1
Había comprado salchichas y unas cuantas galletas para perros, con lo que había conseguido desviar al animal de su recorrido habitual. Sabía perfectamente cómo actuaban y esa mañana no tenía por qué equivocarse. El perro ya bajaba por el prado antes de que llegara su dueña. Samson sabía que tenía un margen de aproximadamente un minuto antes de que la mujer apareciera tras los árboles. Esperó acurrucado al límite de la zona verde, medio camuflado por los arbustos pelados, y con un pedazo de salchicha en la mano intentó seducir al animal.
—Ven, perrito. ¡Vamos, ven! ¡Tengo aquí algo delicioso para ti!
Por desgracia no sabía cuál era el nombre del perro. Nunca había oído cómo lo llamaba su dueña. Todo dependía de que fuera capaz de atraer la atención del animal. El olor a carne se ocuparía del resto.
Efectivamente, el chucho acudió enseguida meneando la cola y lo saludó como si se tratara de un viejo amigo. Se tragó la salchicha sin masticar y a continuación siguió a aquel desconocido lleno de expectación. Samson dobló la esquina y se escondió de nuevo en otro lugar. No podían verlo con el perro.
A lo lejos, oyó cómo lo llamaban.
—¡Jazz! ¡Eh, Jazz! ¿Dónde estás?
O sea que se llamaba Jazz. Al fin podía ponerle nombre a ese perro enorme y desgreñado. Jazz levantó las orejas y volvió la cabeza. Samson cogió otra salchicha.
—¡Jazz! ¡Mira! ¡Salchichita!
La voracidad de Jazz pudo más que la llamada de su dueña y siguió trotando en busca de más carne. Llegó un momento en el que Samson se atrevió ya a agarrarlo por el collar y llevárselo. Llegaron al final de la zona verde y cruzaron la calle para subir junto al extenso campo de golf hacia el lugar de donde venía ella. Samson contaba con que la dueña de Jazz ya estaría buscándolo por abajo, junto al río, puesto que había visto desaparecer a su perro en esa dirección. Estaba seguro de que ella temería que hubiera cruzado la intersección al final del paseo marítimo y que algún coche pudiera atropellarlo. Samson había planeado vagabundear un rato por los alrededores del campo de golf para luego ir a la playa.
Tenía por delante un día largo y frío. Sin duda alguna, diciembre no era el mes más indicado para ese tipo de cosas, pero ¿iba a desperdiciar un tiempo precioso esperando a que llegara el verano? La conversación que había mantenido con Bartek le había llegado al alma. No quería quedar como un chiflado, como alguien que se había alejado de la vida, de la realidad y vivía ensimismado en absurdas ensoñaciones. Tenía que hacer algo, pasar a la acción. En eso Bartek tenía razón.
La idea de Jazz se le había ocurrido dos noches atrás y enseguida le había parecido genial. Secuestraría al perro, pasaría tres cuartas partes del día vagando por ahí con él y luego se lo llevaría de vuelta a su desesperada dueña. Le contaría que lo había capturado en alguna parte. Ella reaccionaría aliviada y le estaría tan agradecida que tal vez incluso lo invitaría a tomar un café. Con un poco de suerte incluso conseguía algo más.
Después de zamparse una segunda salchicha y las galletas, Jazz se inquietó un poco. Estaba clarísimo que quería volver con su dueña. Al final, Samson se quitó el cinturón de los pantalones y lo pasó por el collar para utilizarlo como correa. Decidió hablarle al perro para intentar tranquilizarlo.
—Enseguida volvemos a casa. No te preocupes. Tu ama debe de estar buscándote. Debe de estar bastante inquieta y créeme que me sabe tan mal como a ti. Pero ¿tú sabes lo contenta que se pondrá cuando te vea de nuevo en la puerta de casa? Tal vez entonces le caiga bien en el acto. Todavía no he encontrado a ninguna mujer a quien le haya gustado, ¿sabías?
Jazz lo escuchó con atención sin parar de menear el rabo. Está bien, esto de hablar con un perro, pensó Samson. La expresión de sus ojos denotaba una gran concentración, como si de verdad comprendiera lo que le estaba diciendo. Y Samson podía estar seguro de que no se burlaría ni se reiría de él, daba igual lo que le dijera, como tampoco iría contando por ahí los secretos que pudiera confiarle.
—Siempre he querido tener un perro —dijo Samson—. Pero primero fueron mis padres los que no quisieron. Y ahora, Millie.
Sintió el odio como una llamita candente en el estómago en cuanto hubo pronunciado el nombre de su cuñada. Millie, esa mujer tan insatisfecha y tan fría que no desperdiciaba ni una sola ocasión de demostrarle lo que pensaba de él: que era un fracasado, nada más que un fracasado. Que sobraba. Que no debería haber nacido.
—Millie es la que manda en casa —le confió a Jazz—. Aunque la casa sea mía y de mi hermano. Sin embargo, por desgracia es ella quien lleva los pantalones en su matrimonio. No comprendo cómo pudo casarse con una arpía como esa. Bueno, sí, antes era muy guapa…
Gavin jamás había tenido problemas con las mujeres. No era un tipo del que ellas salieran huyendo. En su caso, de alguna forma todo había sido bastante normal, discreto. Gavin era mediocre en todos los sentidos. Samson sabía que la mayoría de las personas se habrían enfadado al ser calificadas como mediocres. Pero toda esa gente no tenía ni idea de lo que era fracasar en todo y que todos te pisotearan. No sabían lo que era estar por debajo de la media.
—Tu dueña me parece muy guapa —le dijo a Jazz—. No me gusta tanto como Gillian, pero Gillian ya está casada.
