Estaba terminando de asegurar la última correa de mi maleta cuando Konrad se despertó.
—¿Qué haces? —me preguntó agriamente desde la almohada, con la voz tomada por el sueño y la resaca.
—Me marcho —respondí sin quitar la vista de la hebilla que estaba abrochando.
Konrad se desperezó, bostezó, se rascó la cabeza, se frotó los ojos y se sentó en el colchón.
—No estoy para rabietas, meine Süße. Tengo la cabeza a punto de explotar… Búscame una aspirina, ¿quieres?
Con la conciencia propia de un demente, Konrad se comportaba como si no hubiera pasado nada.
Antes de que pudiera decidir si responderle o ignorarle, sonó el teléfono y sentí cierto alivio.
—No lo cojas —me pidió.
Miré la pantalla. Me extrañó que se tratara de un número fijo, un número que no conocía.
—No lo cojas, meine Süße. Estamos hablando nosotros —repitió en un tono más hostil.
A la vez que descolgaba, Konrad gritó:
—¡Te he dicho que no lo cojas, joder!
—Dígame…
No sé cómo reaccioné a aquella llamada, sólo recuerdo que sonreí al principio, un mero protocolo, pero que inmediatamente mi sonrisa se borró, y que tuve que sentarme porque me flojearon las piernas y sentí una especie de náusea subirme por la boca del estómago. Pero mi reacción debió de ser mucho más ostentosa porque Konrad, que había empezado a dar rienda suelta a su ira contenida y que probablemente hubiera llegado a arrancarme el teléfono de las manos, frenó su arranque y se quedó de pie frente a mí, observándome con curiosidad.
—¿Quién es? —debió de preguntar, aunque no estoy segura: estaba demasiado concentrada en responder con monosílabos al teléfono.
Tras pocos minutos de conversación, colgué en estado de shock.
—¿Qué pasa? —exigió saber, indignado.
Le miré sin verle, como podía haber mirado a un desconocido, y le respondí aun sin saber muy bien lo que había preguntado.
—Ha muerto.
—¿Qué coño dices? ¿Quién ha muerto?
—Sarah… Sarah Bauer.
—Pero ¿qué…? ¿Quién te ha llamado?
—Alain. Ha sido esta noche, mientras dormía. Cuando han ido a despertarla esta mañana… Dios mío…
—¿Y el cuadro?
No daba crédito a lo que acababa de escuchar. Llegué incluso a pensar que había alucinado, que estaba tan aturdida que no le había oído bien. Pero Konrad me sacó de dudas cuando volvió a insistir:
—¿Te ha dicho algo de El Astrólogo?
Realmente debía de estar enfermo y quise compadecerme de él. Pero el encono y la ira pudieron conmigo. Me levanté hecha una furia.
—¡Vete a la mierda, Konrad! ¡Tú y tu jodido cuadro podéis iros a la mierda!
Cogí la chaqueta, el bolso y salí de la habitación huyendo de él y de sus ridículas explicaciones.
Sarah Bauer tenía cáncer desde hacía años. Le habían avisado de que a su edad la enfermedad sería lenta, pero nunca pensó que sobreviviría a Georg. «Me iré contigo, Sarah —le había dicho él—. Te cogeré de la mano y nos iremos juntos. Siempre estaremos juntos, amor mío». Sin embargo, Georg se había marchado solo… Cuando murió, Sarah dejó la quimioterapia, pidió morfina y aguardó la muerte impaciente en un mundo que, sin Georg, había dejado de tener sentido.
Eso fue lo que me contó Martin Lohse. Fue él quien me recibió al llegar a casa de Sarah. Me abordó nada más entrar por la puerta.
—Doctora García-Brest… —pronunció solemnemente mientras me tendía la mano—. Aunque ya nos conocemos, no he tenido ocasión de presentarme a usted como es debido. Mi nombre es Martin Lohse.
—Lo sé. Sarah me lo dijo… —le confesé con una sonrisa triste.
Compartí con Martin una agradable conversación junto al fuego del despacho y comprobé la devoción que sentía por el matrimonio.
