Martes, 12 de enero

1

Gillian tenía la impresión de no haber parado ni un momento desde que había encontrado a Thomas muerto en el comedor de casa. Y así había sido con la única salvedad de las noches, cuando se tomaba un fuerte somnífero y caía sobre la cama como un árbol talado. Por suerte, a la mañana siguiente salía de esa anestesia sin recordar lo más mínimo los agobiantes sueños que había tenido. Sus noches eran oscuras, absolutamente negras y vacías. Cuando se levantaba, se sentía como un hámster cuando entra en su rueda y se echa a correr hasta quedar exhausto. El animal enjaulado corre para combatir el aburrimiento y la soledad de su cárcel. Gillian rehuía el momento de afrontar las cosas realmente.

Llegaría un día en el que no podría continuar de ese modo.

Se dedicó a ordenar y limpiar la casa. Había metido la ropa de Tom en un número incontable de bolsas. Había separado la que le había quedado pequeña a Becky y la que ella misma no se ponía desde hacía tiempo. Recogió todos los periódicos y los metió en las cajas de cartón vacías que encontró en el desván para echarlos al contenedor de papel. Llamó a un servicio de recogida de muebles y concertó una cita para la semana siguiente. En el sótano todavía había piezas de mobiliario de los primeros años de matrimonio, recuerdos que en aquel momento evocaban sentimientos demasiado nostálgicos y que Gillian no habría podido tirar sola. Lo que hizo fue una lista de todo lo que tendrían que pasar a buscar para no tener que hacerlo ella.

En el sótano incluso había unas cuantas cajas de cartón plegadas que habían utilizado para mudarse a esa casa. Se las llevó arriba, las montó y empezó a empaquetarlo todo. Libros, figuras de porcelana, fotografías enmarcadas y candelabros.

En esos momentos, ese martes a mediodía, la casa parecía preparada ante una mudanza inminente.

Se dio cuenta de que tenía hambre, sacó una pizza del congelador y la metió en el horno. Mientras esperaba a que se preparara, encendió el ordenador y buscó en Google a un agente inmobiliario en Southend o en Londres. No conocía a nadie del sector y estaba dispuesta a elegir el primero que apareciera, pero sus ojos repararon en el nombre de Luke Palm y se disparó una alarma en su interior. Ese nombre había aparecido en uno o dos periódicos. Palm era el tipo que había encontrado el cadáver de Anne Westley. Pensó que tal vez sería la persona más adecuada para encargarse de ello. Podía contarle abiertamente el motivo por el que quería vender la casa sin que él se desmayara enseguida o reaccionara con desconcierto o incluso con sensacionalismo. De algún modo se había visto envuelto en una historia parecida. Desde que la violencia más brutal había irrumpido en la vida de Gillian, a veces se sentía como si se encontrara encima de un bloque de hielo, flotando lejos de la normalidad y de la gente que vivía ajena a ese tipo de actos de violencia. Luke Palm le pareció alguien que de algún modo también se había visto desplazado a uno de esos bloques de hielo. Por eso le inspiraba más confianza que los demás.

Marcó el número de su despacho y la secretaria le pasó la llamada enseguida.

—Luke Palm, agente inmobiliario.

—Hola. Soy Gillian Ward. —Hizo una breve pausa y esperó alguna reacción del hombre, pero al parecer a Palm no debía de sonarle el nombre. Sin duda había leído acerca del asesinato de Tom en los periódicos, pero el nombre completo solo había aparecido mencionado en una sola publicación.

—Me gustaría vender mi casa —dijo ella—. Está en Southend, en el barrio de Thorpe Bay. Me gustaría que me recomendara el precio que puedo pedir por ella. Yo no tengo ni idea de cuál es la situación del mercado actualmente.

—No hay problema. Puedo pasar a ver la casa en cualquier momento. ¿Cuándo le apetece que vaya?

—¿Le iría bien pasar mañana por la mañana?

—Por desgracia, mañana tengo ya un par de citas concertadas. ¿A las cinco y media sería demasiado tarde para usted?

—No, eso sería perfecto.

Gillian le dictó la dirección y el número de teléfono. Después de despedirse y de colgar, se quedó sentada todavía un par de minutos más a la mesa del comedor, mirando hacia el jardín nevado. Probablemente sería el último invierno que pasaría en esa casa.

Lo haré, pensó, realmente lo haré. Voy a volar todos los puentes que he dejado atrás.

