Jueves, 14 de enero

1

Llevaba una hora vigilando el edificio de ladrillo rojo de la estación de metro de Hampstead, así como la bifurcación entera entre Hampstead High Street y Heathstreet en la que se encontraba la estación. A pesar del frío y de la nieve, en las tiendas, los pubs y los cafés reinaba un ambiente animado. No resultaría fácil identificar entre tanto transeúnte a la persona que le interesaba: una mujer rubia que estuviera buscando con la vista a su hijo.

Por supuesto, contaba con que ella probablemente se habría preparado para no llamar la atención. Cuando por algún motivo alguien quería pasar desapercibido, lo más normal era que usara una peluca. En ese sentido, el atributo «rubia» no era algo que pudiera esperar encontrar. También podía ser una mujer con el pelo negro, o pelirroja, que estuviera buscando a alguien por allí. Pero no veía a ninguna mujer que simplemente «estuviera por allí». La gente que salía de la estación y los que pasaban por la calle no se detenían. Hacía frío y el tiempo era húmedo. Todo el mundo estaba en constante movimiento.

En ese momento, lo importante era divisar a Finley y descubrir dónde se metía. John tendría más posibilidades si en lugar de tener que estar vigilando dos calles especialmente animadas al mismo tiempo podía concentrarse en un solo edificio y sus alrededores.

Tal vez tuviera suerte.

A su huésped, Samson, no le había contado lo que se proponía hacer. Por la mañana le había dicho que pasaría el día entero en la oficina. Le había pedido a Samson que no saliera del piso y que no le abriera la puerta a nadie. Samson se lo había prometido. Se había limitado a sentarse en el único sillón de ese salón tan vacío y a contemplar cómo John se marchaba.

En mi piso tampoco aguantará mucho tiempo, pensó John.

Cambiaba el peso de un pie al otro y de vez en cuando se echaba el aliento a las manos para calentárselas. Había olvidado los guantes. Lo más probable fuera que no acabara encontrando a Liza Stanford y terminara muriendo de una pulmonía.

Hacia las cuatro y media, cuando ya estaba convencido de que no descubriría nada más que le permitiera avanzar, de repente vio a Finley Stanford caminando por High Street. Debía de haber bajado del autobús más adelante. Cargaba con una mochila en la que seguramente llevaba las partituras de piano. Se movía con lentitud, no parecía tener prisa por llegar a ninguna parte. Era evidente que las lecciones de piano no lo volvían loco, precisamente.

John se espabiló de golpe. La frustración, el cansancio, el frío, todo desapareció en una fracción de segundo. Había llegado el momento. Si Liza Stanford tenía intención de ver a su hijo, ese era el instante más oportuno. Uno o dos minutos más tarde entraría en casa de su profesora de piano y solo le quedaría esperar hasta que volviera a salir. Para entonces, ya habría oscurecido.

Miró a su alrededor. A ambos lados de la calle, detrás de él, encima de él. ¿Había alguien por allí que le pareciera especialmente sospechoso?

La mujer apareció como si hubiera surgido de la nada. Eso ya le llamó la atención. John había mirado en esa dirección pocos segundos antes y no la había visto, ni siquiera por las proximidades. Y de repente, allí estaba, a unos cien metros calle arriba de donde él se encontraba. Iba muy abrigada, no más que el resto de la gente, por otra parte. Solamente hubo algo que a John le pareció extraño y es que no se le veía ni un solo mechón de pelo. Llevaba la cabeza cubierta con un gorro de lana bien calado hasta las orejas. Había escondido completamente el pelo debajo del gorro.

Sin embargo, teniendo en cuenta el tiempo que hacía, lo que más llamaba la atención eran las enormes gafas de sol que llevaba puestas. Eran monstruosas, prácticamente le cubrían todo el rostro. Además llevaba el cuello del abrigo vuelto hacia arriba y una bufanda con la que se cubría la barbilla… Sin duda alguna, esa mujer no quería que la reconocieran.

Se quedó mirando una casa al otro lado de la calle. Una casa de fachada rasa color azul con un anticuario en la planta baja. Justo al lado de la puerta de la tienda se abría un estrecho callejón que permitía acceder al patio interior del edificio y justo por ese callejón es por donde desapareció el pequeño Finley Stanford.

La mujer siguió ávidamente al chico con la mirada.

John ya estaba seguro. Absolutamente seguro. La tenía. Su plan había salido bien. El anhelo de una madre que necesita ver a su hijo. Y la lección de piano, que sin duda debía de haber sido idea de la madre. Ella había querido que aprendiera piano y él había accedido para complacerla. Las tardes de los jueves eran para ellos dos. La madre lo dejaba en aquella casa, salía a hacer un par de compras y volvía unos minutos antes de que terminara para poder escucharlo los diez últimos minutos. Luego tal vez salían a tomar una taza de chocolate caliente juntos; o un helado, en verano.

John lo vio claro. Lo percibió en la pose de la mujer y en el luto de ese rostro que ni siquiera las gafas, la bufanda y la gorra conseguían ocultar del todo.

