1
El buen tiempo duró poco. Volvía a nevar desde primera hora de la mañana. Los copos que caían eran gruesos y en ocasiones incluso formaban un manto casi impenetrable procedente del cielo.
John había pasado toda la mañana en la empresa, por lo menos había podido resolver el trabajo administrativo que había quedado pendiente. Le dolía la cabeza a pesar de las tres aspirinas que se había tomado ya. Después de pasar a ver a Gillian había estado en el Halfway House y había ahogado las penas en alcohol. Había buscado el modo de protegerse de la espiral de tribulaciones que lo atormentaban.
¿Qué demonios le estaba pasando?
Hasta entonces, ninguna mujer le había hecho daño, nunca le había dolido separarse de una. Durante toda su vida solo había vivido esa situación desde el otro lado. Ninguna de las relaciones en las que se había embarcado habían despertado un gran entusiasmo en él y las mujeres siempre acababan pidiéndole más de lo que estaba dispuesto a ofrecer: una vida conyugal, matrimonio, hijos… Al final acababa despidiéndose de ellas, siempre con la desagradable impresión de estar hiriendo a personas que, al fin y al cabo, no le habían hecho nada malo, pero al mismo tiempo con la sensación de alivio de haber escapado al peligro de sentirse atado, encadenado. Había disfrutado de su libertad, los idilios ocasionales le habían parecido refrescantes y se sentía cómodo en esa situación: probablemente era incapaz de mantener un compromiso, fuera cual fuese el motivo. No era de ese tipo de personas con tendencia a hurgar en su propia infancia y juventud, mucho menos con la ayuda de un psicólogo, para descubrir en qué podía fundamentarse esa manera de ser. En su opinión, daba absolutamente igual si su padre o su madre habían hecho algo mal o si durante la pubertad las cosas se habían vuelto incontrolables para él por algún misterioso motivo. En realidad, nunca había creído que tuviera la necesidad de cambiar nada. Esa era su manera de ser.
Por primera vez se veía enfrentado a la posibilidad de que, en realidad, las cosas no fueran de ese modo. De que fueran muy distintas.
John Burton se encontraba frente a una conclusión estremecedora: se había enamorado de una mujer. Se había enamorado tanto de ella que la mera idea de perderla le parecía casi insoportable. Le había suplicado que se quedara con él y le había dado calabazas. Estaba desconcertado al constatar con incredulidad que sus sentimientos no eran correspondidos, o al menos que ya no lo serían más. Le parecía imposible ganarse el favor de aquella mujer. Era una separación más en el transcurso de su vida, pero esa vez la iniciativa no había sido suya y todo indicaba que le tocaría sufrir bastante.
No tenía ninguna experiencia en absoluto a la hora de lidiar con ese tipo de situaciones, por lo que su primera reacción fue retraerse: dejó que lo inundaran los sentimientos tenebrosos que lo acosaban para sentir, al menos, el dolor con toda su intensidad.
Hacia las nueve y media había vuelto en coche a casa en un estado completamente deplorable. Sabía que era casi un milagro que no lo hubiera detenido una patrulla, sobre todo porque se había mostrado especialmente agresivo y verdaderamente provocador durante la conducción. Había volcado toda la rabia que de repente sentía contra Gillian en su manera de conducir. Como posteriormente se diría a sí mismo, si había llegado indemne hasta el portal de su casa había sido más bien por una cuestión de suerte que de sentido común. Había subido la escalera tambaleándose y se había desplomado sobre el colchón sin ni siquiera quitarse la ropa. El hecho de que no hubiera pasado la mitad del día siguiente durmiendo tenía que agradecérselo al despertador y a su pitido agudo y estridente. A las seis y media lo había arrancado de un profundo sueño nublado por el alcohol y lo había obligado a levantarse y afrontar un intenso dolor de cabeza y una boca absolutamente seca. Tanto la ropa que llevaba puesta como la cama olían a bar, a refrito y a alcohol, por lo que, repugnado, se había metido en el baño y había tomado una larga ducha. Acto seguido, tres tazas de café cargado y tres aspirinas lo habían dejado en un estado más o menos aceptable para poder trabajar. Una vez sentado en su despacho, empezó a sentirse mejor. Jamás había bebido tanto alcohol como la noche anterior y se juró a sí mismo no volver a excederse tanto. Podría haber perdido el carnet de conducir e incluso podrían haberlo procesado por la vía penal. Y todo por Gillian, porque lo había rechazado.
Nunca más. Nunca más volvería a perder la cabeza por una mujer.
A mediodía empezó a sentirse más inquieto. Tenía suficiente trabajo como para pasar el día entero sentado ante su mesa aunque, en realidad, a partir de las tres tenía la intención de ocupar su puesto de guardia frente a la William Ellis School de Highgate, con la esperanza de encontrar a la madre de Finley Stanford rondando por ahí para poder ver a su hijo mientras acudía al entrenamiento de balonmano. La cuestión era si, tal como estaban las cosas, John debía seguir tan implicado en el caso, si le apetecía hacerlo. Hasta entonces el motivo había sido Gillian, el hecho de que estuviera involucrada en aquellos sucesos tan misteriosos y de que pudiera estar en peligro. Ante el giro que habían tomado los acontecimientos, ¿tenía que seguir tan comprometido en algo que apenas le concernía?
Al final, decidió hacerlo de todos modos. Creyó que sería impropio retirarse solo porque se sentía herido.
