelto a abandonar vuestra casa a pesar de lo mucho que tenías que hacer allí por la mudanza? ¿Por qué vuelves a marcharte del piso de Tara? Para sumergirte en el anonimato de un hotel, además. ¿Por qué, Gillian? ¡Parece que estés huyendo!

—Lo que estoy haciendo es intentar descubrir cómo debo seguir adelante, John. Eso es todo.

—Pero es que no encontrarás lo que buscas si cambias de casa continuamente. ¿Ha sido idea del inspector Fielder? ¿Es él quien te ha aconsejado que te pongas a salvo en algún lugar desconocido?

—La policía no tiene ni idea de lo que quiero hacer.

—¿Te estás escondiendo de mí? —preguntó en voz baja tras unos momentos de silencio.

—¿Por qué tendría que esconderme?

—Porque te está hablando mal de mí. Me refiero a Tara. No tengo ni idea de lo que debe de haberte contado, pero hoy me he enterado de que ha consultado el expediente que me abrieron. Y no lo habrá hecho sin motivo.

Gillian se sorprendió de verdad al oír eso.

—¿Tu expediente de investigación? No me dijo nada al respecto.

—Probablemente no quería que supieras que ha estado espiándome. Pero no hay duda de que el expediente pasó por sus manos. Y seguro que lo estudió a conciencia.

Gillian se apartó de la ventana.

Es mi amiga. Es normal que hiciera algo así.

Lo dijo en voz alta:

—Es amiga mía, John. Es probable que estuviera realmente preocupada por mí y por eso quisiera consultar lo que había sucedido. Debido a su trabajo no tuvo problemas para acceder a ese expediente. ¿No es normal que lo hiciera? Probablemente yo habría hecho lo mismo en su lugar. Pero créeme, no me ha hablado de ello. Así que es probable que tampoco encontrara nada que no supiera ya.

—Es que no había nada que encontrar. En su momento no encontraron nada, absolutamente nada en lo que poder basar la acusación. Porque no había nada.

—En este sentido no dudo de ti, John.

—¿En qué sentido dudas, pues?

—En ninguno. Ya te he dicho cuál es mi problema. Tengo que sentirme más independiente y encontrar mi propio equilibrio.

Los dos se quedaron callados.

—Bueno, pues —dijo John al fin—, ten cuidado.

La voz de John sonó llena de resignación.

—Lo haré —prometió Gillian. Acto seguido, colgó sin despedirse.

Gillian consultó el reloj con inquietud. Eran casi las nueve. Faltaban todavía muchas horas para que Tara regresara, por la tarde. Ya lo tenía todo empaquetado.

Lo único que podía hacer era esperar.

6

John al final acudió a su despacho a pesar de que temía no poder concentrarse en nada ni pensar de un modo razonable. Pero había trabajo que hacer, ya había perdido suficiente tiempo durante los últimos días y la única alternativa habría consistido en quedarse en casa con el melancólico de Samson, sin saber qué hacer a continuación.

Durante unas cuantas horas consiguió sumergirse en su rutina habitual y eso le calmó un poco los nervios. Tenía que planificar los turnos de las semanas siguientes, responder consultas, expedir facturas y aceptar la dimisión de un empleado. Apenas se dio cuenta del paso de las horas. Cuando por fin se levantó para prepararse un café se dio cuenta de que ya eran las tres y media. Aparte de él, solo quedaba el servicio de atención telefónica. Era viernes por la tarde, todo el mundo quería empezar el fin de semana cuanto antes.

Aparte del trozo de pan que había desayunado por la mañana no había comido nada más y se percató de que tenía hambre. Pensó que tal vez sería una buena idea sustituir el café por una hamburguesa y decidió marcharse a casa. Ya había trabajado lo suficiente. Probablemente Samson ya volvería a estar deprimido. Era mejor no dejarlo solo tanto tiempo. John temía que ese tipo tan extraño pudiera cometer alguna tontería en cualquier momento.

Apenas John hubo salido de la oficina, sintió de nuevo el agobio del que llevaba horas huyendo. Tenía dos grandes problemas: Samson y Liza. También le preocupaba Gillian, puesto que tenía la impresión de que le ocurría algo raro. Había percibido un cierto miedo en sus palabras y el hecho de que se propusiera huir de forma tan flagrante le inquietaba. La sensación que tenía de haber llegado a un lugar desde el que no sabía cómo continuar se hizo más patente. Había encontrado a Liza y había hablado con ella, pero no había tenido el éxito que había esperado. En realidad no había avanzado en absoluto.

Había algo que todavía no veía claro. Durante el tiempo en el que había ejercido de policía había aprendido que uno podía tener algo delante de los ojos y, sin embargo, ser incapaz de verlo solo por el hecho de no poder distinguir la silueta del entorno y no poder, por consiguiente, reconocer su significado.

Tal vez fuera eso lo que le ocurría en esos momentos. Puede que tuviera la solución al alcance de la mano y no fuera capaz de verla.

Al pasar con el coche por delante de un McDonald’s, decidió entrar y comprar unas hamburguesas y patatas fritas para Samson y para él. Al llegar a casa y subir la escalera, se dio cuenta de que la bolsa con la comida ya se había enfriado.

Samson estaba sentado en el sillón del salón, leyendo un libro. John se percató enseguida de lo mal que lo estaba pasando. Tenía un aspecto enfermizo, los ojos enrojecidos y una expresión torturada instalada en el rostro. Estaba a punto de derrumbarse.

Tiene que suceder algo de una vez, pensó John.

—Tome —dijo mientras le tendía la bolsa—, he olvidado comprar comida y lo más probable es que no haya encontrado nada en el frigorífico. ¡Se encontrará mejor si come algo!

—Gracias —contestó Samson en voz baja. Por el tono de voz no parecía muy convencido.

Justo cuando empezaba a comer, sonó el teléfono y John lo cogió enseguida. Era Kate.

—Perdona, John. No he podido cumplir antes con lo que me has pedido. He tenido un día horrible.

—No te preocupes. ¿Has podido descubrir a quién corresponde esa matrícula?

—Sí. Y debo decir que es realmente curioso.

—¿Curioso? ¿A qué te refieres?

—A que precisamente hoy hemos estado hablando de esa persona. El coche está registrado a nombre de la fiscal Tara Caine. ¿Crees que es casualidad?

—Esto es… increíble —exclamó John con un susurro.

—¿Hay algo que deba saber? —preguntó Kate—. ¡Yo he sido muy sincera contigo!

—Lo sé. Es solo que de momento no sabría decírtelo, yo tampoco lo tengo claro. Primero debo ordenar las ideas.

¡Tara Caine!

Si hubiera esperado…

—Bueno, pues cuando te hayas aclarado, piensa en mí —comentó Kate con un tono algo mordaz antes de colgar.

John habría apostado a que lo siguiente que ella intentaría hacer sería conseguir el expediente personal de Tara Caine para poder hurgar en su vida, al menos desde el punto de vista profesional. No encontraría gran cosa: no conseguiría establecer ninguna conexión con Liza Stanford si no disponía de más información.

Samson había parado de comer.

—¿Qué ocurre?

John volvió a dejar la hamburguesa mordida en la caja de cartón, se le había pasado el hambre. Tara Caine. Liza Stanford conducía un coche que estaba registrado a nombre de la fiscal. Y John habría apostado a que Tara también se hacía cargo del alquiler. ¿Era Tara quien movía los hilos? ¿Quien le había conseguido un piso y un coche a Liza, quien la mantenía económicamente y había hecho posible que desapareciera de la faz de la Tierra?

Se puso a pensar de un modo febril. ¿Qué conclusiones podían sacarse de ello?

—¿Qué sabe acerca de Tara Caine —preguntó John—, la mejor amiga de Gillian Ward?

Samson reflexionó unos instantes.

—¿La que iba a verla a Thorpe Bay a menudo? No mucho, por desgracia. Yo me limitaba a observar desde fuera. Parecían muy amigas. Gillian siempre se alegraba de que acudiera a visitarla. Se abrazaban. Pero si lo que me pregunta es de qué hablaban… ¡No tengo ni idea!

—Gillian está viviendo en casa de ella, ahora.

—No me extraña. Es comprensible que no se quede en la casa en la que asesinaron a su marido, ¿no?

—Por supuesto. La cuestión no es si Liza podría ser el eslabón que estamos buscando, sino si podría serlo Tara.

Samson lo miró absolutamente confuso.

—¿Se refiere a Liza Stanford? ¿La esposa del abogado? ¿Por la que me ha preguntado esta mañana?

—Sí. Ahora no puedo entrar en detalles, Samson, pero hay algo que me inquieta un poco. —John cogió el teléfono de nuevo y marcó el número de móvil de Gillian, pero esta no descolgó. En lugar de eso, poco después saltó el buzón de voz. Tras un leve titubeo, John decidió dejarle un mensaje.

—Gillian, soy John. Me gustaría hablar contigo, es importante. Por favor, llámame enseguida, ¿vale? ¡Gracias!

—¿Gillian está en peligro? —preguntó Samson con los ojos muy abiertos. Él también había dejado a un lado la comida. Al parecer también se le había pasado el apetito.

—Francamente, no lo sé. No tengo ni idea. Todo esto es muy misterioso.

