1
—¿Recuerda usted a Liza Stanford? —preguntó Christy. Sabía que no podría haber elegido un peor momento para aparecer, ya por tercera vez, por la consulta en la que Anne Westley había ejercido de pediatra. Era lunes por la mañana y en muchas escuelas era el primer día lectivo tras las vacaciones de Navidad. La sala de espera estaba llena hasta los topes. Dos médicos tenían la gripe y los dos que quedaban, un doctor joven y nervioso y una doctora que por su aspecto no tardaría en ser la próxima en coger la baja por gripe, estaban hasta el cuello de trabajo, sobrepasados por la afluencia de pacientes. Ella había aparecido en medio de ese caos para realizar preguntas urgentes y más detalladas acerca del paciente Finley Stanford y de la madre de este. Su presencia era tan inoportuna que a los médicos les habría gustado despacharla rápido y de forma más o menos amable, aunque no tardaron en darse cuenta de que esa mujer tan solo se limitaba, igual que ellos, a hacer su trabajo.
—¿No podría venir más tarde? —preguntó enervada la mujer de recepción. Christy negó con la cabeza con amabilidad, pero también con determinación.
—Por desgracia, no. Créame, si tuviera elección, no habría venido a molestarles.
Christy le explicó de nuevo a la mujer, identificada por un cartelito en la solapa de la bata blanca como Tess Pritchard, que debía responder a unas preguntas. Se sentaron frente a frente con un escritorio de por medio en una sala de consultas vacía. Cuando le preguntó por Liza Stanford, la mujer asintió enseguida.
—Sí claro, ¡la recuerdo muy bien!
—¿Y eso? ¿Qué le llamaba la atención especialmente?
Tess soltó un resoplido de desdén antes de responder.
—Me llamaba la atención la cantidad de dinero que tenía. Y su arrogancia. En esos dos aspectos iba muy sobrada.
—¿Quiere decir que se le notaba que tenía mucho dinero?
—Había que ser ciega para no verlo. Le gustaba que se notara… Siempre iba cargada de joyas, llevaba vestidos muy elegantes y unas gafas de sol Gucci enormes. Bolsos Hermès… Fuera siempre aparcaba el Bentley. Una vez incluso aparcó justo delante de la consulta para que todos pudiéramos verlo.
—Comprendo. ¿Y se comportaba de un modo… arrogante?
—A las auxiliares siempre nos trataba como si estuviéramos a un nivel inferior —dijo Tess—. Apenas nos dirigía la palabra. No se dignaba a hablar con nosotras. Supongo que con la doctora Westley debía de mostrarse más comunicativa. Por fuerza tenía que serlo, si quería explicarle lo que le pasaba a su hijo.
—¿Usted nunca estaba presente? Dentro de la consulta, quiero decir.
Tess negó con la cabeza.
—No. Ni yo, ni nadie más. De hecho no es habitual, a menos que se requiera nuestra ayuda. Y no llegó a darse el caso. El chico nunca tuvo nada importante.
—¿Qué puede decirme acerca de Finley?
Tess reflexionó unos instantes.
—Bien, un chico simpático. Era muy callado, pero no de forma altiva, como su madre, sino más bien por timidez. Era un niño retraído.
—¿Especialmente tímido? ¿Más retraído de lo que podríamos considerar normal?
—No. Aquí vemos de todo, ¿sabe? Algunos niños no paran de dar vueltas como peonzas por la sala y los padres no tienen ni un momento de descanso. A otros, en cambio, no les gusta nada ir al médico y no abren la boca en todo el rato, se limitan a retraerse. Finley pertenecía a ese segundo grupo, a los que reaccionan de forma más bien silenciosa. Pero por lo demás, era absolutamente normal.
—Pero llegó a esta consulta relativamente tarde, ¿verdad? Y si la documentación que revisé el viernes es correcta, solo acudió cinco veces, la última con nueve años de edad. ¿No lo habían traído antes?
—No. La primera vez que vino, el niño tenía ya siete años. Si no recuerdo mal, fue por una bronquitis contraída a raíz de un resfriado que no acababa de mejorar. Nada espectacular, vaya.
