1
—¿Y? ¿Qué haces durante todo el día? —preguntó Bartek.
Había mucho ruido en el pub. Todas las mesas estaban ocupadas y todos los clientes reían, bebían y charlaban. A gritos. A Samson no le gustaba ir a ese pub, pero Bartek siempre insistía y Samson no quería disgustarlo, puesto que era su único amigo. De vez en cuando se encontraban, los viernes que Bartek libraba. Siempre temprano, normalmente alrededor de las seis o las seis y media. Bartek se estresaba por su novia cuando pasaba su tarde libre solo con un amigo en un bar, por eso como muy tarde volvían a casa a las ocho y media. Samson había acudido en coche y eso significaba que no podría beber nada, aunque de todos modos el alcohol tampoco le volvía loco y, en cambio, le parecía muy complicado volver en autobús. No le apetecía nada tener que esperar en la parada expuesto al frío y todavía menos ir a pie. Estaba muy acostumbrado a vagabundear por ahí, pero solo cuando había un buen motivo para ello.
El coche lo había heredado de su madre. Sabía que Millie se lo había tomado mal y que seguía enfadada por ello a pesar de los años que habían pasado desde entonces. Era incapaz de olvidar todo lo que los demás habían recibido y que ella desearía haber obtenido.
—Bueno, no me quedo todo el día sentado en casa, si es eso lo que quieres decir —respondió Samson ante la pregunta de Bartek—. Me aburriría demasiado. Y además Millie ha empezado esta semana el turno de tarde, se pasa medio día en casa y bueno… ya sabes. Prefiero renunciar a su compañía.
Millie trabajaba en una residencia para gente de la tercera edad y odiaba ese empleo, Samson lo sabía perfectamente. A veces la había oído hablar de sus pacientes y en esas ocasiones le asustaba imaginar que algún día también él envejecería y, para bien o para mal, caería en manos de alguien como ella.
—¡Mira que seguir viviendo con tu hermano y tu cuñada! —exclamó Bartek—. ¡Ya no tienes edad para eso!
—Pero ¡la casa también me pertenece a mí!
—Pues entonces que te paguen la parte proporcional del alquiler, pero búscate un lugar para ti solo. ¡Nunca llegarás a sentirte bien en esa casa!
—Tengo miedo de quedarme aislado si me largo a vivir solo —dijo Samson en voz baja.
Bartek arqueó las cejas.
—¿Cuántos años tienes? ¡Treinta y cuatro! ¡Ya va siendo hora de que encuentres una mujer con la que vivir! ¿No tienes previsto casarte algún día y formar una familia?
Samson tomó un sorbo de su cerveza sin alcohol.
Bartek había tocado un tema espinoso. Alguna vez habían hablado ya sobre ello, sobre casarse y traer hijos al mundo, llevar una vida normal y todo eso. Bartek, que tenía novia formal desde hacía varios años, se tomaba ese tema muy a pecho. Su novia hacía tiempo que quería casarse, mientras que él, a pesar de tener casi cuarenta años, temía ese compromiso. Samson, que jamás habría admitido que sus problemas eran de una índole completamente distinta, había acabado por atrincherarse tras un cierto temor al compromiso que en realidad no sentía. Al contrario, no había nada que anhelara más que encontrar a una mujer con la que casarse. Tener una casa, un jardín, hijos, un perro… Podía ver claramente esa imagen y a menudo pensaba que sería capaz de darlo todo para convertirla en realidad. Pero la triste e incluso perversa realidad era que jamás había tenido ni siquiera una novia. Ni en el instituto ni después. Jamás. Por eso le parecía tan lejana esa idea del matrimonio.
—Sí, hombre —dijo en tono evasivo—, ¡como si fuera tan fácil encontrar a una mujer con la que casarse!
—Bueno, pues mi novia ya me ha pedido que nos casemos —le explicó Bartek y al parecer se alegraba de que así hubiera sido—. Ahora realmente me ha puesto entre la espada y la pared y tal vez haya sido lo mejor. Nos casaremos el verano que viene. Será una gran fiesta, vendrá todo el mundo. ¡Y por supuesto, tú también estás invitado!
—Qué bien —repuso Samson, e intentó que su voz no sonara demasiado envidiosa. Bartek realmente había nacido de pie. Siempre, a todas luces, todo le salía bien. Se habían conocido antes de que Samson se dedicara a repartir congelados, cuando estuvo trabajando para un servicio de limusinas. Bartek también trabajaba allí y, a diferencia de Samson, a él no lo despidieron. Nadie despedía a alguien como Bartek, caía bien a todo el mundo, desde el jefe a los empleados y, por supuesto, también a los clientes. Muchos pedían que los atendiera Bartek cuando solicitaban un servicio. «¿Puede encargarse de ello Bartek? ¿Está libre ese polaco tan amable?».
Bartek hablaba un inglés perfecto, pero con un encantador acento de Europa del Este que tenía buena acogida especialmente entre las mujeres. Sabía cómo distraer a la gente, simplemente les contaba un par de historias de su vida, a menudo inventadas, y conseguía crear una tensión que les quitaba el aliento.
