EXTERIOR DE STAMP POINT.
DESIERTO DE CALIFORNIA.
Cuando el General vio salir a los «cómplices» del Príncipe, ordenó a sus marines que les detuvieran. Yerri y Naif intentaron convencerle, sin éxito, que el resto no tenía nada que ver en el asunto y que sólo ellos eran los responsables. Cuando pensaban que no iban a conseguir que se libraran, intervino Stark asegurándole que era imposible que estuvieran implicados.
—No puedo fiarme, Stark. Será un tribunal militar quien decida si están o no implicados —dijo el General, cubriéndose las espaldas.
—Eso no podrá ser. Susan, Mark y Yack son civiles —objetó.
—¡Estamos en guerra! ¡Ese alien nos la acaba de declarar! ¡Nadie es ahora un civil! ¡Cualquiera puede ser juzgado por traidor o espía! Ya veremos qué es lo que saben, hasta dónde están implicados y si son culpables.
—O inocentes —intervino Yack socarrón. No parecía en absoluto preocupado.
—Debería ordenar que les fusilaran a todos en el acto —espetó furioso. Yerri y Naif se miraron entre sí sin mostrar expresión alguna, a pesar de la amenaza. Como había dicho Yerri antes de salir, ¿qué podían hacerles?, ¿fusilarles dos veces?
De pronto se hizo el silencio. Todos lo notábamos. El suelo temblaba ligeramente, lo suficiente como para movernos. ¿Un terremoto? ¿Ahora?
Al finalizar la serie de explosiones en el sector del polvorín. Esperé cinco minutos y le ordené a Lara un rastreo a fondo, a plena potencia, de toda la base para asegurarme de que no había quedado ninguno con vida.
—El enemigo ha sido exterminado —afirmó Lara casi de inmediato.
—¿Es un resultado seguro?
—Sí, mi Príncipe, al cien por cien. Los terrestres no tienen pantallas de ocultación de sistemas orgánicos así que…
—Bien, salgamos de aquí.
—¿Cómo sugiere que lo hagamos?
—Con cuidado. Usa un láser del techo y abre una abertura algo más grande que tú, en cada piso.
—Procedo…
—Lara, trata de que no nos caigan encima los pedazos.
—IA sí, estúpida, no —me respondió en un tono indignado, que casi me pareció humano.
—No, Lara. Puedes ser muchas cosas, pero no estúpida —dije sonriente. Mis peleas con las IA habían vuelto…
El General gritaba tantas órdenes que no les dejaba oír sus propios pensamientos. Susan le miraba alegre y preocupada a la vez. No podían saber qué es lo que iba a pasar a partir de ahora.
El General había logrado contactar con el Pentágono y trataba de explicar la situación.
—… y la seguridad del país se haya comprometida y… —dijo interrumpiéndose al ver surgir del reseco suelo, a unos cincuenta metros de donde se hallaban, un láser verde que empezó a moverse rápidamente completando un gigantesco óvalo. Al finalizar, con gran estruendo, esa porción de terreno se desplomó provocando la consecuente polvareda. Las tropas, con las escasas armas que portaban, a excepción del equipo de asalto K, que seguía fuertemente armado, formaron una línea de defensa delante de los civiles (entre los que se encontraban Mark y compañía). Por los rostros, su mayor temor era que empezaran a surgir Insaciables por la negra abertura. El General se quedó mudo sin saber qué hacer, justo cuando más necesarias eran sus órdenes.
A los pocos segundos, vieron cómo emergía Lara por el oscuro hueco, brillante, majestuosa, permaneciendo un par de segundos suspendida sobre él y, de pronto, como en esas historias de ovnis, desapareció a toda velocidad en trayectoria ascendente, con una aceleración que ningún ser humano podría resistir.
ARCHIVO DEL OB DEL PRÍNCIPE PRANCE DE SER Y CEL.
