Domingo, 22 de noviembre

Fue el domingo por la noche cuando Carla se dio cuenta de lo singular que era el funcionamiento del ascensor y de las puertas que permitían acceder a él. En ese momento no es que estuviera muy despejada, pero su fantasía no habría bastado para imaginar lo que le sucedería esa noche.

Estaba en su casa, algo sorprendida, porque de repente tuvo la clara impresión de que aquello duraba ya desde hacía unos días: el ascensor subía hasta su piso, el octavo, se detenía y las puertas se abrían automáticamente, pero a continuación no ocurría nada más. Nadie salía de él, de haber sido así habría oído los pasos en el descansillo. Era evidente que tampoco subía nadie a él, porque en ese caso habría oído los pasos previamente y estaba segura de que nadie había estado allí. De haber habido alguien, ella se habría dado cuenta en algún momento. En ese edificio se oía todo. Era un austero bloque de viviendas construido en los años setenta, con largos pasillos hacia el interior y un gran número de apartamentos. En los más espaciosos vivían familias con niños, mientras que en las viviendas más pequeñas vivían personas solteras que se pasaban el día fuera, en el trabajo, y prácticamente jamás estaban en casa. Hackney era uno de los barrios pobres de Londres, aunque la parte en la que vivía Carla no estaba del todo mal.

Pensó cuándo había sido la primera vez que había oído subir el ascensor sin que nadie hubiera salido de él. Naturalmente, eso había ocurrido algunas veces ya desde el principio. Debía de haber sido solo alguien que se había equivocado al pulsar el botón y se había dado cuenta del error antes de salir. A continuación el ascensor subía hasta arriba del todo, las puertas se abrían, se volvían a cerrar y se quedaba allí, esperando a que lo llamaran desde otra planta. Pero últimamente ocurría más a menudo. Con una frecuencia insólita.

¿Tal vez desde hacía una semana? ¿Tal vez dos?

Encendió el televisor, a pesar de que el programa de entrevistas que estaban emitiendo no le interesaba en absoluto.

Acudió a la puerta de la entrada, le dio una vuelta a la llave y la abrió. Pulsó el interruptor de la luz que estaba justo al lado del timbre y una luz blanca y deslumbrante se apoderó del pasillo. ¿Quién había decidido instalar esa iluminación? Tanto brillo solo conseguía que los rostros adoptaran una apariencia fantasmagórica.

Contempló el largo y solitario pasillo. No vio a nadie. Las puertas del ascensor volvieron a cerrarse.

Tal vez había sido cosa de un bromista. Algún adolescente que vivía en el edificio y simplemente pulsaba el botón de la octava planta antes de apearse. Lo que Carla no se explicaba era qué obtenía haciéndolo. Pero muchas de las cosas que la gente hacía o pretendía seguían sin tener una explicación para ella. De vez en cuando pensaba que, al fin y al cabo, se sentía bastante alejada del resto de la sociedad. Sola y abandonada por su marido, llevaba cinco años jubilada. Cuando una persona se levantaba sola por la mañana, desayunaba sola, se pasaba el día leyendo o mirando la televisión en un pequeña apartamento y solo salía a dar un paseo de vez en cuando, cuando por la noche volvía a cenar sola y se sentaba de nuevo frente al televisor sin más compañía que ella misma, acababa alejándose de la normalidad. Viviendo de esa manera se perdía el contacto con la gente, esas personas cuya vida cotidiana consistía en el trabajo, los colegas, la pareja, los hijos y todo lo relacionado con ellos. Preocupaciones, esfuerzos y, por supuesto, también alegrías. Tal vez era ella quien actuaba de un modo mucho más extravagante de lo que le parecía.

Cerró de nuevo la puerta del apartamento, se apoyó en ella por la parte de dentro y respiró hondo. Vivía en uno de los pocos bloques de viviendas que había en Hackney, donde la mayor parte de las construcciones eran victorianas y estaban bastante deterioradas. Cuando se había mudado allí, al principio había creído que todo mejoraría. Había albergado la esperanza de que no se sentiría tan sola en un edificio lleno de gente, pero al final había sido al revés. Todos los habitantes del bloque se limitaban a lidiar con sus respectivas rutinas. Nadie parecía conocer realmente a los demás, vivían en el más absoluto anonimato. Además, había unos cuantos apartamentos vacíos. En el piso superior, por ejemplo. Hacía ya un tiempo que Carla era la única ocupante de la octava planta, donde no vivía nadie más.