Samson pasaba noches enteras en vela preguntándose por qué las mujeres lo ignoraban continuamente y por qué siempre que conseguía un empleo era el primero a quien echaban. En ocasiones pensaba si el motivo no sería su currículo, tan aburrido que rozaba lo grotesco. ¿Qué podía poner que resultara interesante? O por su nombre. ¿Quién más se llamaba Samson? Si había algo que no les había perdonado a sus difuntos padres era precisamente que le hubieran puesto ese nombre. Durante el embarazo, su madre había leído un libro en el que aparecía un Samson y le encantó el nombre. Su hermano, dos años mayor que él, había tenido más suerte. Podías llamarte Gavin sin que todos tus compañeros de clase se burlaran continuamente de ti por ello.
—Tienes que ser más sociable —dijo Bartek—, de lo contrario no encontrarás jamás a una mujer con la que compartir tu vida. ¿Qué haces durante todo el día, si no te quedas en casa?
Todavía no le he contado lo que hago durante el día, pensó Samson, desconcertado. Bartek a veces no escuchaba. Y de todos modos tampoco es que fuera muy impresionante lo que tenía que contarle.
Sopesó un momento si valía la pena confiárselo y pensó en lo mucho que le gustaría poder hablarlo con alguien, pero aparte de Bartek no se le ocurrió nadie más.
—En cierto modo —dijo en un tono lleno de misterio—, me paso el día entero rodeado de gente.
—¿Ah sí? ¿Qué haces?
—Me dedico a observar la vida de otras personas.
—¿Cómo? —exclamó Bartek.
—Paseo por la calle, siempre a las mismas horas. Y es muy interesante… bueno, uno descubre muchas cosas acerca de la gente a partir del entorno en el que se mueven. Cómo viven, si están solos o tienen familia, si son felices o no. Cosas así.
De repente Samson pensó que probablemente acababa de cometer un error. Había sido una idiotez abrirse de ese modo con Bartek. Se dio cuenta de ello al ver la expresión que había adoptado el rostro de su amigo.
—¿Significa eso que vas siguiendo a varias personas con regularidad? —preguntó Bartek tras unos momentos en los que había estado intentando asumir lo que acababa de oír.
—Las analizo —explicó Samson.
—¿Cómo que… las analizas? ¿Qué quieres decir con eso?
—Intento descubrir cosas acerca de ellas. Por ejemplo, por qué alguien está solo. Y cómo le va sin compañía.
—¿Y qué consigues con eso?
—Comprenderlos.
—Sí, pero ¿para qué? Es decir, ¿qué pretendes descubrir en realidad?
Samson se dio cuenta de que todo aquello no tenía ninguna utilidad. Bartek no lo comprendería. Pero es que tal vez todo aquello no era comprensible.
—Bueno, yo también estoy solo, por ejemplo —a pesar de todo, intentó explicarlo—, y no paraba de preguntarme por qué. Entonces decidí intentar descubrir qué motivos tienen otras personas para vivir igual que yo.
—Ajá, ya veo. Oye, no te enfades conmigo, pero todo esto es muy… ¡sí, es muy raro! ¿Por qué no recurrías a Internet? Allí encontrarías a miles de personas que tienen el mismo problema que tú. Hay incontables foros en los que puedes intercambiar información.
—Eso también lo hago —admitió Samson—. Pero ¡acaba siendo tan anónimo! A menudo tengo la sensación de estar el doble de solo después de pasarme la tarde entera chateando con un tipo que vive a ochocientos kilómetros de aquí, a quien no conozco de nada y que resulta que, igual que yo, tampoco encuentra novia.
—¿O sea que se trata básicamente del deseo de encontrar novia?
—Sí, eso también.
—¿Y crees que encontrarás a una joven soltera vagando por las calles y espiando casas ajenas? —preguntó Bartek, mientras intentaba encontrar una cierta lógica en una idea que le parecía más bien grotesca.
—Directamente no.
—Vale, pues. Entonces, ¿por qué diablos lo haces?
Samson se encogió de hombros.
—Da igual.
—No, no da igual. No te enfades, Samson, pero todo eso me parece muy estrambótico. Si quieres saber lo que pienso… no te sienta bien eso de estar en el paro. Empiezan a salirte manías raras.
—No he elegido estar sin trabajo.
—No, claro que no. Pero ¿haces algo para encontrar otro empleo? ¡Todavía eres muy joven! Si fuera necesario, incluso podrías llevar un taxi… ¡cualquier cosa! Pero eso de pasarte el día entero siguiendo a gente, ¡bueno, eso sí que no lleva a ninguna parte!
—Es interesante.
Bartek negó con la cabeza.
—Dios, Samson, de verdad… ¿Al menos habrás descubierto a alguna mujer que podría gustarte? A ver si todo esto que haces acaba teniendo algún sentido.
Samson tuvo que admitir que su repertorio de jóvenes solteras era limitado.
—La mayoría son bastante mayores que yo. Aunque hay una… que tiene mi edad y al parecer vive sola. Trabaja como autónoma desde casa y tiene un perro muy grande.
—¿Y? ¿Has hablado con ella alguna vez?