Ese mismo día, todos los canales del planeta, en realidad todos los medios de comunicación del planeta, hablaban de mi mensaje, de mi vida, de mi historia… Unos me creían y otros pensaban que se trataba de algún truco publicitario, pero cuando se empezó decretar en muchos países del planeta la ley marcial, nadie dudó de la veracidad de lo que habían visto. Las últimas noticias informaban que Lara permanecía en medio del océano Atlántico, absolutamente inmóvil, a unos cincuenta metros sobre la superficie. Emitía una señal clara para su localización, de forma que no fuera posible que un avión pudiera colisionar con ella y, de paso, para que pudiera ser controlada por los militares. La noticia impactó a tal nivel en las naciones terrestres que las guerras, todas las guerras, se detuvieron y se pactó una tregua. En realidad, lo hicieron por temor y porque querían tener a sus ejércitos listos para la defensa de sus propios territorios. Cinco días después, sin haber dado señales de vida a pesar de los esfuerzos de los distintos gobiernos, opté por dirigirme a ellos solicitando una reunión a nivel mundial con los dirigentes o correspondientes representantes de todos los países del planeta. Les avisé de que no habría reunión si un solo país no estaba representado debidamente por alguien con capacidad de decisión. También expliqué lo ocurrido en Stamp y las decisiones tomadas por el incompetente General Kalajan y el corrupto Gobernador de California. Ese mismo día ambos fueron depuestos de sus cargos.
Tuve que esperar dos semanas para que estuviera todo a punto. El país elegido fue EEUU por su capacidad de defensa, sus ejércitos, su poderío económico y porque las instalaciones disponían de suficientes medidas de seguridad para proteger a tan insignes representantes.
—No me parece prudente que acudáis personalmente a la reunión con los terrestres. Podrían tenderos una trampa —especuló Lara.
—Te tendré a ti para protegerme.
—Podría no ser suficiente. Por lo que he visto de los terrestres, con tal de lograr sus objetivos son capaces de cualquier cosa.
—No tenemos opción. Además tengo un as en la manga que no les permitirá actuar como ellos quieran.
9 AM.
CONDADO DE NEW YORK. EEUU
El lugar preparado para el evento estaba fuertemente protegido y la exacta localización era secreta. Los dirigentes de los distintos países habían llegado en helicópteros con los cristales oscurecidos, de forma que no pudieran adivinar a dónde iban exactamente. Los estadounidenses habían desplegado miles de marines en ese sector del condado. Había cientos de tanques, misiles antiaéreos, helicópteros de combate… de todo de lo que disponían. Se habían extremado todas las medidas de seguridad y, por supuesto, se habían prohibido todos los vuelos civiles y comerciales.
Lara, prudentemente, avisó al Pentágono que nos acercábamos, porque en pocos minutos, a pesar de la gran distancia, estaríamos en el punto de reunión. Mero protocolo, porque no corríamos ningún peligro, ya que si intentaran alcanzarnos con un misil, aunque fuera el más rápido, obviamente no nos alcanzaría ni en un millón de años.
Al aproximarnos al condado, deceleramos, no porque fuera necesario, sino para evitar asustar a las tropas de defensa apareciendo de golpe, como surgidos de la nada, sobre el lugar de reunión.
—Sé que no voy a poder persuadiros de que no bajéis, así que no lo intentaré. ¿Órdenes?
—Aparte de protegerme y vigilar cualquier anomalía, llegado el caso de que fuera capturado, no debes ceder a ningún chantaje. Y que te quede claro que es una orden directa de máxima prioridad.
—Sí, mi Príncipe.
Decidí seguir una de las lecciones de Zerk, «haz lo inesperado, no podrán reaccionar a tiempo». Miré por las pantallas principales. Los alrededores del lugar estaban tomados por los militares. Habían formado un perímetro de seguridad de cinco kilómetros y prohibido el desplazamiento de cualquier vehículo en el condado sin el correspondiente premiso. Se había declarado la ley marcial y tomado medidas restrictivas respecto a la libertad de prensa. Aún así, todo el planeta permanecía atento a los noticiarios que especulaban o recibían filtraciones de lo que estaba ocurriendo; la llegada al país de los mandatarios, las prereuniones, mi acercamiento…
Lara se detuvo a unos cinco metros por encima del techo del recinto. Los marines que lo vigilaban miraban nuestra panza entre sorprendidos y asustados. Todos llevaban un pequeño audífono para recibir órdenes y adosado a su garganta un sistema de comunicación. La compuerta principal se abrió en el costado de Lara. Me asomé y vi que desde una esquina se acercaba un Teniente Coronel muy nervioso, seguido por otros dos soldados. Sin previo aviso, di un paso al vacío cayendo de pie sobre el tejado, el Traje absorbió el impacto sin problema. Todos pegaron un respingo. El Teniente Coronel con un gesto les ordenó que no se movieran. Ignorándoles me acerqué a una claraboya.
—Pensaba que…
—¿Entraría por la puerta? —respondí jocoso.
—Eeeeeh, sí.
—Soy un… alien, entraré por el techo —dije irónico.
