1
Por la noche había vuelto a nevar y por la mañana parecía como si el mundo fuera a perderse bajo la nieve. No obstante, al menos hasta la tarde, las calles principales estarían despejadas. Por la noche se esperaban más nevadas.
Para Gillian las Navidades habían sido difíciles y sin embargo había intentado pasarlas lo mejor posible. Tom y ella habían querido ir en trineo y a patinar con Becky. Sin embargo, ya el día de Navidad por la mañana su hija se había quejado de dolor de garganta y por la tarde había tenido fiebre. Había pasado dos días en la cama y después aún tuvo que quedarse en casa. Había tenido que renunciar al viaje de rigor a Norwich y, aunque previamente se había quejado por tener que ir, puesto que se consideraba ya mayor para pasar las fiestas con los abuelos, al saber que finalmente no iría se había echado a llorar como un bebé. A partir de entonces su mal humor había empeorado hasta el punto de amargarle la existencia a todo el mundo. Gillian y Tom se habían esforzado al máximo, preparaban la cena con ella, encendían la chimenea del salón, jugaban con ella a cartas o miraban Crepúsculo en DVD por enésima vez y con una gran resignación que Tom expresaba negando con la cabeza continuamente. Las lucecitas eléctricas del árbol de Navidad sumergían la estancia en una cálida luz, mientras que fuera, la nieve, el frío y la profunda oscuridad de las noches de diciembre aportaban el ambiente navideño perfecto. Era la imagen de una pequeña familia feliz en una isla de calidez y seguridad y, aun así, Gillian supo todo el tiempo que era una imagen falsa y que ese hecho nada tenía que ver con el resfriado de Becky. A Tom en realidad le habría gustado ir a la oficina porque le había quedado trabajo pendiente. Las Navidades, con el festejo y la pretensión de solemnidad y de calma que llevaban implícitas, significaban para él poco menos que un estancamiento insoportable.
Y Gillian lo que quería era… ver a John. Se había jurado que no volvería a encontrarse con él, pero echaba mucho de menos las sensaciones que había conseguido despertar en ella, las atenciones que le brindaba. La admiración. La mayoría de las personas habrían sucumbido a ello, no paraba de repetírselo para apaciguar su conciencia. Desde que se habían conocido, Gillian se sentía más fuerte y más segura. Y de eso se trataba, eso era lo que más quería: la seguridad que John le daba.
Había estado hablando por teléfono con Tara durante mucho rato el día después de haberse acostado con John. Tara no había condenado el idilio con palabras, pero a Gillian le pareció leer entre líneas que su amiga no veía en esa relación que mantenía con otro hombre la solución a los problemas que la acechaban. Y en eso tal vez tuviera razón.
Dos días antes de fin de año decidió ir a ver a John. No volvería a acostarse con él, pero quería verlo de todos modos. Solo verlo.
Le dijo a Tom que quería hacerle una visita a Tara. Él reaccionó algo desabrido.
—¿Otra vez? Pero ¡si os visteis justo antes de Navidad!
—¡Hace tres semanas! No me dirás que nos vemos demasiado a menudo.
—En realidad lo que ocurre es que me gustaría pasar un par de horas por la oficina…
—Becky sigue teniendo una ligera fiebre. Preferiría que no se quedara sola.
Tom suspiró.
—Ojalá no tuviera tanto trabajo. Esta es una buena época para resolver asuntos pendientes.
—Solo hoy, Tom. Regálame esta tarde. Por favor. Cuando Becky deje de tener fiebre nos vamos juntos a Londres por la mañana y nos pasamos el día trabajando, ¿de acuerdo?
—Por mí, adelante. Pero llega antes de las siete, por favor, ya sabes…
Ella lo interrumpió.
—Lo sé. Créeme, nunca lo olvido. ¡Es martes y tienes que ir al club!
Él parecía a punto de replicar algo, pero al final se tragó las palabras y mantuvo silencio con los labios apretados. Así es como se quedó mientras Gillian iba hacia el garaje: de pie frente a la puerta y con los labios apretados.