Decidió ponerse en marcha.

O bien lo hizo con demasiada brusquedad o bien Liza Stanford, como les ocurre a ciertos animales, había desarrollado un sexto sentido para los peligros inminentes. Reaccionó con un sobresalto, miró a su alrededor y emprendió la retirada a toda prisa. Desapareció tan rápido que pareció como si nunca hubiese estado allí.

John echó a correr. Había sido demasiado imprudente, demasiado brusco. Esa mujer vivía sumida en el miedo a que la reconocieran y la descubrieran. Tenía mil antenas invisibles activadas en todas las direcciones. Se había dado cuenta enseguida de que alguien la estaba vigilando.

John se detuvo en cuanto dejó de verla. Era absurdo, la había tenido al alcance de la mano, si hubiera actuado antes… Reprimió una maldición y las ganas de patear la pared más próxima. Estaba furioso, sobre todo consigo mismo. Se le había escapado. Y lo que era peor: después de aquello no volvería a dejarse ver cerca de su hijo. Por mucho que se muriera de ganas de verlo. No volvería a correr un riesgo como ese así como así.

No serviría de nada entregarse al enojo y la decepción que sentía en esos momentos, tenía que mantener la calma y pensar. Cabía la posibilidad de que hubiera acudido hasta allí en coche y que, por consiguiente, lo hubiera aparcado en una de las calles laterales. Eso significaba que tendría que salir por High Street, puesto que la mayoría de las calles eran de un solo sentido. Si conseguía reconocerla entonces, tal vez podría pegarse al parachoques trasero del coche.

Era la única posibilidad que le quedaba. Aunque también era posible que se hubiera ocultado dentro de uno de los numerosos comercios y cafés y que tuviera previsto pasar ahí unas cuantas horas antes de acudir a pie hasta una parada de bus alejada. Eso si no se limitaba a marcharse andando.

John volvió corriendo al coche que había dejado aparcado en una zona de estacionamiento prohibido de una calle lateral. Arrancó y condujo hasta donde pudo, calle arriba, para abarcar el mayor campo visual posible. Si Liza pasaba por allí podría alcanzarla enseguida. Tan solo esperaba que no apareciera otro vehículo detrás de él que quisiera volver la esquina, porque en ese caso se vería obligado a continuar el camino y no podría seguir esperando. Muchos peatones le dedicaron miradas de indignación porque tuvieron que rodearlo para cruzar la calle y para ello se veían obligados a invadir peligrosamente la calzada. Un hombre furioso golpeó el capó del coche al pasar. John se limitó a mostrarle el dedo corazón.

Absolutamente tenso, observó con atención todos los coches que se le acercaban por el lado izquierdo. Por lo menos no nevaba, algo excepcional con el invierno que estaban teniendo. Se inclinó tanto como pudo sobre el volante para intentar atravesar con la vista cada uno de los coches. Era la hora punta de la tarde, los vehículos avanzaban muy pegados los unos a los otros y de vez en cuando se oía algún claxon nervioso o el chirrido de un frenazo. John sabía que en cuestión de minutos debería abandonar la posición que ocupaba y luego tendría un problema de verdad, porque no le sería posible detenerse en ese lado de la calle.

Y entonces fue cuando la vio. Conduciendo un pequeño Ford Fiesta azul, con las gafas de sol puestas y el gorro bien calado hasta la frente. Parecía muy concentrada en la calle y en el tráfico. El coche que llevaba detrás iba muy pegado a ella. A pesar de la temeridad que comportaba intentar meterse entre los dos vehículos, puesto que provocar un accidente sería la mayor imprudencia del mundo, John se dio cuenta de que no tenía elección. Tenía que arriesgarse. Cuando la mujer pasó por delante de él, había adelantado ya tanto el coche que bloqueaba media calzada, de manera que, tan pronto como el Ford Fiesta hubo pasado, John se apresuró a colarse tras él. El conductor del coche siguiente se vio obligado a pisar el pedal del freno con tanta fuerza que las ruedas patinaron sobre la calzada, por lo que reaccionó enseguida tocando el claxon como un loco, agitando los brazos y gritando lo que seguramente era una retahíla de insultos dedicados a John. Sin embargo, lo que contaba era que este había conseguido incorporarse a la calle sin provocar ninguna colisión. Pudo ver cómo Liza lo miraba por el espejo retrovisor, alarmada por los bocinazos y el rechinar de frenos que había oído tras ella y John esperó que no lo reconociera como el mismo hombre que poco antes había intentado acercarse a ella de improviso. No obstante, tampoco le habría servido de mucho reconocerlo, puesto que difícilmente habría podido huir, aprisionada como estaba en la lenta caravana de vehículos que intentaban volver a casa tras la jornada laboral.

La tenía. John calculó que ya no conseguiría darle esquinazo. De todos modos, mientras esperaba en un semáforo, John anotó el número de la matrícula en su bloc de notas. De ese modo, incluso si ocurría algo inesperado, tendría un punto de referencia.

Sintió una alegría casi infantil por ese logro.