—Sarah es… Era una mujer increíble… Pero Georg era un hombre único; la mejor persona que he conocido… Hay gente que no debería morirse nunca…
Aquel hombre triste y encorvado no parecía el mismo hombre imponente y audaz que me había ayudado a escapar de PosenGeist. En realidad, observado con detenimiento, apenas parecía un hombre, sino tan sólo un crío. Su rostro tremendamente ario, de ojos azules, tez blanca y pelo platino, tenía algo de aniñado; poseía una belleza innegable, aunque un tanto andrógina, como la de un modelo masculino de pasarela.
—Tengo mucho que agradecerte, Martin. Me ayudaste a escapar y, además, sé que le hablaste bien de mí a Sarah…
Martin sonrió como si en realidad fuera él quien estuviera agradecido.
—Enseguida me di cuenta de que tú no eras la amenaza, sino la víctima. Necesitabas ayuda y protección… Y es posible que la sigas necesitando —añadió con gesto grave y tono enigmático.
Preferí no hacerle demasiado caso: ni mi cerebro ni mi corazón podían procesar más emociones.
Se abrió un espacio de silencio. La conversación parecía haber terminado. Entonces, Martin volvió a hablar:
—¿Qué ocurre con el doctor Arnoux? ¿Por qué ha estado estos dos últimos días haciéndole compañía a Sarah? Y ahora…
Noté que Lohse se sentía incómodo con la irrupción de Alain en aquella casa; tal vez, desplazado.
—¿No habló Sarah contigo de eso?
Él negó con la cabeza.
—Entonces, creo que mejor deberías preguntarle al doctor Arnoux…
Como si la mención de su nombre hubiera invocado su presencia, al alzar la vista le vi entrar en el despacho. En un primer momento, pareció sorprendido.
—Ana… ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—Un rato… Martin me ha hecho compañía…
El aludido se mostró turbado.
—Sí… Bueno… Ahora, si me disculpáis…
Martin parecía tener prisa por marcharse y dejarnos solos, como si de algún modo hubiera presentido la tensión.
—No hacía falta que vinieras —espetó Alain.
Su gesto y su tono, de repente hoscos, me dejaron estupefacta. Traté de recomponerme tras el zarpazo, tragué saliva y procuré ser amable.
—Si lo prefieres, me iré…
—No se trata de lo que yo prefiera… —empezó a mostrarse inquieto. Vaciló un par de veces antes de hablar—. Da igual —pareció atajarse a sí mismo—. Haz lo que quieras.
Quería quedarme. No quería volver al hotel con Konrad. Me sentía demasiado triste y en aquella casa parecía que mi tristeza estaba justificada. Aunque aquél era un duelo extraño: hacía tan sólo dos días que conocía a Sarah y no me sentía con derecho al llanto, sin embargo, algo me escocía en la garganta cuando pensaba en la anciana. También cuando pensaba en Alain… Sentía lástima por él, no importaba que él no agradeciera mi compasión. Quizá en algún momento se resquebrajase y necesitase que alguien estuviera allí para recoger los pedazos; no resultaba normal tanta hostilidad.
De modo que me quedé, y pasé la mañana deambulando por las habitaciones frías y vacías mientras Alain se ocupaba de gestionar el fallecimiento: el médico, el abogado, el comercial de la funeraria, la hora de la incineración, la esquela en la prensa local… No parecía que fuera a resquebrajarse en ningún momento.
—No está… Ha desaparecido —escuché que decía Alain a mi espalda.
Me había sorprendido en el despacho de Sarah, mirando la pared tapizada de dorado en la que hacía tan sólo dos días había contemplado El Astrólogo, entonces vacía. El único rastro del cuadro sobre ella era la mancha clara de su silueta.
—¿Cómo es posible?
—Creo que ella lo ha hecho desaparecer.
Me volví.
—¿Le has preguntado a Martin?
—No hace falta… Sarah me preguntó ayer si lo quería —explicó escuetamente—. Le dije que no… Tal vez la defraudé.
Sus ojos estaban fijos en la sombra del cuadro. Se mordió el labio inferior, regresó al presente y se marchó de la habitación como si allí no hubiera nadie.
