Jueves, 17 de diciembre

1

Luke Palm tenía treinta y ocho años, trabajaba desde hacía ocho como agente inmobiliario independiente y tenía como máxima no agobiar demasiado a sus clientes. Por supuesto, conocía el cliché del agente adulador y pesado que se dedicaba a acosar a la gente para engatusarla hasta que terminaban por comprar inmuebles que ni siquiera querían y cuyos fallos y deficiencias acababan pasando por alto gracias a la elocuencia de un intermediario sin escrúpulos. Él se había propuesto no llegar a comportarse de ese modo jamás, había intentado separarse claramente de eso y el éxito había acabado dándole la razón: se había ganado un cierto renombre por su corrección y su seriedad. La gente se ponía en sus manos con plena confianza.

Anne Westley también había recurrido a sus servicios, por recomendación de una conocida. Era una anciana muy simpática y sensata. Se habían entendido bien a la primera. Además, conseguir una clienta como ella era un verdadero golpe de suerte: no solo quería vender una casa, sino que además buscaba un piso de propiedad para sustituir la que vendía. Eso significaba el doble de ingresos para él. Por consiguiente, no era de extrañar que él se hubiera mostrado tan solícito con ese trabajo.

Había intentado contactar con ella varias veces durante la semana, pero solo había conseguido hablar con un contestador automático. Le había pedido que lo llamara urgentemente, pero había sido en vano. Quería informarle de un doble hallazgo: por un lado había encontrado a un posible comprador interesado en la casa del bosque de Tunbridge Wells y, por otro, acababan de ofrecerle un piso fantástico en Belgravia, completamente nuevo, y estaba convencido de que sería perfecto para Anne Westley. Quería poder efectuar las visitas de rigor antes de Navidad.

No comprendía por qué Anne no respondía a sus llamadas. Le había parecido muy interesada, muy decidida a poner fin de una vez al dudoso idilio que había mantenido con esa casa en el bosque. Y a Luke no le extrañaba lo más mínimo. Era una finca fascinante, pero él no habría aguantado ni tres días allí.

El matrimonio que se había interesado por la casa tenía cinco hijos y un montón de animales. En ese caso Luke también estaba convencido de estar ofreciendo la casa perfecta para aquella familia. Cada vez le ponía más nervioso no poder contactar con la propietaria.

Y eso lo preocupaba.

Ese jueves la había llamado varias veces y, una vez más, había encontrado el contestador automático. No había dejado ningún otro mensaje porque ya debía de haberlo almacenado cinco o seis veces. Pero empezó a preguntarse si no sería el momento de romper ese axioma de no insistirles a los clientes.

No hacía más que preguntarse qué debía hacer. Se le ocurrió que podía simplemente coger el coche y acudir a ver a Anne Westley. Y descubrir qué ocurría en realidad.

A primera hora de la tarde ya no tenía citas pendientes, tan solo algo de papeleo que podía terminar en casa. En realidad lo que le apetecía era marcharse hacia allí y sentarse un par de horas en el escritorio, pero, aun así, dudaba sobre qué hacer. Tal vez sería una buena idea ir a Tunbridge Wells para ver a Anne. Tenía un mal presentimiento al respecto. Vivía completamente sola en medio del bosque. Por supuesto, cabía la posibilidad de que hubiera cambiado de planes y que hubiera decidido no mudarse, pero le pareció que, de haber sido ese el caso, ella se lo habría comunicado y no se habría limitado a evitarlo.

Luke Palm consultó el reloj. Eran más de las tres. Estaba nevando y el tamaño de los copos era cada vez mayor. La semana anterior ya habían caído un par de neviscas, pero la nieve se había fundido con bastante rapidez. La llegada del invierno ya era evidente y en todas partes se esperaban unas Navidades blancas. Los meteorólogos habían predicho nevadas especialmente intensas esa noche, pero Luke no tenía previsto quedarse mucho tiempo y por la noche esperaba estar ya en casa. Lo único que quería era ir a verla un momento, para asegurarse de que todo iba bien y para contarle que había gente interesada en poder ver la casa.

A las tres y veinte se puso en camino.

Debido a la nevada que empezaba a caer y a la consiguiente histeria de los conductores, tardó algo más de lo acostumbrado en salir de la ciudad. Eran casi las cinco cuando llegaba al pequeño aparcamiento que quedaba junto al bosque, detrás de Tunbridge. No había ni un solo vehículo aparcado. Después de considerarlo brevemente, Luke decidió dejar allí el coche y recorrer el resto del camino a pie. La ventisca había arreciado y no se fiaba mucho del estado del camino que llegaba hasta la casa de Anne Westley. No le apetecía nada quedarse atascado en algún punto y tener que bajar del coche para abrirse paso con una pala.

Ya había empezado a oscurecer y en ese bosque de altos árboles todavía llegaba menos luz. Luke recorrió con dificultad el estrecho camino y la atmósfera que allí reinaba le pareció romántica y navideña, pero a la vez también algo amenazadora. La nieve sumía al mundo en el silencio. ¿Un silencio tranquilo o uno de esos que te quitan el aliento? No había sabido decirlo. Se preguntó de nuevo cómo era posible que alguien pudiera vivir en ese rincón del mundo.

Y de repente, casi irritado, pensó que Westley no debería haberlo hecho, que no debería haber arrastrado a su esposa hasta allí para cumplir el sueño de su vida. ¡No se le puede hacer algo así a alguien a quien quieres!

