1
Incluso la noche más larga, pensó Anne, acaba tarde o temprano.
Eran las seis de la mañana cuando al fin consiguió relajarse. Fuera reinaba una profunda oscuridad y todavía faltaban un par de horas para que amaneciera, pero Anne siempre se levantaba a las seis. Los días laborables, para acudir a la consulta, y los fines de semana, para poder pasar dos horas pintando sin que nadie la molestara antes de prepararse el desayuno. Le daba igual si había luz o no, para ella el día empezaba a las seis de la mañana. Le gustaba despertarse mientras los demás seguían durmiendo. Sin embargo, puesto que vivía más sola que la una en aquella casa rodeada de bosque, ya no tenía la sensación de calma absoluta en medio de un mundo adormilado. Los ruidos, las voces, los susurros del bosque, por la noche eran distintos que los que se oían durante el día y, no obstante, no era lo mismo contemplar la casa a oscuras. El peligro estaba en la soledad que podía sentirse fuera, en la que se fundían día y noche, sueño y vigilia. Especialmente en esos días tan oscuros previos a la Navidad.
La noche anterior, Anne la había pasado en el salón. Envuelta con una manta, se había tomado un vaso de leche caliente a pequeños sorbos mientras intentaba calmar los nervios. Se había metido en la cama a las diez y media, había pasado media hora leyendo y se había quedado dormida enseguida, pero en algún momento se había despertado sobresaltada: durante una fracción de segundo había visto un resplandor en la pared del dormitorio y había oído el ruido de un motor de coche que al instante enmudeció al mismo tiempo que la luz se extinguía también.
En alguna parte ahí fuera, en esa fría noche de invierno, había un coche. Dentro debía de haber alguien y… Sí, ¿qué? ¿Qué debía de estar haciendo alguien en ese claro alejado de cualquier núcleo urbano? ¿Contemplar la única casa aislada que había por los alrededores, con su jardín lleno de árboles frutales pelados? ¿Para qué?
El corazón se le había acelerado y, todavía tendida en la cama, había tenido la esperanza de que hubiera sido solo un sueño, pero sabía que no era cierto. Como tampoco eran imaginaciones suyas. Había sucedido con demasiada frecuencia en los últimos días. Tenía que empezar a tomárselo en serio. El problema era que no tenía ni la más remota idea de qué era lo que tenía que tomarse en serio.
En los dígitos luminosos del radio-despertador que tenía junto a la cama había visto que pasaba casi media hora de la medianoche.
Al final había hecho un esfuerzo y se había acercado a la ventana. En el piso de arriba también tenía postigos, pero no solía cerrarlos. Se movió con cautela para no dejarse ver y miró hacia fuera. La luna resplandecía levemente tras las nubes. No había sido capaz de ver nada: ni coches, ni personas. Sin embargo, sabía que había alguien. Respirando, esperando.
Por un momento pensó en llamar a la policía. «Vivo en medio del bosque, en lo que había sido una casa de guardabosque, a unos diez minutos en coche de Tunbridge Wells. Hay un coche fuera, creo que alguien está vigilando mi casa. Llevo así unas semanas: veo el resplandor cada vez que el coche se acerca. Por un accidentado camino forestal, porque es la única manera de llegar hasta aquí. Luego la luz se apaga y el coche debe de quedarse por alguna parte por ahí fuera. Y no sé qué pretende el conductor, no sé qué quiere de mí».
Ya había cogido el auricular del teléfono dos veces y en ambas ocasiones había desistido de llamar en el último momento. Tenía la impresión de que todo aquello parecían chifladuras de anciana extravagante. Podía imaginarse lo que pensaría su interlocutor: una mujer mayor, de casi setenta años, bastante rara, que vive apartada en un lugar perdido de la mano de Dios. Viuda, huraña, fantasiosa. Y ahora se imagina que ve luces y que oye ruidos de motores.
Al final se había puesto un chándal y había bajado al piso inferior. En la planta baja, los postigos estaban bien cerrados. Tiempo atrás solía dejarlos casi siempre abiertos, pero no había vuelto a atreverse desde que había empezado a observar esos extraños fenómenos.
Al menos desde fuera nadie podría verla. Encendió todas las luces y el televisor. Voces, necesitaba oír a alguien y sentir que no estaba sola en el mundo.
Se calentó un vaso de leche y se extrañó del frío intenso que sentía, por lo que se envolvió en una manta de lana. Ya no sería capaz de dormir en lo que quedaba de noche, estaba segura de ello. Estaba desvelada y no paraba de mirar alternativamente la pared y el televisor, mientras fuera alguien debía de haberse sentado a mirar fijamente la casa. Sabía que la luz se filtraría por las hendiduras de los postigos. Fuera quien fuese ese misterioso desconocido, podría ver que estaba despierta. Lo que Anne no sabía era si ese hecho sería significativo para aquella persona.
Por la mañana la pesadilla perdió nitidez. Anne tenía previsto ir a la ciudad para enviar por correo un par de regalos de Navidad para unos viejos amigos y sabía que la normalidad del día acabaría con aquel terror nocturno que le parecía casi irreal. Se alegraba de no haber llamado a la policía y de no haber hecho el ridículo. Incluso se alegraba de que hubiera tenido lugar esa noche interminable, puesto que había llegado a una decisión: vendería la casa y volvería a Londres, donde había pasado casi toda la vida. Y donde vivía la gente a la que conocía de esos tiempos pretéritos.
Había pasado todas esas largas horas pensando en ello, reviviendo el dolor que había sentido justo después de la muerte de Sean, la resolución con la que había afrontado la soledad y el miedo. Por encima de todo, se había acordado también de lo que se había prometido a sí misma y a su marido en cuanto este falleció en el hospital: «Continuaré tu sueño, la casa que tanto querías. Con los árboles frutales y las encantadoras noches de verano en la veranda. Con las silenciosas noches de invierno, cuando el bosque queda cubierto de escarcha. Viviré todo esto por ti».