Ella llegó a casa de John, en Paddington, hacia las cuatro e incluso encontró aparcamiento en un lugar aceptablemente cercano. Llamó al timbre del portal pero no obtuvo respuesta. Volvió a llamar, retrocedió un paso y alzó la mirada para contemplar la fachada. Tras las ventanas del piso de John no había más que oscuridad. Realmente parecía que no había nadie en casa.
Era una idiota. No había tenido en cuenta la posibilidad de que no estuviera en casa. ¿Qué se había creído? ¿Que desde su última visita a mediados de diciembre él se habría quedado en casa esperando a que ella lo llamara o fuera a visitarlo y no se movería por si se decidía a aparecer por allí de nuevo? Debía de ser el ambiente de las fiestas y de los días que se extendían entre Navidad y Año Nuevo lo que le había resultado engañoso. Los edificios también precisaban protección en esas fechas y John dirigía un servicio de vigilancia. Lo más normal era que estuviera en el trabajo cumpliendo con el turno de tarde del martes. Y ella se había escapado unas horas de casa para eso. Le había mentido a Tom y había conducido hasta allí, todo en vano.
Volvió hacia su coche poco a poco. Le resultaba insoportable la idea de volver a casa sin más y pasar el resto del día en el salón junto al árbol de Navidad. Todavía le quedaba algo de tiempo. Desde el aparcamiento divisaba el portal del edificio en el que vivía John.
Se sentó en el coche y se tapó bien con el abrigo para intentar ignorar el frío que le estaba calando los huesos de forma lenta pero imparable. Poco después oscureció y en muchos pisos se encendieron luces navideñas, algunas ventanas estaban decoradas con velas o estrellas luminosas. Incluso ese edificio más bien desolador adquirió una cierta gracia acogedora.
Se preguntaba si vivir con John sería distinto a hacerlo con Tom. Si esa diferencia resistiría mucho al paso del tiempo. En esa calle. En ese piso que apenas tenía muebles. ¿Por qué ese hombre no tenía más que un colchón en el suelo y un perchero en la pared del pasillo en el que colgar su abrigo? ¿Por qué tanta austeridad? Y no había ninguna mujer en su vida, no había niños. No tenía pasado. Idilios, pero ni un solo compromiso.
Alzó la mirada de nuevo hacia las ventanas a oscuras. No se comprometía con nada. Ni mediante un matrimonio, ni con ningún tipo de pareja estable. Ni siquiera se ataba a muebles convencionales que posiblemente le habrían dado un cierto aire de estabilidad a su piso. Tal como vivía, en cualquier momento podía levantarse y marcharse. Enrolarse en un barco e irse a navegar por el mundo. Emigrar a Australia y abrir una granja de avestruces. Guiar a turistas por los parques naturales de Canadá.
Gillian sonrió al darse cuenta de las absurdas variantes que se le ocurrían cuando pensaba en él, pero la sonrisa era cansada y algo impostada porque sabía que sus ideas no eran tan rebuscadas como le habían parecido al principio. Procedían de la imagen que él proyectaba, de las sensaciones que provocaba en ella: de lo imprevisible que John demostraba ser, de su libertad e incluso de su incapacidad de mantener un compromiso. No lo tenía al alcance de la mano, no podía contar con él.
En ningún caso, pensó, debo dejarme llevar instintivamente por ese hombre. No, a menos que deseara pegarse un buen morrazo.
A las seis y veinte se dio cuenta de que tenía que tomar una decisión cuanto antes. Necesitaba al menos cuarenta y cinco minutos para volver a casa. Tom contaba con que ella se encargaría de cuidar a Becky a partir de las siete. Además, entretanto se había quedado tan helada que lo más probable era que acabara resfriándose si seguía más tiempo sentada en el coche.
Salió y recorrió la calle poco a poco y sin mucha decisión. Seguía teniendo esperanzas de que John acabaría apareciendo de repente y se plantaría frente a ella para darle algún sentido a esa larga y triste espera.
A punto estuvo de ponerse a llorar con solo imaginar que tenía que volver a casa. Se detuvo. Había llegado al final de la calle, donde había un local. Indio. Paddington estaba literalmente inundado de indios y paquistaníes y en cada esquina había un comercio o un restaurante que ofrecía especialidades de esa parte del mundo. La tienda tenía un aspecto bastante deteriorado, pero la luz que se atisbaba tras los cristales sucios del escaparate prometía al menos algo de calor. Y entrar significaba no tener que volver a casa enseguida.
