1
—¿Tienes tiempo esta noche? —preguntó John. Estaba sentado al volante de su coche y ya había aparcado frente al edificio en el que vivía Tara.
Gillian, que estaba sentada junto a él, negó con la cabeza.
—Becky me necesita. Y… no quiero que se lleve la impresión de que nos vemos continuamente.
La policía ya había desprecintado la casa, pero Gillian había decidido no vivir allí de momento. El horrible suceso era todavía demasiado reciente, estaba demasiado presente. Gillian no creía que Becky fuera capaz de soportar volver a vivir en esa casa tan pronto y, de hecho, ella misma tampoco estaba segura de ello. Solo había querido pasar a recoger un par de cosas, algo de ropa y unos libros, y John se había ofrecido para acompañarla. Agradeció no tener que acudir sola a su antigua casa. Todo le había parecido igual que siempre y, sin embargo, ya no lo consideraba su hogar, el que había formado junto a Tom, en el que habían vivido como una familia con Becky. En el salón todavía estaba el árbol de Navidad y en el frigorífico empezaba a pudrirse la comida. Las luces navideñas y la estrella de paja que decoraban las ventanas parecían reliquias de un tiempo remoto en el que había reinado el orden, la intimidad, la mesura y la normalidad.
Esos tiempos no volverían jamás.
—¿Piensas conservar la casa? —le había preguntado John cuando estaban en el comedor, mientras contemplaban con angustia el lugar en el que habían sucedido los hechos, la silla sobre la que Tom se había desplomado y había muerto.
Ella se había encogido de hombros.
—La pregunta es si quiero seguir viviendo aquí, si puedo seguir viviendo aquí.
—¿Y qué harás con la empresa?
—Tenemos buenos colaboradores. De momento las cosas marchan, incluso sin que yo me ocupe mucho de ello. Por supuesto, pronto tendré que tomar una decisión. Ahora solo quedo yo para dirigirla, pero todavía no sé si podré seguir.
A continuación había recogido sus cosas con movimientos cada vez más rápidos y precipitados, puesto que de repente se había dado cuenta de que no quería pasar más tiempo en esa casa. Volvió a respirar hondo en cuanto estuvo sentada en el coche de nuevo.
—Ha sido peor de lo que me esperaba —dijo Gillian.
John la ayudó a subir dos cestas de ropa con varios enseres por la escalera del piso de Tara y luego se despidió de ella. Cuando Gillian abrió la puerta y entró en el piso, lo primero que vio fue la mirada cargada de odio de su hija.
—¿Por qué le has dicho que se vaya? ¿Te crees que soy tonta? Sé que has vuelto a estar con él.
Tara, que estaba sentada frente a una montaña de expedientes, alzó la mirada con preocupación.
—Estaba mirando por la ventana. Os ha visto ahí abajo, a Burton y a ti.
Gillian intentó acariciarle el pelo a Becky, pero la chica se apartó de ella bruscamente.
—¡Es mi entrenador de balonmano, mamá! ¿No podrías dejarlo en paz? ¿Y él a ti?
—Becky, solo me ha ayudado a recoger un par de cosas de casa. No me apetecía ir sola. Me alegro de que me haya acompañado.
—¿No podías ir con nadie más? ¡Podría haberte ayudado Tara!
—Alguien tenía que quedarse contigo —arguyó Tara.
—Puedo quedarme perfectamente un par de horas sola. Además, también podría haber ido contigo.
—De ningún modo —dijo Gillian—. Becky, lo que viviste en esa casa fue horrible y no estaría bien que…
Los ojos de Becky echaban chispas.
—¡No me vengas con eso, mamá! ¡Como si te preocuparas tanto por mí! ¡Si yo te importara un poco, no te estarías follando a John!
—¡Becky! —exclamó Gillian escandalizada.
—Vamos, Becky, te estás pasando con esas acusaciones —la amonestó Tara—. Y no deberías utilizar esa clase de expresiones tan vulgares.
—Entonces, ¿cómo llamarías a lo que están haciendo mi madre y John? Es muy vulgar, Tara, o sea que yo tampoco tengo que andarme con rodeos.
