1
La caravana tenía cinco metros de largo y tres metros de ancho. La calefacción era de propano y ofrecía una confortable calidez, eso Samson tuvo que admitirlo. El equipamiento era más bien escaso, pero permitía vivir un tiempo allí dentro si no se le pedía demasiado. Había un sofá que podía convertirse en una cama, una mesa y dos sillas. Una especie de rincón de cocina con un fogón de gas y un fregadero que recibía el agua de un depósito. Había armarios de pared con una vajilla de plástico y algunos productos básicos como café soluble, té, leche en polvo, unos cuantos paquetes de pasta y tarros de salsa de tomate. En un diminuto compartimento había también una ducha y un aseo. Samson odiaba la estrechez que reinaba allí dentro, del mismo modo que odiaba limpiar el contenedor de deposiciones, rellenar el depósito de agua o comer espaguetis cada día. En definitiva, estar encerrado en esa diminuta estancia.
Pero no tenía elección y sabía que aún podía sentirse afortunado. Una celda en la prisión preventiva habría sido todavía peor.
John Burton lo había llevado hasta allí. Samson también lo odiaba a él, pero al mismo tiempo tenía que estarle agradecido. Había sido el único que se había preocupado por él, tal vez incluso el único que estaba convencido de su inocencia, aunque no hubiera llegado a expresarlo. Samson se lo había preguntado una y otra vez y John siempre le respondía lo mismo:
—Mientras no se haya demostrado nada, yo no me creeré nada.
Samson era consciente de que no podía esperar gran cosa más.
En la empresa de John, la gripe estaba haciendo estragos, por lo que tenían problemas para organizar todos los servicios que había que desempeñar. La caravana desde la que debía vigilarse la obra estaba vacía.
—Puede quedarse aquí —había dicho John—, mientras siga haciendo tanto frío y nevando tanto, no pasará nada ni vendrá nadie. En cualquier caso, será un lugar más seguro que ese bed & breakfast de Southend.
Samson se había sentido muy aliviado tras abandonar aquella pensión que tanta melancolía le había hecho sentir, aunque llevaba ya tres días en aquel lugar y tenía la sensación de que las cosas iban de mal en peor. La miserable habitación que había alquilado junto a la estación había resultado desoladora, pero al menos allí había tenido la oportunidad de contemplar la vida y la actividad de la calle y no había tenido aquella sensación de completo aislamiento del mundo real que tenía allí dentro. La caravana estaba instalada en un solar al sur de Londres en el que se estaban construyendo bloques de viviendas. Aparte de eso, no obstante, no había nada más por los alrededores, ni el más mínimo indicio de una infraestructura futura. Si Samson corría las cortinas mugrientas y amarillentas que cubrían las ventanas de la caravana, no veía más que una acumulación de encofrados de aspecto ruinoso bajo un cielo invernal, un par de grúas y un sinfín de casetas de construcción cerradas. Estas casetas contenían herramientas y piezas de recambio para la maquinaria y eran, de hecho, lo que la empresa de John tenía que vigilar.
Al menos había vuelto a nevar con abundancia y todo había quedado cubierto por un manto blanco una vez más. Un tiempo lluvioso habría sido todavía peor, lo habría impregnado todo de barro y suciedad. Pero, aun así, ese lugar tan abandonado resultaba triste y desolador. De vez en cuando se oía algún que otro pájaro, pero Samson todavía no había visto a nadie y eso encarnaba para él la verdadera paradoja de su situación: que por un lado anhelara ver gente y, al mismo tiempo, eso fuera lo que más temiera en el mundo. En su posición, la gente suponía un peligro. Tenía que estar contento de encontrarse oculto en ese rincón del mundo en el que podía sentirse más o menos seguro.
Pero ¿cuánto tiempo más tendría que aguantar?
¿Cuánto duraría esa situación?
¿Cuánto tiempo más sería capaz de soportarlo?
De todos modos, ese día había salido a dar una vuelta, había recorrido toda la obra y les había echado algo de pan seco a los pájaros. Había respirado ese aire fresco, más bien gélido, y se había dado cuenta de que no podría soportarlo durante mucho tiempo más. Estaba entrando en una profunda crisis psicológica, probablemente ya sufría una grave depresión y con cada hora que pasaba no hacía más que agravarse. Empezó a sentir que tal vez la policía no fuera su peor enemigo, sino que el verdadero peligro surgía de su interior, de su melancolía, de su desesperación. De esa incapacidad para ver el final, eso era lo peor de todo. Desde la noche anterior, había pensado un par de veces que la muerte, por mucho miedo que le produjera pensar en ella, también podía representar un alivio y comprendió cuál era el riesgo de esa manera de pensar: el riesgo de que en algún momento, durante el transcurso de ese enero tan frío y nevoso, o tal vez durante el mes de febrero igualmente oscuro, acabara colgado del techo de esa caravana, incapaz de seguir soportando el graznido de los pájaros que rompía el silencio de aquellos días tan vacíos.