Tom tendrá que acudir al club una hora más tarde, pensó mientras abría la puerta con decisión.
Estaba casi cerrada. Tras el mostrador había un hombre manipulando una cafetera de aspecto decrépito que al parecer necesitaba una reparación urgente. En una esquina había una pareja joven sentada a una mesa, en silencio, con la mirada perdida. En el ventanal había un par de ramas de abeto que ya habían perdido buena parte de las hojas, y de la lámpara suspendida en medio de la estancia colgaban unas cuantas bolas plateadas.
—¿Está abierto? —preguntó Gillian.
El tipo, de origen inequívocamente indio, levantó la mirada de la cafetera y asintió.
—Aunque a simple vista no lo parezca, sí. A estas horas no hay mucho trabajo, qué se le va a hacer. En cambio en Nochevieja esto será un caos. —El hombre la miró de arriba abajo—. ¡Dios mío, está usted helada! Menudo invierno estamos pasando este año, ¿eh?
—Sí. —Gillian se quitó el abrigo. Tenía tanto frío que apenas podía mover los brazos.
—Bueno —dijo el dueño del local—, si quiere hacerme caso, tómese un buen aguardiente para empezar. Y hoy tengo una buena sopa caliente. Le sentaría bien.
Ella se sentó en un taburete y notó con alivio un hormigueo en los pies a medida que se le iban descongelando. Le sorprendió lo agradable que le pareció estar sentada sola en un restaurante casi vacío. Podía mantener una conversación trivial con el dueño, pero tampoco tenía por qué hablar con nadie. Podía entregarse al calor, a la comida y a la bebida o simplemente quedarse mirando la pared. Como la parejita de la esquina opuesta, que no hacía nada más que eso. No se esperaba nada de ellos. Tal vez fuera eso lo que la hacía sentirse tan bien.
El dueño le sirvió el aguardiente y un plato humeante con sopa. Siguiendo un impulso, Gillian se decidió a preguntárselo:
—¿No conocerá usted por casualidad a John Burton? ¿Viene por aquí de vez en cuando?
El dueño asintió.
—Claro que conozco a John. Vive en esta misma calle. Come aquí a menudo —dijo antes de mirarla con curiosidad—. ¿Es usted amiga de John?
Gillian enseguida sospechó que por ese local tal vez pasaban muchas amigas de John, mujeres que lo esperaban en vano. Se preguntó qué imagen se habría llevado el dueño de ella en ese caso: una mujer de mediana edad, locamente enamorada de Burton, que se había quedado medio congelada tras haber estado aguardando frente al piso de ese rompecorazones y que aún tenía esperanzas de que apareciera en ese pub en cualquier momento.
No quería dar esa impresión, por lo que se apresuró a añadir:
—Es el entrenador de balonmano de mi hija. Lo conozco de eso.
—¡Ah, sí! —Al dueño se le notaban las ganas de saber más cosas, pero por suerte no se atrevió a preguntarle nada más—. Bueno, ¡que aproveche! —se limitó a decir antes de volver a retirarse tras el mostrador.
La sopa era picante y estaba muy caliente. Pareció renovarle el ánimo a Gillian. Cuando hubo acabado, pidió una botella de agua mineral y tomó uno de los periódicos que estaban a disposición de los clientes, que resultó ser de principios de diciembre, aunque se concentró en la lectura de todos modos, sin saltarse ni una sola línea. La pareja de la esquina seguía en silencio. El dueño tampoco hablaba. Había conectado la radio y estaba oyendo cómo contaban chistes.
Pasaron las siete.
Pasaron las siete y media.
Pasaron las ocho.
Era extraño lo bien que se sentía. Y el único motivo era que se estaba tomando la libertad de ignorar las expectativas que los demás ponían en ella.
