Domingo, 3 de enero

1

Los domingos eran lo peor. En el fondo no es que transcurrieran de un modo muy distinto a los lunes o los jueves. Pero los domingos la ciudad se veía inmersa en una calma plomiza, al menos en Croydon, aquella zona de nueva urbanización tan exánime del sur de Londres en la que vivía Liza. Incluso en los lugares donde se veía gente, se oían ruidos y se constataba con claridad que no estamos solos en el mundo, parecía como si un grueso manto asfixiante recubriera hasta el último atisbo de vivacidad. Era una atmósfera de inmovilidad. Los domingos eran días muertos.

Recordaba haber leído una vez que la mayoría de los suicidios se producían los domingos por la tarde y ella no había puesto en duda ni un segundo la veracidad de esa información. Además, había un aumento en la tasa de suicidios en Nochevieja y durante el día de Año Nuevo. Eso también se lo había creído sin dudar. Curiosamente, el día de Navidad no estaba entre los primeros de la clasificación. Pero también había sido capaz de comprender ese dato. Quien llevaba una pena dentro conseguía superar más o menos hasta la mitad esa fiesta caracterizada por la contemplación y la introspección. En cambio, aquella alegría tan cargante propia de la Nochevieja, con el ruido de botellas que se descorchan, las serpentinas y la música atronadora, tan solo conseguía que el dolor quedara más contrastado. A esas alturas, ya era imposible seguir reprimiéndolo y el 1 de enero amanecía sumergido en una pálida luz invernal que dañaba los ojos. El año nuevo empezaba tan desolado como había acabado el anterior y transcurriría de ese modo hasta el final.

Por eso había quien consideraba que era mejor terminarlo enseguida.

Liza había conseguido superar todos aquellos escollos. Navidad, Nochevieja y el 1 de enero.

No estaba dispuesta a bajar los brazos esa tarde de domingo, por triste, vacía y muerta que pudiera parecerle.

Se propuso aguantar a cualquier precio. En algún lugar, en alguno de los pisos que quedaban por debajo del suyo, alguien tocaba el piano. La pieza le resultaba vagamente conocida, pero no era capaz de recordar cuál era. En realidad era solo un pasaje bastante breve. Al final, el pianista siempre cometía un error y a continuación volvía a empezar desde el principio. Y eso, desde hacía dos horas. Debía de tener una paciencia de santo.

O simplemente era una cuestión de apatía.

Aparte del piano, no se oía ningún otro ruido en la casa. La mayoría de las familias debían de estar paseando. Fuera brillaba el sol, la nieve resplandecía y hacía un frío helado. Era uno de esos días en los que la gente suele salir de excursión para luego retirarse a la calidez de un salón, para tomar un vino caliente con especias y preparar una buena cena.

Al menos eso podía hacerlo: podía cocinar algo especial. Aunque no fuera lo mismo sin haber ido antes a pasear, era algo con lo que podría ilusionarse.

Consultó el reloj. Todavía no eran ni las cuatro. Era algo temprano para pensar en la cena, pero fue hacia la cocina de todos modos y abrió el frigorífico. Tenía bastantes cosas que le servirían: carne, patatas, zanahorias. Podía preparar un estofado irlandés…

De repente se sintió mareada, volvió a cerrar la puerta del frigorífico e intentó recuperar la moral. El hambre y la ilusión se habían evaporado de golpe.