Mientras volvía a la caravana, oyó el ruido de un motor y vio la luz de unos faros en el camino de acceso restringido que conducía hasta la obra. Pocos segundos después del susto, se relajó. Conocía el ruido de ese motor.
Era John quien se acercaba.
El día anterior no se había dejado ver por allí y Samson había pasado el día esperando ansiosamente a que apareciera. Era absurdo, no soportaba a ese hombre, sabía que se acostaba con la mujer de sus sueños y, sin embargo, Burton era la única persona a quien podía esperar ver en aquel lugar tan absolutamente aislado. Era el único que hablaba con él, representaba su último contacto con el mundo. Lo odiaba y anhelaba su llegada por igual. Se aborrecía a sí mismo por el hecho de sentir ese anhelo.
Se quedó en los escalones de la caravana y lo esperó allí. Burton aparcó el coche, salió y se acercó a él. Alto y ancho de espaldas, llevaba una chaqueta de cuero negro y una bufanda gris que le envolvía descuidadamente el cuello.
No le extrañó que Gillian se hubiera fijado en John y no en él.
El nudo que Samson tenía atravesado en la garganta creció todavía más.
—¿Ha salido a pasear? —preguntó John. Llevaba un montón de periódicos y revistas bajo el brazo y se los tendió a Samson—. Aquí tiene. Algo para leer. Debe de estar aburriéndose como una ostra, ¿verdad?
—Es un lugar muy tranquilo —convino Samson.
John retrocedió un par de pasos, abrió el maletero del coche y sacó dos grandes bolsas de plástico.
—Comida. Y un par de cervezas. El alcohol no resuelve los problemas, pero a veces ayuda a soportarlos.
—De hecho no bebo alcohol —dijo Samson con un tono arisco del que se arrepintió enseguida: John lo había hecho con buena intención.
Este se encogió de hombros.
—Dejaré las botellas aquí de todos modos. Tal vez le apetezca probarlo.
—Sí, gracias. —Entretanto, Samson había abierto la puerta de la caravana—. ¿Le apetece entrar?
—No tengo tiempo. Tengo una cita.
—¿Con Gillian? —Samson no pudo evitar la pregunta.
—No —respondió John mientras negaba con la cabeza.
—¿Cómo… cómo está Gillian?
—Yo diría que de acuerdo con las circunstancias —respondió John—. Me parece que sigue bastante traumatizada, pero tampoco está apática, sino que intenta dar los primeros pasos hacia un nuevo futuro. Se está ocupando del pago del seguro de vida, ha hablado con el banco acerca de la hipoteca de la casa y ha vuelto a la oficina. Ah sí, y ha mandado a su hija a casa de sus padres, a Norwich.
—¿Se ha quitado a Becky de encima?
—No se puede decir que se la haya quitado de encima. Pero se pasaban el día discutiendo y creyó que sería bueno que se separaran por unos días. La escuela empieza de nuevo pasado mañana, pero Becky todavía no es capaz de llevar una vida normal. Gillian ha decidido que se tome el mes de enero de vacaciones y ha encontrado un terapeuta en Norwich al que Becky acudirá con regularidad. Necesita la ayuda de un profesional. Creo que Gillian ha tomado una buena decisión a ese respecto.
Claro, pensó Samson con hostilidad. Tom está muerto y Becky, con sus abuelos. Ahora ya tienes vía libre. Todo según lo que planeaste, ¿no?
Aunque, por supuesto, se había abstenido de enunciarlo en voz alta. En lugar de eso, preguntó:
—¿Y respecto al caso? ¿Hay novedades? ¿Están haciendo algo? ¿Tienen alguna pista?
—Por desgracia no, que yo sepa —contestó John—. Lo están buscando a usted, por lo demás siguen dando palos de ciego.
—Pero usted tiene contactos en la policía…
—Hasta el momento no hay información nueva —dijo John antes de consultar su reloj—. Tengo que irme. Lo siento, Samson. Sé que este lugar es muy solitario y que debe de sentirse muy mal aquí aislado, pero por el momento no puedo hacer nada más por usted que pasar a verlo de vez en cuando para traerle lo más imprescindible.
—Eso ya es mucho —murmuró Samson—. Gracias, John.
Samson lo siguió con la mirada mientras volvía al coche y subía a él. Se dirigía de nuevo hacia un lugar lleno de vida. Hacia una cita, una cena, voces, risas, luz y sociabilidad.
El guapo de John Burton iba por la vida irradiando la certeza de que siempre, de un modo u otro, obtendría cuanto deseara. Daba igual lo que le deparara el destino, tanto si era bueno como si era malo, se saldría con la suya.
En cambio yo, siempre pierdo. Siempre. Y lo más probable es que, además, se me note. Un hombre tan poco atractivo como yo, lo máximo que puede llevar escrito en la frente es: «Soy un perdedor».
Cargó con las bolsas de la compra que John había dejado encima de la nieve y entró en su sombría vivienda.