El reloj marcaba las ocho y media. Gillian se había leído tres periódicos de cabo a rabo, después de la sopa había comido algo de pan de pita y se había tomado una segunda botella de agua. Se sentía bien a pesar de saber que lo más probable era que Tom se hubiera enfadado bastante y que sería inevitable discutir con él. Entretanto comprendió que ese era uno de los motivos por los que había entrado en ese local y estaba haciendo algo que no era propio de ella y que jamás habría creído que haría: estaba incumpliendo una promesa y lo estaba haciendo adrede. Estaba actuando de forma irresponsable y egoísta. Estaba sumiendo a otra persona, su marido, en la incertidumbre y la preocupación. Ese día estaba haciendo justo lo que ella misma aborrecía y rechazaba. Pero esa vez deseaba enfrentarse como fuera a la riña que le esperaba en casa. Quería una discusión seria de verdad. Incluso estaba decidida a contarle a su marido lo que había pasado con John.
¿Cómo reaccionaría? ¿Desconcertado? ¿Agresivo?
Tal vez lo que quería era poner punto final a su matrimonio.
A pesar de la sensación de armonía que sentía, de la falta de miedo y de creer estar haciendo lo que debía, durante todo el rato no había conseguido librarse de la impresión de que algo no encajaba. Había algo en aquella situación que la desconcertaba, pero no sabía decir qué era.
Tal vez no sean más que imaginaciones mías, pensó.
A las nueve menos veinte se levantó de la mesa, se puso el abrigo y pagó la cuenta frente al mostrador. La parejita ya se había marchado y ella era la única y última clienta que quedaba.
—¿Qué? ¿A casa? —preguntó el dueño. Ella se dio cuenta de que no había conseguido clasificarla. Las mujeres que pasaban tanto rato sentadas solas en un bar, que solían emborracharse y ahogaban las penas y frustraciones que les había provocado algún hombre en una buena cantidad de vino o aguardiente solían balancearse camino de casa, una casa vacía, con la cama fría. Aparte del primer vaso de aguardiente, ella solo había bebido agua en abundancia y se había limitado a leer con fruición.
Que saque las conclusiones que quiera, pensó Gillian.
Salió a la calle. Hacía frío, había vuelto a nevar. El aire fresco le sentó bien después de quedar impregnada del olor sofocante que reinaba en el interior. También le pareció agradable dejar de oír frenéticas voces radiofónicas. Gillian respiró hondo.
Mientras se dirigía hacia su coche, iba buscando las llaves en el bolso. Al encontrar el móvil, se detuvo al instante. De golpe se dio cuenta de qué era lo que la había estado molestando subliminalmente todo el tiempo: el móvil. No había sonado ni una sola vez. Habría sido de esperar que, a las siete y cuarto como mucho, Tom hubiera empezado a llamarla cada cinco minutos para preguntarle dónde estaba. Porque quería salir, pero también porque estaría preocupado.
Lo sacó del bolso y a la luz de una farola se aseguró de que estaba encendido. Miró la pantalla, pero no había ni una sola llamada perdida.
De repente aceleró el paso muy inquieta. ¿Es que Tom estaba tan enfadado que ni siquiera la había llamado?
No era propio de él.
Abrió el coche. Faltaban diez minutos para las nueve cuando arrancaba el motor.
2
A las nueve y cuarto llegaba a la entrada del garaje de casa. En las ventanas del mirador del salón que daba al jardín delantero había una luz encendida. Las cortinas estaban corridas y eso le pareció desconcertante: Tom solía decir que odiaba sentarse a la vista de todos. No era nada típico de él dejar la luz encendida y las cortinas corridas.
Gillian salió del coche y lo cerró con llave. Estaba muy angustiada. Se había sentido muy fuerte sentada en aquel local de Londres, mientras ponía en duda su vida con Tom, pero en esos momentos en los que estaba a punto de enfrentarse a él, le temblaban las piernas. Mientras conducía de vuelta a casa se le había ocurrido que tal vez su marido había llamado a Tara y de ese modo había descubierto que lo había engañado. Esa vez Gillian no se había asegurado y era probable que Tara se hubiera encontrado en un aprieto. «Pásame a Gillian, por favor», le habría dicho Tom probablemente, y su amiga no habría podido corresponder a lo que le había pedido.
Pero ella me habría llamado y me habría advertido, pensó Gillian. Había algo que no encajaba.
¿Y Tom habría llamado a Tara? ¿Tenía su número? ¿No le habría resultado más sencillo llamarla a ella directamente al móvil?