—Tengo órdenes…
—Ni se le ocurra pensar que puede darme órdenes, ni usted ni nadie en este planeta. Ahora apártese que voy a entrar.
—¿Por dónde?
Sin responder agarré la tapa de la claraboya y la levanté, haciendo un poco de fuerza para que saltara hecho pedazos el cerrojo interior. Eso le demostró que también era mucho más fuerte que cualquiera de ellos.
—Pe… —objetó el oficial.
—No se inquiete. No me va a pasar nada. Avíseles que voy —le dije, a la vez que penetraba por el oscuro agujero que desembocaba a una escalerilla y, ésta, a una pasarela unos tres metros más abajo y que estaba sujeta por cables de acero. Los marines que estaban distribuidos por las pasarelas cubriendo las claraboyas me miraron nerviosos. Miré hacia abajo y vi que habían montado circularmente la disposición de los representantes, a modo de circo romano. Mi entrada no había pasado desapercibida. Todos miraban hacia arriba comentando mi extraño comportamiento. El suelo estaba a unos veinte metros, saltar quedaba descartado. Observé la estructura interior del edificio. Unas gruesas vigas metálicas iban de arriba abajo y se ramificaban sujetando el tejado. Me giré y de un potente salto llegué hasta la viga de la pared más cercana y, sujetándome con firmeza, me dejé resbalar hasta el suelo. Con decisión me dirigí a uno de los pasillos que cortaban el círculo y me situé en su centro, así sería visible para todos. Sus rostros denotaban ansiedad por oír mis primeras palabras. Con tranquilidad, fui girando tratando de mirar a todos los presentes, que sumaban casi los quinientos, ya que había países que habían enviado a más de un representante. Aparentemente ninguno tenía un lugar más privilegiado que los demás. También llevaban un «pinganillo» en la oreja para escuchar a los traductores… De pronto se produjo un fuerte murmullo general.
—¡¡¡SILENCIO!!! —grité imperativamente, utilizando toda la potencia de mis pulmones, provocando el efecto deseado.
Las miradas de los mandatarios mostraron asombro y un deje de temor. Ya no controlaban la situación y eso les preocupaba.
—¿Qué creían, que iba a permitir que esta reunión quedara en secreto y de esa forma pudieran manipularla a su antojo y conveniencia? ¡No terrestres, no! Esta reunión está siendo vista y oída a través de todos los canales de televisión y por Internet o, en su defecto, por radio.
—Pero el pueblo… —comenzó a decir el Presidente de EEUU que había decidido acudir a pesar de que los servicios de seguridad se lo habían desaconsejado. No podía faltar, era un año de elecciones y claro, no asistiendo, quedaría de cobarde.
—¡Cállese! Su pueblo, mejor dicho, todos los terrestres tienen derecho a saber cómo funcionan sus dirigentes.
—Nosotros buscamos su bienestar y prosperidad —dijo levantándose exaltado el primer ministro inglés.
—¿El bienestar? Si ustedes pertenecieran a la Corporación Warfried serían ejecutados en el acto —afirmé, provocando un respingo general.
Simultáneamente, Lara proyectó medio centenar de pantallas holográficas, que aparecieron sobre sus cabezas, mostrando guerras, hambre, asesinatos, violaciones, drogas…Todo aquello detestable de su sociedad. En ese instante sentí la primera punzada de angustia, como si fuera la primera vez que hablara en público.
—Veo que no lo entienden. Su problema, todos sus problemas actuales son evolutivos, social-evolutivos.
—Disculpe —intervino el ministro Iraní—. ¿Qué quiere decir? —preguntó. Estaba claro que temía mi respuesta que, aunque no lo supiera, no tenía nada que ver con lo religioso.
—Generalmente, cuando una especie empieza a evolucionar, digamos hacia la especie humana, como lo harán, si no los exterminan, algunas especies de primates, tiende a agruparse. La suya no, tiende a combatir entre sí. Se llevan matando desde la prehistoria.
—Eso, aunque sea terrible, pertenece a la idiosincrasia humana —dijo el Presidente francés.
—¡No! Tan sólo es inherente a la raza terrestre. La mayoría de las razas tienden a agruparse y ayudarse como una sola nación. Sí, es cierto que hay pequeñas escaramuzas al inicio, ¡pero nunca guerras y, mucho menos, a nivel mundial!
—Las dos grandes guerras… —comenzó el Presidente de EEEUU.