—No hacemos completamente nada —repuso Gillian—. Es un amigo, nada más.
Becky estaba completamente airada.
—¡Deja de tratarme como a un bebé! Ni siquiera me has contado todavía lo que estuviste haciendo la noche en la que mataron a papá. Y sé muy bien que eres demasiado cobarde para contármelo.
—Ya te lo dije. Estuve en un restaurante. Sola. Quería estar tranquila para poder pensar.
—¡Tú en un restaurante! —exclamó Becky en tono hostil—. ¡Sola! Nunca sales a comer sola. ¡Lo que hiciste fue ir a ver a John y probablemente te estabas acostando con él mientras alguien entraba en casa y disparaba a mi padre!
Mientras pronunciaba esas últimas palabras, empezó a fallarle la voz. A pesar de la rabia con la que se enfrentaba a su madre, seguían siendo más fuertes el dolor, la desesperación y el absoluto desconcierto en los que la había sumido ese horrible suceso. Todavía tenía marcadas a fuego las horas que había tenido que soportar el miedo a morir. No era más que una niña, y además una niña trastornada, asustada y triste.
—Becky, vamos a… —dijo Gillian mientras daba un paso para acercarse a su hija. Sin embargo, Becky se volvió y salió corriendo de la estancia. La puerta del cuarto de baño retumbó tras ella y se oyó cómo le daba la vuelta al cerrojo.
Gillian y Tara se miraron fijamente.
—Tal vez deberías dejar de negarlo —le aconsejó Tara—. Me refiero a lo que hay entre John Burton y tú. Es una chica despierta y se da cuenta de que hay algo entre vosotros que no tiene nada que ver con la amistad. Cualquiera podría percatarse de ello. Mientras sigas negándolo tendrá la sensación de que le estás mintiendo y eso no es bueno para vuestra relación.
—Pero si lo admito, también me odiará.
—Le ha sucedido algo terrible. Han asesinado a su padre y ella se ha librado por un pelo de correr la misma suerte. Está inmersa en una pesadilla. Ese mundo de protección en el que vivía se ha derrumbado de la noche a la mañana. Y su madre…
—¿Sí? —preguntó Gillian al ver que Tara se detenía—. ¿Qué pasa con su madre?
—Creo que tiene la sensación de que dejaste a su padre en la estacada. De que murió por eso.
—Pero yo no podía saber…
—Claro que no. Pero intenta ponerte en su lugar y ver las imágenes que se agolpan en su cabeza: su madre se acuesta con el guapo entrenador de balonmano mientras alguien entra en casa y dispara a ese padre al que tanto quería. ¿A quién debería odiar si no a ti? ¿A ese asesino desconocido, sin rostro?
—Me pregunto si conseguiremos superar esta situación —susurró Gillian.
—Tiene que pasar el tiempo —dijo Tara.
Gillian se sentó en un sillón y apoyó la cabeza en las dos manos.
—No me he volcado en una relación de golpe y porrazo, Tara, de verdad que no. No ha sido tan sencillo. Tom y yo nos habíamos distanciado mucho últimamente. Hacía tiempo que me sentía muy sola en nuestro matrimonio.
—Por desgracia, John no se ganará más simpatía por eso —repuso Tara—. Puede que sean mis prejuicios, porque solo lo conozco de vista, pero lo encuentro demasiado guapo, demasiado seguro de sí mismo, demasiado experto. El eterno seductor que a la hora de la verdad nunca se compromete con nadie. Espero que a su lado no llegues a sentirte todavía más sola de lo que te sentiste junto a Tom.
—No tengo ni idea de cómo irá lo nuestro —replicó Gillian para rechazar el argumento, pero las palabras de Tara ya habían calado hondo. Su amiga había verbalizado a la perfección lo que más inquietaba a Gillian: la soledad en la que vivía John. Aquella carrera que había echado a perder. El hecho de que no hubiera podido o querido mantener ninguna relación estable. Su piso, en el que prácticamente no había muebles, como si tuviera miedo de tenerlos.
Al final Gillian sintió la necesidad de hablar de ello. Tara era fiscal, pero también su mejor amiga.