Jazz emitió un suspiro sordo y Samson le acarició la cabeza.
—Tu dueña ni siquiera sabe que existo. Pero tal vez eso cambie hoy mismo. De verdad, no tengas miedo, esta noche la verás de nuevo.
Habían llegado al aparcamiento del club de golf. Solo había un coche, el resto de las plazas estaban vacías, puesto que aún era muy temprano y hacía mucho frío. Samson se atrevió a acercarse al local del club. Todas las ventanas estaban a oscuras, no había nadie. En la puerta, un gran cartel anunciaba una fiesta navideña que tendría lugar el sábado siguiente en el club. Unas grandes letras de color rojo chillón indicaban que lo organizaba el conocido abogado londinense Logan Stanford. El plato fuerte de la fiesta sería una tómbola benéfica a favor de los niños rusos que vivían en la calle.
Samson conocía a Logan Stanford. No lo conocía personalmente, claro, pero sabía quién era por las revistas de cotilleos que tanto le gustaba leer a Millie y que iba dejando por toda la casa. Stanford era un abogado muy reputado, que se codeaba con los más ricos y poderosos del país, se decía que incluso con Downing Street. Había dos cosas que no le faltaban: dinero e influencia. Y era conocido por los continuos actos de beneficencia que organizaba por todo el país. Lo llamaban «el Caritativo» y la verdad es que le hacía justicia. Reunía grandes sumas de dinero y las ponía al servicio de los más necesitados del mundo y, sin embargo, Samson no podía evitar mirarlo con reticencia cada vez que lo veía en las páginas del Hello! En su opinión, Stanford impostaba esa mirada pensativa que escondía a un verdadero ególatra. Igual que sus invitados… Todas esas caras con la piel estirada y los rasgos deformados por el bótox, esos lujosos trajes de noche, esas joyas brillantes, champán hasta decir basta. La society, por encima de todo celebraba lo encantada que estaba de conocerse, pero a fin de cuentas era indiscutible que conseguían reunir dinero para aquellos a quienes las cosas no les iban tan bien como a la clase alta británica.
—Ya, ¿y qué? —le había dicho Millie una vez en la que Samson había expresado su malestar al respecto—. ¿Dónde está el problema? Al menos hacen algo. Pasándoselo bien no molestan a nadie, ¿no?
La verdad era que él no había sabido decir a quién podrían molestar con eso. Tal vez era la sensación de que a esa gente no les importaba tanto la miseria en el mundo como la imagen que proyectaban. Quizá lo que pasaba era que él no era capaz de ver la conexión entre los problemas de los niños de la calle en Rusia y las esposas operadas de la flor y nata de la sociedad inglesa.
Pero tal vez en realidad todo eran tonterías. Al fin y al cabo, quizá lo único importante era el resultado y no llevaba a ninguna parte preguntarse si todos los que participaban en ello en realidad se dedicaban a esos actos de beneficencia de todo corazón y plenamente convencidos. En ese sentido, Millie tenía razón: al menos hacían algo.
Samson estuvo vagabundeando un rato por los alrededores del local social y por el aparcamiento del club antes de atreverse a tomar el camino que bajaba hasta el río. Naturalmente, corría el riesgo de encontrarse con la dueña de Jazz, que probablemente estaría fuera de sí, pero de todos modos no podía pasarle nada: le diría que había capturado al perro y que estaba llevándolo hasta su casa.
Llegó a la playa sin más contratiempos. La arena estaba húmeda y la niebla formaba nubes oscuras por encima del agua. Los graznidos de las gaviotas sonaban atenuados. Ya no hacía tanto frío como durante los días anteriores, pero para Samson la humedad era todavía peor. Atravesaba la ropa con insidia y le calaba los huesos. No solo le helaba el cuerpo, sino que además se lo roía literalmente por dentro.
Pasearon por la playa y pasaron de largo junto a las casetas de baño vacías, con sus fachadas de colores y las decoraciones de madera de los tejados. No encontraron a nadie. Jazz parecía haberse conformado con la situación. Trotaba junto a Samson, de vez en cuando olfateaba las porquerías que el río había llevado hasta la orilla y, cuando algo le parecía especialmente interesante, levantaba una pata delantera. Parecía de buen humor.
A Samson le entraron ganas de darse de tortas por no haber pensado en aparcar el coche por los alrededores para, dado el caso, poder calentarse dentro. Era un idiota. Se había propuesto esperar hasta la tarde antes de devolver a Jazz. Cuanto más nerviosa y asustada estuviera la dueña del perro, más agradecida se mostraría. Pero hasta entonces, Samson ya habría pillado una buena gripe.
Tan inteligente como siempre, pensó Samson. Típico de mí.
Tras un rato que le pareció eterno, llegaron al cabo en el que el Támesis daba paso al mar del Norte. Allí, en Shoeburyness, entre las estupendas playas y prados, había viejas fortificaciones con las que Inglaterra había intentado defenderse de una posible invasión alemana durante la guerra. Samson conocía bien la zona. Gavin y él habían jugado mucho por allí de niños, a pesar de que quedaba bastante alejada de la bahía de Thorpe. Gavin siempre iba con sus amigos y se llevaban a Samson, porque su madre insistía en ello. El resto de los niños se quejaban pero, aunque fuera de mala gana, acababan aceptándolo. Samson aprendió muy pronto lo que significaba que no te quisieran. Que no te aceptaran.
Todavía pensaba en lo que acababa de contarle a Jazz en el club de golf, a pesar de que le parecía que habían pasado horas desde entonces. Que su dueña le parecía muy guapa. ¿Por qué había sentido la necesidad de explicárselo a Jazz? ¿Porque en realidad no era eso lo que sentía?