—¿¿¿DOS??? —le interrumpí—. ¿Qué ocurre, han olvidado su historia? Napoleón, Alejandro magno, el Imperio Romano, Genghis Khan, la conquista del continente americano… ¿Quieren que siga? Ese ha sido su problema. Las guerras, en vez de unificar o imponer la paz y la justicia, lo único que han conseguido es provocar más conflictos y más avances tecnológicos para matarse más y más rápido.
—La tecnología es imprescindible para la mejora y bienestar de nuestros pueblos —sentenció el primer ministro japonés.
—¡JA! Claro que sí, pero a su debido tiempo. Por ponerles un ejemplo, descubrieron la energía nuclear doscientos sesenta años antes de lo que lo deberían haber hecho. Y sinceramente, si se hubieran comportado como la mayoría de las razas, nunca la habría utilizado, ya que habrían investigado y descubierto otro tipo de energías más limpias y útiles. Tecnológicamente evolucionados, socialmente no evolucionados. Por eso tienen actualmente tantas guerras. Su evolución social no está a la altura de su desarrollo tecnológico, de ahí que haya países que viven en la abundancia y otros en la que su población se muere de hambre. Hasta el terrestre más tonto comprende que eso no tiene lógica. No debería haber nadie en el planeta que pasara necesidades. No debería haber guerras o delincuencia. Éticamente no debería haber países que roban o luchan por los recursos de otros que, para colmo, les son imprescindibles para subsistir, sino una sola nación, la «Nación Terrestre».
El silencio era absoluto y, aunque intentaran disimularla, sus rostros denotaban vergüenza. Sabían que tenía razón, sabían que, en el fondo, sus ideales políticos o religiosos eran sólo una excusa para tener dividida a la población y poder así manejar a su antojo… el trozo de la «tarta» que les correspondía. También alcanzaban a comprender que con mi aparición, todo eso iba a cambiar e intuían que no tendría piedad con aquellos que siguieran engañando u oprimiendo a sus pueblos. En esos pocos minutos me había ganado muchos enemigos.
—¿Puedo hacer una pregunta? —dijo levantándose el Canciller alemán.
—Está en su derecho. Estoy muy disgustado con su proceder, pero yo no soy su Príncipe o su dirigente. Ustedes no pertenecen a la Corporación Warfried así que, a no ser que pidan ser admitidos en el lado del Bien, no tengo ningún poder de decisión sobre su forma de actuar. En resumen, son ustedes los que están al mando.
—Bien, mi pregunta es…
Un pequeño sobresalto por mi parte le interrumpió, una luz violeta se encendió en el OB[2].
Las imágenes de los males de los terrestres fueron sustituidas por el rostro de una mujer con el pelo liso y que le llegaba a los hombros. Su rostro dulce, sereno… hermoso.
—Sus constantes vitales se están alterando, mi Príncipe. ¿Qué ocurre? —preguntó Lara.
—No interrumpas…
—Su ritmo cardiaco se ha duplicado y su presión arterial también. Su cuerpo está generando adrenalina como si fuera a combatir…
—Ya me he dado cuenta…
—¿Presiente algún peligro? —me preguntó a bocajarro sorprendiendo a todos los presentes.
—Sí, tengo esa extraña sensación. Revisa toda la zona.
—Ya lo he hecho. No hay bombas, armamento oculto ni en la reunión ni en todo este sector, a excepción de las que portan las tropas que protegen este sitio.
—¿Misiles? ¿Igual… en órbita?
—No. El armamento de gran potencia, como los misiles termonucleares estadounidenses, está en alerta máxima pero siguen en sus silos o naves.
—Si el peligro no viene de la Nación Terrestre, tiene que venir de fuera.
Los terrestres se removieron inquietos en sus asientos, algunos se pusieron en pie, todos recibían ordenes en sus audífonos.
—Siéntense, por favor. Dudo que haya un peligro inmediato, sigamos. ¿Qué es lo que quería preguntar? —dije, dirigiéndome al Canciller alemán.
—Iré al grano. Todos hemos visto, su muerte en la Gran Batalla Final. ¿Cómo es que está usted aquí… vivo?
—Esa es una buena pregunta para la que todavía no tengo respuesta. Necesitaríamos a alguien como el Capitán de élite Taban, Jefe de Ingenieros, para poder responderla. Si existe una respuesta estará en mi OB.
De pronto sentí como si todo a mí alrededor se derrumbara. Mi rostro se desencajó y perdió todo el color. A nadie le pasó desapercibido…
El rostro de Lara dejó de ser amable, mostrándose iracunda.