Aceleró todavía más el paso. La sensación de angustia se agravó aún más. La nieve seguía cayendo en grandes copos.
Gillian abrió la puerta de casa. Las luces del vestíbulo estaban encendidas.
—¿Hola? —llamó ella a media voz.
Nadie respondió.
Tom debe de estar sentado en el salón, debe de haberse tomado un par de aguardientes y ahora me montará una buena escena, pensó Gillian con desasosiego.
—¿Tom? ¿Estás ahí?
Una vez más, no obtuvo respuesta. Miró en el salón, pero estaba vacío. Colgó el abrigo en el perchero y se quitó las botas. Entró en la cocina en calcetines. La puerta del jardín estaba abierta y dentro hacía mucho frío. Sobre la encimera había un plato con unos bocadillos, junto al que había también un cuchillo y un tomate cortado en rodajas. Una botella de vino blanco, aún por abrir, esperaba junto al fregadero, con el abridor preparado al alcance de la mano. Parecía como si Tom hubiera estado preparando algo de cena para Becky y para sí mismo cuando algo lo había interrumpido inesperadamente, tras lo cual nadie había comido ni bebido nada. ¿Acaso habría decidido de repente dejarlo todo y acudir al club a comer algo? ¿Y llevarse a Becky con él? Pero su hija seguía enferma.
¿Por qué había dejado las luces encendidas? ¿Por qué había dejado la puerta del jardín abierta?
Gillian salió de la cocina y entró en el comedor contiguo.
Vio una figura medio desplomada entre una silla y el suelo.
Y entonces reconoció a Tom. El que estaba sobre la silla, con la cara hundida en el asiento y las piernas extendidas en una posición forzada era Tom.
Cuando se acercó a él, le pareció que lo hacía a cámara lenta.
Un infarto. Había sufrido un infarto mientras preparaba la cena. En el comedor, tal vez cuando se disponía a encender la chimenea o a poner el mantel, se había desplomado de repente.
Gillian lo sabía desde hacía tiempo, sabía que su marido había estado ganándose ese final con una sinceridad casi suicida y las advertencias y los reproches que ella le había hecho no habían servido de nada.
Un gemido sofocado escapó de su garganta. Dios mío, ¿por qué justamente así? Ella había estado buscando a su amante mientras Tom se enfrentaba a ese destino terrible. Solo. Sin ayuda. Sin que nadie pudiera hacer nada por él.
¿Dónde estaba Becky?
Se acercó a la mesa y se inclinó sobre Tom.
Dios mío, dime que aún está vivo.
Con sumo cuidado, intentó darle la vuelta y tenderlo poco a poco sobre la alfombra. Le sorprendió lo que pesaba, casi demasiado para ella.
—Tom —susurró ella horrorizada, desesperada y absolutamente desconcertada—. Tom, por favor, dime algo. ¡Tom! Soy yo, Gillian. ¡Tom, por favor, vuelve!
Le puso una mano en la cabeza y le palpó el rostro con los dedos. Al notar la humedad en los dedos, se apartó de repente y contempló a su marido con incredulidad antes de desplomarse sobre las rodillas.
Tenía la mano llena de sangre.
El cerebro de Gillian se esforzó en producir desesperadamente una secuencia lógica de los acontecimientos, pero nunca había experimentado tanta torpeza mental como en esos momentos. Era como si su cabeza no quisiera afrontar la conclusión a la que tenía que llegar.
Era muy improbable que se hubiera herido la cabeza con el asiento tapizado de la silla en que la tenía apoyada. Había recibido el golpe con anterioridad, había conseguido levantarse y había llegado hasta la mesa, donde sus piernas habían terminado por ceder… En algún lugar debía de haber sangre, tal vez en la repisa de la chimenea o en la jamba de la puerta. Gillian miró nerviosa a su alrededor. No conseguía descubrir dónde debía de haberse golpeado.
¿Dónde estaba Becky?
Becky tenía que haberse dado cuenta de que algo no iba bien. En algún momento debía de haber bajado y debía de haber descubierto por qué su padre no la llamaba para cenar. Debía de haberlo encontrado. ¿Qué hace una chica de doce años en esas circunstancias? Habría echado a correr, en busca de ayuda. Habría acudido en busca de los vecinos. Hace rato que habría llegado un médico de urgencias, una ambulancia. ¿Cómo era posible que John estuviera ahí tendido como si nada? Tal vez desde hacía horas.
