Capítulo XII

PANGEA.

ESPAÑA.

PLAYA DE LA ZURRIOLA.

OB DEL COMANDANTE EN JEFE DEL LOS GUARDIANES DEL BIEN ANYEL.

Lóntor permanecía a mi lado en el malecón, cabizbajo. Miré con dolor a Zuzan que permanecía en la arena de rodillas, cerca de la orilla, mirando al horizonte. El Capitán Regh me informó que llevaba allí desde hacía veintiocho horas, desde que Prance había muerto. No se había movido ni hablado con nadie. Comprendía bien su dolor. Mi corazón también estaba destrozado y sin duda para ella debía ser aún más duro ya que, al haberla criado, lo consideraba como un padre.

Las tropas, a pesar de la victoria, de que nuestros maltrechos cruceros habían aniquilado los patéticos restos de los macro cruceros y de la muerte de Tógar, no se mostraban contentas. La muerte de Prance les había infligido un durísimo golpe. No parecía importarles el haber acabado con uno de los dos traidores y destruido cinco de sus más potentes naves de combate. Sus rostros denotaban que la victoria no había compensado el sacrificio del Príncipe. También les entendía, a mí tampoco me resarcía.

No me sentía capacitado para sustituirle, pero no le iba a fallar, le había dado mi palabra y la mantendría por encima de todo. Lo primero que haría sería levantar a Zuzan de ahí. Las tropas iban a necesitar a todos los mandos en perfectas condiciones. Sólo habíamos ganado una batalla, no la guerra.

Salté a la arena y avancé, deteniéndome a su espalda. No se movió. Pensé que no me había oído, pero me equivoqué.

—Él no ha muerto, Helen me lo habría dicho —dijo en un susurro.

—Helen es una Yúrem novata. Zuzan, por desgracia es imposible. No se puede sobrevivir a una caída orbital. Vimos cómo sus constantes vitales desaparecían.

—¡No se ha encontrado su Jade! —gritó, levantándose como un rayo, pegando su rostro al mío.

—Sus restos, si quedó algo, cayeron al océano. Aunque hubiera caído por debajo del nivel de la reentrada, el impacto contra el agua lo habría destrozado.

—¡ÉL…! —empezó a decir siendo interrumpida por un fuerte y agudo chillido que nos hizo mirar al mar.

A unos pocos metros de la orilla emergía la cabeza de un animal, que el OB identificó como un mamífero llamado delfín. Cuando lo miramos empezó a gritar, o más bien a chirriar. Parecía que quería que le miráramos. Zuzan dio un paso hacia el mar para poder verlo mejor y, para nuestra sorpresa, surgió otro delfín a cuatro metros que también se puso a chirriar. Zuzan me miró.

—Pe…

Otro más emergió hacia el otro lado algo más alejado y se le unió al grito y luego otro, otro y otro. Los Guardianes de la zona empezaron a bajar a la arena y se nos acercaron desconcertados. Mientras, el mar se fue sembrando de delfines que parecían querer abarrotarlo. Horas tardaron en cubrir todo el mar. Sus chirridos se volvieron tan fuertes que tuvimos que activar los cascos para soportarlos.

Elizaid apareció de entre las tropas, ahora varios miles, la mitad Regh, y se nos unió, sin entender nada.

—¿Qué les ocurre a esos animales? —nos preguntó con un tinte de intranquilidad en su voz.

Estábamos desconcertados. Los delfines se contaban por miles, por docenas de miles. Entonces nos fijamos que delante de nosotros, a tres metros, había un hueco de dos metros cuadrados. Los delfines parecían respetarlo. Sin más, surgió un casco de Guardián. ¡Con su símbolo! ¡ÉL! ¡ERA ÉL! Y, como confirmando nuestras esperanzas, replegó su casco avanzando hacia nosotros.

—¡PRANCE! —gritó Zuzan.

—¡No es posible! —logré exclamar.

Elizaid balbuceó algo que no pude llegar a entender.

Los delfines se callaron de golpe todos a la vez, consiguiendo un efecto más atronador que con sus gritos. Prance, ahora con el agua hasta los tobillos, sonrió de oreja a oreja con esa sonrisa maliciosa que solamente él era capaz de mostrar cuando se salía con la suya.

—¿Qué ocurre, nadie va a darme la bienvenida? —preguntó, socarrón.

Las tropas estallaron en gritos de vivas y hurras, convirtiéndolos finalmente en un grito conjunto. ¡PRANCE! ¡PRANCE! ¡PRANCE!

Zuzan se le abrazó con tanta fuerza que creí que lo llegaría a partir en dos. Luego, tras abrazarnos a mí, a Elizaid y a algunos mandos más, avanzó hacia las tropas que hicieron la reverencia de máximo respeto a su paso, dejándole un hueco para pasar. El silencio se imponía respetuosamente en su avance.

Un extraño pensamiento se formó en mi mente. Tal vez, al final, sí que iba a resultar que era cierto, que era…¡UN DIOS!