Samson se dio cuenta de que Bartek en realidad no había comprendido nada. No tenía ninguna intención de dirigirle la palabra a las mujeres a las que seguía.
—No.
—Pues invítala a tomar un café, hombre.
—Tal vez lo haga —dijo Samson, aunque a esas alturas lo único que deseaba era que Bartek lo dejara en paz.
—Por Internet también se puede encontrar novia —dijo Bartek.
—Ya lo sé, pero…
—No hay peros que valgan. No puedes pasarte la vida hablando. Y soñando. ¡Tienes que pasar a la acción!
—También hay una familia —comentó Samson algo dubitativo. En realidad no quería confiarle más cosas a Bartek, pero de repente sintió la necesidad de darle la impresión de que no seguía exclusivamente a mujeres. Bartek se había escandalizado bastante y no quería dejar las cosas de ese modo. No quería que su amigo lo tratara como si fuera una especie de delincuente sexual.
—Viven en la misma calle que yo, en el otro extremo… justo después de la mediana, frente al club de golf.
—Ajá. ¿Y qué pasa con ellos?
—Él es asesor económico. Una vez ayudó a Gavin. Ella es muy guapa. Y tienen una hija encantadora, de unos doce años.
Bartek no parecía menos perplejo que antes.
—Vale, pero ¿por qué te interesan tanto? ¿Quieres beneficiarte a esa madre tan guapa o qué?
—No, no, por supuesto que no. Es solo que son… son tan perfectos, ¿sabes? Son una familia de ensueño. ¡La familia que siempre me habría gustado tener!
Al oír eso, Bartek adoptó una expresión de seria inquietud.
—Samson, tengo la impresión de que te estás alejando demasiado de la realidad. Imaginándote en la vida de otras personas no conseguirás cambiar la tuya. Me parece que solo es una manera de evadirte.
Y qué, pensó Samson, ¿acaso no es necesario, a veces, disponer de esa posibilidad?
—Lo llevo bien —le aseguró. ¿Por qué había tenido que empezar a contarle todo aquello? Estaba seguro de que Bartek se encarnizaría en el tema como un perro de presa y que no lo dejaría tranquilo.
—Veré si puedo apañarte algo —dijo Bartek—. ¡En algún lugar debe de haber una mujer para ti! Tampoco es que seas feo, tienes una casa… bueno, media… no eres tonto ni tienes ninguna característica repugnante. Sería raro que…
—No tengo trabajo.
—Por eso también sería importante que te tomaras en serio lo de encontrar trabajo.
—Estoy buscando como un loco.
Pero no era verdad. Esa vez Samson ni siquiera se había inscrito oficialmente como desempleado y sabía que era un error no hacerlo. Sobre todo porque no podía continuar de ese modo indefinidamente, porque no tenía ninguna fuente de ingresos y estaba a punto de quedarse sin ahorros. Pero tan pronto como volviera a presentarse tendría que escribir montones de solicitudes de trabajo y presentar justificantes de sus intentos fallidos. ¿Cómo podría conciliarlo con su otra actividad? Muchos días había pensado: ¡mañana empiezo a preocuparme por mi futuro! ¡Mañana me inscribo en el registro de desempleados y acabo con este problema!
Pero en realidad nunca daba el paso. Su deseo de continuar observando a gente, cuyas vidas le interesaban muchísimo más de lo que Bartek o cualquier otra persona pudiera imaginar, era demasiado fuerte. Si no podía continuar haciéndolo, su vida no tendría sentido.
—Si realmente te esfuerzas, seguro que acabas encontrando algo —dijo Bartek con optimismo.
Acto seguido, para gran alivio de Samson, cambió de tema y volvió a hablar de sus planes de futuro: la boda planeada, el deseo de tener algún día una vivienda de propiedad para él y su novia, los problemas para conseguir crédito… Samson lo dejó hablar sin prestar mucha atención a lo que le contaba. No había comido nada desde el desayuno y su situación económica no le permitía comprarse ni siquiera una hamburguesa, el plato más barato de la carta del pub. Pero no le importaba. Disfrutó de esa sensación de leve mareo y le pareció que todo a su alrededor quedaba algo atenuado, indefinido, agradablemente borroso: las voces, las risas y las charlas de la gente, el tintineo de los vasos, el aire frío que entraba cuando alguien abría la puerta. La palabrería de Bartek. Todo.
Y pensó en Gillian Ward.
2
Ojalá pudiera marcharme sin que nadie se diera cuenta, pensó Gillian.