Me había quedado en el despacho, hojeando un viejo álbum con fotos de un viaje a Egipto, paseando por otro trocito de la vida de Georg y Sarah. Serían más de las cuatro de la tarde cuando la doncella abrió la puerta para dar paso a Konrad.
El simple hecho de verle me tensó los músculos y me agrió el talante, me puso inmediatamente en guardia.
—Si vienes a por el cuadro, que sepas que ha desaparecido.
—¿Qué es eso de que ha desaparecido?
—¿A ti qué te parece? —dije señalando con la mirada un hueco vacío en la pared bajo un foco apagado.
Con el rostro arrugado en miles de pliegues de contrariedad, Konrad se acercó a inspeccionar de cerca la pared. Obseso y contumaz, pasaba los dedos compulsivamente por la seda dorada, como si de frotarla cual lámpara maravillosa el cuadro fuera a materializarse de nuevo en su sitio.
De repente se encaró conmigo:
—¿Dónde está?
—No lo…
—¡No me vengas con eso! —Su grito desaforado produjo un eco seco en las paredes de la habitación—. ¡Ya no! ¡Ese rollo de mosquita muerta ya no cuela!, ¿me oyes? Sólo lo preguntaré una vez más: ¿dónde está el maldito cuadro?
Creí que me iba a agarrar del cuello y zarandearme como a un bote vacío hasta sacarme la última gota. Pero no llegó a hacerlo.
—¿Qué está pasando aquí?
La voz de Alain le hizo volverse como una bestia en celo, completamente fuera de sí.
—¿Tú…? ¡Tú! Maldito cabrón hijo de puta… Ahora lo entiendo…
Alain mantuvo la calma ante las provocaciones mientras ambos se aproximaban con cautela, midiéndose las fuerzas como dos luchadores en un ring.
—¿Dónde está el cuadro? ¿Qué has hecho con él?
—Será mejor que te vayas, Konrad. Te estás poniendo en ridículo…
—¡Cállate…! Engreído de mierda… ¿Quién coño te has creído que eres? ¡Un simple chulo de putas…! ¿Qué le has hecho a la vieja, eh? ¿Te la has follado para sacarle el cuadro como te la follas a ella para apartarla de mí?
No tuve tiempo de ofenderme ni de intervenir. Atónita, contemplé cómo Alain explotaba de furia y tumbaba a Konrad de un puñetazo en la mandíbula que le hizo rodar por el suelo.
Konrad se incorporó aturdido, se llevó la mano a la boca y se miró los dedos manchados de sangre. Tras tomar conciencia de lo sucedido, gritó como un salvaje, más de rabia que de dolor, preparándose para embestir a Alain con la fuerza de un ariete. Hubieran podido matarse entre sí.
Sin pensarlo, me abalance sobre Konrad, le sujeté rodeándolo con los brazos y le besé en la boca. Al principio se resistió, trató de deshacerse de mí, de quitarse mi beso de encima; sólo pensaba en pelear, en descargar toda su furia y su rencor sobre Alain. Yo me apreté aún más contra él, le besé con más fuerza y noté el sabor de su sangre en mi lengua. No sé por qué… pero finalmente cedió. Me devolvió el beso, me envolvió con él, me abrazó y me sobó con ostentación, extendió la sangre de sus labios por mis mejillas como si así pudiera marcarme. Me exhibió como un trofeo frente a su contrincante, al que devolvió una mirada desafiante sujetándome entre sus brazos.
Alain parecía desconcertado, clavaba la vista no en su oponente, sino en mí, pidiéndome una explicación.
—Márchate, Alain… Por favor… —Creí que hacía lo mejor cuando le pedí aquello. Creí que él me entendería; que sabría interpretar que sólo era una treta para evitar un enfrentamiento inútil y peligroso. De verdad lo creí… aunque me equivoqué.
Alain pareció dudar un breve instante. Finalmente, recogió los pedazos de su orgullo y salió en silencio por la puerta.
En cuanto estuvimos solos, me aparté de Konrad como si quemara. Él aprovechó para recomponerse. Se palpó el labio dolorido y se limpió la sangre.
—Vámonos de aquí —anunció cuando hubo terminado—. El avión está preparado para dentro de una hora. Volvemos a Madrid.
—Yo no voy a ir contigo a ningún sitio.
