1
Gillian volvió a la cocina.
—Era la madre de Darcy —aclaró—. Hoy Darcy no irá a la escuela. Tiene la garganta inflamada.
El sonido del teléfono no había conseguido arrancar a Becky de su letargo. Seguía aferrada a su cuenco de muesli, mirando fijamente los trozos de frutas y los copos de cereales mezclados con la leche.
Acaba de cumplir doce años, pensó Gillian, y ya es tan gruñona y desganada como una adolescente en el punto álgido de la pubertad. ¿Antes no éramos diferentes?
—Mmm… —respondió Becky sin demasiado interés. En la silla que tenía al lado estaba sentado Chuck, su gato negro. La familia lo había encontrado durante unas vacaciones en Grecia, hecho polvo y medio muerto de hambre al borde de una calle. Se lo habían llevado a hurtadillas al hotel. El resto de las vacaciones habían consistido básicamente en lidiar con el problema, en sacar a Chuck del hotel cada día sin que nadie se diera cuenta para llevarlo al veterinario y volver a meterlo en la habitación a escondidas. Gillian y Becky habían pasado horas enteras administrándole alimento líquido con una pipeta sin muchas esperanzas de que llegara a sobrevivir. Becky había llorado mucho, pero a pesar de las dificultades y los nervios, había sido de gran ayuda para su madre con los cuidados.
Al final, habían vencido las ganas de vivir de Chuck y acabó acompañando a la familia en el viaje de vuelta hacia Inglaterra.
Gillian se sentó a la mesa frente a su hija. Le tocaría llevar a Becky a la escuela en coche. La madre de Darcy y ella solían ponerse de acuerdo para llevar a las dos niñas y esa semana no le tocaba a Gillian. Sin embargo, no habría sido normal que la madre de Darcy llevara a Becky si su propia hija estaba enferma y se quedaba en casa.
—Me he enterado de algo interesante por casualidad —dijo Gillian—. ¿Es cierto que hoy tenéis un examen de matemáticas?
—Puede ser.
—No. Puede ser, no. ¡Ya te lo digo yo! Hoy tienes un examen y yo ni siquiera me había enterado.
Becky se encogió de hombros. Tenía un bigote de cacao en el labio superior. Los vaqueros negros que llevaba puestos eran tan estrechos que Gillian se preguntaba cómo debía de haber conseguido meter las piernas dentro. Además llevaba un jersey ceñido a la piel también de color negro y un pañuelo negro alrededor del cuello. Hacía todo lo posible por tener un aspecto guay, pero la marca de cacao que tenía alrededor de la boca le daba una apariencia infantil, era como una especie de extraña mascarada. Por supuesto, Gillian se guardó muy mucho de comentarlo en voz alta.
—¿Por qué no me has dicho nada? Cada día te pregunto cuándo tenéis exámenes. Me dijiste que no tenías ninguno. ¿Por qué?
Becky volvió a encogerse de hombros.
—¿Podrías hacer el favor de contestarme? —preguntó Gillian con tono cortante.
—No lo sé —masculló Becky.
—¿Que no sabes qué?
—Por qué no te he dicho nada.
—Supongo que no te apetecía estudiar —constató Gillian con resignación.
Becky la miró con una expresión furiosa.
¿Qué estoy haciendo mal?, se preguntó Gillian, ¿qué estoy haciendo mal para que a veces me mire con tanto odio? ¿Por qué la madre de Darcy sí estaba al corriente? ¿Por qué estaban al corriente probablemente todas las demás madres, menos yo?
—Lávate los dientes —le dijo— y vuelve enseguida. Es hora de irse.
Durante el trayecto hacia la escuela, Becky no articuló ni una sola palabra y se limitó a mirar por la ventana. Gillian se moría de ganas de saber si su hija se veía capaz de aprobar el examen, si hasta cierto punto se sabía ya la lección, pero no se atrevió a preguntarlo. Temía recibir una respuesta impertinente porque presentía que en ese caso probablemente acabaría llorando. Últimamente le pasaba cada vez con más frecuencia y no encontraba la manera de evitarlo. Estaba a punto de convertirse en una llorona que temía enfrentarse a las circunstancias de la vida y a la conducta provocadora de su hija de doce años. ¿Cómo era posible que una mujer de cuarenta y dos años tuviera tan poca autoridad?
Becky se despidió de ella frente a la escuela con un par de palabras distantes y cruzó la calle con su rigidez característica. Tenía las piernas delgadas y el pelo largo ondeaba tras ella mientras la mochila («¡Hoy en día ya no se llevan las carteras, mamá!») se balanceaba sobre su espalda. No se dio la vuelta para mirar a su madre. Durante el parvulario siempre se volvía para lanzarle un beso con la mirada radiante. ¿Cómo había podido cambiar tanto en tan pocos años? Naturalmente, esa mañana se había puesto a la defensiva. Se había dado cuenta de que el examen de matemáticas le iría fatal y que había sido un error por su parte haberse escaqueado de estudiar. Se había visto obligada a mostrarse más malhumorada que nunca.
Gillian se preguntaba si todos eran igual. Tan agresivos, tan tercos, tan despiadados.
Arrancó el coche, pero se limitó a conducir hasta la calle siguiente antes de detenerse de nuevo junto al bordillo. Abrió parcialmente la ventanilla y encendió un cigarrillo. La escarcha cubría la hierba de los jardines que había por los alrededores. A lo lejos vio el Támesis, con el aspecto de cinta plomiza, ya muy amplia y sometida a los ritmos de las mareas, que adoptaba cerca de la desembocadura. El viento olía a algas y se oían los chillidos de las gaviotas. Hacía frío. Era una mañana de invierno gris y desapacible.
Había hablado acerca de ello con Tom una vez, de eso hacía ya dos años. Para ser más exactos, había intentado hablar con él acerca de ello. Sobre si hacía algo mal como madre. O si el resto de chicos y chicas eran iguales. Él no había sabido qué responderle.
—Si tuvieras un poco más de contacto con las demás madres —le había dicho al fin—, probablemente lo sabrías. Sabrías si estás haciendo algo mal. Tal vez incluso sabrías cómo podrías hacerlo bien. Pero por algún motivo te niegas a relacionarte con ellas.
—No es que me niegue. Simplemente no me entiendo muy bien con las demás madres.
—Pero son mujeres completamente normales. ¡No te harán nada malo!
Por supuesto, tenía razón. Pero no se trataba de eso.
—Es que tampoco me aceptan. Siempre es igual, como si… como si de algún modo habláramos idiomas distintos. Al parecer me equivoco en todo lo que digo. No cuadra con nada de lo que dicen ellas… —se había dado cuenta de cómo debía de haberle sonado todo aquello a Tom, el hombre más racional del mundo. Como una tontería, una absoluta tontería.
—¡Tonterías! —le había respondido él enseguida—. Creo que todo eso no son más que imaginaciones tuyas. Eres una mujer inteligente, eres guapa, tienes éxito en tu trabajo. Tu marido, hasta cierto punto, no está nada mal y tampoco puede decirse que no haya tenido éxito en su trabajo. Tienes una hija guapa, inteligente y sana. ¿De dónde sacas todos esos complejos?
¿Tenía complejos?
Perdida en sus cavilaciones, tiró la ceniza del cigarrillo por la ventanilla del coche.
No tenía motivos para tener complejos. Quince años atrás había fundado junto a Tom una empresa en Londres especializada en la consultoría fiscal y económica. Habían tenido que trabajar muy duro para lanzar la empresa, pero había valido la pena: en esos momentos daban trabajo a dieciséis empleados. Tom siempre insistía en que sin Gillian habría sido incapaz de conseguirlo. Desde el nacimiento de Becky, Gillian no trabajaba cada día en la oficina, pero había seguido ocupándose de sus propios clientes, porque confiaban en ella. Tres o cuatro veces por semana tomaba el tren hacia Londres y se ocupaba de su trabajo. Gozaba de libertad absoluta para organizarse los horarios. Si Becky la necesitaba, pasaba un día entero sin aparecer por el despacho y durante el fin de semana siguiente se ocupaba del trabajo que le había quedado pendiente.
Todo iba bien. Debería ser feliz.