Salió de la cocina, decidida a no cenar nada. Habían pasado más de dos meses desde la noche en la que se había derrumbado en el aseo del hotel Kensington y nada más había vuelto a ser igual. Su vida entera había cambiado y sin embargo se preguntaba si todavía podía considerar que aquello era una vida. Casi ya ni se movía, caminaba como un animal enjaulado por ese piso que formaba parte de un bloque de viviendas completamente anónimo. Había adelgazado mucho, y eso que antes, cuando aún tenía vida, ya había sido muy delgada. Lo que le pasaba en esos momentos le sucedía demasiado a menudo: tenía hambre, incluso ganas de cocinar. Pero afloraba algún recuerdo, ya fueran situaciones, imágenes, momentos, y casi al mismo tiempo le sobrevenía ese mareo que acababa con su apetito. Entonces lo dejaba todo y terminaba tomándose una aspirina con agua. Por si acaso. Porque sabía que lo siguiente sería el dolor de cabeza que la obligaba a encerrarse en una habitación a oscuras, donde pasaba horas enteras con un paño empapado en agua fría en la frente para intentar que el ataque remitiera. En ocasiones, esa medida preventiva incluso llegaba a tiempo.

Por eso también en esa ocasión fue al baño, sacó un comprimido del armario de espejo, lo echó en el vaso que utilizaba para lavarse los dientes y lo llenó de agua. En el espejo vio a un ser con la piel lívida y los labios grisáceos. Volvió un poco la cabeza y se contempló medio de perfil. Parecía una verdadera piltrafa, pero seguía teniendo un pelo fantástico, rubio claro, largo y ligeramente ondulado. En determinados momentos, tenía la sensación de que algún día sería posible recuperar de nuevo la normalidad. Pero por supuesto eso no llegaría a suceder mientras siguiera parapetada en ese piso, evitando cualquier contacto con el resto de la gente.

En un día como ese, en el que la nieve reflejaba la luz del sol y el aire frío cortaba la piel, habría dado lo que fuera por poder salir. Simplemente para dar un paseo por un parque, oír el crujido de la nieve bajo los pies, ver cómo los niños construyen muñecos de nieve y observar cómo los perros se persiguen para jugar.

Pero habría sido una imprudencia hacer algo como eso solo por el placer de salir del apartamento. Dos o tres veces por semana, salía a comprar. Al fin y al cabo, eso tenía sentido. Y luego estaban las expediciones que de vez en cuando emprendía por su antiguo barrio, donde había llevado esa vida que había quedado atrás: para ver a Finley. Al menos durante un rato.

De lo contrario, no habría sido capaz de soportarlo. Se habría limitado a quedarse en un rincón y habría muerto ya.

En pequeños sorbos, bebió el agua con el comprimido disuelto y se obligó a moderar esos pensamientos que tanto la molestaban y atormentaban y que podían incluso llegar a provocarle verdadero pánico si no les ponía límite.

Y es que no veía ninguna perspectiva en absoluto. Eso era lo peor de todo. Era imposible predecir cuánto duraría su estancia allí, en Croydon. Era una estancia sin objetivo, sin esperanza. Tal vez tendría que pasar cinco años en ese piso.

Aunque también podían llegar a ser diez, o quince.

Dejó el vaso y fue hacia el salón. Dejó bajadas las persianas del ventanal que daba al sur.

Ya no soportaba ver el sol.

2

A Samson le cayó el alma a los pies cuando oyó que llamaban a la puerta. Desde que Bartek se había dejado caer por allí el 1 de enero, temía que su amigo terminara por delatarlo. Bartek le había expresado el miedo que le daba verse implicado en una historia tan absolutamente desagradable y Samson se había dado cuenta de lo patente y asediante que era ese temor. Su amigo había mencionado también la ira y el miedo que había sentido su prometida. Samson podía imaginarse perfectamente a Helen intentando persuadir a Bartek con vehemencia: ¡Ve a hablar con la policía! ¡Cuéntales lo que sabes! ¡Así al menos tú salvarás el pellejo! Estás loco de remate si te juegas el cuello por ese idiota. ¡Si ni siquiera sabemos si realmente es inocente!

En el fondo, Samson estaba esperando la llegada de la policía. Sabía que habría sido más astuto cambiar de barrio enseguida sin decírselo a Bartek, pero no tenía la energía necesaria para hacerlo. De todos modos era solo cuestión de tiempo antes de que tuviera que darse por vencido. Se le estaba acabando el dinero. Y los ánimos, también. Probablemente no resistiría mucho más y acudiría por su propio pie a la comisaría más cercana para entregarse.