Esa mañana decidió tomarse la libertad de retirar su promesa.
No solo porque hubiera un chiflado merodeando por el bosque que podía llegar a suponer un peligro para ella. Le daba igual quién fuera ese loco y lo que pretendiera, no había sido más que el desencadenante de la decisión.
Esa noche había comprendido algo: en realidad estaba viviendo el sueño de Sean, pero no tenía nada que ver con ella ni con sus deseos, sus anhelos o su concepción de la vida. Vivir los dos en esa casa había tenido su atractivo, pero para una persona sola podía convertirse en una verdadera pesadilla.
Estaba cansada, pero al mismo tiempo estaba eufórica. Se sentía feliz, liberada.
Entró en la cocina, encendió la cafetera, puso un huevo a cocer y abrió un paquete de pan de molde mientras tarareaba en voz baja. Cuando hubiera terminado de enviar los paquetes, buscaría un agente inmobiliario. Tal vez podría pasar a verla en los próximos días para tasar la casa y decirle por cuánto podría venderla. Y luego se pondría a buscar ella. Un bonito apartamento de tres habitaciones con un gran balcón que pensaba llenar de plantas. En un edificio en el que vivieran más personas, con las que quizá podría llegar a trabar amistad. Por la noche estaría rodeada por las luces de la ciudad. Notó que las lágrimas brotaban de sus ojos con solo pensarlo y se dio cuenta de lo duro que había sido en realidad soportar el aislamiento en el que vivía. En cuanto había empezado a permitirse pensar en ello, había comprendido lo infeliz que había sido allí. Lo mucho que ese tipo de vida contradecía la que ella siempre había soñado.
Siguió tarareando en voz baja.
Y lo más bonito de todo era que tenía la impresión de que Sean lo vería con buenos ojos.
2
—¿Y bien? —preguntó Peter Fielder, cuando Christy entró en su habitación. Era temprano por la mañana y en los despachos y pasillos del New Scotland Yard todavía reinaba la tranquilidad. A Peter le gustaba llegar temprano a la central. De ese modo no lo molestaban continuamente y podía resolver temas antes de que se desencadenara la agitación habitual de colaboradores yendo arriba y abajo a toda prisa, los teléfonos que no paraban de sonar y las reuniones convocadas de improviso.
Christy McMarrow tenía la misma costumbre y Peter pensaba que probablemente era esa coincidencia en cuestiones profesionales por lo que funcionaban tan bien como equipo.
La lacónica pregunta con la que se había dirigido a Christy aludía a la nueva información que sin duda tenía para él. Ella nunca iba a verlo simplemente para tomar un café o charlar un rato.
Sin embargo, Christy no parecía precisamente contenta. Fuera lo que fuese lo que había descubierto, no parecía nada bueno.
—Ayer hablé con dos antiguas compañeras de Carla Roberts que habían trabajado con ella en la droguería —dijo Christy—. Las dos describieron a Carla como una mujer amable y simpática, aunque sumamente retraída. Debía de ser una persona más bien reservada, aunque siempre dispuesta a ayudar y a demostrar cariño. Las dos excluyen también la posibilidad de que pudiera haberse ganado enemigos en el trabajo. No obstante, volveré a hablar con el gerente de la sucursal, aunque el instinto me dice que por ahí no encontraremos nada.
—Mmm… —profirió Fielder—. ¿Algo más?
—He repasado la agenda de direcciones de Carla Roberts, pero apenas hay nada anotado, únicamente compañeras de trabajo de la droguería. Parece como si no hubiera escrito ninguna entrada después de haber dejado el empleo. O bien no conoció a gente nueva o bien no dejó constancia de ello en la agenda. He descubierto a otra persona que la conocía antes de que trabajara allí, desde los tiempos en los que Carla todavía estaba casada. Eleanor Sullivan. Era amiga de Roberts, aunque no mucho. He ido a verla.
—¿Y qué le dice su instinto al respecto? —Fielder lo preguntó sin sarcasmo. Durante los últimos años había aprendido a dar cierto crédito al instinto de Christy, tal vez por el respeto y la admiración que le tenía.
—La verdad es que no se ha expresado muy claramente que digamos —tuvo que admitir Christy—. Más bien no. En mi opinión es muy poco probable que el asesino haya salido de un episodio anterior de la vida de Carla. En ese caso habría motivos para que nadie lo conociera. La señora Sullivan recuerda bien a Carla y la describe exactamente igual que los demás: tímida, reservada, simpática y muy amable. Afirma que Carla no tuvo jamás problemas con nadie. Concretamente, ha dicho que Carla era demasiado tranquila y retraída como para llegar a reñir con nadie. Debía de ser una persona verdaderamente discreta, de las que prefieren evitar los conflictos y no provocar jamás a nadie.
—Mmm… —volvió a proferir Fielder—. Es desesperante. Ni siquiera tenía ordenador. No hay contactos de correo electrónico, foros o páginas web que habrían podido ofrecernos algún indicio. ¡Estamos dando palos de ciego!
Lo que tanto le había dificultado la vida a Carla Roberts, aquella timidez e inseguridad, dificultaba también en ese momento el esclarecimiento de las circunstancias de su violenta muerte. Había sido una mujer de trato fácil que no había querido jamás enfrentarse a otras personas. Y, sin embargo, había muerto de una forma horrorosa. Ese modelo de discreción debió de desencadenar en alguien esa horrible agresión.
—Tiene que haber ocurrido algo en su vida —dijo él—, tiene que haber algo que haya provocado esa brutalidad en el asesino. Una cosa es matar a alguien desde una distancia prudencial y otra muy distinta es cautivar a alguien para meterle un trapo en la garganta hasta provocarle el vómito. Es necesario presionar hondo y mantener esa presión para que la víctima se asfixie con su propio vómito en una agonía terrible. En mi opinión es necesaria la intervención de una cantidad de odio considerable. ¿Cómo habría podido desencadenar tanto odio Carla Roberts, si todos la describen como una persona amable y discreta que pasaba por la vida sin hacer ruido?