—Pero ¿Tara supone un peligro para ella? ¿Su mejor amiga?

—Espero que no —dijo John. Cogió la chaqueta que había dejado en el alféizar de la ventana—. Tengo que salir otra vez. Tengo que hablar con alguien.

—¿Y no puede hacerlo por teléfono?

—No tengo el número de la persona en cuestión. Además, será mejor si… —dejó la frase inacabada. Para explicarlo hacía falta mucho tiempo y además Samson se habría quedado más confuso que aliviado. Y es que lo que John había dicho era cierto: todavía no había conseguido descubrir cómo se relacionaban todos esos datos. No presentía nada bueno. Más bien todo lo contrario.

Tenía que acudir de inmediato a casa de Liza Stanford. Era la única persona que podía responder a las preguntas urgentes que tenía en la cabeza.

7

Eran las cuatro cuando Tara volvió a su piso. Había comprado bocadillos envueltos en plástico y un par de botellas de agua mineral.

—No sé cuánto rato tendrás que conducir hoy —dijo—, pero con esto al menos no te morirás de hambre ni de sed.

—Eres fantástica, Tara —exclamó Gillian, agradecida. Se sentía aliviada de ver por fin a su amiga. Cada vez la había puesto más de los nervios pasar una hora tras otra sin hacer nada en aquel piso que no sentía como su hogar. Ya había leído todos los periódicos que había encontrado, había ojeado unos cuantos libros y al final había limpiado el baño, que buena falta le hacía. A continuación no se le había ocurrido nada más que hacer aparte de contemplar por la ventana la ventisca que empezaba a caer en alguna parte.

—Esto no es lógico —dijo Tara antes de mirarse la ropa. Llevaba puesto un traje chaqueta de color gris y botas de tacones altos. Para Gillian era todo un misterio cómo conseguiría abrirse paso entre la nieve que se amontonaba en las calles.

»Voy a cambiarme en un instante.

Diez minutos más tarde, las dos mujeres estaban sentadas en el coche de Tara. Esta se había puesto unos vaqueros, una gruesa chaqueta y botas de agua en los pies. En el asiento trasero, Gillian había dejado el bolso de viaje y la bolsa con la comida.

Ojalá esté haciendo lo correcto, pensó.

Empezaron a avanzar lentamente. El tráfico del viernes por la tarde sumía a la ciudad en el caos habitual. Cuando por fin llegaron a la autopista empezaron a circular algo más rápido.

—Enseguida llegamos a Thorpe Bay —dijo Tara—, y cuando hayas salido de viaje habrá pasado lo peor. ¿Ya sabes adónde quieres ir?

—A decir verdad, todavía no tengo ni idea —reconoció Gillian—. No dejo de preguntarme si realmente es necesario —confesó mientras apoyaba la cara en la ventanilla. Notó el agradable frescor del cristal. No comprendía por qué le ardían tanto las mejillas. Por los nervios, tal vez. Por las cavilaciones—. Huir de este modo, quiero decir. Justo después de ese… incidente que viví en casa, solo quería marcharme. A tu piso. Y hasta esta mañana también pensaba que lo mejor sería marcharme de Londres. Pero ahora no estoy segura, tal vez me esté precipitando. Solo estoy cambiando de lugar. Por… ¡nada!

—No considero que el hecho de que asesinaran a Thomas en vuestra casa no sea nada —le recordó Tara—, y lo que sucedió el otro día, bueno, tienes que…

—Ni siquiera sé si llegó a suceder algo —la interrumpió Gillian—. De eso se trata. ¡De que no lo sé! Desde entonces me parece cada vez más probable que no hubiera ocurrido nada. ¡Una sombra! Cuando intento evocar la situación no consigo recordarla. Sucedió en una fracción de segundo y probablemente no fueron más que imaginaciones mías.

—Quizá no fue así. Quizá te habría sucedido algo. Es posible que solo tuvieras la enorme suerte de que ese tal Luke Palm regresara a tu casa —le hizo ver Tara.

El cristal que Gillian tenía bajo la mejilla pareció haberse enfriado más de repente.

… de que ese tal Luke Palm hubiera regresado a tu casa… de que ese tal Luke Palm hubiera regresado a tu casa…

Ni siquiera le he mencionado el nombre del agente inmobiliario, pensó Gillian, aunque eso fue lo primero que le vino a la mente, casi de forma intuitiva. De inmediato se impuso su raciocinio: quizá sí se lo mencioné. ¿En algún momento durante los dos últimos días, tal vez? ¿Durante las conversaciones que hemos tenido?

No fue capaz de excluir esa posibilidad por completo, pero estaba casi segura de que no le había dicho cómo se llamaba el agente. No había querido admitir delante de Tara que había contratado los servicios del agente inmobiliario que había encontrado el cadáver de Anne Westley y, puesto que su nombre había aparecido varias veces en la prensa, Tara probablemente lo habría reconocido. Le había dado vergüenza explicárselo, explicarle lo del témpano de hielo sobre el que se encontraba, flotando a la deriva, separada de la gente que no había sido víctima de la violencia y el crimen. Lo de que la vida de Luke Palm estaba sumida en esa misma sombra. Era algo que había querido guardarse sin tener que explicar en qué consistía su temor. Tal vez había tenido algo que ver con la horrible herida que llevaba en su interior desde aquella noche en la que había encontrado a Tom y estuvo errando por la casa, presa del pánico, buscando a su hija. No quería mostrarle a nadie, ni siquiera a su mejor amiga, lo destrozada que se sentía.

Da igual, tampoco es importante, pensó, aunque no podía ocultar que esa idea siguió royéndola por dentro como un diminuto y terco gusano.

Si no le he mencionado el nombre, ¿cómo podía saberlo?

Se acordó de lo que había sucedido un par de noches antes. Se vio a sí misma saliendo de la casa en estado de pánico después de que le hubiera parecido ver una sombra en la cocina, justo antes de que se fuera la corriente. Había estado andando sobre la nieve en calcetines y frente a la puerta del jardín se había topado con una figura. Presa del pánico, había reaccionado golpeándola a ciegas, hasta que el presunto adversario la había agarrado por las muñecas para evitar que siguiera pegándole.

—¡Soy yo! ¡Luke Palm!

—¿Luke Palm? —había gritado ella muy asustada.

Si hubiera habido alguien en la casa o en el jardín, lo habría oído.

Pero es absurdo, pensó.

Miró a Tara de soslayo. Tenía la nariz perfecta, los labios carnosos, la frente amplia. Era una mujer guapa. Tanto, que resultaba extraño que aparentemente no hubiera habido ningún hombre en su vida.

¿Cómo demonios sabía el nombre del agente?

Repasó mentalmente todas las conversaciones que había mantenido con su amiga desde que Palm la había acompañado al piso de Tara aquella noche. Estaba prácticamente segura de que solo se había referido a él como «el agente inmobiliario». Y además solo lo había mencionado alguna vez.

El agente inmobiliario que tiene que venderme la casa se acababa de marchar. Por suerte volvió a buscar algo que había olvidado y entonces entró conmigo. Encendió de nuevo el interruptor principal, que está en el sótano, y me ayudó a registrar la casa. Pero no encontramos a nadie.

—¿Qué te pasa? —preguntó Tara, a su lado—. Estás muy pálida. ¿Te encuentras bien?

—Sí, sí. Estoy bien. —Gillian intentó sonreír, pero por lo visto no consiguió hacerlo de un modo muy convincente, a juzgar por la insistencia de Tara.

—¿Seguro? ¡Pareces alterada!

—Es solo que no estoy segura de estar actuando correctamente —expuso Gillian—. De repente me parece una locura esconderme en un lugar remoto. Es un paso muy dramático.

—Quedarse aquí podría acabar siendo mucho más dramático —replicó Tara—. Si al asesino le da por volver a intentarlo…

Habían llegado a Thorpe Bay y al silencio de sus calles y sus casas. Los jardines estaban cubiertos de nieve y los niños se lanzaban en trineo por una colina de una zona verde. Hasta poco antes, todo aquello había sido un escenario normal en la vida de Gillian.

Pero había dejado de ser normal. En esos momentos se disponía a huir de todo aquello.

Y notaba ese hormigueo en la nuca. En el fondo eran nervios, un recelo tan flagrante que se veía incapaz de acallarlo.

Había una voz en su interior que le suplicaba continuamente, en voz baja pero con vehemencia: ¡Aléjate! ¡Aquí pasa algo raro! ¡Procura salir del coche de tu amiga! ¡Intenta desembarazarte de ella!

Tal vez sí dije el nombre del agente en algún momento sin darme cuenta, pensó Gillian desesperada, ¡no me atrevería a jurar lo contrario!

Quizá desde entonces se había sentido tan confusa y asustada que le parecía ver fantasmas por todas partes.

Tara detuvo el coche frente a la entrada de la casa de Gillian. Los neumáticos se hundieron en la nieve.

—Hemos llegado —anunció.

Tara miró a Gillian y a esta le pareció ver algo extraño en los ojos de su amiga.

Una mirada desconocida. Con las pupilas dilatadas.

Aquellos ojos la miraban fijamente.

Gillian sintió miedo de repente y se dio cuenta de que Tara no debía notarlo. No podía permitir que percibiera esa desconfianza, ese temor, ese desconcierto.