Pero por supuesto, no era posible. No podía largarse sin Becky y eso eliminaba cualquier posibilidad de marcharse de forma discreta. Los niños de los distintos grupos de balonmano estaban completamente alborotados por la pista y Becky, vestida con unas mallas negras y una camiseta de color rosa, era la más revoltosa de todos. Sería imposible arrancarla de allí. Las madres y algún que otro padre se habían sentado en el restaurante que quedaba separado del pabellón propiamente dicho por un tabique de cristal. El local, que formaba parte del club y se utilizaba para las reuniones y las celebraciones de la asociación, estaba decorado con motivos navideños y amenizado con un CD de villancicos. En el bar servían café, té y champán. La comida la habían llevado los mismos padres y estaba dispuesta en una larga mesa a modo de bufet. Había grandes cantidades de pastas navideñas, pudin de ciruela y varios tipos de pasteles, pero también había numerosas ensaladas, dos bandejas de queso y cuencos llenos de aperitivos salados. Jamás serían capaces de comérselo todo. La aportación de Gillian consistía en un pastel de chocolate y alguna cosa más, pero todavía nadie lo había probado, lo había comprobado de reojo. Para su sorpresa, esa circunstancia acabó desembocando en un disgusto casi infantil. Su pastel no tenía mal aspecto, pero había dos pasteles de chocolate más prácticamente idénticos al suyo. Tal vez el motivo fuera ese.
Diana había decidido no ir en el último segundo porque la inflamación de garganta de Darcy había empeorado y, puesto que Gillian no mantenía contacto con nadie más allí, se había pasado la primera media hora completamente sola, aferrada a una taza de café. Había comido un par de galletas sin hambre, simplemente por hacer algo, y es que no quería quedarse mirando fijamente la pared como una tonta. El resto de las madres parecían amigas a juzgar por la confusión casi impenetrable de gritos, risas y conversaciones. Todas se sentían a gusto, todas eran felices.
Todas menos Gillian.
Al final una madre fue a sentarse a su lado, pero solo porque había llegado tarde y no había encontrado ningún otro sitio libre. Dejó una bandeja encima de la mesa, llena de varios tipos de ensalada, queso y un gran vaso de champán.
—¡Dios, qué hambre tengo! —dijo justo antes de examinar con la mirada la taza de café vacía de Gillian y el platillo de pastitas de Navidad—: ¿Usted no?
—No mucha, no —respondió Gillian.
La otra mujer la miró de arriba abajo.
—Usted es Gillian, ¿verdad? La madre de Becky, ¿no?
Gillian asintió y se preguntó cómo lo hacían las demás mujeres para saberlo siempre todo, su nombre y el de su hija. Ella, en cambio, no tenía ni idea de quién era la madre de quién.
La otra madre empezó a comer con glotonería y a contarle un montón de cosas acerca de su hijo, que desde la más tierna infancia había tenido problemas de neurodermitis, alergias y todo tipo de intolerancias alimentarias. Lo había llevado a todo tipo de médicos, lo había intentado todo, le desaconsejó fervientemente la cortisona por una mala experiencia propia, pero en cambio se mostró partidaria de las pomadas y los glóbulos homeopáticos, sobre los que demostró ser una verdadera experta.
—¿Becky también tiene alergias? —preguntó.
—No —respondió Gillian, y decidió tragarse la respuesta que le quemaba en la lengua: me parece que me tiene alergia a mí. Últimamente apenas nos hablamos si no es para pelearnos. Ojalá fuera otra cosa, alergia al polen de las gramíneas, a los ácaros del polvo o a la lactosa. Al menos en ese caso sabría cómo actuar, porque ahora no tengo ni idea.
No llegó a decirlo, pero se dio cuenta de que había estado a punto de dar rienda suelta a las palabras y eso la asustó. Estaba con una mujer completamente desconocida, con la que no tenía ningún vínculo más allá del hecho que los hijos de ambas jugaban en el mismo equipo de balonmano y había estado a punto de contarle sus penas, todo aquello que durante las últimas semanas le había dado la sensación de que acabaría rompiéndole el corazón.
Contrólate, se ordenó a sí misma. Decidió que más tarde, por la noche, llamaría a su amiga Tara Caine. En Tara podía confiar, era una amiga fiel y Gillian sabía que no iría por ahí contando nada de lo que pudiera llegar a confesarle.
La otra madre, cuyo nombre Gillian todavía no conocía, tomó un buen trago de champán y por fin cambió de tema.
—Qué guapo es Burton, ¿no crees? —preguntó en voz baja.
Gillian buscó por la sala con la mirada y descubrió a John Burton, el entrenador, apoyado en la barra del bar entre un puñado de madres, que probablemente lo estaban interrogando acerca de los progresos de los niños. Si aquella situación lo estresaba, lo cierto es que sabía disimularlo muy bien. En cualquier caso, se notaba que estaba acostumbrado. Cada vez que acompañaba a Becky a un entrenamiento, Gillian se había dado cuenta de cómo las mujeres formaban corro a su alrededor, lo que podía atribuirse a que en realidad querían estar informadas del más mínimo incidente relacionado con el equipo. Sin embargo, no había duda de que también tenía algo que ver con el efecto que producía Burton en las mujeres. Era guapo, pero por encima de todo tenía el aura de un pasado misterioso: se decía que había sido policía, que había tenido una carrera meteórica en el cuerpo pero que lo había dejado a los treinta y siete años en unas circunstancias misteriosas sobre las que nadie sabía nada. Después de eso había fundado una empresa de vigilancia privada que daba trabajo a más de dos docenas de empleados y organizaba sobre todo turnos de vigilancia en edificios y protección personal. Vivía y trabajaba en Londres, pero dos veces por semana acudía a Southend para entrenar a dos equipos juveniles de balonmano. A algunos jugadores había ido a buscarlos expresamente en barrios difíciles de la ciudad. Consideraba que el deporte, en especial los deportes de equipo, eran la medida preventiva más efectiva para evitar que los jóvenes cayeran en la delincuencia. Una vez, Gillian había oído por casualidad cómo se lo contaba a algunas madres mientras estas escuchaban con devoción, casi conteniendo el aliento. Especialmente para las mujeres de ambientes burgueses, Burton era un héroe, un salvador, un luchador. Gillian imaginaba las fantasías románticas que debía de despertar a su alrededor.