—Es posible que su asesinato no tenga nada que ver con ella como persona —reflexionó Christy—, sino más bien con el hecho de que la soledad en la que vivía la convertía en una víctima adecuada. Para un hombre que tenga un problema con las mujeres en general. No en vano, eso fue lo primero que se nos pasó por la cabeza en cuanto vimos lo que le habían hecho a aquella mujer.
—Sin embargo, debemos centrarnos en la vida de esa mujer porque no tenemos ningún otro indicio. —Peter reprimió un bostezo. Estaba muy cansado—. Esa tal señora Sullivan, ¿ha dicho algo acerca del matrimonio de Roberts?
—Sí. Que era un matrimonio bastante normal. Sin altibajos. Él trabajaba mucho, siempre estaba en la empresa. Carla cayó del guindo cuando se enteró del desastre financiero y de que su marido la había engañado durante años. Lo que más la afectó fue el hecho de no haberse enterado de nada en todo ese tiempo. La señora Sullivan habló con ella por teléfono por aquel entonces y Roberts no hizo más que repetir la típica frase en estos casos: «¿Cómo es posible que no me haya dado cuenta? ¿Cómo es posible que no me haya dado cuenta?». No se lo explicaba.
—¿Su marido se comportó alguna vez con ella de forma violenta? ¿O tenía algún tipo de inclinación violenta?
—No. De un modo algo aburrido y nada espectacular debió de ser un matrimonio absolutamente feliz. Aparte de eso, a él lo describe como a un tipo más bien burgués. Según Eleanor Sullivan, el divorcio le salió redondo. A excepción del aspecto financiero, pues ella no pudo conseguir nada. Además, el marido desapareció rápidamente y para siempre.
Fielder habría preferido no hablar de instinto puesto que se trataba de trabajo, pero realmente tenía la sensación de que seguirle la pista a ese ex marido desaparecido era una pérdida de tiempo. No creía que tuviera nada que ver con el asesinato de Carla.
Decidió cambiar de tema.
—¿Y qué pasa con la puerta del edificio? ¿Hay alguna novedad?
En ese sentido, Christy al menos pudo presentarle un resultado.
—Sí. Nuestro técnico dice que sin lugar a dudas fue manipulada. Alguien había usado unas tenazas para sacar de su alojamiento el resorte que se encarga de que la puerta vuelva a cerrarse sola de forma automática. De ese modo cualquiera podía entrar y salir en cualquier momento sin necesidad de llave.
—Podría haber sido el asesino.
—Sí, aunque no necesariamente. El conserje afirma que ya han sufrido algún que otro acto de vandalismo. Hackney no es precisamente el barrio más cívico de la ciudad. También es posible que algún joven lo hubiera hecho para divertirse y que al asesino le hubiera venido al pelo.
Peter Fielder se frotó los ojos, cansado. Necesitaba algo, un mínimo hilo conductor que pudiera sacarlo de la niebla que cubría ese caso tan impenetrable. El atisbo de un indicio. Algo que le provocara una descarga de adrenalina, que alejara de repente el cansancio que sentía. Pero no había nada. Nada excepto esa sensación de encontrarse rodeado de neblina y no conseguir avanzar ni un paso.
Christy notó el abatimiento de Peter.
—¡Eh, jefe! ¡No se deprima! ¡Pronto será Navidad!
Él ni siquiera se esforzó por sonreír.
—Sí. Pronto será Navidad. Pero ahí fuera hay un loco suelto. La Navidad no cambia nada a ese respecto.
—¿Cree que volverá a actuar?
—Es posible. Tal vez tenga un problema que no se haya resuelto con el asesinato de Carla Roberts.
—¿Un misógino? ¿Alguien que simplemente estaba al acecho, a la espera de la oportunidad óptima para desatar su odio? Eso reforzaría la teoría de que la elección de la víctima fue casual.
—Hasta cierto punto. Nada es pura coincidencia. En algún momento la vida de Carla Roberts debió de haber confluido con la vida del asesino. Puede que fuera un punto de intersección mínimo, aparentemente insignificante, y por eso tenemos tantas dificultades para descubrirlo. Pero no creo que se trate de algo tan sencillo como que alguien subiera al piso superior de un bloque de viviendas, llamara a la primera puerta que encontrara y asesinara a la mujer que casualmente vivía allí sola. Previamente tuvo que tener conocimiento de las circunstancias en las que vivía la víctima. —Fielder se puso de pie, decidido a no dejarse arrastrar por el agotamiento y el bajón anímico—. No, creo que el asesino conocía a Carla Roberts y que la conocía bien. Y por eso debemos hurgar en su vida, hasta en la más ínfima ramificación. Probablemente deberíamos buscar en lugares que en principio descartaríamos. Y aceptar que tal vez no tengamos mucho tiempo.
Christy se quedó en silencio.
Sabía que ya estaba pensando en la próxima víctima.
3
El Halfway House no estaba tan lleno como el viernes anterior. Sin embargo, reinaba un vocerío animado y en la barra había bastante gente. El suelo estaba húmedo y sucio, porque todos entraban con los zapatos mugrientos a causa del tiempo lluvioso. De fondo, en algún lugar sonaba una radio con villancicos.
Todavía en la puerta, Gillian se cercioró de que ese vecino, Samson Segal, no estuviera dentro también ese día. De lo contrario, habría vuelto a salir enseguida. No quería que la volviera a ver tomando algo con un desconocido. A primera vista le pareció que no estaba y tampoco podía quedarse mucho rato más allí mirando con la puerta abierta, porque no tardaron en oírse quejas.