—Sistema de armamento activado, todos los cañones láser activos, IA de armamento a la espera de sus órdenes —dijo amenazante. El miedo hizo presa en los terrestres.
—Desactiva el armamento —ordené para su alivio—. El peligro no está aquí. Activa todos tus sistemas de rastreo y enfócalos al exterior, al sistema solar. Usa todos los telescopios terrestres e inicia un rastreo esférico.
—¿Qué debo buscar?
—Lo que nos va a atacar —dije escueto.
Di por finalizada la reunión, hasta que no descubriera qué es lo que nos amenazaba y les solicité que mantuvieran todos su ejércitos en máxima alerta, preparándoles, llegado el caso, a una lucha sin piedad y si eran los Guardianes del Mal, sin esperanza.
Me encerré en Lara y nos desplazamos a la exosfera. Inicialmente comenzamos a girar en dirección contraria a la rotación de Pangea pero a la mitad de velocidad. Posteriormente lo hicimos en vertical, en una semana habíamos escaneado todo el espacio cercano (a un nivel superficial dentro del sistema solar). Finalmente, al octavo día, encontramos la causa de mi inquietud.
Provenía del cinturón de Kuipper. Durante unos minutos no pude creerlo. Un asteroide, uno realmente grande, tenía una trayectoria que era de impacto directo con Pangea. Tras comprobarlo veinte veces, obteniendo el mismo resultado, informé a los terrestres de que una colosal roca de doscientos treinta kilómetros de diámetro, se acercaba a toda velocidad hacia ellos. Si existía alguna posibilidad de salvación, estaba totalmente en mis manos.
¿Era esta realmente la causa de mi angustia? No podía ser otra. ¿O si? ¿Por qué no me sentía más aliviado una vez descubierto el peligro? ¿Tal vez porque no sabía cómo iba a poder detener esa ingente masa de roca?
Era tan grande, tan pesada y se acercaba a tanta velocidad que Lara no podía hacer nada, ni desviarla ni destruirla. Las naciones terrestres pusieron a mi disposición sus ingenios nucleares, con la esperanza de que los implantara en su interior y así destruirlo. Les expliqué que era demasiado grande y que aunque consiguiéramos meterle la suficiente cantidad de bombas como para hacerlo estallar, Pangea sería igualmente bombardeada por miles de pedazos, varios de más de un kilómetro de diámetro. El resultado final para su raza sería el mismo.
Sólo nos quedaba una posibilidad, Lain Sen.
Intenté elaborar un plan para activar la luna escudo, pero no encontraba uno factible.
—¿Estás segura?
—Sí, con un solo cañón Jarkamte, con suficiente antelación y con un elevado número de disparos, no podríamos destruirlo, pero sí desviarlo de forma que acabara saliéndose del sistema solar, cayendo al sol o alejándose lo suficiente de la trayectoria de Pangea como para dejar de ser un peligro inminente.
—¿Cuántos disparos?
—El cálculo sólo se podrá hacer durante el proceso y se irá modificando a cada disparo.
—¿Y con dos cañones?
—Sería más seguro. Pero el cálculo igual de incierto que con uno.
—Vale, empieza de nuevo. Enumera los principales problemas.
—Sí, mi Príncipe.
Primero: Cálculo de potencia del cañón.
Segundo: Cálculo trayectoria y elecciones de troneras desde donde efectuar los disparos.
Tercero: Manejo del cañón por gemelas Warlook.
Cuarto: Activación del cañón desde la sala Central de seguimiento.
Quinto: Paso por las distintas plantas para acceder a la sala Central de seguimiento.
Sexto: Localización de ruta intacta (tras el brutal bombardeo en estos millones de años sobre la superficie de Lain) y de troneras funcionales.
Séptima: Suministro de energía para el movimiento del cañón.
Octava: Acceso a Lain Sen. Localización de entrada activa y funcional.
Esos son los principales problemas.
—Habrá que estudiarlos uno a uno, e ir resolviéndolos.
—Hay algo más, mi Príncipe. Imagine que hemos accedido, tenemos energía, ruta, tronera y cañón. Necesitaría a diez Guardianes de élite con cinco años de experiencia en el cálculo y manejo de rutas y niveles de energía, dos gemelas Warlooks para efectuar los disparos y el principal problema, acceder a la sala Central. Para ello, deberá atravesar todas las plantas de Lain y muchas no estarán funcionales o incluso, tal vez hayan desarrollado vida hostil, muy probablemente en las de vegetación. Sería imprescindible una Yúrem que le guiara, le indicara accesos funcionales y que hablara con las IA activas que se encuentre a su paso.