Es probable que en realidad no sea en absoluto como ellas lo ven, pensó.
Aunque tenía que admitir que era atractivo.
—Sí —respondió al fin—. Es bastante guapo.
—¿Bastante? Yo siempre tengo que controlarme para no dejarme llevar por las fantasías más indecentes cuando lo veo. Qué raro que un tipo como él no esté casado.
—Tal vez tenga varias relaciones.
—Pero en ese caso alguna de ellas se habría dejado caer por aquí en algún momento. Ni para venir a verlo un momento, para recogerlo, ni nada. Mira que es raro. Todavía no se le ha visto con una mujer.
—No debe de apetecerle airear por aquí su vida privada —dijo Gillian. Ella lo comprendía perfectamente. Estas tías son como buitres, pensó.
—En cualquier caso, me parece raro —insistió la otra—. Como algunas otras cosas de él.
Gillian no quería saber a qué se refería, por lo que se limitó a no responder, aunque como es natural eso no impidió que su interlocutora siguiera hablando.
—Me gustaría saber por qué motivo abandonó el cuerpo de policía. ¡Trabajaba en Scotland Yard! ¡Una carrera como esa no se abandona por voluntad propia así como así! Y luego están las horas que pasa entrenando aquí. Vive en Londres. ¿Por qué tendría que molestarse en venir hasta Southend? Tal vez ningún club londinense lo quería como entrenador. Pero ¿por qué?
Gillian tuvo la impresión de que, tras haber oído el informe médico completo del hijo, no podría seguir aguantando mucho rato más la opinión detallada que le merecía a aquella desconocida la vida privada del entrenador. Contempló los toscos rasgos de aquella mujer tan satisfecha de sí misma y se puso de pie de repente.
—Disculpa. Necesito un cigarrillo —dijo. Acto seguido intentó suavizar la descortesía de la irrupción en medio de la conversación—. Es un asco estar tan enganchada…
Por favor, Dios mío, dime que no es fumadora y que no se empeñará en acompañarme…
La otra mujer sonrió con acritud. Se había ofendido, se le notaba claramente.
Gillian pensó en lo que Tom habría dicho al respecto: «¿Lo ves? ¡Por eso siempre estás sola! Cada vez que alguien intenta acercarse a ti lo rechazas de inmediato».
Se abrió paso por la sala y respiró hondo al llegar a la guardarropía. Calma. Las voces sonaban atenuadas al otro lado de la puerta. Gillian se tocó la frente con la mano, tenía mucho calor.
Estuvo cinco minutos largos revolviendo una montaña de abrigos hasta que encontró el suyo y pudo ponérselo. Acto seguido, salió fuera, donde la noche ya era oscura y fría, aunque el viento que había estado soplando durante los últimos días había cesado. Procedente del río se acercaba la niebla, una especie de manto húmedo y frío dispuesto a posarse sobre su cabeza. Sacó un cigarrillo, lo encendió y le dio las primeras caladas con precipitación. Como siempre, la nicotina cumplió con el efecto relajante que le proporcionaba a pesar del sentimiento de culpa que, por supuesto, experimentaba después de haber fumado. Tom odiaba que fumara y tenía toda la razón en todos los argumentos que esgrimía en contra de ese vicio. Como siempre, en Nochevieja se haría el propósito de dejarlo de una vez.
Y como siempre, fracasaría en el intento.
Con el índice de la mano izquierda se masajeó suavemente los párpados. El ambiente estaba muy cargado en el interior, al salir se había dado cuenta de ello enseguida. Le parecía impensable volver atrás.
Me escaqueo por aquí fuera media hora y luego le digo a Becky que tenemos que marcharnos, decidió. Otro punto negativo para ella, claro. Tal vez no debería asombrarse tanto de que su hija no se llevara bien con ella. Quizá esa extraña forma de ser suya le molestaba a Becky más de lo que creía.
Justo después de apagar el cigarrillo en una maceta vacía vio salir por la puerta a John Burton. Llevaba puesta una chaqueta negra y una bufanda alrededor del cuello y sonrió al verla ahí fuera.
—¿Está aquí por lo mismo que yo? —preguntó—. ¿Para maltratar sus pulmones?
Ella asintió.
—Me temo que sí. Además… —no terminó la frase, pero le pareció que él comprendía lo que había querido decir.
—Además es una buena excusa para escapar. —Hizo un movimiento de cabeza para señalar el pabellón—. Insoportable.
—¿Usted también lo piensa? —preguntó ella, sorprendida.