Un par de pájaros hambrientos revoloteaban alrededor del comedero que había fuera, justo al lado del cerezo. Cambiaron de rumbo bruscamente en cuanto se dieron cuenta de que estaba vacío. Gillian no era capaz de ahuyentar de su mente una imagen que le había quedado marcada a fuego: el cumpleaños de Becky dos años antes. El 22 de noviembre. Lo que más había deseado que le regalasen era el comedero y finalmente lo había conseguido. Gillian había estado mirando por la ventana mientras su hija y Tom lo estuvieron instalando por la tarde. A Becky le habían ardido las mejillas de felicidad. Tom había disfrutado pasando ese rato junto a su hija. Esa tarde, a Gillian le había parecido que ambos desprendían felicidad y armonía y los había estado observando con la mirada llena de calidez. Y parte de esa calidez seguía notándola todavía, lo que le pareció peligroso, demasiado peligroso.

Gillian ahuyentó esa imagen de su mente. El jardín volvía a aparecer vacío frente a sus ojos, soterrado bajo un manto de nieve virgen. Ahí fuera no había ningún hombre riendo y hablando con una niña. Solo había pájaros hambrientos.

Tendré que ir a comprar alpiste, pensó Gillian.

2

Samson cerró con esmero la puerta de la caravana y se guardó la llave en el bolsillo del anorak. Temblaba del frío que sintió nada más salir fuera. El cielo era de un azul radiante, el sol brillaba y hacía refulgir la superficie de la gruesa capa de nieve que cubría el suelo. Supuso que estarían al menos a diez grados bajo cero. No recordaba haber vivido un invierno tan frío y tan nevoso. Al contrario, en los últimos años había reinado un tiempo desesperadamente lluvioso y nadie creía ya que sería posible volver a celebrar unas Navidades blancas en Inglaterra o ver a los niños arrastrando trineos para pasar tardes enteras lanzándose por las cuestas. De su primera infancia, Samson solo recordaba esa clase de alegrías.

Pero todo eso había quedado muy atrás en el tiempo.

Llevaba una bolsa con rebanadas de pan seco en una mano y utilizó la otra para sacudir la nieve acumulada sobre un muro a medio construir antes de verter las migajas de pan por encima de los ladrillos. Sabía que en cuanto se hubiera alejado un poco, los pájaros acudirían formando una nube oscura y se lanzarían sobre el muro. Los había estado alimentando regularmente durante los últimos días. Eran su única compañía en aquel lugar tan solitario y los chillidos hambrientos que soltaban casi le rompían el corazón.

—A partir de ahora tendréis que apañároslas solos —dijo en voz baja—. No aguanto más tiempo aquí.

Su plan consistía en cruzar los campos hasta llegar a las afueras de Londres y, una vez allí, buscar una cabina telefónica o una oficina de correos para descubrir, con la guía de teléfonos o el servicio de información telefónica, cuál era la dirección de John Burton. Necesitaba encontrar otro lugar en el que esconderse y Burton era el único que podía ayudarlo. Si no conseguía encontrarlo, solo le quedaría la posibilidad de recurrir a Bartek, aunque imaginaba que este lo echaría si no se desmayaba nada más verlo aparecer. Gavin, su hermano, sería la última alternativa, por Millie. Pero antes de morir de hambre o de frío, tendría que meterse en la boca del lobo. Al final no tendría más remedio que acudir a la policía y terminaría en el calabozo, no se hacía ilusiones a ese respecto. La única cuestión era durante cuánto tiempo podría seguir postergando ese momento. Y hacía días que había alcanzado ese punto en el que ir a parar a una celda había dejado de parecerle el peor de los escenarios concebibles. La soledad lo había dejado devastado. Si decidía marcharse entonces para ir a buscar a John era para intentar salvar la vida. Un par de días más en la caravana en aquella obra abandonada y acabaría suicidándose.

Hacia la una y media de la tarde, en el horizonte pudo reconocer la silueta espectral de las primeras casas de la periferia, aunque no sabía de qué parte de la ciudad se trataba. Supuso que tenía por delante al menos una hora y media andando para llegar hasta ese núcleo habitado, pero eso no lo amedrentó. Siempre le había gustado andar, iba bien abrigado y antes de partir se había zampado unas cuantas latas de conserva para coger fuerzas. De momento no podía sucederle gran cosa. Lo único que necesitaba urgentemente era un lugar en el que alojarse antes de que cayera la noche. En esa época del año, el termómetro bajaba hasta casi los quince grados bajo cero por las noches.