—No tenemos Guardianes, ni gemelas y mucho menos una Yúrem.
—Conclusión: No es factible la defensa de Pangea desde Lain Sen usando un cañón Jarkamte.
—No hay otra posibilidad. No me voy a rendir. ¡Empecemos de nuevo!
Pasaron otros diez días y seguíamos estancados. Aunque habíamos planeado multitud de soluciones para los hipotéticos problemas, el plan seguía sin ser factible.
—¿Has podido hablar con alguna IA de Lain Sen?
—No. La lógica sólo me deja dos opciones; la primera y menos probable es que todas se hayan averiado y la segunda es que Lain Sen recibiera la misma orden directa que recibí yo, desconexión total.
—Una orden así dejaría inoperante a Lain y por tanto indefensa a Pangea en la Gran Batalla Final.
—Yo recibí la orden después del bombardeo con asteroides a Pangea. La batalla ya había finalizado.
—No tiene sentido…
—No, con los datos que disponemos en este momento —añadió lógica.
—Sin el control de Lain las otras seis lunas escudo serían ineficaces y sus órbitas dejarían de ser estables y con el tiempo…
—Saldrían de la atracción pangeana internándose en el espacio o incluso cayendo al Sol.
—Esas órdenes…¿Estás segura de que provenían de la Gran Dama?
—Sí. Pero por la coordinación de emisión y de ejecución, sólo pudo darlas Ayam, la Yúrem. No me cabe duda.
—¿Ayam?
—Es la única que pudo dar una orden así a parte de usted, el Capitán Laurence, el Capitán Yárrem y el Capitán Anyel y no pudieron ser ninguno de ellos.
—No, de eso estoy seguro.
—¿Crees posible que la Gran Dama aún esté en activo? ¿Que no haya sido destruida?
—Hay datos colaterales que confirman tal hipótesis. Hay gran cantidad de referencias terrestres a un extraño objeto que a veces pueden localizarse a simple vista o con un telescopio de pequeño calibre. No tiene una órbita o recorrido establecido y siempre se ha achacando su aparición a errores de los testigos u observadores, confusiones, o que era un objeto sin identificar. Ha llegado a ser captado por los grandes telescopios terrestres, pero no han conseguido clasificarlo. Es la Gran Dama, he visto las escasas imágenes que han podido captar de ella y tiene su forma y, aunque con los datos de que dispongo es difícil de precisar, su tamaño también coincide.
—¿Tripulación?
—Improbable. Ya habrían captado mi mensaje y respondido. La Gran Dama está aparentemente regida sólo por IA.
—¿Y sería posible establecer comunicación, usando una orden directa mía de que nos acercáramos? —pregunté esperanzado, pensando que atacar el asteroide con la Gran Dama sería otra cosa.
—No. No tengo dudas de que está en la misma situación que en la que me encontraba yo en Stamp. Su sistema defensivo no permitirá que nos acerquemos.
—¿Alguna forma de que nos lo permitiera?
—Saltando todas las IA y accediendo directamente a Dama… necesitaríamos una Yúrem… con experiencia.
—¡Fantástico! —ironizó—. Estamos como antes. Estoy agotado. Voy a mi aposento a dormir, despiértame después de un período estándar de sueño* —le ordené[3].
—Sí, mi Príncipe.
PANGEA. BRASIL. SELVA AMAZÓNICA.
Udruzu permanecía en silencio mirando la selva junto a su hizo mayor Zulozo. Era un día especialmente caluroso. Estaban en cuclillas, observando el rastro dejado por un oso hormiguero.
Zulozo estaba muy orgulloso de su padre. En el poblado lo consideraban el mejor rastreador de osos hormigueros. Hoy habían prometido a su madre que, además de cazar el oso, le seguirían hasta un hormiguero y le traerían un buen puñado para acompañarlo.
Llevaban en la zona cerca de dos horas y Zulozo empezaba a cansarse, (sólo tenía seis años), cuando de entre la maleza surgió uno. Su padre le hizo un gesto para que no se moviera. Cuando el oso pasó ignorándoles, y sólo permanecían los ondulantes movimientos de las hojas, comenzaron a seguirle. Udruzu sabía que si se precipitaban, el oso se asustaría y no iría a comer hormigas, así que lo seguirían con prudencia y sigilo. Caminaron durante algo más de quince minutos cuando Udruzu se detuvo de golpe, girándose, mirándole serio a los ojos, sorprendiendo a Zulozo.