—Por cierto, no siempre ha sido el jefe de una empresa de seguridad —comentó como si se tratara de algo sin importancia—. Había trabajado en Scotland Yard. Como inspector.
—¿De verdad? ¿Y por qué lo dejó?
Gillian titubeó y bajó la mirada.
—Por una tontería —respondió Gillian—. Tuvo un idilio con una chica que estaba en período de prácticas y que lo denunció cuando él quiso cortar con ella. Por coacción sexual.
Levantó los ojos al ver que no obtenía respuesta y se dio cuenta de que Tara la estaba mirando absolutamente desconcertada.
—¿Perdona? —preguntó Tara, al fin.
—Hubo una investigación, pero la fiscalía acabó retirando las acusaciones. Varios peritajes exculparon a John. La joven incurrió en contradicciones una y otra vez. John fue declarado inocente.
—Ah, claro. Por supuesto. ¡Está claro que ella lo denunció sin ningún motivo!
—Se volvió histérica tras haber fracasado en un examen y al ver que John se negaba a sacarla del apuro. Se volvió completamente loca. Ese fue el motivo por el que él decidió cortar la relación. Eso solo consiguió enfurecerla aún más y luego… bueno, ella quiso hacérselo pagar caro.
—Gillian, como es natural, estoy familiarizada con ese tipo de casos. Si realmente hubo una investigación y el caso acabó en la fiscalía es que había indicios que apuntaban contra John Burton. Y a favor de la joven.
Gillian se arrepintió de haber sacado el tema. Lo había hecho para encontrar consuelo, pero tenía claro que Tara no haría más que reforzar sus miedos y sus dudas. Y porque durante todo ese tiempo había sospechado que no era una buena idea compartir con ella esa historia. Ojalá no hubiera cambiado de opinión al respecto.
—Cuando John estaba a punto de separarse de ella, acabaron teniendo relaciones sexuales, pero…
—¿De veras? O sea que pudieron comprobar su esperma.
—Sí. Pero él no negó ni un momento que…
—Deja que lo adivine —dijo Tara—. En realidad quería cortar con la relación. Por otra parte, la jovenzuela estaba buenísima, por lo que él no pudo resistir la tentación de acostarse con ella por última vez. Y ella lo consintió, por supuesto, porque no se le ocurrió nada mejor que echarle un buen polvo al tipo que ya le había anunciado que quería dejarla. Posteriormente ella se enfadó porque a pesar de todo él había puesto punto y final a la relación y la muy bruja salió corriendo, furiosa y con ansias de venganza, directa hacia comisaría para conseguir, al menos, ver cómo él acababa entre rejas y con la carrera arruinada. Así es como él te lo contó, ¿verdad?
Gillian se frotó la frente.
—Con esas mismas palabras, no —contestó—, pero en el fondo, sí.
—En el fondo siempre es la misma historia —aseveró Tara—. La versión del acusado, en todo caso. No te imaginas la cantidad de historias de esa clase que acaban en mi mesa en forma de expediente, Gillian. En ese caso, en realidad no puede hablarse de violación. ¡Es solo la conspiración que una pérfida mujer ha maquinado para jugarle una mala pasada a un hombre que no la quería como ella merecía!
—También se infligió heridas a sí misma, lo confirmaron varios peritos forenses. Tara, ¿cómo puedes pensar que todo el mundo se ha conjurado para tramar un complot que permita exculpar a John Burton de las sospechas de un crimen atroz?
—En casos como esos —explicó Tara—, apenas puede probarse nada. Tanto por un lado como por el otro.
—Yo le creo —confesó Gillian—. Se comportó como un idiota y es consciente de ello. Pero no forzó a nadie a hacer nada.
—¿Cómo puedes estar tan segura de ello? ¿Tan bien lo conoces?
—Me cuesta imaginar lo contrario —dijo Gillian, aunque enseguida se dio cuenta de lo ingenua que había sonado esa frase.
¿Por qué nos hemos embarcado en una conversación como esta? ¿Por qué todo era tan absurdo ese día? ¿Por qué me atacan, primero mi hija y luego mi mejor amiga?
—¿Adónde quieres llegar, Tara? —preguntó.
Esta respiró hondo.