—¿Podríamos decir que, en términos generales, Finley gozaba de buena salud?
—Sí. Siempre que su madre lo trajo fue por afecciones sin importancia. En ocasiones ni siquiera estaba enfermo.
—¿La doctora Westley había comentado algo acerca de Liza Stanford? ¿Había contado algo acerca de ella? ¿Llegó a mencionar algo? Lo que sea.
—No —dijo Tess—, con ese tipo de cosas siempre se comportó de forma muy estricta. Al menos con nosotros, con el personal, aunque tampoco la imagino hablando de los demás pacientes o los padres de estos. Y en el caso de Stanford, tampoco. Sin duda se había dado cuenta de que hablábamos de ella, pero la doctora se había guardado siempre mucho de participar en los cotilleos o de echar más leña al fuego.
—¿Es posible que hubiera hablado de ella con otros médicos?
—Eso sí es posible —admitió Tess con aire dubitativo—. En cualquier caso, los dos médicos que están hoy aquí todavía no trabajaban en la consulta cuando la doctora Westley ejercía. Con quien sí coincidía a menudo era con la doctora Phyllis Skinner.
—Una de las que tiene gripe —supuso Christy con un suspiro.
—Exacto. Pero si hay alguien con quien la doctora Westley podría haber hablado sobre pacientes y casos médicos, es ella.
—¿Puede darme su dirección? Debería hacerle unas preguntas urgentes a la doctora Skinner.
—Por supuesto —dijo Tess con aire solícito. Consultó su reloj. Fuera, el teléfono y el timbre de la puerta no paraban de sonar—. Sargento, no se lo tome a mal, pero…
—Enseguida termino —prometió Christy—, solo un par de cosas más. Para asegurarme de que estoy bien informada: Finley pasó por aquí entre los siete y los nueve años. Cinco veces. Actualmente tiene doce años. ¿Eso significa que no ha vuelto por la consulta desde hace tres años?
—Más o menos tres años y medio, diría. Es correcto.
—Es decir que Finley y su madre no han vuelto a aparecer por aquí desde que la doctora Westley se jubiló, ¿verdad?
—Sí.
—Y en segundo lugar, nos han dicho que Liza Stanford podría sufrir depresiones y que a raíz de eso desaparece completamente durante períodos de tiempo para alejarse de su familia, que ni siquiera conoce su paradero. ¿Sabía usted algo al respecto?
—No. —Tess se quedó perpleja.
—¿Usted no notó nada que pudiera hacerle pensar que era una persona depresiva?
—Bueno —respondió Tess—, sinceramente, si ella tenía depresiones, yo soy el papa de Roma. Como máximo diría que su forma de actuar podía deprimir a cualquiera, pero ella… bueno, una no es que vea lo que la gente tiene dentro de la cabeza, especialmente la de alguien que rechaza cualquier tipo de contacto, pero tampoco consigo imaginármelo. Por lo poco que conozco a Liza Stanford, yo excluiría esa posibilidad.
—Gracias por dedicarme parte de su tiempo —dijo Christy.
2
En la lista de Christy quedaban tres mujeres a las que quería visitar: las tres que habían participado en el grupo de mujeres del que había formado parte Carla Roberts aparte de Liza Stanford, que seguía en paradero desconocido.
Ellen Curran le había enviado por correo electrónico los nombres y direcciones de todas las mujeres que integraban el grupo, pero Christy ya se había dado cuenta de que tan solo podría hablar con una de ellas. Las otras dos habían salido juntas de viaje a Nueva Zelanda a principios de diciembre y no volverían a Inglaterra hasta febrero.
Quedaba Nancy Cox. Le había parecido muy simpática por teléfono.
—Puede pasar por mi casa a cualquier hora por la mañana —le había dicho a Christy—, estoy jubilada, tengo todo el tiempo del mundo.