Se puso en marcha. Le costaba andar porque con cada paso se le hundían los pies en la nieve.

Mañana tendré unas buenas agujetas, pensó.

Se dio la vuelta. Las estructuras encofradas de los bloques de pisos y las grúas se alzaban hacia un cielo de un azul sobrenatural. La caravana parecía pequeña e insignificante, algo fuera de lugar.

Los pájaros se amontonaban sobre el muro para disputarse las migajas de pan.

3

John llevaba tres horas aparcado frente a la escuela controlando con la mirada todos los accesos. Unos cuantos alumnos habían salido del edificio de ladrillo rojo con las ventanas de molduras blancas y otros habían entrado, pero Finley no había aparecido por allí. Los prados y campos de Hampstead Heath llegaban casi hasta la escuela, tan solo los separaban las pistas de tenis, otras instalaciones deportivas y algún que otro edificio que pertenecía a la misma institución. John supuso que, si Finley había tenido clase, en algún momento tendría que volver a casa y entonces lo vería salir, o por lo menos lo vería pasar por delante de él. Algo más lejos había una parada de autobús. Era de esperar que Finley se detuviera allí para volver a casa.

John tenía esperanzas al respecto.

En lo que no confiaba tanto era en su empresa. El trabajo de investigación de los últimos días había afectado negativamente su presencia en el despacho. Tenía buenos empleados, pero era importante que fuera el jefe quien llevara las riendas y en esos momentos no lo estaba haciendo. Además, estaba el sentimiento de culpa que le provocaba Samson Segal. Debería haber ido a verlo desde hacía tiempo. Lo había dejado más solo que la una y era probable que estuviera cerca de la desesperación. John se sentía responsable de él pero, en lugar de preocuparse de que estuviera bien, estaba jugando a ser detective privado: siguiéndole la pista a una mujer desaparecida y esperando durante horas a que surgiera la oportunidad de avanzar en algún aspecto. La diferencia era que un detective privado de verdad recibía una remuneración por su trabajo, mientras que él, John, estaba dejando de lado completamente la ocupación con la que se ganaba la vida.

Le daba igual. Ya había empezado y pensaba llegar hasta el final.

Alrededor de las cuatro comenzó a haber movimiento de verdad. Los primeros alumnos salieron de la escuela y enseguida los siguió una buena multitud. La que hasta entonces había sido una tranquila calle nevada de repente se volvió irreconocible. Se llenó de las conversaciones, risas y gritos de los niños y jóvenes que pululaban por ella. John salió del coche y miró concentrado a su alrededor. Tenía esperanzas de que Finley no se le escabulliría entre la muchedumbre.

Controlaba al mismo tiempo la calle y los otros coches aparcados cerca de la escuela. No excluía la posibilidad de que el doctor Stanford pudiera personarse para recoger a su hijo. John no pensaba rehuir otra confrontación con él, pero era consciente de que las probabilidades de poder hablar de nuevo a solas con Finley tenderían a cero si Stanford lo sorprendía allí, frente a la escuela. En ese caso estaba seguro de que no lo dejaría solo ni un momento, tal vez incluso contrataría a un guardaespaldas.

Sin embargo, John fue incapaz de verlo por más que lo buscó con la mirada. Tanto mejor. Tarde o temprano, ese hombre tendría que ocuparse de seguir ganando una fortuna.

Finley apareció de forma tan repentina que John estuvo a punto de sobresaltarse. A diferencia de la mayoría de los otros chicos, no salió rodeado de un grupo ruidoso, sino que lo hizo completamente solo. Reconoció a John y se le acercó. Se limitó a mirarlo con calma y naturalidad.

—Hola, Finley —saludó John mientras, de reojo, recorría velozmente una vez más los alrededores. Seguía sin ver al doctor Stanford.

—Hola, señor Burton —dijo Finley—. Mi padre me ha dicho que no vuelva a hablar con usted.

—Sí, ya me lo suponía. Y sé que sería exigirte demasiado pedirte que no le hagas caso. Pero es importante. Se trata de tu madre.

Finley parecía confundido. No es que quisiera hacer lo que su padre le había prohibido explícitamente, pero seguía siendo un niño con unas ganas locas de ver a su madre.

—Pero usted no conoce a mi madre de nada, ¿verdad? —preguntó.

—No —admitió John—. No la conozco. Pero sería importante poder hablar con ella. Sería importante para otra persona a la que sí conozco bien.

Finley se encogió de hombros.

—Es que no sé dónde está.

—¿Tienes alguna foto suya? —preguntó John.