—Perdona. Me he pasado. No es que quiera nada, Gillian. Tan solo me extraña que tú…
—¿Sí?
—Yo no podría mantener una relación con un hombre sospechoso de haber cometido ese tipo de delitos. Me parecería demasiado peligroso.
—Eso significaría que John, incluso si fuera inocente, ¡jamás volvería a tener la oportunidad de llevar una vida normal!
—Lo que significa es que esa oportunidad no tienes por qué ser precisamente tú…
—¿Y por qué no?
—¿No tienes miedo en absoluto?
—No —respondió Gillian mientras negaba con la cabeza.
—¡Pues qué bien! —Tara levantó las dos manos en un gesto de rendición—. Es que… tal vez me esté dejando llevar por mi fantasía. Burton no es más que… Quiero decir que no lo he visto más que dos o tres veces, cuando ha venido a recogerte, pero me parece que irradia una cierta agresividad. Simplemente toma lo que le apetece, o al menos eso es lo que yo veo en él. Gillian, lo siento, no lo aguanto y lo que me acabas de contar refuerza la impresión que me he llevado de él desde el principio. No me fío de él y me extraña que tú puedas hacerlo. Pero lo más probable es que sea cuestión de pareceres. Y tal vez yo también esté un poco condicionada por mi trabajo.
—Pero no crees que… tenga algo que ver con la muerte de Tom, ¿verdad? —preguntó Gillian un rato después, durante el que había intentado procesar lo que le había dicho su amiga.
—No —negó Tara—, eso no lo creo. Solo pienso que no te conviene. Creo que es un bruto con una vida sentimental absolutamente caótica. Y eso me preocupa.
Dicho esto, las dos guardaron silencio, agotadas por la discusión.
—Voy a ver cómo está Becky —dijo Gillian al fin. Puesto que era consciente de que su hija no la dejaría entrar en el baño durante un rato, se dio cuenta de que lo único que buscaba era un pretexto para huir.
Y se preguntó si era de Tara de quien huía.
O de sí misma.
2
El inspector Fielder se sorprendió al ver quién lo llamaba a la central. No había previsto hablar con ella.
Keira Jones. La hija de Carla Roberts.
—¡Señora Jones! —exclamó él—. ¡Qué sorpresa!
La voz de Keira sonó débil y tímida.
—Buenas noches. ¿Llamo en un mal momento?
—En absoluto. ¿Cómo está?
—No especialmente bien, para ser sincera —dijo Keira—. Ya han desprecintado el piso de mi madre y hoy he empezado a vaciarlo. Tarde o temprano tenía que llegar el momento de hacerlo. Y bueno… no es fácil. Afloran demasiados recuerdos —reconoció antes de guardar silencio.
—Lo comprendo —dijo Fielder—. Debe de estar pasando un mal rato. No es lo mismo afrontar un caso de muerte natural que un crimen. Los familiares también son víctimas ante un caso de violencia.
—Había tenido muy poco contacto con mi madre en los últimos tiempos —explicó Keira en voz baja— y hoy, mientras revolvía sus cosas, de repente me he sentido muy cerca de ella. Me he sentido otra vez una niña, ella era mi mamá, la que siempre estaba pendiente de mí y… —Se detuvo de golpe y tragó saliva.
—Comprendo —dijo Fielder con tono compasivo.
—Bueno, el motivo por el que lo llamo —prosiguió Keira mientras se esforzaba por serenarse— es que en el buzón de mi madre he encontrado una carta dirigida a ella que por lo visto ha llegado hoy. No conozco a la remitente, una mujer de Hastings, pero he leído la carta. Por lo visto, la mujer no está al corriente de la muerte de mi madre; está claro que en East Sussex la prensa no debe de haber destacado el asesinato tanto como aquí. Eso sin tener en cuenta que tampoco es que haya muchos periódicos que hayan mencionado su nombre. No estoy segura del todo, pero tal vez el contenido de la carta sea importante.
—¿Qué dice?
—Nada que pueda considerarse un punto de referencia, a primera vista. Pero usted se mostró muy interesado en cualquier persona con la que mi madre tuviera contacto… y al parecer hay un grupo que yo ignoraba por completo.
—¿Qué tipo de grupo?