Mientras conducía por la ciudad entre el tráfico de primera hora de la mañana que poco a poco se iba volviendo cada vez más fluido, Christy se puso a pensar en la conversación que había tenido con Fielder el sábado. Ella había querido saber qué tipo de persona era Logan Stanford, al que hasta entonces solo había conocido por la prensa del corazón, y Fielder había titubeado un rato antes de responder:
—Le voy a ser sincero, no me gusta nada —había dicho finalmente—. Aunque por supuesto eso no debería influir lo más mínimo en la investigación. Es solo que está podrido de dinero y le gusta dejarlo bien claro, y ese tipo de personas nunca me ha caído bien. Además, es el clásico abogado estrella que parece no tener escrúpulos, que interpreta la verdad como le da la gana, acepta dinero negro y obtiene un auto provisional cada vez que alguien se atreve a seguirle la pista lo más mínimo. ¿Sabe lo que quiero decir?
—Sí —respondió ella entre risas—. Ya le entiendo. Pero tenga cuidado con lo que dice. ¡Sobre todo con lo del dinero negro!
—Solo se lo digo a usted, Christy. No tengo ni idea de si es cierto. Pero no resulta difícil imaginar que lo sea.
—¿La desaparición de la esposa no lo ha inquietado en absoluto?
—Me ha asegurado que ya está acostumbrado. Del mismo modo que está acostumbrado a que vuelva a aparecer en cualquier momento. Por eso mantiene la preocupación a raya.
—¿Y lo encuentra usted normal? Quiero decir que incluso estando acostumbrado… Que una persona tan depresiva desaparezca durante semanas de vez en cuando… ¡Es algo insoportable! No puede dejar que suceda como si nada. Debería intentar ayudarla.
—Me da la impresión de que es bastante insensible, que prefiere centrarse mucho más en su carrera y en su prestigio. En cualquier caso, no sabemos hasta qué punto debe de haber intentado hacer algo para solucionar ese problema en el pasado. Las parejas también pueden fracasar por culpa de un cónyuge depresivo. Llega un momento en el que ya no quedan fuerzas para seguir luchando y dejas que las cosas sigan su curso con la esperanza de que todo salga más o menos bien después de todo.
En esos momentos, mientras recorría la ciudad en dirección a comisaría, Christy pensó en algo más. La auxiliar de médico de la consulta de Anne Westley había excluido la posibilidad de que Liza Stanford hubiera podido sufrir una depresión. Y además estaba el hecho de que esa familia, al parecer, estaba realmente forrada.
Esposa de un abogado, pensó Christy, e inmensamente rica. Joyería cara, trapitos de diseñador, un Bentley… Bien podría ser que una mujer como esa se ausentara por otros motivos, para hacerse un repaso general en algún lugar como Brasil, por ejemplo. Tal vez esté ingresada en una clínica de São Paulo donde le estén succionando la grasa de las cartucheras, estirándole la piel de los párpados, alisándole el escote y acolchándole los labios. A nadie le gusta hablar de ese tipo de cosas. Tal vez su marido le había prohibido tajantemente mencionar esa afición extravagante y lo único que a él se le había ocurrido decir era que su mujer sufría depresiones. No pueden excluirse las posibilidades más inofensivas.
Sin embargo, acabó de comprender por completo la argumentación de Peter Fielder.
—Tenemos a dos mujeres asesinadas y la única que tenía algo que ver con ambas ha desaparecido sin dejar rastro. ¡Eso huele mal, Christy! Sé que pueden darse coincidencias descabelladas, pero esta tendría que explicármela alguien. Y no olvide una cosa: es evidente que el matrimonio de los Stanford era cualquier cosa menos plácido. Que una esposa se ponga en contacto con un grupo de autoayuda para mujeres que viven solas para así reunir estímulos que la ayuden a dar el paso definitivo significa que el matrimonio está tocado de muerte. ¿Qué sabemos, pues? Tal vez que Carla Roberts había estado aconsejando sin cesar a su amiga para que dejara a ese abogado sin corazón de una vez. Quién sabe si la señora Stanford acabó harta del tema. El divorcio podría costarle a él una fortuna de la que quizá ni siquiera dispone. Esa gente vive en una casa ostentosa, conducen coches de lujo y están forrados de dinero, pero ¿cuántas veces hemos visto un matrimonio de esas características con pies de barro? Tal vez les hayan prestado esa casa tan imponente, que tengan esos coches tan fabulosos en leasing y se las vean y se las deseen para pagar los recibos. El divorcio sería el golpe de gracia. Es posible que Stanford odiara ese grupo al que acudía su esposa y que por encima de todo odiara a Carla Roberts.