Miró por el retrovisor y vio reflejados en él sus ojos de color azul oscuro y los mechones rojizos que le caían sobre la frente. Era incapaz de conseguir que su pelo largo y revuelto tuviera un aspecto decente, recordaba a la perfección lo mucho que había sufrido al respecto durante la infancia: por sus rizos, por ser pelirroja, por las inevitables pecas a juego que decoraban su rostro. Más adelante, en la universidad, había conocido a Thomas Ward, su primer novio, el que tenía que ser el hombre de su vida, su gran amor. Él había quedado prendado del color de su pelo y le había contado las pecas una a una y, de repente, había empezado a sentirse guapa y a valorar la peculiaridad de su aspecto.
También deberías pensar en eso de vez en cuando, pensó, en todo lo bueno que Tom te ha aportado. Estás casada con un hombre maravilloso.
Después de fumarse el cigarrillo valoró la posibilidad de acudir al despacho. Le esperaba un trabajo considerable y sabía por experiencia que el trabajo era la mejor manera de combatir las cavilaciones. Decidió pasar por casa para tomar una última taza de café, cambiarse de ropa y salir de nuevo hacia Londres.
Arrancó el coche.
Tal vez debería volver a quedar con Tara Caine. Su amiga trabajaba como fiscal en Londres y según Tom, a quien no le caía especialmente simpática, era una feminista radical. En cualquier caso, a Gillian le iba bien poder charlar con ella de vez en cuando.
La última vez que se habían visto, Tara no había tenido miramientos en decirle que la había visto inmersa en una fuerte depresión.
Quizá tuviera razón.
2
Samson llevaba un buen rato aguzando el oído y cuando estuvo seguro de que no había nadie en el piso inferior, bajó la escalera en calcetines. Quería ponerse los zapatos y el anorak tan rápido como fuera posible y sin que lo viera nadie para después salir afuera, pero mientras estaba encorvado hacia delante atándose los cordones la puerta de la cocina se abrió y apareció su cuñada Millie. La manera en la que se le acercó le recordó a un ave de rapiña cuando divisa a su presa.
Samson se puso de pie.
—Hola, Millie —dijo, algo confuso.
Millie Segal era de ese tipo de mujeres que, antes incluso de haber cumplido los cuarenta, ya llevaban escrita en la frente una frase de doble filo como «Estoy segura de haber sido guapa». Era rubia, tenía buen tipo y unos rasgos simétricos, aunque surcados por profundas marcas y arrugas como consecuencia de un bronceado excesivo y del abuso de cigarrillos, lo que la hacía parecer mayor de lo que en realidad era. Además, parecía acongojada y algo amargada. Esto último no dependía tanto de una vida poco saludable como del hecho de que fuera una mujer profundamente insatisfecha, frustrada. Samson había hablado de ello alguna vez con su hermano. Este le había explicado que Millie estaba convencida de que vivía instalada en la mala suerte y no porque le hubiera ocurrido algo realmente trágico, sino porque se sentía agraviada por la suma de pequeñas injusticias y desengaños cotidianos.
Cuando Gavin, su marido, le preguntaba qué era exactamente lo que le amargaba tanto la vida, ella siempre respondía lo mismo.
—Todo. Todo en general…
Por desgracia, Samson sabía que su papel en ese «todo en general» no era precisamente insignificante.
—Me ha parecido oírte —dijo Millie. Todavía no se había vestido. Cuando trabajaba por la tarde, por la mañana se ponía un chándal y le preparaba el desayuno a su marido antes de que este se marchara para cumplir con su turno de mañana. Gavin trabajaba como conductor de autobús. A menudo tenía que levantarse a las cinco de la madrugada. En esos casos, Millie le preparaba café, beicon, huevos revueltos, tostadas y unos bocadillos para que se los llevara al trabajo. Ponía un cuidado realmente especial en ello, pero Samson estaba convencido de que no lo hacía de todo corazón. Por esos opíparos desayunos, Gavin solía pagar un alto precio: tenía que aguantar a todas horas los lamentos y las quejas de Millie, así como sus reproches. Samson en ocasiones se preguntaba si su hermano no preferiría pasar con una taza de café y una tostada con mermelada que hubiera tenido que prepararse él mismo a esas horas tan intempestivas, a cambio de poder sentarse en la cocina sin que nadie lo molestara mientras leía el periódico.
—Iba a salir ahora mismo —dijo Samson mientras se enfundaba el anorak.
—¿Eso significa que tienes trabajo? —preguntó Millie.
—Todavía no.
—¿Y haces algo para encontrar uno?
—Por supuesto. Pero son tiempos difíciles.
—Esta semana todavía no has puesto nada en el bote común de gastos domésticos y yo tengo que ir a comprar de todos modos. Además, a la hora de comer no te muestras tan parco.
Samson revolvió el contenido del monedero que llevaba en el bolsillo y sacó un billete.
—¿Crees que es suficiente con esto?
—No es que sea gran cosa —dijo Millie, aunque naturalmente aceptó el dinero—. Pero bueno, menos da una piedra.
¿Qué es lo que quiere exactamente?, se preguntaba Samson. No ha salido a mi encuentro solo por el dinero.
Él la miró con actitud interrogante.
—Gavin vendrá a mediodía —se limitó a decir Millie—. Comeremos a las dos. Hoy tengo turno de tarde.
—No vendré a comer —dijo Samson.
Ella se encogió de hombros.
—Tú sabrás.
Puesto que era evidente que no tenían nada más que decirse, él asintió levemente, abrió la puerta y salió a plantar cara al frío de la calle.
Los enfrentamientos con Millie siempre lo ponían nervioso, le provocaban tanta inseguridad y angustia que hasta le costaba respirar. Cuando salía se sentía mejor enseguida.
Una vez había escuchado una conversación entre su hermano y Millie, desde entonces sabía que lo que su cuñada más deseaba en el mundo era ver cómo él se marchaba de la casa. Y no era que antes no lo hubiera tenido claro, Millie no había dejado lugar a dudas de que lo veía como a un entrometido, pero era distinto cuando uno oía hablar de ello con tanta crudeza. Además, lo que no había sabido de antemano era hasta qué punto presionaba a su hermano al respecto.
—Quería llevar una vida de pareja contigo, como cualquier matrimonio normal —había dicho ella—. ¿Y con qué me encuentro? Con una especie de piso compartido.
—No es justo que lo describas de ese modo —había respondido Gavin, incómodo y demostrando el cansancio que se apodera de cualquier persona obligada a lidiar con un tema insondable demasiado a menudo—. Es mi hermano. ¡No es un realquilado cualquiera!
—¡Ojalá lo fuera! Al menos así nos pagaría algo por el alquiler. Pero de este modo…
—Esta casa también es suya, Millie. La heredamos los dos de nuestros padres. Tiene el mismo derecho que nosotros a vivir aquí.
—¡No es una cuestión de derechos!
—¿Entonces?
—Te estoy hablando de discreción. De decencia. Lo que quiero decir es que nosotros estamos casados. Puede que incluso lleguemos a tener hijos y nos convirtamos en una familia de verdad. Él está solo. Es como la quinta rueda de un coche. Cualquier otra persona se habría dado cuenta ya de que molesta y se habría buscado otro lugar para vivir.
—No podemos obligarlo. Si se va, entonces tendría que comprarle su parte y no me lo puedo permitir. O tendríamos que pagarle un alquiler, como mínimo la parte proporcional. ¡Dios, Millie, ya sabes lo que gano! ¡Viviríamos con el agua al cuello!
—Es tu hermano, no tendrías por qué pagarle nada.
—Pero él sí que tendría que pagar algún alquiler. Y está en el paro. ¿Cómo quieres que lo haga?
—Entonces, ¡mudémonos nosotros!
—¿De verdad es eso lo que quieres? Entonces ya puedes ir olvidándote de vivir en una casita con jardín. No tengo nada contra los pisos, pero ¿estás segura de que te sentirías bien viviendo en uno?