Tampoco era que Anne se hubiera quejado al respecto, pero Luke Palm tenía unas antenas muy sensibles para ese tipo de cosas. Había comprendido que, por encima de todo, esa casa había sido la realización del sueño del difunto marido de Anne, mientras que a ella no le había resultado fácil seguirlo. Después de que él hubiera muerto, ella había continuado viviendo allí hasta entonces por una mera cuestión de lealtad.

El camino desembocó por fin en el claro donde se encontraba la casa. Todo tenía el mismo aspecto de siempre, tal vez con un tinte algo más mágico debido al revoloteo de los copos de nieve y al hecho de que todos los árboles y arbustos parecieran revestidos de una capa blanca. Como en un cuento de invierno.

Espero que Anne no se enfade al ver que me presento aquí sin más, pensó Luke.

En toda la casa no había ni una sola luz encendida, pero Luke vio el coche de Anne a refugio, por lo que debía de estar en casa. Sin el coche difícilmente podría haber salido de allí.

Abrió la puerta del jardín y recorrió el sendero bordeado por altos arbustos. Le pareció que eran lilas, aunque también había algún jazmín. Ese jardín debía de ser un verdadero ensueño en primavera y verano. Pero sabe Dios qué podía llegar a ocurrir allí sin que nadie se diera cuenta de ello.

Subió los escalones hasta la puerta principal, llamó al timbre y esperó.

No se oía nada.

Por supuesto, también era posible que hubiera salido a pasear, para tomar un poco de aire fresco. Para ello no necesitaba el coche. De hecho, era muy posible. Sin embargo, Luke no habría sabido decir por qué pero no creía que fuera el caso. Desconocía el motivo exacto, pero cada vez sentía el peligro con más claridad. ¡Era un lugar tan aislado! Si hubiera sido tan insensato como para vivir en un lugar así, lo mínimo que habría hecho habría sido agenciarse un par de dóbermans adiestrados. Una mujer de casi setenta años, más sola que la una… De algún modo, era casi como provocar al destino.

Tonterías. Lo más probable era que estuviera sobredimensionando el asunto. Al final resultaría que había salido al bosque con un hacha para cortar un arbolito de Navidad y él habría estado formándose imágenes atroces en las que Anne habría sido, como mínimo, víctima de un ladrón homicida.

No obstante, decidió probar suerte una vez más por la parte trasera de la casa. Durante la visita había visto que había una veranda y una segunda puerta que permitía acceder directamente a la cocina.

Luke rodeó la casa. Aunque la luz diurna estaba desapareciendo con rapidez, reconoció enseguida que la puerta de la veranda estaba abierta de par en par. En los escalones que llevaban hasta ella y sobre la parte de la terraza que no quedaba cubierta empezaba a acumularse la nieve. Nieve virgen. A pesar de que la puerta estuviera abierta, por ahí no había pasado nadie desde hacía horas.

Se detuvo y escuchó su propia respiración. Eso no tenía buena pinta. Anne tenía que estar en casa, pero en ese caso ¿por qué no había ni una sola luz encendida? Se acordó de las luces navideñas que había visto colocadas en las ventanas de la cocina durante la visita de la semana anterior. No había ni una sola encendida.

Había algo más de lo que estaba seguro: el silencio que reinaba a su alrededor era un silencio hostil. Ocultaba un secreto terrible, era acechante y malvado.

Buscó el móvil pero se dio cuenta de que lo había olvidado en el coche. Le habría gustado salir corriendo de allí y volver enseguida al aparcamiento, pero se obligó a no hacerlo. Tenía que descubrir lo que había ocurrido. Tal vez Anne Westley había tropezado y se había caído y estaba tendida en algún lugar de la casa, incapaz de moverse, y era cuestión de vida o muerte.

Pero entonces ¿por qué está abierta la puerta?

Poco a poco, subió los escalones. Deseó que la luz del día no desapareciera todavía. La oscuridad inminente solo empeoraba aún más las cosas.

—¿Hola? —dijo en voz baja—. ¿Hay alguien en casa? ¡Soy yo, Luke Palm!

No hubo respuesta.

Entró en la cocina y se dio cuenta de que en el interior no hacía menos frío que fuera. La puerta debía de llevar medio siglo abierta. Buscó a tientas un interruptor hasta que lo encontró, encendió la luz y se estremeció ante el resplandor que interrumpió el crepúsculo tan de repente.

Miró a su alrededor.

Excepto por lo heladas que estaban las paredes, la cocina tenía el mismo aspecto que si hubiera salido de ella unos minutos antes. Había una tetera, todavía medio llena, encima de la mesa. Y frente a ella, una taza. Vio que los folletos de pisos que le había dado a Anne cuando había ido a verla estaban esparcidos de cualquier manera. Al lado había velas que se habían consumido hasta el final. En el fregadero había platos sucios apilados. La mirada de Luke se detuvo en el calendario de pared que estaba colgado al lado, mostraba el día 10 de diciembre. Eso había sido el jueves de la semana anterior, cuando él había acudido a ver la casa. Desde entonces nadie había arrancado ni una sola hoja más.

Acongojado, examinó las lucecitas navideñas. El extremo del cable al parecer había sido arrancado del enchufe con bastante ímpetu, puesto que una de las guirnaldas luminosas se había desprendido de la ventana y había quedado enrollada como una cinta exánime alrededor de la cafetera que se encontraba justo debajo.

—Aquí hay algo que no encaja —dijo Luke. Necesitaba, por lo menos, oír su propia voz.

Atravesó la cocina, entró en el pasillo y encendió también allí la luz.