—¿Y qué pasa con Anne Westley? ¿Y con Thomas Ward? ¿O Gillian Ward?
Fielder no había sabido qué responder a ninguna de esas preguntas. Y Christy tampoco.
En casa de Nancy Cox se había encontrado con un desayuno preparado a base de tostadas, diferentes variedades de mermeladas, huevos revueltos con beicon y un bollo recién horneado. Y también una gran cafetera humeante, por supuesto. Nancy había puesto la mesa en el salón de su pequeño chalé adosado, en Fulham. Era una mujer delicada, de ojos bondadosos, pelo corto de color gris y un cálido atractivo. Sobre el sofá dormían dos gatos. En el jardín había un muñeco de nieve.
—Mis nietos han venido a verme el fin de semana —explicó en cuanto vio la mirada de asombro de Christy.
Esta, que una vez más se había limitado a tomar un café justo después de levantarse y a comer una chocolatina a lo largo de toda la mañana, no se resistió a la tentación. Se zampó dos raciones de huevos revueltos con una rebanada de pan tostada y tomó tres tazas de café. Pudo constatar de nuevo hasta qué punto un desayuno como Dios manda era capaz de levantarle el ánimo. Sin embargo, se propuso ponerse a dieta durante los próximos días. Christy mantenía una lucha constante contra la báscula.
Lo que Nancy le contó acerca de Liza coincidió con lo que ya le había dicho Ellen Curran. Solo se distinguió en una cosa respecto a la descripción de la auxiliar de médico.
—¿Arrogante? A mí nunca me lo ha parecido. Sí, siempre viste ropa increíblemente cara y seguro que las joyas que lleva en una sola mano valen más que lo que yo percibo como jubilada en cinco años. Pero ese tipo de cosas no son las que hacen feliz a la gente, ¿verdad? A mí me parecía más bien triste. Deprimida.
—¿Qué contaba acerca de su matrimonio? Tenía intención de separarse, ¿no?
—Ay, ¿sabe?, siempre he pensado que jamás llegaría a hacerlo. A veces lo único que quería era saber si aquella posibilidad existía para ella. Es difícil decir qué es lo que le reprochaba a su marido, al fin y al cabo. Es que hablaba muy poco. Tanto ella como Carla Roberts eran bastante calladas. En cambio, las otras cuatro no parábamos de charlar en todo el rato.
—Carla Roberts…
Nancy adoptó una mueca afligida.
—¿Ya se sabe quién la mató? Cuando lo leí en el periódico no me lo podía creer. Nunca piensas que algo así le ocurrirá a alguien a quien conoces. ¡Me quedé hecha polvo!
—A pesar de que Carla y Liza hablaran poco, algo debían de decir, ¿no?
Nancy reflexionó un poco.
—Sí, claro. Liza mencionó en un par de ocasiones que se sentía muy desgraciada en su matrimonio. Su marido solo se preocupaba por el dinero y el prestigio. Aparecía a menudo en las revistas por las galas de beneficencia que solía organizar. Pero eso no significa que se preocupara lo suficiente de su esposa, ¿no? Creo que en el fondo ella se sentía muy sola, incluso cuando estaba junto a él.
—¿Sabe si a él le había parecido bien que su esposa acudiera a las reuniones del grupo?
—Creo que no estaba al corriente de ello. Le había contado todo lo del grupo de autoayuda, pero a él seguramente le había parecido una tontería y no debió de considerarlo nada peligroso.
—¿Carla le aconsejaba que se divorciara?
—No lo sé. En ocasiones hablaban en voz baja entre ellas, pero no sé de qué. —Nancy adoptó una expresión de culpabilidad—. A decir verdad, las dos me parecían bastante aburridas. El resto nos divertíamos mucho juntas, mientras que ellas dos eran muy sosas. Llegó un punto en el que dejé de hacerles caso. De todos modos, Liza faltaba a menudo.