—De acuerdo —convino con el tono más despreocupado del que fue capaz—, pues entraré un momento de nada, recojo unas cuantas cosas y me marcho. Deberías volver a casa, Tara. Así no tendrás que conducir de noche.

—No tengo prisa en absoluto —dijo Tara. Abrió la puerta y salió del coche—. Te acompaño.

Gillian también bajó. Llevaba la llave del coche en la mano y no paraba de temblarle. Tan solo esperaba que Tara no lo hubiera visto.

Tara rodeó el coche. Se movía de un modo completamente normal.

¿Y si lo que ocurre es que me estoy volviendo loca?, pensó Gillian. Probablemente estoy al borde de un ataque de nervios y no hago más que imaginarme locuras.

En ese preciso instante oyó que la llamaban al móvil. Lo tenía en el bolso, que se había quedado a los pies del asiento del acompañante del coche de Tara.

Gillian se dio la vuelta, pero Tara la detuvo enseguida.

—Déjalo. Ya devolverás la llamada. No deberías perder tiempo. —Había adoptado de nuevo aquella mirada fija.

Gillian notó el sudor en la frente.

—De acuerdo —dijo. Le pareció que su propia voz había sonado extraña, pero también supuso que Tara no se había dado cuenta.

Caminaron pesadamente hasta la casa. Gillian abrió la puerta y se sacudió la nieve de las botas. Oyó cómo su amiga hacía lo mismo justo detrás de ella.

Notó que el corazón le latía rápido y con fuerza. Cada vez tenía la frente más sudada. No sabía si era una casualidad, pero Tara no se despegaba de ella ni un momento. Era impensable que pudiera ir a ninguna parte desde donde pudiera llamar por teléfono. Y en caso de que pudiera, pensó, ¿qué le diría a mi interlocutor, al del otro lado de la línea telefónica? He venido a mi casa con una amiga. De golpe tengo una sensación extraña, le pasa algo. Por supuesto, puede ser que no sean más que imaginaciones mías, pero estoy muerta de miedo y creo que necesito ayuda.

En realidad solo había una persona a quien podía llamar. La única persona que no la tomaría por loca y que acudiría corriendo: John. Solo tenía que decirle: «¡Ven, por favor!» Y él obedecería.

Pero no podía plantearse la posibilidad de llamarlo a escondidas. Llevaba a Tara pegada como una sombra.

En el aseo, pensó Gillian, allí me libraré de ella un momento.

Había un aseo para los invitados en la planta baja. Con una ventana que daba fuera. Podía intentar trepar por ella y correr hasta la calle. Llamar a la puerta de un vecino y pedirle si podía hacer una llamada.

Tara poco podría hacer contra eso.

—¿Qué pasa? —preguntó esta—. ¿No ibas a subir y recoger tus cosas?

Gillian se volvió hacia su amiga con la esperanza de que su aspecto no reflejara lo mal que se sentía por dentro.

—Tengo que ir al baño urgentemente —dijo a modo de disculpa—. ¿Me esperas un momento?

Tara la miró fijamente.

En ese preciso instante sonó el teléfono y las dos mujeres se sobresaltaron. Fue Gillian la que alargó el brazo para cogerlo.

Tara lo evitó.

—Deja que suene. ¡Eso solo nos entretendrá!

Tras el sexto tono de llamada saltó el contestador automático del pasillo.

8

Samson estaba muy lejos de comprender realmente el curso que estaban tomando las cosas y John se había marchado tan rápido del piso que no había podido preguntarle nada más. Se había quedado confuso e inquieto dentro de ese piso tan austero.

Se puso a recordar una vez más los últimos minutos de la conversación.

—¿Gillian está en peligro? —le había preguntado.

La respuesta de John no había sido precisamente tranquilizadora.

—No lo sé.

Y luego él había preguntado si era Tara, su mejor amiga, el peligro que la amenazaba.

—Espero que no —había respondido John.

Y eso había sido aún peor.

Tara.

Samson no sabía qué pensar acerca de las pocas palabras que le había oído decir a John durante la conversación telefónica. Este había mencionado el nombre de Tara Caine y se había quedado de piedra. Habló de un vínculo que habían estado buscando sin cesar. De algún modo todo eso tenía relación con la esposa del Caritativo, pero Samson no conseguía hacer encajar esas ideas sueltas.

Intentó recuperar de su memoria el aspecto de Tara Caine.

La había visto varias veces, cuando ella había acudido a visitar a Gillian. A Samson enseguida le quedó claro que entre las dos mujeres había una estrecha amistad. Nunca se saludaban de forma demasiado efusiva, sino con una profunda intimidad que convertía en superfluo cualquier aspaviento. Tara le había gustado. Celoso y desconfiado, había velado por la imagen que se había creado de Gillian y su familia, cuya integridad era sagrada para él. Por consiguiente, había sido un hecho importante el modo en el que se integraba esa amiga. Tara Caine no lo había inquietado. Le había parecido simpática y, aún más importante, encajaba bien con Gillian. Parecía una mujer muy normal, inteligente, elegante, aunque sin estridencias, sin voluntad de llamar la atención. En ocasiones era evidente que llegaba a casa de Gillian directamente desde la oficina, por los elegantes trajes chaqueta que vestía. Sin embargo, otras veces llegaba en vaqueros, sudadera y zapatillas deportivas.

Bien, había pensado él, todo correcto. La amiga perfecta para la mujer perfecta de la familia perfecta.

Ahora sabía que, evidentemente, se había equivocado. Thomas Ward no era un hombre amable en absoluto y el matrimonio de los Ward llevaba tiempo en la cuerda floja. Gillian se había enredado en una relación extramatrimonial y tenía muchos problemas con su hija. Y en esos momentos parecía que algo tampoco encajaba en la relación de Gillian con su mejor amiga, aunque Samson no tenía ni idea de qué era.

¿Tara supone un peligro para Gillian?

Espero que no.

No podía dejar de recorrer la distancia existente entre la ventana y la silla que había en medio de la habitación. La estancia olía a patatas fritas. Samson miró con repugnancia la hamburguesa mordida que había dejado en la tapa de la caja de cartón. No comprendía que poco antes se le hubiera podido hacer la boca agua de hambre. En esos momentos se le revolvía el estómago con solo pensar en comer.

John había dicho que Gillian estaba en el piso de Tara. Era comprensible. Debía de haber sido una pesadilla para ella volver a la casa en la que habían asesinado a su marido. Y Samson se avergonzaba del alivio inconfesable que había sentido, porque John era la única persona que lo ayudaba y se arriesgaba por él, pero Gillian no había buscado refugio en casa de él, sino en la de su mejor amiga.

Eso le hizo llegar a la conclusión de que al fin y al cabo la relación tampoco debía de ser tan estrecha.

John había intentado llamar a Gillian, pero ella no había respondido al móvil. Si corría algún tipo de peligro, cabía la posibilidad de que ella no lo supiera.

Samson había leído muchas veces la expresión «tirarse de los pelos», y hasta el momento tan solo había sido una manera simbólica de manifestar que alguien estaba en una situación de ira, incertidumbre o perplejidad desesperadas. Por primera vez pudo constatar que realmente era posible acabar haciéndolo físicamente: se dio cuenta de que se estaba tirando de los pelos, que se agarraba la pelambrera con los diez dedos encrespados, como si eso pudiera ayudarlo a movilizar su inteligencia, a dar con una buena idea que pudiera ayudar de algún modo, que lo liberara de esa situación que solo le permitía esperar. En una pensión sin calefacción, en una caravana instalada en una obra abandonada o en un piso antiguo vacío, lo único que había podido hacer había sido sentarse a esperar algo que ni siquiera sabía qué era.

Quería hacer algo de una vez por todas. Quería provocar que sucediera algo de una vez. Quería ser útil. No para sí mismo, sino para contribuir a resolver ese caso tan intrincado.

Y sobre todo por Gillian.

Había quedado completamente despeinado, tenía los pelos de punta, pero al fin se le ocurrió una idea. Era evidente que John había intentado advertir a Gillian con esa llamada que ella no había aceptado. ¿Acaso no podía él hacer lo mismo?

Podía conseguir el número de teléfono de Tara Caine y llamar a su casa. Sin embargo, esa idea no estaba exenta de dudas. Era viernes por la tarde. Había muchas probabilidades de que la mujer ya hubiera salido del trabajo y llevara rato en casa. Posiblemente respondería ella misma al teléfono. En la pantalla del teléfono podría ver el número de John Burton. Y él, Samson, ¿qué le diría?

Hola, soy Samson Segal, el hombre al que buscan como sospechoso de haber cometido varios asesinatos. Como puede comprobar, me encuentro en casa de John Burton, el ex madero. ¿Podría hablar con Gillian, si es tan amable?

Tal vez hubiera alguna manera de desconectar la identificación de llamada del teléfono de John, aunque no tenía ni idea de cómo hacerlo. Quizá fuera capaz de presentarse con otro nombre y tal vez eso le permitiría que Tara le dejara hablar con Gillian.

¿Y luego?

¿Gillian recibiría la advertencia sin alarmarse, teniendo en cuenta que tendría justo al lado a la persona de la que pensaba advertirla?

De todos modos, pensó, tengo que intentarlo.