—¡Esa puerta! ¡Ni que estuviéramos en verano, joven!
John Burton salió a su encuentro cuando ella ya creía que el valor la estaba abandonando. Casi había albergado la esperanza de no encontrarlo allí, puesto que llegaba con casi cuarenta y cinco minutos de retraso. Se sintió adulada por el hecho de que la hubiera esperado y al mismo tiempo se le encogió el estómago a causa de los nervios.
—Qué bien que haya venido —dijo él. La ayudó a quitarse el abrigo y le puso una mano en el brazo para guiarla hasta una mesita que estaba en un rincón, con una botella de vino y dos copas—. Espero que le parezca bien esa mesa.
—Sí, claro. Siento haber llegado tan tarde. Todavía no dejamos a Becky sola por las noches, tenía que esperar a que mi marido volviera a casa.
En realidad, Tom había llegado más temprano que de costumbre a casa. Por la mañana, ella le había dicho que había quedado con Tara y él había accedido sin rechistar al acuerdo que tenían en esas ocasiones: él volvía tan pronto como era posible a casa para que Gillian pudiera marcharse sin prisas.
Pero todo habían sido vacilaciones y titubeos. Se había preguntado una y otra vez por qué se sentía tan insegura. John Burton era el entrenador de balonmano de su hija y la había invitado a tomar una copa de vino. No en casa de él, sino en un lugar público, en un pub. No había nada de lo que esconderse. Era ridículo que se sintiera tan confusa por eso.
Tara, con la que había estado hablando por teléfono durante la pausa de mediodía para asegurarse de que le proporcionaría una coartada, había puesto el dedo en la llaga.
—Si realmente no hay nada como dices, ¿por qué no te limitas a contarle la verdad a tu marido? ¿Por qué me necesitas?
—A Tom podrían pasarle ideas raras por la cabeza.
—¿Qué ideas te pasan a ti, por la cabeza?
—Tara…
Esta se había reído.
—Oye, que conmigo no tienes que justificarte para nada. Puedes utilizarme como pretexto ante Tom cuando quieras. Tampoco tengo ningún problema si esta noche decides acostarte con ese hombre tan excitante. Pero no quiero que creas que solucionarás tus problemas de ese modo. Con un idilio. Puede que pases un buen rato. Pero más, no.
—¡No me voy a acostar con él!
Tara no había respondido nada a eso, pero Gillian comprendió perfectamente el significado de la expresión «silencio elocuente».
Al fin y al cabo, ya había dicho que iría y no quería comportarse como una cobarde. Se había decidido por unos vaqueros y un jersey, se había cepillado el pelo a conciencia y como único maquillaje se había limitado a pintarse un poco los labios. No quería que Burton pensara que se arreglaba especialmente para él. Además, tenía que ser creíble para Tom: no solía arreglarse mucho cuando salía con Tara.
Nada más sentarse, John descorchó la botella de tinto.
—Aquí tienen un vino sorprendentemente bueno. Y si tiene hambre, podríamos…
Ella lo interrumpió de repente. En ese momento ni se planteaba la posibilidad de comer nada.
—No, gracias. Preferiría solo tomar algo.
Gillian bebió un trago. El vino le gustaba, pero por encima de todo conseguía relajarle los nervios. Enseguida se sintió un poco más serena.
—¿Cómo van las cosas con Becky? —preguntó John.
Gillian negó con la cabeza.
—Nada nuevo. De momento sigue sin llevarse especialmente bien conmigo. Cuando esta mañana le he dicho que no estaría en casa por la noche, se ha puesto de muy buen humor. Le encanta quedarse a cenar en casa a solas con su padre y ver la televisión un poco. Intento que no me afecte, pero la verdad es que duele.
—Creo que eso les ocurre a muchas chicas en una determinada edad, que desarrollan un apego especial por el padre. Y entonces la madre molesta. Pero todo eso cambiará. De repente le confiará a usted los secretos y el padre no se enterará de lo que sucede en realidad. Cualquier día de estos, él se encontrará por la mañana al joven que acaba de pasar la noche con su hija y se preguntará qué es lo que se ha perdido.
—Hace usted que todo suene muy sencillo.
John se encogió de hombros.
—En mi opinión, hoy en día se dramatizan demasiado las relaciones con los niños y los jóvenes. A veces solo es cuestión de dejarlos en paz.
—Pero otras veces eso puede resultar fatal.
—No hay ninguna receta patentada —admitió John.
Gillian cambió de tema.
—Por cierto —dijo—, oficialmente he quedado con mi amiga Tara. Le he dicho a mi marido que me encontraría con ella.
—¿Le ha mentido?
—Sí.
—Me da la impresión de que no lo hace muy a menudo.
Gillian tomó en el acto otro trago de vino tinto y se preguntó por qué se aventuraba tanto. No empieces a provocarlo de nuevo. Ni a flirtear con él y ese tipo de tonterías. ¡Tú no eres así!
—No. Por supuesto que no. Pero… simplemente no quería problemas.
—¿Debo suponer que él habría puesto pegas a que nos viéramos?
—¿A usted no le sucedería lo mismo si estuviera en su lugar?
—Yo no estoy casado. Y si no lo estoy es porque no he querido. Precisamente para no tener que ceder ante ese tipo de dificultades.
—Bueno, simplemente era más sencillo decir que salía con Tara —dijo Gillian.
Él asintió como si hubiera quedado convencido por la respuesta.
—Comprendo.
Durante un rato ninguno de los dos dijo nada.
—¿Por qué quería verme? —preguntó Gillian al fin—. Quiero decir que… creo que la última vez no se sintió usted especialmente a gusto.
—¿Qué le hace pensar eso?
—Bueno, básicamente porque no hice más que llorar y contarle un par de preocupaciones corrientes y banales. No es que eso resulte muy excitante.
Él la miró con aire pensativo.
—No la considero una mujer que se preocupe por cosas banales.