Bueno, no se podía decir que no fuera guapa. Pero a decir verdad su aspecto tampoco lo volvía loco. Y no era una mujer en la que pensara a todas horas. Cuando estaba en la cama de noche y pasaba el rato mirando el techo, no creía reconocer su tenue figura en el brillo de las farolas que iluminaban la calle frente a su ventana. Simplemente era la única mujer del barrio que tenía más o menos la misma edad que él y que, al parecer, no tenía ninguna relación estable. Por supuesto, en ese punto Bartek arquearía las cejas de nuevo y le preguntaría por qué demonios tenía que limitarse de ese modo. ¿Por qué la única mujer adecuada que había descubierto en sus incursiones callejeras representaba la única mujer del mundo con la que le parecía concebible tener una relación? Bartek empezaría a hablar de nuevo sobre Internet y las posibilidades que ofrecía. Muy listo, como si Samson no hubiera podido llegar a esa conclusión por sí mismo. Incluso había conocido a un par de mujeres de ese modo. Pero lo que recordaba de aquellos encuentros era que habían sido especialmente laboriosos, algunos de ellos incluso penosos. No tenía ni idea de cómo fascinar a una mujer y tras unos minutos se había dado cuenta de que la persona que tenía delante se estaba aburriendo. Eso agravaba todavía más su tartamudeo y acababa recurriendo a los temas de conversación más inverosímiles. Y en cuanto las mujeres se daban cuenta de que todavía vivía con su hermano y su cuñada, tomaban las de Villadiego enseguida. El hecho de que estuviera en el paro, además, tampoco mejoraba precisamente las cosas.
Se habían marchado de la playa, habían cruzado el gran aparcamiento que tanto se llenaba en verano y tan vacío estaba ese día y se habían dirigido hacia el interior hasta llegar al Gunners Park, una gran extensión que, a pesar de los numerosos senderos que la recorrían, mantenía aún su estado original. Prados, campos, bosquecillos, pero también amplias extensiones de hierba expuestas a los vientos procedentes del mar del Norte. El parque, que en algunas partes estaba restringido al público, era una reserva natural y un lugar de incubación para innumerables tipos de aves. También gozaba de bastante popularidad entre los excursionistas de la región. Samson recordaba haber hecho varias excursiones escolares que siempre habían terminado con una barbacoa. Clavaban una salchicha en el extremo de un palo y la sostenían por encima de las llamas, abrían los recipientes de plástico con ensalada de patata y los botellines con zumo de naranja. Los chicos se divertían y disfrutaban del día, todos menos Samson, que siempre deseaba que aquello terminara rápido debido a la soledad que sentía entre tanta alegría colectiva. Solía sentarse solo con la mochila que con tanto esmero y cariño le había preparado su madre. Por la manera como le preparaba el equipaje para esas excursiones, Samson notaba lo mucho que su madre lo quería y cuánto llegaba a desear esta que su hijo lo pasara bien yendo de excursión. Pero la influencia de su madre fue decayendo con el tiempo. Cuando era pequeño, todavía había podido asegurarse de que los demás niños le hacían caso, pero más adelante, ya en la escuela secundaria, ese control se había tambaleado, hasta que se convirtió en un adolescente con la cara llena de granos y dejó de funcionar definitivamente. Y con las chicas no le había ido bien en absoluto.
Se sentó en un banco. Jazz se acurrucó junto a sus pies. La niebla los envolvió por todos los lados e impidió que Samson pudiera gozar de las vistas. El mar había desaparecido por alguna parte tras ese velo grueso y húmedo.
Samson pensó en Gillian Ward.
De hecho, desde hacía un tiempo no hacía más que pensar en Gillian Ward y además pensaba en ella como si no se tratara de una mujer casada. El día anterior había estado rondando cerca de su casa. Había visto que una amiga había acudido a visitarla y había aprovechado para observarla furtivamente un momento. Desde entonces pasaba casi todo el tiempo pensando solo en Gillian.
—Jamás intentaría convertirla en mi esposa —le dijo a Jazz—, porque ya está casada y tiene una hija. Los Ward son una familia de película. Una familia como esa no debe destruirse.
Jazz inclinó la cabeza como si intentara comprender lo que Samson le estaba contando.
Una familia de ensueño…
Samson había sufrido un susto de muerte cuando había visto entrar a Gillian en el Halfway House el viernes por la noche. ¿Qué estaba haciendo allí? ¡Sin su familia! ¿Y quién era el tipo que la acompañaba? Samson no lo conocía, no lo había visto jamás cerca de la familia Ward. A primera vista, no podría haberle caído peor, por lo que intentó analizar esa antipatía de un modo hasta cierto punto objetivo. ¿Eran simples celos? ¿O la envidia que sentía por el hombre que acompañaba a Gillian tenía más que ver con el hecho evidente de que se trataba de uno de esos tipos que solo tienen que chasquear los dedos para llevarse a cualquier mujer a la cama? ¿O realmente había algo en él que hubiera despertado las suspicacias en Samson? ¿Algo sucio, algo turbio? ¿Algo insincero? Así es como Samson habría definido a ese hombre, aunque tampoco quería ser injusto con él. Estaba sentado en el pub con la mujer que él anhelaba, con la que le habría gustado salir. Como mínimo, en sus fantasías, porque en la realidad le temblaban las piernas con solo pensarlo. Porque Samson estaba convencido de que no sería posible compartir mesa con ella, charlar y tomar una copa de vino sin que se diera cuenta de lo miserable que él era, de que no era ni gracioso ni excitante; de que a menudo tropezaba con su propia lengua al hablar; de que tartamudeaba y de que era incapaz de contar algo con gracia. Siempre que había tenido una cita con alguna mujer, Samson las había visto bizquear con discreción para consultar el reloj o esforzarse, con más o menos éxito, para reprimir un bostezo. Eso siempre le había provocado sudores y había despertado todavía más dudas en él. Con Gillian eso no podía sucederle, de lo contrario la única opción posible sería el suicidio.