Sin embargo, empezó a temblarle todo el cuerpo en cuanto se dio cuenta de que alguien pedía permiso para entrar. Una cosa era imaginar una y otra vez el final con la sensación de tener el tiempo más o menos controlado y otra suponer que de repente varios policías esperaban al otro lado de la puerta, oír el clic de las esposas, tener que imaginarse cómo en pocos minutos lo apresarían y se lo llevarían detenido.

—¿Quién es? —preguntó. Su voz sonó débil y temblorosa.

—John Burton. Soy amigo de Gillian Ward. ¿Me permite pasar?

¿Un amigo de Gillian? ¿Cómo demonios sabía Gillian dónde se escondía?

Samson abrió la puerta absolutamente desconcertado. Le pareció conocer vagamente al tipo que tenía delante, pero no fue capaz de ubicarlo a primer golpe de vista.

—¿Puedo entrar? —preguntó John.

Samson asintió y se hizo a un lado antes de volver a cerrar la puerta precipitadamente.

—¿Quién es usted? —preguntó.

—Dios, qué frío hace aquí —dijo John. Por si acaso, decidió no quitarse la gruesa chaqueta de invierno que llevaba puesta. A Samson le vino a la memoria enseguida dónde había visto a ese tipo anteriormente: en el Halfway House. Con Gillian.

—Usted es amigo de Gillian —dijo sin mucha energía.

—Sí, ya se lo he dicho —confirmó John mientras tomaba asiento en el sillón—. Sin duda se estará preguntando cómo he sabido dónde se alojaba. He hablado con su cuñada y ella me ha remitido a su amigo, el polaco. La policía también ha ido a verlo.

Millie, por supuesto. Probablemente se había derretido como la mantequilla al sol cuando ese tal Burton se había plantado con todo su atractivo frente a ella y se había mostrado más solícita que nunca.

—Y su amigo me ha dicho que lo encontraría aquí.

¡Vale, genial! ¡Bartek le mandaba a todos los que preguntaban por él! Ya puestos, ¿por qué no publicaba su dirección en el periódico?

—En su lugar —prosiguió John—, me marcharía de este lugar tan pronto como fuera posible. Ese tal Bartek tiene miedo de verse implicado en algo que pudiera costarle la expulsión del país y su prometida está realmente histérica. Apuesto a que se lo contarán todo al siguiente agente de policía que vaya a verlos.

—No sé adónde ir —susurró Samson.

John lo examinó con atención.

—Se encuentra usted en una situación delicada. ¿Por casualidad no tendrá una coartada contundente para el momento del asesinato de Thomas Ward?

—¿A qué hora lo mataron?

—Entre las siete y las siete y media de la tarde. El veintinueve de diciembre.

Samson negó con la cabeza en un gesto de desamparo.

—Volví a casa alrededor de las nueve. Pero creo que nadie se dio cuenta ni siquiera de eso. Mi cuñada estaba trabajando y no estaba en casa, mientras que mi hermano ya estaba durmiendo.

—¿Dónde estuvo hasta las nueve?

Probablemente da igual si se entera de esto, pensó Samson, probablemente ya todo da igual en mi vida.

—Estuve siguiendo en coche a Gillian Ward. Vi cómo salía de casa a primera hora de la tarde con el coche. Enseguida fui a coger el mío y estuve dando vueltas…

Observando a gente, añadió John para sus adentros. Segal era verdaderamente un tipo extraño.

—Entonces, ¿estuvo siguiendo a Gillian? —preguntó—. ¿Por qué?

Eso sí que era difícil de explicar. Tal vez ni siquiera él mismo era capaz de comprenderlo. En cualquier caso, no podía explicarlo de un modo racional. A un nivel más difuso, donde los sentimientos son imposibles de controlar, sabía lo que era, pero ¿cómo expresarlo con palabras?