Samson, que había estado escuchando y sudando desde el otro lado de la puerta, había reaccionado con una mueca de desdén. Era natural que no llegaran a entenderse. Para Millie lo más importante era el prestigio, incluso más que la posibilidad de librarse de ese cuñado indeseado con el que le tocaba vivir. Procedía de una familia humilde, casarse con el propietario de una casa ubicada en un barrio burgués había supuesto un gran ascenso en su vida, a pesar de que no fuera más que una estrecha casita adosada en una calle demasiado transitada. Le encantaba invitar a sus amigas y alardear del bonito jardín que, de hecho, se encargaba personalmente de mantener arreglado. No estaba dispuesta a abandonar aquel mundo. No, Millie no quería mudarse a otro lugar. Lo que quería era que se marchara Samson.
Ella no había replicado a la última frase que había pronunciado su marido, pero el silencio había sido de lo más elocuente.
Samson intentó alejar de su mente el recuerdo de aquella conversación tan agobiante y emprendió su recorrido por las calles. Para ello seguía un sistema muy bien estipulado y un horario preciso, y ese día llevaba cinco minutos de retraso. En parte porque había pasado demasiado tiempo dudando si sería el momento más adecuado para bajar por la escalera, pero también porque el encuentro con Millie lo había demorado.
Había perdido el empleo en junio. Había estado trabajando como conductor para un servicio a domicilio de alimentos congelados, pero los platos congelados eran caros, la crisis económica estaba haciendo estragos y el número de pedidos había disminuido drásticamente. Al final, la empresa se había visto obligada a reducir la plantilla de conductores. A Samson no le había cogido por sorpresa: era el último empleado al que habían contratado y fue el primero al que echaron.
Caminaba a buen paso. La casa que su hermano Gavin y él habían heredado de sus padres estaba casi al final de una calle que daba a una vía muy transitada. Por consiguiente, era también ruidosa y poco elegante, con casas de fachadas estrechas y jardines raquíticos. En sentido contrario, la misma calle llevaba hasta el club de golf Thorpe Bay, que ofrecía una imagen muy distinta: casas más grandes, decoradas con torretas y salidizos, fincas espaciosas con altos árboles, cuidados setos en la parte de atrás, cercas de forja o preciosos muros bajos de piedra, por no hablar de los imponentes coches que estaban aparcados frente a cada entrada. Allí reinaba una tranquilidad cómoda y apacible.
Southend-on-Sea quedaba a sesenta y cinco kilómetros hacia el este de Londres y se extendía por la orilla norte del Támesis, hasta la desembocadura del gran río en el mar del Norte. La ciudad ofrecía todo lo que uno pudiera desear: lugares para ir de compras, escuelas y guarderías, teatros y cines, el parque de atracciones de rigor en el paseo marítimo, largas playas de arena, clubes de vela y de surf, pubs y elegantes restaurantes. Muchas familias acababan mudándose allí porque Londres les parecía demasiado caro y veían en esa población un lugar a todas luces más sano que la gigantesca metrópoli para criar a sus hijos. Southend constaba de varios barrios entre los que se contaba Thorpe Bay, donde vivía Samson y donde se hallaban también los extensos y ligeramente ondeados prados del club de golf, así como las amplias pistas de tenis que quedaban justo detrás de la playa, todo ello separado solo por una calle. Vivir allí era como estar en medio de un paraje idílico: las calles estaban bordeadas de árboles, los jardines estaban bien cuidados y las casas, en perfecto estado. El viento procedente del río llegaba impregnado del olor a sal del mar.
Samson había crecido allí. No podía imaginar vivir en otro lugar que no fuera ese.
Poco antes de llegar a Thorpe Hall Avenue, se encontró con la joven del gran perro mestizo. Cada día lo sacaba a pasear y a esas horas ya estaba de vuelta. Samson la había seguido varias veces hasta casa y hasta cierto punto estaba seguro de cuál era su situación vital: no tenía marido ni hijos. Lo que no había descubierto era si estaba divorciada o si no había llegado a casarse. Vivía en un pequeño chalé adosado que tenía, sin embargo, un gran jardín. Al parecer trabajaba desde casa, puesto que aparte de hacer la compra y sacar al perro a pasear no salía en todo el día. A menudo recibía envíos de servicios de mensajería. Samson llegó a la conclusión de que era empleada de una empresa que le permitía trabajar desde casa. Tal vez trabajaba transcribiendo textos, o redactando peritajes, o escribía textos para una editorial. Él había constatado que de vez en cuando se marchaba unos días de viaje. Cuando eso ocurría, su casa la ocupaba una amiga que también sacaba el perro a pasear. Al parecer sus jefes también querían verla de vez en cuando.
Un poco más adelante se topó con una mujer mayor que barría la acera delante de su casa. A esa mujer era fácil encontrarla a menudo en la calle. Ese día estaba barriendo las pocas hojas que habían caído del árbol de su jardín y habían superado el límite de la cerca. Barría la calle a menudo, incluso cuando cualquier otra persona hubiera creído que no valía la pena. Samson sabía que vivía sola. No era necesario ser un observador escrupuloso como él para darse cuenta de que lo hacía porque necesitaba estar haciendo algo que la obligara a salir a la calle y tener así la ocasión de saludar a alguien por la mañana. Jamás recibía visitas, por lo que seguramente no tenía hijos o, si los tenía, en cualquier caso no se preocupaban por ella. Tampoco le había parecido que tuviera amistades ni conocidos que acudieran a verla.
—Buenos días —dijo ella sin aliento nada más ver a Samson.
—Buenos días —murmuró Samson. Se había hecho el férreo propósito de no mantener contacto verbal con la gente a la que seguía, puesto que para él era importante no llamar la atención. Pero en el caso de esa mujer no había conseguido pasar de largo sin saludarla; creía que si la ignoraba podría quedar aún más patente en el recuerdo de aquella señora. «Aquel tipo antipático, el que pasa por aquí cada mañana…». De ese modo, como mínimo, ocupaba un lugar positivo en su memoria.
Entretanto había llegado ya a la hilera de casas que se encontraban enfrente de una bonita zona verde que en verano adoptaba un aspecto especialmente frondoso. Una de las casas pertenecía a la familia Ward. Samson sabía más cosas acerca de esa gente que de todos los demás juntos, porque Gavin había recurrido a Thomas Ward para que lo ayudara cuando empezó a tener problemas con los impuestos de sucesión tras la muerte de sus padres. Ward y su esposa trabajaban como consultores económicos y legales en Londres y Ward, en su momento, había aconsejado a un Gavin desesperado acerca de unas condiciones especialmente ventajosas, por lo que este no soportaba que se hablara mal de ellos. A pesar de ello, Thomas Ward ofrecía una imagen que no resultaba especialmente simpática a ninguno de los dos hermanos: un coche bastante grande, trajes exquisitos y corbatas discretas, aunque inequívocamente caras.
—Las personas no deben juzgarse por su aspecto —le decía Gavin cada vez que hablaban de él—. ¡Ward es un buen tipo, es difícil encontrar a personas como él!
Samson sabía que Gillian Ward no acudía a trabajar a su empresa de Londres todos los días. No había conseguido descubrir ningún tipo de regularidad en sus horarios, probablemente no seguían ninguna. Pero por supuesto tenía algo que ver esa hija de doce años de la que tenía que ocuparse, Becky, que a menudo parecía tan terca y tan reservada. Samson tenía la impresión de que Becky podía llegar a ser bastante rebelde. Estaba seguro de que no debía de ponerle las cosas fáciles a su madre.
Se quedó perplejo al ver de repente cómo el coche de Gillian bajaba por la calle, se metía en la entrada de su casa y se detenía. Era francamente curioso. Samson sabía que ella y la madre de una compañera de clase de Becky se turnaban cada semana para llevar a las chicas a la escuela en coche, y esa semana le tocaba a la otra, de eso estaba completamente seguro. Tal vez no hubiera salido para llevar a las niñas a la escuela, pero en ese caso ¿dónde había estado? Todavía era muy temprano.
Samson se detuvo. ¿Y si tenía previsto acudir a la oficina? Iría en coche hasta la estación, ya fuera de la Thorpe Bay o la de Southend Central, y a continuación seguiría en tren hasta Fenchurch Station, en Londres. La había seguido varias veces, por eso conocía su itinerario a la perfección.