De repente, tenía calor.

No habría sido necesario que se hubiera preocupado tanto: una locución telefónica lo informó de que no podía obtener el número de teléfono de Tara Caine. La fiscal había bloqueado su número privado.

No me extraña en absoluto, teniendo en cuenta su cargo, pensó Samson, ¡de lo contrario más de un presidiario la acosaría para aterrorizarla una vez en libertad!

No podía limitarse a ocupar el sillón de nuevo y dejar que pasara el tiempo. Imposible, después de haberse atrevido a llegar tan lejos, aunque solo hubiera sido mentalmente.

Por una vez, quería ser decisivo.

Por una vez, quería ser el héroe.

Llevó los restos de aquella comida repugnante a la cocina, los tiró a la basura y, curiosamente, mientras lo hacía se le ocurrió una salida.

Gillian vivía en casa de Tara, a pesar de que probablemente debía de regresar de vez en cuando a su casa. Para regar las plantas, vaciar el buzón o recoger algo que pudiera necesitar. Sabía su número de teléfono de memoria. Y tenían contestador automático. A menudo solía llamar a los Ward cuando sabía que no había nadie en casa, para poder escuchar la voz de Gillian: «No podemos atender al teléfono en estos momentos, pueden dejarnos un mensaje si lo desean».

En esas ocasiones, siempre colgaba sin decir nada. Pero esa vez hablaría. Y aunque esa acción no prometiera ninguna garantía de éxito, puesto que no podía prever cuándo escucharía Gillian los mensajes almacenados, al menos era una oportunidad. Y no le pareció que fuera una oportunidad insignificante. Sería mejor que no hacer nada.

Volvió al salón. Con los dedos temblorosos marcó el número y se aclaró la garganta varias veces.

¡No podía fallarle la voz en ese momento!

9

Gillian y Tara se quedaron mirando embobadas el contestador automático.

La voz de Gillian sonó alta y clara en la habitación: «Pueden dejarnos un mensaje si lo desean».

El aparato emitió un pitido.

Lo primero que se oyó fue un potente carraspeo. Un hombre, pensó Gillian. Tal vez fuera John. Tal vez Luke Palm quería preguntarle algo más acerca de la venta de la casa. Luke Palm, ese nombre que Tara no tenía por qué conocer.

—Sí, bueno… hola, señora Ward —dijo la voz. No cabía duda de que se trataba de un hombre. A Gillian le pareció haber oído esa voz anteriormente, pero no era capaz de ubicarla.

—Soy yo, Samson. Samson Segal.

Gillian se quedó boquiabierta. Samson Segal. Ese hombre extraño al que la policía no conseguía encontrar. No solo la llamaba, sino que además se atrevía a dejarle un mensaje en el contestador automático.

—Señora Ward, estamos preocupados por usted. —La voz de Samson empezó a sonar menos dubitativa—. Tal vez le parecerá extraño y la verdad es que no sabría explicarle el motivo, pero… debería usted tener cuidado con su amiga, Tara Caine. Hay algo raro en ella. Tenga cuidado, por favor. —Hizo una pausa—. Espero que no tarde mucho en oír este mensaje —añadió—. Es importante, por favor.

Se oyó un clic y la llamada terminó.

Gillian no se movió. Incluso tuvo la impresión de que ni siquiera estaba respirando.

No sabía por qué motivo la había llamado precisamente Samson Segal. No tenía ni idea de a quién se había referido cuando había dicho «estamos». No comprendía en absoluto cómo había podido llegar a la conclusión de que Tara suponía un peligro para ella. Pero se dio cuenta de algo: de que tenía razón. Lo que había dicho no era ninguna tontería. Lo que había visto en la casa no había sido ningún fantasma.

—Tienes buenos amigos —dijo Tara detrás de ella. Su tono de voz sonó distinto. Exento de emoción, de entonación de ningún tipo—. Son valientes y se preocupan por ti, me alegro.

Gillian se pasó la lengua por los labios, que parecían habérsele secado de repente. Se volvió hacia Tara e intentó sonreír con la esperanza de lograr algo más que una mueca temblorosa.

—Segal no es amigo mío, sino un perturbado. Como sabes, la policía lo está buscando. Supongo que lo que intenta es exculparse. Debe de pensar que su situación mejorará si va extendiendo rumores falsos.

—Rumores interesantes —dijo la fiscal.

Gillian se encogió de hombros.

—Ese tipo no está bien de la cabeza. No pienso hacerle caso. Oye, debería darme prisa. Voy al baño un momento y luego…

—¿Qué te propones hacer? —preguntó Tara. En su postura y en su tono de voz había una actitud claramente acechante—. ¿Escapar por la ventana del váter?

Gillian intentó mantener una apariencia impasible, pero se dio cuenta de que no podía fingir tanta naturalidad.

—Claro que no. ¿Con qué me sales tú ahora? Solo quiero…

—Olvídalo —la interrumpió la mujer—. ¡No me tomes por tonta! Querías escapar, ¿verdad? Estás temblando de miedo, Gillian. Y no solo por lo que ha dicho ese idiota —dijo con un movimiento de cabeza en dirección al contestador automático—. Ha sido lo suficientemente imbécil para soltar su advertencia en voz alta, ¡para que se oyera por toda la casa!

—No es cierto, yo…

—Ya te he visto rara en el coche. Simplemente todavía no estaba segura al cien por cien, era solo una sensación… Si hubieras sido más hábil, aún podrías haberte salvado, pero… tras esta advertencia tan explícita… ¿En serio crees que te quitaré el ojo de encima?

Gillian notó cómo le titilaban los ojos y oyó el murmullo de la sangre en los oídos, pero hizo un esfuerzo por dominarse. No podía flaquear en ese momento. Tenía que mantener la calma.

—¿Por qué, Tara? —preguntó Gillian—. ¿Qué ocurre? ¿Qué te he hecho?

Esta la contempló con interés. Gillian le aguantó la mirada con mucha angustia. Era el rostro familiar de su amiga, un rostro que conocía desde hacía años, y aun así lo veía completamente distinto. Tenía otra expresión, una mímica desconocida. Y luego estaba esa voz que no era la de Tara, que no albergaba sentimientos como la de su amiga. Risa o preocupación, alegría o ira. Nada de eso podía desprenderse de su tono de voz en esos momentos. De algún modo era como si se tratara de una voz sin alma, una voz inhumana.

—Personalmente, a mí no me has hecho nada —dijo Tara—. Pero Carla ni Anne tampoco me habían hecho nada.

Se voz estaba cargada de odio. Gillian se estremeció.

—Carla y Anne… —repitió, desconcertada—. ¿Fuiste tú quien…?

Tara se encogió de hombros.

—El mundo no es peor sin ellas —sentenció Tara tras encogerse de hombros.

—¿Y Tom…?

—Lo de Tom no estaba previsto.

—Tara, no comprendo lo que ocurre —dijo Gillian con tono de súplica—. Por favor, explícamelo…

La fiscal se rió, aunque no fue una risa alegre.

—No, cielo. Sé perfectamente lo que te propones. Quieres enredarme en una larga y agradable conversación con la esperanza de que, entretanto, alguien venga a sacarte del atolladero. ¡Olvídate de eso! Lo que tenemos que hacer es decidir qué haremos ahora. ¿Sabes qué es lo más trágico de todo esto? Que realmente había decidido dejar que te marcharas. No me preguntes por qué. Puede que sea a causa del tiempo que hemos pasado juntas, o tal vez porque ya he fracasado dos veces contigo.

La sombra que vi era ella, pensó Gillian horrorizada. Por eso conocía el nombre de Luke. Ha intentado matarme dos veces.

Pero ¿por qué? ¿Por qué?

—Quería tenerte lejos. No te soporto más, Gillian. Ya que tenías miedo de vivir aquí sola, me habría parecido genial que te hubieras buscado un hotelito. Donde fuera. Desde allí podrías haberte mudado directamente a Norwich y con un poco de suerte no habríamos vuelto a vernos en la vida. Pero ahora no puedo dejar que te marches. Seguro que puedes comprenderlo.

—¡Por favor, Tara! ¿Por qué?

Esta metió una mano en uno de los bolsillos de su chaqueta y un segundo después tenía una pistola en la mano. La apuntó hacia Gillian.

—Lo primero que tenemos que hacer es ir a algún lugar en el que estemos seguras. Es probable que lo siguiente que haga el tipo que te acaba de dejar el mensaje en el contestador sea llamar a la policía. O sea que lo mejor será marcharse de aquí. Y luego ya decidiré qué hago contigo. —Señaló hacia la puerta con el arma—. Primero vamos al garaje. Te quiero delante de mí. Si haces un movimiento brusco, si intentas escapar o algo parecido, te meto una bala en todo el cráneo, ¿entendido? No dudaré ni un segundo.

Gillian tragó saliva. Se sentía como si estuviera participando en una extraña obra de teatro, completamente irreal. En cualquier momento, Tara estallaría en una carcajada y no sería ese tipo de risa malévola, desconocida, sino que sonaría natural y amistosa, como Gillian la había conocido, bajaría la mano en la que llevaba el arma y diría: ¡Gillian, no te asustes tanto! ¡Era broma! ¡Solo quería darte un buen susto! Por Dios, ¿cómo has podido tomártelo en serio?