—No tenía intención de asediarla —empezó a decir—. Nunca he querido molestarla. Lo único que quería… era participar en su vida. No, participar no. Pero sí captar algo de su vida, participar en ella en mi interior. Sí, tal vez sea eso. Solo participar en mi interior. —Se detuvo y miró a John con tristeza—. Es que no sé cómo explicarlo.

—Creo que ya entiendo lo que quiere decir —dijo John—. Por desgracia, todo eso suena un poco… neurótico. Obsesivo, incluso. —Hizo una pausa—. Señor Segal, por desgracia se trata de algo más que del asesinato de Thomas Ward. Sin duda habrá leído en los periódicos los crímenes que se han cobrado la vida de dos ancianas, ¿no? En Hackney y en Tunbridge Wells.

—Sí.

—El problema es… que el arma con la que dispararon a Thomas Ward es la misma que se utilizó en los otros dos casos. ¿Comprende lo que eso significa?

La mirada pensativa e incrédula de Samson reflejaba la comprensión de las circunstancias.

—¿Fue la misma persona? ¿En los tres casos?

—Esa es la conclusión a la que ha llegado la policía.

—¿Y creen que he sido yo? —Samson miró a John horrorizado—. ¿Creen que… que he disparado a tres personas?

John negó con la cabeza.

—Tan directamente no creo que nadie sea capaz de afirmarlo. Todavía hay demasiadas cosas por explicar. Pero sí sé que la policía supone, por las circunstancias de los hechos, que el autor debe de haber sido alguien con una aversión especial a las mujeres. Y sus anotaciones, que ya han llegado a manos de la policía, sugieren que al menos… bueno, que un cierto… problema con las mujeres, sí lo tiene.

Samson asintió. No tenía sentido negarlo.

—¿Estuvo todo el día siguiendo a Gillian? —preguntó John en el tono de voz más imparcial del que fue capaz—. ¿El veintinueve de diciembre?

—No. La perdí de vista en la A127. Conducía bastante rápido y había mucho tráfico… Llegó un momento en que la perdí.

John asintió. La A127, que con sus cuatro carriles unía Southend con Londres, a menudo resultaba bastante confusa.

—¿Y luego? Faltaban todavía unas horas hasta las nueve de la noche.

—No quería volver a casa. No me siento a gusto ahí dentro, ¿sabe?

—¿Por qué no?

Samson reflexionó un poco.

—Por la intranquilidad —dijo—. No consigo vivir tranquilo en esa casa y tampoco sé adónde ir. No tengo trabajo. No encuentro novia. No tengo nada. Mi vida está completamente vacía.

John guardó silencio. Samson lo miró fijamente. Ojalá fuera tan guapo como él, pensó, ojalá fuera tan atractivo.

Con una vehemencia que casi rozaba lo físico, Samson intuyó que ese hombre mantenía una relación íntima con Gillian. No era simplemente un amigo. Era su amante, tenían un idilio que ya había empezado cuando Thomas Ward todavía estaba vivo. En el fondo ya lo había notado aquella noche, antes de Navidad, cuando los había visto juntos en el pub. Era solo que no había vuelto a pensar en ello, que había ignorado lo que había experimentado con tanta claridad: la increíble tensión que se percibía entre ellos dos, la atmósfera cargada de atracción sexual.

La deseas, pensó Samson, y el sentimiento de hostilidad que lo inundó lo dejó sin aliento durante unos segundos. Te acuestas con ella y te da absolutamente igual si tiene familia, un marido, una hija y lo echas todo a perder. Aunque claro, el marido ya está muerto y ahora tienes vía libre para…

La pregunta se le ocurrió de repente: teniendo en cuenta las circunstancias, ¿hasta qué punto resulta interesante para la policía John Burton? Al fin y al cabo mantenía una relación con una mujer cuyo marido había muerto asesinado a tiros.