Él me agarró de la muñeca y de un tirón me empujó hacia la puerta.
—Por supuesto que sí, meine Süße. Recoge tus cosas.
—No… Tenías razón: he sido una estúpida, una ingenua y una necia, pero hasta aquí hemos llegado…
Konrad no se amedrentó. Apuntándome con el dedo índice intentó recuperar su posición de fortaleza.
—Estás muy equivocada: ¡sólo yo decido hasta dónde y hasta cuándo! ¡Yo! ¡Y tú te vienes conmigo o…!
—¿O qué, Konrad? ¿Qué piensas hacer para obligarme? ¿Pegarme? ¿Sacarme a rastras por la puerta ante los ojos de todo el mundo? ¿Tirarme contra el sofá y metérmela a la fuerza?
El silencio de Konrad fue tenso, como el que sigue al relámpago y precede al trueno.
—Admítelo: esto se ha acabado. Hemos acabado —concluí.
Me pareció oírle resoplar, verle echar bocanadas de ceniza y azufre como un volcán desperezándose. Me pareció que anunciaba que iba a explotar. Sin embargo, volvió a la carga con una tranquilidad sádica, con la misma calma que una lengua de lava se desliza por la ladera, arrasando todo a su paso.
Me agarró del pelo y tiró hacia atrás hasta inmovilizarme la cabeza. Su mirada me encogió el alma y el cuerpo. Sus palabras cerca de mis oídos, tan cerca que apenas las susurraba, fueron aún más duras.
—Maldita zorra… ¿Tú qué te has creído? Con una puta cualquiera me lo paso mejor en la cama, me sale más barato y una puta cualquiera no es menos decente que tú. ¿Crees que no sé que te quedas para follarle, que llevas follándotelo todo este tiempo? Tenía que haberlo matado yo con mis propias manos… Pero no lo olvides: a mí no puedes hacerme esto. Zorra estúpida y desagradecida… Esto no se ha acabado, ni mucho menos…
Me soltó con desprecio, cogió la puerta y se marchó.
Todo el cuerpo me hormigueaba como si acabara de meter los dedos en un enchufe. El silencio me devolvía sus insultos, la soledad me rodeaba con un halo de frío. Comencé a temblar.
No se podía jugar con Konrad y ganar. No se podía luchar con Konrad y salir indemne. Konrad era demasiado fuerte. Sabía aplastar con cuatro frases, retorcer con unas cuantas palabras, doblegar cabezas hasta la humillación sin alzar el tono de voz. Mataba con balas de hielo directas al corazón. Acababa de dispararme con una de ellas y unas lágrimas heladas comenzaron a resbalar por mis mejillas.
Sonaron unos golpes en la puerta cerrada. Corrí a asomarme al balcón mientras me afanaba en secarme las lágrimas con dedos torpes e impermeables.
—¿Dónde está?
No me di la vuelta para mirarle, no quería mostrarle a Alain mi rostro enrojecido. Él permaneció en el umbral de la puerta; toda la mañana había estado en el umbral. Traté de serenarme para que no me temblara la voz al hablar.
—Se ha ido.
—¿Y tú?
—Y yo, ¿qué?
—¿Por qué sigues aquí?
No le pude responder. Simplemente me encogí de hombros.
Conté los segundos que Alain permaneció inmóvil a mi espalda; los segundos de silencio e inacción. Conté los segundos que fue capaz de contemplarme sin acercarse a mí ni pronunciar palabra. Y los segundos que tuve que contener los sollozos, disimular el temblor de mi espalda y aguantar el picor de las lágrimas en mis mejillas.
Conté los segundos que esperé una frase amable o un abrazo, un simple roce, un gesto de afecto… No lo hubo. La tierra de nadie es hostil, sólo recibe fuego cruzado.
La puerta se cerró con un roce suave y me volví: la habitación otra vez vacía y solitaria. La sombra de El Astrólogo en la pared.
Todo había terminado. Pero ya nada volvería a ser igual; no sólo en la pared había dejado El Astrólogo su sombra…
«Maldito “Astrólogo”», me pareció oír susurrar a Sarah Bauer antes de abandonar aquel lugar para siempre.