—Si no me equivoco al interpretarlo a partir de la carta, hasta hace unos tres meses mi madre acudía una vez por semana a una especie de grupo de autoayuda. Para mujeres que viven solas. Separadas o viudas que se reúnen para hablar sobre la situación de cada una. Para conocer a gente que lleven un tipo de vida parecido. Mi madre jamás me había contado nada acerca de ello.
Fielder reflexionó un momento. Era un punto de referencia, sin duda. Podía ser que no llevara a ninguna parte, que el asesinato de Carla Roberts no tuviera ni la más mínima relación con aquel grupo de autoayuda, pero en cualquier caso le permitiría hablar con gente que conocía a Carla. Más allá de su empleo en la droguería, que quedaba demasiado atrás en el tiempo.
Tal vez aquello acabara siendo una nueva vía. De todos modos, Fielder intentó no albergar demasiadas expectativas al respecto. Tenía muy claro que ese caso no sería fácil de resolver.
—¿Ha deducido a partir de la carta que su madre dejó el grupo hace unos tres meses? —preguntó él.
Keira titubeó.
—Si no lo he entendido mal, la mujer que le escribe la carta es la que inició el grupo. Al parecer, en el mes de abril del año pasado se mudó de Londres a Hastings por motivos personales y eso conllevó la disolución del grupo. Le cuenta que lamenta que el grupo no continuara después de que ella se hubiera marchado. Demuestra mucho interés por saber cómo le van las cosas a mi madre, al parecer se preocupaba por ella y quería mantener el contacto.
—Ya veo. Ha hecho bien en llamarme, señora Jones. Las investigaciones no han avanzado mucho, entre otras cosas porque en el caso de su madre apenas teníamos un entorno que pudiéramos analizar. Haré que pasen por su casa a recoger la carta. ¿Podría decirme el nombre y la dirección de la remitente?
—Claro. La mujer se llama Ellen Curran —le dictó también la dirección—. ¿Me tendrá al corriente de los progresos? —añadió.
—Por supuesto —le aseguró el inspector.
Se despidieron y, a continuación, Fielder buscó el número de teléfono de Ellen Curran. ¿Por qué no intentaba llamarla enseguida? Eran las seis y media de la tarde, incluso si trabajaba, cabía la posibilidad de que la encontrara en casa.
La señora Curran respondió al teléfono tras el séptimo tono de llamada, casi sin aliento.
—Acabo de llegar a casa —informó a modo de disculpa después de que Fielder se hubiera presentado—. ¿De Scotland Yard? —había preguntado, alarmada—. ¿Ha ocurrido algo?
—Desgraciadamente, sí —contestó Fielder. La informó brevemente acerca del asesinato de Carla Roberts, pero de momento se abstuvo de mencionar que posiblemente se tratara de un asesino en serie. Ellen Curran reaccionó completamente horrorizada. No se había enterado de lo sucedido.
—¡Es horrible! ¡Por el amor de Dios! ¿Saben quién lo hizo?
—Estamos dando palos de ciego —tuvo que admitir Fielder—. La investigación resulta especialmente difícil porque Carla Roberts era tan retraída que apenas sabemos por dónde empezar a familiarizarnos con la vida que llevaba. Por no hablar de la posibilidad de sondear a posibles enemigos. Afortunadamente, la hija de Carla ha encontrado su carta en el buzón cuando se disponía a vaciar el piso en el que vivía su madre. Su grupo es uno de los pocos puntos de referencia con los que contamos.
—No consigo comprenderlo —dijo Ellen—. De verdad, ¿quién podría querer matar precisamente a Carla?
—¿Precisamente a Carla? ¿Tan apreciada era? ¿Por qué motivo cree que Carla esté tan fuera de lugar en un caso como este?
—No es que fuera tremendamente apreciada —matizó Ellen—, pero tampoco puedo pensar en alguien a quien le cayera antipática. A menudo pasaba desapercibida, era algo apocada. Muy callada, discreta y reservada. Pero siempre dispuesta a ayudar a la gente. No, no creo que alguien pudiera tener algo contra ella.
—¿Cuántas mujeres formaban parte del grupo? —preguntó Fielder.