—¿Y justificaba su ausencia de algún modo?
—Compromisos sociales. Bueno, supongo que tenía que ver con lo que hacía su marido. Aunque Ellen estaba disgustada por ello.
—¿Podríamos excluir la posibilidad de que su marido le hubiera impedido acudir a las reuniones en alguna ocasión?
—No, por supuesto que no. Yo solo me atrevo a relatarle lo que ella decía. Tampoco es que insistiéramos con esas preguntas.
—¿Liza llegó a mencionar en alguna ocasión a la doctora de su hijo? ¿La pediatra Anne Westley?
—No. Jamás. ¿Por qué?
Christy ignoró la pregunta.
—¿Y sobre qué hablaba Carla Roberts? —preguntó—. Cuando hablaba, quiero decir.
—Bueno, Carla tenía unos problemas enormes —dijo Nancy—. Era una mujer devastada. Su marido se había fugado con su secretaria, la empresa había quebrado, la casa se puso a subasta… Carla lo perdió todo de la noche a la mañana. De repente se encontró de nuevo en una droguería, desembalando cajas y reponiendo los artículos de las estanterías para mantenerse a flote. Al menos hasta que se jubiló y se quedó sola del todo. Simplemente no podía con todo lo que le estaba sucediendo. Y su hija, la única persona que le quedaba, llevaba su propia vida.
—Sí, la hija se preocupaba poco por su madre.
—Bueno —Nancy se encogió de hombros—, así son los jóvenes de hoy en día. Solo se preocupan por ellos mismos, por su vida, por su futuro. Cuando mi marido apareció de repente con otra mujer y me pidió el divorcio, yo también me sentí en un pozo sin fondo, créame. Y a mis hijos pude verlos poco durante esa época. Tenían sus estudios, sus amigos… Pasar el fin de semana con una madre que no paraba de llorar no debía de ser lo más agradable del mundo.
Christy pensó de nuevo que había sido una buena elección renunciar a tener hijos y llevar una vida familiar clásica. A menudo tenía la impresión de que en esos tiempos los niños crecían como unos egoístas incorregibles.
Bebió el último sorbo de café, sacó una tarjeta de un bolsillo y se la tendió a Nancy por encima de la mesa.
—Tenga. Por favor, llámeme si le viene algo más a la memoria. Cualquier cosa que Carla o Liza hubieran dicho, aunque no lo hubieran mencionado más que de forma ocasional. Cualquier cosa podría llegar a ser relevante.
—De acuerdo, pensaré en ello —prometió Nancy.
3
La finca era excepcionalmente extensa incluso para tratarse de Hampstead y, puesto que John estaba al corriente del precio del metro cuadrado en diferentes partes de Londres, estimó lo que los Stanford debían de haber pagado por una propiedad de esas características. La casa quedaba bien alejada de la calle entre los altos árboles que, a pesar de no estar muy juntos y de que en esa época del año ya no tenían follaje, formaban un muro bastante hermético frente a las miradas ajenas. John verificó hacia dónde estaba orientada y se dio cuenta de que los árboles hacia el sur formaban una pantalla perfecta que especialmente en verano debía de proteger la casa de la luz del sol, por lo que debía de estar sumida en una sombra constante. John se preguntaba cómo alguien era capaz de acumular la fortuna que valía una mansión tan gigantesca, con un jardín que parecía un parque, y luego vivir rodeado de una oscuridad que cualquier vivienda con patio trasero podía ofrecer igualmente por un precio mucho menor. No le extrañó en absoluto que Liza Stanford sufriera depresiones.
Se disponía a tocar el timbre que se encontraba justo al lado de una cámara de vigilancia junto a la puerta de hierro forjado cuando vio que se le acercaba un chico por el jardín cubierto de nieve. No seguía el sendero que conducía hasta la casa, sino que andaba pesadamente por el terreno nevado arrastrando un trineo, una especie de bandeja de plástico rojo, moldeada con forma de asiento. John pensó en cómo eran los trineos cuando él era niño.
Las cosas habían cambiado mucho desde entonces.
El chico abrió la puerta y se sobresaltó al ver que había un hombre esperando tras ella.