Sin embargo, sabía que eso no ocurriría. Todo aquello no era ninguna broma. A Tara no le habían gustado nunca las bromas macabras. No tenía ese sentido del humor.

Lo había dicho en serio.

Poco a poco, Gillian se dirigió hacia la puerta. Tara se hizo a un lado para dejarla pasar. Cogió un rollo de precinto para embalajes que estaba sobre un montón de cajas de cartón junto a la puerta.

Una vez fuera, Gillian lo intentó con una súplica:

—Tara, no sé qué tienes contra mí. Pero sea lo que sea, piensa en Becky, por favor. Ahora solo me tiene a mí.

Tara se rió de nuevo. Volvía a ser una carcajada siniestra, exenta de cualquier emoción.

—No me creerás, Gillian —dijo—, pero precisamente es en ella en quien pienso. Todo el tiempo he estado pensando en ella. Becky ha sido el motivo de todo esto. ¿Sabes? para algunos niños es mejor crecer sin padre ni madre. Para algunos niños es mejor vivir en un orfanato. Créeme, sé de lo que hablo.

—Pero…

—Por favor, cierra el pico y continúa —le ordenó mientras hundía la pistola en los pliegues del abrigo de Gillian. Si alguien hubiera llegado de repente, ni siquiera habría visto el arma. Sin embargo, no había nadie en absoluto. La calle parecía desierta mientras empezaba a caer la noche—. Seguro que todavía tendremos tiempo de hablar. Más tarde. —Hizo un gesto con la cabeza en dirección al garaje.

Gillian recorrió lentamente el sendero del jardín.

10

—Sabía que volvería —dijo Liza Stanford con resignación. Al principio no había abierto cuando John había llamado a la puerta, de manera que él había empezado a recorrer el suelo adoquinado frente al bloque de viviendas con la esperanza de que ella mirara por la ventana y viera que solo era él quien acudía a visitarla y no su marido, ni la policía, ni nadie más de quien pudiera estar huyendo. A continuación, John había llamado de nuevo y al fin se oyó el zumbido que permitía abrir la puerta. Ella lo había esperado arriba con la puerta abierta, aunque solo un resquicio.

—¿Le apetece una taza de té? —preguntó en cuanto él hubo entrado.

—No. Gracias, Liza. ¿Conoce a una tal Tara Caine? —John se fijó bien en la reacción que tenía mientras le formulaba la pregunta.

Liza se sobresaltó, se le dilataron las pupilas.

—Tara Caine, sí. Sí, la conozco.

—Ayer le pedí que me contara todo lo que sabía —le recordó John.

—Pero no me preguntó nada acerca de ella —replicó Liza en voz baja. Entró en el salón y se sentó en una silla frente a la mesa del comedor. John la siguió pero se quedó de pie en medio de la estancia.

—El coche que lleva está registrado a nombre de Tara Caine. Y supongo que debe de haber sido ella también quien ha alquilado este apartamento, ¿no?

Liza asintió.

—¿Le pasa dinero, también? Porque su marido debe de haber bloqueado las cuentas, si no me equivoco.

—Abrió una cuenta a su nombre y me dio la tarjeta para que pueda retirar dinero si necesito algo.

—Cuánta generosidad. Le paga el alquiler, le paga la manutención. Esto no es normal, ¿no le parece?

—Se lo devolveré todo. Lo hemos acordado así.

—Ajá. ¿Cuándo? ¿Y cómo?

—Todavía no lo sé. Todo tenía que ser tan rápido… No podíamos planificarlo todo hasta el final.

—¿Qué es lo que tenía que ser tan rápido?

—Yo tenía que marcharme. ¡Tenía que desaparecer! —Había estado hablando con la mirada fija en el sobre de la mesa, pero en ese momento alzó los ojos. John pudo verle las lágrimas y la expresión de ira—. No puede imaginarlo. No puede imaginarlo nadie que no lo haya vivido. Llevo años con el alma en vilo. Llevo años soportando la desesperación, la humillación, el dolor físico y la tortura psicológica. Sabía que terminaría matándome. No tenía ninguna duda.

—No habría llegado tan lejos —sentenció John—. Francamente, su marido es un malnacido, Liza, pero no es tonto. No se habría arriesgado a acabar en la cárcel.

—No habría acabado en la cárcel, créame. Habría hecho que pareciera un accidente, habría encontrado un refugio, habría encontrado la manera de salir indemne. Él es así. Lo conozco bien desde hace tiempo.

Ahí estaba de nuevo, con ese manto de omnipotencia que Liza siempre estaba dispuesta a colgarle a su marido. Él estaba por encima de todo, por encima de la ley y el orden, nadie podía atraparlo y rendirle cuentas, hiciera lo que hiciese. John pensó que tal vez consistiera precisamente en eso la mayor perfidia de los hombres como Logan Stanford: que hundían a sus mujeres en el polvo mientras ellos se elevaban en el cielo. Había algo todavía peor que la violencia física: la violencia psicológica, la que atentaba contra el raciocinio de sus esposas. Liza era una persona inteligente. Sin embargo, Stanford había llegado tan lejos que Liza había terminado por interiorizarlo: era un cero a la izquierda, mientras que él era Dios. Liza era incapaz de luchar contra él porque antes incluso de intentarlo tenía arraigada la idea de haber perdido de antemano.

Él negó con la cabeza. No era el momento de filosofar. No sabía exactamente por qué, pero tenía la sensación de que el tiempo apremiaba. De que el peligro era inminente.

—Sea como sea —dijo él. De momento tampoco tenía sentido intentar hacerle entender a Liza que su marido podía acabar en la cárcel de todos modos, como cualquier otro criminal—. ¿Cuánto hace que conoce a Tara Caine?

—Desde el mes de octubre del año pasado —contestó Liza—. Desde el treinta y uno de octubre.

—O sea que no hace mucho, ¿no?

—No. Más o menos dos meses y medio.

John se acercó a la mesa y se sentó frente a ella. Vibraba de impaciencia, le habría gustado poder obtener toda la información más rápidamente, pero hizo un esfuerzo por controlarse. Si le pegaba una bronca, corría el riesgo de que se cerrara en banda y no dijera nada más.

—¿Cómo se conocieron?

Liza sonrió.

—Por casualidad. Un antiguo colega de mi marido celebraba su cumpleaños, setenta y cinco años, y nos invitó a Logan y a mí a una gran fiesta en el hotel Kensington. Mi marido insistió en que lo acompañara a pesar de lo mal que me encontraba. Yo estaba al borde de un ataque de nervios y además volvía a llevar un ojo morado, el izquierdo. Ya no lo tenía hinchado, pero seguía estando azulado. Es difícil sentir seguridad cuando tienes que estar con gente de ese modo.

—Completamente comprensible —convino John—, pero ¿su marido no temía los comentarios que pudiera hacer la gente sobre usted y posiblemente también sobre él?

—Sabía que intentaría disimular el cardenal a toda costa. No era la primera vez que pasábamos por una situación de ese tipo. Tengo un maquillaje extremo para camuflar esas heridas, es algo muy útil para las esposas maltratadas, ¿sabe? De ese modo pude disimular el problema hasta cierto punto.

—O sea que acudieron a esa fiesta…

Ella asintió.

—Había mucha gente. Sobre todo, juristas. Abogados, fiscales, jueces… Mi marido siempre acababa convirtiéndose en el centro de atención gracias a su elocuencia. Se jactaba de las obras de caridad que llevaba a cabo. En verano había organizado un torneo de tenis en beneficio de los huérfanos del sida en África que había tenido un éxito enorme, había recogido una buena suma de dinero y se dedicó a celebrarlo. Todos le daban palmaditas en la espalda y destacaban lo buena persona que era… yo aguantaba el tipo a su lado y solo tenía ganas de vomitar. De verdad, me habría gustado vomitar en medio de la habitación, entre toda aquella gente emperifollada que creían estar haciendo el bien cuando en realidad lo único que hacían era celebrar su propia existencia y ni siquiera se daban cuenta si estaban pisando a alguien que lo estaba pasando realmente mal.

John supuso lo que venía a continuación.

—La fiscal Caine también estaba entre los invitados. A diferencia de los demás, ¿se dio cuenta de algo?

—Yo lo estaba pasando realmente mal, esa noche —dijo Liza—. Hacía un calor insoportable y de repente tuve la sensación de que estaba sudando mucho. Temía que se me corriera el maquillaje. Qué tontería, ¿verdad? En realidad habría sido embarazoso para mi marido si de repente todos hubieran visto mi ojo morado. Pero yo solo lo veía como una deshonra para mí.

—Por lo que sé —intervino John—, eso es precisamente lo que sienten muchas mujeres en ese tipo de situaciones.

—Escapé al servicio de señoras. Por suerte no había nadie. Mientras intentaba restaurar mi maquillaje frente al espejo, me eché a llorar de repente, fue algo compulsivo, de verdad. Estaba absolutamente horrorizada, el maquillaje quedó completamente arruinado, no paraban de brotarme lágrimas de los ojos… y sabía que tenía que volver a la fiesta enseguida. Pero es que no podía parar, simplemente no podía parar.

Guardó silencio. En su rostro quedaba claro que estaba reviviendo aquel momento, el momento en el que su vida había empezado a cambiar.