—¿Qué pasa padre? ¿Por qué no seguimos tras el oso?
—Nunca te he hablado de esto, aunque sé que algo habrás oído en el poblado. Si puedes venir a cazar conmigo eres lo suficientemente mayor como para conocer la verdad —dijo poniéndose de nuevo en cuclillas para hablar mejor con su hijo.
—Te escucho, padre.
—¿Recuerdas las historias que te suele contar la abuela sobre el Dios Plata?
—Yo ya soy un hombre, eso son cuentos para asustar a los niños —dijo orgulloso.
—Ese es el problema, que no son cuentos. Si no hemos seguido al oso es porque ha penetrado en su casa. Este es el límite del hogar del Dios Plata. Abarca una marcha de un tercio de un ciclo de luna. Nunca debes penetrar en su casa. Nadie que lo haya hecho ha vuelto.
—Pa… padre… —dijo con voz temblorosa.
—Tranquilo hijo, no debes tener miedo —dijo acariciándole el rostro.
—El… el… Dios —dijo, señalando a la selva de su espalda.
Udruzu se volvió bruscamente viendo cómo el Dios se acercaba caminando paralelamente al límite de su residencia.
—No temas Zulozo. Recuerdo que el padre de mi padre, el gran Molozate, me contaba que el padre de su padre estuvo una vez frente al Dios y éste no le hizo nada, aunque se encontraba dentro del límite de la residencia. Es verdad que el Dios se enfadó mucho. Le ordenó que jamás volviera a penetrar en su residencia si no quería que los espíritus de su casa le atacasen y se comiesen su alma.
—¿Qué hace aquí, entre nosotros? —preguntó Zulozo sin poder dejar de mirar de reojo al Dios que avanzaba alejándose.
—Según cuenta la leyenda, fue expulsado del cielo y desterrado a esta residencia, por no haber protegido bien al Dios supremo. Y en ella habrá de permanecer hasta el fin de los tiempos o hasta que sea perdonado —dijo, poniéndose en pie y viendo junto a su hijo cómo se alejaba.
De pronto, el Dios Plata hizo algo que les puso el vello de punta. Se detuvo en seco, giró sobre sí mismo y les miró fijamente. Luego avanzó directamente hacia ellos. El terror les inmovilizó de tal manera que ni se les ocurrió la idea de huir. A tan sólo dos metros del límite, y a cuatro de ellos, se detuvo de nuevo.
—¿Quiénes sois? —preguntó en su idioma, con una voz que parecía la del trueno.
—Yo soy Udruzu y este es mi hijo Zulozo, mi Dios —dijo, tratando que no se notara que estaba aterrado. Su hijo temblaba tanto que le costaba mantener la mano sobre su hombro.
—No soy un Dios. ¿Dónde acaba la selva?
—La selva no acaba nunca. Siempre hemos vivido aquí, no hemos conocido otra cosa. La selva lo es todo. ¿No es un Dios?
—No. ¿Dónde está el poblado más grande que conocéis?
—A cuatro días de marcha.
—¿En qué dirección?
—En esa —le indicó Udruzu, señalando donde se pone el sol.
Sin más, dio un paso y salió de la residencia, pasando a su lado en la dirección indicada, desapareciendo entre la vegetación.
SIDNEY, AUSTRALIA.
OCHO DÍAS MÁS TARDE. VIERNES.
—¡Alice, coge a tu hermana y ven a desayunar! —voceó Helen desde la cocina.
Al poco oyó cómo se acercaban por el pasillo. La pequeña Naomi, iba de la mano de su hermana dando pequeños pasitos, sonriendo de oreja a oreja y sin parar de hablar. Alice, le seguía la corriente a pesar de que la mitad de las palabras no se le entendían porque estaban mal pronunciadas. Tres y siete años, ¡cómo pasaba el tiempo!
Ambas se acercaron, le dieron dos besos y se sentaron a la mesa, la pequeña tardó un poco en subirse a la silla. Su hermana intentó ayudarla pero un pequeño gritito de protesta la disuadió de hacerlo. Era una niña muy independiente, la verdad es que si se pensaba bien, las tres lo eran.
—¿Lo de siempre? —les preguntó.
—Sííííí… —respondieron casi al unísono.
Mientras les preparaba los huevos revueltos, escuchaba la conversación de sus hijas.
—Hoy me ha hecho reír mucho —dijo la pequeña.
—No sabe dónde está, no es para reírse —le reprendió Alice.