Por consiguiente, de momento lo que tenía que hacer era pensar en la dueña de Jazz. A ver cómo salían las cosas con ella. ¡Ojalá no faltara tanto! Consultó el reloj, eran las nueve de la mañana. No quería presentarse en su casa antes del anochecer.
Maldijo la idea que había tenido. Lo más probable era que al final tampoco consiguiera nada de todos modos.
2
Millie había terminado el turno a las doce en punto y emprendió el camino de vuelta a casa enseguida. No se quedaba ni un segundo más de lo necesario en la residencia geriátrica en la que trabajaba. No soportaba el olor que se respiraba allí dentro, el aspecto de aquellos ancianos llenos de achaques, las frases incoherentes del parloteo sin sentido de los enfermos de demencia. Los largos pasillos, el odioso suelo de linóleo. La visión de los grandes carros con los que ya por la mañana transportaban las bandejas del almuerzo a las habitaciones. A Millie, la comida de la residencia le parecía tan horrorosa que, ya en casa, a menudo era incapaz de comer nada más durante el resto del día, se le revolvían las tripas al pensar en el contenido de los platos y tazas de plástico. Al menos eso la ayudaba a mantener la línea, tal vez eso fuera lo único bueno de su trabajo. Envejecía a cámara rápida y era consciente de ello, pero al menos tenía buen tipo. En ocasiones se pasaba más de una hora mirándose en el espejo del dormitorio para evitar caer en una depresión. Contemplar su cuerpo enfundado en unos vaqueros estrechos y un top ajustado la ponía de buen humor de nuevo al menos durante un rato.
Tenía que coger el tren de Tilbury a Thorpe Bay. Gavin y ella solo podían permitirse tener un único coche y la mayoría de las veces era Gavin quien lo utilizaba, porque de lo contrario tendría que levantarse todavía más temprano para empezar su turno de mañana con puntualidad. A Millie la irritaba mucho el hecho de que Samson tuviera coche propio y pese a todo no lo utilizara casi nunca. Se preguntaba qué demonios debió de haberle pasado por la cabeza a su suegra para haberle dejado en herencia el coche a ese fracasado. Gavin le había dicho que su madre había tenido una relación muy estrecha con Samson, que ella siempre se había creído en la obligación de cuidarlo y protegerlo de un modo especial.
—Siempre se preocupaba por él. Siempre solo, siempre retraído. Daba igual lo que hiciera, por algún motivo no le salía nada bien, siempre ha sido muy torpe. Siempre, ya desde el parvulario. Antes de morir, lo que más angustiaba a nuestra madre era pensar qué sería de Samson.
Mientras recordaba esa conversación, Millie reaccionó con una mueca. ¡Era tan injusto! Gavin tenía trabajo. Y esposa. Era un hombre completamente normal. ¿Y quién se quedaba con el coche? Su hermano menor, el que siempre terminaba enervando a todos los que tenía cerca.
El trayecto de tren duraba una eternidad y Millie tenía que reunir todas sus fuerzas para evitar que su cabeza dejara de darle vueltas al hecho de que si hubiera ido en coche habría llegado ya a casa hacía rato. Si se dejaba llevar por esas cavilaciones se enfurecía todavía más y sabía que era precisamente esa rabia la que surcaba aquellas profundas líneas en su rostro, las que le daban esa expresión amargada.
La rabia la envejecía.
Anduvo al trote por las calles hasta llegar a casa. Tenía un buen trecho desde la estación. Por las noches y de madrugada brillaban por todas partes los adornos navideños de las casas, pero a esas horas, hacia mediodía, reinaba la atmósfera desangelada de un día de diciembre neblinoso y plomizo. En otoño, el follaje multicolor había teñido de rojo y oro el poblado jardín, mientras que las ramas estaban completamente peladas y destacaban, afiladas y negras, sobre el cielo gris. Sin embargo, la niebla ya no estaba tan baja, quizá acabaría aclarándose por la tarde e incluso dejaría pasar algún que otro rayo de sol, aunque en aquella época del año se hacía de noche tan temprano que seguramente eso no sería posible. Millie se encogió de hombros. Si tuviera dinero, dinero de verdad, emigraría a algún lugar en el que siempre hiciera calor y brillara el sol.
Solo se había dado cuenta de forma inconsciente de que una mujer se le acercaba de frente, a pesar de que en la calle no había nadie más que ellas dos, por lo que se sobresaltó al comprobar que le dirigía la palabra de repente.
—¡Disculpe! —Tenía una voz aguda, algo estridente. Desesperada.
—¿Sí? —Millie se quedó quieta.
—Estoy buscando a mi perro. —La mujer tenía los ojos muy abiertos y el pelo desgreñado. El sudor le brillaba en la nariz, lo que indicaba que llevaba un buen rato corriendo por el barrio. Tenía calor, parecía agotada—. Jazz. Una mezcla de pastor alemán. Bastante grande y de pelo largo. ¿No lo habrá visto, por casualidad?
A Millie no le gustaban especialmente los perros.
—No. Acabo de llegar de Tilbury en tren.
—Se me ha escapado esta mañana muy temprano. Todavía no había amanecido del todo y… no lo comprendo, no lo había hecho jamás.