—Entonces la puerta se abrió de repente —prosiguió—, y yo casi me muero del susto. Fue Tara la que entró. Todavía no la conocía, pero supuse que debía de ser una de las invitadas a la fiesta de cumpleaños. No tuve tiempo de esconderme dentro de un reservado. Lo que hice fue coger un montón de pañuelos de papel y fingir que estaba resfriada o que sufría alergia o algo por el estilo… Pero Tara se me acercó por la espalda y me preguntó si podía ayudarme. Dejé caer los pañuelos, llorando, y nos miramos a través del espejo. Entretanto ya no tenía nada de color en mi rostro completamente empapado de lágrimas. La piel que rodeaba el ojo mostró sus tonos irisados. Creo que estuvimos al menos un minuto sin hablar, hasta que al fin ella se limitó a decir: «¿Su marido?». Fue una pregunta y una constatación, todo en uno. Y por primera vez no busqué excusas, nada de caídas por la escalera, ni accidentes en bicicleta, ni golpes con la raqueta de tenis. No me sentía con fuerzas para ello, por lo que me limité a asentir. Tara me preguntó si era la esposa de Logan Stanford y yo asentí de nuevo.

—¿Y ahí empezó el plan que consistía en esconderla? —preguntó John.

—Todavía no —respondió Liza—. Le expliqué que en ningún caso podía regresar a la fiesta. Tara me ayudó. Me sacó discretamente del hotel, pidió un taxi y me llevó a casa. Pagó a la mujer que había estado cuidando de Finley y la mandó a casa mientras yo esperaba en el coche. Me preparó un té caliente y yo no pude parar de llorar en todo el rato.

—¿Se lo contó todo?

—Sí. Absolutamente todo. Las palabras salían solas.

—Tara es fiscal. Teóricamente debería haber entablado un pleito con o sin su consentimiento.

—Eso me dijo ella también, pero yo le supliqué que no lo hiciera. Al final me prometió no hacerlo, pero antes de marcharse me miró fijamente y dijo: «Liza, no pienso parar hasta que sea usted misma la que acuda a la policía para denunciarlo. Debe dar ese paso, es importante. Se trata de su vida y de su autoestima. ¡Ese criminal debe acabar entre rejas!». Eso fue lo que me dijo, literalmente.

—Y luego —supuso John—, ¿siguió pendiente de usted?

—Sí, me llamaba casi a diario. Insistía, me animaba. En ocasiones me alegraba oír su voz, aunque en otras hacía que me sintiera entre la espada y la pared. Pero al fin y al cabo… me consoló mucho haber encontrado a alguien a quien no le daba igual lo que pudiera sucederme. A pesar incluso de lo hostigada que me hacía sentir.

—¿Tara estaba enojada por la situación?

—Sí —afirmó Liza—, y además con una vehemencia que me sorprendía. A veces tenía la impresión de que odiaba a Logan casi más que yo. Debe de haberle costado horrores no poder emprender un procedimiento judicial contra él enseguida. Por otra parte, necesitaba mi cooperación. No hubo testigos de nuestra conversación en el aseo y el asunto era comprometedor si yo no estaba completamente segura de poder declarar contra él. Además, parecía muy importante que el paso decisivo saliera de mí. Siempre insistía en que tenía que defenderme, que tenía que ofrecer resistencia, que tenía que pegarle. Que no podía quedarme con la sensación de que ella o la policía acabarían salvándome. Que tenía que salvarme yo. «Más adelante esto será muy, muy importante, Liza», me decía siempre.

—Y no se equivocaba —convino John—, pero en total, tal como lo ha descrito, tengo la impresión de que Tara es una persona extremadamente emocional. Casi parece como si… —dejó la frase inacabada.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Liza.

—Estaba pensando qué motivó a Tara Caine a implicarse en su caso con tanta vehemencia. Tengo la impresión de que tal vez haya tenido un papel relevante lo que ella haya experimentado en el pasado, aunque por supuesto no tengo ninguna prueba de ello, de momento.

—Nunca me ha hablado sobre su vida —dijo Liza. En sus ojos melancólicos y desesperados apareció una expresión de desconfianza—. ¿Qué ocurre? ¿Por qué se interesa tanto por Tara Caine?

—¿Por qué le ha alquilado este piso? —inquirió John en lugar de darle una respuesta.

—Bueno, todo esto fue muy rápido —contestó Liza—. A mediados de noviembre las cosas se agravaron entre mi marido y yo y acabé huyendo a casa de Tara completamente histérica. Por suerte, la semana anterior habíamos hablado tanto y tan a fondo del tema que ella consintió que abandonara a Finley. Él era muy importante para Tara, pero al final comprendió que Logan no osaría atacarlo jamás. Lo idolatra. Es lo único que tiene bueno.

—Sin embargo él se ha comportado de forma irresponsable y cruel —la contradijo John—. En mi opinión, Finley vive retraído en su mundo interior. Es inimaginable lo que su hijo debe de haber tenido que soportar durante todos estos años. Aunque no haya recibido maltratos directamente, tiene el corazón gravemente herido.

—Tara viene cada dos días —explicó Liza—. Quiere que denuncie a Logan, que le pida el divorcio, que empiece una nueva vida con Finley. Que no siga ocultándome. Soy consciente de que tiene razón, pero… —Negó con la cabeza—. Todavía no he llegado tan lejos. Hay días en los que casi creo que sería peor. Prefiero esconderme que aventurarme a salir de mi guarida y perjudicarlo. Pero Tara no da su brazo a torcer y tal vez ya hayamos llegado demasiado lejos. A menudo pienso si no soy más que… un proyecto para ella. Si lo que en realidad quiere es lograr algo con todo esto. Pero, bueno, como mínimo de momento me ha ofrecido un lugar seguro.

No está mal expresado, pensó John. Un proyecto. Podría ser. Tara Caine no se habría lanzado contra Logan Stanford tan a la ligera a pesar de las posibilidades que tenía de hacerlo desde su posición de fiscal. Tara quería animar a Liza para que fuera ella quien lo hiciera. Por eso invertía tanto tiempo y una suma nada despreciable de dinero. Si tenían éxito, no había duda de que recuperaría la inversión sin problemas: una vez divorciada, Liza sería una mujer muy acomodada.

Sin embargo, John estaba seguro de que el dinero no era la mayor motivación para Tara. No habría podido justificar por qué estaba tan seguro de ello. Simplemente lo intuía. Tenía que ser algo más importante, más significativo.

—¿Le ha contado a Tara algo acerca de Carla Roberts? —preguntó él—. ¿Y de Anne Westley?

—Hablamos de los dos casos, sí. Tara quería saber si alguien de mi entorno lo había notado alguna vez antes que ella y yo le dije que no. Que yo supiera, no. Pero se lo había confesado a dos personas con la esperanza de que sucediera algo, aunque no llegó a funcionar.

Ahí había algo… John todavía no lo veía claro, pero era como si algo se estuviera moviendo cada vez más en el interior de su mente, como si estuviera a punto de descubrir algo que arrojaría luz sobre todo ese tema. John había estado buscando lo mismo que el equipo de investigación de la policía: alguien que conociera a las tres personas, a las tres víctimas que durante tanto tiempo parecían no tener ningún tipo de vínculo común. Carla, Anne y Tom. Y Gillian, que probablemente debería haber estado en el lugar de Tom.

Por primera vez tenía un nombre, por primera vez desde que Samson Segal había entrado en el juego, aunque no había podido demostrar que este hubiera tenido ningún tipo de relación con Anne y Carla.

Tara Caine.

Estaba claramente obsesionada con la idea de ayudar a una mujer que no podría haber salido adelante sola, a la que todo el mundo había dejado en la estacada cada vez que había buscado ayuda.

Pero todavía quedaban lagunas por resolver. Todavía era incapaz de crearse una imagen completa que le mostrara el camino.

Aunque estoy muy cerca. Tiene que tener algún tipo de relación con Tara Caine. ¡Y Gillian está viviendo con ella!

John sacó su móvil.

—Disculpe —dijo—, debo hacer una llamada.

Volvió a marcar el número de teléfono móvil de Gillian por segunda vez ese día pero, una vez más, nadie respondió a la llamada. Al cabo de un rato saltó de nuevo el buzón de voz.

John decidió dejarle otro mensaje:

—Gillian, soy yo, John. Por favor, llámame. Es importante. ¡Por favor, coge el teléfono!

—¿Qué sucede? —preguntó Liza, cuya voz parecía poseída por la urgencia.

Él negó con un gesto.

—Esto ha ido demasiado lejos. Es posible que tengamos un problema grave.

John sabía que había llegado el momento de acudir al inspector Fielder. Entretanto había reunido una información que ya no podía seguir ocultando y necesitaba al aparato policial con todos sus recursos para poder continuar. No podría mantener a Liza Stanford al margen de todo aquello. Y a su ex colega, la agente Kate Linville, probablemente tampoco.

Tal vez debería no molestarse más.

Se puso de pie. Antes de acudir a la policía pasaría por el piso de Tara Caine. Al fin y al cabo, tal vez las dos mujeres estuvieran allí y el único motivo por el que Gillian no cogiera el teléfono era porque veía su número en la pantalla y temía que siguiera asediándola.