Y un instinto de caza que ya casi había olvidado.

2

Parecía como si Liza Stanford realmente no se hubiera dado cuenta de que la seguían. En cualquier caso no hizo ningún intento de dejar atrás el coche de John. No se pasó ningún semáforo en rojo, ni dobló la esquina sin previo aviso. Parecía absolutamente tranquila. John supuso que antes, en la calle, había reaccionado de un modo más instintivo que consciente y que se habría molestado por haber sentido esa necesidad repentina de huir. Probablemente esperaba anhelante los jueves y el contacto visual con su hijo durante toda la semana y ese día había tenido que abandonar su posición a toda prisa. En condiciones normales probablemente habría esperado hasta que hubiera salido de nuevo. En lugar de eso, estaba volviendo a casa en coche, preguntándose si estaba haciendo lo correcto.

Se dirigieron hacia el sur de Londres, justo en dirección opuesta a Hampstead, donde se encontraba el verdadero hogar de Liza Stanford. John se preguntaba si Liza habría dejado su coche en su antigua dirección y supuso que sí. Habría sido una buena jugada: si por algún motivo llamaba la atención de algún agente, la policía se presentaría frente a la casa de su marido y este solo podría alegar que su esposa había desaparecido sin dejar rastro. En efecto, todo parecía indicar que Liza se había construido una vida en el más absoluto anonimato.

Pero ¿por qué? ¿Por qué tendría que hacer algo así una mujer casada y madre de un niño?

Llegaron a Croydon, en el sudeste. Durante los últimos veinte años, en esa zona habían proliferado los bloques de viviendas, construcciones sin alma que por supuesto constituían un escondite perfecto. Liza rodeó unos edificios y aparcó el coche en un hueco que encontró inesperadamente en una fila interminable de vehículos estacionados. John lo tuvo más difícil. Tuvo que seguir buscando un rato antes de encontrar también él un hueco para dejar su coche. Volvió atrás tan rápido como pudo. Por suerte, todavía tuvo tiempo de encontrar a Liza frente a la puerta de cristal de un bloque de pisos, mientras buscaba las llaves dentro del bolso.

Se le acercó hasta ponerse a su lado.

—¿Liza Stanford?

Ella se sobresaltó tanto que el bolso se le cayó de las manos y se volvió con gesto airado hacia John. Este se dio cuenta de que a ella le temblaban los labios, como también le pareció apreciar que tenía los ojos muy abiertos tras los cristales de aquellas enormes gafas de sol.

John se agachó para recoger el bolso de la nieve y lo tendió hacia ella.

—Usted es Liza Stanford, ¿verdad? —planteó él a pesar de saber ya a quién tenía delante. La reacción al oír pronunciar su nombre había sido más que clara.

—¿Quién es usted? —preguntó ella con la voz algo ronca.

—John Burton.

—¿Ha sido mi marido quien lo ha mandado venir?

Él negó con la cabeza.

—No. No tengo nada que ver con su marido.

Ella parecía confusa y desorientada, no sabía qué hacer.

—Tengo que hablar con usted —anunció John—. Es importante. No tengo la intención de revelarle a nadie su paradero, pero necesito saber un par de cosas.

John se dio cuenta de que ella no confiaba en él en absoluto y de que si no lo mandaba al diablo era porque temía empeorar todavía más las cosas. Seguramente le habría gustado salir corriendo, pero a la vez parecía consciente de que intentarlo habría sido una insensatez.

—Por favor —suplicó John—, lo más probable es que no nos tome mucho tiempo. Es importante.

Era evidente que ella seguía preguntándose cómo había podido encontrarla.

—Hace un momento estaba usted en la calle —dijo ella—, mientras…

—Sí —afirmó John—, mientras observaba usted a su hijo. Imaginé que acudiría a verlo, por eso la estaba esperando allí.

Liza estaba pálida como una sábana.

—¿Ha hablado con Finley? —preguntó.

—Sí.

—¿Cómo está?

—Bien. Aunque la echa de menos, claro está. Y hay algo que lo atormenta, algo acerca del hecho de que su madre haya desaparecido tan de repente. Por lo demás, está bien atendido.

—Bien atendido —repitió ella—. Sí, ya lo sabía. Ya sabía que estaría «bien atendido».

Luchaba consigo misma, John se dio cuenta claramente de los esfuerzos que hacía por controlarse. A ella le habría gustado hacerle una pregunta tras otra, conocer hasta el más mínimo detalle acerca de la situación de su hijo. Pero eso implicaba relacionarse demasiado con aquel hombre y todavía sentía un cierto recelo. Tenía miedo.

John se arriesgó y decidió pasar al ataque.

—¿Conocía usted a la doctora Anne Westley? ¿Y a Carla Roberts?

Por segunda vez en pocos minutos, ella se sobresaltó de nuevo.

—Venga conmigo —dijo a continuación—. Hablaremos.

Encontró la llave dentro del bolso y abrió la puerta de la calle. John la siguió y subieron juntos en el ascensor.