Millie constató con desagrado que la mujer debía de tener más o menos su edad y que, a pesar de lo desesperada que estaba, parecía mucho más joven que ella. Probablemente trabajaba en algo que le gustaba.
—No he visto ningún perro. Si veo alguno, se lo diré, señora…
—Señorita Brown. Michelle Brown. —La joven sacó un pedazo de papel y un lápiz del bolso y garabateó unos números antes de tenderle el papel a Millie—. Aquí tiene, mi número de teléfono. Por favor, si… Lo es todo para mí, ¿sabe?
O sea que tampoco es tan feliz, pensó Millie. Se guardó el papel, le hizo una seña con la cabeza a Michelle y prosiguió su camino. Era poco probable que llegara a tropezarse con ese perro.
El coche de Samson estaba frente a la entrada. Había salido de casa temprano por la mañana pero, una vez más, ni siquiera había tocado el coche. En una ocasión se lo había reprochado y él le había respondido que la gasolina era demasiado cara para él. Por supuesto, era una buena razón. En especial para alguien que estaba en el paro.
Abrió la puerta de casa. Supuso que su cuñado no estaría allí. Desde hacía unos meses, salía temprano y volvía tarde y a ella le parecía muy bien. Sin embargo, al mismo tiempo le parecía sospechoso. ¿Qué demonios debía hacer durante todo el día?
Millie no creía que su cuñado estuviera buscando trabajo durante todo el día. Sobre todo porque para ello no habría sido necesario que pasara de la mañana a la noche fuera de casa. Que ella supiera, buscar trabajo significaba por encima de todo dejarse los dedos escribiendo solicitudes de empleo. Samson pasaba muchas horas sentado frente al ordenador hasta muy tarde, pero ¿qué tenía que hacer por la noche que no hubiera tenido tiempo de hacer durante el día? Y otra cosa: cuando alguien busca trabajo y no lo encuentra, recibe negativas de las empresas a las que se ha presentado. Negativas por escrito, cartas de rechazo mandadas por correo. Puede que en ocasiones lo hicieran por correo electrónico, pero seguro que todas, no. Y Millie a menudo se encargaba de vaciar el buzón. Nada, hacía meses que no recibían absolutamente nada para Samson. Alguna que otra carta de propaganda de alguna tienda en la que había comprado algo en tiempos mejores. Pero ni una sola carta que pudiera parecerse lo más mínimo a una carta de rechazo ante una solicitud de empleo.
Millie consultó el reloj. La una y cuarto. Ese día Gavin también terminaba temprano y tardaría media hora en llegar para comer. Millie aún tenía tiempo de descongelar algo en un momento. Una de las pocas ventajas de vivir con Samson era que había trabajado en un servicio de reparto a domicilio de ultracongelados, por lo que le hacían descuento en los productos de la marca.
Subió la escalera sin vacilar. Ya había fisgoneado otras veces en la habitación de Samson mientras él no estaba. Millie apaciguaba su conciencia al respecto repitiéndose que, si al final resultaba que su cuñado estaba loco, no estaría de más que Gavin y ella fueran los primeros en saberlo. Gavin había crecido con Samson, confiaba en su hermano. Lo conocía desde siempre y era incapaz de darse cuenta de que le faltaba un tornillo. Pero ella, Millie, lo había notado desde el primer momento. Cuando Gavin le presentó a Samson, lo primero que pensó fue que era un tipo muy raro.
Y desde entonces, cuanto más tiempo pasaba, más convencida estaba de no haberse equivocado.
Lo llamó por su nombre y, al ver que nadie respondía, entró con decisión en el cuarto de su cuñado. A pesar de que conocía la habitación desde hacía años, negó malhumorada con la cabeza al ver el aspecto que ofrecía. Era la habitación de un adolescente, no la de un hombre de treinta y tantos años.
La estrecha cama individual era la misma que había tenido desde pequeño. Encima tenía colgado el banderín de un club de fútbol, a pesar de que a Millie no le constaba que Samson hubiera jugado al fútbol en su vida. En la estantería, libros de aventuras. Las cortinas floreadas de la ventana las había cosido su madre.
La habitación estaba meticulosamente limpia y ordenada. No había ni una mota de polvo en ninguna parte. La colcha de la cama estaba perfectamente alineada. Millie se preguntó cómo lo conseguía. Ella había intentado dejar de ese modo la cama que compartía con Gavin, pero nunca había logrado alcanzar ese nivel de perfección.
Mientras examinaba los estantes, de vez en cuando echaba una ojeada por la ventana. La habitación daba a la misma calle de la puerta, de manera que Millie podría ver si a Samson le daba por regresar de forma inesperada. Sin embargo, no era probable que volviera antes de la noche.
Abrió la puerta del armario de la ropa. El clásico armario de habitación juvenil de madera clara. Dentro había algunos jerséis pulcramente doblados, unas cuantas camisas y unos vaqueros. Todo formal y serio. A Millie no le extrañó en absoluto que no consiguiera conquistar a ninguna mujer. A su manera de ser, a su timidez y su tendencia a tartamudear y a sonrojarse, había que sumar su manera de vestir. Parecía un chiquillo. A Millie no le habría sorprendido si la mayoría de las prendas de ropa de Samson fueran aún las que le había comprado o confeccionado su madre.
No obstante, lo que más le interesaba era el ordenador que tenía sobre el escritorio. Samson se lo había comprado cuando todavía trabajaba para el servicio de limusinas, cuando no se ganaba mal la vida del todo. Con pantalla plana y bastante grande, además. Era lo único que confería un toque moderno a esa habitación tan pasada de moda.