—¿Señora Westley? —la llamó con un susurro y enseguida se preguntó por qué se estaba comportando con tanto sigilo. Sabía cuál era la respuesta: tenía miedo de que le hubiera ocurrido algo más que un accidente, de que hubiera sucedido algo peor y amenazador en ese lugar perdido de la mano de Dios. Que tras todo aquello hubiera alguien que tal vez aún no hubiera huido, que pudiera seguir allí, en algún lugar de esa vieja y oscura casa en medio del bosque.

Lo mejor sería largarse cuanto antes. Pero primero tenía que encontrar a Anne. Si se limitaba a marcharse corriendo no sería capaz de volver a mirarse en el espejo en su vida.

Se preguntaba si sería un error encender todas las luces. De ese modo señalaba claramente su presencia incluso a lo lejos. Pero ¿cómo iba, si no, a reconocer nada? Maldijo la ocurrencia que había tenido de acudir hasta allí. A esas horas ya podría haber estado en casa desde hacía rato, sentado frente a su escritorio con una buena taza de café. Y en lugar de eso…

Con una ojeada rápida por la ventana del salón constató que la nieve caía todavía con más intensidad. Tendría verdaderos problemas para maniobrar con el coche en el aparcamiento.

Mientras estaba subiendo por la escalera notó por primera vez ese olor característico.

—Maldito estiércol —dijo en voz alta.

Pero no se hizo ilusiones: en realidad olía a podrido.

Encontró a Anne Westley en el baño que estaba justo al lado de su dormitorio. La anciana estaba tendida frente a la ducha, atravesada sobre la alfombrilla de rizo y con la mirada perdida en el techo que tenía sobre ella. De su boca, abierta hasta un punto poco común, sobresalía algo, algo cuadriculado, un paño, un trapo. Luke no habría sabido decir qué era exactamente. Tenía la nariz tapada con cinta adhesiva de paquetería y las muñecas y los tobillos atados, también con el mismo tipo de precinto. Estaba clarísimo que Anne no había sufrido ningún accidente. La habían asesinado de un modo brutal. El autor del crimen la había asfixiado bloqueándole todas las vías respiratorias. La víctima debió de haber luchado desesperadamente para liberarse del trapo que tenía en la garganta. En vano.

Debió de haber sucedido el 10 de diciembre, en cualquier caso eso era lo que parecía indicar el calendario de la cocina. Justo después de que él se hubiera marchado. Después de que él le hubiera recomendado que cerrara bien la puerta.

Luke Palm se desplomó sobre el borde de la bañera, porque las rodillas le cedieron de repente y temió perder el equilibrio. Durante unos momentos tuvo la sensación de que le sobrevendría una bajada de tensión y que acabaría tendido en el suelo junto a Anne. Tenía el cuerpo y la cara completamente sudados. Apoyó la cabeza en las manos e intentó no mirar el cadáver, ignorar el olor que desprendía. Y a pesar de todo, intentó respirar hondo.

La debilidad fue pasando.

Levantó la cabeza y vio que el pestillo de la puerta del baño colgaba de un modo extraño y que los herrajes estaban medio arrancados. Parecía como si alguien hubiera forzado la puerta.

Gimió en voz baja cuando se dio cuenta del drama que probablemente había tenido lugar: comoquiera que el asesino de Anne hubiera conseguido entrar en la casa, al parecer ella había conseguido huir en primera instancia. Se había refugiado en el baño, una habitación en la que podía encerrarse, y se había parapetado allí dentro. Pero su perseguidor no había abandonado, había destrozado la cerradura y había entrado en él.

Anne debió de estar con el alma en vilo. Encerrada en esa pequeña estancia, sin posibilidad alguna de pedir ayuda por teléfono, ni siquiera la oportunidad de pedir ayuda gritando por la ventana. ¿Quién podría haberla oído? Además, en algún momento debió de darse cuenta que el otro acabaría venciendo. Que la puerta no podría contenerlo.

Luke se puso de pie con la esperanza de que sus temblorosas piernas lo sostuvieran. Tenía que llamar a la policía enseguida. Anhelaba que el teléfono funcionara, si no recordaba mal estaba abajo, en el salón. Seguía teniendo miedo, pero se dijo a sí mismo que todo parecía indicar que Anne llevaba una semana muerta y que, por lo tanto, era muy improbable que su asesino siguiera rondando por ahí. Consiguió racionalizar esos argumentos poco a poco y de algún modo le sorprendió la calma con la que estaba actuando. Sería más tarde cuando se daría cuenta de que lo había hecho bajo los efectos de un shock.

En voz baja murmuró el número de teléfono de la policía mientras bajaba por la escalera.

—Nueve-nueve-nueve, nueve-nueve-nueve…

No podía olvidar esos números por nada del mundo.

2

—Entonces cometí un terrible error —dijo John—, me habría dado de bofetadas durante meses por ello. Fui un idiota. Ella estudiaba en la academia de policía de Hendon. Yo era inspector de la Policía Metropolitana de Londres y ella estaba en período de prácticas, a mis órdenes. Bajo ningún concepto debería haber empezado una relación con ella.

Fuera la nieve seguía cayendo en copos cada vez más gruesos. Daba la impresión de que se iba a hundir el mundo. Incluso allí, en medio de la ciudad, parecía como si todos los sonidos hubieran desaparecido. Reinaba una calma casi solemne.

El dormitorio de John formaba parte de un gran piso antiguo, escasamente amueblado, ubicado en pleno Paddington, y en él no había más que un armario ropero y un colchón dispuesto directamente sobre el suelo. No tenía ni cortinas en las ventanas, ni alfombras. Había un par de periódicos abiertos sobre el parquet y en un rincón, una botella de agua mineral medio vacía.