Vio cómo ella se metía en casa y se encendía la luz del vestíbulo. Puesto que la bonita puerta pintada de rojo de la casa de los Ward tenía una ventana en forma de rombo en el centro, desde la calle podía verse todo el pasillo hasta llegar a la cocina, que quedaba justo delante, al otro lado. Una vez se había dedicado a observar a través de esa práctica ventana cómo Gillian se había sentado de nuevo por la mañana a la mesa del desayuno cuando su familia ya no estaba en casa, cómo se había servido otra taza de café y se la había tomado en lentos sorbitos hasta vaciarla del todo. Junto a ella había dejado el periódico, pero ni siquiera le había echado un vistazo. Se había limitado a mirar fijamente la pared que tenía delante. Aquella había sido la primera vez que Samson había sospechado que Gillian no era feliz.
Esa idea le había parecido realmente triste porque le había tomado mucho cariño a los Ward. No encajaban para nada en el patrón de personas a las que prefería seguir, es decir, mujeres solteras, y se había preguntado con verdadera inquietud por qué se había apegado tanto a ellos. En una noche de verano que había estado rondando por las calles se había fijado en el jardín de los Ward y tras observar cómo la pequeña familia charlaba y reía mientras disfrutaban de una barbacoa en la terraza, de repente se había dado cuenta de lo que tanto le fascinaba: eran perfectos. Eso le atrajo de un modo mágico. Eran la familia perfecta. El padre atractivo y con unos buenos ingresos, la madre guapa e inteligente, la niña, bonita y vivaz. Un gato negro muy lindo, una casa bonita, un jardín cuidado, dos coches. No nadaban en la abundancia, no hacían ostentación, pero estaban afianzados en la clase media. Un mundo correcto.
El mundo con el que él siempre había soñado.
El mundo que nunca llegaría a conseguir. Sin embargo, se había percatado de que encontraba un cierto consuelo cuando podía participar en él como espectador.
Siguió acercándose a la casa hasta llegar frente a la verja del jardín e intentó echar una ojeada a la cocina. De hecho podía ver a Gillian apoyada en la mesa, se había servido otra taza de café. Sostenía la taza de cerámica entre las manos y bebía de ella con pequeños sorbos y un cierto aire pensativo como ya le había visto hacer alguna vez.
¿Sobre qué pensaba tanto? A menudo parecía completamente ensimismada en sus cavilaciones.
Se apresuró a seguir su camino, no podía permitirse quedarse parado tanto tiempo en un mismo lugar y menos aún en medio de la calle. Le encantaría descubrir qué era lo que tanto preocupaba a Gillian y tenía muy claro por qué: porque esperaba que eso lo tranquilizaría a él. Tenía que ser algo pasajero y esperaba que no fuera nada que tuviera que ver con su matrimonio ni con su familia. Tal vez su padre o su madre estaban enfermos y se preocupaba por ellos, o algo por el estilo.
Bajó por Thorpe Hall Avenue, dejó atrás la gran zona ajardinada y las pistas de tenis de Thorpe Bay Garden, cruzó el paseo marítimo, donde el tráfico frenético de primera hora de la mañana disminuía un poco, y llegó a la playa, que presentaba un aspecto frío, desolado e invernal. No había ni un alma.
Respiró hondo.
Estaba tan agotado como cualquier otra persona después de un largo y duro día de trabajo y sabía por qué: porque había visto a Gillian. Porque había estado a punto de encontrarse con ella frente a frente. Esa circunstancia para la que no había podido prepararse de antemano lo había estresado mentalmente hasta el punto de que, sin darse cuenta, había llegado a la playa a paso de carrera, pensando solo en avanzar, hacia la calma, donde pudiera apaciguar sus nervios.
Vigilaba a muchas personas. Memorizaba lo que hacían durante el día, sus costumbres, intentaba ahondar en los detalles que caracterizaban sus vidas. No habría podido explicar qué era lo que le fascinaba tanto al respecto, pero sentía una especie de magnetismo que se apoderaba de él. Una vez había empezado, le resultaba imposible dejarlo. Había leído sobre los fanáticos de los ordenadores que habían fundado una vida paralela en Second Life y había tenido la impresión de que todo eso tenía mucho que ver con lo que él hacía. Una vida al margen de la existente. Destinos con los que soñar y roles en los que sumergirse. A veces era el afortunado Thomas Ward, con esa bonita casa y ese coche tan caro. Otras era un tipo más guay, que no tartamudeaba ni se sonrojaba, e invitaba a salir a la guapa joven del perro y sin recibir calabazas, por supuesto. Con ello aportaba un poco de esplendor y de alegría a su rutina cotidiana. Presentía que un psicólogo habría encontrado una serie de señales delicadas en su afición y es que cuando la situación se volvía algo arriesgada o rozaba el límite la única posibilidad que le quedaba era vagar por la calle inmerso en la melancolía.
Poco a poco había visto que algo estaba cambiando y eso lo inquietaba.
Dio un par de pasos por la playa. Allí soplaba más viento que en las calles y no tardó en quedarse helado. Había olvidado los guantes y no paraba de echarse el aliento en las manos para calentárselas. Naturalmente, siguió con su ronda de observación. Incluso había creado un fichero en su ordenador acerca de sus objetos de observación y ni una sola noche se olvidaba de anotar rigurosamente todo lo que había visto y presenciado. Aunque ya no lo hacía con la misma abnegación de antes y sabía por qué: era debido a los Ward, especialmente debido a Gillian Ward. Los Ward habían pasado a ser cada vez más importantes para él. Se habían convertido en su familia. No dejaba de soñar despierto con ellos, no había nada que no supiera acerca de sus vidas o que no deseara compartir con ellos.
Probablemente había sido inevitable que ese interés por otras personas que tanto lo habían fascinado en otro tiempo hubiera ido decayendo poco a poco. Tenía la vaga sensación de que no era una buena señal. En ese momento comprendía por qué desde el principio había intentado abarcar un gran número de sujetos a los que observar y de cuyas vidas dejaba constancia escrita: de ese modo ninguno de ellos llegaría a tener demasiada importancia para él. Para poder participar en sus vidas sin llegar a perderse en ellas.
Con Gillian podía llegar a ocurrirle precisamente eso.
El viento del norte era bastante frío. No era un buen día para pasarlo en la playa. En verano le había divertido eso de vagar por las calles de la mañana a la noche y evitar el ambiente opresivo que reinaba en casa. Sin embargo, en invierno era otra historia. La única ventaja era que oscurecía temprano y como máximo a partir de las cinco podía ver cómodamente las estancias iluminadas de las casas. Aunque con ello acabara congelado de los pies a la cabeza.
Levantó la nariz y olisqueó el viento como un animal. Le pareció que el aire olía a nieve. No nevaba muy a menudo en el sudeste de Inglaterra, pero habría apostado a que ese año tendrían unas Navidades blancas. Aunque, por supuesto, hasta entonces el tiempo podía cambiar mucho.
Al fin decidió que hacía demasiado frío para seguir andando por allí.
Dejó atrás la playa y se detuvo frente a un quiosco del paseo marítimo. Por desgracia había tenido que darle casi todo el dinero que tenía a su codiciosa cuñada, pero después de revolver durante mucho rato todos los bolsillos de la ropa consiguió reunir dos libras. Eso le alcanzaba para un café bien caliente.
Se lo tomó de pie, resguardado del viento tras el tablón de anuncios del puesto de bebidas y disfrutó del hormigueo que le provocaba el calor de la taza en las manos. Tenía el expositor con los periódicos del día justo delante de las narices. Mientras leía los titulares, se detuvo especialmente en la primera plana del Daily Mail, que ese día mostraba una portada especialmente sensacionalista: «¡Terrible asesinato en Londres!».
Casi tuvo que contorsionarse para poder leer el texto que quedaba debajo. Habían asesinado a una anciana en un bloque de pisos de Hackney. El caso se caracterizaba por su extrema brutalidad. Se estimaba que la mujer llevaba diez días muerta en el apartamento cuando su hija la encontró. No había ni el más mínimo indicio del posible motivo que podría haber incitado al autor de los hechos.
—Horrible —dijo el quiosquero, que había visto hacia dónde apuntaban los ojos de Samson—. Me refiero sobre todo a lo de los diez días, a que alguien lleve tanto tiempo muerto y nadie se dé cuenta. ¿Adónde vamos a ir a parar con esta sociedad?
Samson murmuró un comentario de aprobación.
—El mundo está cada día peor —dijo el quiosquero.