—Entonces, ¿cómo me ve?
—Como una mujer muy atractiva que tiene algún que otro problema. Pero ¿quién no los tiene?
—Hacia el final tuve la impresión de que se había molestado.
—No estaba molesto. Incómodo, tal vez. Sacó usted un tema sobre el que no quería hablar.
—Sobre su salida del cuerpo de policía.
—Exacto —dijo él con una expresión retraída.
Esa vez Gillian fue lo suficientemente lista como para no insistir.
—Todavía no ha respondido a mi pregunta —dijo ella—. ¿Por qué quería verme hoy?
—Sí, en realidad sí que he contestado —replicó él con una sonrisa. Gillian esperó a que se lo repitiera—. Acabo de decirle que es usted una mujer muy atractiva —aclaró él.
—¿Y ese es el motivo?
—Para ser sincero… sí.
Tanta franqueza la desarmó. Gillian no pudo más que sonreír.
—Estoy casada.
—Lo sé.
—¿Y adónde quiere ir a parar con todo esto?
—Eso lo decidirá usted —respondió John—. Al fin y al cabo es usted la que está casada. Tiene una familia y se ve obligada a decir que sale con una amiga para encontrarse conmigo. Es usted quien debe saber hasta dónde quiere llegar.
—Tal vez lo único que quiera sea acabarme la copa de vino y luego marcharme a casa.
—Tal vez —convino John con una sonrisa.
Además de sonreír, bajó la mirada. Parecía no creer en absoluto que ella fuera a cumplir con lo que acababa de decir: que se marcharía a casa. Ella sintió un cierto disgusto. De repente le pareció que John Burton sabía perfectamente lo que hacía y tuvo la sensación de que la estaba manipulando. Probablemente había recurrido a una serie de tretas de probada eficacia, consistentes en una secuencia de complacencias y rechazos, de sentencias serenas y la tentación de una sonrisa algo cínica, pero claramente estudiada. Pensó en la fiesta de Navidad del club de balonmano, cuando aquella madre había estado especulando acerca de la vida amorosa de ese entrenador tan guapo. Era probable que, en efecto, no tuviera pareja estable y que además no deseara tenerla. Se dedicaba a seducir a quien le apetecía en cada momento, vivía un breve idilio y luego iba a por el siguiente objetivo.
Gillian estaba convencida de que en ocasiones no tenía una idea clara de lo que deseaba, pero como mínimo en ese momento estaba segura de lo que no quería: no le apetecía convertirse en un trofeo más en la larga sucesión de conquistas de un atractivo donjuán. Se tomó el último trago que le quedaba en la copa e hizo un gesto para detener a John cuando ya estaba a punto de alargar la mano hacia la botella.
—Para mí no, gracias. Ha sido muy amable, John, pero creo que me voy a casa.
—¿Ya? —exclamó él, aparentemente sorprendido.
Ella se puso de pie.
—Sí. Es que ya me he decidido, ¿sabe?
Cuando él también se levantó, ella estaba ya camino del perchero. Pilló su abrigo al vuelo y cruzó la puerta antes incluso de ponérselo. Tras haber estado respirando el aire viciado y sofocante del interior, la noche fría y húmeda que encontró fuera le pareció maravillosa. Gillian disfrutó del frío y del silencio. Justo delante tenía la playa y el río. Contempló la abismal oscuridad nocturna del agua y oyó el leve gorgoteo de las olas. Olía a agua salada y a algas. Se puso el abrigo y enseguida sintió un enorme peso en el alma. ¿En qué estaba pensando cuando había decidido acudir a aquella cita?
Había dejado el coche aparcado en la calle y ya casi había llegado hasta él, cuando John Burton apareció a su espalda. Respiraba pesadamente.
—Espere —ordenó él—. ¡Dios mío, mire que camina usted rápido! Todavía tenía que pagar…
—No me apetecía esperarle —dijo Gillian mientras abría las puertas del coche con el mando a distancia. Quería montarse, pero John la agarró por un brazo para detenerla.
—¿Qué he hecho mal? —preguntó él.
—En principio, no creo que haya hecho nada mal —aclaró Gillian—. Es solo que no quiero.
—¿Que no quiere qué? ¿Tomar algo conmigo? ¿Hablar conmigo?
—No quiero mentir a mi marido y a mi hija y no quiero enredarme en nada que me obligue a hacerlo.
—Hoy ya le ha mentido a su marido.
—Y ya es suficiente. No quiero que se repita.
—Espere —le pidió él—, por favor. No suba al coche y se marche sin más. Siento haber actuado como un estúpido. —La detuvo cuando estaba a punto de replicar algo—. No, de verdad. Quería comportarme como un gran seductor, probablemente eso la ha molestado y créame que puedo comprenderlo. Lo siento. Más no puedo decir. De verdad, lo siento.
—No pasa nada. Es solo que…
—… que no me dará una segunda oportunidad.
—John, tiene que comprender…
—¿Podemos sentarnos un momento en su coche? —preguntó él—. Hace bastante frío y aquí en la calle nunca se sabe quién podría escucharnos.
—De acuerdo —consintió Gillian. Ella se sentó al volante y John en el asiento del acompañante.
—Me tiene fascinado —confesó él—. Y me encantaría volver a verla. Supongo que ya lo ha comprendido. Sé que las circunstancias no son las más propicias. Pero me da igual. No puedo quitármela de la cabeza. Lo he intentado durante todo el fin de semana y no lo he logrado.
—Estoy segura de que tiene muchas «amigas» que podrán consolarlo —repuso Gillian.
Él la miró fijamente a los ojos. Su rostro adoptó una expresión grave. Parecía sincero.
—No —negó él—, no tengo ninguna «amiga». Tal vez eso no cuadre con los rumores que circulan sobre mí, pero la verdad es esa. No estoy con ninguna mujer.