Llamó al club de balonmano para decirles que estaba muy resfriado y que ni ese día ni en el resto de la semana podría encargarse de los entrenamientos. A continuación se puso la chaqueta, cogió las llaves del coche y salió de la oficina. No se veía gran cosa por culpa de la ventisca.
Sin embargo, a las tres en punto aparcaba frente a la escuela de Finley.
Y esperó, al acecho. La intensa nevada no le facilitó precisamente las cosas.
En algún momento, en algún lugar, la madre de Finley tendría que aparecer.
2
—Bueno —dijo Luke Palm—, realmente la casa está en muy buen estado. Es elegante y acogedora… No he visto ningún problema importante.
Estaban en el comedor. Fuera, empezaba a caer la noche y seguía nevando, no había parado ni un momento desde primera hora de la mañana.
Palm se había fijado en todo y había anotado algunas cosas.
—No hay problema —dijo mientras asentía satisfecho.
Gillian se dio cuenta de lo tensa que estaba. Los comentarios positivos de Palm no consiguieron cambiar en absoluto ese estado de nervios en el que estaba sumida. Todavía no le había contado lo más decisivo y no sabía si Palm ya estaba al corriente. No le había dado a entender que así fuera.
—Hay algo que debo comentarle —dijo ella sin demasiada determinación.
—¿Sí?
—Usted quería saber por qué me vendo la casa y los posibles compradores también se lo preguntarán. Ya le he dicho que mi marido ha muerto y que por ese motivo quiero mudarme para vivir más cerca de mis padres. La verdad es… que no es que simplemente haya muerto. Lo… —no pudo terminar la frase.
—Lo sé —asintió Palm—. Cuando me llamó no acerté a comprenderlo enseguida pero, en cuanto hube pensado en ello un poco, me di cuenta de que su nombre me sonaba. Salió publicado en algún periódico. Lo sé, su marido…
—Murió asesinado. Lo encontré aquí, en el comedor.
Palm miró angustiado a su alrededor.
—Comprendo.
—Sin duda eso desalentará a más de un posible comprador.
—No tenemos por qué mencionarlo —dijo Palm—. Y si alguien lo descubre por sus propios medios y decide retirarse, tampoco es que podamos hacer nada al respecto. Lo que no haremos será explicarlo a la primera de cambio.
Gillian asintió.
—Gracias. Ese era el motivo por el que me decidí a llamarlo a usted cuando buscaba un agente inmobiliario. Pensé que lo comprendería mejor. Porque de algún modo, usted ya… tiene cierta experiencia.
Los dos guardaron silencio, perdidos cada uno en sus propias cavilaciones acerca de lo descabellados que podían llegar a resultar los motivos por los que alguien entra en la vida de otra persona. Palm pensó que era realmente extraño que de la noche a la mañana se hubiera convertido en un agente inmobiliario especializado en casas en las que se había perpetrado algún acto de violencia. Gillian, por su parte, pensaba que pocas semanas antes ella misma habría tomado por loca a cualquier persona que le hubiera profetizado esa situación: que estaría vendiendo su casa para regresar a East Anglia y que para ello habría recurrido a un agente inmobiliario al que no tuviera que explicarle la situación tan especial en la que se encontraba, porque él también había encontrado a la víctima de un asesinato y ya conocía el caos mental que eso significaba.
Ella lo acompañó hasta la puerta, se despidió de él y lo siguió con la mirada, aunque la ventisca se lo tragó antes incluso de que llegara al coche que había aparcado delante mismo de la casa.
Es como si hubieran bajado el telón, pensó ella con un escalofrío.
La mirada de Gillian recayó en el cubo lleno de alpiste que estaba junto a la puerta. Ese día había olvidado por completo rellenar el comedero y tampoco sabía si los pájaros acudirían a comer tras el anochecer, pero como mínimo quería que tuvieran la posibilidad de encontrar algo. Con un suspiro se enfundó las botas, se puso la chaqueta, cogió el cubo y rodeó la casa por encima de la nieve. Entretanto había oscurecido por completo.
No resultaba fácil avanzar con aquel tiempo. Gillian se hundía en la nieve hasta las rodillas. Las botas no le servían prácticamente de nada, los pantalones le quedaron empapados enseguida y después tendría que cambiárselos. Por si eso fuera poco, no veía prácticamente nada. Cuando hubo llegado al comedero y se dio la vuelta, apenas era capaz de reconocer su propia casa. Tan solo divisaba de forma difusa el resplandor de la luz de la cocina.
Llenó el comedero con varios puñados de alpiste y se alegró de haberse acordado, puesto que ya se habían comido todo el que les había echado el día anterior. No habían dejado ni una sola semilla.
Con los dedos entumecidos alrededor del asa del cubo, se dispuso a volver a la casa. Tenía el pelo y la cara llenos de nieve, casi se sentía mareada por la frenética danza de los copos con el viento. Recorrió el sendero que llevaba hasta la casa y respiró aliviada en cuanto hubo llegado a la puerta, de la que salía una luz acogedora, clara y cálida. Parecía que hubiera estado recorriendo el Ártico y no había hecho más que salir al jardín. Cerró la puerta y dejó fuera la nieve, el frío y la oscuridad de la noche.
En el espejo del recibidor contempló el extraño aspecto que presentaba: un gorro de nieve en la cabeza, el pelo húmedo debajo, nieve en los brazos y hombros, y los vaqueros, completamente mojados. Se quitó la chaqueta, se agachó y se desprendió también de las botas. Todo estaba empapado. Se puso de pie de nuevo y lanzó otra mirada fugaz al espejo, en el que le pareció apreciar un movimiento de fondo.