—Es verdad —convino Samson antes de terminarse el café. El cambio todavía le alcanzaba para quedarse un ejemplar del Daily Mail.
Compró el periódico y prosiguió su camino, pensativo.
3
Al menos había dejado de temblar.
El inspector Peter Fielder de la Policía Metropolitana de Londres, también conocida como Scotland Yard, no estaba seguro de si la mujer estaba en condiciones de ser interrogada, pero sí sabía que el tiempo apremiaba. Cuando su hija la hubo descubierto el día anterior, Carla Roberts probablemente llevaba más de una semana muerta en su apartamento y esa circunstancia le había proporcionado una considerable ventaja a su asesino. Era preciso proceder enseguida, aunque por el momento no habían conseguido sacarle nada en absoluto a esa joven que temblaba como una hoja, que tenía a su hijo en brazos y lo presionaba contra su pecho y se había echado a llorar cuando una agente de policía había querido apartarlo de ella un momento. Un coche patrulla la había llevado hasta el hospital, donde había pasado la noche y le habían administrado unos fármacos y por la mañana la habían devuelto a su casa, en Bracknell.
Los agentes que la habían acompañado habían informado a Fielder por móvil de que Keira Jones al parecer estaba mejorando. De ahí que estuviera sentado en el bonito y cálido salón bebiendo agua mineral y que Keira estuviera, también sentada, frente a él, con la tez blanca como una sábana, pero claramente más serena que el día anterior. Su marido, Greg Jones, estaba en casa. Cuando Fielder llegó, ya le había dado de comer al niño, le había cambiado el pañal y lo había acostado de nuevo. En esos momentos estaba junto a la ventana con los brazos cruzados frente al pecho, no tanto en señal de rechazo como indicando una cierta necesidad de protección. Estaba claramente afectado, si bien hasta cierto punto intentaba mantener la calma y la compostura.
—Señora Jones —dijo Fielder con cautela—, sé que no le resulta fácil hablar conmigo y siento de verdad tener que molestarla en estos momentos, pero por desgracia no podemos perder más tiempo. Según las primeras estimaciones del forense, su madre podría haber muerto hace unos diez días, lo que significa que desgraciadamente hemos tardado mucho en encontrarla…
Keira cerró los ojos un instante y asintió.
—Tenemos un hijo pequeño que está pasando por una fase bastante agotadora, inspector —se disculpó el marido de Keira—. Mi esposa lleva meses al límite de sus fuerzas. Yo trabajo durante todo el día y solo puedo ayudarla un poco. Mi suegra se sentía un poco desatendida por ella, pero…
—¡Greg! —dijo Keira en voz baja y con un tono forzado—. No es solo que se sintiera desatendida. Es que no la he atendido lo suficiente.
—Por Dios, Keira, me paso el día trabajando. Tenemos un hijo pequeño. ¡No podías estar yendo a todas horas para tomarle la mano a tu madre!
—Pero al menos debería haberla llamado más a menudo.
—¿Cuándo la llamó por última vez? —preguntó Fielder—. O para ser más exactos: ¿cuándo fue la última vez que tuvo algún tipo de contacto con su madre?
Keira reflexionó un momento.
—Fue… sí, fue hace dos sábados. Por lo tanto, más de una semana. Me llamó ella, relativamente tarde, hacia las diez de la noche.
—¿Después de eso no volvió a hablar con ella?
—No.
Fielder hizo cuentas.
—Entonces debió de ser el domingo 22 de noviembre. Hoy es día 2 de diciembre. Es muy relevante que… la atacaran poco después de que hablara con usted.
—La asesinaron —susurró Keira.
—Sí —asintió él—. La asesinaron.
—Horrible —dijo Greg Jones—, es horrible. Pero ¿quién podía imaginar algo así?
Fielder miró por la ventana. En el cuidado jardín delantero había un columpio, un cajón de arena y un tobogán. De colores alegres, probablemente había sido el padre orgulloso quien los había instalado, de forma algo prematura pero afectuosa, para su pequeño. Los Jones tenían la apariencia de una familia feliz. Ni Keira ni Greg parecían fríos o egocéntricos. Se habían unido muchos factores: Greg sufría estrés en el trabajo; Keira, estrés a causa del niño. El trayecto hasta Hackney era largo y engorroso. Con un niño de corta edad a cuestas, sin duda debía de resultar aún más duro. La abuela vivía sola y había quedado al margen del esquema de esa joven familia. Carla probablemente le había causado constantes remordimientos de conciencia a su hija, pero de todos modos Keira no había encontrado la manera de integrarla en su vida.
Simplemente ocurría lo mismo que en tantas otras familias.
—¿Su madre estaba divorciada? —preguntó Fielder. Keira ya había comentado ese dato en un primer interrogatorio breve al que se había sometido en el mismo lugar de los hechos. Sin embargo, Fielder quería saber algo más al respecto.
—Sí —dijo Keira—. Desde hace diez años.
—¿Tiene usted contacto con su padre? ¿Y su madre? ¿Tenía contacto con él?
—No. —Keira negó con la cabeza—. Ni siquiera sabemos dónde vive. Tenía una empresa de materiales para la construcción, siempre habíamos vivido bien y pensábamos que todo iba sobre ruedas. Pero luego resultó que estaba endeudado hasta las cejas. Todo se vino abajo y él acabó marchándose al extranjero para huir de sus acreedores.
—Pero cuando eso ocurrió ¿sus padres ya se habían divorciado?
—Sí. Cuando la quiebra del negocio ya era evidente, salió a la luz también la relación de mi padre con una empleada más joven. Mi madre le pidió el divorcio de inmediato.
—¿No sabe con seguridad si su padre sigue viviendo en el extranjero?
—No. Solo lo suponemos.
—Sin embargo sabe que hace años que no mantenía contacto con su madre.
—Sí. De lo contrario me lo habría contado enseguida.
Fielder lo anotó.
—Intentaremos localizar a su padre. ¿Conoce usted el nombre y la dirección de esa amante que ha mencionado?
Keira negó con la cabeza.
—Su nombre de pila creo que era Clarissa. Pero el apellido no lo sé. Por aquel entonces yo ya no vivía con mis padres, porque estaba estudiando en Swansea. No llegué a conocer muchos detalles al respecto. Quiero decir que… —de repente, se echó a llorar—. Mi madre solía llamarme a menudo —sollozó—. Estaba desesperada porque veía cómo su vida se desmoronaba. Mi padre había estado engañándola con otra mujer durante años y encima se había quedado sin dinero e iban a subastar su casa… Las cosas le iban muy mal y así y todo yo no hice más que rehuirla. Yo no quería… de algún modo no quería saber nada de todo aquello… —dijo antes de dar rienda suelta a las lágrimas.
Greg se le acercó y le acarició el pelo con torpeza.
—No te hagas tantos reproches. Estabas en la universidad, tenías tu propia vida. No podías ocuparte además de los problemas de tus padres.
—Debería haber estado más pendiente de mi madre, tanto entonces como ahora. ¡Llevaba varios días muerta en su casa sin que nadie se hubiera dado cuenta! ¡Eso no debería haber ocurrido!
En ese momento, el bebé empezó a gimotear. Casi aliviado, Greg salió de la habitación. La situación lo superaba, pero al fin y al cabo no era nada extraño que así fuera, pensó Fielder. Algo inconcebible había irrumpido en las vidas de los Jones y jamás llegarían a recuperarse del todo realmente.
Keira alargó la mano hasta su bolso y sacó de él un pañuelo para sonarse la nariz.
—Él tampoco es que se muriera de ganas de visitar a mi madre o de invitarla para que viniera —dijo mientras señalaba con un movimiento de cabeza la puerta por la que había desaparecido su marido—. Trabaja mucho y durante el fin de semana solo le apetece relajarse… ¿Sabe? Mi madre no era precisamente ese tipo de personas que transmiten buen humor allí donde van. No paraba de lamentarse. Por el divorcio, por la quiebra, por todo. Podía resultar muy… agotadora. En mi opinión, ese era el motivo por el que le costaba tanto hacer amistades. La mayoría de la gente… al cabo de un rato ya no la soportaban. Suena horrible lo que estoy diciendo, ¿verdad? No quiero hablar mal de ella. Además… por mucho que pudiera llegar a enervar a los demás… ¡tampoco merecía morir de ese modo!