Regresó al salón y pensó si valía la pena seguir viendo la televisión. Al final decidió que no, que en lugar de eso se serviría un poco de vino. Bebía cada noche, aunque se había impuesto la norma de no empezar jamás antes de las ocho. Y hasta entonces había conseguido cumplirla.

Se sobresaltó al oír de nuevo el ruido del ascensor. Bajando. Al parecer, alguien lo había llamado. En cualquier caso, ese era un signo de normalidad. La gente que vivía en el edificio iba y venía. No estaba sola.

Tal vez lo que debería hacer es buscarme otro lugar en el que vivir, pensó.

Su presupuesto no le daba mucho margen al respecto. Cobraba una pensión modesta, no podía permitirse grandes gastos. Además dudaba de si llegaría a sentirse menos sola en otro lugar. Tal vez no dependía del edificio. Tal vez dependía solo de ella.

Puesto que no se veía capaz de seguir soportando tanto silencio, se acercó al teléfono y marcó precipitadamente el número de su hija. Lo hizo con rapidez, antes de que el miedo o la timidez acabaran aguando sus intenciones. De hecho, siempre había tenido una buena relación con Keira, aunque desde que se había casado y sobre todo desde que había sido madre habían perdido cada vez más el contacto. A los jóvenes les falta el tiempo, siempre van ajetreados.

¿De dónde iba a sacar su hija la energía necesaria para preocuparse por una madre que había fracasado en la vida?

En ocasiones, a Carla le costaba creerlo: su matrimonio había acabado en divorcio tras veintiocho años de convivencia. Su marido se había arruinado porque se había pasado la vida viviendo a lo grande a costa de acumular deudas. Había puesto los pies en polvorosa antes de que sus acreedores pudieran rendirle cuentas. Hacía varios años que no sabía nada de él. Carla había quedado trastornada y no había parado de lamentarse. Tras el embrollo en el que se había visto sumida la familia por culpa del fracaso profesional del padre, Keira había conseguido vivir de forma acomodada, instalada en uno de los incontables chalés adosados de Bracknell, a tres cuartos de hora en coche del centro de Londres, hacia el sudoeste. Después de estudiar matemáticas se había formado para trabajar en un banco y se había casado con un hombre que tenía un cargo fijo en la dirección. Carla sabía que en realidad debía alegrarse por ella.

Keira respondió al teléfono tras el segundo tono de llamada. Parecía nerviosa, de fondo se oían los gritos de su hijo.

—Hola, Keira, soy yo, mamá. Te llamaba solo para saber cómo te va.

—Ah, hola mamá —dijo Keira, aunque su voz no demostró precisamente mucho entusiasmo—. Sí, todo va bien. Pero, una vez más, no hay manera de que el pequeño se duerma. No para de berrear ni un momento. Estoy bastante cansada.

—Deben de estar saliéndole los dientes.

—Sí, eso debe de ser. —Keira se quedó callada un momento y luego, casi por obligación, preguntó—: ¿Y a ti? ¿Cómo te va?

Durante unos segundos, Carla estuvo tentada de contarle la verdad: que las cosas le iban mal, que se sentía completamente aislada. Pero sabía que no era eso lo que su hija quería oír, que eso la habría agobiado enseguida y habría reaccionado airadamente.

—Bueno, ya sabes, es solo que estoy bastante sola —se limitó a decir al respecto—. Desde que me jubilé… —dejó el resto de la frase inacabada. Simplemente no había cambiado nada.

Keira suspiró.

—Deberías buscar algo con lo que llenar tanto tiempo libre. Una afición que te acercara a gente que esté en la misma situación que tú. ¿Y si te matriculas en un curso de cocina o empiezas a practicar algún deporte? Lo más importante es que te rodees de gente.

—Bah, ponerme a pegar brincos en una clase de gimnasia para la tercera edad rodeada de ancianas…

Keira suspiró de nuevo, esta vez con clara impaciencia.