Tal vez sí que se tomaría una cerveza esa noche.
2
Durante el camino de vuelta a la ciudad, John reflexionó acerca de Samson Segal. Psicológicamente, el tipo estaba en las últimas, se notaba a la legua, y probablemente no resistiría mucho más. John estaba seguro de que Segal ya estaba dándole vueltas a la idea de entregarse a la policía por voluntad propia. Lo que lo retenía era la certeza de que una celda no mejoraría su situación en absoluto. Tal vez dejaría de estar solo, pero precisamente eso era lo que para una persona como Segal encerraba nuevos temores: no conocía otra cosa que la sensación de sentirse oprimido por los demás, que solían tomarlo como blanco de sus agresiones. Samson podía ser un chiflado, pero no era tonto. Eso John lo tenía muy claro. Segal tenía una opinión bastante clara acerca de sí mismo, así como una idea bastante menos acertada acerca de las situaciones en las que se veía inmerso. Tenía claro que la cárcel representaría para él un infierno de dimensiones insondables.
John también reflexionó acerca de sus propios motivos mientras se adentraba en el tráfico urbano. Ocultando a Samson se convertía él mismo en un delincuente. La policía solo tenía que interrogar a ese polaco muerto de miedo, que al parecer era el único amigo de Segal en el mundo, y no tardarían en enterarse de que él, John, pocos días antes también había acudido a verlo para enterarse del lugar en el que se alojaba Segal en esos momentos. Debería haber compartido de inmediato esa información con la policía. Fielder estaba al acecho y no dejaría escapar esa oportunidad de atraparlo.
El inspector Peter Fielder.
Probablemente él era uno de los motivos por los que John había decidido implicarse en el asunto y arriesgarse así a caminar al borde del abismo. Por aquel entonces tampoco es que hubiera tenido mucho trato con Fielder, pero sí lo suficiente como para saber que no se soportaban, y eso que no había habido ninguna desavenencia, choque o disputa real entre ellos. Simplemente sentían una profunda antipatía mutua. John consideraba que Fielder era un pequeñoburgués ultraconservador, un agente mediocre que había conseguido hacer carrera y que continuaría prosperando porque seguía el reglamento a rajatabla, era muy fiable y jamás en la vida se enfrentaría a alguien que tuviera un papel importante en su desarrollo profesional. La colaboradora más inmediata de John por aquel entonces había sido la sargento Christy McMarrow, la mujer de la que Fielder estaba perdidamente enamorado. Todo el mundo lo sabía, pero Fielder quizá seguía creyendo que era capaz de ocultar lo que sentía por ella. Sin embargo, ese tema ya había sido motivo de chismorreo por los pasillos de Scotland Yard y todo el mundo había sonreído irónicamente al pensar en la situación del lánguido policía hasta que, al final, incluso los románticos más esperanzados y los cotillas más recalcitrantes tiraron la toalla: la historia no evolucionó, se quedó en una mera adoración. John habría podido profetizarlo desde el principio. Fielder estaba demasiado acomodado, era demasiado convencional para romper su matrimonio de forma abrupta.
Ni siquiera cuando John hubo salido del cuerpo y Fielder había heredado, por así decirlo, a Christy como colaboradora. Ni siquiera entonces, el romance había prosperado.
John sabía que, a su vez, Fielder lo despreciaba por su falta de virtudes burguesas y que al mismo tempo lo envidiaba por la manera que tenía de disfrutar de la vida, algo de lo que Fielder era incapaz. Y esa animadversión se había extendido entre sus colegas. John gozaba de pocas simpatías entre el resto de los hombres: por su atractivo físico, por su falta de escrúpulos y su absoluta independencia y porque podía tener a casi todas las mujeres a sus pies. La mayoría de sus colegas se habían alegrado de que la joven en período de prácticas lo hubiera puesto en un aprieto. Y sin embargo él había conseguido darle la vuelta a la tortilla: había salido del cuerpo por voluntad propia y había tenido el coraje de montar un negocio por su cuenta. Sabía que a los colegas que había dejado atrás les había quedado la sensación de que en realidad los perdedores eran ellos.
Vio un hueco para aparcar y lo ocupó con su coche. Había un buen trecho andando hasta el restaurante en el que se había citado, pero por aquella zona las plazas de aparcamiento eran tan escasas como los manantiales en medio del desierto. Por si fuera poco, todavía eran más escasas a causa de las montañas de nieve procedentes de la calzada que las máquinas habían acumulado en los últimos días a ambos lados de las calles, lo que también ocupaba una buena cantidad de espacio.
El restaurante italiano lo recibió con calidez: la luz de las velas, el aroma a pasta y hierbas aromáticas y el sonido de platos y copas. Era sábado por la noche y el local estaba bastante lleno, aunque John pudo ver ya desde la puerta que su acompañante había acudido ya puntualmente a la cita. Estaba sentada en el fondo de la estancia, a una mesa que quedaba un poco apartada de las demás.
Qué chica tan lista.
Era perfecto para lo que se proponían.