Fielder la miró con compasión. Había visto el cadáver de Carla Roberts. La habían encontrado en su salón, con las manos y los pies atados con precinto adhesivo de paquetería. Habían hecho una pelota con un trozo de tela arrugada y se la habían metido en la garganta. Al final resultó ser un trapo de cocina a cuadros. Las primeras investigaciones habían revelado que Carla Roberts se habría forzado a vomitar para intentar con todas sus fuerzas sacarse el trapo de la boca.
—Y debería haberlo conseguido —le había dicho el forense en el lugar del suceso—. Me parece que el autor del crimen presionó el trapo con el puño en la garganta de la víctima hasta que esta murió ahogada por su propio vómito. Debió de sufrir una agonía terrible.
Fielder esperaba que Keira no le preguntara acerca de esos detalles.
—Señora Jones —empezó a decir—, ayer ya nos dijo que, después de haber estado llamando y de que nadie abriera, utilizó un segundo juego de llaves para abrir usted misma la puerta del apartamento de su madre. ¿Cómo consiguió llegar hasta allí? ¿Tiene también la llave del portal del edificio?
—Sí, aunque la puerta de abajo estaba siempre abierta de todos modos. Llamé al timbre, pero en lugar de esperar subí directamente en el ascensor. Una vez arriba, llamé otra vez. Y otra. Al final, abrí la puerta yo misma.
—¿Pensó ya entonces que podría haber pasado algo?
Keira negó con la cabeza.
—No. No la había avisado de que iría y pensé que mi madre simplemente no debía de encontrarse en casa. Que habría salido a hacer la compra, a pasear, o algo así. Tenía la intención de esperarla en su apartamento.
—¿Hay alguien más aparte de usted que tenga un juego de llaves de ese piso?
—No, que yo sepa.
—Por lo que parece —dijo Fielder—, su madre debió de dejar entrar al autor del crimen en su casa. En cualquier caso, no hay signos de que forzara la puerta. Por supuesto, es demasiado pronto para sacar conclusiones definitivas, pero podría ser que su madre conociera al asesino.
Keira lo miró aterrorizada.
—¿Que ella lo conocía?
—¿Sabe algo acerca del círculo de conocidos de su madre?
Fielder se dio cuenta de que en los ojos de Keira volvían a aflorar las lágrimas, pero de momento consiguió contenerlas.
—De hecho, no tenía. Ese era precisamente el problema, que vivía completamente aislada. La noche en la que… hablé con ella por última vez se lo estuve reprochando. Le dije que siempre se quedaba encerrada en casa, que no se esforzaba por conocer a gente nueva, que nunca hacía nada… Ella me escuchó con paciencia, pero no tuve la impresión de que nada fuera a cambiar.
Fielder asintió. Encajaba con la imagen que tenía de la víctima: una persona que había vivido sin entorno social, que había pasado diez días muerta en su casa sin que nadie la echara de menos.
—¿Cuándo dejó de trabajar su madre?
—Hace cinco años. Tras el divorcio, encontró trabajo en una droguería, pero no le gustaba nada y terminó por jubilarse a los sesenta. Por suerte, había cotizado algo durante los primeros años de su matrimonio, de lo contrario habría quedado en una mala situación económica. Pero gracias a eso consiguió salir adelante.
—¿Mientras estuvo en la droguería tuvo problemas con algún compañero de trabajo?
—No. Se entendía bien con todo el mundo y nadie tenía problemas con ella. Pero perdió el contacto con ellos después de dejar el empleo. No creo que siguiera viendo a nadie durante todo este tiempo.
—¿Y aparte de eso? ¿No tenía ninguna afición que compartiera con otras personas de vez en cuando?
—No. Nada.
—¿Y en el edificio? ¿No hablaba con ninguno de los vecinos?
—Tampoco. Todos los que residen allí parecen vivir de forma bastante anónima, pendientes solo de sí mismos. Y mi madre no era de ese tipo de personas con facilidad para dirigirles la palabra a los demás. Era demasiado tímida e insegura para esas cosas. Por otra parte, tampoco tuvo jamás ningún problema con nadie, era buena persona. Era amable. No comprendo cómo alguien ha podido demostrar tanto odio con ella. ¡No lo comprendo!
Fielder pensó en la brutalidad con la que habían matado a Carla. Posiblemente el asesino no había tenido ningún problema en especial con ella, con aquella jubilada amable y algo quejica. Tal vez lo que tenía era un problema con todas las mujeres en general. Un sádico, un psicópata, un tipo profundamente trastornado. El caso sugería algo por el estilo.
—¿Hay algo más que debería saber? —preguntó Fielder.
Keira reflexionó un momento.
—Creo que no —respondió ella, aunque enseguida se corrigió—. Espere, sí. No sé si es importante, pero esa noche en la que hablé por teléfono con mi madre por última vez mencionó algo raro… o al menos a ella le parecía raro. Me dijo que el ascensor subía a menudo hasta su piso. Pero que jamás salía nadie de él.
—¿Estaba segura de eso? ¿De que nadie salía del ascensor?
—Sí, al parecer sí. De lo contrario lo habría oído. Y puesto que de todos modos tampoco vivía nadie más en la misma planta que ella, le parecía extraño que subiera hasta allí.
—¿Desde cuándo se había dado cuenta de que ocurría eso tan extraño? ¿Se lo comentó?
—Me dijo que hacía una o dos semanas. Y que antes no había ocurrido jamás. Porque yo le dije que tal vez el sistema estaba programado de tal manera que el ascensor se paraba de vez en cuando en todas las plantas… Pero a continuación cambió de tema. Se dio cuenta de que yo tenía ganas de terminar la conversación. —Keira se mordió los labios.
Fielder se inclinó hacia delante. Sentía compasión por aquella joven. Perder a la madre era duro, pero perderla en un crimen tan brutal era directamente inconcebible. Y encima, estaba seguro de que Keira Jones tendría que acarrear durante el resto de su vida el remordimiento de haberse comportado de forma demasiado negligente, enervada y fría con su madre. Algo prácticamente insoportable.
—Señora Jones —dijo—, ¿tuvo la impresión de que su madre se sentía amenazada?
Los ojos de Keira volvieron a llenarse de lágrimas.
—Sí —admitió ella con algo parecido a un sollozo—. Sí, creo que tenía miedo. Era solo que no sabía decir de qué. Se sentía amenazada, sí. Y yo no me ocupé ni un solo segundo de ello.
Dejó caer la cabeza sobre las rodillas y rompió a llorar con ganas.
4
La madre de Darcy estaba preparando magdalenas.
¿Por qué todas las madres de hoy en día se pasan el día preparando magdalenas?, se preguntó Gillian a la vez que empezaba a notar un dolor de cabeza leve pero constante. ¿Quién se comía todas esas magdalenas que millones de madres horneaban a diario?
Diana, la madre de Darcy, vaciaba el recipiente de cerámica en el que había preparado la mezcla y la distribuía por los moldes. La cocina olía a chocolate, mantequilla y almendras. Sobre la mesa había unas velas gruesas de color rojo y una jarra con té de vainilla. Junto a ella, un pequeño cuenco con azúcar candi.
—Sírvete algo de té —dijo Diana.
Era una mujer atractiva, rubia y delgada. Jugaba muy bien al tenis y al golf. Sabía cocinar de maravilla y tenía maña para arreglar su casa de manera que resultara acogedora. Sus hijas la adoraban. Siempre colaboraba en la decoración de las fiestas del curso y se ofrecía como acompañante en las excursiones, motivo por el que también los profesores la adoraban.
Y encima horneaba magdalenas.
Sin embargo, en ese momento había sacado un tema que no encajaba para nada con la acogedora atmósfera previa a la Navidad que reinaba en su cocina: el asesinato que se había cobrado la vida de una anciana que vivía sola en Londres. Al parecer todo el mundo hablaba de ello y Gillian era la única que todavía no se había enterado. Becky había querido llevarle los deberes a su amiga Darcy, que estaba enferma, por eso se habían presentado en su casa. Las chicas se habían encerrado en la habitación de Darcy y la madre de esta había invitado a Gillian a una taza de té. En realidad hubiera preferido rechazarla. A pesar de haber vuelto de la oficina muerta de cansancio, se había empeñado en acompañar a Becky a casa de su amiga porque no quería que rondara por las calles a oscuras. No le apetecía en absoluto pasar el rato charlando, pero Diana se le había adelantado con la pregunta cuando todavía estaba en la puerta:
—¿Qué? ¿Qué te parece ese crimen tan atroz?