—Cinco. Conmigo, seis.
—¿Fue usted quien creó el grupo?
—Mi marido me abandonó hace tres años. La clásica historia, encontró a una mujer más joven. Durante un año estuve pensando que ese drama acabaría por matarme. Pero luego decidí que saldría de la situación por mis propios medios. Encontré un empleo y fundé un círculo de encuentros para mujeres que estuvieran en situaciones parecidas a la mía. A veces ayuda el hecho de poder hablar con otras personas que comprenden perfectamente lo que sientes.
—Hasta ahí, bien. Por consiguiente, entiendo que fundó usted el grupo hace dos años, ¿no? Y se mudó hará cosa de tres meses, lo que significa que la iniciativa duró más o menos un año y un trimestre, ¿correcto?
—Sí.
—¿Y Carla Roberts participó en él desde el principio?
—No. Al principio nos reuníamos solo tres mujeres y yo. Carla se unió a nosotras hace aproximadamente medio año y algo más tarde acabó viniendo la quinta.
—¿Cómo se enteró Carla Roberts de su existencia?
—Pues no se enteró por los canales habituales. Yo tenía una página en Internet y las otras se pusieron en contacto conmigo a través de ella.
—¿Y la señora Roberts…?
—Carla no tenía ordenador, ni conexión a Internet. Por algún motivo, no le interesaban esos adelantos. Pero hace un año y medio en una publicación apareció un reportaje acerca de nuestro grupo.
—¿Cuál?
—Woman and Home. Es posible que no la conozca, inspector, es…
—Mi esposa la lee a veces —dijo Fielder—. Me hago una idea de lo que es. —La clásica revista de mujeres: moda, belleza, dietas, estilos de vida, famosos…
—Bueno, pues el caso es que Carla había leído el artículo —continuó Ellen—. Y a partir de ahí, se puso en contacto con nosotras y empezó a acudir a las reuniones.
—¿Recibió usted muchas respuestas después de la publicación del artículo? ¿Tal vez alguna carta amenazadora? ¿De hombres que consideraran que las mujeres divorciadas se dedican a desplumar a sus ex maridos, tal vez?
—No. Recibimos cartas, pero casi exclusivamente de mujeres. Fueron reacciones positivas.
—¿Había un foro en su página web?
—Sí.
—Pero ¿tampoco allí recibieron ningún mensaje agresivo?
—No. Aunque recibíamos pocos mensajes. No éramos más que un grupo muy reducido.
—¿En la página web se mencionaban los nombres y las direcciones de esas cinco mujeres que acabaron poniéndose en contacto con el grupo?
—No. Yo no lo habría permitido jamás. Nadie podía descubrir quién pertenecía a nuestro grupo.
—¿La página web ya no existe?
—No. Posteriormente conocí a alguien y me mudé con él a Hastings. Ya no tengo motivos para seguir teniendo esa página en Internet.
—Porque el grupo se disolvió después de que usted lo abandonara, ¿no?
—Sí, eso fue una pena —lamentó Ellen—, pero así son las cosas a veces, ¿verdad? Al principio no se ve muy claramente, pero al parecer en la mayoría de los grupos hay una persona que sirve de aglutinante y en ese caso era yo. En cuanto me marché, las demás dejaron de organizar reuniones, nunca se ponían de acuerdo con las fechas y a menudo solo acudían un par de ellas, hasta que terminaron por dejarlo. Una de las participantes me escribió en septiembre para contarme que habían perdido el contacto. Yo lo lamenté mucho.
—¿Con qué frecuencia solían reunirse?
—Cada jueves. En mi casa.
—¿Ha escrito también a las demás con motivo del año nuevo? ¿O solo a Carla Roberts?
—Solo a Carla.
—¿Por qué? La hija de Carla me ha dicho que la carta tenía un cierto tono de preocupación. ¿Qué le preocupaba tanto?
—Hacía tiempo que no sabía nada de ella —respondió Ellen—. Después de mi mudanza, las demás me han ido mandando correos electrónicos de vez en cuando, a pesar de que desde entonces también esa vía de contacto se ha entibiado. En cambio, no había vuelto a tener noticias de Carla, ni una sola vez, ni siquiera por correo postal. Yo sabía que estaba afligida y pensé que no estaría de más preguntarle cómo iba todo.