Gillian había apartado las mantas porque tenía demasiado calor, a pesar del precario funcionamiento de la calefacción. Estaba tranquila y relajada y no obstante era consciente de que se estaba enredando en un buen número de problemas. Uno de ellos, tal vez el más grave, era si conseguiría volver a casa antes que Tom, puesto que la intensa nevada que estaba cayendo no se lo pondría fácil. Otro problema no tan grave, aunque más significativo a largo plazo, era la situación en la que estaba metiéndose: acababa de iniciar un idilio con otro hombre. Era poco probable que a partir de eso no fuera surgiendo una dificultad tras otra.

Después de pensarlo mucho, una vez superadas las dudas y las preocupaciones de la semana previa a su cita con él, todo había sucedido de forma rápida y casi inevitable. Había llamado a la puerta del piso de John y él la había abierto enseguida, la había tomado de la mano y la había hecho entrar. Se había sentido feliz y aliviado al verla.

—Hasta el último momento —le confesó—, temía que no vinieras.

—No podía hacer otra cosa —repuso Gillian. No había dejado de pensar en cancelar la cita de manera que toda aquella aventura quedara en nada, pero en ese momento se dio cuenta de que esa posibilidad en realidad no había existido. Ya estaba mucho más enredada de lo que había creído.

Él la tomó de la mano de nuevo.

—¿Te apetece un café?

—Después —contestó ella un segundo antes de pensar: ¡Dios mío, Gillian, no es posible que hayas dicho eso! ¡Cualquiera que te conozca se habría horrorizado al oírte! Todo esto resulta muy violento.

Él se quedó perplejo.

—De acuerdo —dijo con las cejas arqueadas—. Después.

La ayudó a quitarse el abrigo y la acompañó hasta aquel espartano dormitorio. Gillian llevaba casi un año sin sexo. De lo que más se arrepentía era del descaro con el que había instado a John a acostarse con ella enseguida. Probablemente acabaría demostrando su torpeza en la cama.

—Tal vez… sería mejor solo un café, de momento —murmuró ella.

Él sonrió.

—Como quieras.

Había dado un paso atrás. ¿Por qué siempre se comportaba delante de él de un modo tan distinto a como era realmente? Flirteaba, se mostraba provocadora y jugaba al ataque incluso cuando se trataba de sexo. Para luego echarse atrás y sentirse ridícula de repente.

—No lo sé, no sé lo que quiero.

Él la miró expectante.

—Yo no soy así —prosiguió Gillian—. Quiero decir que no soy como tú me ves. Cuando estoy contigo digo y hago cosas que no encajan conmigo. No me conozco. Y no sé por qué me ocurre.

John extendió un brazo. Con un dedo le tocó suavemente la barbilla a Gillian y trazó una línea que pasó por el cuello de ella hasta llegar al escote del jersey. Ella no pudo evitar que un estremecimiento le recorriera todo el cuerpo.

—¿Te has parado a pensar que esto podría estar ocurriendo al revés? —preguntó él—. ¿Que la Gillian que se acaba de mostrar tan directa y descarada podría ser la verdadera Gillian mientras que la otra, la de la vida cotidiana, podría ser la extraña?

Ella se quedó perpleja. Al fin y al cabo, tenía razón. Tal vez vivía más presa por las convenciones y el miedo de lo que habría esperado. Tal vez había sido la educación que había recibido lo que le impedía deshacerse de aquellas restricciones. Quizá no conseguiría deshacerse jamás de ello.

—No pretendo manipularte, por supuesto —explicó John.

—Tampoco es que yo me deje manipular —replicó Gillian.

Si me aparto ahora, pensó ella, si me limito a tomar un café y luego me marcho a casa, no volveré a atreverme en mi vida. Porque no volverá a presentarse una ocasión como esta.

—Quiero acostarme contigo —dijo ella.

Él la rodeó entre sus brazos.

—Qué suerte tengo —susurró él—, creo que no habría podido soportar que me dijeras cualquier otra cosa aparte de eso.

Cuando hubieron terminado, exhaustos y tal vez incluso después de que se hubieran quedado dormidos un momento, John abrió los ojos y le dijo que la amaba.

Gillian lo miró y se dio cuenta de que se lo decía en serio.

Ella se quedó dormida de nuevo y no volvió a despertarse hasta que John se levantó y salió de la habitación. Ella observó cómo volvía con dos tazas. Tomaron café y estuvieron mirando por la ventana cómo nevaba, cada vez con más intensidad. Gillian reconoció el caballete de la fachada de enfrente. De la ventana de la buhardilla colgaba una lámpara en forma de estrella y la nieve se acumulaba encima y formaba una especie de cofia efímera.

—¿Por qué no tienes una cama como Dios manda? —preguntó ella.

Él se encogió de hombros.

—Si te fijas, verás que en mi piso no hay muebles. Es evidente que estoy bloqueado.

—¿Bloqueado?

Él se rió.

—¿Me imaginas en una tienda de muebles? ¿Comprando un mueble de pared, una mesita de centro y una alfombra?

—Creo que eso depende de cada uno.

—Todo cuanto poseo procede de diferentes mercadillos y rastros y se limita a lo imprescindible. Si me acomodo en ese sentido, acabo ahogándome.

—¿Siempre has sido así?

John acertó lo que ella había querido preguntarle en realidad:

—¿Quieres decir si esto tiene algo que ver con mi trabajo? O mejor dicho, ¿con el que me vi obligado a abandonar?

—Fue una ruptura en tu vida.