Ella se había dado cuenta de que John acababa de llegar y le hizo señas para llamar su atención. Mientras pasaba junto a las demás mesas para acercársele, percibió la expectación con la que ella lo esperaba. Tenía algo para él. Ansiaba poder sorprenderlo y recibir las alabanzas de rigor por ello.
La agente Kate Linville tenía treinta y cinco años, pero aparentaba al menos cuarenta y dos. Tenía el pelo castaño claro, la cara muy pálida y unos rasgos que pasaban fácilmente desapercibidos. Sus ojos pequeños parecían siempre algo hinchados, como si la noche anterior se hubiera emborrachado y hubiera dormido poco, a pesar de que sin duda alguna el motivo no era ese. Simplemente sus ojos tenían esa forma tan poco agraciada. Kate no conseguía llamar la atención de los hombres y su carrera como policía también era bastante deslucida. Ya desde los tiempos en los que John estaba en el cuerpo, todo el mundo se preguntaba en vano por qué motivo Kate insistía en aferrarse a esa profesión para la que tan poco talento demostraba.
Por aquel entonces había sido una de las mujeres de Scotland Yard que vivían enamoradas de John Burton. Durante mucho tiempo él lo había ignorado, hasta que un día, frente a la fotocopiadora, ella se le había acercado también con un expediente por fotocopiar en la mano y había esperado un rato en silencio antes de soltar una pregunta de repente:
—¿Le apetece acompañarme al cine este fin de semana?
Kate había soltado la proposición con la voz temblorosa y los labios lánguidos. John la había mirado con asombro hasta que al fin comprendió que ella había estado esperando durante meses enteros una oportunidad como aquella para soltar una frase que debía de haber ensayado un millón de veces. Y se había dado cuenta de algo más en cuanto la hubo mirado a los ojos: que ella se moría por sus huesos, que se estaba consumiendo por él, que en la imaginación de aquella mujer existía un mundo en el que ambos compartían las vivencias más maravillosas. John se había dado cuenta de lo monótona que era la vida de Kate, de lo tranquilas que eran sus noches y lo vacíos que estaban sus fines de semana. Había percibido la desesperación que había alimentado el coraje que ella había necesitado para hacerle aquella pregunta.
¿Le apetece acompañarme al cine este fin de semana?
John había conseguido eludir la invitación con amabilidad y, conforme a lo esperado, ella no se había atrevido a acercársele de nuevo con otra pregunta u ofrecimiento de ese tipo.
Sin embargo, cuando años más tarde él había estado pensando quién podría proporcionarle información, había recordado el nombre de Kate. Ella no era nada temeraria y estaría arriesgando mucho con ello, su trabajo y el canon disciplinario, pero John lo había calculado bien: ella se sentía tan sola que sería incapaz de resistirse al intento de conseguir una cita, daba igual el motivo. Al final, habría una segunda o tercera cita. Y además con el hombre con el que había estado soñando durante años. John había calculado que la desesperación de Kate podría más que la prudencia y no se había equivocado. Ese día era la segunda vez que se citaban y ella seguramente ya llevaba una media hora esperándolo.
—Hola, Kate —dijo él nada más llegar a la mesa.
—Hola, John —respondió ella.
—Siento llegar tarde. He tenido que aparcar bastante lejos. No es fácil encontrar un lugar por aquí cerca. ¿Has venido en coche?
Ella negó con la cabeza.
—En autobús. Me apetecía beber vino.
John suspiró, pero solo por dentro. Habría preferido ir a casa de ella, en Bexley, donde vivía desde hacía una eternidad, pero con el pretexto de hacer un par de compras urgentes ella había insistido en que debían verse en el centro. John sabía perfectamente que si se hacía tarde, tal como había sucedido la última vez, cuando ella había intentado prolongar indefinidamente la cita, no podría dejar que se marchara con el tren y quedarse con la conciencia tranquila. ¿Ella lo estaría esperando? ¿Estaría esperando que John la llevara a casa en coche? ¿O que le ofreciera la posibilidad de quedarse en su casa a pasar la noche?
John tomó asiento y consultó la carta que le tendió el camarero. Kate esperó hasta que él hubo pedido para los dos, se inclinó hacia delante y susurró:
—¡Tengo novedades!
—¡Cuéntame! —la invitó él con una sonrisa.
—Bueno, hemos descubierto algo relevante en la vida de Carla Roberts. Resulta que formaba parte de una especie de grupo de autoayuda. Para mujeres que vivían solas. Divorciadas, viudas y todo eso. Se reunían una vez por semana e intentaban… bueno, de algún modo intentaban sobrellevar mejor la situación. El grupo se disolvió hace nueve meses, pero la fundadora ha prestado declaración y el inspector Fielder me lo ha contado. En el grupo había una mujer que… bueno, no puede decirse que fuera amiga de Carla Roberts, pero digamos que se había relacionado con ella más que el resto. Liza Stanford. Y no vivía sola, por cierto, pero no era especialmente feliz en su matrimonio.