—Las madres del club lo consideran un seductor incorregible.
—Genial. Pero no es cierto. Mi última relación terminó hace más de un año. Desde entonces he vivido como un monje.
—Pues tal como se comporta parece que tenga mucha práctica conquistando a mujeres.
—Si realmente tuviera tanta práctica, me habría dado cuenta a tiempo de que con usted he tenido una conducta absolutamente equivocada. Me he disculpado, Gillian. Solo quería parecer más chulo de lo que soy. Ha sido una idiotez.
—Intenta usted parecer muy misterioso.
—¿Qué desea saber? ¡Se lo contaré! —La mirada de él era casi una súplica—. ¡No quiero ocultarle nada, Gillian!
—¿Por qué abandonó el cuerpo de policía?
Pareció como si John hubiera quedado anímicamente derrumbado. Levantó las dos manos en un gesto de desamparo.
—¡Oh, Dios! No renunciará a saberlo, ¿verdad?
—Simplemente me interesa —dijo Gillian.
—De acuerdo —convino él, resignado—, aunque lo más probable es que me eche enseguida del coche cuando se lo diga. Y que acabe dando de baja a su hija del club.
—Eso no suena nada bien.
—No. Hace ocho años me denunciaron por coacción sexual. Fue una joven que estaba de prácticas a mi cargo. La fiscalía sobreseyó el procedimiento por falta de pruebas, no llegó a celebrarse el juicio. Sin embargo, no podía seguir en el cargo, nada volvió a ser igual. ¿Satisfecha?
Ella lo miró asustada.
4
Nada más llegar a casa, cuando hubo detenido el coche frente al garaje, una sombra se movió en el camino que llevaba hasta la casa. Era Tom.
—He oído tu coche —explicó él—, y he pensado…
Ella cerró el coche con llave.
—¿Qué has pensado?
—He pensado en venir a recibirte —dijo él con una sonrisa.
El gesto de Tom conmovió a Gillian. A menudo había tenido la impresión de que su marido estaba casado sobre todo con la empresa y no con ella, que quedaba en tercer lugar después del club de tenis. No obstante, había momentos en los que notaba aquella calidez que los había mantenido tan unidos años atrás y que seguía presente, si bien oculta por la rutina. Sin embargo, precisamente esa noche ella habría preferido no recuperarla.
Notó que Tom la miraba de reojo.
¿Qué ha visto?, se preguntó acongojada. ¿Qué está pensando?
Lo que a Tom le pasaba por la cabeza era algo parecido. Veía a Gillian con su pelo largo, siempre caótico, y los rasgos menudos de su perfil. Veía a la mujer que conocía desde hacía más de veinte años, a la que había conocido mientras estudiaban y sin la cual poco después la vida le había parecido inconcebible. Hacía tiempo que no la observaba con tanta intensidad como lo estaba haciendo esa noche. Había sido una súbita inquietud la que lo había instado, la que lo había empujado a abandonar la calidez del salón y enfrentarse al frío solo porque le había parecido oír a lo lejos el motor del coche.
En ese momento Tom se preguntaba con inquietud cuál debía de ser el motivo de esa inquietud que sentía.
Gillian tenía diecinueve años cuando entró en la universidad y lo había dejado fascinado desde el primer momento. Era diferente a las demás estudiantes y no solo por su llamativo pelo revuelto. Había algo anticuado en su manera de ser que la hacía destacar entre las demás. Gillian era la única hija de unos padres excesivamente protectores y previsores que desde pequeña la habían advertido, en cualquier pequeño paso que daba, de los peligros de un mundo maligno y peligroso. En la universidad experimentó por primera vez la sensación de libertad. Había elegido Glasgow a pesar de residir en Norwich, en el Anglia Oriental. Más adelante le confió a Tom que había tomado esa decisión por un único motivo: para poner la distancia suficiente entre ella y sus padres, de manera que su madre no pudiera acudir a verla cada fin de semana.
Gillian había actuado de forma insegura, a menudo vacilante e inexperta, pero su timidez dejaba percibir también una gran alegría de vivir. Su madre la había controlado hasta tal punto que ningún hombre había conseguido estar con ella a solas jamás y esa circunstancia había contribuido también a minar la seguridad que Gillian debería haber desarrollado. La mayoría de las chicas tenían novio a partir de los dieciséis años. Ella no tenía ni idea de lo que era estar con un hombre.
Pero luego llegó Tom. Tras un verdadero asedio, él consiguió convertirse en su pareja en un santiamén y de repente Gillian floreció, no solo gracias a ese joven atractivo que además era la estrella del tenis de la universidad, sino también porque ella había descubierto su propia fuerza y capacidad y comprobó que la vida, en contra de las advertencias de su madre, no estaba repleta de amenazas, sino que era sobre todo emocionante y estaba llena de desafíos. Ganó cierta popularidad entre los compañeros de clase y los profesores, sacaba buenas notas y salía a bailar cada fin de semana. Después de licenciarse trabajó un par de meses en una productora cinematográfica para ganar algo de dinero y ya no la dejaron escapar. En lugar de eso, le ofrecieron un puesto fijo y le transfirieron plenas competencias y poco tiempo después ya se encargaba de los cálculos financieros de los proyectos completamente sola. En esos tiempos, Gillian parecía irradiar una especie de luz interior.
Pero ha cambiado, pensaba Tom entonces, y tal vez sea eso lo que me preocupa. Que ya no brilla, que ya no resplandece.
—¿Y cómo te ha ido con Tara? —preguntó mientras entraban por la puerta de casa—. Habéis estado en un bar, ¿verdad?
—Sí. ¿Por qué?
—Se nota por el olor. Por cierto, ¡has vuelto muy temprano!