—Sí, pero nada que me haya cambiado como persona. Siempre he sido así. Bastante poco convencional. De lo contrario, probablemente no me habría enredado en toda esa tontería.

—Querías contarme más acerca de ello —le recordó Gillian.

Él jugueteó con el pelo de ella y la miró perdido en sus cavilaciones.

—Sí —dijo al fin—, creo que puedo contarte algunas cosas.

Acto seguido, se puso a hablar de sus errores. Los errores que le habían cambiado la vida.

—Pero lo que quisieron imputarme posteriormente, la coacción sexual, simplemente no era cierto. Tuvimos un idilio. Ella lo deseaba tanto como yo. Sus señales no dejaban lugar a dudas. Pero por supuesto fue una estupidez por mi parte permitir que ocurriera.

—¿Cuánto tiempo duró vuestra relación?

—Más o menos cuatro meses. Lo pasamos bien. Era joven y muy guapa, simplemente me gustaba estar con ella.

—¿Cuántos años tenías?

—Treinta y siete. Ella tenía veintiún años. Pensaba… bueno, pensaba que simplemente lo pasaríamos bien juntos hasta que acabara encontrando a alguien más o menos de su edad, con quien terminaría casándose… Yo me limité a disfrutar el momento.

—¿Y cuándo acabó todo?

Él sonrió amargamente.

—Cuando ella suspendió uno de los exámenes. Era realmente buena, pero tuvo un mal día. Se equivocó en una prueba especialmente importante. Pero tampoco es que fuera un gran drama, lo único que tenía que hacer era repetir la asignatura más adelante. Sin embargo… enloqueció por completo. No quiso aceptar esa derrota. Me suplicó que «resolviera el asunto», que hablara con los examinadores, que los instara a aprobarla, a revisar la nota, qué sé yo.

Gillian negó con la cabeza.

—Pero no podías hacerlo.

—Por supuesto que no. Ni siquiera si hubiera querido: las cosas no funcionan de ese modo, ya se lo expliqué. Pero no quiso escucharme. —Ahora era él quien negaba con la cabeza. Parecía sorprendido aún por la situación en la que se había visto envuelto de repente—. Estaba fuera de sí. Me amenazó con hacer pública nuestra relación por todo Scotland Yard si no intercedía en su favor. No obstante, yo no podía corresponder a su deseo. Simplemente no estaba en mis manos.

—¿Y cómo fue lo de la coacción?

—No hubo coacción —aclaró John—. Al final quise terminar nuestra relación, ya no tenía sentido que siguiéramos juntos. Por desgracia fui lo bastante tonto como para… —dejó de hablar.

—¿Qué? —preguntó Gillian.

—Fui lo bastante tonto como para acostarme de nuevo con ella. De hecho, justo cuando le estaba diciendo que lo dejábamos. La situación fue confusa, ni siquiera sé por qué lo hice.

—Probablemente porque era una joven muy guapa —dijo Gillian sin sarcasmo.

—Sí —suspiró John—. Tienes razón. En cualquier caso, ella se dio cuenta de que no iba a cambiar de opinión, de que lo nuestro había terminado de todas formas. Y entonces se puso completamente histérica. Llegó a asegurarme que no había querido acostarse conmigo esa última vez y fue corriendo a ver a mis superiores para acusarme de violación. Hubo una investigación y el caso acabó en la fiscalía.

—¡O sea que te metió en un buen apuro!

—No te quepa ninguna duda de eso. El hecho de que hubiéramos mantenido relaciones sexuales era fácil de probar, pero al fin y al cabo yo tampoco lo desmentí en ningún momento. Tan solo insistí en que había sido de mutuo acuerdo. Se autolesionó y se comportó igual que una mujer traumatizada. Además, hay que añadir que, por así decirlo, yo era el jefe de sus prácticas. No cometí ningún delito por el simple hecho de haber mantenido una relación con ella, pero sí contravine un buen número de normas no escritas. Me suspendieron de mi cargo de forma cautelar.

—Pero ¿no podías demostrar tu inocencia?

—No. En este tipo de historias es muy difícil demostrar nada. Por suerte, varios dictámenes médicos pusieron muy en duda las heridas que presentaba y en algunos casos demostraron con toda seguridad que se las había infligido ella misma. Por no decir que se contradijo en varios aspectos. El caso no cumplía con los requisitos de pruebas de la fiscalía y al final terminaron por levantar la acusación.

—¿Y aun así tuviste que dejar el cuerpo?

—Podría haberme quedado, pero una cosa estaba muy clara: el responsable de lo ocurrido fui yo. No debería haber empezado jamás una relación con ella. El error había sido mío, el culpable era yo. No tardé mucho en abandonar el cuerpo. Sabía que se me relacionaría con aquella historia para siempre y de repente me harté de todo. De la hipocresía de mis compañeros, de las miradas que me compadecían o se alegraban de mi desgracia, de los cuchicheos… Quería marcharme y lo hice. Y hasta hoy estoy contento de haber tomado esa decisión.

—¿De verdad?

—¡Absolutamente, sí! Luego fundé esa empresa de protección privada y ahora trabajo de forma independiente, soy mi propio jefe y llevo justo el tipo de vida que quiero. Y así no tengo que servir a una jerarquía llena de intrigas, preferencias y lameculos. He tardado en darme cuenta, pero por suerte no ha sido demasiado tarde.

Ella lo miraba con atención mientras se preguntaba si sentía de verdad lo que decía o si se esforzaba en ver las cosas por su lado bueno para poder soportarlas mejor.

—¿Por qué querías ser policía, pues? —preguntó Gillian.