¿Por qué estaba abierta de par en par la puerta que daba de la cocina al jardín?
De repente le vino a la cabeza una posibilidad que se lo hizo ver todo de un modo distinto.
Se puso de pie de un respingo.
¿Dónde está Becky?, pensó.
Salió corriendo del salón y subió la escalera a toda prisa. En el primer piso también estaban todas las luces encendidas.
—¡Becky! —Gillian gritó el nombre de su hija—. ¡Becky! ¿Dónde estás?
La habitación de la chica estaba vacía. Las muñecas Barbie con las que ya solo jugaba muy de vez en cuando y siempre a escondidas estaban esparcidas por el suelo, sobre el escritorio estaban el bloc de dibujo y unos cuantos pinceles y, junto a ellos, la caja de colores y un tarro de conserva lleno de agua. La puerta del armario estaba abierta y casi todos los jerséis, faldas y vaqueros estaban tirados por el suelo, como si los hubieran sacado de los cajones de cualquier manera. Gillian retiró la colcha de la cama, miró debajo y finalmente también tras la gran caja donde su hija guardaba los juguetes. Nada. Ni rastro de Becky.
Empezó a sollozar, aunque ni siquiera se dio cuenta de ello. Su marido estaba muerto en el salón, posiblemente había sido un ladrón quien lo había matado, y a su hija se la había tragado la tierra, lo más probable era que hubiera entrado en pánico y lo hubiera dejado todo patas arriba. Fuera lo que fuese lo que había sucedido, debía de haber cogido por sorpresa a Tom y a Becky. Había sido una noche de lo más normal hasta que de repente alguien había perturbado esa paz, había entrado en la casa dispuesto a utilizar la violencia y decidido a cualquier cosa. Gillian tenía la sensación de encontrarse en una terrible pesadilla que la superaba, que no conseguía comprender y sobre la que solo podía pensar que era cruel e irreal y que en cualquier momento terminaría. Pero a pesar de la confusión, no tardó en caer en la cuenta de que no acabaría por despertarse, de que ese terror solo se agravaría.
Salió corriendo hacia la habitación contigua, el cuarto en el que dormían Tom y ella. También allí estaban todas las luces encendidas y las puertas del armario ropero abiertas, pero la habitación estaba vacía. ¿Por qué estaban todas las luces encendidas? ¿Por qué alguien se había dedicado a revolver en todos los armarios? Becky había estado en su cuarto, era evidente que había estado pintando y Tom se había dado cuenta de que su esposa llegaría tarde y, probablemente a regañadientes, había empezado a preparar la cena. ¿Por qué había luz en el dormitorio del matrimonio? ¿Y en el cuarto de baño contiguo? ¿En la habitación de invitados? Recorrió todas las habitaciones, todas tenían las luces encendidas, pero todas estaban vacías. Ni rastro de Becky.
Terminó de subir la escalera de dos en dos hasta el desván. Allí había una pequeña habitación que hacía las veces de trastero y otro cuarto más grande en el que Tom había instalado un columpio, asido a las vigas del techo, y había tendido colchonetas de gimnasia por el suelo. Tiempo atrás, Becky solía jugar animadamente con sus amigas en esa estancia cuando no hacía buen tiempo y el jardín se llenaba de barro. Incluso allí estaban encendidas las luces.
A Gillian le costaba respirar.
—¡Becky! Becky, por el amor de Dios, ¿dónde estás?
Se dispuso a bajar de nuevo en cuanto se dio cuenta de que todavía no había buscado por el sótano, pero justo en ese momento oyó un ruido. Al parecer procedía del trastero que quedaba al lado.
Se dio la vuelta.
—¿Becky?
Entonces pudo oír con claridad el sonido de un sollozo.
—¡Mamá!
Gillian se dirigió enseguida hacia el trastero. Allí reinaba un caos tremendo que se había propuesto ordenar mucho tiempo atrás, aunque al final nunca acababa encontrando el tiempo o las energías para ello. Había maletas y bolsas de viaje apiladas, cajas viejas y juguetes que Becky había desechado, periódicos que en su momento alguien pensó que llegarían a necesitar algún día, un par de muebles y de alfombras enrolladas. Era imposible ver todo lo que había en la habitación, todo estaba apelotonado ahí dentro.