En la cocina.
Durante un par de segundos se quedó absolutamente inmóvil. Había sido una especie de sombra que había pasado en una fracción de segundo. Y no, no se había confundido, había sido muy rápido. Tal vez había sido su propio movimiento al ponerse de pie y lo había percibido como si se hubiera movido otra cosa.
El corazón se le aceleró y empezó a latirle con tanta fuerza que pudo sentirlo con toda claridad.
¿Cuánto tiempo había estado fuera? No habían sido ni cinco minutos. La puerta de la casa había quedado abierta de par en par durante ese tiempo. Si alguien había estado rondando por ahí fuera esperando la oportunidad de entrar, sin duda la habría encontrado: cinco minutos eran suficientes para meterse en una casa con la puerta abierta y esconderse dentro. Para acechar a la mujer que vivía en ella.
De repente tuvo la seguridad de que había alguien ahí. Lo notaba, no estaba sola.
Su primer impulso consistió en llamar a la policía, pero una rápida mirada a su alrededor le bastó para darse cuenta de que el teléfono no estaba en la base de recarga del pasillo. Probablemente lo había dejado en la cocina y si había alguien escondido en ella sería una temeridad atreverse a entrar a buscarlo. ¿Y si salía corriendo a casa de un vecino? «Hola, ¿me permite llamar a la policía desde su casa? Es que he visto una sombra en mi cocina».
Pasaría una vergüenza tremenda si después resultaba que no había nadie en la casa.
Pero ¡sí que hay alguien! ¡Lo oigo respirar!
Apenas pudo contener un sollozo histérico cuando comprendió que era su propia respiración la que estaba oyendo.
Me estoy volviendo loca. ¡Maldita sea! ¡Ni siquiera me atrevo a entrar en mi propia cocina!
Casi paralizada por la indecisión, intentó decidir qué debía hacer. No tenía nada para defenderse si alguien la atacaba.
En cualquier caso, tenía que permanecer cerca de la puerta, puesto que le permitiría escapar si llegaba a ser necesario. Pero ¿pensaba quedarse toda la noche allí? ¿Qué haría si la otra persona tenía los nervios de acero y se limitaba a esperar cuanto fuera necesario hasta que ella cometiera un error?
Tal vez esté delirando, pensó.
Y justo en ese momento se apagaron las luces. En toda la casa. En un instante todo quedó a oscuras.
Gillian lanzó un grito y dejó de contenerse. Abrió la puerta y salió corriendo hacia la oscuridad y la nieve que seguía cayendo, a pesar de no llevar abrigo, ni siquiera botas, puesto que andaba en calcetines. Pero habría corrido incluso descalza. Lo único que deseaba era salir de allí como fuera, alejarse de la trampa mortal en la que se había convertido su casa durante los últimos minutos.
Ya casi había llegado al final del sendero del jardín cuando una sombra apareció frente a ella. Pareció haber surgido de la nada, como si la hubiera estado acechando, para cerrarle el paso. Gillian chocó con aquella figura y empezó a chillar y a golpearla con los puños. Había enloquecido presa del pánico, sentía el flujo de la sangre que le bombeaba en los oídos, luchaba por seguir respirando y por gritar. De repente notó que la agarraban por las muñecas y la obligaban a bajar los brazos.
—¿Qué ocurre, por el amor de Dios? —Era una voz de hombre.
—¡Suélteme! —jadeó Gillian.
—¡Soy yo! ¡Luke Palm! ¿Se puede saber qué ha ocurrido?
Ella dejó de forcejear.
—¿Luke Palm? —gritó el nombre con un tono agudo y estridente. Le pareció como si no fuera su propia voz.
—Creo que he olvidado mi libreta de notas en su casa. Por eso he vuelto. ¡Está temblando de pies a cabeza!
De repente Gillian sintió que perdía la fuerza en los brazos.
—Por favor, suélteme.
Palm le soltó las muñecas con cuidado, por si intentaba golpearlo de nuevo, pero ella era incapaz de seguir moviendo los brazos. Necesitaba las pocas fuerzas que le quedaban para tenerse en pie y no desplomarse sobre la nieve.
—Hay alguien en mi casa —susurró ella. De golpe la habían abandonado las fuerzas, ni siquiera podía hablar en voz alta.
—¿En su casa? ¿Quién?
—No lo sé. Pero hay alguien. Y las luces se han apagado de repente.
—Pero si hemos visto todas las habitaciones y no había nadie.
—He salido a alimentar a los pájaros. Y la puerta estaba abierta. Cuando he vuelto… he visto una sombra en la cocina… —Ella misma se dio cuenta de lo exagerado que sonaba todo aquello. Poco a poco, tanto su respiración como los latidos de su corazón fueron recuperando el ritmo habitual. Notó un frío atroz, tenía los pies helados, hundidos en la nieve, y se dio cuenta de que estaba tiritando de frío.
Palm también se percató de ello.
—Pero si no va abrigada para estar aquí fuera. Vamos, debe volver a casa.
—Pero ahí dentro hay alguien —insistió ella.
—Yo la acompaño —dijo Palm, lleno de coraje.
Gillian avanzó titubeante junto a él hasta la puerta principal. El pasillo estaba a oscuras. Palm buscó a tientas el interruptor de la luz, pero no se encendió.
—Es posible que haya habido un cortocircuito. ¿Tiene usted una linterna por alguna parte?