—Por idealismo —respondió él—. Quería proteger a los buenos y perseguir a los malos. Al principio solo se trataba de eso. Pero todas esas ideas se pierden cuando ves realmente cómo funciona ese trabajo, supongo que pasa con todo. Con la mayoría de las profesiones, quiero decir.

—Pero los niños a los que entrenas…

—Bueno sí —dijo él con una sonrisa—. Eso son los vestigios de mi idealismo. Estoy plenamente convencido de que se puede evitar que los niños y jóvenes se conviertan en unos holgazanes, de que toda esa energía que tienen puede aplicarse en cosas positivas. Es el aburrimiento, tanta actividad sin sentido a lo largo del día, lo que los hace propensos a todo lo negativo: las drogas, la violencia y la ineptitud. Necesitan algo en su vida que constituya un objetivo por el que estén dispuestos a comprometerse hasta el final. Para mí, el mejor método es el deporte. Eso es lo que yo puedo ofrecerles y los resultados que consigo con ello son buenos.

—Pero ¿por qué en Southend? ¿Por qué tan lejos?

—Al principio lo intenté en un par de clubes de Londres, pero siempre surgían problemas en cuanto alguien descubría que había trabajado en Scotland Yard y el motivo por el que había salido de allí. Al final decidí probar suerte más lejos con la esperanza de que a la gente no le resultaría tan sencillo hurgar en mi vida. En Southend no hay tantas familias problemáticas y además entreno a niños que sin duda no están tan expuestos a ciertos riesgos, pero de todos modos tengo la oportunidad de ayudar realmente. Y está bien que las cosas hayan tomado ese rumbo, ¿no? —Dejó la taza que tenía en la mano en el suelo, junto al colchón, y abrazó a Gillian—. De lo contrario, no te habría conocido jamás. Y eso —empezó a besarla— habría sido una verdadera lástima.

Se acostaron de nuevo y cuando terminaron la oscuridad se había apoderado ya tanto de la calle como de la habitación. Gillian se dio cuenta de que apenas podía mantener los ojos abiertos. Con un último pensamiento en mente, en ningún caso debo quedarme dormida de nuevo, se deslizó en un sueño profundo sin poder hacer nada para evitarlo. Se sentía feliz, pero también estaba agotada.

Cuando despertó, nada había cambiado. Todo estaba a oscuras y gracias a la luz de la farola que había frente a la ventana pudo ver cómo caía la nieve. Consultó el reloj y se sobresaltó: eran las ocho y media. Tom volvería a casa a las diez como muy tarde. Tenía una hora y media para regresar a casa y ducharse a conciencia, pero ante el hecho de que hubiera estado nevando de manera ininterrumpida durante las últimas cinco horas Gillian se preguntó si el trayecto de vuelta no resultaría especialmente tortuoso.

Podía oír la respiración de John junto a ella. Gillian se levantó sin hacer ruido, se vistió, cogió el bolso y salió de la habitación de puntillas. En el largo pasillo de ese piso antiguo tampoco había muebles, únicamente un perchero fijado a la pared del que colgaban un par de chaquetas y un abrigo. Encima de todo se encontraba el abrigo de Gillian y bajo el perchero estaban sus botas.

En cuanto se lo hubo puesto todo, John apareció junto a ella con una toalla envuelta a la altura de las caderas.

—¿Te marchas ya? Quería preparar algo para comer, beber una copa de vino contigo…

Ella negó con la cabeza.

—Mi marido volverá enseguida a casa. Llegaría demasiado tarde. Además, tengo miedo de quedarme atascada en la carretera por culpa de la nieve, con la que está cayendo.

—¿Quieres que te lleve yo?

—No. Me las arreglaré sola.

John acarició el rostro de Gillian.

—¿Cuándo volveremos a vernos?

—Te llamaré —dijo Gillian.

3

El trayecto le pareció interminable, con remolinos de viento, coches atravesados y un embotellamiento constante que la demoró hasta el punto de que llegó a casa justo al mismo tiempo que su marido. Se había pasado todo el rato maldiciendo porque sabía que poco a poco se iba agotando la ventaja que tenía sobre Tom y porque le daba pánico la idea de no poder ducharse antes: olía a John. Olía a sexo.

No podía encontrarse con Tom de ese modo.

Al ver que llegaban al mismo tiempo a la entrada del garaje procedentes de direcciones distintas, Gillian comprendió que tenía que superar la situación a toda costa.

Eran casi las diez y media de la noche. Tom también llegaba más tarde de lo habitual.

—¿De dónde vienes? —pregunto él, sorprendido.

—De Londres —dijo ella, fiel a la verdad—. He ido a hacer unas compras navideñas. —Tom se dio cuenta de que no llevaba ni una bolsa en la mano—. Ah… pero no he encontrado nada, por lo que he ido a comer algo y me he entretenido. Bueno, y luego la nieve. Todas las calles estaban congestionadas.

—¿Y Becky?

—Se quedaba a pasar la noche en casa de Darcy. Celebraban una fiesta de cumpleaños.

Aparcaron los coches en el garaje y entraron en casa. Chuck acudió maullando a su encuentro. El contestador automático estaba parpadeando, lo que señalaba que había mensajes almacenados por escuchar.

—Me he puesto de los nervios conduciendo —dijo Gillian—, he sudado un montón. Creo que me voy a pegar una ducha rápida.

Tom asintió distraídamente mientras accionaba la tecla de reproducción del contestador automático. Solo había un único mensaje.

Ninguno de los dos reconoció la voz que resonó en la estancia.