—Comprendo —dijo John. Anotó mentalmente el nombre que acababa de oír—. ¿Cuántas mujeres formaban parte de ese grupo?
—Eran seis, Fielder tiene todos los nombres. Por desgracia, Anne Westley no era una de ellas, habría estado bien. Pero esa tal Stanford… ¡ha sido un verdadero hallazgo!
—¿En qué sentido?
—Bueno, ayer Christy tuvo una idea. Nuestra querida y astuta Christy McMarrow —contestó Kate con cierta amargura en la voz. Nunca había podido soportarla. Christy tampoco tenía pareja estable, pero a diferencia de Kate mantenía esa situación por voluntad propia y de buena gana y jamás tenía problemas para encontrar una cita el fin de semana. Por no decir que su jefe la idolatraba—. Bueno, Christy acudió con la lista de nombres de las mujeres que formaban parte del grupo a la consulta en la que había trabajado la doctora Anne Westley y los comparó con el fichero de pacientes de Westley. ¿Y qué nombre descubrió allí?
—Liza Stanford —respondió John—. Ese debe de ser el hallazgo del que me hablabas.
—Exacto —confirmó Kate.
Kate guardó silencio mientras el camarero les dejaba una botella de vino y otra de agua en la mesa. Les sirvió la bebida y se alejó de nuevo.
—Liza Stanford tiene un hijo —explicó Kate—. Finley Stanford. Lo llevó cuatro o cinco veces a la doctora Westley. Por supuesto, el jefe está absolutamente eufórico, porque llevaba ya mucho tiempo buscando algún tipo de relación entre Carla Roberts y Anne Westley. En su opinión, no es coincidencia que las dos conocieran a esa tal Liza Stanford.
—Y probablemente no lo sea —dijo John. Intentó seleccionar entre las numerosas preguntas e ideas que pasaron por su cabeza de repente.
—¿Hubo algún episodio relevante con el hijo? —inquirió él—. Desde el punto de vista médico, quiero decir. ¿Algún problema? ¿Algo serio?
Kate negó con la cabeza.
—En todos los casos acudió por pequeñeces. Una inflamación de garganta, sarampión, una lesión deportiva… Nada espectacular. Nada que en determinadas circunstancias pudiera motivar un crimen contra Westley.
—¿Y qué hay de Gillian Ward? ¿También conocía a esa mujer?
Kate hizo una mueca compasiva.
—Como es lógico, lo verificaron enseguida. Eso sí que habría sido redondo. Pero no, jamás había oído ese nombre. Fielder está intentando descubrir si podía haber tenido contacto con el marido, ya fuera por una relación laboral o deportiva. Aunque, claro, eso es mucho más difícil.
—¿Habéis ido a ver a Liza Stanford? —preguntó John.
Parecía como si Kate hubiera estado esperando esa pregunta.
—Ahora viene lo mejor —anunció ella—, Fielder acudió a verla enseguida. Ayer mismo por la tarde. O mejor dicho, lo intentó. Porque se enteró de que ha desaparecido. ¡Desde hace dos meses!
—¿Desaparecido?
—Encontró a su marido. ¿Y adivinas quién es? Stanford. ¡El doctor Logan Stanford!
—¿Ah, sí? —exclamó John sorprendido—. ¿El Caritativo?
—Exacto. Ese abogado rico y famoso que tiene un pedazo de mansión en Hampstead y una agenda de contactos en la que debe de haber desde el primer ministro hasta la reina de Inglaterra. El que siempre aparece en la prensa del corazón por sus actos de beneficencia. Y le ha explicado a Fielder que su esposa desapareció a mediados de noviembre.
—Ajá. ¿Y Stanford lo encuentra normal? ¿O ha tomado algún tipo de medida al respecto?
—Por lo que yo sé, todo esto me parece muy misterioso —dijo Kate. La manera en la que lo formuló le hizo pensar a John que en ese aspecto Kate no estaba al corriente de los hechos al cien por cien—. Stanford no ha tomado ningún tipo de medida porque al parecer no es algo extraordinario que su esposa haga algo así. Desaparecer de vez en cuando, quiero decir. Le reconoció a Fielder que su matrimonio no era especialmente plácido. Eso encaja con lo que sabemos a través del grupo de mujeres. Liza Stanford estaba valorando la posibilidad de separarse. Resulta que sufre de episodios depresivos y es una mujer bastante nerviosa que necesita escaparse continuamente para descubrir cómo debería ser su futuro. Últimamente no mantiene ningún tipo de contacto con su familia.
—¿En qué consisten exactamente los problemas del matrimonio? ¿Fielder ha podido preguntárselo?
—Por desgracia, no lo sé —confesó Kate—. Ya sabes que solo habla sin reservas con su Christy. Yo únicamente me entero de lo que se explica en las reuniones generales y acerca de ese desarrollo solo tuvimos una conversación muy breve ayer a última hora.
—¿Y el hijo? ¿Qué pasa con él? ¿Estaba en casa?