Samson pasaba varias horas al día sentado frente al ordenador. Millie no había logrado descubrir qué hacía exactamente con él. Un par de veces había entrado por sorpresa, sin llamar, pero solo para comprobar la evidente rapidez de reacción de su cuñado: fuera lo que fuese lo que estuviera haciendo, cada vez había sido lo suficientemente rápido para cambiar de pantalla antes de que ella hubiera podido reconocer nada.
Millie sabía que lo que estaba haciendo era inaceptable, pero se tranquilizó pensando que era importante para Gavin y para ella descubrir en qué invertía el tiempo Samson. Al fin y al cabo vivían con él bajo el mismo techo. Era mejor no ser imprudentes. Tal vez se dedicaba a visitar sitios web de pornografía infantil. Ella y Gavin querían tener hijos algún día, estaban obligados a descartar ese peligro.
Encendió el ordenador y oyó el leve rumor que emitía. Echó una ojeada fugaz por la ventana pero no vio ni rastro de Samson. La pantalla se puso de color azul. Tal como había temido, se abrió una ventana que le pedía una contraseña.
Claro, tan tonto no era. Millie se estrujó los sesos. La mayoría de la gente utilizaban como contraseña los nombres de seres cercanos: hijos, cónyuges, mascotas. Desgraciadamente, en la vida de Samson no había nada de eso. Su único pariente vivo era su hermano. Por probar algo, escribió «Gavin», pero el ordenador no reaccionó.
Es poco probable que haya utilizado mi nombre, pensó, ¿a quién puede conocer, pues?
Ante una personalidad tan asocial como la de su cuñado esa era una pregunta especialmente difícil. Por otro lado, ese factor restringía al mismo tiempo el número de personas posibles.
Estaba ese amigo de los tiempos del servicio de limusinas, con el que se encontraba algunos viernes en el pub que había junto al río. ¿Cómo se llamaba? Bartek. Tecleó «Bartek», pero tampoco sucedió nada. No había manera.
Pero tampoco estaba dispuesta a abandonar. Era la primera vez que había llegado tan lejos. Hasta su escritorio. Hasta el punto de intentar acceder a su ordenador. Tenía que pensar, tenía que proceder de forma lógica. Si no utilizaba una palabra inventada o alguna combinación de cifras, tenía que ser posible saltarse esa maldita protección.
Miró a su alrededor por la habitación, como si las paredes blancas o el suelo de moqueta gris pudieran ofrecerle alguna pista. El armario de la ropa, lleno de jerséis que su madre le había tejido. Las cortinas de la ventana que mamá le había cosido. Los libros de aventuras que mamá le había comprado y de los que él no se había desprendido, a pesar del tiempo que hacía que no leía ese tipo de cosas. Y eso era lo que la habitación le contaba: que el amor que Samson había sentido por su madre había sido tremendo. Un amor que había sobrevivido a la muerte, que demostraba la inmensa atención que la madre había prestado a ese hijo tan sufrido y tan difícil, así como el dolor que todavía entonces sentía ese chico tras haber perdido a la única persona de referencia en su vida.
La suegra de Millie se llamaba Hannah.
Tecleó el nombre y, con un sonido melódico, el ordenador se inició.
—Por el amor de Dios, ¿qué haces ahí? —preguntó una voz detrás de ella.
Millie se dio la vuelta. Gavin estaba de pie, con la puerta abierta y parecía horrorizado.
Ella apagó el ordenador enseguida y se puso de pie. Puesto que su máxima era que la mejor defensa era un ataque, la emprendió con él:
—¿Tienes que acercarte con tanto sigilo?
—¿Cómo puedes hurgar en el ordenador de mi hermano? —preguntó Gavin muy alterado.
Ella se encogió de hombros.
—Era por nuestra seguridad, lo he creído necesario.
—¿Nuestra seguridad? ¿A qué viene eso? ¡Samson sería incapaz de hacerle daño a una mosca!
—¿Cómo estás tan seguro de eso? ¿Tienes idea de lo que hace tantas horas delante del ordenador por la noche? No sabes si se baja juegos violentos. O si mira vídeos porno.
—Es un hombre adulto. Puede mirar lo que le dé la gana.
Ella lo apartó de la puerta de un empujón y bajó por la escalera. Gavin se vio obligado a seguirla.
—Pues yo lo veo de otro modo —explicó Millie—. Es un perturbado y como tal, debemos vigilarlo de cerca. A él y lo que hace. ¿O acaso quieres que tu hermano acabe entrando en una escuela con ideas homicidas o algo parecido?
—¿Por qué tendría que hacer algo así?
Habían llegado a la cocina. Millie abrió la puerta del congelador, sacó un paquete con un plato preparado y lo dejó caer sonoramente sobre la mesa. Gavin se sobresaltó.
—O bien no lees los periódicos, o bien no comprendes nada de lo que dicen. La mayoría de las veces, cuando un tipo se vuelve loco y provoca una masacre aparecen los familiares afirmando sorprendidos que no habrían esperado jamás que hiciera una cosa semejante. Pero cuando alguien ahonda un poco en el tema acaba llegando a la conclusión de que el susodicho siempre se había comportado de un modo algo peculiar. Que si alguien se hubiera preocupado a tiempo de ello, muchas cosas no habrían sucedido.
—Pero Samson…
—Solo es una cuestión de precaución —dijo ella—, nada más.