El piso estaba decorado con muebles sencillos de madera clara, no parecía más que un piso de estudiantes limpio y acogedor. Nada especial, un lugar en el que no costaba sentirse bien. Sin embargo, había cosas que parecían indicar que la mujer que allí vivía se había mudado hacía poco: faltaban los cachivaches que suelen acumularse cuando se vive en un piso y todos los objetos parecían demasiado nuevos, apenas utilizados o nada adaptados a un uso cotidiano. El único toque personal del salón era la veintena larga de fotografías enmarcadas de Finley que decoraban las repisas de las ventanas y las estanterías. Finley cuando era bebé, cuando era un niño pequeño y con su aspecto actual. En la playa, esquiando, en un bote de remos, en el zoo o con unos amigos en el jardín. Eran fotos de lo más normales de una infancia de lo más normal.

Y, aun así, había algo en aquella familia que no era normal, en absoluto.

John se dio la vuelta cuando Liza entró en la estancia cargada con una bandeja en la que llevaba dos tazas de café y una jarrita de leche. Se había quitado el disfraz, ya no se ocultaba tras las gafas de sol, ni escondía el pelo bajo la gorra. John pudo ver a la misma mujer atractiva que había visto en la fotografía que Finley llevaba en la cartera. De ojos grandes y labios carnosos, con el pelo largo y rubio, ondulado. Era todavía más guapa de lo que John había creído. Y parecía más triste de lo que había imaginado.

—¿Por qué? —preguntó John mientras señalaba una de las fotos del chico—. ¿Por qué lo hace? ¿Por qué se ha separado de su hijo?

Ella dejó la bandeja encima de una mesa de madera.

—Me ha preguntado usted por Anne Westley y Carla Roberts —planteó ella—. Las dos mujeres asesinadas. Se trata de eso, ¿no?

—Sí.

—Pero no le manda la policía.

—No. Soy una especie de… investigador privado. Se ha producido un crimen en mi entorno más próximo y podría tener algo que ver con los asesinatos de la señora Westley y la señora Roberts. Esa es la única razón por la que me he implicado en esta historia.

—Comprendo —dijo Liza, a pesar de que parecía bastante confusa.

—¿Conoce usted a la familia Ward? —inquirió John—. ¿Thomas y Gillian Ward?

—No —respondió ella después de reflexionar unos momentos.

—A Thomas Ward también lo asesinaron.

—Eso no lo sabía —explicó—. Lo de Carla y la doctora Westley sí lo he leído en el periódico.

—Anne Westley era la pediatra de su hijo.

—Así es.

—¿Le gustaba? ¿O hubo algún problema con ella?

—Me gustaba. Y a Finley también. Era muy amable con los niños.

Él la examinó a conciencia.

—¿Cómo era su relación con Carla Roberts?

Se sentó a la mesa, cogió una de las tazas e hizo un movimiento de cabeza para sugerirle a su invitado que se sentara con ella.

—No es que fuera una relación especialmente estrecha. Ni siquiera podría decirse que fuéramos realmente amigas. Nos conocimos en ese grupo de mujeres sobre el que sin duda usted debe de haberse informado ya.

Él asintió mientras tomaba asiento y tomó un sorbo de café.

—Sí.

—Éramos algo así como las marginadas del grupo. El resto de las mujeres se pasaban el rato charlando sin parar, hablaban acerca de cómo habían fracasado sus relaciones, de su futuro, de sus planes, de sus esperanzas, de sus miedos… qué sé yo. Yo no soy de ese tipo de personas, me cuesta soltarme. Y a Carla también. Nos limitábamos a sentarnos sin decir nada.

—¿No es una contradicción? ¿Si acudieron a un grupo como ese no fue para poder compartir sus experiencias?

—Tal vez. En cualquier caso, yo fui porque buscaba ayuda y luego me di cuenta de que allí no la encontraría. No fue más que un intento. De todos modos falté a la mayoría de las reuniones. Eso hizo que se enfadaran un poco conmigo, aunque a mí me daba igual.

—La policía la está buscando —anunció John de repente.

—Pues no me encontrarán. A menos que usted me delate.

—Yo he conseguido encontrarla. A ellos también podría ocurrírseles la idea de fijarse en su hijo.

—No volveré a verlo hasta dentro de bastante tiempo. Ya estoy avisada.

—Liza —insistió John—, la policía está investigando bajo mucha presión tres casos de asesinato que muy probablemente ha cometido la misma persona. El mayor problema con el que se enfrentan es que no parece que haya ninguna relación entre las tres víctimas. Como consecuencia de eso no queda nada claro cuál fue el móvil del asesino. De repente, aparece el primer rayo de esperanza en varias semanas: usted conocía a dos de las víctimas. La policía no descansará hasta que la hayan encontrado.

Ella lo miró muy seria.

—Yo no he matado a nadie. Ni a Carla Roberts, ni a la doctora Westley, ni a nadie más. No tenía ningún motivo en absoluto para hacerlo.