¿Acaso no podía encontrarse también él en una posición difícil?

—¿Quién es usted? —preguntó una vez más—. Quiero decir aparte de ser «amigo de Gillian».

John sonrió. Era evidente que había percibido a la perfección la agresividad que llevaba implícita la pregunta de Samson.

Se puso de pie.

—Samson, he trabajado para Scotland Yard y todavía mantengo un par de buenos contactos ahí dentro que me he encargado de reactivar durante los últimos días. Es por eso por lo que sé tantas cosas acerca del caso que no se conocen de manera pública.

—Comprendo —dijo Samson, intimidado y sumiso de nuevo. En realidad no comprendía nada de nada. Un ex madero. ¿Y por qué ya no trabajaba para la policía?

—Entre otras cosas, sé a grandes rasgos lo que contiene su… diario, si quiere llamarlo de ese modo —prosiguió John— y por consiguiente puedo imaginar que se encuentra usted entre los primeros puestos de la lista de sospechosos de la policía. Durante meses le ha estado siguiendo los pasos a varias mujeres, sobre todo mujeres que viven solas, y ha anotado hasta el último detalle de los hábitos cotidianos que caracterizaban a cada una. Entre otras, hay una historia algo extraña acerca de una joven a la que le secuestró el perro para luego intentar ganarse su simpatía cuando se lo devolviera.

Samson notó cómo se le ruborizaban las mejillas. El plan le había parecido genial, pero en esos momentos le sonaba completamente enfermizo.

—Fue solo un intento de conocerla mejor —murmuró Samson.

—Sí, pero un intento de ese tipo es como mínimo poco habitual —replicó John—. Además, ni siquiera le salió bien y parece ser que en sus notas dejó constancia del odio que sentía por la mujer en cuestión. Ha salido de viaje hasta mediados de enero, de lo contrario ya estaría bajo protección policial. ¡Imagine lo serio que llega a ser todo esto!

Samson lo miró, desesperado.

—Pero si yo jamás… sí, estaba furioso con ella. Pero jamás se me ocurriría hacerle daño. Jamás le he hecho daño a nadie. Ni siquiera he amenazado jamás a nadie. ¡No encontrarán a nadie que me haya visto agresivo alguna vez!

Ese es tu problema, pensó John, las agresiones que llevas tragándote toda la vida. Cualquier experto en perfiles criminales te tendría clasificado de inmediato a partir de eso.

Pero no lo dijo. Veía a Samson como un animal acorralado. Tenía que intentar no empeorar todavía más la situación de aquel pobre tipo.

—En sus notas expresa usted una gran veneración por Gillian Ward, Samson. Se ha dejado llevar en exceso por lo que siente por ella…

¿Ah, sí?, pensó Samson con hostilidad. En eso estamos al mismo nivel, ¿no?

—La policía cree que Gillian podría estar en peligro. Y yo también comparto ese temor. Por eso tenía interés en conocerlo y en saber qué estaba haciendo cuando asesinaron a Thomas Ward. —John volvió al punto de partida de la conversación—. ¿Y bien? ¿Qué hizo después de perder de vista a Gillian?

—Nada —dijo Samson—, nada que pueda demostrar. Di una vuelta en coche por los alrededores, entré en uno o dos pubs para tomar una taza de té. Hacía frío.

—¿En qué pubs?

—Ni idea. En algún lugar de Wickford. En Raleigh. Estaba triste y confuso y me dejé llevar. Creo que no sería capaz de encontrar de nuevo los sitios en los que estuve. Por no hablar de la posibilidad de conseguir testigos que me vieran. Solo pensaba en Gillian y me preguntaba adónde habría ido. Estuve pensando en los motivos por los que no consigo levantar cabeza en la vida. Hasta que en algún momento decidí volver a casa.

John lo miró con aire inquisitivo.