—Sí. Finley tiene doce años y estaba sentado frente al ordenador cuando Fielder se presentó en su casa. Al parecer no se mostró especialmente comunicativo, aunque eso es algo típico de los jóvenes de su edad. Pero todo parecía correcto, en su caso. A Fielder no le pareció que estuviera especialmente trastornado. Sobre todo porque parecía más bien acostumbrado a ese tipo de situaciones.
—Mmm… ¿Y tú qué crees? —quiso saber John—. ¿Cómo lo ves?
—¿Yo? —preguntó Kate sorprendida. Al parecer no había esperado en absoluto que John se interesara seriamente por su opinión al respecto—. Bueno, a decir verdad, yo no lo veo nada claro. Una esposa y madre que desaparece durante semanas mientras su marido y su hijo siguen viviendo como si nada hubiera sucedido. Quiero decir que, además, siendo depresiva, lo normal sería preocuparse por ella, ¿no? Aunque hasta la fecha siempre haya vuelto, sería de imaginar que podría llegar un momento en el que hiciera alguna tontería. ¡Podría haberse suicidado y su familia ni siquiera lo sabría!
—A eso hay que añadirle el hecho de que tuviera contacto con dos mujeres a las que han asesinado en un período de tiempo relativamente breve. Es evidente que Fielder también se ha dado cuenta de que no puede tratarse de una coincidencia —dijo él con aire reflexivo.
John jugueteó con la copa de vino y retiró las manos enseguida en cuanto se dio cuenta de que el camarero se acercaba a la mesa para servirles un gran plato lleno de pasta humeante. Durante unos minutos estuvieron comiendo en silencio, lo que le fue muy bien a John para poder concentrarse en sus cavilaciones.
Lo que no podía valorar era si Stanford era digno de crédito. Para juzgarlo por sí mismo, tendría que hablar con él. En todo caso, la historia le parecía demasiado extraña.
Si quiero seguir metido en el caso, pensó, tengo que hablar con él.
Como si le hubiera leído el pensamiento, Kate levantó la mirada del plato justo en ese instante para preguntarle algo:
—John, ya sé que no es asunto mío, pero… ¿por qué? ¿Por qué quieres saber todo esto? ¿Por qué no te limitas a dejar que Fielder haga su trabajo? ¿Por qué quieres investigarlo por tu cuenta?
Al principio, él le había dicho que conocía a Gillian Ward, que habían asesinado a su marido y que eso le había hecho interesarse por el caso. Lo que no había mencionado era que mantenía una relación con ella… ¿O sería más justo decir que la había mantenido? Ya no lo sabía con toda seguridad. Se había limitado a contarle que era el entrenador de balonmano de la hija de Gillian. A John el instinto le decía que Kate se habría cerrado como una ostra si llegaba a saber la verdad. Lo único que la impulsaba a hablar eran las esperanzas que albergaba respecto a él.
—Es divertido —respondió él. En ese mismo momento, se sorprendió al darse cuenta de hasta qué punto esa respuesta se ajustaba a la verdad. Si dejaba de lado los motivos que lo impulsaban, realmente lo encontraba divertido. La conexión con Gillian había sido el detonante, la chispa inicial, pero entretanto se había despertado su instinto cazador. Tenía la formación necesaria para hacer lo que estaba haciendo y se dio cuenta de que echaba de menos ese trabajo. No echaba de menos la jerarquía de la carrera como funcionario, ni las intrigas, ni la lucha por los ascensos. Pero sí el trabajo. Simplemente el trabajo en sí mismo.
—Y ya sabes —prosiguió John— que conozco a la familia Ward. La hija me cae muy bien y esa chica ha quedado completamente traumatizada. Tal vez sea eso lo que está aumentando la ira que siento por el autor del asesinato.
Miró a Kate y se dio cuenta de que la había convencido.
—Hay dos cosas más que no te había mencionado todavía —dijo ella—. La prensa tampoco sabe nada acerca del tema. Sabemos que Carla Roberts, durante las dos últimas semanas previas a su muerte, se había sentido vagamente amenazada. Se lo había contado a su hija. Vivía en el piso superior de un bloque de viviendas y se había dado cuenta de que el ascensor solía subir hasta su planta con una cierta frecuencia. Con demasiada frecuencia, a decir verdad. Y sin que nadie saliera del ascensor. Eso había despertado sus temores.
—Supongo —dijo John— que comprobasteis si el ascensor funcionaba correctamente, ¿no? ¿Habéis descartado que pudiera tratarse de una mera avería?
—Así es. Y ahora Fielder piensa que tal vez Anne Westley también se hubiera podido sentir amenazada. Eso encajaría con el hecho de que, de repente, justo antes de Navidad, hubiera decidido vender la casa y mudarse a la ciudad tan pronto como fuera posible. Y eso después de llevar varios años viviendo allí.
—¿A qué se refiere Fielder cuando habla de esa sensación de amenaza?