—Hola —dijo con voz titubeante.
—Hola —respondió John—, me llamo John Burton. ¿Tú eres…?
—Finley. Finley Stanford.
—Hola, Finley. Me gustaría hablar con tu madre. ¿Está en casa?
—No.
—¿Y sabes a qué hora volverá?
—No.
—¿Dónde está?
—No lo sé.
—¿Que no lo sabes?
—Ha desaparecido —dijo Finley.
John lo miró simulando una expresión de asombro.
—¿Desaparecido? ¿Y desde cuándo ha desaparecido?
—Desde mediados de noviembre. Desapareció el quince de noviembre. Un domingo.
—Ya veo. Cogió sus cosas, salió de casa y todavía no ha vuelto, ¿no?
—No. El domingo por la tarde mamá y yo estuvimos viendo juntos la tele. Ella se tomó una taza de té y yo, leche con cacao. Y también estuvimos comiendo pastas.
—¿Solo tu mamá y tú? ¿Tu padre no estaba con vosotros?
—Papá estaba en su despacho. Tenía cosas que hacer.
—Entiendo. ¿Y luego?
—Papá salió de casa porque había quedado para cenar fuera. Con un cliente. Mi papá es abogado.
—Lo sé.
—Mamá y yo no cenamos porque habíamos comido muchas pastas para merendar. Luego yo estuve jugando un poco con el ordenador. Me metí en la cama hacia las nueve. —Finley interrumpió el relato de repente y miró a John con desconfianza—. ¿Por qué quiere saber todo eso?
—Conozco mucho a tu madre. Tenía que hablar con ella acerca de un asunto bastante urgente. Sería importante para mí saber qué ha sucedido.
—Sí —dijo Finley apenado—, pero yo tampoco lo sé. A la mañana siguiente, papá me despertó y me dijo que mamá se había marchado durante la noche, pero que estaba seguro de que volvería. Yo fui a la escuela como de costumbre, con la esperanza de que estaría de nuevo en casa cuando volviera por la tarde, pero… —Se encogió de hombros. John se fijó bien en él. El chico tenía la piel pálida y era muy delgado, pero parecía sano. Quedaba claro que estaba preocupado por su madre, pero no parecía en absoluto psicológicamente inestable. Parecía en paz consigo mismo. John se preguntó si esa paz no era incluso excesiva. Como entrenador de balonmano había tenido contacto con niños que sufrían problemas especialmente graves en casa y, en ocasiones, había tenido la sensación de que los niños que pasaban por situaciones vitales especialmente desastrosas a veces demostraban una calma peculiar que no era más que la expresión de un absoluto retraimiento. Había niños sin problemas familiares que sin embargo tenían un comportamiento mucho más llamativo que los que tenían una madre alcohólica o un padrastro violento. A John le había llamado la atención que ese comportamiento más bien discreto pudiera ocultar un verdadero desastre en el hogar.
Pensó si estaría siendo lo suficientemente imparcial etiquetando a Finley de ese modo, como llamativamente discreto.
—¿A qué escuela vas? —le preguntó.
—A la William Ellis School. En Highgate.
—¿Te gusta ir a la escuela? ¿Tienes muchos amigos allí?
El chico pensó un poco antes de responder.
—Sí, está bien. Pero tampoco es que tenga tantos amigos. Aunque me gusta estar solo.
—Comprendo —dijo John. A continuación, volvió a insistir—: ¿Ha pasado otras veces? Me refiero a que tu madre desparezca y nadie sepa dónde está.
—Una vez. Hace más o menos dos años. Pero esa vez volvió al cabo de diez días.
O sea, que la desaparición de la señora Stanford tampoco era tan normal como el señor Stanford le había dicho a Fielder, pensó John. Ya había desaparecido en una ocasión, pero solo se había ausentado durante un período de tiempo previsible. En esa ocasión, en cambio, no sabían nada de ella desde el 15 de noviembre. Y ya era 11 de enero. Habían pasado casi dos meses.
—La policía también ha venido a preguntar por ella —dijo Finley—. El viernes. Vino un inspector de Scotland Yard. ¿Usted también es policía?