Gillian había conseguido por fin dejar de temblar de miedo, pero entonces empezaron a castañetearle los dientes debido al frío.
—Sí… en el… cajón de la cómoda… Debajo del espejo… el de arriba del todo…
Hasta cierto punto, a ella los ojos se le habían acostumbrado a la oscuridad y además entraba un tenue hilo de luz procedente de las farolas de la calle. Luke Palm abrió el cajón, encontró la linterna y la encendió.
—¿Dónde ha visto esa sombra?
—En la cocina.
Palm de repente pareció haber perdido las ganas de adentrarse en aquella habitación a oscuras.
—¿La caja de fusibles está en el sótano?
—Sí. Pero ¿está seguro de que quiere bajar?
—Todo será más sencillo si podemos encender las luces.
Bajaron la escalera que llevaba al sótano, uno detrás del otro. Frente a la caja de fusibles se dieron cuenta de que, efectivamente, había saltado el interruptor principal. Palm lo cambió de posición. Una luz clara procedente de arriba, del pasillo, iluminó enseguida el sótano.
—¿Cómo ha podido ocurrir? —preguntó Gillian, desconcertada.
—Ni idea. Algo ha debido de recargar el sistema. Vamos, subamos otra vez.
Una vez arriba, la luz funcionaba en todas las habitaciones. Echaron un vistazo en la cocina. Estaba vacía.
—Creo que aquí no hay nadie —comentó Palm. Para cerciorarse, se dispuso a sacudir la puerta que daba al jardín y soltó una exclamación de sorpresa al ver que se abría—. ¡La puerta no está cerrada! ¿Recuerda usted haberla cerrado con llave?
—No lo sé —reconoció Gillian—. Quiero decir que siempre la cierro, pero tampoco me atrevería a jurarlo.
Palm miró hacia fuera. Había pisadas sobre la terraza que ya empezaban a quedar cubiertas de nuevo por la nieve. No obstante, no le extrañó en absoluto: durante el transcurso de la visita, tanto él como Gillian habían salido fuera.
Él recobró el valor. De repente Gillian se sintió bastante boba. Miraron en el comedor y en el salón, registraron el primer piso y el desván, pero no encontraron a nadie en absoluto.
—Creo que me he comportado como una idiota —dijo Gillian en cuanto hubieron llegado de nuevo al salón—. Realmente creí haber visto un movimiento, pero está claro que no han sido más que imaginaciones mías. Me temo que tengo los nervios de punta.
—No me extraña, después de todo lo que ha ocurrido en esta casa. Con lo que tuvo que pasar usted aquí… cualquiera podría volverse loco. No se haga tantos reproches.
Estaban uno frente al otro. Gillian se fijó en el labio partido de Luke Palm.
—¿He sido yo? —preguntó consciente de su culpa.
Palm se pasó el dedo índice por la boca y al principio se sobresaltó un poco, pero luego sonrió.
—No se le da mal el boxeo.
—Lo siento muchísimo.
—No se preocupe, sobreviviré. Oiga, ¿no cree que debería informar a la policía de ello? Podrían mandar a alguien para que echara un vistazo más a fondo.
—Me sentiría ridícula —dijo Gillian negando con la cabeza—. Ya tengo suficiente con haber quedado como una estúpida delante de usted.
Ella la miró con gesto serio.
—Creo que esa no es buena manera de pensar. Usted no es una de esas mujeres que se ponen histéricas de repente sin ninguna justificación. Hay un asesino al que la policía todavía no ha podido atrapar y que ya ha estado en esta casa anteriormente. ¿La policía sabe que usted está aquí completamente sola?
—No. Ellos todavía no lo saben.
—Eso no es que me guste especialmente.
—Señor Palm… —empezó a decir ella, pero él la interrumpió enseguida.
—Seguramente debe de pensar que no me concierne, pero después de haber aparecido por aquí como una especie de salvador en un caso de apuro y de haber registrado la casa en busca de una sombra, pues también me siento algo responsable. No me quedaré tranquilo si me marcho a casa y la dejo aquí sola.
—Cerraré todas las puertas con llave.
—Además es evidente que ha olvidado cerrar la puerta de la cocina. Eso me preocupa. No debería usted quedarse sola.
Gillian sabía que Palm tenía razón. Tanto si lo que había visto había sido una sombra o una persona de carne y hueso, no era una buena idea quedarse sola en la casa. Imaginó cómo pasaría la noche y todas las noches siguientes: no conseguiría pegar ojo. Dejaría la luz encendida. Esperaría con el oído aguzado y contendría el aliento ante el más mínimo ruido. Cualquier crujido que oyera en la casa la haría dar un respingo que la dejaría sentada en la cama.
Ya sabía lo que era, no necesitaba experimentarlo de nuevo y sus nervios tampoco lo resistirían.
—Lo pensaré —prometió ella.
3
Cuando llegó a casa estaba completamente helado a pesar de que durante el trayecto de vuelta había puesto la calefacción del coche al máximo. Había pasado demasiado tiempo andando entre la nieve, vagabundeando al aire libre con ese tiempo tan gélido. Nada parecía poder ayudarlo a combatir ese frío intenso que se había instalado en su cuerpo. Tal vez una larga ducha caliente. Eso le sentaría de maravilla.