Después de despedirse precipitadamente de John Burton había acudido a un aparcamiento cerca de la escuela de Becky para esperar un rato y no dejarse caer por casa demasiado pronto. Por un momento había pensado en la posibilidad de ir a ver realmente a Tara y comentar con ella aquellas inquietantes novedades, aunque eso habría supuesto tener que ir a Londres y tenía muy claro que su amiga no sería la mejor persona para hablar acerca de ello. Seguro que para Tara John Burton se habría acabado para siempre y no se habría quedado tranquila hasta que Gillian hubiera dado de baja a Becky del club de balonmano. Era jurista. El hecho de que el procedimiento contra John se hubiera suspendido y ya no pesaran acusaciones sobre él probablemente no la habría impresionado mucho. Estaba más que acostumbrada a esa situación de «falta de pruebas».
En algún momento Gillian había empezado a tener demasiado frío y había decidido volver a casa, pero seguía siendo demasiado temprano para regresar tras un supuesto encuentro con su amiga.
—Tara tenía otra cita después —se apresuró a explicar tras el comentario de Tom—. Ya sabes, nunca tiene mucho tiempo. Solo podíamos vernos un rato a medio camino entre aquí y Londres.
—Ya veo —dijo Tom mientras contemplaba a Gillian ante la luz clara del recibidor—. Pareces tensa. ¿Va todo bien?
—Por supuesto. Pero… bueno, las historias que Tara me cuenta acerca de su trabajo a veces me dejan un poco tocada.
—De todos modos no comprendo por qué tiene que… —empezó a decir Tom.
Ella lo interrumpió antes de que su amistad con Tara volviera a quedar en el centro de las críticas de su marido.
—¿Becky está durmiendo ya?
—Se ha metido a la cama hace veinte minutos, justo después he ido a verla y ya dormía. Con Chuck, por supuesto. No he tenido ningún problema con ella.
Claro. Nunca los había entre él y Becky. Los problemas parecían reservados únicamente para Gillian.
—Hemos pedido una pizza —prosiguió Tom— y nos la hemos comido viendo la tele. Ya sabes cómo le gusta eso. Comer directamente de la caja de cartón y sentada en el suelo.
—Solo que no puedo hacer eso cada noche —repuso Gillian—. También tiene que comer cosas sanas y de vez en cuando incluso utilizar tenedor y cuchillo. Y tiene que irse a la cama más pronto, ¡si no, al día siguiente se duerme en clase!
Gillian se dio cuenta de que había utilizado un tono más cortante de lo que se había propuesto. Tom parecía confuso.
—¡No era una crítica contra ti, Gillian! Lo de hoy ha sido una excepción, por supuesto. Pero tampoco es que me quede muchas veces solo con Becky, por eso hemos querido hacer algo un poco especial.
Ni siquiera ella sabía por qué se había alterado tanto. Tom tenía razón y no era que no se alegrara de que él y Becky compartieran una noche de pizza y televisión de vez en cuando. Era una mujer adulta y probablemente era ridículo que se sintiera celosa y maltratada. Era injusto y, a la vez, más que normal en muchas familias: Tom era el padre, apenas pasaba tiempo con su hija y, cuando lo hacía, se mostraba permisivo e imprudente. Ni que decir tiene que a Becky le parecía más que divertido. Gillian era la madre, se encargaba de la hija mucho más a menudo y tenía que ocuparse de tareas más ingratas: era la que ponía ensalada y verduras en la mesa, la que insistía en que terminara los deberes y le echaba la bronca cuando el cuarto de Becky tendía poco a poco hacia un caos impenetrable. Se había convertido en el blanco de las iras de su hija, mientras que Tom solo recibía su admiración.
—Tal vez debería ir cada día a Londres —dijo ella de repente—. Y volver a trabajar más. Quizá sea lo mejor para mí.
Tom la miró sorprendido.
—No tengo absolutamente nada en contra. Haces un trabajo excelente y sería fantástico tenerte más a menudo en la empresa. Sin embargo, Becky…
—No pasa nada porque Becky se quede sola más a menudo. De todos modos se siente demasiado controlada por mí. Debería darle un poco más de aire. Siempre les he reprochado a mis padres que fueran tan protectores y restrictivos conmigo y tal vez llevo demasiado tiempo repitiendo los mismos errores que ellos cometieron conmigo.
—Becky solo tiene doce años —le recordó Tom—. A esa edad tienen prisa por crecer.
Tom entró en el salón, se quedó junto a la ventana y contempló la oscuridad que reinaba fuera, aunque no pudo ver más que la habitación reflejada en el cristal.
—Tal vez deberíamos probarlo —sugirió él.
Ella lo siguió después de haberse quitado las botas.
—Le gustaría que confiara más en ella. Y no quiero limitarme a ignorarla.
Tom se volvió hacia Gillian. Ella pudo ver lo cansado que estaba, parecía realmente agotado. Al mismo tiempo, su espíritu emprendedor seguía vibrante y probablemente habría preferido desahogarse en la pista de tenis lanzándole bolas imparables a su contrincante. En los últimos años, un problema cada vez más grave para él era que ese motor interno seguía acelerado cuando ya había salido de la oficina y no era capaz de apaciguarlo. Parecía tener una descarga de adrenalina continua durante todo el día. Desde que se había independizado de sus padres había experimentado esa sensación de forma permanente. Era incapaz de controlar sus revoluciones, parecía estar siempre bajo los efectos de estimulantes aunque Gillian sabía perfectamente que no era así, que ese era su estado natural. De vez en cuando, Gillian le suplicaba que fuera a ver a un médico. Tenía miedo de que estuviera camino de un infarto, puesto que cumplía con todas las típicas condiciones para ello.
—Mi corazón está perfectamente —decía él entonces.
Como si él pudiera saberlo… Al fin y al cabo, desde que ella lo conocía, Tom siempre evitaba cualquier cosa que tuviera una relación, por remota que fuera, con una consulta médica.
Ella se le acercó, y le puso una mano sobre el brazo con suavidad.
—Todo irá bien —aseveró ella.