Finley asintió. Se desprendió de la mochila y la dejó sobre la nieve mientras la revolvía. Al final, sacó una foto de un monedero.

—Es esta.

John contempló la fotografía y enseguida constató que se trataba de una mujer atractiva. Una larga melena rubia, los ojos grandes y un rostro de rasgos delicados. Sin embargo, no le pasó desapercibida la expresión atormentada, el miedo que se leía en sus ojos. ¿Signos de una depresión? ¿O se trataba, en cambio, de un temor concreto que estaba envenenando la vida de Liza Stanford?

—Es muy guapa —le comentó John mientras le devolvía la foto.

—Sí —dijo Finley, asintiendo.

—¿Tu padre está trabajando?

—Sí. No vuelve hasta la noche.

—Pensabas volver a casa en autobús, ¿no?

—Sí.

—Si te apetece, te puedo llevar yo a casa. Así podríamos hablar un poco por el camino.

Finley negó enérgicamente con la cabeza.

—No subo al coche de ningún desconocido.

—De acuerdo, haces bien. Pero ¿me permites hablar contigo cinco minutos aquí en la calle?

—Mi autobús sale dentro de diez minutos —advirtió.

—Bien. Finley, supongo que eres consciente de que cuesta comprender que alguien pueda desaparecer de repente sin motivo alguno. Y menos una madre. Eso supone dejar atrás lo que sin duda más quiere en el mundo, es decir, a ti. Una mujer solo haría algo así en caso de estar sometida a una gran presión.

—Sí —afirmó Finley.

—Tu padre le dijo a la policía que tu madre siempre ha sufrido fuertes depresiones. ¿Sabes lo que es una depresión?

—Cuando alguien siempre está muy triste.

—Exacto. ¿Podríamos describir así a tu madre? ¿Podríamos decir que siempre está triste?

—Sí —dijo Finley, muy serio.

John decidió intentarlo de nuevo de otro modo.

—A las personas depresivas a menudo les resulta difícil distinguir cuál es la causa de esa tristeza. En ocasiones se dan cuenta de cuál es el motivo, pero a los demás es posible que nos cueste verlo. Es como si esa tristeza simplemente estuviera allí, como un resfriado o un dolor de garganta. Como una especie de enfermedad. Incluso si en la vida de esa persona parece que todo vaya bien y nos preguntemos: ¿por qué demonios está siempre tan triste? ¿Es ese el caso de tu madre?

Una expresión de incertidumbre se apoderó de los ojos de Finley.

—¿Quiere decir que uno no sabe por qué está triste?

—Sí, eso mismo.

—Pues no, no es el caso —dijo Finley en voz baja. Ya no miraba a John mientras hablaba.

—¿O sea que sabes cuál es el motivo de su tristeza? —insistió John.

Finley asintió.

—¿Y sabes también por qué se ha marchado?

Finley no reaccionó a esa pregunta. Se limitó a mirarse fijamente las botas. John se dio cuenta de que las venas que se le intuían bajo la pálida piel de las sienes le palpitaban débilmente.

—¿Me lo dirás?

Finley negó con la cabeza.

—Es que tal vez me ayudaría a encontrarla.

Los ojos del chico vagaron de un lado a otro. Parecía estar buscando algún tipo de ayuda sin saber qué podía esperar exactamente.

—¿Tus padres se pelean a menudo? —preguntó John.

Estaba claro que a Finley lo que más le apetecía era salir corriendo. John comprendió que no sería capaz de retener al chico ni un minuto más.

De repente, se le ocurrió una idea, el atisbo de una posibilidad para encontrar a Liza, pero para ello necesitaba una información que no llegaría a obtener si seguía presionando al joven.

Optó por cambiar súbitamente de tema.

—¿Qué más haces, aparte de la escuela? —preguntó de forma casual—. Por las tardes, quiero decir. ¿Tienes alguna afición? ¿El rugby? ¿Tocas algún instrumento? ¿Algo?

Finley pareció tan sorprendido como aliviado.

—Los miércoles juego a balonmano. Y los jueves me dan clases de piano.

—¿Que juegas a balonmano? Eso está muy bien. Yo soy entrenador de balonmano de categorías infantiles en mi tiempo libre.

—¿De verdad? —Finley lo miró con admiración.

—Sí, de veras. ¿Juegas bien?

—Más o menos.

—¿Y jugáis aquí, en la escuela?

—Sí.

—Y las clases de piano… ¿también son aquí?