—Pero parece tan «toto»…
—¡No lo es! ¡Sólo quiere que le ayudemos!
Su madre apartó la sartén del fuego, sin que hubiera acabado de hacer el revuelto y les miró asustada.
—¿De quién estáis hablando?
—De él —dijo la pequeña Naomi.
—¿Él?
—Sí, quiere que le ayudemos, ya sabes, el robot —dijo Alice.
—¿Cuándo habéis hablado con el… robot? —preguntó desconcertada.
—Igual que tú, en sueños, mamá. ¿No te acuerdas? —le preguntó Alice. Helen su puso blanca, claro que lo recordaba. Todo el sueño, todos los sueños desde hace una semana. Pero pensaba que eran eso, sueños.
—Recordáis de qué hablábamos con el… robot.
—Se llama Brack, ¿verdad? —preguntó Alice.
—Sí, Brack —confirmó.
—¿Qué va hacer el «pobe» cuando salga de ese sitio «yeno» de «áboles» raros? —preguntó la pequeña, preocupada.
—Sí, porque él no quiere hacer daño a nadie, pero si le ve la gente, se asustará y, ya sabes, querrá destruirlo y entonces…
—Callad un momento, dejadme pensar —dijo intranquila.
—Tenemos que hacer lo que él quiere, hemos de llamarle —dijo la mayor.
—A mí me «gutaría» conocerle —dijo la pequeña.
Sin pensarlo dos veces, fue al ordenador. Sus hijas le siguieron y se pusieron cada una a un lado para ver lo que hacía. Tras encenderlo se conectó a Internet, buscó un foro sobre el Príncipe y tecleó: «Príncipe Prance, Brack está activo y necesita contactar con usted, mis hijas y yo hemos soñado con él y nos lo ha solicitado».
Miró a sus hijas, ambas sonreían.
—Ahora a desayunar y no quiero que dejéis nada en el plato. Lo digo muy en serio —dijo mirando a la pequeña.
Era media tarde cuando el timbre de la puerta sonó. Sería Sigourney, su vecina, que venía a cuidar a las niñas. La había llamado a media mañana para que de esa forma pudiera ir a los ultramarinos.
Al abrir la puerta casi se desmaya. El Príncipe la miraba a los ojos, serio pero receptivo, dispuesto a escuchar. Fuera como fuera, había recibido su mensaje y la creía. Antes de que pudiera reaccionar, de entre sus piernas surgieron sus hijas que se acercaron al Príncipe sin ningún temor.
—Hola, niñas —dijo agachándose.
—Hola —dijeron, a la vez que cada una le cogía de una mano e, ignorando a su madre, le metían en casa.
Las niñas le llevaron a su cuarto y empezaron a mostrarle sus muñecas y juguetes. La madre le miraba desde la puerta.
—No… no tenemos opción, ¿verdad? —le preguntó mirando con ansiedad a sus hijas.
—Sois mi única esperanza aunque no entienda cómo es que estáis en Pangea, tres…
—¡Yúrem! —exclamó la pequeña.
—Sí, las tres lo sois. Vuestras auras así me lo indican.
—¿Qué son auras? —preguntó la mayor.
—Algunos dicen que es energía que rodea el cuerpo, otros el alma. Yo opino que es una mezcla de las dos cosas. Bien, ahora me toca a mí. ¿Dónde está Brack?
—¿No deberíamos hablar en privado, Príncipe Prance? —le Helen.
—El destino de tus hijas es el mismo que el tuyo. Ya no sois tres, sino una —sentenció.
—«Etá» en los «áboles» —dijo la pequeña Naomi.
Miró a Helen en espera de una explicación.
—En la selva, en la selva amazónica, creo.
—Ese es un dato bastante inexacto.
—Si viera el lugar…
—Niñas… ¿Queréis dar una vuelta en Lara? —preguntó el Príncipe.
—¡¡¡¡Sííííí!!!! —gritaron entusiasmadas.
Dos horas después, con las pocas indicaciones que entre las tres dieron a Lara, aterrizaron en la desembocadura de un gran afluente del río Amazonas. Lara activó el sistema de códigos de llamada. Si Brack estaba lo suficientemente cerca para recibirla, acudiría. Ordenó a Lara que abriera la compuerta pero que mantuviera los escudos para que no penetraran ni los insectos ni el calor. Cuando se asomó vio con sorpresa cómo surgía de entre la maleza, brillando con fuerza bajo el potente sol, el segundo vestigio de su pasado… su robot de combate… ¡Brack!