Pero eso tampoco es que le pareciera muy creíble. La última vez que habían hablado, Gillian no había tardado mucho en hacerle saber que pensaba marcharse de Londres. Era viernes por la tarde. Probablemente llevaba varias horas de viaje. ¿Estaría Tara con ella?

Entonces se le ocurrió otra cosa.

—¿Puede usted ponerse en contacto con Tara por teléfono? —le preguntó John.

No había ningún teléfono fijo en el piso, pero Liza tenía un móvil. Marcó el número de teléfono de la fiscal y le tendió el aparato a John.

—Es su número de móvil. Es el único que tengo.

Como era de esperar, nadie cogió el teléfono. Ni siquiera había buzón de voz. John maldijo en voz baja.

—Por favor, quédese aquí, Liza —le pidió mientras se dirigía hacia la puerta—. No intente buscar otro alojamiento de forma precipitada ni nada parecido. Quédese aquí, por favor. Tal vez necesite hablar con usted de nuevo.

John esperaba que la mujer no le pidiera discreción para con la policía, pero al parecer a ella no se le ocurrió esa idea.

—¿Adónde quiere que vaya? —preguntó con resignación—. De todos modos, sin Tara no puedo tomar ninguna decisión.

—Volveré —prometió él antes de salir por la puerta.

Mientras bajaba por la escalera, John pudo oír cómo Liza cerraba la puerta y le daba dos vueltas a la llave.

11

En el coche hacía calor. Tara debía de haber puesto la calefacción al máximo. La gruesa manta de lana que la cubría también contribuía a ello: Gillian notaba cómo el sudor le empapaba todo el cuerpo. La lana le picaba en la cara.

El miedo a morir ahogada le provocó una oleada de pánico. Necesitó toda su fuerza física para mantenerlo a raya. Encerrada con ese calor, con aquella gruesa manta que le tapaba la cabeza y el cuerpo, y la boca cerrada con precinto de embalaje, sabía que tenía que hacer lo posible para no volverse loca, porque, de lo contrario, pronto le faltaría el aire de verdad.

Le había suplicado a Tara que no utilizara el rollo de precinto.

—Por favor, por favor… Por favor, Tara. No me hagas esto. Tengo miedo. ¡Por favor! —Le había jurado no hacer ruido, pero esta no había querido escuchar sus ruegos.

—Ahora mismo serías capaz de prometerme cualquier cosa. Olvídalo, Gillian. No pienso correr riesgos. ¡Por ti, te aseguro que no!

En el garaje, protegida de las miradas curiosas, le había dado varias vueltas de precinto alrededor de la cabeza a Gillian, que había quedado con el pelo envuelto y ni siquiera era capaz de imaginar lo doloroso que sería quitar ese precinto de nuevo. No obstante, en esos momentos esa no era ni mucho menos su mayor preocupación. Lo peor era la falta de aire. El miedo a morir ahogada. El miedo a tener que vomitar. Por eso no podía dejar que el pánico se apoderara de ella. Era propensa a sufrir ataques de náuseas cuando se exaltaba en exceso.

Tara la había obligado a cruzar las manos en la espalda y luego se las había amarrado también con precinto.

—¿Dónde está la llave de tu coche? —le había preguntado.

Gillian solo podía emitir sonidos vagos, pero había hecho un gesto con la cabeza en dirección al coche de Tara, que estaba aparcado frente a la entrada. Esta lo comprendió. Recogió el bolso de su amiga, se lo llevó al garaje y empezó a revolverlo. Encontró la llave, la sacó y volvió a dejar el bolso. Gillian pensó inevitablemente en el móvil que había dentro, en que alguien había intentado hablar con ella apenas media hora antes. Ya no tendría la oportunidad de devolver la llamada.

Tara abrió el coche de Gillian y le ordenó que se sentara en el asiento del acompañante. A continuación cerró el coche. Gillian intentó desesperadamente quitarse el precinto que le amarraba las muñecas, pero ni siquiera consiguió aflojarlo un poco. Luego probó de abrir la puerta con las manos atadas, pero tampoco tuvo suerte. Lo único que podía hacer era quedarse ahí sentada y esperar.

Por el retrovisor vio que Tara subía a su coche, lo arrancaba y daba la vuelta para acercarlo marcha atrás a la puerta abierta del garaje. Empezó a ver claro que pensaba cambiarla de un coche al otro. Sin duda a Tara le habría gustado entrar el coche en el garaje y realizar ese transbordo con la puerta bien cerrada, pero no había suficiente espacio para ello. El enorme BMW de Tom se lo impedía.

Tara bajó de su coche, abrió el maletero y sacó a Gillian del otro coche.

—Métete en el maletero —le ordenó—. ¡Y nada de trucos!

Gillian, indefensa y resignada, se metió en el maletero del Jaguar mientras Tara la apuntaba con la pistola. No había mucho espacio y tuvo que ponerse en posición fetal, de manera que las rodillas casi le tocaban la barbilla.

Tuvo que luchar para no llorar en cuanto se dio cuenta de que Tara le estaba atando también los tobillos de forma despiadada. Durante un breve instante le había pasado por la cabeza la posibilidad de ofrecer resistencia. Tara había dejado a un lado la pistola y estaba inclinada hacia delante sobre la parte trasera del coche. Con un buen puntapié en el abdomen podría dejarla fuera de combate durante un momento. Pero luego, ¿qué? Con las manos atadas a la espalda ¿sería capaz de salir corriendo con la rapidez suficiente? La que había sido su amiga se recuperaría de nuevo enseguida y necesitaría solo unos segundos para coger de nuevo el arma. Gillian no tenía ninguna duda de que Tara se lo tomaría en serio. Un tiro en la cabeza, como había hecho con Tom.

Le había parecido demasiado arriesgado. Por si fuera poco, en esos momentos también tenía los pies atados, por lo que ya sus esperanzas se habían esfumado. La verdadera oportunidad de escapar la había tenido antes, cuando se había inquietado de repente y se había dado cuenta de que tenía que librarse de Tara. Lo habría conseguido si Samson Segal no hubiera tenido la funesta idea de advertirla por teléfono. ¿Cómo demonios había llegado ese tipo a sospechar de Tara? No cabía duda de que llevaba razón, pero ¿cómo demonios lo había descubierto? Y había dicho «estamos», en plural. ¿Con quién estaba compinchado?

Tara sacó una gruesa manta de lana del maletero del coche de Gillian y la había tendido sobre la mujer atada.

—Para que no pases frío —dijo—. Quién sabe cuánto tiempo tardaremos en llegar.

Una vez más Gillian abrió mucho los ojos, no solo porque la gruesa manta de lana le dificultaba respirar, sino también porque esa manta despertaba en ella el recuerdo de tiempos más felices: aquella manta era la que Tom solía llevar en el coche que había tenido mientras había estado en la universidad, un cacharro oxidado que arrancaba cuando le daba la gana y cuyos asientos traseros estaban tan destrozados que Tom había tenido que cubrirlos con aquella manta. Acababan de conocerse, estaban tan enamorados que se pasaban el día en las nubes y un día de mayo fueron juntos al mar a tomar un baño. Gillian recordaba el agua helada y el aire fresco de primavera de ese día. Había pasado demasiado tiempo en el agua y había salido temblando de frío, con los labios azulados y un pertinaz castañeteo de dientes. Tom había cogido la manta del asiento trasero del coche y la había envuelto con ella antes de abrazarla para intentar transmitirle algo de su calor corporal. Pasaron una eternidad sentados de ese modo, en una bahía solitaria en la que los cangrejos se enterraban en la arena, las aves marinas hacían piruetas en el aire y las resbaladizas algas verdes tendían cuerdas resplandecientes sobre las rocas planas de la playa. El cielo se reflejaba en los charcos que había formado la marea. Curiosamente, a Gillian esa situación le había parecido increíblemente romántica, una felicidad absoluta que había considerado inolvidable. Cuando años más tarde Tom había decidido no llevar más la manta en su elegante BMW, Gillian había decidido meterla en su coche.

Mientras Tara cerraba el maletero de golpe, movía su coche un poco hacia delante y volvía a salir para cerrar la puerta del garaje, Gillian pensó que, en caso de sobrevivir a aquella situación, su vida jamás volvería a ser normal. Aquellas vivencias pesarían demasiado, sería imposible librarse de ellas, igual que del recuerdo de Tom, del mar y de ese frío día de mayo que permanecía imperturbable en su memoria. A esa había que sumarle otras imágenes: el asesinato de Tom, que tan mal contorsionado había quedado sobre la silla del comedor; la noche con Luke Palm, cuando había creído haber visto una figura en la casa.

La voz de Samson Segal en el contestador automático.

La mirada yerma de Tara.

A partir de entonces, todo aquello pasaba a formar parte de su realidad.

Gillian lo habría dado todo por poder regresar a la normalidad de antes, para no tener que enfrentarse a ese mundo tan lleno de disputas. Solo quería recuperar su vida tal como había sido. Eso era lo único que deseaba.

Mientras el coche emprendía la marcha de nuevo, Gillian pensó en las posibilidades que tenía para llegar, al fin, a una conclusión más bien desesperada. ¿Cuándo la echarían de menos? Sus padres y Becky probablemente llamarían en algún momento y tras dos o tres intentos se extrañarían de que no cogiera el teléfono ni devolviera las llamadas perdidas. ¿Y luego? ¿Cómo llegarían a encontrarla?