Liza Stanford no había aparecido. Primero, John había estado vigilando la escuela y el pabellón deportivo contiguo sentado en el coche, pero al final le había parecido que el radio que estaba cubriendo era demasiado reducido. Había salido del coche y había pasado el resto de la tarde rondando por los alrededores, intentando en todo momento no llamar demasiado la atención. Un hombre adulto merodeando sin rumbo aparente cerca de chicos en edad escolar podía despertar las peores sospechas. Eso significaba que había tenido que cambiar su puesto de vigilancia continuamente, lo que había comportado algo de movimiento, al menos. Sin embargo, el frío y la humedad habían terminado por filtrarse en sus botas, le habían subido por las piernas y se habían extendido por todo su cuerpo hasta calarle los huesos y, al fin, se hartó de esperar. Empezó a perder la confianza en el plan que él mismo había urdido. ¿Quién le decía que Liza tenía realmente tanto interés en ver a su hijo? E incluso en caso de que así fuera, ¿quién le aseguraba que eso podría satisfacerla y que intentaría verlo durante sus actividades extraescolares? ¿Qué le hacía pensar que aún seguía viva? Tal vez en realidad había estado esperando la aparición de un fantasma, mientras merodeaba como un pedófilo por los alrededores de una escuela, temblando de frío.
Después de haber visto cómo a una hora tardía Finley Stanford salía del gimnasio y se marchaba en dirección a la parada de autobús sin llegar a divisar ni por un momento a su madre, decidió dejarlo. Para siempre. Todo aquello no era asunto suyo. Que lo resolviera la policía. Con esa tarde él ya había tenido bastante.
Casi se sentía liberado de aquella carga cuando abrió el portal y subió la escalera que llevaba hasta su piso de dos en dos, para entrar en calor. Olvidarse del caso también significaba distanciarse de Gillian, algo absolutamente necesario. No era de esos hombres que pasan años soñando con mujeres inalcanzables, como Peter Fielder, que hacía el ridículo anhelando a Christy McMarrow.
Fuera. Basta. Ya pasó.
Se detuvo en seco al ver una figura acurrucada en el descansillo de la puerta de su piso. Samson Segal lo miró con los ojos muy abiertos, llenos de temor.
—Por fin —exclamó.
Él era la última persona que esperaba encontrar allí y también la última persona que le apetecía ver en aquellos momentos. Básicamente porque no le apetecía ver a nadie en absoluto esa noche. Lo único que ansiaba era una ducha caliente, un whisky doble y mucha tranquilidad.
—¡Samson! —exclamó con sorpresa—. ¿Cómo ha llegado hasta aquí?
Samson se levantó con dificultad. John se dio cuenta de lo esmirriado que era. Desde la primera vez que se habían visto en aquella pensión, no hacía mucho tiempo, había perdido mucho peso. Tuvo la impresión de que debía de estar pasándolo muy mal.
—Un vecino me ha dejado entrar. Yo estaba sentado en la entrada del edificio, ha visto que me moría de frío y le he dado lástima. Le he dicho que trabajaba para su empresa y que tenía que hablar con usted.
—Ya veo. —John comprendió que no tenía elección, que tenía que dejarlo entrar en su piso—. Venga. En la escalera hace demasiado frío. Debe de estar medio congelado.
Samson asintió.
—No… no estoy bien —consiguió decir, no sin esfuerzo.
John cerró la puerta y acompañó a Samson hasta el salón y lo invitó a sentarse en el único sillón que tenía, de aspecto desangelado en medio de aquella gran estancia con el suelo de parquet. Por lo menos había calefacción.
—¿Quiere tomar algo?
—Lo mejor sería un té caliente —dijo Samson.
John se metió en la cocina, puso agua a hervir y revolvió los armarios. Apenas bebía té, por lo que no recordaba si tenía. Al final encontró dos bolsitas de té de menta y las metió en la tetera. Preparó dos tazas y un azucarero sobre una bandeja y mientras esperaba que hirviera el agua estuvo pensando. ¿Qué había motivado a Segal a abandonar su escondite en la obra, donde estaba seguro, para acudir hasta allí? En el fondo, sabía cuál era la respuesta: el estado psicológico de Samson ya le había parecido precario el otro día y lo más probable era que se hubiera sentido cada vez más desesperado con el tiempo. No había podido soportarlo más.
Debería haber ido a verlo más a menudo, pensó John. Pero es que no puedo partirme en dos.
De repente se dio cuenta de que no le resultaría tan fácil abandonar aquella historia y regresar a su vida normal. Tenía a Segal pegado a él y, teniendo en cuenta que la policía lo buscaba desde hacía dos semanas y que él lo había estado ocultando, estaba metido en el asunto hasta el cuello.
Soltó una maldición mientras vertía el agua hirviendo en la tetera. ¿Cómo había podido ser tan imbécil? Mira que ofrecerle cobijo a un hombre al que buscaban en relación con tres asesinatos y cuya conducta lo convertía en altamente sospechoso.
¡Nunca aprenderás a esquivar las dificultades, Burton!
Volvió al salón con la bandeja. Samson estaba sentado justo como lo había dejado unos minutos antes. A falta de mesa, John dejó la bandeja en el suelo y se sentó sobre el parquet con la espalda apoyada en la pared. Al parecer, la ducha caliente tendría que esperar.
—¿Qué hace aquí, Samson?
Este parecía triste y consciente de su culpabilidad.
—Ya no lo soportaba más. Me marché ayer a mediodía. He dejado la caravana bien cerrada, aquí tiene la llave. —La sacó del bolsillo de la chaqueta y la dejó en el suelo.