Burton sacó un paquete de cigarrillos, lo extendió hacia Gillian y esta cogió uno. Mientras también él se llevaba un cigarrillo a la comisura de los labios, intentó encender el mechero, pero la débil llama se extinguía continuamente antes de poder acercarla al cigarrillo. Burton soltó una maldición. Gillian sacó su mechero y le dio fuego antes de encenderse el cigarrillo ella misma.
—Gracias —dijo él.
Fumaron un rato en silencio.
—La he visto salir —confesó él al fin—. Parecía que estuviera huyendo.
—Tenía la esperanza de que no se notaría —dijo Gillian.
—Aparte de mí, puede que nadie más se haya dado cuenta. No prestan atención a los demás, en cualquier caso no desde ese punto de vista. Pero durante todo el rato he tenido la impresión de que no se sentía precisamente a gusto ahí dentro.
Gillian tragó saliva. Era sorprendente lo que un comentario comprensivo y una entonación compasiva podían llegar a desencadenar. Tuvo la sensación de que las lágrimas aflorarían de repente en sus ojos. Y, por supuesto, le horrorizaba la idea. La situación le parecía terriblemente embarazosa: en esa noche de invierno brumosa, estaba frente al pabellón junto al entrenador de balonmano de su hija a punto de echarse a llorar.
—Me han recitado el historial médico completo de un jovencito —contó—, con todo detalle. Tiene todas las alergias posibles. Aquella mujer no paraba de hablar y en algún momento ha empezado a dolerme la cabeza. Tal vez por eso me ha visto atormentada.
—Sí, era la madre de Philip —explicó John—, un chico muy agradable y muy despierto. Yo creo que en realidad no sufre ningún tipo de alergia. Tener a una madre como esa sí que es un problema.
Lo dijo de un modo tan seco e imparcial que Gillian no pudo reprimir una carcajada súbita. Se sorprendió de haber reaccionado de ese modo. Tampoco es que hubiera sido tan raro lo que había dicho, pero la risa le había salido de dentro, había tomado forma en su barriga y había emergido a borbotones. Se rió sin tapujos, como liberada, y pensó que hacía una eternidad que no se reía con tantas ganas, aunque al mismo tiempo se dio cuenta de que había algo raro en ello, puesto que su reacción había sido excesiva, próxima a la histeria, y le pareció que John Burton la miraba algo asombrado.
—Pero bueno, ¿qué ocurre? —preguntó él mientras le tocaba un brazo. Fue entonces cuando Gillian se dio cuenta de que ya no estaba riendo, sino llorando, que ni siquiera se había percatado de cómo había pasado de un estado al otro. Las lágrimas recorrieron su rostro ya humedecido previamente por la niebla, aunque a esas alturas estaba ya mojado y salado del todo.
—No lo sé —respondió ella—. Discúlpeme… no lo sé…
Horrorizada, se dio cuenta de que no era capaz de dejar de llorar.
—Oh, Dios —gimió.
Sin vacilar ni un momento, Burton apagó su cigarrillo, le quitó a Gillian el suyo de la mano y lo hundió en la maceta antes de abrazarla.
—Vamos. Antes de que las demás la vean aquí fuera… Seguro que no le apetece darles carnaza para que puedan chismorrear durante meses.
Ella fue incapaz de responder nada, se limitó a negar con la cabeza. Se dejó acompañar hasta el aparcamiento y subió a un coche después de que John le abriera la puerta. Vio cómo él subía por la otra puerta y se sentaba junto a ella. Siguió llorando, pero como mínimo fue capaz de abrir el bolso y buscar un pañuelo.
—Lo siento mucho —sollozó Gillian.
Burton negó con la cabeza.
—Deje de disculparse. La he estado observando durante toda la tarde y me he dado cuenta de lo desgraciada que se sentía y ¿sabe qué he pensado?
—No.
—He pensado: en cualquier momento se echará a llorar. Tan solo esperaba que no sucediera dentro. Al fin y al cabo creo que es mejor que haya estallado aquí, en mi coche.
Al fin encontró un pañuelo y pudo sonarse la nariz. Siguió derramando lágrimas, aunque sin la vehemencia y el descontrol que había demostrado al principio.
—A decir verdad, yo también lo prefiero así —dijo ella—. Muchas gracias.
—¿Mejor?
—Bastante, sí. Pero no puedo volver a entrar de esta manera.
Burton reflexionó un momento.
—Cerca de aquí hay un pub. Si quiere, podemos ir a tomar una copa. A veces eso ayuda.
—Buena idea. Espero no estar molestándolo demasiado.
John arrancó el motor y maniobró para salir del aparcamiento.
—¿De verdad cree que me apetece lo más mínimo volver ahí dentro?
—Me costaría imaginarlo.
—Pues eso.
Un par de minutos más tarde llegaron al Halfway House. Estaba en Eastern Esplanade, junto a la playa y tenía vistas al río, aunque este no podía más que intuirse a causa de la niebla y de la oscuridad. Las ventanas estaban bien iluminadas y la música se oía desde fuera.
—No es que sea el mejor de la ciudad —dijo Burton nada más bajar del coche—, pero como mínimo está cerca. Y seguramente no se encontrará con nadie conocido.