Por supuesto, Gillian había respondido preguntándole a qué se refería y con ello había sellado su destino. Diana, que siempre estaba buscando a alguien con quien poder cotillear, la había arrastrado hasta la cocina y le había contado con todo lujo de detalles todo lo que sabía al respecto.
—Llevaba muerta en su casa más de una semana ¡y nadie se había dado cuenta! ¿No es horrible? Me refiero a vivir tan sola y que a nadie le llame la atención hasta que alguien se da cuenta de que has muerto.
—Aún encuentro más horrible que la mataran en su propia casa —dijo Gillian—. ¿Cómo lo hizo el asesino para conseguir entrar? ¿Se sabe algo al respecto?
—Bueno, según se dice no había ni el más mínimo rastro de que hubiera forzado la puerta para entrar. Por consiguiente, debió de dejarlo entrar ella misma. También es posible que el crimen lo haya cometido alguien que la conociera. Porque ya nadie es tan imprudente como para abrir de par en par la puerta de casa cada vez que llaman, ¡sobre todo cuando una vive completamente sola!
Diana se dedicó un rato a amasar con abnegación la pasta de las magdalenas y Gillian se tomó el té y pensó en el asesinato de Londres y en aquella madre perfecta. Durante todo el tiempo intentó respirar relajadamente, porque a veces eso la ayudaba cuando el dolor de cabeza amenazaba con atormentarla.
Una vez llenos todos los moldes, Diana los metió en el horno, seleccionó la temperatura adecuada y se instaló en la mesa para servirse también algo de té.
—Tenía una hija ya adulta. Fue ella quien la encontró.
—¡Terrible! —dijo Gillian.
—Sí, bueno, pero esa misma hija había estado diez días sin saber nada de su madre. Es muy raro. Eso no podría sucederme a mí con mi hija.
Gillian pensó en la conducta provocadora que Becky había demostrado con ella ese mismo día. ¿Podría decir ella lo mismo de su hija con tanta convicción? ¿Que a ella no le ocurriría nunca?
—¿Y cómo… cómo la mataron? —preguntó Gillian algo acongojada.
—La policía mantiene silencio al respecto —respondió Diana en tono compasivo—. Secreto de sumario, ya sabes. Quieren evitar que surjan casos de imitación y confesiones falsas. Eso dice el periódico. Deben de haberla matado de un modo extremadamente brutal.
—Debe de haber sido alguien muy perverso —dijo Gillian con repulsión.
Diana se encogió de hombros.
—O alguien que sentía un odio incontenible por esa mujer.
—Sí, pero es difícil que alguien pueda odiar tanto. En cualquier caso, eso no es normal. Espero que atrapen al asesino muy pronto.
—Yo también lo espero —consintió Diana con fervor.
Las dos mujeres se quedaron en silencio un rato, abatidas, hasta que Diana cambió de tema abruptamente.
—¿Vendrás a la fiesta de Navidad del club de balonmano? ¿El viernes?
—No sabía nada. ¿Una fiesta?
—¡Becky no te cuenta nada! —exclamó Diana con una crueldad ingenua.
—Tal vez me lo haya contado y sea yo quien no la ha escuchado —dijo Gillian, a pesar de que sabía que no había sucedido de ese modo. Ella ponía atención siempre que Becky le contaba algo. Pero su hija apenas le contaba ya nada. Ese era el problema.
—Pero ¿vendrás? —insistió Diana—. Cada persona llevará unas galletas o algo por el estilo. Estará bien, ya verás.
—Sí, seguro.
¡Y seguro que tú llevarás tus malditas magdalenas!, pensó para sí.
Tengo que contenerme, se dijo, ¡de algún modo tengo que conseguir contenerme!
Con la excusa de que Tom no tardaría en llegar a casa y que tenía que preparar la cena, Gillian logró escapar de allí un cuarto de hora más tarde. Se sintió liberada cuando Becky y ella se encontraron por fin de nuevo en la oscura calle. El viento frío le sentó bien. Había llegado un momento en el que había empezado a hacérsele insoportable aquella cocina decorada con motivos navideños, el aroma del horno y Diana, la madre perfecta.
—¿Por qué no me has contado que pasado mañana celebráis una fiesta de Navidad en el club de balonmano? —preguntó cuando ya estaban a punto de llegar a casa. Como de costumbre, habían guardado silencio durante el camino.
—No me apetecía —murmuró Becky.
—Que no te apetecía ¿qué? ¿Contármelo? ¿Ir a la fiesta?
—Contártelo.
—¿Por qué?
Becky entró en el jardín de casa sin decir nada. El coche de Tom estaba aparcado frente al garaje. Por la mañana solía marcharse a Londres antes que Gillian y volvía mucho más tarde. Gillian todavía tenía que ocuparse de Becky y de la casa, por lo que siempre iban cada uno por su cuenta.
Gillian agarró a su hija por un brazo.
—¡Me gustaría que me respondieras!
—¿A qué? —preguntó Becky.
—A mi pregunta. ¿Por qué no me lo has contado?
—¡Quiero tener conexión a Internet de una vez!
—Eso no es una respuesta.
—En mi clase todos…
—¡Tonterías! No es cierto que todos los de tu clase tengan conexión a Internet. Internet…
—… es muy peligroso, está lleno de hombres malos que intentan seducir a jovencitas a través del chat para después…
—Pues desgraciadamente los hay, sí —dijo Gillian—. Pero ese es solo uno de los peligros de Internet. Me parece que eres demasiado joven para pasarte varias horas al día conectada al ordenador sin ningún tipo de control. Eso no está bien.
—¿Por qué? —preguntó Becky.
—Porque es más importante que termines los deberes, que te encuentres con tus amigas y practiques algún deporte —dijo Gillian y se dio cuenta de que sus palabras sonaban como las de una institutriz.
Becky puso los ojos en blanco.
—Mamá, tengo doce años. Siempre me tratas como si aún tuviera cinco.
—Eso no es cierto.
—Sí lo es. Incluso cuando quiero ir a casa de Darcy me acompañas porque piensas que podría sucederme algo por el camino. Y eso que odias como la peste hablar con su madre. ¿Por qué no me dejas ir sola?
—Porque es de noche. Porque…
—¿Por qué no puedes simplemente confiar en mí? —preguntó Becky. En ese momento, vio que su padre había abierto la puerta de casa y las estaba esperando con la luz del vestíbulo de fondo. Sin aguardar respuesta de su madre, salió corriendo hacia él para abrazarlo.
Gillian la siguió poco a poco, pensativa.
5
Se sobresaltó cuando el haz de luz pasó por la pared que quedaba detrás del televisor y acto seguido se preguntó si no lo habría imaginado. O soñado. Se había quedado dormida a pesar de la tensión de la película de suspense que estaban emitiendo. Pero eso le pasaba a menudo. Era una persona diurna. Se levantaba a las cinco y media de la madrugada llena de energía, pero por la noche… En ocasiones se acostaba a las ocho.
Se enderezó de nuevo en su sillón.
Aguzó el oído, pero no oyó nada fuera.
Le había llamado la atención tres o cuatro veces últimamente. Un coche llegaba, cuando ya había oscurecido, de noche. Oía el motor y veía la luz de los faros proyectada sobre la pared del salón. Y luego… nada. Ni ruido, ni luz, nada. Como si alguien hubiera parado, hubiera apagado el motor y finalmente las luces.
Para quedarse allí, en la oscuridad, pero… ¿para qué?
Anne Westley no era una mujer miedosa. La primera vez se había levantado y había salido a la puerta, incluso había recorrido el sendero de losas del jardín hasta la puerta de la verja. Había intentado distinguir algo, pero había sido en vano. El bosque llegaba hasta su finca y, a pesar de que Anne sabía que la noche jamás es completamente negra, allí fuera no había podido ver nada. La oscuridad era prácticamente impenetrable.