—¿Ayer a mediodía? Entonces, ¿dónde ha pasado la noche?
—Anoche estuve aquí, encontré su dirección en el listín telefónico. Ha sido una verdadera odisea encadenar un autobús tras otro para llegar hasta aquí, pero al final lo conseguí. Luego he estado esperando frente al edificio una eternidad, pero… bueno, usted no aparecía…
Claro. Había pasado muchas horas en el bar combatiendo la frustración de haber sido rechazado por la mujer que amaba.
—Al final ya no soportaba más el frío —prosiguió Samson— y fui hasta la estación. He pasado la noche rondando por allí, cambiando de sitio de vez en cuando para no llamar demasiado la atención. Me daba mucho miedo que la policía pudiera atraparme.
—Eso ha sido muy arriesgado, Segal. Ha tenido mucha suerte.
—Lo sé, pero ¿qué quería que hiciera? ¿Morir de frío frente a su casa?
—Debería haberse quedado en la caravana.
—No podía más. Por favor, trate de entenderme. Allí sentado me estaba volviendo loco. Ni siquiera sabía cómo están las cosas. ¿Sigo siendo sospechoso? ¿O ya han encontrado al otro? ¿Tendré que seguir ocultándome durante años o terminará todo pronto? Eso puede volver loco a cualquiera, John, ¡de verdad!
—Le comprendo.
—Por eso he venido de nuevo esta mañana —dijo Samson—. Pero usted tampoco estaba. Aunque por suerte ese anciano no ha tardado mucho en dejarme entrar.
—¿O sea que ha pasado seis o siete horas sentado frente a mi puerta?
Samson asintió.
John reflexionó un momento.
—¿Y adónde piensa ir ahora?
En el rostro de Samson se dibujó claramente una expresión de puro terror.
—¿No puedo quedarme aquí?
—Eso sería demasiado arriesgado para mí.
—Lo sé. Pero es que no puedo recurrir a nadie más.
—No voy a dejarlo de patitas en la calle, no tema. Ya se nos ocurrirá algo.
John se tomó la taza de té mientras pensaba en una solución. La bebida caliente le sentó bien, a pesar de que odiaba el sabor de la menta. El problema era que, por mucho que siguiera pensando en ello, probablemente no se le ocurriría nada aparte de dejar que Samson se quedara en su casa con la esperanza de que a la policía no le diera por acudir a verlo. Samson no podía volver a su casa con su hermano y su cuñada y tampoco podía volver a llevarlo a la caravana, eso había quedado claro.
Lo tendré pegado a mí hasta que encuentren al asesino.
Se preguntó si eso llegaría a ocurrir. Gracias a Kate Linville sabía que Fielder y su equipo estaban buscando a Liza Stanford, pero… ¿conseguirían encontrarla? ¿Y cuánto tardarían en localizarla?
La decisión que había tomado de apartarse de aquella historia estaba en entredicho. Tal vez se sobrevaloraba en exceso, o quizá era a causa de la antipatía que sentía por el inspector Fielder, pero lo cierto era que se creía capaz de penetrar en la espesura cada vez más desesperante de ese caso antes que la policía. La única pregunta era si le apetecía hacerlo.
Aunque tal vez no era cuestión de si le apetecía o no. El hecho de que se hubiera relacionado con Samson Segal prácticamente lo obligaba a ello.
—Ya he pensado en la posibilidad de entregarme a la policía —dijo Samson—. Al menos de ese modo terminaría todo de una vez. Es horrible estar huyendo de esta manera, tener que permanecer oculto todo el tiempo, sin divisar el día en el que acabará todo esto. A veces solo quiero que todo termine de una vez.
—Por favor, de momento no lo haga. Eso me implicaría también a mí, ¡no lo olvide!
—No le diría a nadie que me ha ayudado —aseveró Samson enseguida.
John negó con la cabeza. Samson Segal no tenía ni la más remota idea del refinamiento y la tenacidad con la que se llevaban a cabo los interrogatorios si el agente encargado era hábil y experimentado. Samson caería enseguida en contradicciones, lo implicaría a él y terminaría explicándolo todo con pelos y señales.
—Tal vez tenga algo… —empezó a decir John.
Una expresión de esperanza apareció de repente en el rostro de Samson.
—¿Sí?
John negó con un gesto.
—No se alegre antes de tiempo. No tengo ni idea de adónde puede llevarnos esto. En cualquier caso, se han puesto cosas en marcha. También por parte de la policía. No han seguido considerándolo como el único sospechoso.
—Pero entonces…
—Yo en su lugar todavía no saldría de mi escondite. Como le decía, cualquier pista nueva puede acabar demostrándose absolutamente irrelevante. Además, de todos modos ha cometido un delito eludiendo el interrogatorio de la policía.
—Pero no es lo mismo que ser acusado de triple asesinato —repuso Samson.
John no pudo contradecirlo.
—Cierto.
Tenía claro que al día siguiente lo intentaría de nuevo. Finley Stanford tenía clase de piano. En algún lugar cerca de la estación de metro de Hampstead. Por lo menos sería más fácil y más discreto vigilar esa zona que los extensos y complejos alrededores de las instalaciones de la escuela.
—Bueno, en cualquier caso esta noche quédese aquí —determinó—. En algún lugar todavía debo de tener un saco de dormir. Y luego ya veremos cómo van las cosas.
La intuición le decía que la clave sería buscar a Liza Stanford más intensamente. Que encontrarla arrojaría algo de luz sobre el caso y lo cambiaría todo. También para ese funesto Samson Segal.