—No. En casa de una profesora privada. Cerca de la estación de metro de Hampstead.

—Ya veo. Supongo que debía de ser tu madre quien te llevaba, ¿no? ¿Y ahora vas solo?

—Sí. Mi padre no tiene tiempo.

—Claro. Finley… gracias por hablar conmigo. Espero que no hayas perdido el autobús por mi culpa.

—Aún hay tiempo —dijo él. Se dio la vuelta para marcharse—. Adiós —murmuró con voz insegura.

—Adiós —se despidió John. Siguió al chico con la mirada. Cuando andaba, lo hacía con los hombros algo echados hacia delante, como alguien que estuviera cargando con un gran peso invisible.

No era un niño feliz en absoluto. No había duda de que lo cuidaban bien, de que no le faltaba nada y en casa seguro que le estaba esperando una enorme habitación repleta de juguetes. Pero era un niño triste, se notaba que se sentía desamparado.

Era casi insignificante, pero John no veía otra posibilidad: si Liza Stanford todavía andaba cerca, intentaría comprobar al menos de vez en cuando cómo estaba su hijo. O simplemente querría verlo para poder sobrellevar de algún modo el hecho de haberse separado de él. Albergaba la esperanza de que Liza buscara de vez en cuando algún lugar por el que supiera que Finley podría aparecer en algún momento determinado, para poder verlo aunque solo fuera de paso. Si tenía suerte, conseguiría reconocerla y luego podría hablar con ella, o seguirla hasta su escondite.

Era una posibilidad, nada más que eso, pero para comprobarla tendría que pasar tardes enteras esperando. No le había preguntado a Finley por los horarios de sus actividades extraescolares para que no le llamara la atención tanta curiosidad. Eso significaba que tenía que montar guardia desde primera hora de la tarde, lo que no resultaría nada cómodo teniendo en cuenta el frío que hacía.

Consultó el reloj. Pensó si valía la pena pasar por el despacho para ver cómo andaban las cosas, pero prefirió hacerlo por teléfono. En lugar de eso iría a ver a Gillian.

4

Christy McMarrow estaba sentada en el despacho del inspector Fielder. El día anterior ya había informado a su jefe acerca de la conversación que había mantenido con Nancy Cox y con la auxiliar de médico de la consulta en la que había trabajado Anne Westley. Fielder había querido intentar ponerse en contacto con la doctora Phyllis Skinner, que había compartido confidencias con Westley.

Y lo había conseguido.

—He hablado con la doctora Skinner por teléfono —dijo Fielder—. Habría preferido ir a verla en persona, pero estaba en cama con una fuerte gripe y no recibía a nadie. Se acuerda de Liza Stanford. Su descripción coincide bastante con la que la auxiliar de médico le dio a usted: ostentosa, arrogante y absolutamente inaccesible. Dice que Anne Westley nunca le había explicado nada acerca de ella, pero que poco después de jubilarse, hace tres años y medio, llamó a su casa, a casa de la doctora Skinner, y le dijo que tenía un problema con la madre de un paciente. De un chico que había sido paciente suyo, mejor dicho, puesto que la doctora Westley por aquel entonces ya llevaba dos o tres semanas sin trabajar. Se refería a Liza Stanford.

—¡Ajá! —exclamó Christy mientras se enderezaba.

Fielder le pidió calma con un gesto de la mano.

—Tampoco es que hayamos avanzado tanto. Esa noche la doctora Skinner se estaba preparando para marcharse de vacaciones al día siguiente y no pudo dedicarle tiempo. Al parecer Anne Westley se dio cuenta de que no había llamado en un buen momento y antes de poder entrar en detalles le propuso que podrían verse con más calma cuando la doctora Skinner hubiera vuelto de sus vacaciones. Pero pocos días después del regreso de Skinner la doctora Westley y su marido tenían previsto celebrar una fiesta para inaugurar la casa que se habían reformado en Tunbridge. Un día antes de la fiesta el marido cayó del tejado, luego ingresó en el hospital, contrajo una pulmonía y murió. En pocas palabras: aquellos trágicos e impactantes sucesos evitaron que Anne Westley pudiera contarle a su colega algo y más adelante ninguna de las dos mujeres volvieron a pensar en ello.

—¿Jamás llegaron a retomar la conversación?

—No, por desgracia no.

—Maldita sea —exclamó Christy con vehemencia.