—Bueno, encontró un cuadro en la casa que se lo hizo pensar. Anne Westley tenía un estudio en la buhardilla. Era aficionada a la pintura, concretamente a la acuarela. Los temas de sus cuadros solían ser flores, árboles y paisajes soleados, siempre eran cuadros llenos de color y de optimismo. Pero había uno que no encajaba en absoluto en ese patrón.
—¿En qué sentido?
—No lo he visto personalmente, pero Fielder nos lo describió: una noche oscura, dos puntos de luz que podrían interpretarse como los faros de un coche. Él cree que podría haberlos visto pocos días antes de que la asesinaran. Las luces de un coche que habrían aparecido en el paisaje solitario en el que se encontraba su casa. Varias veces, sin llegar a ver a nadie, no obstante. Solo el coche, que llegaba y volvía a desaparecer. Como el ascensor del edificio en el que vivía Carla Roberts.
—No está mal pensado —comentó John. Tuvo que admitir que se trataba de una hipótesis muy creativa para tratarse de Fielder, que destacaba precisamente por su falta de imaginación—. Un temor lleno de intención se había apoderado de las dos mujeres. En el caso de Carla Roberts tampoco está muy claro cuándo tiempo hacía que duraba. Si había empezado unas dos semanas antes de su muerte, entonces…
—… entonces más o menos coincidió con la desaparición de Liza Stanford —dijo Kate para completar la frase.
Aquella mujer era misteriosa, no se sabía su paradero. Pero a John le vino a la memoria otro nombre en relación con el caso de forma automática: Samson Segal. Había estado espiando a varias personas. ¿Había sido él quien había utilizado el ascensor de Carla Roberts una y otra vez? ¿Había estado vagabundeando a solas y por la noche alrededor de la casa de la otra anciana?
—Es posible que el asesino hubiera importunado a las dos mujeres —apuntó John—. Pero me has dicho que había dos cosas que todavía no habías mencionado, ¿no?
Ella sonrió, de repente había adoptado un aire coqueto.
—Más tarde —indicó.
Se refería a un par de bocados más tarde.
—Fielder no se ha expresado con concreción, en cualquier caso no lo ha hecho durante la reunión, pero siempre hay filtraciones: ¿ya sabes que él también le da vueltas a la cabeza a la posibilidad de que tú… podrías estar implicado en el caso de algún modo?
—Lo sé. Pero es absurdo. Y en mi opinión, por mucho que se empeñe en ello no conseguirá nada en ese sentido. Conozco a los Ward. Pero no a las dos ancianas asesinadas. Da igual las vueltas que pueda darle a las cosas, no encontrará ningún motivo —replicó John.
—Me estoy arriesgando mucho —dijo Kate.
—Lo sé.
—Bueno, pero ¡lo hago con mucho gusto!
John le regaló una sonrisa contenida. No podía darle muchas esperanzas. De momento le había quedado claro que ella no había cogido el coche a propósito. Quería que él la llevara en el suyo. Y a ser posible, que la llevara a casa de él.
—Hay quien creería que es una tontería lo que estoy haciendo ahora —prosiguió Kate.
—Yo no creo que lo sea. Puedes confiar en mí, de verdad. Nadie se enterará de que nos hemos visto y de que hemos estado hablando —le aseguró John.
A continuación, él desvió el tema con habilidad hacia un territorio neutral. Sabía perfectamente cuál era la estrategia de Kate: cuando hacía hincapié en lo mucho que esa historia la dejaba en una posición difícil, esperaba obtener el reconocimiento y la admiración de John. Como mínimo, gratitud. Él se sentiría agradecido y ella intentaría aprovecharse de ese sentimiento.
Entonces decidió hablarle de la empresa que había fundado, de los inmuebles que se dedicaba a vigilar: obras, supermercados, estaciones de servicio. A veces, incluso residencias privadas.
—Además tengo a cuatro colaboradores que se dedican a la protección personal. Y nos estamos preguntando si no deberíamos expandirnos en esa dirección, pero no acabo de decidirme.
—¿Por qué? —preguntó Kate.
—No me gusta comprometerme tanto —contestó John—. Cuando fundé la empresa lo hice más bien como una solución provisional que pudiera dejar en cualquier momento. Cuanto más crece, más encorsetado me siento.
—¿Por eso sigues viviendo solo? Quiero decir que no tienes esposa ni hijos, ¿no? Porque no te gustan los compromisos, ¿verdad?
—Es posible —respondió él con vaguedad antes de consultar el reloj con discreción. Tenía que evitar a toda costa que Kate perdiera el último tren.
—A mí sí me gustaría formar una familia —confesó Kate con aire soñador.
—Pues no es que sea muy fácil, con tu trabajo.
Ella se encogió de hombros.
—Pero otras lo han conseguido.