John se bebió el último sorbo de té. Se encontraba mejor. Ya no tenía tanto frío como antes. Era asombroso lo mucho que le afectaba.
—No sé cómo está usted —dijo John—, pero yo tengo un hambre de lobo. Puesto que debemos mantener una cierta discreción, no podemos ir al local en el que suelo comer, el que está al final de la calle. Pediremos que nos traigan una pizza a cada uno. ¿De acuerdo?
—Yo también me estoy muriendo de hambre —reconoció Samson—. No he comido nada desde ayer a mediodía.
—Entonces ya va siendo hora. —John se puso de pie—. ¿Qué pizza prefiere?
Por primera vez desde que había conocido a Samson, lo vio sonreír de buena gana.
—Tropical —contestó.
4
Eran más de las once cuando el repartidor de pizzas llamó al timbre. Al abrir el portal de la calle, la escalera se llenó del frío y el olor a nieve del exterior. Tara recogió las dos cajas de cartón, pagó la cuenta y entró de nuevo en el piso, donde la esperaba Gillian sentada en el sofá, con el pijama puesto, un albornoz y unos gruesos calcetines de lana en los pies. Todavía tenía el pelo húmedo, se había pasado media hora en la bañera para relajarse y entrar en calor de nuevo. Tara le había vertido en el agua una esencia aromática con olor a eucalipto para intentar evitar que pillara un resfriado. Después de haber oído que su amiga había estado andando sobre la nieve en calcetines había insistido en echársela.
—El frío en los pies es peligroso. ¡Y lo último que necesitas ahora mismo es un resfriado!
Había reaccionado con alivio a la llamada de Gillian. Esta había estado debatiéndose un buen rato sobre qué hacer, pero no se le había ocurrido nadie más a quien pudiera llamar para pedirle cobijo. Aparte de John, claro, pero eso habría conllevado más problemas. Pasó unas horas sentada en la cocina con Luke Palm, asustada, casi sumida en el pánico, aunque al mismo tiempo dudaba de si no estaría reaccionando como una histérica a algo que no habían sido más que imaginaciones suyas. Hacia las nueve, Palm le había dicho al fin que tenía que volver a casa, pero que solo podía marcharse si ella se decidía de una vez a no pasar la noche sola. Gillian se había dado cuenta de lo asustada que estaba, de que no podía pasar ni un minuto más en esa casa. Por eso había llamado a Tara. Luke Palm la había llevado en su coche a Londres y la había dejado justo delante del portal del edificio en el que vivía su amiga.
El alivio evidente de Tara había contribuido aún más a agravar el miedo de Gillian. Si él la hubiera tratado como a una neurótica exagerada que se hubiera dejado llevar por disparatadas fantasías, no se lo habría tomado tan a pecho. Pero Palm se había tomado el suceso muy en serio.
Aunque tal vez, pensó, sea normal en un hombre que encontró a una mujer brutalmente asesinada en una casa aislada. La manera de ver la realidad de Luke Palm desde entonces sin duda habría cambiado tras ese suceso.
Tara le había reprochado que no hubiera llamado a la policía enseguida.
—¡Eso habría sido la única decisión sensata que podrías haber tomado! ¡Tienen que saber que ha ocurrido algo así!
—Tara, ni siquiera estoy segura de que haya pasado algo. Creo haber visto una sombra en la cocina, pero también puedo haberme equivocado. El agente inmobiliario me ha ayudado a registrar toda la casa. Y no había nadie.
—Y registrándola seguramente os habéis cargado todas las pistas que un experto de la policía tal vez habría podido encontrar. Eso no ha sido precisamente sensato por tu parte, Gillian.
—Me sentía tan ridícula… —dijo Gillian en voz baja.
Gillian tampoco había querido llamar a la policía posteriormente para informar de lo ocurrido, como Tara le había recomendado.
—No. Me harán los mismos reproches que tú, Tara. Estoy muerta de cansancio, no puedo más. No me apetece tener que hablar con un agente que no pararía de reprocharme cosas. Es que no puedo más, de verdad.
Tara había terminado por ceder. Había llenado la bañera de agua para que su amiga pudiera tomarse un baño caliente, había pedido unas pizzas y había sacado dos cervezas del frigorífico. Gillian le agradecía que hubiera reaccionado de esa forma. En realidad no había habido diferencias entre ellas, pero su idilio con John Burton había generado una disonancia de la que todavía no habían conseguido librarse. Sentadas en el salón, mientras se comían las pizzas, Tara sacó el tema de repente:
—Gillian, he querido decirte esto todo el tiempo: lo siento, siento haber reaccionado de ese modo. Fui demasiado brusca y me entrometí demasiado en tu vida. Simplemente me asusté. La coacción sexual… es un término que asusta y en su momento no entendí cómo pudiste… da igual. ¡Por culpa de eso te marchaste y durante todo este tiempo he querido llamarte para decirte que lo lamentaba!
—Bueno, pues ya me tienes de nuevo aquí —dijo Gillian—. Ya ves que no te has librado de mí, en realidad.
—Gracias a Dios. Siempre tendrás las puertas de esta casa abiertas.
—De repente tuve tanto miedo… Quiero decir que por un lado me sentí muy tonta. Por otra parte, la policía ya me lo había advertido. Sea quien sea el asesino de Tom, podría haberse propuesto matarme a mí y todavía podría intentarlo de nuevo. ¿Crees que es absurdo?