—Exacto. Pero lamentarnos no nos servirá de nada. Lo máximo que podemos sacar de esa llamada es la conclusión de que Liza Stanford tiene un papel esencial en toda esta historia. La mujer conocía a las dos víctimas y una de ellas había tenido algún tipo de problema con ella. Y encima ahora ha desaparecido. Está implicada en esos casos. No sabemos con exactitud de qué manera y por qué motivo, pero apuesto a que ella tiene la clave de todo esto. O al menos supone una etapa decisiva para desentrañar esa clave.

—Eso significa que debemos encontrarla como sea.

—Sí.

—¿Qué hacemos? ¿Volver a apretarle las tuercas a su marido?

Fielder asintió lentamente.

—Ese tipo es un hueso duro de roer. Se muestra amable y dispuesto a cooperar, pero si no quiere hablar, no dirá nada. Además, tiene los mejores contactos que podamos imaginar.

—Pues seguro que los necesitará.

—No me cabe ninguna duda. Tenemos que ir con cuidado. En cualquier momento podría presentar un recurso jerárquico de queja o algo por el estilo. Y además al más alto nivel.

—Aun así —dijo Christy—, de momento es nuestra única posibilidad.

—Además podríamos intentar convencerlo para que denuncie la desaparición de Liza Stanford y así podríamos emitir una orden de búsqueda.

—Seguro que se mostrará reticente.

—Seguro —admitió Fielder—, sobre todo porque todo cuanto podemos alegar no son más que vagas suposiciones. Nos movemos por terrenos pantanosos. Él afirma que su esposa se ha aislado del mundo debido a una depresión, que lo hace a menudo y que no hay motivos para preocuparse al respecto. Que eso no justifica una orden de búsqueda.

Los dos se quedaron en silencio, deprimidos.

—¿Y qué pasa con Samson Segal? —preguntó Fielder de repente—. ¿Se sabe algo de su paradero?

—Se lo ha tragado la tierra —contestó Christy—. Para mí era el principal sospechoso, pero ahora no lo tengo tan claro. Tal vez no sea más que un chiflado inofensivo que se ha dejado llevar por el pánico ante la posibilidad de que puedan endosarle algo. De algún modo es como si fuera la otra cara de la moneda respecto a alguien como nuestro querido doctor Stanford: en caso de duda no tiene ni idea de qué es lo mejor para él.

—Sería interesante saber si conocía a Stanford.

—No lo menciona en sus anotaciones.

—De todos modos, no podemos excluir esa posibilidad. A él también debemos encontrarlo cuanto antes.

—¿Y John Burton?

—A ese hay que vigilarlo —dijo Fielder—. He solicitado su expediente.

—Señor, no se llegó a ningún procedimiento judicial —objetó Christy. Tenía la impresión de que su jefe necesitaba que se lo recordaran una y otra vez—. ¡Las acusaciones eran insostenibles!

—Aun así, quiero volver a revisarlo.

—Y yo…

—Usted pruebe suerte con Stanford. Tal vez consiga algo más que yo —dijo Fielder.

Ella torció la mirada. Ya había imaginado que Fielder la mandaría a azuzar a Stanford, al tipo al que nadie podía sonsacarle nada.

—Así lo haré, señor —aceptó ella con resignación.

5

Lo primero que vio cuando llegó a casa fue que la puerta estaba abierta de par en par. En vista de todo lo que había sucedido durante las últimas semanas, de repente se le heló la sangre porque sospechó un peligro terrible y decidió detenerse un minuto para decidir de antemano cuál sería la mejor manera de reaccionar. Pero en ese mismo instante vio que Gillian regresaba de una esquina del jardín trasero de la casa. Al parecer solo había salido un momento, porque no llevaba ni abrigo ni bufanda, sino que solo se había calzado las botas forradas para poder caminar sobre la nieve. En la mano llevaba un cubo de plástico. Se sobresaltó al ver que tenía visita, aunque se relajó enseguida en cuanto hubo reconocido quién era.

Sin embargo, John se dio cuenta de que Gillian no se había alegrado precisamente mucho al verlo.

—Hola, Gillian —dijo él.

—Hola, John —le respondió ella con una sonrisa más cordial que cariñosa.

Él se le acercó para besarla, pero ella volvió la cabeza lo justo para que los labios de él apenas pudieran rozarle la mejilla.

—Tal vez no sea muy cortés presentarme aquí sin avisar —se disculpó él—, pero estaba cerca y…

No era cierto. Los martes no había entrenamiento y John no tenía ningún motivo en absoluto para estar en Thorpe Bay. Aparte de ver a Gillian, claro. Por suerte, ella no le preguntó nada al respecto.