Y la ubicación de su casa era lo que convertía en singular el hecho de que un coche apareciera por allí. No había ninguna carretera que llegara hasta las inmediaciones de la casa. A una cierta distancia había un aparcamiento aislado del que salían diferentes senderos en dirección a los bosques. Durante los fines de semana, sobre todo en verano, las idas y venidas eran constantes. En invierno, en cambio, poco después de la puesta del sol casi nadie se dejaba caer por allí, como mucho alguna parejita, para besuquearse. Pero raramente se adentraban en el bosque y menos con el coche, que habría sufrido lo suyo por el estrecho sendero que terminaba frente a la verja del jardín de la casa de Anne.
Se levantó, se acercó a la ventana e intentó mirar hacia fuera, pero no consiguió ver más que su propio rostro reflejado en el cristal. Apagó la lamparita del rincón y el televisor, la habitación quedó completamente a oscuras. Volvió a mirar hacia fuera, esforzándose por divisar algo entre la oscuridad, pero era difícil distinguir nada. Tan solo consiguió atisbar el jardín poblado de arbustos, la hierba alta y los árboles frutales ya pelados. En verano había recolectado cerezas, manzanas y peras sin fin y se había pasado varias semanas preparando mermelada y jalea con las que había llenado grandes tarros cerrados con las tapas, las juntas de goma y las etiquetas correspondientes, caligrafiadas con esmero.
Y siempre pensando en Sean, en lo mucho que él se había entusiasmado por todo aquello, por los árboles frutales y por la mermelada casera. Y ella se había dado cuenta de que si recolectaba la fruta y la confitaba era solo por él, puesto que a ella no le gustaba especialmente la mermelada. En su vida no tendría tiempo de consumir todo lo que había almacenado en las estanterías del sótano. En algún momento moriría y tendrían que deshacerse de ella y de todas esas toneladas de mermelada casera envasada al vacío.
Sean y ella habían descubierto la casa ocho años atrás durante una excursión a Tunbridge Wells, una bonita ciudad al extremo oeste del condado de Kent, rodeada de prados, campos, colinas y frondosos bosques. La región era famosa por sus plantaciones de fruta y sus campos de lúpulo, prácticamente interminables. En esa región llovía poco, los veranos eran cálidos y secos, mientras que en primavera el aire estaba impregnado del aroma pesado y dulzón de las flores de los árboles frutales. Sean y Anne habían estado paseando por un bosque en el que crecían los muguetes y las anémonas y de repente la casa apareció ante ellos. Había pertenecido a un guardabosque o a un cazador, a juzgar por su aspecto. Parecía bastante decrépita, claramente deshabitada y no invitaba precisamente a entrar en ella. Pero todo eso no había molestado lo más mínimo a Sean. Se había enamorado del jardín y en lo sucesivo no pudo dejar de hablar de ello.
—¡Menuda extensión de terreno! Con árboles frutales, arbustos de lilas, codesos, jazmines, ¡hay de todo! Y rodeado de bosques. Es justo lo que siempre he estado buscando. ¡Llevo toda mi vida esperando encontrar algo así!
Ella no se había entusiasmado tanto. Los dos habían cumplido ya los sesenta por aquel entonces y a Anne le habría parecido que a esa edad avanzada no sería lo más sensato cargarse con el trabajo físico que exigiría mantener una propiedad como aquella. Por supuesto, Sean había encontrado argumentos para rebatir los de su esposa.
—Justo ahora, que nos quedan dos años para jubilarnos, nos lo podemos permitir. Y luego tendremos mucho tiempo y tampoco tendremos prisa. ¿Qué haremos todo el día en casa, mirar por la ventana? ¡Vamos, arriesguémonos! ¡Intentemos algo nuevo otra vez!
Al final consiguió comprar la casa. Y a decir verdad no le costó mucho lograrlo, porque no había nadie más interesado. La casa pertenecía al municipio de Tunbridge Wells, que se alegró de librarse de ella.
A partir de entonces pasaron su tiempo libre en el bosque, todos los fines de semana y festivos dedicados a renovar la casa, poco a poco y con mucho esfuerzo, y lo cierto es que Anne se había sorprendido al comprobar la satisfacción que suponía. Habían arrancado el parquet viejo, habían alicatado la cocina y los baños, habían pintado las paredes y habían mandado instalar ventanas nuevas. Habían eliminado tabiques para obtener habitaciones espaciosas donde antes había habido varios cuartos minúsculos. Habían construido una generosa terraza orientada al sur con una barandilla que la encerraba y unos escalones que permitían bajar al jardín. Tuvieron que cortar un par de árboles para conseguir que llegara más luz y Anne se instaló un estudio en el desván. Unos años antes había descubierto la pintura y se había convertido en su gran pasión.
Pensó si debía salir a ver si había algún coche aparcado por allí, para lo que tenía que andar hasta la puerta de la verja. Retrocedió al notar el frío intenso que la estaba aguardando fuera. Además, probablemente tampoco vería nada nuevo. Quizá esa vez no había más que imaginado el resplandor. Al fin y al cabo se había quedado medio traspuesta. Posiblemente, incluso se había dormido.
Pero algo la había despertado.
Intentó alejar la inquietante sensación que se había apoderado de ella. Realmente estaba completamente sola ahí afuera. Durante el día se las arreglaba bien, pero por la noche a veces tenía que esforzarse para no dejarse llevar por todo tipo de cavilaciones inquietantes.
Encendió la luz de nuevo y fue hacia la cocina. Era una cocina maravillosa con los muebles de madera pintados de color blanco, con los fogones en medio de la estancia y una gran encimera frente a la puerta, que daba a una terraza en la que se podía desayunar, leer el periódico o tomar un café de vez en cuando. Se sirvió un vasito de aguardiente que vació de un solo trago y acto seguido volvió a servirse otro. No solía recurrir al alcohol cuando tenía problemas, pero por un momento le pareció que el aguardiente la ayudaría a calmarse un poco.
Tras la muerte de Sean, no había vuelto a intentar buscar consuelo en el alcohol. Tampoco había tenido necesidad de pedir ningún tipo de ayuda a nadie. Por experiencia sabía que el trabajo era lo que mejor ayudaba a superar los problemas psicológicos, por eso se había volcado en el jardín, había pintado mucho y entre unas cosas y otras consiguió superar el primer año de soledad, que también era el peor. Desde entonces habían pasado ya dos años y medio y ya había retomado el control de sí misma, de su dolor y de aquella vida tan solitaria que llevaba en esa casa.
Sean había muerto justo después de concluir las obras de reforma. En pleno verano, pocas semanas antes de cumplir los sesenta y cinco. En junio se había retirado del mundo laboral, cuatro semanas después de que Anne abandonara la consulta de pediatría y se jubilara también. A principios de julio querían celebrar la inauguración de la nueva casa en el jardín, durante la época de floración de los jazmines. Habían invitado a casi ochenta personas y casi todas habían confirmado su asistencia. El día anterior a la fiesta, Sean trepó hasta el tejado porque se le había metido en la cabeza colgar una ristra de farolillos de colores en el canalón y se precipitó desde lo alto. Al principio no pareció nada dramático, se había roto la cabeza del fémur, pero aparte de eso no le había pasado nada. Por supuesto, estaba furioso y decepcionado porque tuvo que quedarse en el hospital y suspender la fiesta. El problema fue que a continuación contrajo una pulmonía, no reaccionó a ningún antibiótico y acabó muriendo al cabo de cuatro semanas, antes de que Anne pudiera acabar de comprender lo que había sucedido.
Lo enterró y en el mes de noviembre, ella misma subió al tejado también para descolgar la ristra de farolillos, que había seguido allí colgada. Una estúpida guirnalda de colores que no merecía ni mucho menos todo el dolor que había causado.
El segundo vasito de aguardiente consiguió, por fin, relajarla. Llegó a la conclusión de que el resplandor había sido en realidad fruto de su imaginación. Y que probablemente se había despertado a causa del televisor. Un grito, un disparo. Al fin y al cabo, ese tipo de cosas sucedían en las películas de suspense.
No obstante, esa noche puso un especial empeño en cerrar la puerta con llave y con la cadena de seguridad, algo que no solía hacer normalmente. Y cerró también los postigos de las ventanas de todas las habitaciones de la planta baja.
Por si acaso.