—Esto… bueno, hola, me llamo Samson Segal. Soy… vivo un par de casas más abajo. En la misma calle, al final. Mi hermano fue cliente suyo una vez. Yo… bueno, quería decirles que su hija está conmigo. El caso es que no podía entrar en su casa, la he visto bastante desesperada y le he… bueno, ha venido conmigo a casa. Pueden pasar a recogerla cuando quieran. —Hizo una larga pausa. Estaba clarísimo que era de los que lo pasan realmente mal hablando con esa clase de aparatos—. Bueno… hasta luego, pues. —Otra pausa y una respiración estresada y finalmente, colgó.

—¿Qué? —preguntó Tom, desconcertado.

Gillian, que había olvidado la prisa que tenía por meterse en el baño, se volvió hacia Tom.

—¡No puede ser! ¡Tenía que pasar la noche en casa de Darcy!

—¿Por qué se va a casa de un desconocido? —exclamó Tom asustado y airado—. ¿Y por qué no estabas aquí?

—¿Y tú? ¿Por qué no estabas tú aquí? —gritó Gillian.

—Estaba en el club de tenis. ¡Ya te había dicho que volvería tarde!

—¡Siempre vuelves tarde! Y entonces es cuando yo no puedo salir nunca, porque tengo que quedarme haciendo guardia. ¡Si casi ni vives en casa!

—¿Crees que es el mejor momento para pelearse? —refunfuñó Tom.

Gillian lo apartó de su camino con decisión y se dirigió al perchero para coger su abrigo.

—¡Me marcho a recoger a mi hija!

—Voy contigo —dijo Tom.

Pocos minutos más tarde llamaban a la puerta de la casa de la familia Segal. Solo tardaron unos segundos antes de abrir.

Samson Segal apareció ante ellos.

—Yo… ya imaginaba que serían… ustedes —tartamudeó.

Tom lo apartó enseguida hacia un lado y entró en el recibidor.

—¿Dónde está nuestra hija?

—Se… se ha dormido. Vien… viendo la tele —explicó Samson.

Sin esperar a que este se lo ofreciera, Tom fue en dirección a las voces que sonaban procedentes de un televisor encendido. Gillian sonrió a Samson a modo de disculpa y siguió a su marido.

Efectivamente, Becky se hallaba tendida en el sofá del salón, durmiendo frente al televisor. Junto a ella, en un sillón, estaba sentado Gavin Segal, atento a la información que aparecía en pantalla. Había una mujer sentada a la mesa, pintándose las uñas.

Gavin se puso de pie enseguida.

—Señor Ward…

—¿Qué hace Becky aquí? —preguntó Tom con tono cortante.

—Tom… —dijo Gillian para intentar calmarlo.

—Mi hermano pasaba por delante de su casa por casualidad cuando la ha visto llamando a la puerta y llorando —explicó Gavin—. Si no lo he entendido mal, volvía de casa de una amiga y no ha encontrado a nadie en casa. Samson no ha querido que tuviera que quedarse allí con la nevada que estaba cayendo, por eso la ha traído a casa.

—Ya le he dicho que les dejara un mensaje en el contestador —apuntó la mujer.

Becky abrió los ojos, miró sorprendida a sus padres y se puso de pie de un salto.

—¡Papá! —exclamó antes de lanzarse a los brazos de Tom.

—Ha sido un gesto muy amable por su parte, señor Segal —le dijo Gillian a Samson, que se había quedado tras ella por timidez—. En realidad mi hija debería haber pasado la noche en casa de una amiga. De lo contrario habría encontrado a alguno de nosotros en casa.

—Me he peleado con Darcy —explicó Becky—, no quería quedarme allí.

—¿La madre de Darcy sabe que te has marchado? —preguntó Gillian.

—Sí. Se lo he dicho.

—¿Y no se ha asegurado antes de que hubiera alguien en casa? —preguntó Tom, atónito.

—Tenía a quince niñas que se quedaban a pasar la noche —la justificó Gillian—. ¡Lo más probable es que ni siquiera supiera dónde tenía la cabeza!

—Aun así, no puede ser que…

Gillian deseó que Tom dejara de una vez de echar pestes de todo, ya se sentía lo bastante mal de todos modos.

Mi hija no ha podido entrar en casa porque yo me estaba acostando con mi amante.

Y era cierto: a diferencia de Tom, ella no había dicho que se ausentaría. Becky había tenido la seguridad de que encontraría a su madre en casa.

Podría haber pasado alguien peligroso y podría habérsela llevado…

—Me he ocupado de Becky con mucho gusto —habló Samson—. Yo… ¿S… saben?, me gustan los niños.

—Sí, muchas gracias —dijo Tom de mala gana. Por fin empezaba a darse cuenta de que Samson Segal no había hecho nada malo.

—Si… si alguna vez me necesitan… Tengo tiempo…

—Mi cuñado está en el paro —mencionó la mujer con tono mordaz mientras movía las manos para que la laca de uñas se secara más rápido.

—Muchas gracias —repitió Tom. Quería regresar a casa. Todo aquello le parecía horrible, Gillian lo sabía perfectamente: aquella mujer con la voz demasiado estridente, la laca de uñas de color rojo oscuro, el tartamudeo de Samson Segal, el aparente agotamiento de su hermano, el exceso de calefacción en el salón y el televisor a todo volumen. Estaba furioso y Gillian tenía claro que esa rabia iba dirigida sobre todo contra ella. Porque no había estado allí. Porque había permitido que sucediera todo aquello.