—Entra. —Ella se metió en casa y dejó el cubo junto a la puerta—. Estaba alimentando a los pájaros.

—¿Ah, sí? —John miró a su alrededor. El pasillo estaba repleto de cajas apiladas. Además era evidente que había descolgado los cuadros del recibidor, porque en la pintura de las paredes habían quedado las marcas rectangulares—. ¿Qué ocurre? —preguntó.

—He estado empaquetando unas cuantas cosas —contestó Gillian mientras entraba en la cocina—. ¿Te apetece una taza de café?

—Sí, gracias. —Seguía mirando a su alrededor mientras negaba con la cabeza. Los indicios no dejaban lugar a dudas: Gillian estaba preparando la mudanza.

Él también entró en la cocina. Fuera ya casi había oscurecido del todo y, aun así, a través del cristal de la puerta del jardín pudo reconocer un comedero de pájaros. Se volvió hacia Gillian, que estaba manipulando la cafetera.

—¿Por qué no has salido por la puerta de la cocina, si querías ir al jardín?

Ella se detuvo.

—Ni idea —respondió, aunque acto seguido añadió—: Me cuesta dejar la puerta del jardín abierta. Aunque sea por un momento… Por allí… es por donde entró el asesino. Es que… es que simplemente no puedo.

—Pero la puerta de casa tampoco deberías dejarla abierta. ¡Es algo irracional!

Gillian puso en marcha la cafetera.

—¿Algo? Todo, en mi vida todo es irracional.

John se le acercó un poco más.

—¡Gillian! ¿Qué sucede? ¿Qué significa… todo esto que has empaquetado? ¿Quieres mudarte de casa?

—Sí. Me vendo la casa. Mañana vendrá un agente inmobiliario.

—¿No crees que es un poco precipitado?

—¿Cómo quieres que viva y críe a mi hija en una casa en la que asesinaron a mi marido?

—¿Y adónde quieres ir? ¿Piensas alquilar un piso en alguna parte?

—Aquí no me quedo. Volveré a Norwich.

Él la miró completamente horrorizado.

—¿A Norwich? Pero ¿por qué?

—Porque soy de allí. Allí viven mis padres. Por desgracia, a partir de ahora, mientras esté trabajando, tendré que dejar a Becky con mis padres a menudo para que cuiden de ella. Prefiero que esté con sus abuelos que con alguien desconocido. En esta situación necesito sentir a la familia cerca y no tengo a nadie por los alrededores.

—Pero tu hogar está aquí. Becky va a la escuela, tiene sus amistades. Y tú tienes una empresa en Londres, vives de ella. ¡Lo tienes todo aquí!

—También me venderé la empresa. Funciona bien, por lo que no será tan difícil venderla. Entre lo que me den por la casa y el dinero de la empresa dispondré de un buen capital inicial. Eso significa que tendré tiempo de encontrar un empleo. De un modo u otro saldré adelante.

—Lo tienes todo previsto —dijo John con desconcierto.

El café cayó con un siseo en las dos tazas que Gillian había colocado en la cafetera. Las rellenó con leche caliente y las dejó sobre la mesa. John tomó el primer sorbo con cautela, pero se quemó los labios de todos modos, aunque apenas se dio cuenta de ello. Miró fijamente a Gillian, que estaba contemplando su propia taza como si aquel capuchino ocultara un secreto fascinante. Él habría jurado que la mujer seguía en estado de shock, que ese era el motivo por el que su rostro presentaba una palidez espectral, por el que notaba un matiz mecánico en su manera de hablar, una especie de calma artificial. No se había peinado, parecía recién levantada. Sin maquillaje parecía todavía más joven y tan frágil que a John le sobrevinieron unas ganas tremendas de abrazarla, pero notó que eso era precisamente lo último que ella quería que hiciera.

—Tengo que seguir adelante —dijo ella.

—Sí, pero ¿es necesario que rompas con todo? Y sobre todo ¿tienes que decidirlo en unos momentos en los que no consigues ver las cosas con claridad? Gillian, no han pasado más que dos semanas desde que encontraste aquí a tu marido. ¡Dos semanas! No puedes haberlo digerido, ni siquiera puedes haber procesado una parte. ¡Y ya decides echar tu vida entera por la borda!

—Es mi manera de empezar a procesarlo.

No la había visto nunca de ese modo, tan rígida y tan esquiva. John se sentía cada vez más desesperado porque de repente se había dado cuenta de que estaba a punto de perderla. Daba igual lo que pudiera decir, no conseguiría hacer que cambiara de opinión.