—Por supuesto —dijo Tom.
Él no sabía con exactitud a qué se había referido Gillian, pero tuvo la impresión de que ya no hablaba de Becky, que se trataba de otra cosa. Debía de tener algo que ver con su distanciamiento mutuo, con el hecho de que a Gillian ya no le brillaran los ojos como antes. Con la evidencia de que se había vuelto un adicto al trabajo, al tenis y de que no pasaba suficiente tiempo con su esposa. Gillian jamás le reprochaba esas incontables horas extras, al fin y al cabo la empresa era de los dos y ella conocía también las dificultades que había para todos desde que el mundo se había visto inmerso en la peor recesión que se había conocido desde los años veinte del siglo pasado. No era una mujer que se lamentara porque su marido luchara con todas sus fuerzas por lo que habían creado juntos. En parte, Gillian incluso comprendía que él practicara tanto deporte, hasta un punto tal vez excesivo, porque entendía que era una válvula de escape sin la cual sería incapaz de soportar esa sobrecarga mortal.
Pero lo que Gillian no comprendía, en cambio, era por qué ya no le dedicaba tiempo a ella. No le dedicaba tiempo cuando se acostaba en la cama a su lado. Y eso la hacía sufrir.
Él tampoco lo comprendía. Amaba a Gillian. Sabía con exactitud el momento en el que tuvo claro que quería casarse con ella y que no volvería a haber otra mujer para él: mientras estudiaban en la universidad, un fin de semana fueron de excursión por las Highlands escocesas, con la tienda de campaña y todo lo necesario para cocinar fuera, el tiempo era soleado, fabuloso. A su alrededor solo tenían la sobrecogedora soledad y extensión de las turberas y en las colinas relucía el intenso color lila del brezo. Por la noche encendieron una hoguera y luego se acurrucaron juntos en un saco de dormir para calentarse del frío que les sobrevino. Cuando se levantaron al día siguiente, el tiempo había cambiado por completo: la niebla era tan espesa que no se veían tres en un burro. Durante el camino de vuelta, en un despeñadero rocoso al que tuvieron que encaramarse, Tom de repente resbaló y tuvo la mala suerte de romperse un pie en la caída. Se quedó tendido entre las piedras, rodeado por la fría y húmeda niebla, medio desmayado por el dolor, vomitando y sufriendo mareos. No tenía ni idea de cómo salir de ese maldito lugar remoto y poder llegar de nuevo al aparcamiento en el que habían dejado el decrépito coche oxidado que los había llevado hasta allí. Gillian se asustó muchísimo, pero se recompuso enseguida y no rompió a llorar ni se quedó acongojada. Utilizó unas ramas y vendas de gasa para entablillarle el tobillo. Cargó con la pesada tienda, ayudó a Tom a levantarse y le sirvió de apoyo, de manera que ese hombretón de metro noventa pudo continuar avanzando por el estrecho sendero trillado que recorría los húmedos valles y subía por las peñas en las que el frío les calaba los huesos. Ella lo animó en todo momento a superar el dolor que tanto lo atormentaba y, cuando estaba ya a punto de sucumbir, rendida al peso con el que había tenido que cargar y apenas podía tenerse en pie, continuó imperturbable, con los dientes apretados e impulsada por una determinación inquebrantable.
En esos momentos, él solo pensaba que no estaba dispuesto a dejarla escapar jamás.
No es que estuvieran unidos únicamente porque en esos momentos se hubiera erigido como su salvadora. Es que con ello le había demostrado también cuál era la esencia de su ser: la fuerza, la voluntad, la capacidad de hacer lo que era necesario en cada momento.
Se habían casado antes incluso de finalizar los estudios.
Los sentimientos de Tom no habían cambiado desde entonces, en cualquier caso no habían cambiado en su interior, de eso estaba seguro. Gillian seguía siendo la mujer a la que amaba, a la que se entregaba ciegamente. Su puntal, su compañera. Pero para demostrárselo habría tenido que detener su frenética actividad y eso era algo que ya no estaba en sus manos. No podía detenerse, tomar aire y volver a ser el Thomas de antes. Se había dejado arrastrar por la vida y era incapaz de bajar el ritmo.
Literalmente, no sabía cómo hacerlo.
—Te quiero, Gillian —dijo en voz baja.
El asombro con el que ella lo miró casi le pareció doloroso. ¿Realmente hacía tanto tiempo que sus labios no pronunciaban esa frase?
—Yo también te quiero —contestó ella.
Tom contempló el rostro de su esposa. La vio distinta, le sucedía algo, a su vida le sucedía algo y él no sabía qué era.
—Tengo que contarte algo —empezó a decir ella de repente—. Hoy he…
Gillian se detuvo. Tom la miró con actitud interrogante.
—¿Sí?
—Bah, nada —exclamó Gillian—. En realidad no tiene importancia.
Una hora y media antes, John Burton todavía estaba en su coche y le había hecho una confesión que la había dejado sin habla durante unos minutos, hasta que este había recogido un viejo tíquet de compra que había encontrado enrollado sobre el salpicadero, había sacado un lápiz de su chaqueta y le había garabateado un número en el pedacito de papel.
—Aquí tienes. Mi número de móvil. No volveré a molestarte, pero si alguna vez te apetece hablar conmigo, puedes llamarme en cualquier momento. Ya te he dicho lo que querías saber y tal vez quieras saber más detalles o incluso hablar de otra cosa, me da igual. ¡Solo tienes que llamarme!
Con esas palabras, salió del coche y desapareció entre la oscuridad. Gillian tardó un rato en darse cuenta de que la pelota estaba ahora en su campo. Podía llamarle. Pero también podía intentar olvidar aquel episodio.
—¿Estás segura? —preguntó Tom—. ¿Estás segura de que no tiene ninguna importancia?
Ella asintió.
—Vamos a dormir —dijo ella.