—Hay algo que quiero que sepa, Samson. Se sospecha que el asesino de Thomas Ward en realidad había puesto la vista en Gillian. Al ser mujer, Gillian encaja en la secuencia de asesinatos que le he dicho, al menos encaja mejor que si se tratara de un hombre. Además, parece ser que en el entorno de los Ward todo el mundo sabía que Tom acudía los martes por la noche al club de tenis sin excepción. Quien conociera mínimamente a la familia sabía también que Gillian estaría en casa. Y usted conocía bastante bien a la familia, lleva meses observándola.

—Pero —dijo Samson en cuanto vio un atisbo de esperanza—, pero ¡yo sabía que Gillian no estaba en casa! ¡Al fin y al cabo la estuve siguiendo!

—Eso no lo exculpa completamente, Segal. Porque, como es natural, usted podría haber supuesto que entretanto Gillian habría regresado ya. Como muy tarde, en cuanto vio que había luz dentro de la casa. Y además el hecho de que Thomas fuera una víctima accidental no deja de ser una teoría. Lo mismo podría usted haberlo matado de forma consciente por la obsesión enfermiza que ha demostrado tener por la esposa de Tom.

Samson se derrumbó de nuevo.

—Pero ¿por qué tendría que haber matado yo a las otras dos mujeres?

John se encogió de hombros.

—Debido a un rechazo, que en el fondo es su problema.

—Pero ¡si eran demasiado viejas para mí!

—A falta de pan, buenas son tortas. No estoy diciendo que sea el caso. Me limito a explicarle los escenarios posibles en los que puede llegar a encontrarse.

—¿Qué quiere? —preguntó Samson en voz baja—. ¿Entregarme a la policía ahora mismo?

—Por encima de todo quería ver qué impresión me causaba. No voy a denunciarlo, Segal. Solo quería conocerlo.

—¿Eso significa que me considera inocente?

—Podría decirse de ese modo —contestó John—. Si estuviera seguro de su culpabilidad, sin duda acudiría a la policía enseguida. ¿Comprende?

Samson asintió con angustia. Aunque no le quedó claro si Burton creía de verdad que él no había sido el autor del crimen.

—Lo que temería es lo siguiente —prosiguió John—: la policía lo detiene y los motivos para sospechar de usted son tan notables que acaban procesándolo. Al menos no podemos excluir esa posibilidad. Es posible que al final no acaben condenándolo, pero en cualquier caso la historia se alargaría. Durante ese tiempo, el asesino andaría suelto sin que nadie lo buscara. Esa idea no me gusta nada porque es posible que Gillian esté en la lista negra de ese chiflado. No me interesa contribuir a que la policía encuentre una solución simple e inmediata del caso y eso demore la detención del verdadero culpable.

—De verdad que yo no he sido —dijo Samson. ¿Cuántas veces había dicho ya esa frase? ¿Cuántas veces tendría que repetirla antes de poder probarlo?

John asintió.

—Eso lo dicen todos. Trabajé bastante tiempo como policía. He conocido a asesinos que parecían tan inofensivos y simpáticos como usted y al final resultaron haber cometido crímenes horribles. Y luego había gente de los que cabía esperar cualquier cosa que en realidad eran incapaces de matar a una mosca. Es muy difícil. Nadie lleva las convicciones propias escritas en la frente.

—Entonces, ¿qué tengo que hacer ahora? Bartek le ha dicho enseguida dónde me alojo. Y usted está convencido de que volverá a hacerlo cuando la policía acuda a verlo de nuevo. Aquí no estoy seguro. Además, apenas me queda dinero.

—De momento, quédese en esta habitación —dijo John—. Ya se me ocurrirá algo.

—¿Puedo ponerme en contacto con usted de algún modo? —preguntó Samson.

John fue hacia la puerta y la abrió.

—No. Deje que sea yo quien se ponga en contacto con usted.

—Perdone, pero… ¿volverá?

—Tendrá noticias mías —le prometió John.