Millie se habría dado de tortas por haber sido tan imbécil y haberse dejado sorprender por Gavin. Si acababa contándole algo a Samson, este cambiaría de inmediato la contraseña y esa vez elegiría una que ella jamás lograría descifrar. Sin embargo, el instinto le decía que lo más probable era que Gavin mantuviera el pico cerrado. No conocía a nadie que huyera más de los conflictos que él, seguro que lo pensaría bien antes de entorpecer todavía más la relación entre su hermano y su esposa.
—Bueno qué, ¿quieres seguir poniendo el grito en el cielo o prefieres que te prepare algo de comer? —preguntó ella con frialdad.
Él parecía dispuesto a decir algo más acerca del problema, pero al final decidió no hacerlo. Parecía cansado. Había empezado el día a las cinco de la mañana y había tenido que transportar en su autobús a un montón de niños y adolescentes que no paraban de berrear camino de la escuela. Estaba exhausto y en su rostro Millie pudo leer claramente que si decidía liquidar el tema era porque le faltaban las energías necesarias para continuar enfrentándose a ella.
—Comer —dijo él dócilmente.
3
Martes, 8 de diciembre, 22.10 h
No es mejor que el resto de las mujeres, en absoluto. Michelle Brown. Ahora ya sé cómo se llama y qué carácter tiene. Es arrogante, desagradecida y está segura de sí misma. Además, no es que sea especialmente bonita, en cualquier caso no lo es a simple vista. Desde lejos parece más guapa. Había llorado mucho, tenía manchas rojizas en la cara y el maquillaje de los ojos completamente corrido. ¡Ni punto de comparación con Gillian Ward! El otro día en el Halfway House era evidente que también ella había estado llorando, pero en mi opinión eso no había mermado su belleza lo más mínimo. Le daba un aspecto más etéreo, más delicado, daban ganas de abrazarla y protegerla. A Michelle Brown, en cambio, no la abrazaría jamás. No es mi tipo en absoluto. Sin embargo, ella no tenía ni el más mínimo motivo para tratarme de forma tan condescendiente.
Ahora estoy aquí sentado con una bufanda de lana envuelta alrededor del cuello, frente a una taza de zumo de limón caliente con miel. Creo que me he resfriado. No consigo quitarme el frío que se me ha metido en el cuerpo. Me parece que la aventura de Michelle Brown me costará una buena gripe.
Me he presentado en su casa hacia las cinco y media. A las cuatro y media he emprendido el camino de vuelta. Por más que me hubiera gustado quedarme más rato, no aguantaba ni un minuto más fuera de Shoeburyness. El frío me había calado los huesos y tenía la sensación de que era incapaz de moverme sin parecer un anciano. Tenía un hambre voraz, pero estaba demasiado lejos de Shoeburyness y no sabía si había algún supermercado por los alrededores. En verano suelen vender bocadillos en la playa pero, como es natural, no ocurría lo mismo en el mes de diciembre. Debería haber pensado en ello y haberme llevado un bocadillo por la mañana, pero tal vez Millie tenga razón cuando dice que soy tonto de remate. Todavía me quedaba un trozo de salchicha, pero la había comprado para Jazz y, a pesar del hambre que tenía, no he querido quitarle ese bocado. Sobre todo porque se ha portado muy bien y ha tenido mucha paciencia, ha sido conmovedor ver cómo lo aguantaba todo, porque él también se estaba helando y tal vez incluso tenía miedo de no volver a ver a su dueña. He tenido remordimientos de conciencia al respecto. Por eso le he dado la salchicha. Me he mareado al olerla. Debido a los nervios y porque apenas había desayunado.
Todavía he pasado un rato vagabundeando por la playa completamente solo. De no haber hecho tanto frío, incluso habría disfrutado. Estaba oscureciendo y las olas iban adquiriendo un aspecto negro y misterioso. La niebla se había aclarado y se atisbaba el acecho de un bonito día tras aquella tremenda humedad. Incluso he tenido tiempo de divisar lo que quedaba de una puesta de sol. Un sol de invierno rojo como el hierro candente se ponía por el oeste entre el manto amarillo verdoso de contaminación de Londres. Frente al río, sobre las oscuras aguas, un remolcador se deslizaba lentamente en dirección a la desembocadura. Cuando me daba la vuelta, con la última luz del día podía ver cómo el viento mecía las altas hierbas descoloridas de la playa. Era una magnífica atmósfera melancólica. Lo que más deseaba en el mundo era que Gillian hubiera estado allí conmigo. Deseaba poder compartir con ella aquel momento tan especial.
A las cinco y media he llamado a casa de Michelle Brown, después de haber arrastrado mis ateridos huesos por la playa durante todo el camino de vuelta a Thorpe Bay. Michelle ha abierto la puerta bruscamente y se ha plantado frente a mí, ha mirado a Jazz, que estaba meneando el rabo como un loco y luego se le ha lanzado a los brazos, o mejor dicho, ella se ha puesto de cuclillas mientras él no paraba de moverse de un lado a otro gimoteando y lamiéndole las lágrimas del rostro, sin hacerme el más mínimo caso. Al final se ha puesto de pie de nuevo. Su aspecto era todavía más desmelenado que antes y parecía como… fuera de sí.
No sé cómo había esperado yo que reaccionaría. Creo que durante la noche anterior me había imaginado que me abrazaría espontáneamente, radiante de alegría. Desbordada por la gratitud. En lugar de eso, se quedó inmóvil. Una vez recuperado su tesoro, es probable que solo tuviera ganas de cerrarme la puerta en las narices, pero por supuesto era demasiado educada para eso.
—¿Dónde lo ha encontrado? —me ha preguntado.
Yo he señalado vagamente en dirección al río.
—Estaba paseando lejos de aquí, en dirección al mar, casi en Shoeburyness, y se me ha acercado de repente.