Durante el breve trayecto de vuelta a casa, Tom mantuvo la boca cerrada. Ya en casa, al principio tampoco dijo ni una sola palabra. Fue más tarde, después de que Gillian hubiera dejado a Becky en la cama y se hubiera duchado, cuando de repente le dijo:

—Ese tipo no me gusta. Estoy seguro de que le falta más de un tornillo.

Lo dijo tendido en la cama, con un libro en la mano que, sin embargo, no estaba leyendo. Se limitaba a mirar fijamente la pared que tenía enfrente.

Gillian estaba en medio de la habitación peinándose el pelo que todavía tenía húmedo.

—¿Quién?

—Ese tal Segal. Con ese nombre tan raro, Samson. Samson Segal. Ese tío no está bien de la cabeza.

—¿Por qué? Es tímido y retraído, pero también es muy amable.

—No es normal —insistió Tom—. ¿Qué tipo de persona llevaría una vida como la suya? Tiene más de treinta años y vive con su hermano y su cuñada. Es incapaz de decir una sola palabra sin que se le trabe la lengua. No hay ninguna mujer en su vida…

—¿Cómo lo sabes?

—Se le nota. Es demasiado reprimido con las mujeres. Me pregunto cómo debe de desahogarse. ¡A lo mejor le van los niños!

Gillian negó con la cabeza.

—Estás intratable, Tom. Hace un momento te has comportado de un modo imposible. El señor Segal ha hecho justo lo que uno espera de un buen vecino: en una situación de emergencia se ha preocupado por un miembro de nuestra familia. Y tú, en cambio, lo tratas como si fuera casi un pederasta. Me alegro de que pasara por casualidad por delante de casa en el momento adecuado. Podría haber sido otro tipo de persona, me pongo enferma con solo pensarlo.

—Exacto —dijo Tom. Dejó el libro a un lado y se incorporó—. Creo que es exactamente eso lo que me irrita: ¿cómo es posible que casualmente pasara por aquí?

—¿Otra vez?

—¿Recuerdas el sábado pasado? Cuando salimos de casa. Ese tipo estaba justo delante de la puerta del jardín. ¿Qué estaba haciendo allí?

—Ni idea. Estaría paseando y debía de detenerse aquí y allí para mirar las casas. Su cuñada ya ha dicho que está en el paro. Se pasa el día vagando por ahí, probablemente no sabe qué hacer.

—Pero ¡sobre todo se dedica a merodear por delante de nuestra casa! —dijo Tom.

—¿Solo porque lo viste el sábado? —preguntó Gillian. Sin embargo, no pudo evitar una cierta angustia al pensar en ello. Le vino a la memoria la última visita de Tara. Cuando la había acompañado hasta la puerta para despedirse de ella y había visto a Samson Segal pasando por delante de casa justo en ese momento. Tara había recordado haberlo visto ya por ahí al llegar. Realmente, durante las últimas semanas Samson Segal se había cruzado con la familia Ward con una frecuencia poco habitual.

No obstante, podía tratarse de una mera casualidad.

Se metió en la cama y se tapó con las mantas hasta la cabeza. No paraba de pensar en John en todo momento. Tan solo hacía un par de horas que se había acostado con él. Y en ese instante estaba en la cama junto a Tom, cruzando críticas por lo desagradable que había sido esa noche.

Así que eso es lo que siente alguien que vive en dos mundos a la vez, pensó Gillian. Por un lado, sexo apasionado con un hombre impenetrable que vive en un piso de alquiler de Londres prácticamente vacío. Y luego, de vuelta a la casita de siempre en Thorpe Bay, con las habituales riñas conyugales y las preocupaciones por la hija.

—Becky debe aprender que no puede marcharse con el primer desconocido que pase —dijo Tom—. ¡De verdad pensaba que lo había aprendido desde hacía tiempo!

No estaba dispuesto a dejar el tema sin más.

Gillian puso los ojos en blanco.

—Lo ha aprendido. Pero es un vecino, algo apartado, pero un vecino de todos modos. Al menos lo conoce de vista.

—Sí, ¿y qué? No sería la primera vez que un niño encuentra su perdición en ese tipo de vecinos en los que más confían.

—Mañana hablaré de nuevo con ella muy seriamente al respecto —dijo Gillian.

Y no volveré a ver a John, se juró a sí misma, no puede volver a ocurrir una situación como esta.

No se refería tan solo a la circunstancia de que su hija se hubiera desesperado frente a la puerta de casa sin poder entrar. Se refería a todo: a las mentiras, esas prisas por volver a casa, a aquella vergonzosa ducha.

Probablemente no estaba hecha para vivir entre dos mundos.

De repente empezó a llorar. Lloró en silencio y hundida en la almohada para disimularlo. Pensó en cómo le había ido en la cama con John. En lo tierno y a la vez lo salvaje que había sido. Pensó en aquel piso tan espartano y en el contraste que suponía respecto a la casita con torreta y salidizo en la que se encontraba.

Deseó poder volver a estar en ese piso.

Al día siguiente llamaría a Tara y se lo contaría todo. Bueno, casi todo. Omitiría aquella mancha negra en el pasado de John. Al fin y al cabo había creado su propia empresa. Y puesto que Tara no llevaba ni ocho años viviendo y trabajando en Londres, no debía de conocer el caso de Burton. Pero es que el caso tampoco era el problema.

El problema eran Tom, Becky y la vida en común que habían tenido hasta el momento.

Necesitaba hablar con alguien, necesitaba que le dieran algún consejo acerca de qué demonios debía hacer.

Lloró aún más intensamente al pensar que Tara probablemente también se quedaría perpleja esa vez.