—No tiene por qué ser gimnasia para la tercera edad. ¡Dios, hay tantas cosas que podrías hacer! ¡Seguro que encuentras algo que encaje contigo!

Por un momento Carla sintió la tentación de abrirse ante su hija, de contarle que hacía un tiempo ya había probado unirse a un grupo de autoayuda para mujeres que vivían solas, pero que tampoco ahí había logrado forjar ninguna amistad duradera. Probablemente se lamentaba demasiado, por eso nadie soportaba estar mucho tiempo a su lado. Sería mejor que Keira no llegara a saber nada de ese proyecto fallido.

—Creo que simplemente me deprimo por cualquier cosa —dijo—. Si a media mañana o media tarde voy a nadar o a un curso de cocina, lo único que conseguiré será ser más consciente de lo poco que valgo en esta sociedad. De que ya no trabajo, ni tengo una familia de la que ocuparme. Y cuando vuelva a casa, no habrá nadie esperándome.

—Pero estoy segura de que harías buenas amigas, con las que podrías hacer cosas de vez en cuando.

—La mayoría de las cuales probablemente tendrían familia y no podrían dedicarme tiempo.

—Sí, claro, porque tú eres la única jubilada divorciada de toda Inglaterra —comentó Keira con tono cortante—. ¿Quieres pasar el resto de tu vida deprimida en casa, sentada frente al televisor?

—¿Y poniendo de los nervios a mi hija?

—Yo no he dicho eso.

—Este edificio es agobiante —dijo Carla—. Nadie se preocupa por los demás. Y el ascensor no para de subir hasta mi planta, pero nunca baja nadie de él.

—¿Cómo? —respondió Keira, irritada.

Carla deseó no haberlo mencionado.

—Bueno, eso. Es que me ha llamado la atención. Que suceda tan a menudo, quiero decir. Soy la única que vive en esta planta. Pero el ascensor sigue subiendo hasta aquí.

—Entonces es que alguien lo manda hacia arriba. O simplemente estará averiado y debe de pararse en todas las plantas automáticamente.

—Pero hasta hace una o dos semanas eso no ocurría.

—Mamá…

—Sí, ya lo sé. Cada vez estoy más rara, ya sé que lo piensas. No te preocupes. De algún modo volveré a tomar las riendas de mi vida.

—Seguro que sí. Mamá, oye, el pequeño no para de llorar y…

—¡Ya cuelgo! Estaría bien que vinierais a verme algún día, tú y el pequeño. ¿Tal vez un fin de semana de estos?

—Veré qué puedo hacer —respondió Keira con reservas antes de despedirse de su madre precipitadamente. Eso dejó a Carla con la sensación de haberla molestado, de haberla importunado.

Es mi hija, pensó, al fin y al cabo es normal que la llame de vez en cuando. Y que se lo cuente cuando las cosas no me van especialmente bien.

Consultó el reloj de pulsera. Eran poco más de las diez.

A pesar de todo, decidió meterse en la cama. Tal vez podría leer aún un poco, aunque tenía la esperanza de quedarse dormida enseguida.

Cuando se disponía a lavarse los dientes, volvió a oír el ascensor. Subiendo.

Se quedó quieta en medio del pasillo, aguzando el oído.

Realmente me gustaría que alguien más aparte de mí viviera aquí arriba, pensó.

El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron.

Carla no esperaba oír nada. Ningún ruido, nada.

Pero esa vez oyó algo. Esa vez alguien salió del ascensor. Oyó unos pasos, el sonido llegó hasta ella con claridad desde el rellano, que probablemente lucía bien iluminado.

Carla tragó saliva. Notó un hormigueo en la piel.

¡Ahora no vayas a volverte loca! Primero te inquietaba que no saliera nadie del ascensor, y ahora te inquietas por todo lo contrario, porque ha salido alguien.

Los pasos se acercaron a su apartamento.

Viene hacia aquí, pensó Carla, alguien viene a mi casa.

Se quedó paralizada frente a la puerta de la entrada.

Había alguien al otro lado.

Cuando sonó el timbre, el hechizo se desvaneció. El timbre denotaba normalidad.

Los ladrones no llaman a la puerta, pensó Carla.

Sin embargo, tuvo la precaución de utilizar la mirilla de la puerta.

Dudó un momento y, al fin, la abrió.