—Puede que la policía lo vea de otro modo. Usted conoce personalmente a dos mujeres que fueron asesinadas de un modo verdaderamente brutal y de repente parece que se la haya tragado a usted la tierra. Su marido explica algo acerca de una depresión y afirma que usted las sufre a menudo. Eso no se lo cree nadie, más bien da la impresión de que hay algo que no está claro y eso, en relación con la investigación de unos asesinatos, la convierte a usted en sospechosa.

—Puede ser. De todos modos, ya le he dicho que yo no le he tocado ni un pelo a nadie. A la doctora Westley la vi cuatro o cinco veces, cuando solía llevar a mi hijo a su consulta. Pero no la conocía de nada más. Y Carla Roberts era una mujer absolutamente neurótica capaz de poner de los nervios a cualquiera, pero eso es todo. No voy matando a la gente solo porque me pongan de los nervios, señor Burton.

—¿Por qué motivo sería usted capaz de matar, pues?

—Ninguno en absoluto.

—¿Y por qué la enervaba tanto Carla Roberts?

—¡Ay, siempre se estaba quejando tanto acerca de su pasado…! Su marido la había engañado durante años y había sumido a la familia en la ruina económica. Ella no lo había visto venir y no hacía más que decir que ya no confiaba en su propia percepción de la realidad. Eso se había convertido en una especie de obsesión para ella.

—¿Ya no tenía ningún tipo de contacto con su ex marido?

—No. Él se esfumó por completo, al parecer se había marchado al extranjero. Por lo que sé, no puede regresar a Inglaterra porque sus acreedores se le echarían encima.

—Pero ¿Carla Roberts no mencionó si había recibido amenazas de los acreedores de su marido?

—No. De todos modos no sé qué podrían haberle reclamado a ella.

John suspiró. Había encontrado a Liza Stanford, la que había considerado como el «eslabón perdido». Pero en esos momentos parecía que se había topado con otro muro. El final del camino había resultado ser un callejón sin salida.

—¿No les guardaba rencor por algo a ninguna de las dos mujeres? ¿Ni a Westley ni a Roberts? ¿Por algún motivo?

—No —dijo Liza, pero en su rostro y en su voz apareció un atisbo apenas perceptible de inseguridad durante un instante.

John lo había notado.

Sí que hay algo. ¡Maldita sea, hay algo!

—Entonces, ¿todo esto es pura coincidencia? Asesinan a esas dos mujeres y usted desaparece, con lo que abandona a su marido y deja solo a su hijo, pero ¿solo para mudarse al otro extremo de Londres? Desde un punto de vista meramente físico, seguía teniendo a las tres víctimas al alcance de la mano.

Liza entornó los ojos.

—¿Siempre le da por fantasear de ese modo?

—En el caso de Carla Roberts, la policía sabe que debió de abrir la puerta a su asesino de un modo ingenuo cuando este llamó al timbre. Una mujer sola, la única que vivía en el piso superior de un bloque de viviendas, sin más vecinos en el rellano, sin duda no abriría tan a la ligera. A menos que conociera bien a la persona que llamaba al timbre, eso sería muy distinto.

Liza se puso de pie. Se disponía a decir algo, pero en el último momento decidió tragarse las palabras. Sin embargo, John sabía lo que a ella le habría gustado decir: habría querido echarlo de su casa en el acto, aunque había cambiado de parecer a tiempo. No podía permitirse el lujo de enojarlo, estaba a su merced.

John notó la rabia en la mirada de Liza.

Él también se levantó. Durante un par de segundos, se miraron fijamente en silencio.

—¿Por qué no me echa? —dijo él de repente—. ¿Por qué teme tanto que pueda acudir a la policía enseguida y revele dónde se esconde? Si no ha cometido ningún crimen ¿por qué diablos teme tanto que la descubran? ¿Qué ocurre, Liza? ¿Qué ocurre en su vida?

Ella no respondió.

John decidió intentarlo de nuevo.

—Usted se unió a un grupo de autoayuda para mujeres solas, mujeres a las que habían dejado de repente o que se habían divorciado, que intentaban lidiar con esa situación nueva que les había tocado vivir. Y les explicó que, a pesar de seguir casada, tenía la intención de separarse. ¿Por qué, Liza? ¿Por qué tiene tantas ganas de perder de vista a su marido, hasta el punto de esconderse y alojarse de incógnito en un piso diminuto aquí, en Croydon?

Ella se quedó callada de nuevo y John pensó que no obtendría más respuestas, que tendría que marcharse sin oír ni una sola palabra más.

Pero cuando se disponía a tirar la toalla, a coger la llave del coche y marcharse, ella empezó a hablar:

—¿De verdad quiere saber lo que ocurre en mi vida? —Cerró los ojos un momento—. ¿Cómo es posible que tantos años después alguien realmente quiera saberlo?

3

La mansión estaba completamente a oscuras.

No había luces encendidas ni siquiera en la puerta o en el sendero que recorría el jardín hasta la casa. Tan solo la nieve, cuyo peso doblaba las ramas de los árboles, confería algo de claridad a la noche.