—No, Finley. Yo no soy policía.
—Entonces, ¿por qué le hace tantas preguntas? —dijo una voz de tono arisco que procedía de su espalda. John se dio la vuelta. No se había dado cuenta de que un hombre se le había acercado desde la casa. Vaqueros, jersey y el pelo de canas plateadas meticulosamente peinado. Era Logan Stanford.
—¿Doctor Stanford? —preguntó John.
—¿Qué quiere? —preguntó Stanford a su vez como toda respuesta—. ¿Qué le estaba diciendo a mi hijo?
—Conoce a mamá —explicó Finley—. Tiene que hablar con ella.
—¿Ah, sí? ¿Por qué motivo?
—Es muy personal —respondió John.
—¿Quién es usted? —inquirió Stanford con calma.
—John Burton.
Stanford lo miró de arriba abajo. John se imaginó a ese hombre en la sala de audiencias. Su aspecto no era ni especialmente amable, ni especialmente hostil. Muy imparcial. Controlando la situación. Era imposible saber lo que pasaba por dentro de su cabeza. Era absolutamente impenetrable.
John decidió abordar el tema directamente.
—Doctor Stanford, la policía vino a verle el viernes. Por lo de su esposa. Ya sabe de qué le hablo.
—¿Quién es usted? —preguntó Stanford de nuevo.
—Dos mujeres han sido asesinadas. Y un hombre, aunque es probable que esta última muerte no estuviera prevista. El verdadero objetivo del asesino era la esposa de la víctima, que se salvó gracias a una coincidencia, pero también es posible que siga en peligro. ¿Quiere saber quién soy yo? Soy un amigo íntimo de esa mujer. Estoy preocupado por ella.
—Es comprensible. Pero no puedo ayudarle.
—Supongo que el inspector Fielder le ha explicado las circunstancias del caso. Ya sabe usted cómo llegó la policía hasta su esposa. Hasta el momento es la única conexión conocida entre las dos mujeres asesinadas. Es realmente importante que pueda hablar con ella.
—No sé dónde está.
—¿Y eso le parece normal? ¿No saber el paradero de su esposa desde hace dos meses?
Stanford se encogió de hombros.
—Lo que yo encuentre normal, en cualquier caso es asunto mío, señor Burton.
—¿Su esposa sufre graves depresiones?
—Señor Burton…
—En cualquier caso eso lo que usted le dijo a la policía, ¿no?
—Ha dado en el clavo, señor Burton: ya he hablado con la policía. Pero no tengo por qué hacerlo con un hombre al que no conozco de nada, que ha abordado a mi hijo en la puerta de casa y lo ha interrogado con el único pretexto de que conoce a la familia de la víctima de un asesinato. Me parece que nuestra conversación ha terminado.
Los dos hombres se miraron fijamente y en silencio durante unos instantes. John se dio cuenta de que en ese momento no conseguiría nada más. No conseguiría conmoverlo, probablemente ni siquiera podría provocarlo, por no hablar ya de la posibilidad de conseguir que soltara un comentario imprudente. No lograría sonsacarle nada en absoluto.
—Adiós, doctor Stanford —dijo.
—Adiós —replicó este con la mano sobre el hombro de su hijo.
John se dio la vuelta, cruzó la calle y subió al coche, lo había aparcado en la acera de enfrente. Estaba convencido de que Stanford anotaría el número de la matrícula y que lo siguiente que haría sería verificar si coincidía con el nombre con el que John se había presentado. Probablemente incluso pediría un informe al respecto.
Y qué, si lo hacía.
No pensaba tirar la toalla. Aún había una posibilidad: el chico. Tenía que ir a la escuela y Stanford no podría estar vigilándolo en todo momento. La William Ellis School, en Highgate. No le costaría mucho encontrar a Finley por allí.
El chico era el punto débil de Logan Stanford. No solo porque podía acceder a él, sino también porque sabía muchas cosas. Había aprendido a encajar las cosas por sí mismo, a retraerse y participar en el juego de sus padres: somos una familia intacta, feliz, acomodada y afortunada.
Seguramente no había en toda la ciudad un teatrillo más falso que ese.