—¿Becky? —preguntó Gillian con miedo.
La tapa de una gran maleta se alzó un poco y apareció el rostro de Becky. El pelo le caía revuelto por encima de la frente, tenía los ojos enrojecidos e hinchados de llorar y la piel pálida y repleta de manchas coloradas.
—¡Mamá! —Su voz sonó ronca, un vestigio de la inflamación de garganta que todavía acarreaba.
Gillian avanzó a trompicones entre el caos que tenía a sus pies para acercarse a su hija, se arrodilló junto a la maleta, abrió la tapa y abrazó a Becky.
—¡Becky! ¡Por el amor de Dios…! ¿Qué ha ocurrido? Dime, ¿qué ha ocurrido?
Becky intentó levantarse, pero se desplomó de nuevo con un gemido.
—¡Mamá, mis piernas! ¡Me duelen mucho las piernas!
Gillian masajeó con movimientos febriles las piernas de su hija. Becky debía de haber mantenido una posición forzada y crispada dentro de la maleta, probablemente desde hacía varias horas. No era extraño que le doliera todo.
—No pasa nada, cariño, pronto habrá pasado todo. ¿Qué ha sucedido?
Becky miró a su alrededor con los ojos muy abiertos y llenos de terror.
—¿Sigue allí?
—¿Quién?
—Alguien le ha hecho algo malo a papá y luego ha revuelto toda la casa buscándome. Tal vez aún esté en alguna parte.
—No lo creo. ¿Quién era?
—No lo sé. ¡No lo sé!
Gillian se dio cuenta de que Becky tenía las pupilas extremadamente dilatadas. Tenía que llamar a un médico de inmediato. Y a la policía.
Tiró de Becky para levantarla.
—¿Cómo estás? ¿Puedes andar?
Becky reprimió un quejido.
—Sí. No. Estoy… bien… —Con una mueca de dolor, se apoyó en su madre mientras esta intentaba apartar los trastos con los pies y abrir así una especie de pasillo para que Becky y ella misma pudieran llegar hasta la puerta.
Becky se detuvo, asustada, al ver la luz de la escalera encendida.
—¿Estás segura de que ya no está allí? —susurró.
Gillian asintió, mucho más tranquila en apariencia de lo que estaba en realidad.
—Te he buscado por toda la casa y no he encontrado a nadie.
No había mirado en el sótano. Aunque no era lo más habitual en Inglaterra, esa casa tenía sótano. Gillian siempre lo había considerado una ventaja, porque eso les ofrecía más espacio. Sin embargo, en ese momento tenía una opinión muy distinta al respecto.
Pero ¿por qué tenía que haberse escondido alguien ahí abajo?
Un asesino que espera que Becky salga de su escondite. Becky, que podía suponer un peligro para él, puesto que podía llegar a identificarlo.
Bajaron la escalera cojeando. Ya en el primer piso, Gillian mandó a Becky a su habitación.
—¡Enciérrate aquí dentro! Y no abras hasta que te lo diga, ¿de acuerdo?
Becky se aferró enseguida a su madre.
—¡Mamá! ¡No te vayas, por favor! ¡No me dejes sola!
—Tengo que llamar a la policía, Becky. Y a un médico. ¡Por favor, espérame en tu habitación! ¡Y cierra con llave!
—Mamá…
—¡Por favor! —Gillian se dio cuenta de la severidad que había adoptado su voz a causa de los nervios—. ¡Haz lo que te digo, Becky!
Hizo cuanto pudo para librarse de su hija. Estaba claro que Becky estaba a punto de ponerse histérica y, antes de que eso ocurriera, Gillian tenía que dejarla en un lugar seguro e informar a la policía.
—¡Ve a tu habitación, Becky! ¡Enseguida!
La chica miró fijamente a su madre, todavía con el rostro blanquecino y el pelo revuelto de un modo febril. Todavía con las pupilas dilatadas.
—¿Dónde estabas, mamá? ¿Dónde has estado toda esta maldita tarde?
Gillian no respondió.