Los recibieron el vocerío y las carcajadas de los clientes que llenaban el local. Gillian vio que había una barra y alguna que otra mesa. En las paredes blancas no había cuadros colgados, como tampoco había plantas frente a las ventanas. El lugar no podía ser más sobrio, aunque al parecer no afectaba a su popularidad. Entre los parroquianos había gente de todas las edades, pero Gillian se dio cuenta de que John estaba en lo cierto: Tom no habría elegido jamás un lugar como ese. De hecho, ni Tom ni nadie de su círculo de conocidos.
Burton encontró una mesa libre con dos sillas y se abrió paso hasta ella entre la multitud.
—¿Qué le apetece tomar?
—Algo fuerte. Y si puede ser, doble.
John asintió y se dirigió hacia la barra. Mientras tanto, Gillian se quitó el abrigo, lo colgó en el respaldo de la silla y se sentó. Se alegró de estar allí y también de haberse desahogado llorando. Sacó el espejo de mano que llevaba en el bolso y comprobó que tenía los ojos bastante llorosos, manchas rojizas en la piel y los párpados hinchados. Y la nariz colorada, como siempre: era típico de Gillian. Había conseguido meterse en un bar con un hombre realmente atractivo, pero su aspecto era el de una colegiala llorosa. A decir verdad, lo de colegiala habría sido una versión mejorada.
Parezco al menos diez años mayor de lo que soy en realidad, pensó con resignación, lo único que podría llegar a despertar es compasión.
Dejó que su mirada errara por la estancia con la esperanza de descubrir dónde estaba el servicio. Tal vez un poco de agua fría en la cara podría mejorar su aspecto. Debido a la gran cantidad de gente, en la mayoría de los casos concentrada en grupos, resultaba difícil reconocer el local. Sus ojos repararon de repente en un hombre y le pareció que lo conocía de algo. Era más joven que ella, a lo sumo debía de tener treinta y cinco años. Estaba sentado con otro hombre frente a un vaso de cerveza y la estaba mirando. Gillian estaba segura de conocerlo, pero tardó todavía unos segundos en ubicarlo hasta que al fin le vino a la memoria: vivía en la misma calle que ella, solo que en el otro extremo. Vivía con su hermano y su cuñada. Tom había asesorado a su hermano en un caso de herencia y más adelante le había contado que se trataba de gente algo peculiar. Gillian le sonrió sin demasiada convicción. ¡Genial! ¡Suerte que podía estar segura de que nadie la conocería allí! Era viernes por la noche, estaba sentada en un bar con los ojos llorosos, junto a un hombre que no era su marido, y de repente se encuentra con un vecino. A veces las cosas parecían realmente de brujas.
El joven le sonrió tímidamente como única respuesta. Parecía asombrado. Probablemente no se lo podía censurar por ello.
John Burton volvió a la mesa armado con dos vasos de aguardiente.
—He tardado un poco —se disculpó mientras tomaba asiento frente a ella—. ¿Ya se ha aclimatado?
—Sí. Y ya he comprobado que tengo un aspecto horrible. Lo siento.
—Habíamos quedado en que no volvería a disculparse, ¿recuerda? —Levantó su vaso—. ¡A su salud!
Gillian tomó un buen trago. Y luego otro. El aguardiente le abrasó la garganta y le mandó una ola de calor al estómago. Probablemente se estaba equivocando al beber aquello, sobre todo por la cantidad. Eso no era un aguardiente doble, al menos debía de ser cuádruple. Y ese día ella había comido muy poco. Más tarde tendría que pasar a recoger a su hija y conducir de vuelta a casa medio borracha. Sin embargo, decidió dejar a un lado tantos escrúpulos y tomar un trago más. En ese momento lo único que deseaba era ese estado de relajación que le ofrecía el alcohol, quería distanciarse de todo, de las preocupaciones, de los miedos y de la tristeza que sentía.
—¿Le apetece… le apetece hablar de sus penas? —preguntó John al cabo de unos minutos.
¿Por qué no?
—En pocas palabras —dijo Gillian—, mi hija no quiere saber nada de mí porque se siente demasiado controlada, dice que estoy encima de ella en todo momento, y mi marido ya no se fija en mí. Supongo que es lo típico —dijo mientras intentaba reír.
Lejos de darle la razón, John Burton se limitó a mirarla con aire pensativo.
—Sobre su esposo no puedo decirle nada. Pero a su hija la conozco bastante. Becky me cae bien. Le gusta el deporte, es ambiciosa y tiene espíritu de equipo. Tiene un carácter fuerte e independiente. Claro que también es terca y a veces también puede llegar a ser difícil tratar con ella. Pero es posible que esté pasando por una fase problemática y que por eso vaya hiriendo a las personas que tiene más cerca. No debería preocuparse demasiado, todo se arreglará.
Gillian quedó sorprendida por la claridad de la explicación.
—¿Seguro? —preguntó ella.
—Apostaría a que sí —asintió él.