Luke Palm intentaría ponerse en contacto con ella en cuanto alguien se interesara por la casa o si le surgían dudas acerca de algún detalle. Por lo menos Luke sabía que esa noche se había mudado a casa de su amiga, de la que, no obstante, no conocía ni el nombre ni la identidad. Sin embargo, conocía su dirección, puesto que había sido él quien la había llevado hasta allí en coche. ¿Acudiría a la policía extrañado por su desaparición?

¿Y luego?

Le había dicho a John que quería retirarse a un hotel, en el campo. Si se lo comunicaba a la policía, tal vez ni siquiera investigarían su desaparición: supondrían que Gillian habría actuado según lo que había planificado y que, por tanto, resultaría evidente que no deseaba ser molestada. Era exactamente lo que se esperaba de una mujer traumatizada por el asesinato de su marido. Sin embargo, encontrarían su coche en el garaje. Pero ¿entraría alguien allí dentro a comprobarlo? Además, también podría haberse marchado en tren, una circunstancia imaginable teniendo en cuenta las condiciones meteorológicas.

Había un atisbo de esperanza: Samson Segal, el idiota al que tenía que agradecer la delicada situación en la que se encontraba, había llegado de forma absolutamente incomprensible a la acertada conclusión de que Tara Caine representaba un peligro para ella. Pero ¿de qué le serviría esa convicción?

¿Qué se proponía Tara? Podría haberle disparado allí mismo, en su casa. ¿Era una buena señal el hecho de que no lo hubiera hecho? No necesariamente, pensó Gillian con desesperación. Tara no era tonta. Había oído la advertencia del contestador automático. Sabía que Luke Palm conocía adónde se había mudado Gillian esa noche. Los vecinos tal vez también las habían visto llegar por la tarde. Si en algún momento durante los días siguientes alguien encontraba el cadáver de Gillian en su casa, Tara sería sometida cuanto menos a un interrogatorio exhaustivo. La situación podría pasar a ser crítica para ella. No, Tara quería hacer exactamente lo que le había anunciado: encontrar un lugar seguro antes de pensar qué hacer a continuación. Había perdido el control de la situación. Primero había hablado demasiado con lo de Luke Palm y luego estaba la llamada de Samson.

Entretanto, Tara se lo había confesado casi todo a Gillian, a quien no debía de ver, por consiguiente, como alguien que aún tendría la oportunidad de revelar lo que sabía.

No puede dejarme escapar bajo ningún concepto, pensó Gillian, lo único que puede hacer es intentar hacerme desaparecer de algún modo que no levante sospechas sobre ella. No tiene otra opción.

Ante esa constatación, de repente notó que le costaba aún más respirar. La manta parecía presionarle pesadamente el rostro, como si fuera de plomo, y el precinto no solo la ahogaba por el hecho de taponarle la boca de forma cruel, sino también por el olor asfixiante a adhesivo que desprendía. El coche arrancaba, se detenía y volvía a arrancar. Había tráfico. Viernes por la tarde. Seguirían avanzando a trompicones hasta que hubieran llegado a las afueras de la ciudad, por lo menos. Aunque en las autopistas tal vez también hubiera retenciones. Lo peor de todo eran las ganas de vomitar. Entre el calor, el olor y las sacudidas del coche, el estómago de Gillian estaba más que revuelto. Por suerte apenas había comido nada durante todo el día. Sin embargo, las náuseas eran cada vez más intensas.

No pienses en ello, se ordenó a sí misma en un acopio de fuerza de voluntad. Concéntrate en otra cosa.

Podía oír la voz atenuada de un moderador radiofónico leyendo el parte meteorológico. Se esperaba mucho frío para los próximos días. No estaba previsto que siguiera nevando, pero de todos modos recomendaba a los conductores que se quedaran en casa si no era estrictamente necesario que salieran a la carretera. Las máquinas quitanieves todavía luchaban por despejar las vías de las últimas nevadas.

A continuación se oyó música.

A Gillian incluso le pareció oír cómo Tara tarareaba la canción.

Siempre hay una segunda oportunidad, pensó, prepárate para aprovecharla.

Apartó de su mente la idea que la acosó de repente: vaya dicho más tonto, ese de la segunda oportunidad. No estaba escrito en ninguna parte que siempre llegara una segunda oportunidad.

En ocasiones, ni siquiera llegaba una sola.

12

Había esperado que no hubiera nadie en casa de Tara Caine. Sin embargo, había llamado un par de veces antes de volver a la calle y espiar desde abajo. El balcón de Tara. Tras las cortinas de la ventana del salón, todo estaba a oscuras. La pequeña ventana que había junto al balcón también debía de pertenecer a su piso y tampoco allí brillaba ninguna luz.

Era el momento de acudir a la policía.

John subió de nuevo a su coche.

Pensó en la noche en la que había acompañado a Gillian en coche hasta allí, a principios de enero. Había recogido un par de cosas de su casa, se había vuelto a confrontar por primera vez con el lugar en el que su marido había encontrado una muerte violenta. La había ayudado a subir las cosas, pero ella no había querido que entrara en el piso. Él lo había comprendido: Becky estaba dentro, trastornada y absolutamente confusa. Y atenta. Justo después de la muerte de su padre, Becky no podía ver a otro hombre al lado de su madre, por mucho que este se presentara como un buen amigo que se había ofrecido a ayudarla. Habría podido oler que había algo más. Por lo menos Gillian había expresado ese temor y John había respetado que le preocupara.

En ese instante, mientras alzaba de nuevo la mirada hacia el piso a oscuras, pensó que tal vez no se había negado solo por Becky. Tal vez entonces ya había tenido un mal presentimiento respecto a Tara. Quizá esta ya había empezado a mostrar reticencias.

Pero no, eso no era posible. Y menos esa noche en la que, por lo que recordaba, Gillian le había contado a Tara los incidentes que habían provocado que John abandonara el cuerpo. Ese había sido el motivo de que las dos mujeres hubieran discutido. Tara había manifestado una falta de comprensión absoluta acerca de que Gillian se hubiera enredado con un hombre en cuyo historial apareciera la palabra «violación», como si de una horrible mácula se tratara. Una mácula de la que, a pesar de todo lo que había hecho para eliminarla, no había conseguido deshacerse del todo. Tara debía de haberse enfadado bastante, porque justo después Gillian había llevado a Becky con sus abuelos, a Norwich, y había regresado a su casa contradiciendo el consejo que le habían dado todos los que la querían bien.

¿Por qué no conseguía librarse de aquella sensación de estar pasando algo por alto?

Le he contado a Tara que habías sido policía. Y las circunstancias por las que lo dejaste…

Podía oír claramente la voz de Gillian. A John le había extrañado que ella hubiera regresado a casa y hubiera intentado explicárselo. Se había sentido incómoda porque él tenía que ver con aquella maldita historia, porque tendría que confrontarlo con la conclusión de que todo aquello tan desagradable seguía íntimamente relacionado con él, que John seguía despertando desconfianza y reservas y probablemente no dejaría de ser así.

Ha caído del guindo…

John se puso de pie.

En ese lugar había algo raro.

Ha caído del guindo…

¿Qué le había contado Kate? Tara Caine había solicitado y leído el expediente de Burton, y lo había hecho en diciembre. Y se lo había devuelto a Kate antes de Navidad. Eso significaba que ese jueves a principios de enero, cuando Gillian le había contado las investigaciones a las que habían sometido a John, Tara ya estaba al corriente del caso. Y además con todo detalle, puesto que se había informado de todos y cada uno de los pormenores del proceso, con pelos y señales. ¿Había «caído del guindo», o simplemente lo había fingido? Debía de haber simulado un sobresalto súbito ante Gillian.

¿Por qué?

Tal vez había querido ocultar a cualquier precio que había estado espiándolo. John supuso que con solo mencionarle el apellido «Burton» debió de pasarle por la cabeza algún vago recuerdo, probablemente una conversación con algún colega o algo que había podido cazar al vuelo por los pasillos. Se había informado… y no le había contado a nadie lo que había descubierto. En esos momentos Tara podría haber supuesto que Gillian no debía de tener ni idea del asunto pero, puesto que era su mejor amiga, ¿lo más normal no habría sido que le hubiera contado enseguida lo que había descubierto? Por lo visto no estaba convencida en absoluto de la inocencia de John, o como mínimo seguía viéndolo como un peligro potencial. ¿Por qué no se lo había mencionado y se había mostrado sorprendida cuando Gillian se lo había contado?

John sabía que a partir de aquello todavía no podía llegar a ninguna conclusión acerca de Tara. Había un buen número de explicaciones imaginables que resultaban inofensivas para su comportamiento, incluso para explicar su implicación en el caso de Liza Stanford, no es que quedara automáticamente bajo sospecha. Sin embargo, lo alarmaba esa proliferación de sucesos extraños.

Y lo inquietaba el hecho de que las dos mujeres hubieran desaparecido de repente y sin dejar rastro.

Arrancó el coche sin vacilar y se incorporó a la calzada de forma bastante temeraria, lo que provocó un bocinazo airado de otro conductor.

Directo hacia Scotland Yard.