—Señora Curran —dijo Fielder—, el asesino mató a Carla Roberts de un modo que sugiere un odio extremo. No fue un atraco y, en principio, tampoco se trató de un delito sexual. Pero sin duda el asesino acumulaba una monstruosa agresividad. Todavía no sabemos si esa agresividad tiene que ver con las mujeres en general o concretamente con Carla. Es por eso por lo que le pido que intente recordar si durante las reuniones Carla llegó a contarle algo acerca de su vida que pudiera tener algún tipo de relación con los hechos, si hubo algo en la vida de Carla, un acontecimiento, una persona, cualquier cosa que pudiera aclarar un odio de esas dimensiones.
Ellen Curran guardó silencio durante un buen rato. Parecía estar esforzándose en recordar.
—Lo siento, inspector —dijo, al fin—. No me viene nada a la memoria. Tampoco es que Carla hablara mucho, de todos modos. Y cuando decía algo, solía tener alguna relación con su marido. Las estafas que este cometió durante mucho tiempo acabaron arruinando a la familia y luego puso los pies en polvorosa. Ella sí había tenido motivos para odiarlo a él, pero ¡al revés no!
—Necesito una lista con las mujeres que participaron en esas reuniones —explicó Fielder—. ¿Sería posible? Nombres, direcciones, lo que tenga.
—En algún lugar debo de tener una lista. Podría enviársela por correo electrónico.
—Se lo agradecería muchísimo. —Fielder le dictó su dirección de correo—. ¿Había alguien en el grupo que hubiera trabado amistad con Carla a pesar de lo extremadamente tímida que era? ¿Alguien con quien pudiera tener más relación que con las demás? ¿En quien confiara?
Ellen reflexionó unos instantes.
—Yo no lo llamaría amistad —contestó—, pero me parece que realmente había una mujer con la que mantenían una relación más próxima. Liza Stanford. Solían sentarse juntas y a veces susurraban cosas que quedaban entre ellas. De todos modos, tampoco sé si se veían fuera de las reuniones —se detuvo antes de proseguir—: Liza era nuestra excepción, siempre lo comentábamos. Básicamente porque ni estaba divorciada, ni era viuda, ni estaba sola por ningún otro motivo, por lo que al principio no quise que se uniera al grupo. Estaba casada, pero era desgraciada en su matrimonio, estaba de s atendida. A veces pensaba que tal vez sería mejor para ella empezar una nueva vida. Le faltaban el valor y la decisión necesarios y esperaba conseguirlo con ayuda ajena. Al final decidí que de algún modo estaba pasando por lo mismo que nosotras, por lo que le permití participar en las reuniones. Por cierto, que fue la última en unirse al grupo y también la que más faltaba a las reuniones y eso me molestaba un poco.
—¿Llegó a separarse de su marido?
—Mientras estuve en contacto con ella, no. Si desde entonces lo ha hecho, no lo sé.
—¿Le contó algún pormenor acerca de los problemas de su matrimonio?
—Siempre era muy vaga en sus comentarios. No, nunca llegó a explicarse con mucha claridad. Yo tenía la impresión de que era una mujer muy acomodada que no sabía qué hacer con su vida y que estaba deprimida por ese motivo. Y el marido, por supuesto, era el culpable, porque no se preocupaba por ella. Pero si quiere que le diga la verdad, había algo que no encajaba en aquella mujer. Yo a veces pensaba: ¡pobre hombre! No me gustaría estar casada con alguien como ella.
—¿Qué era exactamente lo que no le encajaba?
—No lo sé. Era solo algo que percibía en ella. Me parecía una verdadera neurótica. Alguien que buscaba ayuda pero que no estaba dispuesta a aceptarla. Pero tal vez me equivoque. Tengo poca paciencia con esas esposas ricas que cultivan sus problemas para tener algo que hacer.
Fielder anotó un par de cosas antes de lanzar una última pregunta cargada de esperanza. Sería tan bonito si…
—¿Le suenan los nombres de Anne Westley y Gillian Ward?
—No —respondió Ellen Curran.