De todos modos, decidió intentarlo.

—Comprendo que no quieras seguir viviendo en esta casa. Tienes razones para ello, por supuesto. Te trae malos recuerdos. Pero puedes mudarte sin tener que marcharte de la ciudad. Busca un piso bonito para Becky y para ti, pero ¡no os desarraiguéis del todo!

Ella de repente pareció cansada.

—John, por favor. No me apetece discutir. Ya lo he decidido.

A él le habría gustado agarrarla por los hombros y zarandearla un poco. De repente se veía sorprendido por la vehemencia de sus propios sentimientos. No era propio de él. Aquella situación le era ajena del todo. Era prácticamente la primera vez que una mujer le respondía con ese retraimiento, algo que como máximo le había sucedido cuando se habían sentido decepcionadas por él o por el desarrollo de la relación que habían mantenido. En esos casos él se había preparado previamente para el distanciamiento y eso le había proporcionado a su compañera un motivo para dar rienda suelta a la frustración. Pero esa vez era distinto. Esa vez sentía la tentación de suplicarle que no se alejara de él.

—¿Y por qué no vienes a vivir conmigo? —preguntó John, lo que le hizo sentir mejor de inmediato—. ¿Por qué no venís a vivir conmigo, Becky y tú? Y vuestro gato, claro.

Ella lo miró con asombro. Por lo menos había conseguido algo: sorprenderla.

—¿A tu piso?

—¿Por qué no? Está en otra ciudad, en otro entorno, es decir, justo lo que estás buscando. Además tendrías ayuda para cuidar de Becky.

Ella estuvo a punto de estallar en una carcajada.

—¡John! Si ni siquiera tienes muebles en el piso, imagina si te llega a asustar cualquier tipo de compromiso. ¿Crees seriamente que podrías soportar la convivencia con una mujer, una niña y un gato?

John sabía que la pregunta tenía fundamento. Pero también sabía que su respuesta se ajustaría absolutamente a la verdad.

—Sí. Estaré preparado para todo, si vienes a vivir conmigo.

—John… —dijo ella mientras negaba con la cabeza.

—Por favor. Piénsalo.

—Apenas nos conocemos. Nos acostamos juntos una sola vez. No ha habido nada más.

Él la miró completamente desesperado. Sabía que la propuesta que le había hecho de que se mudara con él llegaba demasiado pronto, con demasiada precipitación. Habían asesinado a su marido, ella apenas había tenido tiempo de encajarlo ¡y él ya estaba haciendo planes de futuro en común! Se estaba comportando como un patán, pero de repente había sentido miedo… un miedo atroz ante la posibilidad de perderla para siempre.

—Si lo miras de ese modo —dijo él—, entonces tienes razón, no hubo nada más. Pero desde entonces te amo, Gillian.

Ella parecía absolutamente superada.

—John, es que no puede ser, compréndelo, por favor. Cuando engañé a Tom contigo, en realidad lo que hice fue comportarme como una chiquilla, una niña que buscaba atención, seguridad y afecto porque creía que no podía vivir de otro modo. Y con todo ello he provocado una tragedia horrible. Ahora no puedo continuar como si no hubiera sucedido nada. ¿Comprendes?

—Sí. Lo que le ha pasado a tu marido es terrible y puedo entender que te asalte un tremendo sentimiento de culpa. Que analices los motivos que te llevaron hasta mí. Y tal vez encuentres la clave que lo explique todo, pero… de todos modos pienso que estamos hechos el uno para el otro. Y si algo sé con seguridad es que te amo.

—No puedo… —empezó a decir ella.

—Es la primera vez —la interrumpió él— que se lo digo a una mujer. Es la primera vez que siento algo así por una mujer. Por favor, me da igual lo que te pase por la cabeza ahora mismo, no puedes ignorar mis sentimientos de esa forma.

Se quedaron mirándose unos instantes.

—No quiero hacerte daño —habló Gillian unos momentos después—. Pero me marcho a Norwich, con mi familia. Con mi familia.

Mierda. Maldita sea. De acuerdo. No pensaba arrodillarse delante de ella.

Sobrecogido y completamente sorprendido por el dolor que crecía en su interior por momentos y que amenazaba con convertirse en algo insoportable, se lo preguntó de nuevo de todos modos:

—¿Hay algo que pueda hacer para conseguir que me quieras?

Ella desvió la mirada de John.

—No —respondió Gillian.