—Claro. —De alguna forma habían ido a parar a un terreno peligroso. Le hizo una seña al camarero para darle a entender que quería pagar la cuenta. Se le hizo un nudo en la garganta cuando notó que la mirada ansiosa de Kate se aferraba a él. Por supuesto, no le había dado toda aquella información a cambio de nada, pero afortunadamente tampoco habían acordado una contraprestación. Si no conseguía lo que esperaba obtener a cambio, la culpa no sería de John.
Después de haber pagado la cuenta y de haber salido fuera con ella, en la oscuridad de la calle le anunció:
—Te acompaño hasta la estación.
—Gracias. —La voz de ella sonó llena de frustración.
Caminaron uno junto al otro en silencio.
—No tengo por qué ir a casa enseguida, John —dijo ella al fin con desesperación.
Él se detuvo.
—Kate…
—Mañana es domingo. No tengo que ir a trabajar. Podríamos desayunar juntos…
—Lo siento, Kate. No puede ser.
—¿Por qué no? ¿Es que… tienes novia?
—No. Pero de momento no quiero a ninguna mujer en mi vida.
—Conmigo no tienes que comprometerte a nada, John. Ya veremos cómo marchan las cosas. Y si las cosas no marchan… pues nada.
Palabras vacías, pensó él. Si hubiera tenido que apostar por algo, seguramente habría sido a que sería imposible librarse de una mujer como Kate si le daba el más mínimo signo de correspondencia. No digamos ya si pasaba la noche con ella. Kate era la típica mujer que podía volverse muy posesiva si se sentía rechazada.
—No puede ser, Kate. No tiene nada que ver contigo, es cosa mía.
—Pero yo pensaba que…
—¿Qué?
—Bah, nada.
¿Qué habría podido decirle? ¿Que se había equivocado creyendo que a él le interesaba algo más que la mera información secreta que le había revelado? Él se daba cuenta con claridad de cómo debía de sentirse ella en esos momentos: como una idiota.
Y sin embargo, John se arriesgó a preguntarle algo más:
—¿Has dicho que tenías algo más para mí?
Ella lo miró con ojos inexpresivos. Estaba reflexionando. Al final llegó a la conclusión de que estaría demostrando muy poca autoestima si al sentirse rechazada actuaba de un modo distinto. En ese caso quedaría claro lo que había estado esperando y lo desengañada que se sentía.
—Sí. Hay algo más. Respecto al asesinato de las dos ancianas, hay un detalle esencial que no ha trascendido a los medios. El método que utilizaron para matarlas.
—¿Es que no les dispararon? —John ya había valorado esa posibilidad, puesto que durante todo el rato habían estado hablando de crímenes especialmente atroces.
—En el caso de Westley el asesino utilizó la pistola para volar el cerrojo de una puerta y poder entrar en una estancia. De lo contrario, no habría necesitado utilizar un arma para reducir a su víctima. Al parecer el asesino pudo inmovilizarle los pies y las manos con cinta adhesiva de paquetería sin que ella pudiera defenderse.
—¿Y luego?
—Le metió un trapo de cocina en la boca. Se lo introdujo hasta el fondo de la garganta. En el caso de Carla Roberts parece ser que eso le provocó el vómito y acabó muriendo ahogada.
—¿Y Anne Westley?
—No debió de ser tan rápido, no murió tan fácilmente. Al final el asesino tuvo que taponarle la nariz con cinta adhesiva para que también se asfixiara.
—¡Maldita sea! —exclamó John.
Odio, pensó, un odio increíble y demente. No se trataba simplemente de matar mujeres. Se trataba además de que murieran con una terrible agonía.
—Sin embargo, a Thomas Ward le dispararon, ¿no? —John quiso cerciorarse. Aunque al fin y al cabo lo había encontrado Gillian y estaba seguro de que ella se lo habría contado, si hubiera sido otra la causa de la muerte.
—Sí. Y en eso se fundamenta la teoría de Fielder de que el asesino no pretendía matar a Thomas Ward. Esperaba encontrar a su esposa y de repente se encontró frente a un hombre. Y no a un hombre cualquiera, Thomas Ward era muy alto, atlético y estaba en plena forma. A diferencia de las dos ancianas, Ward habría sabido defenderse si el asesino no le hubiera disparado enseguida.
—Entonces, ¿las dos ancianas murieron ahogadas con trapos de cocina?
—Sí.
—¿Pertenecían a las víctimas? Quiero decir si eran simplemente lo primero que encontró el asesino. ¿O los había llevado él mismo?
—Pertenecían a las víctimas. En el caso de Carla Roberts, la hija supo identificar el trapo. En el caso de Westley se encontraron trapos idénticos en un cajón. Al parecer, el asesino buscaba el trapo en el mismo lugar de los hechos.
Llegaron a la estación de Charing Cross cuando el tren estaba entrando en el andén.
—Bueno pues… —dijo Kate. El color de su rostro parecía todavía más lívido que de costumbre.
—Espero que llegues bien a casa —le deseó John—. Y… ¡gracias!
Ella estaba ofendida, no se volvió de nuevo mientras subía al tren. Buscó un lugar libre y se sentó.
John supuso que debía de estar llorando.