Christy consultó su reloj. Eran las seis. Había tenido esperanzas de encontrar en casa al doctor Stanford o por lo menos a su hijo, pero nadie había respondido cuando había llamado al timbre. La oscuridad tras los árboles que formaban un muro impenetrable desde la calle revelaba que no había nadie en casa.

Christy pensó si tendría que ir a buscar a Stanford a su bufete. Sin embargo, temía no encontrarlo allí tampoco.

Pero ¿qué sentido tenía esperar frente a su casa? ¡Y con el frío que hacía!

¿Dónde estaba el chico?

Poco a poco y sin demasiada determinación, cruzó la calle nevada hasta el coche. Cuando se disponía a marcharse, oyó que alguien se dirigía a ella.

—¿Quería usted ver a los Stanford?

Christy se dio la vuelta. Por la puerta de un jardín, casi enfrente de la casa de los Stanford, salió una mujer. Christy calculó que debía de haber cumplido los setenta hacía poco. Se sujetaba el abrigo que llevaba echado sobre los hombros con las dos manos frente al pecho. Christy se acercó a ella.

—Sí. Tendría que hablar con ellos urgentemente, con el doctor Stanford o con su esposa. Pero al parecer no hay nadie en casa.

—A la señora Stanford no han vuelto a verla desde hace semanas —dijo la mujer en voz muy baja.

—¿Ah, no? —Christy fingió sorprenderse. Tal vez consiguiera alguna información al respecto. Prefirió no revelar que era policía, para no asustar a su interlocutora—. ¿Desde hace semanas, dice usted?

—Desde… espere… mediados de noviembre, diría yo. No la veo desde entonces, un día que fue a recoger a su hijo a la escuela. Tampoco es que saliera mucho de casa, ¿sabe? Pero se encargaba de llevar en coche a su hijo a donde tuviera que ir. Lo veía desde el salón de mi casa.

—Tal vez la señora Stanford esté enferma y tenga que guardar cama, ¿no? —supuso Christy enseguida.

—Por favor… ¡enferma! ¿Durante dos meses? ¿Y sin que haya venido ningún médico a visitarla? No, no lo creo. En todo el vecindario, nadie creería algo así.

—¿Qué le parece que puede haber sucedido, pues? ¿Y qué creen los vecinos? —preguntó Christy.

Entonces la mujer bajó todavía más la voz.

—¡Que ha tenido lugar algún drama! —susurró.

—¿De verdad?

—No le diga a nadie que se lo he contado yo, ¿de acuerdo? Él me da miedo. ¡Todos los vecinos le tenemos miedo!

—¿Se refiere al doctor Stanford?

—No lo parece, es tan correcto, tan educado… un hombre muy tranquilo. En principio nadie debería tener ninguna queja acerca de él, pero…

—¿Sí?

—Los vecinos lo vemos de otra forma. No es que seamos curiosos, pero una tampoco puede mirar hacia otro lado, ¿no?

—Claro que no —convino Christy.

—Bueno, pues Liza Stanford en ocasiones ha sufrido terribles maltratos. Por eso siempre lleva unas gafas de sol enormes, da igual si llueve o si es de noche. Pero alguna vez la he visto salir un momento sin las gafas para recoger el correo del buzón y tenía la cara destrozada, los ojos hinchados, el labio partido, moratones… Y también hematomas en el cuello, o la nariz ensangrentada. Parecía que hubiera disputado un combate de boxeo. Más que haberlo disputado, parecía como si lo hubiera perdido.

Christy contuvo el aliento.

—¿Quiere usted decir que…?

—No me gusta extender rumores acerca de nadie —explicó la anciana—, pero tampoco es tan difícil sumar dos más dos, ¿no? ¿Quién podría maltratar a esa mujer tan a menudo y de ese modo tan horrible? En esa mansión tan enorme y tan oscura solo viven tres personas: Liza, su hijo y su marido.

—Ya veo —dijo Christy—. Realmente parece como si… Pero me pregunto por qué no ha acudido ella a la policía.

Hizo la pregunta con un marcado tono de ingenuidad. Llevaba tiempo en el cuerpo de policía. El suficiente para saber que existen miles de motivos por los que una mujer que se encontrara en la situación de Liza Stanford no acudiría a la policía. O a un consultorio. De hecho, eran pocas las que lo hacían.

—Él es muy influyente —contestó la anciana—. Tiene mucho dinero y mucho prestigio. Se codea con los políticos más importantes del país, conoce a todo Dios. Seguro que incluso es amigo del jefe de policía, o al menos no me sorprendería que así fuera. Tal vez Liz no vea la manera de enfrentarse a él y tema empeorar todavía más las cosas.

—Cuando la vio por última vez —dijo Christy—, ¿también estaba herida?

La anciana negó con la cabeza.

—Al menos a mí no me lo pareció. Con esas gafas de sol… Es que le tapan casi toda la cara.

«Las enormes gafas de sol de Gucci…». Christy recordó la conversación que había tenido con la auxiliar de médico de la consulta de Anne Westley. Las gafas oscuras que Liza al parecer no se quitaba ni cuando entraba en lugares cerrados le conferían ese aspecto inaccesible y arrogante que despertaba las antipatías de la gente. Pero no podía hacer otra cosa. La mayoría de los días, desde que se había casado con el tan respetado doctor Stanford, se había visto obligada a ocultar su rostro.