Mientras hablaba, he notado cómo el rubor empezaba a subirme por el pescuezo. Tenía esperanzas de que Michelle no notara lo mal que lo estaba pasando.
Me ha mirado absolutamente perpleja.
—¿Y qué hacía por allí? No lo entiendo… No comprendo por qué se me ha escapado. ¡No lo había hecho jamás!
—Tal vez haya olido el rastro de otro perro o haya visto algo y haya salido en su busca —he dicho yo.
Ella no ha parecido muy convencida pero, como es natural, no podía imaginar cómo habían sucedido las cosas en realidad.
—Menos mal que llevaba una placa con mi dirección y mi número de teléfono en el collar —ha dicho Michelle—, de lo contrario no habría podido encontrarme tan fácilmente. Aunque ya he avisado tanto a la policía como a la perrera de que había desaparecido. Tarde o temprano se habrían dado cuenta de quién es su propietaria.
Ella no tenía ni idea de lo bien que la conozco. Su comentario me ha dolido: desde hace más de medio año nos hemos cruzado cada mañana temprano cuando ella saca a pasear al perro, pero por lo visto en todo ese tiempo no se había dado cuenta de mi presencia. Ni una palabra del tipo: «Ah, usted y yo nos cruzamos cada mañana, ¿no?».
En lugar de eso, me ha tratado como a un absoluto desconocido. Siempre igual: soy invisible para las mujeres. Y si llegan a verme, me olvidan al segundo siguiente, no suelen dignarse a mirarme por segunda vez y si vuelven a pensar en mí seguramente será para burlarse. Es lo que hay. Lo que más me desespera a veces es pensar que eso no cambiará jamás.
—Sí, bueno —he dicho yo—, estoy contento de haberlo encontrado y de haber podido traérselo de vuelta. ¡Es un perro muy cariñoso!
—Para mí es como si fuera un bebé —ha dicho Michelle con una voz llena de ternura.
Yo tenía mucho frío, estaba completamente helado, y he pensado que tal vez podría invitarme a entrar y ofrecerme un café. Como es natural, ella no sabía lo que yo había pasado, pero ¡al fin y al cabo le había devuelto a «su bebé»! ¿Acaso eso no valía como mínimo un café?
Nos quedamos mirando, bastante avergonzados, hasta que al final Michelle dijo:
—Esto… gracias una vez más, ¿señor…?
—Segal. Samson Segal.
—Señor Segal, me llamo Michelle Brown. No sabe el alivio que siento ahora mismo, he tenido un día horrible. Me imaginaba que habrían atropellado a Jazz, o que lo habrían capturado para realizar experimentos con animales, no hacían más que pasarme imágenes terribles ante los ojos…
—Entonces espero que pasen bien lo que queda de noche —he dicho antes de volverme con intención de marcharme. Ella no ha hecho nada para detenerme.
Se ha limitado a agradecérmelo de nuevo a mis espaldas mientras cruzaba la puerta del jardín.
Y ya está. Cuando me he dado la vuelta, ya en la calle, había cerrado la puerta.
Y allí me he quedado. Helado, hambriento, completamente agotado. Para nada.
En situaciones como esa, lo peor de todo es que siempre pienso que solo me suceden a mí. Que debe de ser culpa mía y no de los demás. Me imagino a Bartek, por ejemplo, entregando al perro. Bartek, con ese pelo negro y esos ojos tan oscuros, esa mirada desafiante, ese leve acento que tiene al hablar. Bartek, que tanto se crece cuando tiene delante a una mujer. Que puede llegar a ser tan gracioso y encantador que se gana enseguida la simpatía de cualquiera. A él le habría rogado que entrara. Probablemente habrían celebrado el feliz regreso a casa del perro abriendo un prosecco, quizá Michelle incluso habría encendido unas velas o la chimenea, en caso de tenerla. Y Bartek no habría tenido que volver a casa con el rabo entre las piernas.
Por supuesto, el comportamiento de Michelle Brown demostraba cómo era. A un hombre como Bartek se le habría echado a los brazos y, en cambio, se había librado de mí como lo habría hecho con un vendedor a domicilio. Como si hubiera intentado endosarle una suscripción a una revista. Eso dice mucho acerca de las mujeres en general. Por desgracia, la mayoría son bastante malas. Con una pelambrera negra, los mechones estudiadamente colocados sobre la frente y un acento de Europa del Este podías conseguir lo que quisieras de ellas. Bartek no es un mal tipo, pero es bastante superficial y se limita a perseguir sus propios intereses. En cambio yo soy más profundo. Podría proporcionarle más sentimiento y más calor a una mujer, pero para eso alguna tendría que darme una oportunidad de demostrárselo. Mamá siempre me lo decía. Samson es un hombre de segunda vista, me decía siempre. Tiene un corazón muy grande, pero hay que descubrirlo.
Y las mujeres no se toman ese tiempo. Ven a un hombre tímido que se sonroja un poco y no sabe soltar comentarios ingeniosos. Cuando encima se enteran de que estoy en el paro, se acabó. Las mujeres lo que quieren es dinero y estoy seguro de que Michelle no es una excepción. Me ha evaluado. Se ha dado cuenta de que no solo no llevo ropa cara, sino que además la tengo bastante raída. Ahí se ha acabado todo. Le había parecido bien que hubiera encontrado al perro y se lo hubiera devuelto, pero ¿meterme en su casa? A eso no estaba dispuesta.
Es igual que todas las demás. Todas esas malditas mujeres que no son capaces de ver en un hombre más que un montón de basura. Un cero a la izquierda.
Creo que odio a Michelle.
Odio a todos los que me hacen daño.