—Gracias —dijo ella, fascinada por la manera como John, con unas pocas frases, había conseguido que se sintiera mejor. No es que todo se hubiera arreglado de repente, pero sin duda alguna se sentía mejor. John la había tomado en serio y había intentado consolarla. A diferencia de Tom, que la mayoría de las veces le respondía que no eran más que imaginaciones suyas. A diferencia de Tara, que enseguida le salía con complejas conexiones psicológicas que acababan provocándole mareos. A diferencia de Diana, que cada vez que Gillian se quejaba de algo insistía en afirmar lo feliz que era ella y lo idílica que era la relación que mantenía con su hija.
Por primera vez, Gillian tuvo la impresión de que alguien la ayudaba realmente.
—Conoce usted bien a los niños —comentó ella.
—Si algo conozco bien es el mundo del deporte. Y las personas pueden llegar a conocerse bien con solo verlas practicar un deporte de equipo. Da igual si son niños, jóvenes o adultos. Básicamente suelen comportarse igual que en la vida real.
Ella lo miró con interés.
—¿Es cierto que trabajaba usted en Scotland Yard?
A John se le ensombreció el rostro de repente.
—Sí —respondió.
Quedaba claro que no le apetecía nada hablar de ese trabajo ni de las circunstancias por las que lo había dejado. Gillian pensó que sería mejor cambiar de tema.
—¿Qué le parece ese crimen tan horrible, el de la anciana de Hackney?
—No sabría decirle gran cosa al respecto. Lo único que sé es lo que he leído en los periódicos.
—Pero por su trabajo debió de enfrentarse a cosas parecidas, ¿no?
—Sí. Pero en este caso no puedo entrar en valoraciones. La policía ni siquiera ha contado cómo asesinaron a la víctima. Probablemente la mataron de un modo poco común y prefieren que no se sepa para conservar la idiosincrasia del criminal. Yo solo he leído que ni la violaron ni le robaron. Por consiguiente, no se trató de dinero y, en principio, tampoco se trató de un crimen sexual.
—¿En principio?
—En caso de que la mataran de un modo especialmente sádico, la motivación podría considerarse de carácter sexual.
—¿Cree que volverá a suceder? ¿Que habrá otra víctima?
—Es posible. No queda nada claro cuál fue el móvil. Tal vez se trató de un problema personal entre el criminal y la víctima pero incluso en ese caso, alguien capaz de hacer algo así es sin duda una bomba de relojería. Porque si algo está claro es que en cualquier caso esa no es la manera más habitual de arreglar una desavenencia.
—Ese tipo de cosas dan miedo —dijo Gillian—. Cada vez que leo algo así pienso que es increíble pasar por la vida sin que te suceda algo más o menos grave.
—Todo se aclarará. La mayoría de los crímenes acaban resolviéndose tarde o temprano.
—Pero todos no.
—Todos no —admitió él.
Gillian se atrevió a intentarlo de nuevo.
—¿Fue ese el motivo por el que se marchó? Del cuerpo de policía, quiero decir. ¿Porque le resultaba insoportable enfrentarse continuamente a una violencia horrorosa y ver cómo después no siempre se hace justicia?
Su rostro volvió a adoptar una expresión ensombrecida.
—Hubo varios motivos —dijo con tono evasivo. A continuación, vació su vaso de un trago y consultó el reloj—. Me temo que deberíamos volver al club. No es que me apetezca precisamente, pero si se dan cuenta de que no estamos empezarán a pensar cosas raras.
Gillian se percató de que había estado mirándolo fijamente. No como solemos mirar a un interlocutor, sino casi agarrándolo con los ojos. Las numerosas personas que tenían a su alrededor habían pasado a ser un mero sonido ambiente que se oía de fondo. Seguían allí, pero era como si hubieran erigido una fina pared que separaba a Gillian y John del resto del mundo.
Debe de ser el aguardiente, pensó Gillian, ya sabía yo que sería demasiado.
—¿Cosas raras? —preguntó ella y se asustó al instante al oír el matiz provocador que había adoptado su voz. Eso de flirtear no iba con ella. No solía hacerlo, de hecho no lo había hecho jamás. Tuvo la sensación de estar actuando como una tonta.
—Creo que ya sabe a qué me refiero —dijo John mientras se ponía de pie. Le había sentado mal el tono que ella había utilizado y Gillian tuvo la clara impresión de que se había enfadado. O como mínimo se había puesto nervioso. Tal vez la veía como a una pesada. Tal vez se había excedido preguntándole por el trabajo como policía. En cualquier caso, había desaparecido la pared que durante unos instantes había creado una cierta intimidad entre ellos. Volvían a formar parte de aquel bar atestado, de aquella multitud apiñada, de aquel elenco de innumerables voces. Parte de las risas, del tintineo de vasos, del olor a alcohol, sudor y abrigos húmedos.
Mientras salían, pasaron muy cerca de la mesa en la que estaba sentado el tipo que vivía al otro extremo de la calle de Gillian y entonces fue cuando le vino el nombre a la memoria: Segal. Samson Segal.
—Adiós —dijo ella.
Él asintió del mismo modo que había hecho al principio, cuando ella había reparado en él por primera vez.
Angustiada, Gillian se preguntó si se habría pasado todo el rato igual.
Si se habría pasado todo el rato mirándola fijamente de ese modo.