—¿Y dice que por aquí todo el mundo le tiene miedo al doctor Stanford? —preguntó para asegurarse.

La anciana asintió.

—Y no me extraña. De verdad, tendría que haber visto a esa mujer. Un hombre capaz de hacer algo así no puede ser normal. Es peligroso. Quiero decir que no fueron solo un par de tortas, ¿comprende? Debe de descargar todo su odio y brutalidad, ese hombre no está bien. Además esa mirada tan penetrante… A mí me provoca escalofríos, no he podido soportarlo jamás, por muy educado que se muestre conmigo.

—¿Y no ha habido nadie en todo el vecindario que haya intentado interceder?

—¿Cómo? No, ella lo habría negado todo, si se lo hubieran preguntado. Siempre ha intentado esconder las marcas. Y llamar a la policía… nadie se atreve a hacerlo. Y tampoco es que nadie se haya topado con la situación directamente. La casa queda muy apartada de la calle, tiene un jardín enorme y está rodeada de árboles. Nadie ha oído ni visto nada. Si hubiera llegado a gritar alguna vez para pedir ayuda, alguien se habría enterado, habría alertado a la policía y lo habrían sorprendido con las manos en la masa. Pero de este modo… Al fin y al cabo no podrían hacer nada contra él y en cambio él sí habría podido descubrir quién lo habría denunciado, y luego…

—¿… luego? —preguntó Christy, al ver que la mujer dejaba de hablar.

La anciana al parecer temía hacer el ridículo, o que la tomaran por una vieja extravagante.

—Es que usted no lo conoce. A mí me da miedo.

—¿Y el hijo no nota nada?

—Es un niño muy callado y más bien soso. Demasiado callado y demasiado soso, en mi opinión. Estoy segura de que no es feliz.

—Pero ¿hay indicios de que a él también lo maltrate?

—No. Jamás. De alguna forma, creo que el problema de Stanford no son los niños. El problema lo tiene con las mujeres.

—¿También con otras que no sean su esposa?

—Solo es una sensación… pero sí. Aunque tampoco sabría decirle por qué.

Christy le agradeció a la señora que le hubiera contado todo aquello y se despidió, aunque memorizó el nombre de la anciana después de leerlo en el rótulo que había junto al timbre de su casa, así como el número de la calle. Tal vez tendrían que volver a verse.

—¡Yo no le he dicho nada! —gritó esta antes de desaparecer.

Christy subió al coche, dio la vuelta y se dirigió de nuevo hacia el centro de la ciudad. Llamó al inspector Fielder desde el dispositivo de manos libres. Tal como esperaba, él todavía estaba en su despacho.

Le explicó que la visita había sido en vano y le describió la conversación que había mantenido con la anciana.

Fielder reaccionó en primera instancia con un silencio atónito.

—Algo es algo —dijo al final—. ¿Cree que podemos dar crédito a lo que le ha contado la vecina? —añadió—. ¿O es posible que no sean más que especulaciones excesivas?

—A mí no me parece que sea mentira. Parece que le tiene miedo de verdad. Y de alguna forma, todo encaja. Ya teníamos claro que algo no iba bien en esa familia y la historia de esas depresiones cíclicas parece más que sospechosa. El caso de repente parece claro.

—Sí —convino Fielder. Parecía preocupado—. Quiere decir que…

—Quiero decir que o bien Liza Stanford se está escondiendo de su marido porque siente que su vida corre peligro, o simplemente ya no está viva. Tal vez haya sido él quien la ha hecho desaparecer.

—¿Se da cuenta de lo que está diciendo?

—Por supuesto que sí, señor. Es algo escandaloso, pero tengo un mal presentimiento. Stanford es un hombre temido en el vecindario. Maltrata a su mujer. La vecina lo ha descrito como a un psicópata y no me ha parecido que se tratara de una chiflada.

—En cualquier caso, todo eso no son más que suposiciones, Christy. Incluso si realmente maltrata a su esposa, la única prueba que tenemos es una conversación con una vecina frente al seto que rodea el jardín de la casa. No es que sea una prueba muy sólida que digamos.

—¿Qué es lo que no le parece sólido? Liza ha desaparecido. ¡Dos mujeres a las que ella conocía han muerto asesinadas a manos de un psicópata!

—Está hablando de Stanford… El Caritativo, el hombre que suele recoger cientos de miles de libras para los más pobres del país… ¿Cree que ese hombre es el responsable de los asesinatos?

—Yo no excluiría esa posibilidad, a ese tipo le falta un tornillo. Tiene problemas para controlarse, por eso atormenta a su esposa de ese modo tan brutal. Puede que considerara que Carla Roberts suponía un peligro para él. Tal vez Liza le confió a Carla el desastre que suponía su matrimonio y Carla la intentó convencer para que acudiera a la policía y lo denunciara y le dijo cosas como «Si no lo haces tú, lo haré yo», o algo por el estilo. Eso debió de llegar a oídos de él y se volvió loco. ¡Del mismo modo que, al parecer, enloquece de vez en cuando con su esposa!