Tara dejó caer de nuevo en la caja la porción de pizza que se disponía a morder.
—No. Ojalá me pareciera absurdo. Me sentiría más cómoda.
—Pero…
Tara apartó el recipiente de cartón y se inclinó hacia delante. Se puso muy seria, tan seria que llegó a inquietar a Gillian.
—Gillian, soy fiscal y estoy mucho más en contacto que tú con este mundo que en este preciso momento te parece tan descabellado. Tú, en cambio, es la primera vez que te enfrentas a un caso de violencia y terror como este y tengo la impresión de que te esfuerzas en intentar desplazar todo esto a un terreno imaginario. Y esto, como ya sabes, no puede funcionar, porque tu marido, al que encontraste muerto de un disparo en tu casa, era absolutamente real. No le quites importancia al asunto, aunque puedo comprender que no lo soportes más. Pero no niegues el peligro, es una imprudencia. No me pareció bien que volvieras a tu casa y siento mucho haber tenido la culpa de ello. No permitiré que vuelvas a hacerlo.
—Ahora sí que me siento segura.
Tara hizo una mueca de desaprobación.
—No lo sé. No sé si estás tan segura, aquí.
—¿Por qué no?
—Gillian, no sabemos quién está detrás de todo esto. Pero una posibilidad sería ese tal Samson Segal y todavía no lo han encontrado. Mejor dicho: la policía al parecer no tiene ni idea de dónde se ha escondido. Es evidente que te estuvo espiando durante varios meses. ¿De verdad crees que no me conoce? ¿Que no sabe que soy tu amiga? ¿Y que no habrá contado con la posibilidad de que hayas optado por esconderte en mi casa?
—No tenemos ni idea de si tiene algo que ver con todo esto —dijo Gillian, aunque ella misma se dio cuenta de que el argumento no sonaba nada convincente. Su situación era arriesgada y perduraba de ese modo precisamente porque nadie tenía ni la más remota idea de nada.
—La otra vez, cuando estuviste aquí con Becky, pude ausentarme del trabajo con relativa facilidad —dijo Tara—, pero ahora no podrá ser. Pasarás todo el día aquí sola mientras yo esté trabajando y eso no me parece una buena idea.
—No le abriré la puerta a nadie.
—¿Y cuánto tiempo crees que resistirás? ¿Aquí sentada, de la mañana a la noche, sin ver a nadie y sin poder salir por el peligro que comportaría?
—Eso suena muy duro —admitió Gillian. El hambre se le pasó de golpe y apartó la caja de pizza. Se dio cuenta de que Tara quería librarse de ella y creyó saber cuál era el motivo: Tara también tenía miedo. Si un asesino había puesto el ojo en Gillian, era evidente que la persona que la ocultara también correría peligro.
Podía comprender a su amiga. Pero seguía sintiéndose desamparada.
—¿Qué me aconsejas que haga? —preguntó.
—Aquí serás bienvenida —respondió Tara—, tanto tiempo como quieras. Pero tienes que ser consciente de que en esta casa no estarás segura. Has mandado a Becky a casa de tus padres y creo que ha sido una decisión muy sensata. Estaría bien si tú también…
—¡No! —exclamó Gillian. Se dio cuenta del sobresalto que provocó en su amiga y comprendió que su negativa había sido demasiado vehemente.
—No —repitió con más calma—, no quiero volver a Norwich. No quiero ir a casa de mis padres. Si tus temores demuestran ser ciertos y el asesino sospecha que estoy en tu casa porque sabe que somos amigas, también sabrá que tengo padres. Incluso puede que sepa que Becky está viviendo allí. No quiero que corra peligro por mi culpa, Tara. No puedo huir para acercar al asesino a mi hija. Es demasiado arriesgado.
—En eso tienes razón —concedió Tara con resignación.
—Ya encontraré algo —aseveró Gillian, aunque en realidad no tenía ni idea de con quién podía contar. Por supuesto, tenía amistades y conocidos en la ciudad a los que podía recurrir. Pero una cosa era encontrarse con alguien de vez en cuando para tomar un café o cenar y otra cosa muy distinta era alojarse en casa de otra familia durante semanas mientras huía de las garras de un asesino.
No tenía ni idea de cómo sortear la situación.
Tara no dejaba de darle vueltas.
—¿Y un hotel? —propuso sin demasiada convicción—. En algún lugar más al norte. O más al sur. En el campo. Una pensión, tal vez.
—Mmm… ¿Y qué haré allí durante todo el día?
—Bueno, para empezar estarías segura. Eso es lo principal.
Gillian reflexionó unos instantes. Un hotel o una pensión, en algún lugar aislado. En Cornwall, tal vez, o en Devon. Se imaginó a sí misma paseando entre peñas nevadas, con la cara enrojecida por el viento helado. Tara tenía razón: lo principal era estar en un lugar seguro.
—No lo sé… Sin duda sería lo más sensato…
Sensato. Pero la idea tampoco es que la volviera loca. No obstante, Gillian se preguntaba si tenía otra elección.
En cualquier caso, solo sería una solución a corto plazo. No quería desaparecer durante varios meses. Aunque tal vez desde allí podría prepararse para su nueva vida en Norwich. Podía llevarse el portátil y buscar trabajo. Sondear el mercado inmobiliario. Eso le daría la sensación de estar avanzando realmente.
—No debemos decirle nada a nadie —dijo ella.
—No —convino Tara.
Menuda pesadilla, pensó Gillian.