—¿Y la doctora Westley?

—La doctora Westley intentó, como ya sabemos, hablar con una colega acerca de Liza Stanford. Porque había un problema, según dijo ella misma. Es posible que detectara indicios de maltratos. Era médico, debía de saber detectar algo así. O tal vez había sido Liza quien se lo había dado a entender. Anne Westley no estaba segura sobre lo que debía hacer y quiso comentarlo con alguien. Pero entonces murió su marido y ella se olvidó del asunto.

—Pero de eso hace más de tres años. Y la han asesinado ahora.

—Es posible que Stanford se haya enterado de ello recientemente. Puede que Liza se lo dijera durante una discusión. «¡Mi amiga ya lo sabe! ¡Y la que había sido la pediatra de nuestro hijo, también!». Tenía miedo. Él debió de enterarse de que había personas que estaban al corriente del drama y que podían hacer indagaciones en caso de que a ella le ocurriera algo grave. En su momento ella no había tenido en cuenta que estaba poniendo en peligro a esas dos mujeres.

—¿Y cómo encaja Thomas Ward en esta teoría? ¿O Gillian Ward, en caso de que en realidad hubiera ido a por ella?

—Eso no lo sé —tuvo que admitir Christy—, pero estoy prácticamente segura de que existe alguna conexión a pesar de que todavía no sepamos cuál es.

—Tenemos que encontrar a Liza Stanford, nos ayudaría mucho —aseveró Fielder tras unos segundos de silencio—. Con lo que sabemos, podría tener sentido recorrer todos los hogares para mujeres maltratadas de la región. Es muy posible que se haya refugiado en uno de ellos.

—Puede que esté muerta. O que corra un gran peligro. ¡O que alguien que la esté ayudando también corra peligro!

—Ya sé lo que pretende hacer, Christy —dijo Fielder con un suspiro—. Pero tal como están las cosas… Todo esto no basta para dictar una orden de arresto contra Stanford. No tenemos más que sospechas y una declaración dudosa.

—La declaración de la vecina no deja lugar a dudas —replicó Christy justo antes de frenar en seco frente a un semáforo en rojo que había estado a punto de saltarse. Se dio cuenta de que en su interior empezaba a acumularse una furia tremenda, porque de repente estaba conduciendo demasiado rápido y sin prestar la suficiente atención. El inspector Fielder se revolvió sobre el asiento y ella se percató perfectamente de lo que le había provocado tanto malestar a su jefe. La influencia de Stanford. Sus relaciones y enchufes. Era un abogado con éxito, buen amigo de los políticos. Miembro de un club influyente de la ciudad. ¿Y qué había dicho la vecina? «Seguro que incluso es amigo del jefe de policía». Christy habría apostado a que eso era justo lo que Fielder más temía. Debía de pensar que su carrera y cualquier posibilidad de ascenso se convertirían en metas inaccesibles si llegaba a dar ese paso.

¡Maldita sea! Le habría gustado golpear el volante con los puños. Odiaba a esos tipos que alcanzaban posiciones aparentemente inatacables para el derecho, la ley y el orden. Los que se parapetaban detrás de fortunas, de éxitos y de influyentes contactos y se alegraban de disfrutar de su repugnante perversión con la seguridad de que nada ni nadie podría hacerles daño.

No dejaré que te salgas con la tuya, Stanford, ¡puedes contar con ello!

—Daremos más prioridad a los intentos de localizar a la señora Stanford —decidió Fielder con tono ceremonioso—. Hasta que no tenga su declaración, no tomaré medidas contra su marido.

—¿Y si la encuentra él antes que nosotros?

—Él no la está buscando.

—Eso dice. ¿Acaso se cree alguna palabra de lo que dice ese tipo? Tiene dinero suficiente para contratar a cinco comandos asesinos. Ella supone un peligro para él. ¡Debe encontrarla!

—No se deje llevar por la ira, sargento. No sabemos si busca a su esposa o si ha contratado a alguien para que lo haga por él. Tampoco sabemos si es el responsable de los asesinatos de Roberts y de Westley, por no hablar ya de la muerte de Thomas Ward. Ni siquiera podemos estar seguros de que haya maltratado realmente a su esposa. ¡No sabemos nada! Con una historia tan turbia como esa, yo no me lanzo a la piscina, lo siento.

Christy hizo algo que todavía no se había permitido hacer hasta el momento con su jefe: le colgó el móvil sin mediar palabra, sin despedirse. No solo lo colgó, también apagó el móvil para que no pudiera llamarla de nuevo, aunque supuso que difícilmente lo intentaría: seguro que se alegraba de haberse librado de ella.

Los neumáticos del coche chirriaron contra el asfalto cuando dio la vuelta. Se dirigía hacia el despacho de nuevo, pero decidió que sería mejor pasar antes por casa y tomarse un baño.

Y abrir una buena botella de tinto.